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Política y gobierno

versión impresa ISSN 1665-2037

Polít. gob vol.21 no.1 Ciudad de México ene. 2014

 

Artículos

 

Cádiz y el experimento constitucional atlántico

 

Cadiz and the Atlantic Constitutional Experiment

 

José Antonio Aguilar Rivera*

 

* Es profesor-investigador en la División de Estudios Políticos del Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE). Carretera México-Toluca 3655, Lomas de Santa Fe, C.P. 01210, México, D.F. Tel. 57 27 98 00, ext. 2106 o 2108. Correo electrónico: joseantonio.aguilar@cide.edu.

 

Artículo recibido el 22 de febrero de 2013.
Aceptado para su publicación el 26 de agosto de 2013.

 

Resumen

Este trabajo analiza la pertenencia y el lugar de la Constitución de Cádiz dentro del conjunto de la experiencia constitucional atlántica. Después de ubicar contextualmente el debate historiográfico entre quienes reducían el resultado de la deliberación gaditana a meras imitaciones de códigos importados del extranjero y aquellos que argumentaban su defensa en términos nacionalistas e históricos, es posible posicionar el experimento de Cádiz más cerca del ciclo constitucional hispanoamericano que del francés o estadounidense. Un proceso que evidentemente parte de bases teóricas e instituciones desarrolladas por dos importantes experimentos constitucionales precedentes, pero que presenta elementos originales que lo alejan de ser meramente derivativo. En particular se analizan la ambigüedad sobre la naturaleza de los derechos, el historicismo, la intolerancia religiosa y la definición de ciudadanía como elementos propios del texto de 1812.

Palabras clave: Constitución, derechos, historicismo, derivativo, originalidad, copia.

 

Abstract

This article analyses the place of Cadiz's Constitution within the Atlantic constitutional experiment. After contextualizing the historiographic debate between those that reduced the deliberation that took place in Cadiz to a mere adoption of foreign codes and laws on the one hand, and those defending it on nationalist and historical grounds on the other, the author suggests that the Cadiz experiment is closer to the Spanish American constitutional cycle. The Spanish Constitution evidently departs from the theoretical and institutional framework developed by the two important constitutional experiments that preceded it (the United States and France), but also presents original elements that sets it apart from a merely derivative exercise. This paper stresses the ambiguity of the nature of rights, historicism, religious intolerance and the definition of citizenship as elements proper to the text of 1812.

Keywords: Constitution, imitation, rights, citizenship, originality, copy.

 

¿Cuál es la importancia de la Constitución de Cádiz de 1812 para el experimento político que empezó en Estados Unidos en la década de 1770 y prosiguió en Francia después de la revolución de 1789? Con la expresión "experimento constitucional Atlántico" denoto la forma y el modo en el que se pretendió refundar la legitimidad política en el último cuarto del siglo XVIII a ambos lados del Atlántico. Los nuevos regímenes se basaron en constituciones escritas, que eran producto de la reflexión teórica e histórica. Sus artífices inventaron instituciones a partir de principios abstractos (como la separación de poderes, la soberanía popular, los derechos individuales) que fueron plasmadas en códigos fundamentales.

Joseph de Maistre comprendió perfectamente la intención de los creadores de esta nueva forma de gobierno. En Consideraciones sobre Francia (De Maistre, 1900, p. 62) criticó la empresa, que le parecía descabellada:

todas las constituciones libres, conocidas en el universo, se han formado de dos maneras. Ya, por así decirlo, han germinado de una manera insensible, por la concurrencia de una multitud de circunstancias que llamamos fortuitas; ya, algunas veces, tienen un autor único que aparece como un fenómeno y se hace obedecer. [...] Ninguna Constitución es resultado de una deliberación; los derechos de los pueblos no son nunca escritos, o al menos los actos constitutivos o las leyes fundamentales escritas no son nunca más que títulos declaratorios de derechos anteriores, de los cuales no se puede decir otra cosa sino que existen porque existen.

Los constituyentes gaditanos optaron por deliberar e inventar ¿Qué lugar ocupa su obra en el conjunto de la experiencia constitucional atlántica? ¿Cuál es su relación con las constituciones que la precedieron?

 

De filiaciones

El enfoque atlántico, que pretende elaborar explicaciones que den cuenta de las revoluciones estadounidense, francesa e hispanoamericanas ha sido controvertido en la historiografía. Wim Klooster (2009, pp. 158-165) afirma, por ejemplo, que existen cuatro factores comunes a esas revoluciones: no pueden ser comprendidas fuera de un contexto político internacional, dichas revoluciones no fueron eventos irremisibles, pudieron haberse prevenido o evitado; de la misma forma, esos movimientos pueden ser caracterizados como guerras civiles en las cuales las clases oprimidas se levantaron contra sus opresores y, finalmente, ninguna de esas revoluciones tuvo como propósito la construcción de sociedades democráticas: "el principal objetivo de los líderes revolucionarios era la soberanía y la naturaleza del gobierno posrevolucionario fue usualmente autoritaria". Sin embargo, a juicio de algunos críticos, el enfoque atlántico violenta algunas de las características propias de los movimientos independentistas hispanoamericanos.1

En este ensayo no me ocupo del carácter atlántico de las revoluciones hispanoamericanas, sino de algo mucho menos polémico: la pertenencia de Cádiz al experimento constitucional atlántico. Para Mónica Quijada (2008, pp. 15-38), por ejemplo, la Constitución española de 1812 fue singular en el contexto atlántico. La principal singularidad, en su opinión, fue que la Constitución de Cádiz incorporó a la metrópoli y a los territorios dependientes de ultramar (América y Filipinas) en una misma estructura política. Esa incorporación

no se hizo desde una perspectiva jerarquizada, sino nivelando esos territorios mediante la integración paritaria de todos ellos en las dos figuras que más acabadamente representan la modernidad política: la nación y la ciudadanía (Quijada, 2008, p. 17).

