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Política y gobierno

versión impresa ISSN 1665-2037

Polít. gob vol.17 no.2 Ciudad de México ene. 2010

 

Artículos

 

Democracia comunal en Chile, 1992–2008

 

Municipal Democracy in Chile, 1992–2008

 

Kenneth Bunker* y Patricio Navia**

 

* Kenneth Bunker es investigador asociado del Observatorio Electoral del Instituto de Ciencias Sociales de la Universidad Diego Portales y profesor asistente del Departamento de Ciencia Política de San Diego State University. San Diego State University, Nasatir Hall, room 131, San Diego, CA, 92115. Tel: +1619 534 5107. Correo electrónico: kbunker@rohan.sdsu.edu.

** Patricio Navia es profesor asociado de la Escuela de Ciencia Política de la Universidad Diego Portales, Master Teacher of Global Studies en el Liberal Studies Program y profesor adjunto del Centro de Estudios Latinoamericanos y del Caribe de New York University. ICSO –Universidad Diego Portales. Grajales 1775, tercer piso, Santiago, Chile. Tel: +562 676 28 77. Correo electrónico: patricio.navia@nyu.edu.

 

Artículo recibido en mayo de 2009
y aceptado para su publicación en enero de 2010.

 

Resumen:

Desde que se realizaron por primera vez en el periodo posdictadura en 1992, las elecciones municipales se han convertido en un componente esencial de la democracia chilena. Al repasar la evolución de la institucionalidad que rige las elecciones municipales, este trabajo muestra la manera en que las iniciativas de descentralización han avanzado a la par con la consolidación democrática, y cómo el balance del poder en los gobiernos municipales refleja el mismo sesgo hacia un presidencialismo fuerte como en el ámbito nacional. A partir de esto, evaluamos si la descentralización en Chile ha ayudado a redefinir y rearticular las prácticas políticas y el sistema de partidos o si ha reproducido y consolidado lo ya existente. Evaluamos tres hipótesis. Primero, si el comportamiento de los electores en las contiendas municipales se asemeja al de las elecciones parlamentarias. Segundo, si los resultados de las elecciones municipales son independientes de los procesos políticos nacionales. Tercero, si la longevidad promedio de las carreras de alcaldes es inferior a la longevidad promedio de las carreras de diputados, y si los alcaldes tienen tasas de reelección inferiores a las de los diputados. Concluimos sugiriendo que la evolución institucional de la democracia local ha tendido a reproducir las prácticas y características del sistema político nacional más que a crear oportunidades y espacios para redefinir el balance del poder entre el Ejecutivo y el Legislativo, o facilitar la aparición de nuevas prácticas y comportamientos en las carreras políticas de los representantes democráticamente electos.

Palabras Clave: elecciones municipales, democracia, descentralización, Chile.

 

Abstract:

Since first held in post–dictatorship Chile in 1992, municipal elections have consolidated as an essential component of Chilean democracy. In this article we assess whether decentralization in Chile has helped redefine and re–articulate political practices and if the party system has reproduced the existing patterns at the local level. We evaluate three scenarios. First, if the behavior of voters in local elections is similar to their behavior in legislative elections. Second, if municipal election results are independent of national political processes. Third, if the average tenure of mayors and their reelection rates are similar to those of deputies. We conclude by suggesting that the development of local institutions have tended to reproduce the practices and characteristics of the national political system rather than to redefine the balance of power between the executive and legislative bodies, or to allow the emergence of new patterns in the political careers of democratically elected representatives.

Keywords: municipal elections, local democracy, decentralization, Chile.

 

Las iniciativas en pro de la profundización y consolidación democrática a menudo incluyen componentes descentralizadores. La elección directa de los gobiernos municipales constituye una de las medidas más populares entre las propuestas descentralizadoras. En Chile, desde que se celebraron en 1992, las elecciones municipales han devenido en un componente esencial de la democracia. Aunque otras instituciones de democracia representativa han sido ampliamente estudiadas, los gobiernos municipales, y en particular las elecciones locales, han recibido menos atención. Este trabajo contribuye a corregir esa omisión. A continuación, después de mostrar que las iniciativas de descentralización han avanzado a la par con la consolidación democrática, analizamos si el balance del poder en los gobiernos municipales refleja el mismo sesgo hacia un presidencialismo fuerte como sucede en el ámbito nacional. Evaluamos tres hipótesis. Primero, si el comportamiento de los electores en las contiendas municipales se asemeja al observado en las elecciones parlamentarias. Segundo, si los resultados de las elecciones municipales son independientes de los procesos políticos nacionales. Tercero, si la longevidad de las carreras de los alcaldes es similar a la de las carreras de los diputados, y si los alcaldes tienen tasas de reelección inferiores a las que tienen los diputados. Demostramos que, si bien la democracia se ha consolidado en los gobiernos locales, también se observa una consolidación del poder e influencia de los alcaldes. Chile ha evolucionado hacia un sistema de gobierno local presidencial, en el que los patrones de comportamiento observados en la política nacional tienden a reproducirse también en la democracia local.

 

Gobiernos municipales en sistemas democráticos

Desde el retorno de la democracia en 1990, una serie de reformas constitucionales y el ejercicio democrático han contribuido a consolidar las instituciones. Al descentralizar poderes y atribuciones, se introducen más vías de participación y se permite que los mecanismos de representación alcancen a los gobiernos locales.

Las iniciativas descentralizadoras también buscan mejorar el desempeño del gobierno en el cumplimiento de sus objetivos y mandatos (Expansiva, 2007). Mardones (2006) señala la descentralización como hilo conductor de la administración subnacional, identificando tres teorías que explican su reciente importancia. La primera aborda la descentralización como resultado de la democratización. Partiendo de la premisa de que siempre buscan oportunidades de poder (Grindle, 2000; Eaton, 2004), los partidos políticos promueven reformas conducentes. Como la transición a la democracia tiene efectos de inercia, la descentralización se convierte en su producto casi inevitable. La segunda teoría propone la descentralización como efecto de procesos políticos. Los partidos promueven la creación de espacios que les permitan acceso a más fuentes de poder (O'Neill, 2003, 2005). Su presencia permanente en la vitrina pública los lleva a calcular que mientras mejor desempeño tengan en los gobiernos locales, más poderosos serán nacionalmente. Una tercera línea teórica se centra en las fuerzas a favor de la descentralización. Dado que las reformas descentralizadoras favorecen a algunos grupos y afectan a otros, la descentralización sería decisión resultante de estrategias desplegadas por distintos grupos de interés. Así, por ejemplo, en los países andinos las principales reformas descentralizadoras han sido más top–down que bottom–up (O'Neill, 2003). Cuando la descentralización resulta de presiones desde abajo, el beneficio mayor esperado se lo llevarían los actores de base. En otras situaciones, la descentralización se produce por iniciativas desde arriba, como en Chile (Eaton, 2004; Mardones, 2006, p. 4). Si bien dan prioridad a distintos elementos, las tres teorías entienden la descentralización como un mecanismo que profundiza la democracia desde abajo hacia arriba y hace más eficiente la gestión pública (Montecinos, 2005). Los especialistas coinciden en definir la descentralización como "una transferencia de poder político, dineros fiscales y atribuciones administrativas a gobiernos subnacionales autónomos" (Mardones, 2006, p. 4).

