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Política y gobierno

versão impressa ISSN 1665-2037

Polít. gob vol.24 no.2 Ciudad de México Jul./Dez. 2017

 

ARTÍCULOS

Malestar con la representación democrática en América Latina

The Malaise with Democratic Representation in Latin America

Carlos Cantillana Peña* 

Gonzalo Contreras Aguirre** 

Mauricio Morales Quiroga*** 

Daniela Oliva**** 

Lucas Perelló***** 

*Investigador asociado del Observatorio Político Electoral, Universidad Diego Portales. Ejército 333, Santiago, Chile. Tel: (+56) 995 29 50 04. Correo-e: cantillana.carlos@gmail.com.

**Investigador asociado del Observatorio Político Electoral, Universidad Diego Portales. Ejército 333, Santiago, Chile. Tel: (+56) 965 97 76 61. Correo-e: gonzalocontreras.ag@gmail.com.

***Director del Centro de Análisis Político de la Universidad de Talca, Santiago, Chile. Correo-e: mmoralesq@utalca.cl.

****Estudiante de maestría en Políticas Públicas en la Universidad de Michigan e investigadora asociada del Observatorio Político Electoral. Universidad Diego Portales. 735 S State, Ann Arbor, MI 48109. Tel: (+1) 734 834 68 30. Correo-e: doliva@umich.edu.

*****Estudiante de doctorado en Política en The New School for Social Research e investigador asociado del Observatorio Político Electoral, Universidad Diego Portales. 6 East 16th St. New York, NY 10003. Tel: (+1) 646 920 46 63. Correo-e: perel531@newschool.edu.


Resumen

Si bien existe una amplia literatura sobre la crisis de representación en América Latina, menos espacio se ha dado al proceso político que antecede a esta crisis. Es decir, la sensación de malestar con la representación democrática. Aquí operacionalizamos ese malestar como una combinación de desafección política, desconfianza en las instituciones políticas y desaprobación a los gobiernos. Concluimos que el malestar ciudadano con la democracia no responde sistemáticamente a la calidad de la democracia de los países ni al índice de desarrollo humano, sino a las variaciones de la desigualdad. A nivel individual, en tanto, el malestar se reproduce a mayor velocidad entre los jóvenes y los ciudadanos con menores recursos económicos.

Palabras clave: malestar; democracia; crisis de representación; desigualdad; América Latina

Abstract

Though there is a wide literature on the crisis of representation in Latin America, less is known about the political processes that precede the aforementioned crisis which translates into the feeling of malaise with democratic representation. Here we operationalize malaise as a combination of political disaffection, distrust with political institutions and government disapproval. We conclude that the malaise with democracy is not a systematic outcome of either the quality of democracy or the human development index. Rather, it is associated to inequality. At the individual level, malaise is more intense among the youth and in the lower-income segments of the population.

Keywords: malaise; democracy; crisis of representation; inequality; Latin America

Introducción

Existe una amplia literatura sobre la crisis de representación en América Latina (Hagopian, 1998, Hagopian, 2000; Roberts y Wibbels, 1999; Roberts, 2002; Mainwaring et al., 2006; Kitschelt et al., 2010). Para algunos, las crisis de representación están asociadas a crisis económicas que, en determinados casos, pueden resultar en el colapso de un sistema de partidos (Morgan, 2007; Lupu y Stokes, 2010). Para otros, las crisis de representación se explican por la incapacidad de los Estados para proveer bienes y servicios básicos a la ciudadanía (Mainwaring et al., 2006). Por su parte, otros trabajos estudian la crisis de representación según los grados de congruencia entre la élite parlamentaria y los votantes (Luna y Zechmeister, 2005; Morales 2014), las tasas de identificación con partidos, y el interés de los ciudadanos en la política (Dalton, 1999, 2000). El conjunto de evidencia permite evaluar si los países efectivamente se encuentran ante una inestabilidad o crisis de sus sistemas de partidos o en una fase avanzada de crisis de representación.

Sin embargo, son pocos los esfuerzos por diseñar una alerta temprana frente a una crisis de representación. Es decir, identificar algunos síntomas de la democracia que apuntan en esa dirección. A este síntoma lo hemos denominado malestar (véase Joignant et al., 2017). Creemos que antes de cerciorarse de la existencia de una crisis de representación y de identificar sus causas, parece razonable abordar y comprender lo que sucede previo a dicha crisis. Es perfectamente plausible que algunos países no presenten señales objetivas de crisis de representación, pero sí señales subjetivas asociadas al ambiente de opinión en torno a las instituciones de la democracia.

¿Qué entendemos por malestar? Para nosotros, el malestar con la democracia corresponde a una combinación de desconfianza en las instituciones, desaprobación a la gestión de los gobiernos y desafección política. Dadas estas dimensiones, el malestar puede variar entre y dentro de los países en una determinada serie de tiempo. Creemos que estas tres dimensiones abordan los aspectos centrales de la política y hablan sobre las percepciones ciudadanas en torno a las instituciones y sus gobiernos. Si bien el malestar no necesariamente predice una crisis de representación, toda crisis de representación parece estar antecedida por importantes corrientes de malestar (Morgan, 2007). En consecuencia, lo que evaluamos en este artículo es la presencia de malestar en los países latinoamericanos, al igual que su intensidad y evolución considerando los datos disponibles de las encuestas del Proyecto de Opinión Pública de América Latina (LAPOP) para 2008 y 2012.

Es probable que el malestar con la democracia no vaya necesariamente asociado a una crisis de representación desatada. Incluso, puede entenderse como una fase inicial de ésta. En términos de desarrollo conceptual, distinguimos el malestar con la democracia de una crisis de representación en los siguientes términos. Para nosotros el malestar con la democracia se asocia a las actitudes de los ciudadanos frente a las instituciones, los gobiernos y los partidos. Puede que el malestar no se refleje en un comportamiento electoral asociado a altas tasas de volatilidad o de abstención. Es decir, es posible encontrar países con grados avanzados de malestar pero sin indicadores objetivos que se asocien a una crisis de representación (Joignant et al., 2017). Por lo tanto, si bien toda crisis de representación es antecedida por el malestar, no todo malestar concluye, necesariamente, con una crisis de representación. El trabajo de Morgan (2007) sobre Venezuela es ilustrativo al respecto. Luego de mostrar la fuerte caída de los partidos tradicionales medida a través de los porcentajes de identificación con partidos, da cuenta de cómo esta desafección se manifiesta a nivel electoral utilizando datos agregados. El caso venezolano resulta muy útil para distinguir los conceptos de malestar y de crisis de representación. Reiteramos que el malestar, de acuerdo con nuestra medición, se mide por medio de percepciones ciudadanas sobre partidos, gobiernos e instituciones. El análisis de la crisis de representación, por su parte, si bien puede considerar esta evidencia (Mainwaring et al., 2006), también se vale de información objetiva sobre el sistema de partidos.