Así, afirma que "ninguna otra Constitución surgida del impulso de las revoluciones atlánticas propuso una estructura semejante" (Quijada, 2008, p. 18). Además, sólo esa Constitución incorporó "explícitamente la diversidad étnica en la propia definición de nación y ciudadanía"2 (Quijada, 2008, p. 24). El concepto de vecindad permitió incorporar a la gran mayoría de los habitantes indígenas (aunque no incluyó a los llamados indios "bárbaros"). Sin embargo, la Constitución excluyó de la ciudadanía a los descendientes de africanos y a las castas, aunque dejaba abierta una puerta para su incorporación a través de la "virtud y el merecimiento".3

En otros aspectos, Quijada (2008, p. 20) afirma que la Constitución de Cádiz también fue singular pues fue monárquica,

como la británica, pero mucho más antiaristocrática que ésta y estuvo muy alejada de los excesos autoritarios de algunas constituciones francesas, tanto la imperial de 1804 como la promulgada por la Restauración en 1814. No fue republicana como las francesas de 1793, 1795, 1799 y 1802, o la norteamericana de 1787, pero sí democrática, si por democracia entendemos la afirmación de la soberanía popular como fuente única de legitimidad del poder, el principio representativo basado en elecciones amplias y la división de poderes.

Me parece que Quijada en general tiene razón, pero hay otros aspectos que también son singulares de la carta gaditana. Sin embargo, antes de analizarlos es necesario establecer su relación con las otras experiencias constitucionales que la precedieron. Hay una conocida polémica entre historiadores españoles al respecto.

Desde el momento mismo de su promulgación los constituyentes gaditanos y su obra fueron acusados de afrancesamiento. De los críticos contemporáneos el padre Vélez, obispo de Ceuta, fue el más específico en esta línea de la crítica, en particular en su Apología del altar y del trono (1818, pp. 173-197). Después de presentar un cuadro en la cual comparaba varios artículos de la Constitución de Cádiz con la francesa de 1791 concluía: "de los trescientos ochenta y cuatro de los que se compone la Constitución de Cádiz he hecho ver que ciento y dos son tomados casi a la letra de la Constitución francesa" (Vélez, 1818, p. 195). La naturaleza "extranjerizante" de la Constitución fue responsabilizada por algunos de su fracaso político. Respecto a los liberales doceañistas, J. F. Pacheco escribió sobre el perfil de Martínez de la Rosa:

todos ellos honrados, todos ellos patriotas, todos ellos sinceros y de buena fe, erraban sin embargo tristemente en el camino que habían emprendido, cuando se imaginaban que ponían los cimientos a una obra de duración y ventura en el código imposible de 1812 (Pacheco, 1841, p. 7).

En los años del franquismo la polémica sobre los orígenes del primer constitucionalismo gaditano tuvo evidentes tintes políticos e ideológicos en el contexto de la dictadura. En los años cincuenta la tesis de la imitación fue combatida por prominentes historiadores como Miguel Artola, quien escribió:

la extendida opinión que niega toda originalidad a la Constitución española, al considerarla como una mera traducción de la francesa del año II, no tiene más fundamento que el exagerado paralelo que estableció el padre Vélez entre ambos textos. Corresponde a Diego Sevilla Andrés el mérito de haber desecho tan reiterada e inexacta afirmación en un excelente estudio [...] la Constitución española aunque establece la división de poderes reconoce en el rey una potestad autónoma, por lo que a la ejecución de las leyes se refiere, en tanto la francesa hace del rey un simple delegado revelando una clara tendencia democrática (Artola, 2000, pp. 415-416).

En efecto, unos años antes, Sevilla Andrés publicó un artículo en el cual sostenía que la Constitución de Cádiz "fue la introductora del liberalismo en Europa y que le atribuyó tal papel a su intento de conjugar las ideas tradicionales con los principios revolucionarios, tentativa extraña a la Constitución francesa" (Sevilla, 1949, p. 213). Descalificaba a Vélez de esta forma: "su crítica es un amasijo de argumentos incapaces de resistir el examen más superficial y ofrece una muestra acabada de estilo panfletario" (Sevilla, 1949, p. 214). Sevilla Andrés examinó varias diferencias entre la Constitución de Cádiz y la francesa de 1791. Una diferencia notable es que la carta española, a diferencia de la francesa, no contenía una declaración de derechos. Concluía que había elementos históricos en la carta española que estaban ausentes en la francesa.

Es interesante hacer notar que los defensores liberales de Cádiz hayan optado por dar por buena la profesión de fe que los propios constituyentes gaditanos hicieron en el "Discurso preliminar" a la carta de 1812. Ciertamente, ahí Agustín de Argüelles afirmó:

nada ofrece la comisión en su proyecto que no se halle consignado del modo más auténtico y solemne en los diferentes cuerpos de la legislación española, sino que mira como nuevo el método con que ha distribuido las materias, ordenándolas y clasificándolas para que formasen un sistema de ley fundamental y constitutiva en el que estuviese contenido con enlace, armonía y concordancia cuanto tienen dispuesto las leyes fundamentales de Aragón, de Navarra y de Castilla en todo lo concerniente a la libertad e independencia de la nación, a los fueros y obligaciones de los ciudadanos, a la dignidad y autoridad del rey y de los tribunales, al establecimiento y uso de la fuerza armada y método económico y administrativo de las provincias (Argüelles, 2011, pp. 67-68).

El "Discurso preliminar" ha merecido sesudas investigaciones para desentrañar el significado de las leyes fundamentales que ahí se mencionan, como la conducida por Francisco Tomás y Valiente (1995, pp. 13-126) a mediados de la década de los noventa.

Por su parte, los historiadores conservadores tradicionalmente han puesto énfasis en la naturaleza derivativa de la Constitución de 1812. Los estudiosos de la llamada "escuela de Navarra" han repetido, en esencia, la tesis del padre Vélez respecto a los orígenes ideológicos de Cádiz. Para una figura señera de esta escuela historiográfica, Federico Suárez, la Constitución española no fue sino una "copia servil y no pocas veces literal de la francesa, es todo un índice del cual era entonces la inanidad del pensamiento político de los reformadores liberales". Suárez (1958, pp. 31-34) sostiene que existía un divorcio "entre las innovaciones —y por tales se entienden siempre las ideas liberales, extrañas— y los deseos del país, entre los liberales y el pueblo. Ni una sola de las empresas de los innovadores tuvo el calor popular".