En las últimas décadas en América Latina, la descentralización y la consolidación de los gobiernos locales como espacios de poder, participación y representación, se han visto inevitablemente afectadas y a su vez han afectado el proceso de consolidación democrática (Willis et al., 1999; Montero y Samuels, 2003; Bland 2004; Mainwaring 2006). La forma, la profundidad y la intensidad de los procesos de descentralización se determinan por la forma en que la democracia se consolida en el ámbito nacional, pero también la democracia local influye en la forma en que se desarrolla la democracia nacional.

Si bien la descentralización es entendida por muchos como una oportunidad para ampliar la democracia y promover mecanismos de participación e instrumentos de democracia desde abajo hacia arriba (Grindle 2000, 2009; Eaton, 2004), también hay evidencia de que la descentralización puede tener efectos negativos no anticipados en la consolidación democrática o generar distorsiones en los pesos y contrapesos ya existentes en las instituciones democráticas (Montero y Samuels, 2003; Grindle, 2009; Van Cott, 2009). Precisamente porque la descentralización se ha presentado de forma paralela a la consolidación democrática en contextos de sistemas de partidos débiles y fluidos, resulta difícil evaluar la relación de causalidad entre descentralización y evolución del sistema de partidos.

En ese sentido, la experiencia de Chile se convierte en un buen caso para evaluar la relación de causalidad. La democracia que evolucionó después de la dictadura militar mostró evidentes signos de continuidad con la que existía antes de 1973, reproduciendo el sistema de partidos y muchas de sus instituciones y prácticas informales (Valenzuela y Scully, 1997; Montes et al., 2000; Siavelis, 2000; Torcal y Mainwaring, 2003; Angell, 2005). De ahí que podamos emplear el sistema de partidos existente en Chile como un punto de partida y evaluar hasta qué grado el proceso de descentralización afecta el sistema de partidos o bien reproduce el existente a nivel local. Después de la transición a la democracia en 1988–1990, el proceso de descentralización se produjo de la mano de la consolidación democrática (Bland, 2004; Eaton, 2004; Mardones, 2006). En el ámbito nacional, la transición evidenció el resurgimiento del sistema de partidos —y en buena medida del sistema político— que ya existía antes del quiebre democrático de 1973 (Valenzuela y Scully, 1997; Montes et al., 2000; Angell, 2003). La fortaleza de ese sistema de partidos bien pudo afectar la forma en que evolucionó la descentralización. Si las iniciativas de descentralización a menudo se entienden como oportunidades para reformular el sistema de partidos, ampliar los niveles de participación ciudadana en las instituciones políticas y redefinir las estructuras de poder prevalecientes, así como la existencia de un sistema de partidos enraizado en la sociedad, como en Chile, podrían permear la forma en que se produce la descentralización y los patrones que emergen en las instituciones y prácticas de la democracia local. Así, más que generar oportunidades para redefinir los balances y equilibrios políticos, la descentralización en estos casos podría simplemente reproducir los equilibrios existentes, profundamente arraigados en la sociedad. Los efectos sobre el sistema de partidos y sobre los grados de participación serían, entonces, menores y más acotados.

Por lo tanto, nuestra pregunta de investigación es ¿en qué medida los procesos de descentralización y de empoderamiento de las autoridades locales repercuten sobre, y a la vez son afectados por, los incentivos del diseño institucional? Si la descentralización ocurre en un sistema presidencialista, ¿hasta qué punto el balance de poder en los gobiernos locales refleja una división de poderes similar a la existente entre el Ejecutivo y el Legislativo? Si las leyes electorales que rigen la elección de autoridades locales presentan incentivos similares a las que regulan la elección de autoridades nacionales, ¿veremos similares patrones de conducta de los partidos en los ámbitos local y nacional? Adicionalmente, ¿los votantes deciden quién los gobernará localmente independientemente de las dinámicas políticas nacionales? ¿O es que las mareas electorales producidas por procesos políticos nacionales permean los resultados de las elecciones municipales? Finalmente, ¿deberíamos esperar que la longevidad de las carreras de los alcaldes sea similar a la longevidad de las carreras parlamentarias?

A continuación abordamos estas preguntas a partir de tres hipótesis:

H1) El comportamiento de los electores en las contiendas municipales se asemeja al observado en las elecciones parlamentarias.

H2) Los resultados de las elecciones municipales son independientes de los procesos políticos nacionales. La popularidad del gobierno no afecta los resultados municipales, pues cada comuna constituye un universo electoral independiente.

H3) La longevidad promedio de las carreras de los alcaldes es similar a la longevidad promedio de las carreras de los diputados.

 

Gobiernos municipales en Chile

El sistema político chileno se caracteriza por un fuerte centralismo administrativo y fiscal (Bland, 2004; Eaton, 2004; Mardones, 2006, 2007). El gobierno nacional posee enormes poderes y atribuciones respecto a los gobiernos regionales, aunque en años recientes los gobiernos municipales han aumentado su influencia tanto en el aspecto administrativo como para propiciar una mayor participación ciudadana (PUND, 2004; Mardones, 2007). Los gobiernos municipales también han adquirido creciente importancia en la toma de decisiones sobre políticas públicas (Mardones, 2007).

Montecinos (2005) identifica seis grandes acontecimientos históricos desde que se produjeron los primeros intentos de descentralización en 1810. El primer acontecimiento fue el intento federalista de Infante en 1826 (Montecinos, 2005a, p. 447) que dividió al país en ocho provincias (Coquimbo, Aconcagua, Santiago, Colchagua, Maule, Concepción, Valdivia y Chiloé) (Frías, 1960). Luego, con la Constitución en 1828, las provincias ganaron poder y se nombraron gobernadores en cada municipalidad. Después, la descentralización dejó de ser prioridad en el Estado centralista en la era de Portales (1830–1861).

El segundo hito descentralizador fue el intento federalista de Gallo en 1859. El frustrado movimiento evidenció las iniciativas regionales a favor de la descentralización. El tercer acontecimiento se produjo entre 1891 y 1925, con la Ley de la Comuna Autónoma (1891), que otorgaba mayor autonomía de gasto y de poder (Salazar y Pinto, 1999). El cuarto hito es la regionalización de 1925 a 1970, cuando se adoptaron reformas que son la base del actual orden comunal/municipal. La Constitución de 1925 dedicó un artículo a la descentralización, estableciendo que las leyes municipales y provinciales dependerían exclusivamente de las autoridades interiores que tendrían todas las atribuciones y facultades administrativas para gobernar. Los cambios apenas comenzaron a producirse a partir de 1950, cuando se crearon seis grandes regiones, Norte Grande, Norte Chico, Núcleo Central, Concepción y la Frontera, Región de los Lagos y Región de los Canales.

El quinto acontecimiento fue la regionalización que se produjo a partir de 1973, cuando nació la base de la actual disposición regional. Un decreto del 12 de diciembre de ese año promulgó la descentralización político–administrativa en 12 regiones y un área metropolitana, que después también se transformó en región. Ya que correspondía a una iniciativa de un gobierno autoritario, se mantuvo el centralismo en el nombramiento de las autoridades regionales. Cada región estaba compuesta por provincias y éstas, a su vez, se subdividían en comunas.