Otro caso que permite distinguir entre malestar y crisis de representación es Chile. El país ha sido sistemáticamente catalogado como uno de los sistemas de partidos más estables e institucionalizados de la región (Payne et al., 2006). Esta interpretación se logra al considerar datos objetivos, destacando el índice de volatilidad. No obstante, y al observar las encuestas, el malestar de los chilenos con la democracia no se condice con esta clasificación objetiva. La identificación con partidos es de las más bajas de América Latina, la confianza en las instituciones ha decaído considerablemente y la aprobación a los gobiernos, particularmente los de Sebastián Piñera (2010- 2014) y Michelle Bachelet (2014-2018), han sido de las más bajas desde el retorno a la democracia. En consecuencia, las encuestas muestran un malestar generalizado con la representación democrática, lo que no va necesariamente de la mano con la evidencia más objetiva, salvo el nivel de participación electoral en los comicios municipales de 2012 y 2016, y en la segunda vuelta presidencial de 2013 (Morales, 2015). Entonces, ¿está Chile inmerso en una crisis de representación? Los datos subjetivos indican que el malestar es generalizado, pero los datos objetivos, en tanto, no son concluyentes. Esto se debe a que los partidos tradicionales aún monopolizan la representación nacional y local, en desmedro de los nuevos movimientos y partidos políticos que han aparecido entre 2006 y 2016, incapaces aún de canalizar el malestar.1

De acuerdo con esto, entonces, el artículo se propone mapear el malestar con la democracia en América Latina, sugiriendo los distintos caminos o rutas hacia el malestar. Sostenemos que el malestar puede reproducirse a niveles similares en sistemas de partidos institucionalizados y no institucionalizados, pero con distintas consecuencias para la democracia. Podemos encontrar, como lo hacemos más abajo, a Chile y Guatemala en lugares parecidos en el ranking de malestar. Sin embargo, ese malestar se reproduce en condiciones totalmente distintas. Chile es reconocido como uno de los sistemas de partidos más institucionalizados y de mayor calidad democrática, mientras que Guatemala se ubica en lugares postreros en ambas dimensiones.

El artículo se divide en tres secciones. La primera sección muestra los distintos enfoques teóricos sobre la crisis de representación y su relación con el malestar con la democracia. La segunda, analiza descriptivamente el malestar con la democracia comparando a los países latinoamericanos entre 2008 y 2012. La tercera identifica los determinantes del malestar con la democracia recurriendo a variables socioeconómicas y sociodemográficas. El objetivo final consiste no sólo en conocer la magnitud del malestar, sino también en identificar los posibles tipos de malestar. Si bien dos países pueden presentar idénticas magnitudes de malestar, no necesariamente ese malestar responde a las mismas causas o condiciones. Es probable que nos encontremos con distintas familias de malestar que obedezcan no sólo a las características económicas de los países, sino también a sus condiciones políticas.

Antecedentes teóricos del malestar con la democracia

La literatura sobre la crisis de representación no aborda de manera sistemática ni precisa el concepto de malestar. Seguramente, los autores dan por hecho que una crisis de representación incluye un malestar con las instituciones democráticas. Por lo tanto, el malestar es visto como un síntoma de la crisis y no como una posible causa de la misma. Esto es así tanto en la investigación sobre América Latina como de las democracias consolidadas (Hagopian, 1998; Roberts y Wibbels, 1999; Roberts, 2002; Dalton, 1999, 2000; Mainwaring et al., 2006; Kitschelt et al., 2010; Mainwaring y Torcal, 2003). Como señalamos previamente, el malestar puede ser entendido como una fase inicial de la crisis de representación, pero es posible que ese malestar no se manifieste en los procesos electorales. Es decir, podemos encontrar países en que la estabilidad del sistema de partidos sea sistemáticamente alta, pero con ciudadanos descontentos con la democracia. Estos casos de malestar no necesariamente darán luces de una desatada crisis de representación.

La mayoría de estos estudios define la crisis de representación de acuerdo con la caída en los niveles de identificación con partidos y el bajo interés en la política. Las democracias industrializadas entienden esta crisis en función de factores económicos. Como las personas van mejorando su nivel de vida, entonces ya no ven en los partidos agencias de progreso o avance social. Más bien, ese progreso individual hace que las personas se distancien de los partidos, lo que no necesariamente implica un rechazo, sino más bien una apatía (Dalton, 1999, 2000). En cambio, en las democracias en vías de desarrollo las crisis de representación pueden ir asociadas o ser consecuencia de crisis económicas o de debilidad de los Estados para garantizar el imperio de la ley, conocidas como “zonas marrones” (O’Donnell, 1997).

Es posible dividir la literatura en dos grandes familias. Primero, quienes ven el malestar asociado a crisis de representación como producto de defi ciencias institucionales (Montero y Torcal, 2006; Kitschelt et al., 2010; Torcal, 2006). Segundo, los que explican el malestar a partir de factores económicos (Bellemare, 2011; Bellinger y Arce, 2011). Este ordenamiento de la literatura nos permite, al mismo tiempo, avanzar en la identificación de los factores que explican el malestar más allá de las crisis de representación. Como sostuvimos más arriba, el malestar antecede a una crisis de representación, pero muy pocas veces es estudiado de manera sistemática. Podemos suponer que en países como Uruguay y Chile el malestar con la democracia sea inferior al de Guatemala o Perú, pero no sabemos mucho sobre las características de ese malestar. Incluso, puede que existan países sin crisis de representación, pero con un malestar avanzado hacia las instituciones de la democracia.