Con todo, parecería que los historiadores conservadores han hecho una meticulosa taxonomía de la Constitución de 1812. Por ejemplo, en 1967, Warren Diem hizo una exhaustiva comparación entre la Constitución española y las cuatro constituciones francesas que existían cuando se redactó la carta gaditana: 1791, 1793, 1795 y 1799. Diem demuestra de manera persuasiva que la estructura exterior de Cádiz (la organización de sus partes en títulos, capítulos y artículos) tiene muchas semejanzas con las constituciones francesas de 1791 y 1795. De entrada, Diem encuentra 25 artículos de Cádiz que fueron copiados textualmente de las constituciones francesas de 1793 y 1795. Muchos otros artículos, si bien no reproducen textualmente los de las cartas francesas, tienen una innegable inspiración en ellos. Es cierto que "el paralelo entre los textos es tan exacto y tan literal que la simple lectura convence más que todo tipo de argumentos" (Diem, 1967, p. 391). Según él, la comparación de los textos constitucionales demuestra que la influencia francesa es innegable y que los redactores de la carta gaditana tuvieron en sus manos

no sólo la copia de la francesa de 1791, sino también las de 1793 y 1795. Sin ninguna duda se sirvieron de ellas para establecer principios inexistentes en la antigua legislación española como son, por ejemplo: la ciudadanía, las elecciones, muchas de las facultades de las Cortes, la irresponsabilidad del rey, limitaciones del poder real, la responsabilidad de los ministros ante las Cortes, un fuero único para todo el reino, la libertad de imprenta, etcétera.

La casualidad no puede explicar la identidad de los artículos, "la única aceptable explicación es la traducción directa del texto francés al castellano sin más rodeos" (Diem, 1967, pp. 391-392). Las ideas de soberanía del pueblo y la división de poderes fueron tomadas de la Constitución de 1791 (Diem, 1967, p. 485).

La contribución de Diem es bastante contundente porque se basa, fundamentalmente, en un simple cotejo que a todas luces apoya su tesis. Por ello, sólo el celo ideológico de la época del franquismo puede explicar el menosprecio de ese trabajo por parte de alguien como Nettie Lee Benson, quien afirmó en una reseña publicada en 1969 que en ese libro el estudioso encontraría "poca información nueva" (Benson, 1969, p. 526). Hoy, como señala Fernández (2000, pp. 359-466), prácticamente nadie cuestiona la posición de que el historicismo de la Constitución de Cádiz no era sino un disfraz del afrancesamiento.

En efecto, los diputados constituyentes liberales eran muy conscientes de que la imitación del modelo francés

podía suscitar importantes críticas entre el sector conservador. Y no se equivocaron. [...] Por este motivo, no es de extrañar que los liberales tratasen de ocultar el origen de sus doctrinas, para lo cual utilizaron un hábil instrumento: el historicismo de cuño nacionalista. De esta forma, justificaron las novedades que introducían en la Constitución acudiendo al pasado bajomedieval español y a la filosofía política subyacente, en especial a la neoescolástica. Con ello sin duda deformaban el pasado histórico, poniéndolo al servicio de sus intereses (Fernández, 2000, pp. 360-380).

En 1823, el propio Agustín Argüelles reconoció que el modelo y las ideas francesas habían guiado sus pasos. Trataba aún de mantener la semejanza entre éstas y el historicismo. Le escribió a Lord Holland:

los vicios que pueda tener nuestro actual sistema me son bien conocidos. Fueron inevitables cuando se formó en Cádiz porque en general entre nosotros no había entonces ideas exactas sobre un sistema representativo. Sólo se conocían las ideas y teorías francesas que tenían, no lo dude Vmd., mucha analogía con nuestras antiguas Cortes (Moreno, 1986, p. 250).

La estrategia de camuflaje ideológico puede apreciarse en un aspecto crítico de la Constitución de Cádiz: la ausencia de una declaración de derechos a la usanza de las constituciones francesas del ciclo revolucionario. Esta ausencia, más que deberse a una diferencia de fondo, obedeció a una táctica política. Como señala Diz-Lois (1976, p. 58), originalmente el proyecto de constitución contemplaba una declaración. El proyecto se diferenciaba de las francesas en que la propuesta española era más breve y se alojaba en el propio texto constitucional. Originalmente constituía el segundo capítulo del título I de la carta. El artículo 1 (sesión del 10 de abril de 1811) definía quiénes eran los españoles, mientras que los artículos del 2 al 6 formaban una concisa declaración de derechos:

Art. 2. Los derechos de los españoles son la libertad, la seguridad, la propiedad y la igualdad. Art. 3. La libertad consiste en poder hacer todo lo que no perjudica a la sociedad, ni ofende a los derechos de otro. Art. 4. La seguridad consiste en ser cada individuo protegido por la fuerza pública contra la ofensa que se haga a su persona o sus derechos. Art. 5. La propiedad es el derecho de gozar y disponer libremente de sus bienes y del fruto de su talento, de su trabajo y de su industria. Art. 6. La igualdad consiste en que no haya diferencia alguna entre los individuos que componen la nación en el uso y goce de sus derechos (Diz-Lois, 1976, pp. 82-83).

Según Diz-Lois (1976, pp. 60-61) esta lista de derechos revela una falta de originalidad, pues son muy parecidos en el fondo y la forma a la "declaración de derechos" que acompaña a la Constitución francesa de 1793. Por ejemplo, el artículo 2 de la declaración francesa afirma: "estos derechos son la igualdad, la libertad, le seguridad, la propiedad". La definición de igualdad no fue tomada de la declaración de 1793, sino de la Declaración de los Derechos del Hombres y el Ciudadano de 1789.