El sexto hito señalado por Montecinos (2005a) ocurrió con la adopción de la reforma constitucional en 1992, que permitió la elección directa de los gobiernos municipales en las 335 comunas. En 1996 había 342 (incluyendo la Antártica, que para efectos administrativos es parte de la municipalidad de Navarino). A partir de las elecciones de 2004, las 346 comunas, agrupadas en 345 municipalidades, han escogido democráticamente alcaldes y concejales cada cuatro años. Las comunas con menos de 75 000 personas inscritas para votar eligen seis concejales. Las comunas con una cantidad de inscritos que fluctúa entre 75 000 y 150 000 tienen ocho concejales. Aquellas con más de 150 000 inscritos escogen diez concejales.

Cada comuna tiene su propio gobierno, compuesto por un alcalde y por un número variable de concejales. De acuerdo con el artículo 107 de la Constitución, las municipalidades "son corporaciones autónomas de derecho público, con personalidad jurídica y patrimonio propio, cuya finalidad es satisfacer las necesidades de la comunidad local y asegurar su participación en el progreso económico, social y cultural de la comuna". Si bien la Constitución establece preceptos básicos que determinan el funcionamiento y las atribuciones de los gobiernos municipales, una Ley Orgánica Constitucional de Municipalidades (Ley 18695 del 31 de marzo de 1988, modificada por última vez en 2006) regula los detalles del funcionamiento de estas unidades comunales de administración y gobierno democrático.

 

Presidencialismo comunal

La Constitución de 1980 estableció un mecanismo indirecto para la elección de alcaldes. Una vez recuperada la democracia en 1991, el Congreso aprobó una reforma que permitió la elección directa de concejales. Los alcaldes, a su vez, serían electos por el concejo municipal. La primera contienda electoral municipal posdictadura ocurrió en 1992 (Mardones, 2006). Gracias a una reforma aprobada en 2002, se introdujo un componente mayoritario en la elección. A partir de 2004 se realizan elecciones separadas pero concurrentes de concejales y alcaldes.

En 1992, las coaliciones presentaron candidatos a concejales en las 335 comunas. Los escaños del concejo municipal fueron asignados por representación proporcional, utilizando la cifra repartidora d'Hondt. Los alcaldes fueron electos por los miembros del concejo. En la gran mayoría de las comunas donde una coalición obtuvo mayoría de concejales, el alcalde perteneció a dicha coalición. Pero en comunas donde ninguna coalición tuvo mayoría absoluta de concejales, los alcaldes fueron electos a partir de negociaciones entre concejales. Anticipando la posibilidad de indisciplina de los concejales que aspiraran a ser alcaldes, las dos grandes coaliciones, Concertación y Alianza (entonces Democracia y Progreso), por separado, firmaron protocolos de acuerdo que asignaban con anterioridad a la elección la distribución de gobiernos municipales entre los partidos de cada coalición. Estos protocolos incluían acuerdos para crear en algunas comunas dos subperiodos distintos de dos años, para así acomodar a un mayor número de concejales ansiosos de ser alcaldes. La imposición de los protocolos nacionales llevó a algunos concejales a negociar la elección del alcalde con militantes de otras coaliciones, incumpliendo los protocolos. Ante la indisciplina, los partidos sancionaron a esos militantes. El PDC, por ejemplo, por conducto de su tribunal de disciplina, acordó expulsar a los concejales que transgredieron el protocolo (La Tercera, 1 de octubre de 1992).

Para evitar futuras inconformidades, en abril de 1996 las dos principales coaliciones adoptaron una reforma a la ley electoral para la elección directa de alcaldes. Se adoptó una reforma que le permitía a un candidato a concejal resultar automáticamente electo alcalde si lograba una votación sustancialmente alta. Así, sería proclamado alcalde el candidato a concejal más votado, perteneciente a una lista que obtuviese como pacto al menos 30 por ciento de los votos, pero no necesariamente de la lista más votada. Si esta condición no se cumplía, sería alcalde el candidato a concejal con la primera mayoría de la lista más votada. Si la anterior condición tampoco se cumplía, entonces sería alcalde el candidato con la primera mayoría de su propia lista, la que a su vez debía ser la lista más votada. En caso de verificarse un empate en esta última condición, el Tribunal Electoral Regional sortearía el cargo en una sesión pública (Mardones, 2006, p. 10). Esa modificación cambió los incentivos para las coaliciones y los partidos. En vez de firmar protocolos, las coaliciones podían ahora designar candidatos privilegiados que concentraran la votación de su coalición para resultar electos directamente.

Este complicado sistema, que rigió en los comicios de 1996 y 2000, permitía que ocasionalmente un candidato con alta votación no fuera electo alcalde. Además de obtener la primera mayoría relativa, el candidato precisaba también pertenecer a la coalición con más votos. Si un candidato obtenía la primera votación pero no su lista, la alcaldía sería para el candidato más votado de la coalición más votada. Así, el sistema era una mezcla de voto personal (candidatos privilegiados) y voto por coalición. Para ser alcalde, había que optimizar tanto el voto personal como el voto que obtuviera el conjunto de candidatos de una lista.

Los resultados de la elección de 2000 demostraron que la coordinación en el interior de una coalición podía permitir la elección de un alcalde con apoyo electoral minoritario. Como muestra el cuadro 1, la Concertación obtuvo la primera mayoría relativa de votos en 66 municipios, pero no consiguió escoger alcalde. A su vez, en nueve municipios, la Alianza obtuvo más votos que las otras coaliciones pero tampoco logró escoger al alcalde.

Las distorsiones observadas en 2000 llevaron al gobierno concertacionista de Ricardo Lagos a proponer una nueva modificación a la ley. Después de arduas negociaciones en el Congreso —en las cuales la Concertación finalmente logró el apoyo de Renovación Nacional— se promulgó una ley que establecía la elección separada de concejales y alcaldes (Ley 19.704, 3 de mayo de 2002). En 2004, los alcaldes fueron elegidos en votación conjunta y cédula separada de los concejales. A partir de entonces nunca más hubo alcaldes que no obtuvieran la primera mayoría de votos. Además de no poder postularse simultáneamente a alcalde y concejal, los candidatos enfrentarían incentivos diferentes dependiendo del puesto al que aspiraran. Mientras los alcaldes son electos por el principio de mayoría relativa, los concejales lo son por representación proporcional (método d'Hondt).

Al comparar la institucionalidad heredada del gobierno autoritario con la establecida a partir de 1992, se observa un avance en democratización. El sistema adoptado en 1992, cuando los concejales elegían a los alcaldes, no permitía distinguir entre un voto por alcalde y uno por concejal. Los votantes no sabían si su voto por un candidato terminaba por ayudar a otro a ser alcalde. Esta falta de claridad en los efectos del voto se corrigió en 2004, cuando se incorporó un mecanismo de elecciones concurrentes y separadas de alcaldes y concejales. De esta forma los votantes podían distinguir entre su voto por concejal y su voto por alcalde. Adicionalmente, la división administrativa se ha perfeccionado de forma sistemática. El aumento de comunas desde 1992, que pasaron de 335 a 345 (al igual que la creación de nuevas regiones), permitió un mejor ordenamiento territorial y mejoró la representatividad en algunas localidades pobladas.