Para el análisis del malestar seguimos algunos enfoques teóricos clásicos asociados a partidos y votantes. A nivel de partidos, organizamos la discusión colocando la tensión entre la institucionalización partidaria y el responsable party government (RPG). El punto central del debate está puesto sobre el tipo de estabilidad que adquieren los sistemas de partidos mediante rutas programáticas y clientelares. Naturalmente, dependiendo de cada ruta variará el tipo de representación. Los enfoques más clásicos de la institucionalización no distinguieron de manera clara y explícita ambas rutas, y optaron por medir la institucionalización con base en resultados electorales de volatilidad y voto cruzado (Mainwaring y Scully, 1995). En cambio, para el rpg existen distintos tipos de estabilidad. La más deseable es aquella que constituye partidos heterogéneos programáticamente y con electores dispuestos a ejercer accountability (Hetherington, 2001, pp. 621-622). Por lo tanto, creemos que dependiendo de la ruta que siguen los países en función de la estabilidad o inestabilidad de sus sistemas de partidos, el malestar tomará no sólo diferentes magnitudes, sino también diferentes características.

Por el lado de la élite, podemos rastrear algunas pistas sobre el tipo de representación y de malestar. Para esto, enfrentamos los enfoques de la congruencia programática entre partidos y votantes (Kitschelt et al., 1999, 2010), y del issue evolution (Carmines y Stimson, 1981, 1986, 1989; Campbell, 1985; Carmines et al., 1987; Abramowitz y Saunders, 1998). Si bien pueden existir sistemas estables a nivel de partidos considerando los grados de institucionalización de la competencia, esto puede convivir con electores distanciados de los partidos y con preferencias incluso disonantes (Erikson y Tedin, 1986). En consecuencia, el malestar no sólo podría darse en sistemas inestables desde el punto de vista de la competencia partidaria, sino también de inestabilidad en las preferencias programáticas. Es probable que los partidos congelen su agenda programática, mientras que los votantes la vayan modificando (Sundquist, 1983; Miller y Schofield, 2003). Esto puede generar incongruencia entre partidos y electores, lo que traerá como resultado un malestar de distinto tipo a aquel que surge en sistemas inestables y de mala governance, dando paso a un eventual realignment de las preferencias partidarias (Campbell y Trilling, 1980; Brady, 1985; Meffert et al., 2001, Dietz y Myers, 2007; Pacheco Méndez, 2003; Campbell, 2006). La otra salida, en caso de que no existan crisis exógenas al sistema de partidos (por ejemplo, una crisis económica), es un dealignment partidario. Cualquiera sea el resultado, la visibilidad será mayor en las denominadas elecciones críticas (Key, 1955, 1959; Burnham, 1970; Brady, 1988; Evans y Norris, 1999).

Los partidos pueden evitar lo anterior en caso de que tomen decisiones estratégicas en términos programáticos, siguiendo o tratando de reflejar lo que los ciudadanos opinan sobre determinados temas (Kindong, 1995). Esto se hace más evidente cuando los partidos inician estrategias mediáticas para captar el voto juvenil, impulsando nuevos temas y agendas que tienen como objetivo atraer a electores desinteresados (Abramowitz, 1994; Adams, 1997; Lindaman y Haider-Markel, 2002; Kaufmann, 2002). De este modo, los partidos pueden romper el dealignment inicial y evitar un realignment. El ganador será el que mejor interprete las demandas de los electores hasta ese entonces excluidos (Geer, 1991). No obstante, antiguos temas de división partidaria pueden sobrevivir a los nuevos estilos de competencia y a las demandas de los electores, aunque suelen estar localizados en determinadas zonas geográficas, sin manifestar señales de nacionalización (Valentino y Sears, 2005).

La teoría de la evolución es una teoría del cambio partidista normal, pero hace hincapié en que la composición del electorado sufre alteraciones continuas que, a lo largo de varias décadas, pueden tener profundas implicaciones para el sistema partidario (Carmines y Stimson, 1981, p. 108).

Si efectivamente los partidos logran canalizar los nuevos intereses ciudadanos y se acomodan a los cambios de la opinión pública, pueden evitar la emergencia de nuevos partidos o el colapso del sistema de partidos tradicional. La teoría del issue evolution resulta, en este sentido, esperanzadora para los partidos tradicionales. Junto con estrategias de adaptación de los partidos tradicionales a su entorno, se logra contener el malestar y, ciertamente, una eventual crisis de representación.

La culpa es de los partidos: De la “institucionalización” al Responsible Party Government

La democracia representativa consiste en un régimen político que garantiza derechos y libertades para los individuos que la componen. Entre sus características más relevantes están los mecanismos político-institucionales que permiten la elección y consecuente representación de los intereses y demandas de la ciudadanía (Dahl, 1971; Sartori, 1992; Payne et al., 2006). De acuerdo con eso, en una democracia representativa son los partidos políticos los que cumplen el rol de agentes de representación.

De acuerdo con Mainwaring y Scully (1995), los sistemas de partidos institucionalizados están en mejores condiciones para cumplir con estas funciones. Caracterizados por la baja volatilidad electoral y la alta raigambre social de sus partidos, los sistemas institucionalizados prácticamente garantizan estabilidad política. Los ciudadanos se identifican con los partidos y, al mismo tiempo, los votan sistemáticamente. Esto trae como resultado una baja volatilidad electoral (Mainwaring y Scully, 1995; Mainwaring y Torcal, 2005). La literatura posterior, en tanto, identificó distintas rutas hacia la institucionalización. Existen países que lo hacen mediante la ruta programática y otros que lo hacen mediante la ruta clientelar. Los tipos de institucionalización dependen de la vinculación entre partidos y votantes (Kitschelt, 2000; Kitschelt y Wilkinson, 2007; Luna, 2010). Esto aplica a algunos casos como Argentina (Ostiguy, 2009), Ecuador (Machado, 2007) y Venezuela (Roberts, 2003).