¿Por qué no se incluyó este capítulo en la Constitución? En la sesión del 7 de agosto de 1811 se discutió el tema. En el acta de esa sesión de la comisión quedó asentado que:

se propusieron diferentes pensamientos dirigidos a dar otro aire a los artículos que tratan de los derechos de los españoles, por parecer a algunos de los señores de la comisión que será más original y sencillo enunciar las cosas sin hacer la enumeración de los derechos. Y discutido largamente quedó aprobado, o acordado por la mayoría, que a continuación del artículo 5 del capítulo 1 del título I se indicasen o expresasen las definiciones de los tres primeros derechos y oblicuamente se insinuase el cuarto (Diz-Lois, 1976, p. 165, cursivas mías).

La conclusión que Diem extrae de esta decisión de la comisión no parece descabellada:

los hechos parecen indicar que los redactores de la Constitución al no querer incluir una tabla de derechos (esto sería índice clarísimo de su afrancesamiento y provocaría una fuerte oposición al mismo texto constitucional), recurrieron a otro camino, esto es, el de repartirlos discretamente por el texto constitucional, dándole así un matiz menos tajante. Así, los artículos 3, 4, 7, 8, 9, 13, 172-10º, 317 y 339 de la Constitución de Cádiz tienen como fuente principal y casi exclusiva las declaraciones de derechos francesas (Diem, 1967, pp. 365-366).

¿Tiene importancia este debate hoy? Durante la dictadura franquista era claro qué estaba en juego. Los conservadores deseaban repudiar la carta de Cádiz por liberal, tachándola de extranjerizante. Se trataba de defender el autoritarismo nativo. Por su parte, los liberales deseaban, paradójicamente, defenderla en términos nacionalistas e históricos. Sin embargo, para los fines que me interesan aquí, creo que el debate sobre la filiación de la Constitución española es relevante porque ayuda a comprender el lugar que ocupa en el experimento constitucional atlántico.

Los primeros casos, en particular las constituciones estatales estadounidenses y la Constitución federal de 1789, así como la Constitución francesa de 1791, tuvieron muy pocos precedentes. Los constituyentes estadounidenses partieron del derecho consuetudinario inglés y de las doctrinas filosóficas de la Ilustración para construir una obra nueva y original. La Asamblea Nacional francesa, a pesar de tener ya el precedente estadounidense, hizo algo similar, como puede verse en el pensamiento político de personajes como Sieyés. La Constitución de 1791 fue sin duda un referente ineludible de las otras constituciones del ciclo revolucionario en Francia. A diferencia de estos pioneros, los españoles transitaban por una senda ya abierta, pues tenían a su disposición varios modelos en donde inspirarse. No fue necesario para ellos, en términos generales, volver a andar el arduo, pero fructífero, camino de inventar las instituciones a partir de referentes teóricos generales.4 No es de extrañar entonces que los constituyentes gaditanos tomaran prestadas diversas herramientas del arsenal constitucional que, aunque nuevo, ya estaba disponible. Esto, sin duda, le confiere a esa experiencia cierto carácter derivativo que probablemente era inevitable. Cádiz está por ello más cerca del ciclo constituyente hispanoamericano que de las experiencias fundacionales estadounidense y francesa, que fueron en cierto sentido las matrices del experimento constitucional atlántico. Como he sostenido en otro lugar (Aguilar, 2000, pp. 15-56), la cronología importa porque muy pronto se creó la impresión de que el incipiente modelo liberal constitucional, nacido en Estados Unidos y Francia, estaba formado y terminado cuando todavía era una creación tentativa, llena de ambigüedades y vacíos institucionales. Esa era una tentación que no estuvo ausente en Cádiz, primero, y después en varios países hispanoamericanos. Los constituyentes gaditanos no tomaron un solo modelo, sino varios: las constituciones francesas de 1791, 1793 y 1795. Si los críticos conservadores tienen razón, hay más originalidad en la estrategia del historicismo que en aspectos doctrinales centrales.

Es posible, como afirma Quijada (2005), que en diversas partes de Europa existieran "imaginarios compartidos" que constituyeran una tierra fértil para las reivindicaciones e ideas de la modernidad política. Movimientos precursores que prepararon el terreno para las transformaciones políticas e ideológicas que produjeron las revoluciones estadounidense y francesa. Así, Quijada (2005, p. 81) habla sobre las revueltas de los comuneros de Castilla en el siglo XVI y el pensamiento neoescolástico:

creo que la experiencia comunera forma parte de los hilos que entretejen las teorías contractualistas y los planteamientos que estaban configurando la asociación estrecha entre legitimidad del poder político y el principio de la soberanía popular [...]. Y propongo que el pactismo, tal cual fue elaborado por el pensamiento neoescolástico también integra esa urdimbre.

Esto puede ser cierto, pero es difícil establecer una relación causal sólida entre dichos antecedentes y la política transformadora del siglo XIX. Así, las vinculaciones que pueden establecerse entre el tipo de experiencias que se mencionan y Cádiz bien podrían ser tenues o inexistentes. El campo para la reivindicación de la soberanía nacional bien podía haber sido abonado por la historia española, pero lo cierto es que muchas de las fórmulas concretas que se plasmaron en la Constitución de 1812 venían de fuera. Difícilmente podía haber sido de otro modo.

 

La Constitución lastrada

Con todo, me parece que ciertamente no todo es derivativo en Cádiz. Hay aspectos originales que le confieren a esa Constitución un papel singular en los anales del experimento atlántico. Aquí me concentraré en cuatro de ellos: la ambigüedad sobre la naturaleza de los derechos, el historicismo, la intolerancia religiosa y la definición de ciudadanía. Después de todo, Cádiz fue la Constitución atlántica de aplicación más amplia. Y debía articular un enorme territorio, plural y diverso.