Otros componentes en las iniciativas de descentralización han estado ausentes en las reformas. La descentralización en los poderes y atribuciones de los gobiernos regionales ha avanzado más lentamente. Además, ni el intendente regional ni los miembros del Concejo Regional se eligen en votaciones directas. El intendente es nombrado por el presidente de la República mientras que los miembros de los CORES (Concejos Regionales) son electos en forma indirecta por los concejales comunales. El avance en la democratización de los gobiernos municipales —al menos en lo que respecta al origen democrático de sus autoridades— no ha estado acompañado de un proceso similar en los gobiernos regionales y provinciales. Las reformas al sistema electoral que rige las elecciones locales también han puesto en evidencia que hoy existe más democracia local en Chile que cuando regresó la democracia en 1990.

 

División de poderes en el ámbito comunal

La división de poderes supone tanto autonomía como fiscalización (pesos y contrapesos). Chile posee un sistema de gobierno de presidencialismo reforzado (Mainwaring y Shugart, 1997; Siavelis, 2000). El presidente concentra la jefatura de Estado y de gobierno. Además de sus atribuciones administrativas, el presidente es un importante colegislador, al controlar la agenda legislativa a través de las urgencias y poseer distintos poderes de veto (Siavelis, 2000; Aninat et al., 2006).

Por cierto, uno de los argumentos a favor de prohibir la reelección del presidente es su desmedido acceso a recursos públicos respecto al Poder Legislativo (Baldez y Carey, 1999; Siavelis, 2000). El presidente sólo puede ser acusado constitucionalmente por una grave falta ética o por haber comprometido seriamente la seguridad del país. Para ser destituido, es necesaria la aprobación de dos tercios del Senado. Además, el presidente tiene un control adicional del aparato estatal por medio de la designación directa de intendentes, gobernadores provinciales, secretarios regionales ministeriales y otras autoridades públicas. A su vez, los legisladores no tienen un papel efectivo de fiscalización frente a los ministros del gabinete y otras autoridades del Ejecutivo.

Así, como ocurre con la división entre los poderes del Estado, la división de los poderes políticos comunales busca optimizar el desarrollo, la efectividad y la transparencia de las políticas municipales. El alcalde actúa como jefe político comunal, administrando y representando legalmente a la comuna. A su vez, el Concejo Municipal trabaja como un ente que propone políticas públicas y tiene un papel fiscalizador. Pero el alcalde posee más poderes y atribuciones que el Concejo. Los limitados poderes y atribuciones de los concejales han producido comprensibles quejas, como las de Jaime Hales, ex concejal de Ñuñoa, quien alega: "Para la ley, el concejal no existe, no tiene poder, ni capacidad alguna. Es el cuerpo el que existe, con la gravedad de que en él no sólo están los que han sido elegidos para eso, sino también el ultra poderoso alcalde, que propone los temas, preside la estructura, fija la tabla, dirige las sesiones, vota y, si se produjera un sorpresivo empate, tiene voto dirimente" (Hales, 2005).

El Concejo Municipal no constituye un adecuado contrapeso frente al alcalde. Muchas decisiones administrativas y de asignación de recursos son discrecionales del alcalde. Asimismo, hasta 2004, la popularidad de un candidato a alcalde facilitaba la elección de otros concejales de su propio partido, por lo que resultaba difícil que los concejales adoptaran posiciones de independencia respecto a sus alcaldes. Después de la reforma que separó la elección de alcaldes y concejales, estos últimos han podido mostrar mayor independencia. Pero aun así, los poderes y atribuciones del Concejo son sustancialmente inferiores respecto a los del alcalde, en relación con los que posee el Poder Legislativo respecto al Ejecutivo en el ámbito nacional.

Adicionalmente, la labor de los concejales no supone un compromiso de trabajo de tiempo completo (como sí ocurre con los miembros del Legislativo nacional), ni siquiera en las comunas más pobladas. De hecho, una vez electos, los concejales están obligados a asistir a un mínimo de cuatro sesiones del Concejo cada mes. Si hay trabajo extra, no reciben compensación adicional (título III, Ley 18.695 de Municipalidades). Esto obliga a los concejales a depender de otras funciones remuneradas. La capacidad resolutiva de la comuna se centra en el alcalde. En 1992 el Concejo Municipal tenía la facultad de escoger al alcalde. Pero en 1996 y 2000, el Concejo sólo escogía alcalde si ningún candidato obtenía una votación superior a 30 por ciento. A partir de 2004, los alcaldes fueron electos en forma directa y separada del Concejo. El poder relativo del Concejo ha disminuido desde que se realizó la reforma descentralizadora de 1991.

El sistema de gobierno local fue diseñado para concentrar poder en el alcalde. Es comprensible que exista un gobernante con poderes relativamente fuertes, para facilitar la gobernabilidad. Pero incluso en un país presidencialista, hay separación de poderes que garantiza relativa autonomía y división administrativa. Este desbalance de poder, tradicionalmente asociado con el sistema presidencialista fuerte de Chile, se acentúa en el terreno comunal. Los alcaldes tienen más poder sobre sus comunas que el mismo presidente sobre el país (Hales, 2005). Por eso, aunque en el país la consolidación democrática ha inducido a una disminución de los poderes relativos del Ejecutivo frente al Legislativo (Aninat, 2006; Aninat et al., 2006), en el ámbito local se ha consolidado el poder del alcalde en relación con el del Concejo Municipal.

A continuación discutimos las tres hipótesis que nos permiten evaluar si el proceso de descentralización en Chile ha inducido un cambio en el sistema político o si ha reproducido las características ya existentes del sistema político del país.

 

Hipótesis 1: El comportamiento de los electores en las contiendas municipales se asemeja al observado en las elecciones parlamentarias

El cuadro 2 muestra el porcentaje de votos por coalición en elecciones municipales y de diputados desde 1992. Ambos tipos de contiendas se celebran cada cuatro años. La elección municipal ocurre un año antes que la de diputados. El comportamiento de los votantes se asemeja en ambas elecciones. Por ejemplo, la Alianza tuvo un mejor desempeño en las presidenciales y parlamentarias de 1993 que en las elecciones municipales de 1992. La diferencia de 6 por ciento se redujo a menos de 4 por ciento en el periodo 1996–1997, y se mantuvo en 2000–2001. Sin embargo, para 2004–2005, la votación de la Alianza en ambas contiendas fue casi idéntica. En la Concertación, el desempeño electoral en contiendas municipales y legislativas ha variado. Mientras en 1992–1993 obtuvo una votación marginalmente mejor en la parlamentaria que en la municipal, en 1996–1997 y 2000–2001 lo hizo mejor en la municipal. En 2004–2005, la Concertación tuvo más votación en la parlamentaria.

