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Política y gobierno

versión impresa ISSN 1665-2037

Polít. gob vol.20 no.2 Ciudad de México ene. 2013

 

Artículos

 

Adicción, salud y autonomía: Una defensa normativa de la legalización de algunos narcóticos para fines recreativos

 

Addiction, Health and Autonomy: A Normative Defense of the Legalization of some Recreational Drugs

 

Cristian Puga González*

 

* Es doctorando en ciencias políticas en Arizona State University, School of Politics and Global Studies, 976 S. Forest Mall Tempe, AZ 85287. Correo electrónico: cpugagon@asu.edu y puga.cristian2@gmail.com.

 

Artículo recibido el 7 de agosto de 2012
Aceptado para su publicación el 9 de noviembre de 2012.

 

Resumen

Las distintas corrientes de la teoría liberal reconocen la autonomía como un principio fundamental. Con base en este principio analizo qué características debería tener una droga de uso recreativo para que su prohibición se justifique en un Estado liberal. Un narcótico debería ser proscrito si afecta de manera grave y definitiva la autonomía de los consumidores o si, por sus efectos farmacológicos, induce a comportamientos que dañen la autonomía de terceros. Examino si la mariguana, la cocaína o la heroína cumplen con alguno de estos criterios y concluyo que su prohibición no se sostiene. El consumo recreativo de estas tres drogas debería ser legal.

Palabras clave: autonomía, salud, drogas, legalización, mariguana, cocaína, heroína.

 

Abstract

Liberalism recognizes autonomy as one of its fundamental principles. Based on this principle I analyze which features should disqualify a recreational drug for legal consumption in a liberal state. A narcotic should be banned if it affects in a serious and a permanent way the autonomy of its consumers or if it leads, due to its pharmacological effects, to behaviors that damage the autonomy of third parties. I argue that marihuana, cocaine or heroin do not seriously or permanently undermine the autonomy of individuals, and hence their prohibition is unjustified. Recreational use of these three drugs should be legal.

Keywords: autonomy, health, drugs, legalization, marihuana, cocaine, heroin.

 

Cada año se emplean enormes cantidades de dinero y esfuerzo para combatir el tráfico y el consumo de algunas drogas. Estados Unidos gasta aproximadamente 40 billones de dólares al año para frenar el reparto de drogas (Kraus, 2009, p. 14). En México la lucha contra el narcotráfico a lo largo de los años ha consumido cada vez más recursos del Estado y se han perdido un gran número de vidas. Desde el inicio del sexenio del presidente Felipe Calderón, hasta octubre de 2011, la Agencia Antidrogas de Estados Unidos contabilizó cerca de 43 000 muertes relacionadas con la guerra contra las drogas en México (Otero, 2011).

En este contexto, no es sorprendente que exista un debate sobre la respuesta que debe dar el Estado en la materia. Hay dos tipos de críticos frente a las políticas actuales. Sin cuestionar el régimen de prohibición, algunos afirman que la forma en que se está llevando a cabo la lucha contra las drogas es poco eficaz y demasiado costosa para la sociedad. Otros, sin embargo, cuestionan de entrada la prohibición del consumo y venta de algunas drogas que hoy son ilegales.

El segundo de estos debates —sobre la legitimidad de la prohibición— se divide en dos asuntos. Por un lado, desde una perspectiva instrumental o consecuencialista, distintos autores buscan alternativas a la prohibición del uso recreativo de drogas para obtener mejores resultados en materia de salud y seguridad pública; por otro, desde un punto de vista deontológico, varios académicos se preguntan si la prohibición de drogas para uso recreativo es justa en sí misma.

Este estudio se concentra en la cuestión de la justicia intrínseca de la prohibición de las drogas, aunque también aborda algunos aspectos consecuencialistas. Para ser exactos, busco responder a la siguiente pregunta: ¿es justificable en sí misma la prohibición del consumo y venta de narcóticos para fines recreativos en un Estado liberal?1 En concreto, pretendo evaluar si hay buenas razones de tipo no-instrumental para prohibir la compraventa de la mariguana, la cocaína y la heroína.2 Argumentaré que el debate general sobre la regulación de los tres narcóticos en los que se enfoca este trabajo, y de hecho cualquier otro, debe considerar la justicia de dicha legislación en sí misma, independientemente de sus efectos. Desde esta perspectiva, sólo resulta justo adoptar una política de proscripción cuando el uso de algún narcótico mina la autonomía de los consumidores de manera grave y definitiva, o si existe un alto riesgo de que el narcótico afecte de manera directa la autonomía de terceros. Con base en estos criterios, argumentaré que no existen razones suficientes para proscribir el uso de los tres narcóticos en los que se centra este estudio.

El desarrollo de mi trabajo se divide en cinco partes. En el primer apartado expongo con más detalle por qué el debate sobre la legalización debe comenzar por la pregunta, ¿está justificado prohibir el consumo y venta de narcóticos para fines recreativos en un estado liberal? En la segunda parte muestro por qué el consumo de drogas para uso recreativo debe considerarse como una preferencia válida dentro de una concepción razonable del buen vivir. En la tercera sección sostengo que sólo hay tres argumentos válidos para prohibir el consumo de drogas: que, a través de la adicción, se imponen costos a la decisión de abandonar el consumo; que su consumo mina de manera definitiva las capacidades de los individuos para tomar decisiones autónomas en un futuro, o que su consumo afecta de manera directa la autonomía de terceros. Con base en esto, en el cuarto apartado expongo por qué no se justifica la proscripción de la mariguana, la cocaína y la heroína. Finalmente, expongo las conclusiones.

 

La prioridad de la perspectiva deontológica

En la presente sección muestro por qué la parte deontológica sobre el debate en torno a la legislación de narcóticos tiene más relevancia y requiere ser atendida previamente a las consideraciones utilitaristas. Como se verá, existen tanto consideraciones prácticas como normativas para esto.

Por lo general, cuando se cuestiona la proscripción de narcóticos, tanto los que están a favor de un cambio como los que están a favor de la prohibición comienzan a dar argumentos de cómo sería una sociedad en la que las drogas ilegales dejaran de estar proscritas. Los que están a favor de un cambio (llamémosles reformistas) enumeran los beneficios sociales que traería un cambio en las políticas. Los que están en contra (a quienes llamaré de ahora en adelante prohibicionistas) se centran en generar incertidumbre en los argumentos de los primeros y en reafirmar el mal que representan las drogas. Así, en lugar de argumentar a favor de la prohibición, los prohibicionistas se dedican a desvalorar los argumentos de los reformistas. De esto se deriva la afirmación de autores como Ostrowski (1991) y Husak (1989) de que al comenzar el debate de esta forma los prohibicionistas tienen ventaja porque injustificadamente establecen la carga de la prueba en los reformistas.