Fernández Sarasola sostiene que los constituyentes liberales en Cádiz se adscribían al iusnaturalismo, pero que lo ocultaron por razones tácticas.5 Esta estrategia tuvo, sin embargo, consecuencias de peso. No se consagró en Cádiz aquel personaje elusivo, que Maistre tanto criticó: el "hombre". Ciertamente, la división entre "español" y "ciudadano" es distinta de la concepción de "hombre", titular de los derechos en la declaración francesa de los Derechos del Hombre y el Ciudadano. Como señala Fernández Sarasola, la Constitución de Cádiz optó por una definición menos abstracta. De ahí se desprende que algunos estudiosos, como Portillo (2000, p. 365), sostengan que la constitución española ponía a la nación antes del individuo. Así, "la nación, como sujeto esencial de toda la concepción constitucional de Cádiz se superpuso y determinó estrechamente la idea del sujeto individual en sus diversas acepciones". En efecto, "el derecho a la soberanía, aun siendo concebida como derecho inalienable y blindado respecto a cualquier tipo de poder por su condición natural, no se mostraba como derecho de los individuos, sino de la nación" (Portillo, 2000, p. 381). Para este autor:

lo que interesaba en Cádiz era sobre todo definir el sujeto nacional antes que el individual y, correspondientemente, los derechos de aquel antes que los de las personas individuales que, junto a otros cuerpos y personas no necesariamente individuales, se entendía que componían la comunidad nacional. Resulta con ello que el sujeto fuerte de este sistema es de radio supraindividual y la Constitución, consecuentemente, lo presenta en primer lugar definiéndolo política, geográfica y religiosamente (Portillo, 2000, p. 390).

Sin embargo, como señala Fernández Sarasola, esta interpretación no le da el debido peso al hecho de que en Cádiz los individuos aparecen como sujetos básicos de derechos. Así, el artículo 4 establecía: "La nación está obligada a conservar y proteger por leyes sabias y justas la libertad civil, la propiedad y los demás derechos legítimos de todos los individuos que la componen". Con todo, lo cierto es que el titular de los derechos en la Constitución española era el ciudadano y no el hombre ¿Rechazaban los constituyentes gaditanos el derecho natural? La Constitución no dice nada al respecto. Fernández Sarasola (2000, p. 423) sostiene que los liberales españoles artífices del código constitucional "partían de la idea de los derechos naturales", pero que ocultaron su filiación teórica por razones políticas.

Sin embargo, la evidencia apunta a que, si bien todos los diputados liberales coincidían en la defensa del dogma de la soberanía nacional, miembros clave de la comisión de Constitución, como Argüelles, no eran partidarios del derecho natural moderno (Varela, 1983, p. 96). Así, en los debates parlamentarios, algunos diputados liberales "invalidaron sin ambages las tesis del estado de naturaleza y del pacto social" (Varela, 1983, p. 89). Otros, "más o menos abiertamente, las reivindicaron". Por ejemplo, Muñoz Torrero, presidente de la comisión de Constitución, afirmó al respecto:

Dios es el autor de la potestad pública porque lo es de la sociedad y del orden que debe reinar en ella; y esta es la razón porque en el proyecto se invoca el nombre de Dios como autor y supremo legislador de la sociedad. Así, con una sola palabra se desechan todos los vanos sueños e hipótesis inventadas por algunos filósofos, para dar razón del origen y condición primitiva de los hombres, a quienes suponen en un estado salvaje o de ignorancia y barbarie. Pero este no es el estado primitivo y natural del hombre, que fue criado por Dios mismo, que fue su maestro (Varela, 1983, p. 90, cursivas mías).

El historicismo de estos diputados liberales era antitético del derecho natural moderno. Aunque algunos como Toreno y Gallego recurrieron expresamente a la noción del estado de naturaleza, Varela (1983, p. 95) aduce que "por lo que atañe a la tesis iusracionalista del pacto social, no se apreció durante el debate constitucional una aceptación explícita de la misma". Su presencia sólo puede inferirse de los alegatos que recurrían al estado de naturaleza.

Al final, el texto de la Constitución de 1812 omitió las referencias al derecho natural como fundamento de las libertades civiles y los derechos subjetivos. Eso fue una novedad y le auguró a esa carta el éxito en el exterior. De esa manera abría un "margen de ambigüedad que permitía despegar el texto de la concepción abstracta de los derechos propia de la revolución francesa" (Fernández, 2000, p. 423). Sin embargo, si bien esta omisión pudo hacer a la Constitución española más atractiva, lo hizo a un alto costo. Tres consecuencias se desprenden del tratamiento de los derechos en Cádiz.

La primera de ellas consiste en que la ausencia de un sólido basamento en el derecho natural moderno sería, en mi opinión, una vulnerabilidad toral en el edificio teórico y normativo del liberalismo hispánico. Lo fue porque hizo más difícil la protección de las libertades, en primer lugar, la de conciencia. También otras, cuya base se antoja precaria. También porque había cierta superficialidad en la defensa de los derechos al enfrentarse a críticas conservadoras o tradicionalistas. Esa debilidad sería luego transmitida a Hispanoamérica. En México, a mediados del siglo XIX, esa debilidad se hizo evidente en los debates en la prensa entre liberales y conservadores. Por ejemplo, durante 1848-1849 Lucas Alamán y otros conservadores lograron que sus contrincantes aceptaran ideas como esta:

el grande error que en nuestro concepto han cometido los autores que ciegamente defienden el pacto social, ha sido el de apelar a él como única fuente de los derechos del hombre en sociedad [...] cualquiera que sea el origen que se señale a las sociedades civiles, siempre será cierto que el hombre goza de derechos naturales, derechos absolutos recibidos de manos de Dios mismo, que ninguna autoridad puede destruir, ni constitución alguna desconocer.6

¿Eran estos "derechos" mencionados por los liberales mexicanos los mismos de los que hablaba la "Declaración" de los revolucionarios franceses? La vulnerabilidad filosófica del liberalismo de mediados de siglo estaba en su antropología política. Sus posiciones doctrinales, en lugar de estar firmemente ancladas en el derecho natural moderno, estaban en deuda con el iusnaturalismo clásico, ¿por qué?, en parte debido a la educación filosófica y jurídica que estos hombres recibieron como legado intelectual de España. En efecto, como señala José Carlos Chiaramonte,

la perduración del derecho natural a partir de las independencias, tanto en la enseñanza como en la vida privada y pública, ha sido comprobada desde México a Buenos Aires. Sin embargo, en los países en que el catolicismo constituía el culto predominante, nociones de lo que puede considerarse la ciencia de la sociedad y de la política eran también transmitidas por los estudios de derecho canónico.7