Si bien la elección municipal no predice fielmente las elecciones parlamentarias, al comparar las últimas cuatro elecciones municipales con sus correspondientes elecciones parlamentarias, los resultados se asemejan. Como muestra el cuadro 2, la diferencia entre el porcentaje de votos logrados por las principales coaliciones en ambas elecciones varía entre 0.1 y 6 por ciento. Pese a ser nominalmente contiendas sobre cuestiones muy distintas, los resultados agregados se parecen bastante. Es más, a medida que se consolida la democracia, se consolida la tendencia a que ambas elecciones produzcan resultados comparables. Naturalmente, esto no quiere decir que los electores voten de la misma forma en ambos tipos de elecciones. De hecho, en muchas comunas se producen diferencias sustanciales entre la votación municipal y la parlamentaria, pero los resultados nacionales sí terminan siendo similares. Aunque los resultados son similares, no podemos predecir la dirección de causalidad.

El cuadro 2 no arroja información sobre el comportamiento de los votantes en municipios específicos. En cambio, el cuadro 3 muestra evidencia sobre el comportamiento de los electores controlando por simultaneidad de elecciones y por identificación ideológica. El cuadro 3 entrega información sobre los niveles de voto cruzado en elecciones municipales. Dado que la elección municipal se celebra en diferentes boletas, los votantes pueden emitir simultáneamente dos votos con dos preferencias diferentes. Cuando un votante emite una de sus preferencias por un candidato de una coalición en alcaldes y la otra preferencia por un candidato de otra coalición en concejales, hablamos de voto cruzado.

El cuadro 3 muestra que en 2004 la Alianza obtuvo mayor porcentaje de votos en alcaldes que en concejales. Lo contrario ocurrió en la Concertación. Esta tendencia se mantuvo para la municipal de 2008, cuando la Alianza obtuvo mayor porcentaje de votos en alcaldes; sin embargo, la volatilidad entre los electores fue mayor. La Concertación también mantuvo la tendencia de 2004, obteniendo mayor apoyo para su lista de concejales que para alcaldes. En 2004, al menos 9.76 por ciento de los votantes optó sólo por un candidato de la Alianza, ya sea para concejal o alcalde. A su vez, al menos 9.71 por ciento de los electores votó por la Concertación en sólo una de las opciones. En 2008 esas cifras aumentaron a 11.85 y 12.54 por ciento, respectivamente. Toda vez que estas cifras reflejan promedios nacionales, optamos también por excluir a las comunas menos pobladas. Cuando analizamos las cien más pobladas (aproximadamente 80 por ciento de la población), la magnitud del voto cruzado se mantiene.

Si bien no hay una correspondencia exacta en elecciones concurrentes, el nivel de voto cruzado es bajo. Además, la baja volatilidad electoral y la baja oscilación en preferencias evidencian mayor volatilidad electoral dentro de las coaliciones que entre coaliciones. En el terreno local hay pocos votantes que cruzan su voto. El cuadro 3 también muestra que la magnitud de voto cruzado entre la elección de concejales en 2004 y diputados en 2005 es similar a la magnitud de voto cruzado entre alcaldes y concejales en 2004.

Nuestra hipótesis se robustece cuando contrastamos esta evidencia con encuestas de opinión pública (ICSO–UDP, 2008). La gráfica 1 muestra la similitud entre la distribución de la posición ideológica personal y la identificación con las coaliciones. La figura de campana (distribución normal) que se esboza con la preferencia ideológica se traduce casi perfectamente a la identificación con coaliciones. Es decir, la gente que se identifica como de izquierda a la vez se identifica con la Concertación. Así también, la gente que se identifica con la derecha también lo hace con la Alianza. Aquellos que se ubican en el centro en la escala de identificación ideológica se identifican más con la Concertación que con la Alianza.

La gráfica 2 reafirma este punto al comparar la distribución de la posición ideológica personal con la votación para concejales en 2008. La distribución normal que se traza en las preferencias ideológicas se traspasa casi a la perfección a la votación por concejales. La gente que se identifica con la izquierda vota por la izquierda, aquellos que se identifican con el centro votan por el centro y los que se identifican con la derecha votan por la derecha. Por lo tanto, podemos concluir que los electores chilenos en general son constantes y persistentes en sus preferencias. Si un votante emitió un voto por una coalición en una elección anterior, es altamente probable que esa persona mantenga su preferencia para la siguiente elección. La literatura ha subrayado que el comportamiento del electorado chileno es muy estable en el tiempo (Valenzuela y Scully, 1997; Angell, 2005; Morales, 2008). Al revisar el comportamiento electoral histórico, si bien hay evidencia de voto cruzado, éste suele producirse dentro de las coaliciones más que entre coaliciones. Tampoco hay evidencia que muestre una tendencia de aumento o disminución de esta volatilidad (Navia y Saldaña, 2009).

Debe tomarse con cautela la evidencia que sostiene la validez de nuestra hipótesis 1. A partir de los datos acumulados desde las elecciones locales en 1992, podemos aseverar que el resultado a nivel nacional de las contiendas municipales se asemeja al observado en las elecciones parlamentarias. Esto no quiere decir que en cada comuna podamos anticipar los resultados de la próxima contienda parlamentaria a partir de los resultados de la elección municipal previa. Pero sí nos permite anticipar, al menos en lo observado en los cuatro ciclos electorales ocurridos entre 1992 y 2004, que los resultados globales de una elección municipal predicen de forma certera los resultados de la siguiente elección para diputados. Las implicaciones de esta hipótesis no son triviales. Ya que el calendario electoral determina que las municipales ocurren un año antes de las presidenciales y legislativas, la similitud en los resultados de ambos tipos de contiendas permite anticipar los resultados de la elección legislativa a partir de los resultados de la elección municipal un año antes. Por eso, la elección municipal debería convertirse cada vez más en una especie de primarias para la presidencial y legislativa del año siguiente. Debido a que hay una alta correlación entre ambas, existen incentivos para que los aspirantes presidenciales se posicionen durante las campañas para las contiendas municipales del año anterior.

Hipótesis 2: Los resultados de las elecciones municipales son independientes de los procesos políticos nacionales. La popularidad del gobierno no afecta los resultados municipales, pues cada comuna constituye un universo electoral independiente

A menudo se argumenta que, debido a que escogen autoridades locales, las elecciones municipales no deberían ser evaluaciones del electorado sobre el gobierno nacional. Pero la evidencia parece demostrar que, si bien hay componentes locales, las contiendas municipales también dan cuenta de una marea electoral producida por los efectos de los procesos políticos nacionales.

La popularidad de los presidentes en ejercicio y de sus gobiernos se relaciona directamente con el desempeño de la coalición oficial en las contiendas municipales. Aunque el desempeño electoral nacional no redunda automáticamente en la obtención de alcaldías, sí constituye una herramienta de medición del éxito político de las coaliciones. Un partido que obtiene una votación alta en elecciones municipales —aunque obtenga menos alcaldes que otros— puede reclamar para sí un apoyo electoral superior al de otros partidos que, obteniendo más alcaldes, sumaron menos votos. El porcentaje de votos en una contienda municipal parece ser tan importante como el número de alcaldías que logra cada partido o coalición.