Aún más importante que la ventaja que puedan tener los prohibicionistas, existe otra consideración para no comenzar el debate de esta manera. Si el debate sobre el uso recreativo de las drogas comienza con la pregunta "¿existe una alternativa mejor a la prohibición en términos de un análisis costo-beneficio?" Se cuestiona al régimen prohibicionista sólo por su eficiencia para cumplir con sus objetivos y se omite el debate sobre la justicia de la actual legislación en la materia o implícitamente se admite que las políticas actuales son justas. Las leyes son creadas con ciertos objetivos que la sociedad busca —en el presente caso proteger la salud— pero el parámetro de estas leyes debe ser la justicia (Husak, 1989). Precisamente, el debate debería comenzar cuestionando si la protección a la salud justifica prohibir el libre consumo de ciertas drogas entre individuos autónomos.

Por un lado, autores como Madrazo (2009) sostienen que la prohibición penal, al contrario de proteger la salud, violenta aún más este derecho fundamental. Sin embargo, si el régimen prohibicionista protegiera la salud de los individuos y propiciara que ningún individuo consumiera drogas, a pesar de que éstos tuvieran el deseo de hacerlo, ¿se justificaría? Antes de comenzar a responder debo recordar que el presente trabajo se enmarca en la teoría liberal que, aunque tiene diversas variantes, en todas se reconoce la autonomía como un principio fundamental. Así pues, no pretendo que mis argumentos sean coherentes con algún orden constitucional específico. Mis argumentos están dirigidos a lo que se aceptaría en un "Estado liberal de derecho", es decir, "un Estado de derecho que haga valer el principio de autonomía personal" (Vázquez, 2001, p. 101).

Dicho esto, la respuesta a la pregunta anterior es que la prohibición no se justificaría incluso si cumpliera con el objetivo de proteger la salud de los individuos. La salud puede ser considerada como un derecho fundamental pero no una obligación. Que los individuos profesen estilos de vida saludables puede ser considerado como algo deseable, pero el liberalismo rechaza las intervenciones del Estado, u otras personas, que busquen imponer de manera paternalista algún plan de vida (Vázquez, 2006, p. 103).

Es cierto que el liberalismo no es incompatible con ciertos tipos de paternalismo. Para que el paternalismo sea justificado requiere dos condiciones necesarias: la incompetencia del individuo y que se intervenga sólo por el interés del individuo (Vázquez, 2009). Estos criterios justificarían la prohibición de drogas para individuos en condiciones específicas, pero la prohibición estricta a todo individuo no se puede justificar a través del paternalismo.

No obstante, cabe analizar si el derecho a la autodestrucción es ilimitado, en particular desde un punto de vista liberal. Freeman (2000, p. 183) tiene razón al afirmar que no lo es, ni siquiera cuando se trata de acciones sopesadas e informadas. El Estado puede intervenir legítimamente para evitar acciones que destruyan nuestra capacidad de autodeterminación. Esto es consecuencia del valor primario que tiene la autonomía en el liberalismo (Freeman, 2000, p. 198).

Entonces, ¿cómo debe comenzar el debate? Husak (1989), preocupado porque los usuarios son castigados por el simple hecho de consumir, afirma que los prohibicionistas deberían comenzar por explicar por qué es justo sancionar a los usuarios. Sin embargo, comenzar de esa forma deja de lado dos cuestiones importantes para el debate: si resulta justo que se prohíba el consumo de algún narcótico más allá de que se castigue o no a los usuarios, y si es justo castigar a quienes se dedican a la venta de narcóticos ilegales. Por lo tanto, creo conveniente que la pregunta inicial del debate debe ser la que se propone responder este trabajo: ¿está justificado prohibir el consumo y venta de narcóticos para fines recreativos en un Estado liberal? Sólo una vez que se haya contestado esta pregunta se debería debatir qué tipo de regulación generaría más beneficios.

 

Las drogas de uso recreativo como parte de una concepción razonable del buen vivir

En este apartado analizo si consumir drogas para uso recreativo es una preferencia válida dentro de alguna de las concepciones razonables del buen vivir admisibles en un Estado liberal. Para hacer esto, procedo de manera negativa, pero antes es necesario resaltar que no existe un acuerdo preciso entre los teóricos liberales sobre lo que es una concepción razonable del buen vivir. Se admite, sin embargo, que dentro de ésta se debe permitir la satisfacción de ciertos gustos y preferencias. Mi objetivo en este apartado no es ofrecer una respuesta sobre qué tipo de gustos y preferencias deberían ser admitidos, sino sostener que el uso recreativo de narcóticos es una preferencia que puede formar parte de una concepción razonable del buen vivir.

Los prohibicionistas ofrecen tres razones para desaprobar los narcóticos de uso recreativo como parte de una concepción razonable del buen vivir: que el uso de las drogas genera daños a terceros (Brown, 1994, y Carnicero Espino, citado por Escohotado, 2005), que el consumo de narcóticos está basado en un error material (Bennett, citado por Husak, 2000), y que su uso es inmoral (Wilson, 1990). Refutaré cada una de ellas en el orden anterior.

Efectivamente, como lo establece Mill (1991, p. 20) en su principio del daño, una base para desaprobar una preferencia es que ésta dañe a terceros.3 Este principio descarta preferencias como asesinar o violar. Sin embargo, este argumento se complica para el caso del uso recreativo de narcóticos por dos razones: porque consumir drogas, en sí mismo, no genera daños a terceros, y porque su consumo no lleva irremediablemente a generar perjuicios a otros.

Quienes aseguran que el consumo de narcóticos perjudica a otros afirman que estos daños son atribuibles a los efectos que los narcóticos producen en los consumidores. Los prohibicionistas sostienen que las drogas desinhiben a los consumidores y hacen que éstos pierdan los resortes morales llevándolos irremediablemente a cometer acciones delictivas.

Aunque el hecho de consumir drogas en sí mismo no genera ningún daño a una persona distinta de quien las consume, consideraré que el consumo de una droga genera un daño automático a otro sujeto si X consume la droga C y sólo por los efectos de C, y no de una combinación entre las circunstancias y los efectos de C, causa un perjuicio a Y, de tal forma que, aunque se alteraran las circunstancias, sólo si X no hubiera consumido C el perjuicio no se hubiera producido. Por otro lado, consumir una droga causa un daño circunstancial a otro individuo si X consume C y causa un perjuicio a Y debido a una combinación entre las circunstancias y los efectos de C, de tal forma que si se alteraran las circunstancias el perjuicio a Y podría no haber ocurrido. Es importante hacer una distinción entre daño automático y daño circunstancial debido a que el primero no se puede reducir por ninguna política pública que no sea la prohibición de la droga C, mientras que el segundo puede controlarse sin tener que proscribir dicho narcótico.

De manera deontológica sería inadmisible que, debido a que existen personas que por consumir drogas generan daños automáticos, por ende se sacrifique la libertad de las personas que consumen drogas sin causar tales daños a terceros. De manera consecuencialista alguien podría afirmar que para proscribir C basta con que los casos de daño automático excedan a los de consumo sin perjuicios a terceros. En el siguiente apartado abordaré esta cuestión, por ahora me conformaré con sostener que el argumento del daño a terceros, al menos de manera deontológica, resulta insuficiente para desaprobar el uso recreativo de las drogas.