¿Puede existir malestar con la democracia en un sistema de partidos institucionalizado? La información que se utiliza para calcular el índice de Institucionalización está basada, originalmente, en medidas objetivas de volatilidad y votación cruzada. Más tarde, se añadió información subjetiva sobre identificación con partidos, en el afán de medir cuán estables son las preferencias de los votantes. Se podría pensar que sobre todo debido a la institucionalización del sistema de partidos, no existe malestar con la democracia. En estos sistemas, se supone, los partidos ejercen una buena representación, lo que es premiado por los votantes. Aunque un sistema de partidos institucionalizado sea incompatible con una crisis de representa ción, no se puede descartar a priori que exista un malestar con el régimen. El ejemplo de Venezuela es el más claro. Considerado como uno de los sistemas más estables de la región, a mediados de la década de 1990 entró en una profunda crisis de representación cuyo resultado fue el desplome de los partidos tradicionales. Esto se reflejó en las encuestas previas a la caída del sistema de partidos tradicional (Morgan, 2007). Entonces, un sistema hiper-institucionalizado (Schedler, 1995) puede generar las condiciones para un malestar con las instituciones y especialmente con los partidos. Los ciudadanos pueden percibir que este exceso de estabilidad favorece a los de siempre, decidiendo romper con sus preferencias electorales históricas. Desde luego, este quiebre se ve favorecido en escenarios de crisis económica donde los partidos no pueden sostener el vínculo con sus votantes, y entran en una espiral de descrédito y desconfianza.

Si los sistemas de partidos institucionalizados no son inmunes al malestar con la democracia, ¿lo son aquellos que cuentan no sólo con estabilidad, sino también con una fuerte vinculación programática entre partidos y electores? Para responder esta pregunta hacemos uso del enfoque denominado responsible party government (Adams, 2001). Su supuesto central es que los partidos no sólo muestran estabilidad electoral, sino también ofertas programáticas distinguibles que no llevan a confusión a sus electores. Tal estabilidad permite que la adhesión se sostenga en el tiempo y, más importante aún, que los electores puedan hacer rendir cuentas a los partidos intertemporalmente. De este modo, se teje una red de credibilidad entre partidos y votantes. Los partidos ofrecen programas susceptibles de cumplir, y los electores respaldan a los partidos que perciben como más cercanos a sus intereses. De hecho, si los electores son racionales deberían reaccionar ante los cambios programáticos de su élite partidaria, ya sea cambiando de partido o engrosando el número de desafectos. En este enfoque, entonces, la ligazón afectiva hacia los partidos no es tan relevante como el vínculo cognitivo y evaluativo entre elector y partido. De igual forma, el enfoque sugiere una alta homogeneidad interna entre líderes partidarios y electores de ese partido, y una relativa heterogeneidad entre los partidos que componen el sistema (Luna, 2007, p. 395). Esta base teórica permite fundamentar el avance de los estudios sobre congruencia entre élite y ciudadanía (Luna y Zechmeister, 2010).

Lo que se requiere son partidos divergentes en términos programáticos y estables en sus posiciones políticas. A juicio de Adams (2001), tanto los modelos espaciales del voto como aquellos basados en la conducta electoral de los ciudadanos estiman que estas dos condiciones no pueden ser satisfechas simultáneamente. Para los primeros (modelo espacial) los partidos se mueven en búsqueda del votante mediano y para lograrlo van cambiando sus posturas programáticas. Este movimiento implica que los partidos se vayan pareciendo más entre sí. Por ende, no se cumple con el principio de la divergencia en términos programáticos. Para los segundos (modelos de conducta electoral), los votantes están motivados por aspectos no necesariamente programáticos. Aquí la identificación partidaria es central, pues se nutre mediante el proceso de socialización y no necesariamente por una evaluación de las agendas programáticas de los partidos. A pesar de que los partidos no sean divergentes igual generan identificación. Incluso, hay cierto margen de tolerancia a la inestabilidad de las posiciones políticas del partido. Por lo tanto, la pregunta es por qué los partidos son divergentes si el modelo espacial pronostica lo opuesto, y por qué las posiciones políticas de los partidos importan si, a pesar de ellas, los votantes se identifican con partidos por cuestiones de largo plazo.

Este enfoque fue aplicado por Adams (2001) para países de Europa occidental. La conclusión es que a pesar de que ambas teorías (modelos espaciales y de conducta electoral) pronostican un mal funcionamiento del responsible party government, éste de todas formas opera de manera satisfactoria. Por lo tanto, lo que en realidad se produce es una interacción entre un electorado movido por sus lealtades partidarias y por sus intereses políticos en algún eje unidimensional. Los partidos, por su parte, están restringidos a cambios violentos en sus preferencias políticas dadas las eventuales sanciones por parte de los electores. De esta forma, el modelo del responsable party government pronostica estabilidad político-programática, diferenciación entre partidos y “buena” representación. Finalmente, lo que se obtiene es una compatibilidad entre vote-seeking y policy seeking. Es decir, los partidos maximizan votos proponiendo políticas que reflejan de manera sincera sus preferencias. En otras palabras, más allá de que cuenten con electores estables, el movimiento en términos de propuestas programáticas, dentro de rangos razonables, puede favorecer la representación política.

De acuerdo con estas definiciones, existe menos probabilidad de que el malestar surja en países o sistemas de partidos que ejercen un gobierno de partido responsable. Y si ese malestar existe, los electores saben que tienen en sus manos la opción de cambiar al partido de gobierno. Como la identificación es programática, los electores no tienen problema en castigar al partido por el que siempre han votado. Como señalamos, de acuerdo con este enfoque la identificación afectiva con los partidos es una barrera para el ejercicio del accountability. En consecuencia, pueden existir países con altos niveles de identificación partidaria, pero sin un gobierno de partido responsable. Esto es particularmente evidente en aquellos países donde predomina la identificación clientelar. No sucede lo mismo en aquellos en los que prima la identificación programática.

Esta tensión entre institucionalización y responsible party government (RPG) resulta a favor de la segunda. La teoría de la institucionalización no es suficiente para explicar lo que sucede, por ejemplo, en países como Honduras o Paraguay. En ambos casos los partidos tradicionales fueron fundados a fines del siglo XIX o principios del XX. Si bien en Paraguay ha existido una mayor fragmentación, los partidos tradicionales siguen predominando. Sin embargo, en ambos países existe una mala governance o calidad de la democracia (Levine y Molina, 2007). Además, en ambos países los partidos son difícilmente distinguibles en el eje izquierda-derecha, particularmente en Honduras. Entonces, si bien pueden existir sistemas de partidos institucionalizados, esto no siempre va acompañado de una buena representación. Para lograr este objetivo se necesita, siguiendo el RPG, una gran heterogeneidad programática entre los partidos y una alta congruencia programática entre partidos y votantes. Al cumplir con estas condiciones es posible hablar de una “buena” representación.