En segundo lugar, si bien es cierto que la Constitución de 1812 incluyó diversos derechos a lo largo del texto, evitó incluir uno que estaba contemplado en el proyecto original. En efecto, como hemos visto, el artículo 6 del segundo capítulo del título I proponía el derecho de igualdad, el cual consistía en "que no haya diferencia alguna entre los individuos que componen la nación en el uso y goce de sus derechos". En la comisión se discutió largamente sobre la definición de igualdad (Suárez, 1976, p. 81). Al final, prevaleció la oposición, no sólo de los diputados realistas. Muñoz Torrero, por ejemplo, argumentó que la igualdad no se recogía explícitamente en la constitución porque ésta "en realidad no es un derecho, sino un modo de gozar los derechos. Este modo debe ser igual en todos los individuos que componen la nación" (Fernández, 2000, p. 425).

El rechazo a constitucionalizar la igualdad no sólo haría deficiente la carta de Cádiz desde un punto de vista liberal-igualitarista; en la práctica también tendría consecuencias políticas. En particular, respecto al tratamiento desigual de la población española de ultramar. Esta deficiencia sería notada de manera aguda por nada menos que el filósofo inglés Jeremy Bentham (1995, pp. 82-83), quien propuso a los peninsulares "deshacerse" de sus colonias.8

Por otro lado, como sostiene Fernández Sarasola, de acuerdo con el dogma de la soberanía nacional, la Constitución no poseía una posición "jerárquica suprema". Ciertamente, el legislador era el encargado de manifestar a cada momento cual era la voluntad soberana mediante la ley. De esta forma, ésta aparecía "como el ropaje normativo de la voluntad general, la voluntad de la nación, y por consiguiente se presumía que nunca podía contravenir los derechos de los ciudadanos que habían participado en su elaboración" (Fernández, 2000, p. 423). El resultado era que la ley estaba "habilitada para determinar discrecionalmente el contenido y límite de los derechos". Se puede argumentar que lo mismo ocurriría aun si hubiese existido una declaración de derechos. Esto es cierto, pero el margen de discrecionalidad habría sido menor. La conclusión de Fernández Sarasola es que "puesto que el legislador no quedaba vinculado al contenido constitucional de los derechos, sino que él mismo lo determinaba, en la Constitución de 1812 no puede realmente afirmarse la existencia de auténticos derechos fundamentales". Tal vez, si los diputados liberales se hubieran atrevido a correr el riesgo político de hacer explícito que se inspiraban en los derechos naturales, como los proclamados primero en Francia y después en la Primera Enmienda a la Constitución de Estados Unidos, algunos de estos problemas se habrían evitado.

El historicismo, fingido o no, es otro rasgo original de la carta gaditana. Sin embargo, como señala Quijada (2008, p. 35), el largo "Discurso preliminar" fue ignorado por los americanos. Con todo, el historicismo, ya sea como una profesión legítima de fe o como una estratagema diseñada para ocultar sus fuentes, tuvo consecuencias. La más evidente es que creó un espacio simbólico de afirmación para el pasado. Puesto que no se marcaba un nuevo comienzo, no se pintaba una línea divisoria clara y definitiva entre el presente y el pretérito. Esto es relevante, puesto que los constituyentes no consideraron necesario abolir la antigua legislación española, que se mantuvo en vigor. Eso afectó la coherencia jurídica entre una carta influida por preceptos modernos y un ordenamiento normativo que presuponía otros principios muy distintos. Así, un rasgo de las constituciones atlánticas, su declarada novedad —y las posibilidades de transformación de la sociedad que esa novedad implicaba— estuvo matizado de manera crítica en Cádiz. Según Garriga y Lorente (2007), la carta de 1812 buscó constitucionalizar y actualizar algunos elementos clave de la cultura y las instituciones del antiguo régimen. Precedentes tales como la responsabilidad de los servidores públicos fueron reformulados y adoptados expresamente en Cádiz.

La responsabilidad no presumía una ejecución impersonal de las leyes. Así, se mantuvieron viejos dispositivos institucionales. Verdaderamente, la responsabilidad de los empleados públicos correspondía a una concepción jurisdiccional del poder político y a un ejercicio de éste que eran consustanciales al antiguo régimen.

De la misma manera, el juramento constitucional de los empleados públicos fue un dispositivo claramente corporativo. Igualmente, el sistema electoral indirecto en varias etapas, adoptado por los doceañistas, reproducía la trama corporativa de la sociedad. En suma, si bien las leyes fundamentales del antiguo régimen tal vez fueran un disfraz retórico para nuevas concepciones, el pasado institucional y normativo se preservó en el deseo de hacer compatible la Constitución con el legado jurídico de la monarquía católica.

Puesto que el pasado estaba legitimado en la Constitución, expurgarla de elementos antiliberales y premodernos sería una tarea en extremo difícil. La larga lucha en muchas partes del mundo hispánico en contra de los fueros y privilegios es una muestra de ello. La presencia del pasado es una sombra que distingue críticamente a Cádiz de los experimentos constitucionales atlánticos que se atrevieron a reinventar la legitimidad y a construir un nuevo entramado institucional de maneras menos ambiguas. Es cierto que el caso estadounidense involucró una transacción con el pasado. Jack P. Green ha demostrado que las colonias tenían constituciones históricas propias, diferentes de la británica (Green, 2010); sin embargo, la idea misma de una constitución escrita, cuyos resortes fueron el resultado de la reflexión teórica y el análisis crítico del pasado, es de una innegable originalidad.