Un segundo argumento de los prohibicionistas afirma que el uso recreativo de las drogas está basado en un error material. "Un error es material cuando la persona cambiaría su gusto o preferencia si llegara a conocer la verdad" (Husak, 2000, p. 52).4 La afirmación anterior puede argumentarse de dos formas respecto a las drogas: que la preferencia no es auténtica porque el consumidor desconocía los daños que la droga le produciría y si los hubiera conocido no habría incurrido en su uso, o que las drogas no producen placer, se consumen por deficiencias personales como depresión o aburrimiento. Comenzaré por refutar la segunda forma de argumentación ya que al hacerlo es más fácil debatir la primera.

Si una droga no produce daños automáticos, el placer que produce consumir dicho narcótico sería una razón para admitirlo como parte de una concepción razonable del buen vivir. Sin embargo, los prohibicionistas aseveran que las drogas no producen placer, sino que se consumen por deficiencias personales. Pero aunque el consumo de drogas iniciara a causa de una deficiencia personal, de esto no se sigue que una droga no produzca placer. No se puede deducir, a partir de las causas por las que un individuo realiza cierta actividad, si dicha actividad le produce placer o no. Además, sin importar cuáles sean las causas por las que un individuo consume una droga, si el consumo de un narcótico de uso recreativo no produjera utilidad alguna al consumidor, entonces ¿por qué una persona volvería a ingerir dicha droga si tiene que incurrir en ciertos costos monetarios y de tiempo para consumirla? El argumento de las deficiencias personales podría explicar por qué alguien comienza a consumir alguna droga, pero el argumento no funciona para sostener que las drogas no producen placer. Los prohibicionistas podrían ofrecer como contraargumento que si dicha persona consume la droga nuevamente es por las propiedades adictivas del narcótico y no por el placer que le produjo. Sin embargo, esto indicaría que dicho contraargumento no es aplicable a todos los narcóticos, sino sólo a aquellos cuya naturaleza adictiva fuera tan alta que con sólo probar una vez la droga un individuo se vuelva adicto.

Respecto a que el consumo de drogas es un error material porque el consumidor desconoce los daños que las drogas le causan, sostengo que si demuestra algo es que un Estado tiene la obligación de ofrecer información verídica sobre los daños que puede ocasionar una droga, pero no prueba que el uso de éstas no sea una preferencia legítima. Supongamos lo siguiente. Dos personas ingieren la misma droga y desconocen por completo los perjuicios que ésta les causa al consumirla. Después de un tiempo de consumir esta droga, una tercera persona les informa los daños que les produce ingerir dicha droga. Una de las dos personas que consumía deja de usar la droga y dice: "de haber sabido nunca la habría ingerido". Sin embargo, la otra persona que también la consumía no suspende su uso y afirma: "no me importan los daños que me causa pues el placer que me produce es mayor". Así pues, la falta de información, por sí misma, no demuestra que una preferencia no sea auténtica sino que puede no serlo.

Otro argumento de los prohibicionistas es que si las drogas producen algún placer éste es inmoral. Al respecto, Wilson (1990) afirma que la dependencia es un problema moral y que la ilegalidad de las drogas se basa en parte en esa inmoralidad. También asevera que los narcóticos como la cocaína destruyen "la esencia humana" y "alteran el alma" de quien los consume. Este tipo de argumentos son los que menos relevancia tienen para el debate por dos razones: primero, la única base aceptable para desaprobar el placer que una actividad genera son las consecuencias de la actividad (Brock, 1983). El placer, en sí mismo, no puede ser considerado como malo. De esta manera, placeres que son generados por actividades sádicas deben ser desaprobados por la consecuencia de dicha actividad, pero incluso el placer proveniente de una actividad sádica no es malo en sí mismo.

La segunda razón es que profesar alguna doctrina que lleve implícita una concepción del bien no es una razón válida para que se imponga una concepción de la justicia que favorezca a quienes profesan esta doctrina (Rawls, 1995, p. 47). Imponer a todos los individuos una concepción de la justicia que favorezca una concepción razonable del buen vivir implicaría que sólo las preferencias de dicha concepción serían válidas. Por ejemplo, se podría argumentar a través de la moral cristiana que tener sexo premarital es una preferencia inadmisible. Si se reconoce que existen diversas concepciones razonables del buen vivir se esperaría que las personas razonables consideraran irrazonable utilizar el poder político para reprimir puntos de vista que no son irrazonables aunque difieran del suyo (Rawls, 1995, p. 77).

No encuentro razones suficientes para que un Estado liberal no admita el uso recreativo de narcóticos como parte de una concepción razonable del buen vivir. No obstante, existe un argumento que desaprueba el uso de las drogas porque éstas reducen la autonomía de los individuos que las consumen. Procedo a analizar dicho argumento en la siguiente sección.

 

Adicción, salud y autonomía

Existe un aspecto de los narcóticos que también debe someterse a análisis para aprobar o desaprobar su uso. Se trata del vínculo entre las drogas y la autonomía de los consumidores. Este apartado está dedicado al análisis de cómo una droga podría afectar la autonomía de un consumidor.

Un argumento de los prohibicionistas, a mi parecer el más importante, es que las drogas minan la autonomía de los consumidores, que las drogas provocan que los individuos pierdan la libertad de elegir. The National Center on Addiction (1995) afirma que la adicción es una forma de esclavitud y que las drogas limitan a los adictos para obtener empleos significativos, tener relaciones sociales y productivas estables, y ejercer muchos de sus derechos.

Sin embargo, la adicción no es una forma de esclavitud. Según Husak (1989, pp. 377-378) la adicción no se puede comparar con la esclavitud por cuatro razones: 1) distinto a lo que sucedería en un contexto de esclavitud, nadie se vuelve adicto a alguna droga con un primer uso, 2) no todos los consumidores de drogas adictivas se vuelven adictos, 3) la adicción no es permanente y 4) hay una tendencia a exagerar el sufrimiento por el que pasa un adicto cuando deja de consumir la droga a la que es adicto. El consumo de drogas podría afectar nuestro ejercicio de la autonomía, pero es cuestionable que nos lleve a un modo de esclavitud (Ortiz, 2009, p. 55).

En lo que sigue del presente apartado, primero explicaré en qué consiste el concepto de autonomía elaborado por Raz (1986). En seguida analizaré cómo una droga podría minar las "condiciones de la autonomía" que Raz establece. Finalmente, considerando lo anterior, identificaré las características que debería tener una droga para ser proscrita.

Distintos tipos de conceptualizaciones se han hecho para el concepto de autonomía. Sin embargo, me parece que la noción con la que más se puede evaluar el argumento de los prohibicionistas es el concepto elaborado por Raz (1986). Esto se debe a que él no sólo ofrece un concepto de autonomía sino también ciertas condiciones que deben existir para poder ejercerla. Además, su noción de autonomía admite grados, de tal forma que una misma persona puede ser más o menos autónoma. Para Raz, la idea de un individuo autónomo es una persona que controla hasta cierto punto su propio destino y cuyo bienestar consiste en la persecución exitosa de objetivos y relaciones autoseleccionadas.