La culpa es de las élites: Congruencia programática e issue evolution

¿El malestar con la democracia se concentra en las instituciones o en la élite? En el punto anterior analizamos el malestar básicamente hacia las instituciones. Señalamos que había cierta configuración de partidos que hacía más probable la emergencia del malestar e, incluso, que esa configuración podía dar paso a distintos tipos de malestar. Esta mirada institucional no logra distinguir entre la élite dirigente y los partidos. Puede que el malestar, más que en los partidos como instituciones, se focalice en la élite. En otras palabras, es muy probable que la ciudadanía perciba a los partidos como esenciales para la democracia, pero que rechace el accionar de sus dirigentes.

De acuerdo con este argumento, entonces, no sería tan extraño ver países con altos niveles de malestar con la democracia, pero con datos agregados que van más en la línea de la estabilidad que del cambio. Es decir, podemos observar países escasamente volátiles, con predominio de los partidos tradicionales y con una democracia estable. Pero, al mismo tiempo, con ciudadanos desafectos de los partidos, críticos de las instituciones y poco dispuestos a seguir tolerando a las élites.

¿Y qué sucede con la élite? A juicio de Hetherington (2001), cuando la élite se polariza en determinados issues, es más probable que los ciudadanos perciban diferencias entre los partidos. Al ser más distinguibles unos de otros, es más probable que, al tomar opciones, los ciudadanos se identifiquen con alguna de las tendencias. Como sostiene el mismo autor,

Si los políticos proporcionan claves orientadas al partido o a los problemas, entonces el público responderá de una manera enfocada en el partido o en la cuestión […] Como las diferencias ideológicas importantes entre las élites de los partidos producen un flujo mayor de información entre los afiliados, la polarización de la cúpula induce una respuesta masiva (Hetherington, 2001, pp. 621-622).

De este modo, la polarización es una variable central para entender no sólo el anclaje de las preferencias políticas, sino también la congruencia entre partidos y electores. Si el autor está en lo correcto, deberíamos observar mayores niveles de identificación precisamente en las personas más polarizadas ideológicamente. Al manifestar opciones políticas claramente distinguibles del resto, seguramente estos ciudadanos buscarán partidos con programas igualmente nítidos, ya sea a la izquierda o a la derecha del espectro ideológico.

Entonces, la polarización no es un factor necesariamente negativo para la democracia. La polarización puede indicar precisamente los grados de diferenciación que tienen las élites partidarias, ofreciendo programas distinguibles para la ciudadanía. Esto puede contribuir a despejar la imagen de que los partidos y sus dirigentes ofrecen lo mismo a la población y que, en el fondo, la política es una escena de constante transacción y negociación de intereses personales. En un país con altos grados de estructuración programática de las preferencias entre partidos y votantes es más difícil que el malestar se exprese hacia las instituciones de la democracia y la élite dirigente, concentrándose, si es que existe, en cuestiones de carácter económico.

La culpa es de la economía

En términos económicos, el malestar se explica por las consecuencias que provocaron la liberalización económica y la globalización. A pesar de los beneficios que supone la integración económica, las personas se sienten cada vez más afectadas por un sistema que no satisface sus necesidades básicas y que, al parecer, beneficia sólo a algunos. De acuerdo con la teoría distributiva de la guerra civil, elaborada por Bussmann y Schneider (2007), la lucha redistributiva asociada con la liberalización económica puede culminar en protestas. Las movilizaciones pueden producirse por la existencia de un descontento, que puede estar generado por el efecto redistributivo de la liberalización económica extranjera y otras reformas que la comunidad financiera internacional ha promovido.

De la misma manera, Opp (2000) considera que el descontento con un tipo particular de déficit, relacionado con la situación económica personal, aumenta el descontento general (Opp, 2000; Bellemare, 2011). Un cambio a escala nacional, como por ejemplo una transición democrática o la adopción de reformas neoliberales, puede influir sobre las condiciones de vida de los ciudadanos. Este factor tendría un efecto en el descontento general de la sociedad, lo cual podría llevar a un aumento en los niveles de protesta.

Por su parte, en América Latina se estaría produciendo un resurgimiento de las protestas, como resultado de los efectos que las reformas económicas liberales han provocado en la vida de los ciudadanos (Bellinger y Arce, 2011). La desigual distribución de los recursos económicos en la región ha redundado en bajos grados de confianza social. En otras palabras, ha disminuido la confianza entre los ciudadanos y la sensación de seguridad en las sociedades (Córdova-Guillén, 2008). De esta forma, no sólo el desempeño económico de un gobierno puede ser un importante predictor del apoyo a la democracia (Schwarz-Blum, 2008), sino también factores estructurales, tales como la distribución de los recursos y los niveles de crecimiento económico de un país.

Una variante del malestar con la democracia se ha desarrollado en la región andina y tendría directa relación con los ajustes económicos neoliberales que, de acuerdo con Gutiérrez (2005), bloquearían el camino a la democracia y a la articulación de demandas dentro de ella. Las reformas neoliberales han debilitado la expresión ciudadana en diversas formas. Primero, en aspectos públicos fundamentales la deliberación está bloqueada ya que la modernización liberal tiene liderazgos internacionales, mientras que la democracia representativa ofrece sólo un marco nacional para el debate. Segundo, la modernización liberal ha creado las condiciones ideales para los “cambios políticos”, es decir, los cambios en las posturas políticas que tiene un candidato en la campaña y luego cuando es electo. Por último, el proceso de implementación del neoliberalismo en los países andinos ha debilitado la importancia de la expresión democrática a través de los “horizontes” de tiempo. Dado que el periodo entre el inicio de las medidas de ajuste y sus supuestos resultados positivos es largo, una mayoría se puede oponer al proceso sin saber que estas reformas pueden favorecer sus intereses en el largo plazo. Por lo tanto, existe un fuerte incentivo para invalidar las preocupaciones de la ciudadanía.

El concepto de malestar y su medición

Uno de los indicadores que suele utilizarse para mostrar el distanciamiento de los ciudadanos de la actividad política es la abstención electoral. En la medida en que menos gente vota, menor sería el arraigo de los partidos en la ciudadanía. Sin embargo, la literatura es concluyente en señalar que los factores que explican las variaciones en la participación van desde las condiciones climáticas (más aún en aquellos donde rige el voto voluntario), hasta el nivel de competencia entre los candidatos (Lijphart, 1997). Es decir, puede ser que una caída en la participación electoral no obedezca necesariamente a un desinterés o malestar con la democracia, sino simplemente a una decisión racional de los electores: votar no es decisivo.