Otro rasgo anómalo de Cádiz fue la intolerancia religiosa. La exclusión de cualquier otra fe diferente de la católica tuvo consecuencias de enorme peso. La confesionalidad se encuentra en diversas partes del texto constitucional.9 Algunos liberales se lamentaron años después de haber constitucionalizado la intolerancia. Argüelles (1999, pp. 262-163) explicaba así la decisión:

en el punto de la religión se cometía un error grave, funesto, origen de grandes males, pero inevitable. Se consagraba de nuevo la intolerancia religiosa y lo peor era que, por decirlo así, a sabiendas de muchos, que aprobaron con el más profundo dolor el artículo 12. Para establecer la doctrina contraria hubiera sido necesario luchar frente a frente con toda la violencia y furia teológica del clero, cuyos efectos demasiado experimentados estaban ya, así, dentro como fuera de las Cortes. Por eso se creyó prudente dejar al tiempo, al progreso de las luces, a la ilustrada controversia de los escritores, a las reformas sucesivas y graduales de las Cortes venideras, que se corrigiese, sin lucha ni escándalo, el espíritu intolerante que predominaba en una gran parte del estado eclesiástico.

En el tema de la intolerancia religiosa parece que los liberales tuvieron que ceder frente a los realistas, aunque muchos diputados liberales eran también eclesiásticos. Sin embargo, aun en el consenso sobre mantener la religión católica como única había discrepancias. Mientras que para los realistas no era posible elegir libremente la religión de la nación porque el catolicismo era una verdad revelada "que no admitía réplica", para los liberales la nación había deseado mantenerla con exclusión de cualquier otra (Fernández, 2000, p. 425). Por ello, los liberales lucharon por constitucionalizar la religión en el inciso final del artículo 12, que afirmaba que la nación protegería a la religión por medio de "leyes sabias y justas". Esta era una manera de secularizar el orden eclesiástico, "convirtiéndolo en un interés público y político". De ahí la fiera oposición de Vélez y otros religiosos a la Constitución. Sin embargo, la estrategia de los liberales españoles de "secularizar" la religión fue una mala idea de principio a fin. No apaciguó a los críticos conservadores y a la postre hizo más difícil tanto la libertad de cultos como la necesaria separación entre la Iglesia y el Estado que son características centrales de la modernidad política. La mayoría de los países de Hispanoamérica siguieron el ejemplo de establecer en sus constituciones la exclusividad de la fe católica. La intolerancia es un rasgo que marcó significativamente las variantes hispánicas del experimento constitucional atlántico.

Finalmente, está el tema de la ciudadanía. Para la Constitución, eran españoles "todos los hombres libres nacidos y avecindados en los dominios de las Españas y los hijos de éstos".10 La carta de 1812 distinguió entre españoles y ciudadanos. Respecto a las condiciones para ejercer la ciudadanía se ha hecho notar que Cádiz no siguió el modelo francés, pues no adoptó el voto censitario. El artículo 25 establecía el requisito del alfabetismo, pero lo dejaba en suspenso hasta 1830 (artículo 25). La Constitución otorgaba el derecho al voto a todos los varones, con excepción de los originarios de África, los vagabundos, criminales, deudores y sirvientes domésticos.11 Los esclavos, por supuesto, no podían votar. Es cierto que entre las constituciones atlánticas que instauraron gobiernos representativos, Cádiz fue la única que adoptó un amplio sufragio masculino sin restricciones económicas. La Constitución estadounidense, si bien no las incluyó en su texto, dejó la determinación de la franquicia requerida a los estados.

No se ha reflexionado lo suficiente sobre la repercusión que tuvo esta definición tan expansiva del sufragio en aquellos países en los que rigió la Constitución de Cádiz y cuyas legislaciones estatales fueron críticamente moldeadas por ella. Los efectos en la estabilidad política de una participación amplia en las elecciones, así como las consecuencias de largo plazo del sistema electoral indirecto, apenas comienzan a explorarse. Sin embargo, lo que quiero señalar aquí es otra cosa. La Constitución española se distinguió de la francesa de 1793 (que era más democrática que la de 1791, pues no distinguía entre ciudadanos activos y pasivos) en un aspecto relevante. Mientras que de acuerdo con el artículo 4 de la carta de 1793 todo hombre mayor de 21 años nacido y domiciliado en Francia era ciudadano, la Constitución gaditana especificó que todo español que por ambas líneas tuviera origen en los dominios españoles y estuviera avecindado en ellos se tenía como ciudadano español y gozaba por este hecho de derechos políticos (con las exclusiones antes mencionadas).

La condición de vecindad (distinta de la de domiciliado) es una característica singular de la constitución española. Dicha condición parecería ser un rasgo auténticamente premoderno.12 En efecto, como reconoce Diem: "las condiciones para ser español parecen corresponder al antiguo derecho español en una ley concreta de la Novísima Recopilación" (Diem, 1967, p. 438). Aunque el espíritu del artículo 5 de Cádiz era moderno, pues estaba inspirado en el concepto de nacionalidad, incorporó elementos del antiguo régimen, en particular la naturaleza que se adquiría en los reinos. Así, la ley 7, título 14, libro I de la N. R. afirmaba:

ordenamos y mandamos, que aquel que se diga natural, que fuere nacido en estos reinos e hijo de padres que ambos a dos, o a lo menos el padre, sea asimismo nacido en estos reinos, o haya contraído domicilio en ellos, y demás de esto haya vivido en ellos por tiempo de diez años (Diem, 1967, p. 439).

El artículo 5 de Cádiz era un híbrido, pues según Diem (1967, p. 438) se inspiró en la francesa de 1791

para hacer la distinción entre españoles y ciudadanos. Por otra parte, se inspira en la de 1793 para no poner trabas económicas como condiciones para la ciudadanía. Se aparta de las dos en cuanto parece limitar o intenta poner límites a la participación extranjera en el ejercicio de los derechos del ciudadano español.

La categoría de "vecino" tenía una dimensión sociológica y local que debía determinarse de manera particular en cada caso y que no era uniforme. En ese sentido era claramente inferior a una definición general de ciudadanía. Si bien esta indeterminación facilitó en algunos casos la participación de personas que formalmente estaban excluidas de los derechos políticos, también tenía el potencial de restringir su participación (Carmagnani, 1993). En última instancia, el amplio sufragio de Cádiz fue revertido en muchos países pero, por lo menos en México, el legado español del sistema electoral indirecto permitió el control de las elecciones durante muchos años. No sería abolido por completo hasta 1911.