La autonomía es la capacidad que tiene un individuo de dirigir su vida de acuerdo con las creencias, valores, consideraciones y deseos que ha decidido adoptar. Nadie es completamente autónomo debido a que el contexto en el que uno nace y se desarrolla imponen desde el principio ciertas restricciones y valores. No obstante, estos constreñimientos biológicos y sociales afectan en menor grado la autonomía en la medida en que no se presenten de manera coercitiva.

Raz sostiene que para que un individuo pueda ser autónomo necesita ciertas condiciones, él las llama "las condiciones de la autonomía". Dichas condiciones son tres: capacidades mentales apropiadas, un rango de opciones adecuado, e independencia. Un individuo autónomo necesita las habilidades mentales suficientes para formar intenciones de una complejidad suficiente y planear su ejecución: un mínimo de racionalidad; la habilidad para comprender qué medios se requieren para realizar objetivos autoimpuestos, y las facultades necesarias para planear acciones. Asimismo, es necesario que un individuo tenga una cantidad considerable de opciones no triviales, de tal forma que éstas le permitan autorrealizarse. Por último, para que una persona pueda ser autónoma, sus opciones y preferencias deben estar libres de coerción y manipulación.

¿De qué forma podría un narcótico minar las condiciones de la autonomía? Los prohibicionistas podrían argumentar que un narcótico puede alterar el rango de opciones de un individuo o manipular sus preferencias.

Sin embargo, el número de opciones a las que un individuo tiene acceso no cambian porque éste ingiera algún narcótico. Un individuo puede decidir qué opciones seguir y qué opciones desechar. En algunas ocasiones elegir una opción puede eliminar la posibilidad de elegir las otras y reducir así su rango de opciones, pero esto no representa ningún problema si la decisión de optar por una en lugar de las otras fue autónoma.

Por otro lado, los narcóticos no manipulan las preferencias. La manipulación consiste en someter la voluntad de una persona a la de otro individuo sin ejercer coerción. Se produce cuando se pervierte la forma en la que las personas toman decisiones, forman preferencias o adoptan objetivos (Raz, 1986, p. 376). Por ejemplo, si un vendedor logra que una persona compre un producto por medio de engaños acerca de las propiedades de ese producto, entonces el vendedor manipuló a dicha persona puesto que, con información falsa, logró que tomara la decisión que él quería. De ninguna manera se podría afirmar que las drogas someten la voluntad de un individuo a la suya porque los narcóticos no tienen voluntad propia.

Sostengo que sólo hay dos formas en las que un narcótico podría minar las condiciones de la autonomía: disminuyendo lo que Raz llama las "capacidades mentales apropiadas", y es en este punto donde entran los daños a la salud, o imponiendo ciertos costos para abandonar su uso, lo cual sólo puede suceder por medio de la adicción.

Respecto a las capacidades mentales, la prohibición de un narcótico se sustentaría si éste socavara permanentemente, o al menos suspendiera indefinidamente, las capacidades para actuar moral y racionalmente (Freeman, 2000, p. 203). El único daño a la salud por el cual un narcótico debería ser prohibido es si éste mina, de manera grave y por tiempo indefinido, las capacidades mentales apropiadas para poder ejercer la autonomía.

¿En qué momento se debe establecer el umbral para decir que un narcótico afectó de manera grave y por tiempo indefinido las capacidades mentales apropiadas para la autonomía? Estas capacidades disminuyen de manera grave si el individuo ha perdido la capacidad de plantearse objetivos a largo plazo, o si perdió la capacidad para planear cómo lograr esos objetivos. Este daño debe también cumplir con la condición de ser irreversible o al menos permanecer por tiempo indefinido, por ende, si alguna de las dos condiciones no se cumple —que sea grave y por tiempo indefinido— no se puede prohibir dicho narcótico con base en los daños a las capacidades mentales apropiadas para la autonomía.

A lo anterior debo hacer tres acotaciones más. Primero, puede que este tipo de daño a la salud sólo suceda si el consumidor se excede en la dosis de la droga. Si esto es así, sostengo que no hay razón para proscribir dicho narcótico, pues depende de cómo lo utilice cada usuario y el riesgo que cada individuo quiera correr. Existen actividades, como el paracaidismo, en las que se corre el riesgo de morir si no se realizan de manera apropiada, pero esto no es una razón suficiente para prohibirlas. Un individuo que de manera autónoma e informada decide asumir riesgos al punto de poner en grave peligro su vida no puede ser coaccionado por el Estado para dejar de realizar la acción que lo pone en riesgo (Vázquez, 2009, p. 65). Segundo, es posible que el consumo de un narcótico genere este tipo de daños en un individuo si éste lo consume en alguna etapa anterior a la conclusión de su desarrollo físico o mental. Este caso tampoco puede establecerse como un parámetro para prohibir una droga a todos los individuos, aunque sí justificaría la prohibición para aquellos que aún no concluyen esta etapa de su desarrollo.5 Tercero, puede ser que este tipo de daño se produzca después de consumir la droga n cantidad de veces, de tal forma que la pérdida de dichas capacidades sea gradual hasta llegar a lo determinado como grave. Esta razón tampoco es suficiente para prohibirlo, nuevamente depende de los riesgos que cada individuo decida correr.

Ahora, con respecto a la adicción, es útil considerar algunos planteamientos de Jon Elster (2000), quien afirma que por lo general los que construyen el concepto de adicción utilizan algunos de los siguientes seis factores: tolerancia, síndrome de abstinencia, daño objetivo, ansiedad, deseo de retirarse e incapacidad de hacerlo. Para los objetivos de este trabajo, no es necesario que tome o construya una conceptualización específica de adicción sino encontrar qué elementos son necesarios para que la adicción afecte la autonomía. Sostendré que el único elemento necesario es el síndrome de abstinencia. Según Elster, un individuo padece el síndrome de abstinencia si su bienestar, cuando deja de estar expuesto al narcótico, es inferior al bienestar que tenía antes de que probara el narcótico por primera vez.

Antes de analizar cómo la adicción afecta la autonomía, comenzaré por señalar que la idea de un adicto como un individuo que ha perdido la capacidad de decidir sobre su consumo es errónea. Si la adicción generara conductas compulsivas no se podría explicar cómo miles de adictos han superado esta condición de manera voluntaria y sin ayuda de otros individuos (Levy, 2006, p. 431). Tampoco se podría explicar por qué la probabilidad de que los adictos decidan dejar de consumir aumenta cuando se presentan contraincentivos fuertes —aumento en el precio del narcótico, maternidad, reflexiones sobre los perjuicios de consumir, etc.— (Foddy y Savulescu, 2006, p. 5). No obstante, que el individuo conserve la capacidad de decidir no es suficiente para aseverar que la autonomía ha resultado afectada.