Por lo tanto, el apego de los ciudadanos a la democracia no sólo va ligado a las variaciones en la participación electoral, sino también a las percepciones en torno a las instituciones que componen la democracia, las autoridades de gobierno y, por cierto, el interés en la política. En consecuencia, el concepto de malestar es multidimensional y se refiere a cuestiones actitudinales asociadas con el régimen político. Este malestar puede observarse tanto a nivel agregado por país, como en un análisis individual de acuerdo con las encuestas de opinión. El malestar variará dentro de los casos a través del tiempo, y entre los casos al realizar un análisis comparado más general.

Teóricamente, nuestro concepto de malestar -siguiendo a Torcal (2006) y Dalton (2013)- incluye dos indicadores de largo plazo y uno de corto plazo. La confianza institucional y el interés en la política suelen ser condiciones que varían lentamente en el tiempo. Algo distinto sucede con la aprobación a los gobiernos. Por lo tanto, mientras el desinterés y la desconfianza corresponden a dimensiones de largo plazo que se resumen en el concepto de “descontento” (Dalton, 1999, 2000; Dalton y Wattenberg, 2000), la aprobación presidencial se refiere a aspectos coyunturales de la gestión de los gobiernos. Resulta esperable que las tres medidas no estén estrechamente correlacionadas. La propia teoría sugiere que no lo están. ¿Es esto impedimento para avanzar en la construcción de un índice? Consideramos que no. Ciertamente está el riesgo estadístico de no alcanzar altas medidas de consistencia interna o que los indicadores propuestos no resulten adecuados para un análisis factorial. No obstante, nuestra propuesta conceptual de “malestar” tiene una ventaja: en lugar de superponer dimensiones correlacionadas o que miden atributos similares, se hace cargo de variaciones más aceleradas que son producto de la coyuntura.

Un país puede presentar niveles razonables de confianza institucional e interés en la política. ¿Significa aquello que no hay malestar con la representación democrática?, ¿son estos indicadores “inmunes” a la aprobación de los gobiernos? Nuestra respuesta es que la desconfianza institucional y el desinterés en la política retratan sólo una parte del malestar con la representación, quedando pendiente una medida más contingente que, a nuestro juicio, es la aprobación presidencial. Metodológicamente, sugerimos tres construcciones del índice. Primero, una medida promedio de los tres indicadores que utilizamos tanto en el análisis descriptivo como en el análisis inferencial y que permite mapear la región de manera simple. Segundo, una medida multiplicativa de los tres indicadores. En esta construcción basta con que una variable marque cero para que el índice total indique también un valor de cero. En tal sentido, para que exista malestar con la representación democrática, un encuestado debe manifestar cierto rechazo en las tres dimensiones (confianza, interés y aprobación), siendo así una medida más exigente. Tercero, utilizamos un puntaje factorial extraído de los tres indicadores. Acá nos encontramos con algunos obstáculos. El análisis arroja una única solución factorial con un valor de 0.54 en el test Kaiser, Meyer y Olkin (KMO), que está en el límite de lo tolerable para validar la decisión de avanzar en este análisis.

El cuadro 1 muestra la composición de nuestro índice de malestar para las tres mediciones. Utilizamos los datos comparables de las encuestas LAPOP de 2008 y 2012. Para generar el indicador utilizamos tres variables que varían de cero a cien. Estas variables son (des)confianza en instituciones, (des)aprobación y la desafección con los partidos. Para medir la (des)confianza en instituciones, se utiliza la siguiente pregunta: “¿Hasta qué punto tiene confianza usted en…”. La escala de respuesta va de uno (nada de confianza) a siete (mucha confianza). Debido a que la encuesta LAPOP pregunta por una serie de instituciones, decidimos discriminar por aquellas que son políticas, que se mantienen en el tiempo y que son preguntadas en la mayor cantidad de países. Estas instituciones son el “Presidente”, el “Tribunal Supremo Electoral”, el “Congreso”, los “Partidos”, y el “Municipio”. Para medir la (des)aprobación a los gobiernos, utilizamos la siguiente pregunta: “Y pensando en el actual gobierno, ¿diría usted que el trabajo que está realizando el presidente es…?”. La escala de respuesta va de uno (muy bueno) a cinco (muy malo). Para medir el interés en la política utilizamos la siguiente pregunta: “¿Qué tanto interés tiene usted en la política?”. La escala de respuesta va de uno (mucho) a cuatro (nada). Por último, normalizamos todas las escalas de cero a cien.

CUADRO 1 Indicadores del malestar 

Fuente: Elaboración propia con base en datos de Encuestas LAPOP 2008-2012. Disponibles en http://www.vanderbilt.edu/lapop/

Resultados y análisis descriptivo

En esta primera fase descriptiva, y a fin de no saturar de cuadros y gráficas, mostramos los resultados utilizando el promedio de los indicadores que componen el malestar. De todos modos, advertimos que los resultados no varían sustantivamente al hacer idéntico ejercicio pero con los otros dos índices que hemos propuesto.

Los resultados muestran distintos niveles de malestar entre los 17 países de estudio (véase gráfica 1). En términos generales, la distribución presenta una media de 54.3, con una mínima de 45.2 (Uruguay) y máxima de 61.8 (Paraguay). De acuerdo con esto, ocho países se sitúan bajo la media,2 mientras que los nueve casos restantes se posicionan sobre la misma.3 Paraguay es el país con mayor índice de malestar promedio (61.8), seguido por Panamá (59.7), Perú (59.1) y Honduras (58.9). En el extremo opuesto, se encuentran Uruguay (45.2), República Dominicana (48.1) y Colombia (48.3). Por su parte, en la distribución media se sitúan países como Ecuador (53.3), Brasil (53.4), Guatemala (55.8) y Nicaragua (55.8).

Fuente: Elaboración propia con base en datos de Encuestas LAPOP 2008-2012. Disponible en http://www.vanderbilt.edu/lapop/

GRÁFICA 1 Distribución promedio del índice de malestar en América Latina 2008-2012 

La gráfica 2 muestra diferencias significativas entre las medias de los índices de 2012 y 2008 para algunos países. Los países más estables en las dos mediciones son México (0.4), Chile (1.0), Honduras (1.5), Panamá (1.8), Brasil (-1.5) y Guatemala (-1.6). Por su parte, los países que más aumentaron su nivel de malestar entre ambas mediciones son República Dominicana (8.8), Costa Rica (7.1) y Colombia (6.2). Los países que más disminuyeron su nivel de malestar fueron Nicaragua (-15.4) y Paraguay (-13.9).