 

Conclusiones

La Constitución de Cádiz impulsó, sin duda alguna, al mundo hispánico hacia la modernidad política, pero lo hizo de una manera oblicua. Ese buque estaba críticamente lastrado por el pasado. Tal vez por ello en muchos lugares donde la Constitución fue implantada no fue percibida como una amenaza por las sociedades. Su naturaleza ambigua permitía un acomodo con el pasado y los rompimientos que exigía no eran tan claros como en el caso de otras constituciones atlánticas. Una parte de Cádiz tiraba hacia adelante mientras que otra se anclaba en el pasado, en una tensión contradictoria. Si en algunos aspectos le faltó radicalidad, lo cierto es que sus anclajes en el pasado tampoco la hicieron capaz de sobrevivir en el clima polarizado ideológico de la Restauración en Europa. No fue lo suficientemente tradicionalista para resultarle aceptable a los realistas y partidarios del absolutismo, comenzando por el propio Fernando VII. Al mismo tiempo, se presentó para algunos como una posible tercera vía a la modernidad política, menos contaminada por el jacobinismo revolucionario. El problema, como reconoce Fernández Sarasola, es que ya había una experiencia que era el referente obligado de un régimen moderado: Gran Bretaña. Sin embargo, Cádiz fue crítica en por lo menos dos países fuera de la órbita hispánica: Portugal e Italia. La Constitución portuguesa de 1822 estuvo influida por el modelo gaditano. De la misma manera, en Sicilia fue adoptada la carta gaditana.

Al final, el código imposible fue una fuente de inspiración perdurable. Su legado institucional viviría durante muchos años, de diversas formas, en varios países de América. Fue una vía singular y titubeante a la modernidad política en el mundo hispánico. Un experimento en imaginación y memoria, en imitación e innovación, único en el contexto atlántico. Contra lo que sus críticos han sostenido, Cádiz fue un ejercicio puro de política, es decir, del arte de lo posible.

 

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Notas

El autor agradece a Jordi Roca Vernet, Francisco Eissa, Roberto Breña, Ana Mylena Aguilar Rivera y Esteban González por su ayuda en la investigación de este ensayo.

1 Por ejemplo, Roberto Breña (2010, pp. 11-22) afirma que diversos aspectos "complican la inserción, sin mayores prevenciones, de las revoluciones hispánicas dentro de un 'ciclo atlántico'".

2 Quijada (2008, p. 27) afirma que "cuando en septiembre de 1810 se reunieron en Cádiz los diputados españoles y americanos, ninguna carta constitucional vigente incorporaba explícitamente a la población libre de origen africano en la figura colectiva e indivisible de 'pueblo soberano', ni mucho menos le garantizaba el ejercicio de los derechos políticos".

3 "Art. 22. A los españoles que por cualquier línea son habidos y reputados por originarios del África, les queda abierta la puerta de la virtud y el merecimiento para ser ciudadanos [...] las Cortes concederán carta de ciudadano a los que hicieren servicios calificados a la patria, o a los que se distingan por su talento, aplicación y conducta, con la condición de que sean hijos de legítimo matrimonio de padres ingenuos; de que estén casados con mujer ingenua y avencidados en los dominios de las Españas". Nótese que los miembros de las castas hasta antes de la Constitución a menudo habían sido considerados como vecinos. Este fue un retroceso en la expansión de los derechos ciudadanos.

4 Diz-Lois (1976, pp. 52-55) sostiene que la comisión trabajó a partir de un proyecto previo redactado por Antonio Ranz Romanillos: "Es preciso admitir que la comisión comenzó sus trabajos considerando un proyecto ya redactado".

5 Este autor apoya la teoría de la "ocultación". Para ello, sostiene que "se ocultó omitiendo cualquier referencia en el texto constitucional a los derechos naturales, en tanto que el "Discurso preliminar" disfrazó los derechos y libertades recogidos en el código de 1812 con el ropaje historicista, proclamando que se trataba del reconocimiento de los antiguos fueros y libertades de las Leyes Fundamentales" (Fernández, 2000, p. 420).

6 "Origen de las sociedades civiles (segundo artículo)", El Siglo XIX, 9 de marzo de 1849, en Palti (1998, p. 325).

7 José Carlos Chiaramonte, "Los contenidos del derecho natural y de gentes y del derecho canónico como ciencia de la sociedad y de la política" (Chiaramonte, 2010, pp. 43-44). "El derecho natural y el derecho canónico nutrían las posturas políticas aun de aquellos que no eran letrados, a través de libros o de la prensa, y también de manera informal, en tertulias y otras formas de sociabilidad" (Chiaramonte, 2010, p. 51).

8 Sobre las opiniones de Bentham en torno a la Constitución de Cádiz, véase el trabajo de Harris (1996, p. 227).

9 El rey era proclamado "por la gracia de Dios", las Cortes decretaron la Constitución en nombre de "Dios todopoderoso". Las misas y tedeums eran parte del proceso electoral.

10 El segundo y tercer incisos del artículo 5 rezaban: "Los extranjeros que hayan obtenido de las Cortes carta de naturaleza. Los que sin ella lleven diez años de vecindad, ganada según la ley en cualquier pueblo de la Monarquía".

11 Españoles de ascendencia africana podrían convertirse en ciudadanos por medio de "la virtud y el mérito". Art. 22: "A los españoles que por cualquier línea son habidos y reputados por originarios del África, les queda abierta la puerta de la virtud y del merecimiento para ser ciudadanos: en su consecuencia las Cortes concederán carta de ciudadano a los que hicieren servicios calificados a la patria, o a los que se distingan por su talento, aplicación y conducta, con la condición de que sean hijos de legítimo matrimonio de padres ingenuos; de que estén casados con mujer ingenua, y avecindados en los dominios de las Españas, y de que ejerzan alguna profesión, oficio o industria útil con un capital propio" (Constitución Española de 1812).

12 Sobre el tema de la ciudadanía en el mundo hispánico, véase el trabajo de Hilda Sábato (1999).

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