La adicción puede afectar la autonomía de dos maneras. Primero, aunque no se pierde la capacidad de decidir, el síndrome de abstinencia impone ciertos costos a la decisión de abandonar el consumo. Segundo, aunque un adicto decida seguir consumiendo de manera autónoma, puede que esta preferencia no sea autónoma, sino lo que Elster (1982) llama una preferencia adaptativa.

El síndrome de abstinencia actúa como una forma de coerción obligando a los usuarios a seguir consumiendo. El caso se puede ejemplificar con un asaltante que amenaza con hacer daño a su víctima si no le da lo que le pide (Husak, 2000, p. 71). La víctima claramente puede optar por que la lastimen. De manera similar, un adicto podría decidir soportar el sufrimiento del síndrome de abstinencia. Con esta forma de coerción es como este síndrome mina la autonomía de los consumidores.

Por otro lado, un adicto consciente de su adicción podría decidir seguir consumiendo. Sin embargo, es posible que esta preferencia no sea autónoma sino adaptativa. Una preferencia adaptativa surge cuando se desea algo que no es posible obtener. La imposibilidad hace que el individuo sienta una gran frustración que, de manera inconsciente, genera que éste cambie su preferencia y deje de desear aquello que no podrá obtener. Si el deseo de consumir es una preferencia adaptativa, entonces la autonomía está siendo socavada por la preferencia misma. La cuestión aquí es analizar cómo podría ser el deseo de consumir una preferencia adaptativa.

Según Elster (1982, p. 228), una preferencia no puede ser adaptativa si cumple con tres condiciones: 1) si el individuo quiere X, 2) es libre de realizar X y 3) es libre de no realizar X. Empero, Elster agrega que el individuo debe estar consciente de que la tercera condición se cumpla —que es libre de no realizar eso que quiere—. Para el caso de la adicción, la preferencia por seguir consumiendo no sería adaptativa si: 1) el individuo quiere seguir consumiendo, 2) es libre de seguir consumiendo y 3) es libre de no seguir consumiendo. Como señalé arriba, un adicto no pierde la capacidad de decidir sobre sus consumos. Es decir, las tres condiciones se cumplen. Por ende, la única forma en la que el deseo de seguir consumiendo pudiera ser resultado de un proceso de adaptación de preferencias es que el adicto crea que la tercera condición no se cumple.

Si un adicto está convencido de que es imposible dejar de consumir, entonces la frustración que esta imposibilidad le genera podría llevarlo a adaptar sus preferencias y decidir que finalmente quiere seguir consumiendo. ¿Cómo podría un adicto adoptar esta falsa creencia? Esto podría suceder por diversas razones, aquí sólo sugeriré dos. El estigma popular alrededor de la adicción es que un adicto es una víctima cuyo cerebro ha sido secuestrado por el narcótico, un enfermo que no puede controlar sus acciones. Un adicto podría abrazar esta falsa imagen y creer que no es posible dejar de consumir. También es posible que el síndrome de abstinencia sea tan fuerte que una persona crea que, al menos para ella, resulta imposible dejar de consumir. Tanto en estos dos casos como en cualquier otra explicación que se pueda dar al fenómeno, bastaría con liberar al adicto de esta falsa creencia para liberarlo también de su preferencia adaptativa.

Así pues, podemos concluir tres aspectos respecto a la adicción: 1) no todos los consumidores se vuelven adictos, 2) no todos los adictos pierden autonomía, y 3) la adicción no es algo permanente. Si un individuo adicto decide no dejar de consumir, y esta preferencia es autónoma, la adicción no afecta de forma alguna su autonomía. Un adicto sólo ve minada su autonomía si quiere dejar de consumir y el síndrome de abstinencia lo obliga a continuar con el uso del narcótico. Por otro lado, tal vez, como es el caso de las drogas que analizaré en el siguiente apartado, la mayoría de los consumidores no desarrollen adicción. Finalmente, la adicción no es algo permanente, un individuo puede superar una adicción.

Un argumento de los prohibicionistas es que al abolir la prohibición de una droga más personas consumirían y por lo tanto más personas serían adictas. Lo anterior se debe a que tanto los costos de transacción como el costo monetario de las drogas disminuirían. Esto produciría que más personas tuvieran acceso a las drogas y al mismo tiempo pudieran adquirir mayores cantidades de narcóticos. Algunos autores reformistas también admiten que de legalizarse las drogas el efecto neto en la demanda iría en aumento (Miron y Zwiebel, 1995).6

Sin embargo, como he argumentado, lo que se debería evaluar no es cuántas personas más consumirían drogas y cuántas menos, sino la autonomía de los consumidores. En este sentido, es necesario formular dos preguntas: ¿la autonomía de quiénes protege la prohibición?, y ¿la autonomía de quiénes afecta la prohibición?

Si la prohibición protege la autonomía de los individuos, en realidad sólo protege la de aquellos que bajo un régimen distinto a la prohibición se volverían adictos y querrían dejar de consumir. Por otro lado, las personas que consumen drogas, y su autonomía no es afectada por el consumo, tienen menos opciones según un esquema de prohibición y, por lo tanto, el sistema prohibicionista mina su autonomía (Husak, 2000). Así pues, el régimen prohibicionista afecta la autonomía de aquellos que consumen un narcótico ilegal y que no se vuelven adictos o que se vuelven adictos pero quieren seguir consumiendo.

Aunque de manera deontológica resulte injusto minar la autonomía de algunos para salvaguardar la de otros, "nadie debería insistir en que las compensaciones interpersonales de autonomía nunca son justificables" (Husak, 2000, p. 79).7 En palabras de Raz (1986, p. 419): "Una teoría moral que valora altamente la autonomía puede justificar restringir la autonomía de una persona por el bien de la autonomía de los demás o incluso por su propia autonomía en el futuro".8 Una droga debería ser proscrita si el número de personas cuya autonomía se protege con la prohibición excede a la cantidad de personas cuya autonomía se ve reducida bajo este mismo régimen. Esto quiere decir que, si la cantidad de personas que consumirían una droga sólo si fuera legal y se volvieran adictos y quisieran dejar de consumir excede a la cantidad de personas que bajo la prohibición consumen esta misma droga y no se vuelven adictos o se vuelven adictos pero no quieren dejar de consumir, dicho narcótico debería prohibirse. Esto es lo que un estudio empírico ideal debería demostrar. Dicho estudio no existe, o por lo menos aún no. No obstante, si la evidencia empírica apunta a que hay una alta probabilidad de que se cumpla la relación anterior para algún narcótico, dicha droga debería ser proscrita.