La encuesta del Centro de Estudios Públicos (CEP) de mediados de 1992 mostró 48.7 por ciento de aprobación de la gestión del entonces presidente, el concertacionista demócrata–cristiano Patricio Aylwin. La Concertación obtuvo 53.3 por ciento en la elección municipal de ese año. A su vez, 18.2 por ciento desaprobaba a Aylwin. La coalición de derecha apenas logró 29.8 por ciento de la votación ese año. En junio de 1996, 43.6 por ciento de los encuestados aprobaba el desempeño del presidente Frei, y 33.1 por ciento lo desaprobaba. Ese año, la Concertación volvió a ganar la elección municipal con 56.1 por ciento. La coalición derechista alcanzó 32.5 por ciento. Si bien Frei gozaba de una aprobación menor a la de Aylwin, la Concertación logró una votación mayor, pero la Alianza también mejoró su votación respecto a 1992. Esta mejora de la Alianza es consistente con la hipótesis de que la elección municipal está directamente relacionada con los procesos políticos nacionales.

En marzo de 2000, 43 por ciento de los encuestados por el CEP aprobaba el desempeño del presidente Lagos y 27 por ciento lo desaprobaba. La Concertación ese año recibió 52.1 por ciento de la votación en la municipal, mientras que la Alianza obtuvo 40.1 por ciento. En junio de 2004, 46 por ciento aprobaba la gestión del presidente Lagos y sólo 26.2 por ciento la desaprobaba. Ese año, la Concertación alcanzó 47.9 por ciento de la votación en concejales, mientras que la Alianza logró 37.7 por ciento. En alcaldes, la Concertación y la Alianza lograron 44.8 y 38.7 por ciento, respectivamente. Por último, en 2008, 40 por ciento aprobaba la gestión de la también concertacionista presidenta Bachelet y 43 por ciento la rechazaba. La coalición de gobierno obtuvo 45.2 por ciento de la votación en concejales y 38.4 por ciento en la votación de alcaldes. A su vez, la Alianza recibió 40.5 por ciento de la votación en concejales y 36 por ciento en alcaldes.

La gráfica 4 muestra la votación en las elecciones municipales de 2008 y los niveles de aprobación presidencial. Entre los electores que votaron por la Alianza la aprobación presidencial era sustancialmente menor al promedio nacional. A su vez, entre los electores que votaron por la Concertación, la aprobación presidencial era más alta. Ahora bien, no podemos establecer una relación de causalidad. No sabemos si la gente aprueba a la presidenta porque se identifica con la Concertación o si vota por la Concertación porque aprueba el desempeño presidencial. Dada la alta estabilidad de las preferencias electorales en Chile, parece que la identificación partidista es anterior y superior a la aprobación presidencial como factor determinante de la intención de voto.

En las cinco elecciones municipales celebradas hasta hoy, la aprobación presidencial ha estado altamente correlacionada con la votación alcanzada por su coalición. De la misma forma, la votación que recibe la coalición opositora Alianza está positivamente correlacionada con los niveles de desaprobación del presidente. Por lo tanto, la hipótesis 2 parecería inconsistente con la evidencia. Por cierto, hay poca varianza en la militancia del presidente en turno (todos han sido concertacionistas), en los niveles de aprobación presidencial y en la votación obtenida por las coaliciones en las contiendas municipales. Pero la evidencia es clara: sí existe una correlación positiva entre los resultados electorales municipales en el ámbito nacional y la aprobación presidencial. Ahora bien, esto puede deberse a la aprobación presidencial o al hecho de que la mayoría de los chilenos simpatiza con las posturas de la Concertación y se identifica políticamente con ese sector, lo que contribuye a que el presidente concertacionista goce de niveles de aprobación relativamente estables.

Además, el efecto de la aprobación presidencial nacional no puede ser extrapolado a nivel comunal. Aunque no existen datos confiables —ni estadísticamente significativos— de aprobación presidencial en el terreno comunal, podemos especular que éste sí varía por comunas. Así, por ejemplo, en una comuna donde la aprobación alcanza 60 por ciento, el candidato municipal oficialista probablemente se beneficie de su asociación con el presidente, pero en una comuna donde la aprobación es inferior 30 por ciento, el candidato oficialista probablemente resulte perjudicado por su asociación con la coalición del presidente. Debido a que no poseemos datos de aprobación presidencial en el ámbito local, resulta imposible realizar este análisis.

De forma similar, en aquellas comunas donde los candidatos a alcalde no buscan una reelección, uno podría suponer que el efecto de la popularidad del presidente en ejercicio podría ser mayor sobre la decisión de los electores respecto a los candidatos a alcalde, pero en tanto no poseamos información sobre la popularidad presidencial en las comunas, no podemos verificar la veracidad de esta especulación.

Toda vez que los alcaldes pueden postularse a una reelección, podemos evaluar sus tasas de reelección controlando por militancia política. En tanto los niveles de reelección no varíen de acuerdo con la coalición en que militan los alcaldes, los procesos nacionales no afectarían los resultados de la elección municipal, pero si las tasas de reelección de los alcaldes de la Alianza son inferiores a las tasas de reelección de los alcaldes de la Concertación en un año de triunfo de la coalición oficialista, entonces la marea electoral a favor de la Concertación sí afecta los resultados locales, al producir un mayor número de derrotas en alcaldes de oposición que buscan la reelección que en alcaldes de la Concertación que van por un nuevo periodo.

Desde 1996 hasta 2004, el porcentaje de alcaldes que ha buscado la reelección ha aumentado marginalmente, aunque la tasa de alcaldes que lo logra se ha reducido. El porcentaje de alcaldes que ha buscado la reelección desde 1996 es de 84.3 por ciento, pero la tasa de éxito es sólo de 57.7 por ciento. Esta cifra contrasta significativamente con los datos disponibles para la reelección de parlamentarios. En el caso de la Cámara de Diputados, más de 70 por ciento de los titulares buscan la reelección; de ellos, más de 80 por ciento lo logra (Navia, 2004).

En 1996, como reflejo de las distorsiones de los acuerdos logrados por las coaliciones antes de las municipales de 1992, hubo tres tipos de alcaldes que buscaron la reelección. Primero estaban aquellos que habían ejercido durante cuatro años. Luego, aquellos que, de acuerdo con los protocolos firmados por las coaliciones, ejercieron durante el periodo 1992–1994. Finalmente estaban los que habían ejercido en 1994–1996. También pudo darse el caso de comunas donde tanto el alcalde que ejerció durante el primer periodo (1992–1994) como el alcalde que ejerció durante el segundo periodo (1994–1996) buscaran la reelección.

El cuadro 4 muestra las tasas de reelección para los alcaldes en ejercicio en las contiendas de 1996, 2000 y 2004. Para 1996 distinguimos entre los tres tipos de titulares. Aquellos alcaldes que sirvieron durante el periodo 1992–1994 tuvieron la tasa de éxito más baja (29.4%). Esos alcaldes no estaban en funciones cuando buscaron la reelección en 1996. La titularidad en el cargo fue un factor importante en el desempeño de los candidatos a alcalde en 1996. Casi dos de cada tres alcaldes en ejercicio ganaron. En total, hubo 199 (79.9%) alcaldes de cuatro años que buscaron la reelección. Entre los que gobernaron por subperiodos de dos años, los que buscaron la reelección alcanzaron 80 y 83.5 por ciento para los periodos de 1992–1994 y 1994–1996, respectivamente.