Fuente: Elaboración propia con base en datos de Encuestas LAPOP 2008-2012. Disponible en http://www.vanderbilt.edu/lapop/

GRÁFICA 2 Diferencial entre índice de malestar 2012-2008 

Ni democracia ni desarrollo: Es la desigualdad

En nuestro afán por caracterizar el malestar con la democracia hemos construido algunos modelos estadísticos que intentan mostrar las características y composición de ese malestar. Si bien trabajamos con datos de la encuesta LAPOP 2012, también incluimos datos nacionales con el fin de ejercer un adecuado control estadístico. Para ello seleccionamos tres variables: el índice de desarrollo humano (IDH), el índice de calidad de la democracia, y el índice de Gini. Teóricamente, las tres variables deberían ser relevantes para explicar el malestar: países desarrollados y, en consecuencia, con mejores niveles de calidad democrática, deberían expresar menores niveles de malestar. Sin embargo, nuestra aproximación preliminar circula en otra dirección. La gráfica 3 señala que no existe relación significativa entre el malestar, el IDH y la calidad de la democracia. Es decir, el malestar se distribuye aleatoriamente según el grado de desarrollo y la calidad de la democracia. Donde efectivamente distinguimos una relación es entre el coeficiente de Gini y nuestro índice de malestar. Por lo tanto, el bienestar (IDH) o el diseño institucional (calidad de la democracia) de los países no están directamente correlacionados con nuestro índice de malestar; la explicación parece estar sustentada por el nivel de desigualdad. Subrayamos, de nueva cuenta, que esta evidencia está en función del índice de malestar medido como un promedio de los tres indicadores. Al utilizar las otras dos medidas de malestar que sugerimos más arriba, los resultados mantienen la misma tendencia.

Fuente: Elaboración propia con base en datos de Encuesta LAPOP 2012, PNUD, Banco Mundial y Levine y Molina (2007). Disponibles en http://www.vanderbilt.edu/lapop/, http://hdr.undp.org/en/data/trends y http://data.worldbank.org/

GRÁFICA 3 Correlación entre el índice de malestar, el IDH, el índice de calidad de la democracia y el índice de Gini 

Para probar lo anterior, hemos construido una serie de modelos estadísticos. Separamos el análisis en dos fases. Primero, mostramos los resultados incluyendo dos variables nacionales: IDH y el índice de calidad de la democracia. Segundo, aplicamos un modelo idéntico que excluye el IDH e incluye el índice de Gini. Nuestro objetivo es cerciorarnos de que el IDH y calidad de la democracia no inciden en el malestar, para luego probar la hipótesis de que, en realidad, este malestar se explica fundamentalmente por la distribución del ingreso. El cuadro 2 muestra los estadísticos descriptivos de todas las variables utilizadas.

CUADRO 2 Estadísticos descriptivos 

Fuente: Elaboración propia con base en datos Encuesta LAPOP (2012), PNUD, Banco Mundial y Levine y Molina (2007). Disponible en http://www.vanderbilt.edu/lapop/, http://hdr.undp.org/en/data/trends y http://data. worldbank.org/

El cuadro 3 muestra los modelos de regresión lineal multinivel tomando como variable dependiente nuestras mediciones de malestar. Dado que los coeficientes de correlación entre las tres mediciones bordean un valor de 0.9, resulta esperable que los resultados de los modelos vayan en direcciones similares. Especificamos modelos de regresión lineal multinivel con el fin de incluir dentro de las estimaciones los efectos de variables nacionales que, al menos descriptivamente, tendrían un impacto sobre las variaciones del malestar con la representación democrática.

CUADRO 3 Modelos de regresión lineal multinivel 

Fuente: Elaboración propia con base en datos de Encuesta LAPOP 2012, PNUD, Banco Mundial y Levine y Molina (2007). Disponible en http://www.vanderbilt.edu/lapop/, http://hdr.undp.org/en/data/trends y http://data.worldbank.org/. Errores estandarizados entre paréntesis; * p<0.1, ** p<0.05, *** p<0.01.

Las variables independientes, en tanto, corresponden a sexo (hombre/ mujer), zona (urbana/rural), edad, ingreso subjetivo (le alcanza bien y puede ahorrar/no le alcanza y tiene grandes dificultades), años de educación (0/18). Estas variables son de carácter individual. Las variables nacionales que hemos seleccionado corresponden al Índice de Desarrollo Humano (IDH), el índice de calidad de la democracia elaborado por Levine y Molina (2007) y el índice de Gini. Dado que existe una estrecha relación entre el IDH y el índice de calidad de la democracia, decidimos medir su efecto en dos modelos distintos. Es decir, un modelo con IDH pero sin el índice de calidad, y otro sin IDH pero con el índice de calidad. Además, incluimos un término de interacción entre el ingreso subjetivo de las personas y el índice de Gini, a fin de evaluar el volumen de malestar comparando personas de altos y bajos ingresos en contextos de mucha y poca desigualdad.

Antes de reportar los resultados del modelo, calculamos el valor del interclass correlation (ICC). Esta medida nos permite identificar la proporción de la variabilidad total del modelo que responde a la variabilidad de los grupos; en este caso, de los países incluidos en nuestro análisis. Los valores de ICC bordean 0.04, cifra que de acuerdo con la escala de Landis y Koch (1977) representa una fuerza leve, pero no irrelevante.