Finalmente, existe una consideración que también debería tomarse en cuenta para proscribir un narcótico, la autonomía de terceros. En la sección anterior de este trabajo hice la distinción entre cómo un narcótico podría causar un daño automático o un daño circunstancial a otro sujeto. Cualquier daño, sea automático o circunstancial, a una persona o a su propiedad, afecta la autonomía de esa persona. Si se daña su propiedad sus oportunidades disminuyen al negarle el uso o valor de esa propiedad, y si se lastima a la persona se afecta su habilidad de actuar como hubiera querido (Raz, 1986, p. 413). Pero, como ya argumenté, los únicos daños que deberían tomarse en cuenta para proscribir una droga son los daños automáticos.

Imagínese que existe una alta probabilidad de que cada vez que se consume el narcótico C se cometerá un daño automático. Supóngase también que se cumplen los argumentos, tanto de los prohibicionistas como de algunos reformistas, que de legalizarse algún narcótico la demanda aumentará. Esto implicaría que, si se legaliza C, más personas consumirían esta droga y por lo tanto se cometerían más daños automáticos. Como resultado, la autonomía de terceros resultaría afectada por la legalización. Por ende, sostengo que una droga debería ser proscrita si la probabilidad de que genere un daño automático es alta.

Recapitulando, una droga debería prohibirse:9

a) Si genera daños a la salud que afecten de manera grave y por tiempo indefinido las capacidades mentales apropiadas para la autonomía.

b) Si la evidencia empírica respecto a la adicción apunta a que existe una alta probabilidad de que el número de personas cuya autonomía se protege con la prohibición, excede a la cantidad de personas cuya autonomía se afecta bajo este mismo régimen.

c) Si la probabilidad de que su consumo genere un daño automático es alta.

Procedo a evaluar las drogas en las que se enfoca este trabajo —la mariguana, la cocaína y la heroína— en el marco de las tres condiciones establecidas para la prohibición.

 

Mariguana, cocaína y heroína, tres drogas cuya prohibición no se sustenta

En el presente apartado analizaré si, en el marco de lo establecido en la sección anterior, alguna de estas drogas debería prohibirse. El orden que seguiré estará en relación con el potencial adictivo: la mariguana, la cocaína y la heroína. El orden para analizar las consideraciones respecto a cada droga será el mismo que se estableció en la sección anterior.

He seleccionado estas tres drogas y no otras debido a las diferencias entre ellas respecto a la adicción, los efectos que producen en los consumidores y ciertas propiedades particulares. He seleccionado la mariguana, por ejemplo, debido a que es la droga ilegal que más se consume tanto en México como en el mundo. La heroína es reconocida en la sabiduría popular como una de las más adictivas o la más adictiva de las drogas. Es muy común escuchar comentarios como: "con sólo probarla te haces adicto". Finalmente, he seleccionado la cocaína porque, además de su popularidad, los medios de comunicación se han encargado de producir la opinión generalizada de que ésta produce conductas agresivas (Hoaken y Stewart, 2003).

La mariguana puede causar ciertas deficiencias cognitivas, en particular afecta la memoria a corto plazo y funciones ejecutivas. El consumo intensivo de la mariguana también puede afectar la capacidad de aprendizaje, no obstante, la cuestión es si estas deficiencias son graves y permanecen por tiempo indefinido.

Respecto a la gravedad de los daños, la literatura muestra que la relación negativa entre el uso a corto plazo de la mariguana y las habilidades cognitivas se atenúa si se controla por diferencias individuales. Respecto a la permanencia del daño, varios académicos muestran que estos efectos desaparecen después de determinado tiempo de abstinencia. Fried, Watkinson y Grey (2005), por ejemplo, evidencian que los efectos en la disminución de las capacidades cognitivas a causa del consumo de cannabis desaparecen después de tres meses de abstención.

Además, es necesario señalar dos aspectos sobre quienes ven afectada su capacidad cognitiva a causa del consumo de mariguana. El primero es que los estudios en los que se hallaron estos daños se basan en consumidores de uso intensivo. Por ejemplo, individuos que consumieron por lo menos seis gramos de mariguana diarios durante un periodo de 17 años (Solowij et al., 1995). La otra cuestión es que ciertos estudios plantean que algunas de las consecuencias negativas en las capacidades mentales se deben a un uso temprano de la mariguana: jóvenes que comenzaron a consumirla a los 16 años o antes (Ehrenreich et al., 1999) o a los 17 años o antes (Pope et al., 2003).

Sobre la cuestión de la adicción, la mariguana es una droga poco adictiva. El porcentaje de individuos que se vuelven dependientes de la mariguana dentro de los diez años a partir del primer consumo es de 8 por ciento (Wagner y Anthony, 2002). Khalsa (2007) afirma que de los 2 000 000 o 3 000 000 de nuevos usuarios que se suman cada año al consumo de mariguana sólo 1.1 por ciento se hará clínicamente dependiente. Aunado a lo anterior, el síndrome de abstinencia provocado por la mariguana no predice la recaída en el consumo de la droga (Arendt et al., 2007).

Respecto a la cuestión de la autonomía de terceras personas, parece poco probable que los consumidores de mariguana puedan ocasionar daños automáticos. Diversos análisis han mostrado que la mariguana no tiene relación con comportamientos agresivos. Incluso algunos autores mencionan que esta droga inhibe este tipo de conductas. Los efectos más comunes que la mariguana produce en sus consumidores son relajación, felicidad y euforia, mientras que el enojo o la agresión son los más improbables (Arendt et al., 2007). De hecho, durante la intoxicación por cannabis se reduce la probabilidad de violencia (Hoaken y Stewart, 2003).

De esta manera, la evidencia encontrada apunta a que la prohibición de la mariguana no se justifica por ninguna de las consideraciones establecidas como válidas. Respecto a la consideración del inciso a), los daños a las capacidades mentales no son graves ni definitivos. Además, éstos no se presentan en todos los consumidores sino en aquellos que mantienen un consumo intensivo durante cierto periodo, o que comienzan a consumir a temprana edad. La evidencia también indica que es sólo un reducido número de consumidores el que se vuelve dependiente de la droga. Por lo tanto, la prohibición de la mariguana tampoco se puede justificar a través de la consideración del inciso b). Finalmente, la bibliografía indica que los efectos por intoxicación de mariguana rara vez producen conductas agresivas, por el contrario, las inhibe. Si esto es cierto, resulta baja la probabilidad de que el consumo de mariguana ocasione daños automáticos. Consecuentemente, la prohibición de la mariguana tampoco se justifica por la consideración del inciso c).

La cocaína también puede ocasionar daños a las capacidades cognitivas de quienes abusan de su consumo. Sin embargo, no se mencionan daños que se puedan relacionar con las capacidades mentales apropiadas para la autonomía. Además, dichos daños no son graves sino moderados (Verdejo-García et al., 2005) o ligeros (Roselli et al., 2001). Asimismo, algunos sostienen que estos daños no son atribuibles exclusivamente a los efectos de la cocaína. Se sugiere que la sustancia acrecienta ciertos déficits previos, probablemente de origen educacional o ambiental, que son comunes al entorno social próximo de los adictos a este narcótico (Ruiz Sánchez de León et al., 2009, p. 130).