En 2000, el porcentaje de titulares que buscó la reelección aumentó respecto a 1996, llegando a 90.3 por ciento. Esta cifra es superior al porcentaje de diputados titulares que buscó la reelección en 1997 o 2001 (Navia, 2004). Igual que en 1996, el éxito de los titulares que buscaron la reelección en 2000 se ubicó en alrededor de dos tercios (64.9%). Al comparar esta cifra con la de los diputados titulares que exitosamente buscaron la reelección, los alcaldes tuvieron menos fortuna. Mientras más de 80 por ciento de los diputados titulares logró la reelección, sólo 64.9 por ciento de los alcaldes que lo intentaron pudo ser reelecto en 2000.

La estabilidad en el porcentaje de alcaldes que busca la reelección quedó en evidencia en las municipales de 2004. Pese a los cambios en la ley electoral que separaron la elección de alcaldes de la de concejales, 87.8 por ciento de los titulares buscó la reelección. La tasa de éxito no varió mucho respecto a 2000. En resumen, el cambio en el sistema electoral no parece haber tenido un efecto en el porcentaje de alcaldes que buscan la reelección ni tampoco en el porcentaje de aquellos que lo logran.

Como ya explicamos, la elección de 1992 tuvo características especiales ya que todos los alcaldes fueron electos por los concejales. Los protocolos firmados por las dos grandes coaliciones llevaron a que 249 concejos comunales escogieran alcaldes para cuatro años. El resto de los concejos comunales (85) escogió dos alcaldes que se dividirían el periodo de cuatro años en partes iguales (1992–1994 y 1994–1996).

El cuadro 5 explica las tasas de reelección de los alcaldes en ejercicio entre 1992 y 1994. Debido al predominio electoral de la Concertación y a su mayor diversidad partidista, una mayoría de los alcaldes de dos años (1992–1994) eran de la Concertación (66 de 85). El PDC tuvo 39 alcaldes de medio periodo. En la Alianza (pacto rn y udi) el número fue de 13, y en la mayoría hubo un alcalde rn (10 de 13) en el primer subperiodo.

De acuerdo con lo que muestra el cuadro 5, aquellos alcaldes que ejercieron durante el primer periodo (1992–1994) y buscaron la reelección en 1996 no tuvieron mucho éxito. De hecho, sólo 29.4 por ciento de los 65 alcaldes del periodo 1992–1994 que lo intentó, logró ganar. En la Alianza, 12 de los 13 alcaldes (92.3%) en ese grupo buscaron la reelección en 1996, pero sólo 25 por ciento la consiguió. En la Concertación, si bien el porcentaje en ese grupo que buscó la reelección en 1996 fue inferior (75.7%), el porcentaje que lo logró fue más alto (34%) que en la Alianza. No hay diferencias significativas respecto a la militancia partidista de los alcaldes de esta categoría que intentaron por la reelección.

Nuestra segunda hipótesis plantea que las elecciones municipales son independientes de los procesos políticos nacionales; por eso, no deberíamos esperar que las tasas de reelección de los alcaldes variaran respecto a su militancia partidista y de coalición. El cuadro 5, sin embargo, muestra que los alcaldes del primer periodo (1992–1994) de la Alianza que buscaron la reelección tuvieron menos éxito que los de la Concertación (34%). La marea electoral que benefició a la Concertación en 1996 parece haber ayudado más a los titulares oficialistas de este singular grupo de alcaldes de primer periodo que a los titulares de los partidos de la oposición.

Como es de esperarse, los alcaldes que ocuparon el segundo periodo (1994–1996), junto con los que estuvieron los cuatro años en el poder, tuvieron mejores oportunidades de seguir en sus cargos que los alcaldes del primer subperiodo, que terminaron sus mandatos en 1994. La tasa de reelección de alcaldes del segundo periodo duplicó la de los del primer periodo (1992–1994); 63.3 por ciento de los alcaldes del segundo periodo tuvo éxito.

El cuadro 6 muestra las tasas de reelección de los 85 alcaldes del segundo periodo (1994–1996) que buscaron la reelección en 1996. El número de alcaldes de la Alianza en esta categoría era levemente superior a los alcaldes de la Concertación (31 vs. 29). Nuevamente, no hay diferencias entre los distintos partidos respecto al porcentaje de alcaldes que buscó la reelección. De los titulares de la Alianza que buscaron la reelección 61.5 por ciento tuvo éxito, mientras que en la Concertación, de los 29 que se presentaron, sólo 56 por ciento fue reelecto. Por cierto, había sólo 29 alcaldes de la Concertación en este segundo periodo. Esto porque muchos alcaldes electos que faltaron al protocolo fueron expulsados o renunciaron a los partidos de la Concertación. Por eso, el número de alcaldes de la Alianza pasó de 13 a 31, mientras que el número de independientes y de partidos menores subió de seis a 24.

De acuerdo con lo planteado en la segunda hipótesis, si las elecciones municipales son independientes de los procesos políticos nacionales, no debería haber diferencias en las tasas de reelección de los titulares de la Alianza y Concertación. Contrario a lo ocurrido con los alcaldes del primer periodo (1992–1994), lo observado con los alcaldes del segundo periodo es consistente con la hipótesis: no hubo diferencias en las tasas de reelección de los alcaldes titulares de la Alianza y Concertación.

Durante el cuatrienio 1992–1996, 249 alcaldes ejercieron las funciones durante todo el periodo. De ellos, 199 (79.9%) buscaron la reelección; 66.8 por ciento tuvo éxito. Este grupo de alcaldes buscó más la reelección y tuvo más éxito que aquellos alcaldes con periodos de dos años. Quizá, su mayor permanencia en el poder les dio una ventaja adicional en 1996.

De los alcaldes de cuatro años, 195 eran de la Concertación y sólo 29 de la Alianza. Esto se explica por el predominio electoral de la Concertación (que obtuvo mayoría en 261 comunas en 1992). Pero los alcaldes de derecha tuvieron más éxito en la reelección. De los 18 que lo intentaron, 81.8 por ciento lo logró. En cambio en la Concertación, de los 159 alcaldes de cuatro años que buscaron la reelección, sólo 64.1 por ciento lo logró. Ya sea porque la Concertación está compuesta por más partidos —y por lo tanto resulta más difícil aunar lealtades— o porque los liderazgos municipales de la Alianza se basan mucho más en personalidades que en militancia partidista, los alcaldes de la Concertación no tuvieron tanto éxito como los titulares de la Alianza o los independientes. Los militantes de RN, UDI y PS que buscaron la reelección tuvieron más éxito que los militantes del PDC, PPD y PR. Los independientes que buscaron la reelección también tuvieron una tasa alta de éxito, subrayando la importancia del capital político individual en este tipo de elecciones. Lo anterior también es consistente con lo planteado en la segunda hipótesis, aunque en este caso el número total de alcaldes titulares de la Alianza que buscó la reelección es muy reducido (29) respecto a los de la Concertación (195).