En el caso de las variables individuales (nivel 1) los coeficientes se mueven de manera similar en todas las modelaciones. Por ejemplo, los jóvenes presentan mayores niveles de malestar que el resto de la población, sucediendo lo mismo con aquellas personas que perciben mayores dificultades económicas debido a su nivel de ingresos. En las variables nacionales (nivel 2) sistemáticamente es el índice de Gini el que muestra significancia estadística en todos los modelos, mostrando que mayores niveles de desigualdad van asociados a mayores niveles de malestar. El hecho de que tanto el ingreso subjetivo como el índice de Gini arrojen resultados estadísticamente significativos nos llevó a construir un término de interacción entre ambos. Para mostrar más claramente los resultados de este término de interacción dentro de los modelos, procedimos a realizar una simulación estadística. Llevando a su promedio el resto de las variables que se incluyen en el modelo, y haciendo variar sólo el ingreso subjetivo y el índice de Gini, se observa que en efecto, incrementos en la desigualdad favorecen mayores niveles de malestar, siendo ese malestar más alto en los segmentos con dificultades económicas en comparación con los estratos más acomodados. Sin embargo, la diferencia entre estos estratos no es igual en todos los niveles de Gini. En la gráfica 4 simulamos con niveles de Gini que van de 0.40 a 0.6 (multiplicamos por 100 sólo para efectos visuales). El intervalo utilizado se justifica porque los países latinoamericanos se mueven, más o menos, en esa frecuencia. Lo que se advierte es que la diferencia de malestar entre los más desaventajados y los más acomodados desaparece cuando los niveles de desigualdad aumentan por encima del promedio. Dicho de otra forma, el nivel de malestar no es estadísticamente distinto entre grupos desaventajados y acomodados frente a altos valores de desigualdad. En ese contexto, ambos grupos responden de la misma manera.

Fuente: Elaboración propia con base en datos de Encuesta LAPOP 2012, PNUD, Banco Mundial y Levine y Molina (2007). Disponible en http://www.vanderbilt.edu/lapop/, http://hdr.undp.org/en/data/trends y http://data.worldbank.org/

GRÁFICA 4 Simulaciones (la variable dependiente es el índice de malestar)  

Conclusiones

Si bien la literatura sobre las democracias latinoamericanas se ha preguntado por las condiciones necesarias para lograr la estabilidad de los regímenes, las causas de las crisis de representación, o los factores que explican los co lapsos de los sistemas de partidos, no han puesto suficiente atención en cuestiones actitudinales que pueden servir como antesala a estos fenómenos. En este trabajo hemos sugerido el concepto de malestar con la democracia como un agregado de desconfianza institucional, desinterés en la política y desaprobación de los gobiernos. Lo hicimos de acuerdo con tres mediciones. Nuestra sugerencia es que antes de estudiar los resultados de crisis o colapsos, bien valdría la pena analizar el estado de la opinión pública frente a las instituciones democráticas.

Si bien es cierto que las tres variables que utilizamos para construir nuestro índice no están altamente correlacionadas entre sí, proponemos que una medida de malestar con la representación democrática no sólo debe considerar las dimensiones típicas asociadas al descontento, sino también percepciones de corto plazo al momento de evaluar el desempeño de los gobiernos. Como argumentamos más arriba, el desinterés en la política y la desconfianza institucional bien podrían retratar el distanciamiento de los ciudadanos con las estructuras de poder, lo que podría interpretarse como un malestar de largo plazo. Pero si a esta sensación se suma una mala evaluación del desempeño de los gobiernos, ese malestar de largo plazo convivirá con un malestar de corto plazo. Por eso mismo nuestra propuesta incorpora ambas etapas del malestar a fin de capturar el mayor número de expresiones posible. Estimamos que al incluir la aprobación a los gobiernos, entregamos la dimensión más coyuntural de la política que se suma a las medidas más tradicionales de descontento. En síntesis, el concepto de malestar contribuye a mapear las actitudes de los ciudadanos hacia las instituciones de la democracia. Como el concepto incluye dimensiones de largo y corto plazo, brinda una panorámica mucho más amplia para analizar las actitudes ciudadanas.

Al realizar un análisis inferencial, observamos que fuera de la desigualdad hay diferencias muy significativas por grupos de edad e ingreso subjetivo. Como era de esperarse, los segmentos más jóvenes muestran mayores niveles de malestar que el resto de la población, sucediendo lo mismo con las personas de menos ingresos. Lo particular del caso, eso sí, es que el efecto del ingreso subjetivo sobre las variaciones de malestar prácticamente desaparece en contextos de alta desigualdad. Como mostramos más arriba, personas desaventajadas y acomodadas tienen idénticos niveles de malestar cuando la desigualdad del país está por encima del promedio regional.

¿Qué agenda de investigación se abre a partir de este estudio? Aunque se ha discutido ampliamente acerca del rol de los partidos en una democracia y el efecto de la institucionalización de los sistemas de partidos sobre la calidad de la democracia, sería sugerente vincular la institucionalización partidaria y el malestar. Es muy probable que nos encontremos con países de similares niveles de malestar, pero con composiciones muy distintas. En algunos casos, ese malestar puede anticipar una crisis de representación. En otros, ese malestar puede contribuir a elevar los índices de abstención electoral y a evitar que ese malestar se transforme en crisis de representación. Es posible que existan sistemas de partidos capaces de tolerar o controlar ciertos niveles de malestar, evitando que ese malestar -entendido como una sensación subjetiva frente a la representación democrática- se transforme en una conducta que favorezca a outsiders o partidos emergentes.

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*Este artículo recibió apoyo del proyecto IDRC-UDP titulado “Making Democracy Count: A Southern Perspective”, del Centro de Estudios de Conflicto y Cohesión Social (COES, Conicyt/Fondap/15130009) y del proyecto Fondecyt 1170944.

1Entre estos años se han fundado los siguientes partidos en Chile: Partido Regionalista Independiente- PRI (2006); Chile Primero (2007); Movimiento Amplio Social-MAS (2008); Partido Igualdad (2009); Partido Progresista-Pro (2010); Izquierda Ciudadana (2012); Evópoli (2012); Revolución Democrática-rd (2012); Partido Liberal de Chile (2013); Ciudadanos-Fuerza Pública (2013); Amplitud (2014); Democracia Regional Patagónica (2015); Frente Regional y Popular (2016); Fuerza Regional Norte Verde (2016); Poder (2016); Todos (2016); Partido Regionalista de Magallanes (2016); Por la Integración Regional (2016); Somos Aysén (2016); Movimiento Independiente Regionalista Agrario y Social-MIRAS (2016); Andha Chile (2016); Partido Frente Popular (2016); Unidos Resulta en Democracia (2016); Unión Patriótica (2016); Wallmapuwen (2016).

2Uruguay, República Dominicana, Colombia, México, Argentina, El Salvador, Ecuador y Brasil.

3Guatemala, Nicaragua, Bolivia, Costa Rica, Chile, Honduras, Perú, Panamá y Paraguay.

Recibido: 11 de Enero de 2016; Aprobado: 03 de Enero de 2017

Los autores contribuyeron en igual medida al texto.

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