Se suele creer que la mayoría de las personas que consumen cocaína se vuelven adictas, no obstante, en la muestra utilizada por Wagner y Anthony (2002), por ejemplo, sólo 15-16 por ciento de los usuarios de cocaína desarrollaron dependencia dentro de los primeros diez años a partir del primer consumo. Por su parte, Anthony, Yu Chen y Storr (2005) afirman que sólo 5-6 por ciento de los usuarios de cocaína desarrolla síndrome de dependencia dentro de los primeros dos años después de iniciar el consumo, y que de 1 100 000 individuos que se suman cada año al consumo de cocaína en Estados Unidos sólo entre 60 000 y 72 000 generarán dependencia. Además, muy pocos consumidores de cocaína que inician su uso experimentan dificultades para discontinuar su uso, imposibilidad para establecer o mantener los límites del uso de cocaína o tener que gastar una creciente cantidad de tiempo para superar los efectos del uso de ésta (Anthony, Yu Chen y Storr, 2005, p. 62).

Tampoco parece que la probabilidad de que el consumo de cocaína ocasione daños automáticos sea alta. Según Hoaken y Stewart (2003), las investigaciones aún no han demostrado una relación directa entre el uso de la cocaína y el incremento de la agresividad en los individuos. Estos autores muestran que las discrepancias en la literatura sobre la relación entre la cocaína y la agresividad se han dilucidado en estudios que controlan variables de personalidad. En el estudio de Moeller et al. (2002), por ejemplo, se mostró que los sujetos que eran dependientes de la cocaína y que presentaban trastornos de personalidad antisocial eran más agresivos respecto a sus sujetos control, mientras que los individuos que no presentaban dicho trastorno, pero que también eran dependientes a la cocaína, no eran más agresivos que sus sujetos control. La creencia generalizada de que la cocaína aumenta la agresividad no está apoyada convincentemente por las investigaciones.

Así pues, la prohibición de la cocaína tampoco se sostiene bajo ninguna de las tres consideraciones establecidas. Por dos razones no se puede prohibir la cocaína con la consideración del inciso a). Primero, varios autores sostienen que los daños a las capacidades cognitivas no son graves. Segundo, no se advierte que éstos afecten las capacidades mentales apropiadas para la autonomía. Tampoco se puede aplicar la consideración del inciso b) para prohibir la cocaína. Como se ha mostrado, la bibliografía indica que la mayor parte de las personas que comienzan a usarla no se volverán adictas. Finalmente, no existe una relación evidente entre el uso de la cocaína y conductas agresivas. Los estudios que han controlado por variables de personalidad muestran que la cocaína puede potenciar comportamientos agresivos, pero no necesariamente los genera. Por lo tanto, la consideración del inciso c) también es inaplicable para su prohibición.

El abuso crónico del consumo de heroína también produce déficits específicos en las capacidades cognitivas (Ornstein et al., 2000, y Franken et al., 2000), pero, al igual que con la cocaína, estos déficits no se relacionan con las capacidades mentales apropiadas para la autonomía.

En la sabiduría popular se tiene entendido que la heroína genera adicción desde el primer consumo. Sin embargo, esta creencia dista mucho de ser cierta. Por ejemplo, en Estados Unidos más de 9 000 000 de personas han declarado haber usado o usar heroína de modo ocasional, pero sólo 18 000 piden someterse a tratamiento de desintoxicación anualmente. Esto indica que sólo 0.18 por ciento de los consumidores considera que su adicción está más allá de su control (Ortiz, 2009, p. 48). Asimismo, en su estudio longitudinal, Shewan y Dalgarno (2005) muestran que la heroína puede ser utilizada de una manera controlada y no invasiva.

De hecho, varios autores en contra de la legalización de la heroína admiten que lo que se cree respecto a su potencial adictivo es falso. Por ejemplo, De Marneffe (2005) admite que una gran proporción de aquellos que usan la droga no desarrollan un hábito autodestructivo y que aquellos que sí lo hacen pueden dejarlo sin gran sufrimiento. Aunque no de manera explícita, Wilson (1990) también parece reconocer que, o la heroína no es tan adictiva o que superar la adicción a la heroína no es difícil. El autor sostiene que gracias a los elevados precios de la heroína en Estados Unidos los militares que habían estado en Vietnam y que habían hecho uso de la droga dejaron de consumirla. Además, es sumamente importante resaltar que otros prohibicionistas reconocen que los cigarros son tan adictivos como la heroína (The National Center on Addiction, 1995). Es un error basado en la ciencia ficción creer que la adicción a la heroína convierte a una persona en un zombie que es completamente incapaz de guiar sus acciones con su propio juicio deliberativo (De Marneffe, 2005, p. 153).

Finalmente, la probabilidad de que la heroína produzca daños automáticos también resulta baja. La causalidad entre la delincuencia y la dependencia a la heroína es indirecta. Según Rodríguez Díaz et al. (1997) las variables "familiares" y "socioeconómicas" son las que tienen más importancia para explicar esta relación.10 De hecho, algunos prohibicionistas también admiten que los consumidores de heroína no son violentos: "se sentarán a cabecear en alguna esquina, desamparados, pero al menos inofensivos" (Wilson, 1990, p. 23).11

De esta manera, la evidencia indica que la prohibición de la heroína tampoco se puede sostener por ninguna de las tres consideraciones admitidas. En primer lugar, los daños que causa a las capacidades mentales no se relacionan con las capacidades mentales apropiadas para la autonomía. Además, en varios estudios se ha mostrado, y varios prohibicionistas también admiten, que la heroína no es tan adictiva. De hecho, algunos prohibicionistas aseveran que la heroína es tan adictiva como el cigarro. Finalmente, la evidencia muestra que no hay una relación directa entre crimen y consumo de heroína, ni entre agresividad y consumo de heroína. Por ende, resulta poco probable que la heroína genere daños automáticos.

He mostrado cómo la evidencia empírica apunta a que la prohibición de la mariguana, la cocaína y la heroína no se sostiene bajo ninguna de las tres consideraciones establecidas como válidas. La réplica más obvia que los prohibicionistas podrían hacer a este análisis es preguntar: ¿y si la evidencia empírica se equivoca, no se generarán perjuicios a la sociedad, en particular, a la autonomía de muchos individuos? y, por lo tanto, ¿no es más prudente establecer el régimen prohibicionista para evitar este riesgo?

Me parece entonces que los prohibicionistas estarían apelando a que la prohibición se puede sostener por un principio precautorio fuerte (Sunstein, 2005). Es decir, un principio precautorio que no se limita a las amenazas de daño serio o irreversible, sino que establece que un riesgo basado en la incertidumbre de la evidencia científica es suficiente para imponer cierta legislación, incluso si los costos son altos.

Un régimen prohibicionista tampoco se puede sostener bajo un principio precautorio fuerte. Este tipo de principios se autoderrotan ya que no ofrecen ninguna orientación, prohíben todos los cursos de acción incluyendo la regulación (Sunstein, 2005, p. 18). Uno de los ejemplos que Sunstein provee es el caso de la regulación de las medicinas. Se puede impedir que una medicina salga a la venta debido a que se tienen dudas de que sus componentes generen algún tipo de daño. Si el gobierno insiste en tal tipo de regulación impedirá que los ciudadanos tengan acceso a una medicina a la que aún no se le han hecho abundantes pruebas. Pero al mismo tiempo impedirá que muchos individuos puedan beneficiarse de tales medicamentos. Por lo tanto, ¿es precautorio requerir extensas pruebas antes de comercializar, o lo contrario? (Sunstein, 2005, p. 29).

Lo mismo sucede para el caso de las drogas. Si se propone que la prohibición se puede sostener bajo un principio precautorio fuerte se genera una contradicción. No estamos seguros de cuánta gente se perjudica por la prohibición, por lo tanto, ¿por precaución no deberíamos legalizar las drogas? La bibliografía muestra que la prohibición de las drogas perjudica la autonomía de muchas más personas que las que protege. La prohibición de la mariguana, la cocaína y la heroína no se sustenta.

 

Conclusiones

Uno de los principios fundamentales de cualquier teoría liberal es la autonomía. Con base en este principio he argumentado que sólo existen tres consideraciones válidas para poder prohibir un narcótico. Al evaluar los estudios de la mariguana, la cocaína y la heroína en torno a las consideraciones planteadas en los incisos a, b y c se ha encontrado que la evidencia apunta a que la prohibición de estos tres narcóticos no se sostiene.

En el marco de los objetivos de la prohibición, resulta irónico que los prohibicionistas defiendan la prohibición de ciertos narcóticos mientras que algunos de los que hoy son legales tienen efectos iguales o más perversos para la sociedad. También es irónico que los prohibicionistas acepten que bajo la prohibición la salud de los consumidores corra mayores riesgos puesto que la calidad de las drogas no está regulada. Además de que la prohibición genera más violencia relacionada con la venta y tráfico de drogas que la que se atribuye a daños automáticos.

Por razones de justicia, debería efectuarse una reevaluación de la legislación en torno a los narcóticos proscritos.

 

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Notas

Versiones preliminares de este artículo fueron leídas en la Escuela Nacional de Antropología e Historia y en el Centro de Investigación y Docencia Económicas. Los comentarios obtenidos en ambas instituciones hicieron que este trabajo mejorara considerablemente. Estoy también muy agradecido por los valiosos comentarios de Claudio López-Guerra, Alejandro Madrazo, Allyson Benton, Gilles Serra, Esteban González y los miembros de ReverdeSer Colectivo.

1 Por Estado liberal me refiero a aquel en el que el gobierno debe justificar cualquier interferencia en la libertad de sus ciudadanos y permitir que éstos persigan concepciones razonables del buen vivir. No pretendo defender algún tipo de teoría liberal ni justificar por qué un Estado debe permitir que sus ciudadanos persigan su bienestar de la forma que ellos crean conveniente, doy esto por hecho. Limito mi argumento a la permisibilidad de estas concepciones sin abordar temas como si el gobierno tiene o no el derecho de persuadir a sus ciudadanos de tomar ciertos caminos de acción, aun cuando los individuos no sean restringidos de forma alguna.

2 En su momento discutiré las razones por las cuales he seleccionado estas drogas.

3 Dañar a un tercero implica lastimar a una persona o causar un perjuicio a su propiedad sin una justificación válida, como la defensa personal. Diversos prohibicionistas han argumentado que los consumidores generan daños a terceros, puesto que los familiares y amigos de los consumidores sufren al ver cómo estos últimos "desperdician" su salud y su vida. Este sufrimiento no debe considerarse como un daño a terceros válido para la prohibición, ya que "frustrar las preferencias de terceros —por ejemplo, las preferencias de los padres que se han creado expectativas sobre la vida de sus hijos— no constituye un daño" (Vázquez, 2009, p. 68).

4 La traducción es mía.

5 Como mencioné en el primer apartado, el liberalismo no es incompatible con ciertos tipos de paternalismo. Las drogas deben permanecer proscritas para los menores de edad debido a que no tienen la misma responsabilidad, independencia ni criterio que los adultos, por ende no se les puede considerar plenamente autónomos. Los prohibicionistas argumentan que bajo un esquema de regulación distinto a la prohibición los menores tendrían mayor acceso a las drogas. Cabe analizar dos cuestiones respecto a este argumento: si resulta cierto que los menores tendrían más acceso y si tomando en consideración otros aspectos, además del consumo, se protege más a los jóvenes con la prohibición que con otro esquema de regulación. Los reformistas afirman que con la legalización menos jóvenes tendrían acceso a las drogas debido a que aquellos que se dedican a la venta ya no tendrían que buscar nuevos mercados o consumidores. Al igual que Husak (2002), me parece que no podemos hacer un cálculo preciso sobre cuánto disuade la prohibición a los menores. Sin embargo, resulta cierto que la prohibición ha expuesto a jóvenes a la violencia que genera el mercado negro y a drogas de muy baja calidad. Además, la enorme cantidad de recursos que se destinan para intentar hacer efectiva la prohibición podrían destinarse a programas que apoyen a la juventud. Por las razones expuestas, este argumento resulta insuficiente para mantener la prohibición.

6 Algunos prohibicionistas argumentan que las drogas deben permanecer prohibidas ya que al aumentar el consumo la adicción se convertiría en un grave problema de salud pública. Este argumento utilitarista presenta complicaciones tanto empíricas como normativas. Empíricamente, tanto prohibicionistas como reformistas utilizan datos y estimaciones que se contradicen respecto a cuánto escalaría el consumo de las drogas y qué tanto esta escalada se convertiría en un problema de salud pública. Normativamente, como sostiene Husak (1992), nos enfrentamos a evaluar qué debería entrar en los cálculos utilitaristas del bienestar social. El objetivo de un utilitarista es minimizar el malestar social, lo cual no necesariamente resulta al disminuir el número de consumidores ni de adictos. Diversos reformistas sostienen que de abolirse la prohibición se podría emplear tanto el dinero que se recaude de los impuestos como el que antes se destinaba a la guerra contra las drogas para mejorar la salud de los consumidores y adictos y para campañas de prevención del consumo de drogas. Asimismo, las farmacéuticas tendrían un incentivo económico para producir narcóticos que generen los efectos deseados pero con menos daños colaterales. Debido a estas complicaciones, tanto empíricas como normativas, no se puede concluir a partir de este argumento que la prohibición debe permanecer.

7 La traducción es mía.

8 La traducción es mía.

9 Sostengo que cualquiera de estas condiciones sería suficiente para proscribir el uso de alguna droga. Sin embargo, son condiciones insuficientes para argumentar que los consumidores deberían ser castigados.

10 Explicaciones similares en las que los crímenes no se atribuyen a efectos de daño automático se muestran en trabajos como los de Allen (2005) o Maher et al. (2002).

11 La traducción es mía.

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