A partir de 1996 se normalizaron las elecciones municipales. Los alcaldes, salvo excepcionales circunstancias, sirvieron durante periodos de cuatro años. De las 341 comunas que existían en 2000, 308 alcaldes electos en 1996 (90.3%) buscaron la reelección. De ellos, 200 (64.9%) lo lograron.

Como muestra el cuadro 8, no hay diferencias significativas respecto a la militancia de los alcaldes que buscaron la reelección en 2000. De los alcaldes de la Alianza, 92.4 por ciento buscó la reelección (70.4 por ciento lo logró), en tanto que ese porcentaje en la Concertación fue de 89.3 por ciento (60.2 por ciento lo consiguió). En 2000 se repitió lo observado en 1996, cuando la Concertación presentó un mayor porcentaje de alcaldes a reelección. Pero la Alianza tuvo un mayor porcentaje de alcaldes reelectos. En general, respecto a 1996, en 2000 hubo un porcentaje superior de alcaldes que buscó la reelección, pero un porcentaje inferior que logró el objetivo. Esta evidencia también es consistente con la segunda hipótesis, que sugiere que las elecciones municipales van por carriles distintos a los procesos políticos nacionales. El hecho de que los alcaldes de la Alianza lograran la reelección en un porcentaje superior a los titulares de la Concertación demuestra que el triunfo electoral de la Concertación no tuvo un efecto devastador sobre los titulares de la Alianza que buscaban la reelección. Aunque ese año la Concertación logró su victoria más estrecha sobre la Alianza en todas las contiendas municipales celebradas hasta entonces (52.1 vs. 40.1%).

Finalmente, para las elecciones municipales de octubre de 2004, aumentó el número de comunas, de 341 a 345. En comparación con 2000, tanto el porcentaje de alcaldes que buscó la reelección (88.8%) como el porcentaje de alcaldes reelectos (62.3%) descendió marginalmente.

La Alianza presentó un porcentaje similar de candidatos a reelección que la Concertación (alrededor de 88 por ciento). Sin embargo de 88.9 por ciento de los alcaldes de la Concertación que buscó la reelección, 76.4 por ciento lo logró. En cambio, en la Alianza 88.4 por ciento de alcaldes buscó la reelección, pero sólo 48.6 por ciento tuvo éxito. La marea electoral que favoreció a la Concertación provocó muchas pérdidas en alcaldes titulares de la Alianza. El éxito de los alcaldes concertacionistas y el fracaso de los de la Alianza tienen que ver con la enorme superioridad electoral de la Concertación. La coalición de gobierno ganó las alcaldías en 203 comunas, mientras que la Alianza sólo obtuvo la victoria en 104. La marea electoral que resultó en la incuestionable victoria concertacionista dañó fuertemente a los titulares de la Alianza. Si bien la titularidad parece tener efectos positivos para ganar una elección a alcalde, las variables políticas nacionales (como la popularidad del presidente en ejercicio) afectan también los resultados de las elecciones municipales. Esta evidencia es contraria a lo que plantea la segunda hipótesis. Las contiendas municipales tienen mucho que ver con los liderazgos locales, pero los resultados también se ven directamente afectados por los fenómenos políticos nacionales.

En resumen, hay evidencia contradictoria respecto a la segunda hipótesis. Si bien los resultados de 1996 y 2000 tienden a ser consistentes con ella, en 2004, cuando los alcaldes se escogieron en forma directa (y no se produjeron distorsiones por el sistema electoral), la primacía electoral de la Concertación —que superó en 6 por ciento la votación de la Alianza en alcaldes— costó la reelección a muchos alcaldes de la Alianza. En contraste con lo que plantea la segunda hipótesis, los procesos políticos nacionales sí parecen tener efecto sobre los resultados de las contiendas municipales; aunque, ante la ausencia de datos de aprobación presidencial en el ámbito comunal, sólo podemos evaluar este efecto con datos desagregados.

Hipótesis 3: La longevidad promedio de las carreras de alcaldes es similar a la longevidad promedio de las carreras de diputados

Aquí abordamos la duración de las carreras de los alcaldes, la cantidad de años que permanecen en el poder y la cantidad de alcaldes que acceden por primera vez al poder cada vez que se celebran comicios municipales. Los cuadros 1013 (11,12)muestran la cantidad de años en el poder de los alcaldes titulares en el momento de las elecciones de 1996, 2000 y 2004, y la cantidad de años en sus cargos que cumplirán los alcaldes cuyos periodos expiran en 2008. También podemos ver el porcentaje de alcaldes novatos que ganan en cada elección.

Para calcular la cantidad consecutiva de años en el poder de los alcaldes partimos de la base de aquellos que ejercieron en el segundo periodo de 1992, es decir 1994–1996 y que fueron reelectos para el periodo 1996–2000. De ahí en adelante calculamos la cantidad de años consecutivos en el poder de estos alcaldes. El cuadro 10 muestra la cantidad y el porcentaje de alcaldes que cumplían dos o cuatro años consecutivos en el poder en 1996. En total, 71.9 por ciento de los alcaldes en ejercicio eran militantes de la Concertación en 1996, mientras que sólo 27.2 por ciento militaba en la Alianza. Había cuatro alcaldes independientes. Dados los pactos hechos entre las coaliciones, los alcaldes que llevaban dos años en el poder eran sólo 85. De ellos, 56 por ciento era de la Alianza y 41.2 por ciento de la Concertación. Sin embargo, entre los alcaldes que habían permanecido cuatro años en el poder (1992–1996), la Concertación superaba a la Alianza con un abrumador 82.3 por ciento de los alcaldes contra sólo 17.3 por ciento de la coalición derechista.

Para las elecciones municipales de 2000, todos los alcaldes titulares ya tenían al menos cuatro años en el poder. Aunque había algunos que cumplían seis años y otros que llevaban ocho. El cuadro 11 muestra que, para las municipales de 2000, casi la mitad de los titulares (49.2%) había logrado la reelección en 1996. El porcentaje de alcaldes que cumplía seis años en el poder era de 12.6 por ciento. Finalmente, el porcentaje que cumplió ocho años en 2000 era de 38.1. En 2000, un total de 130 alcaldes había gobernado sus comunas en forma ininterrumpida desde 1992.

Para las elecciones de 2004 se mantuvo la tendencia de que un número alto de titulares completaba su primer periodo. De los alcaldes en ejercicio en 2004, 41.3 por ciento había sido electo por primera vez en 2000. El cuadro 12 muestra la duración de las carreras de los alcaldes a octubre de 2004. El segundo grupo más grande es el de los que ya cumplían ocho años consecutivos en el poder (29.9 por ciento del total). Aquellos alcaldes que asumieron el cargo en 1994 ya cumplían diez años. Esos 28 alcaldes constituían 8.2 por ciento del total nacional. Finalmente, estaban aquellos alcaldes que cumplían tres periodos sucesivos —doce años—. En total, 70 alcaldes cabían en esta categoría (20.5%). Una de cada cinco comunas del país había sido gobernada por la misma persona desde que se escogieron democráticamente los alcaldes en 1992.

El cuadro 13 muestra la cantidad de alcaldes que —descontando muertes, renuncias o remociones— siguieron al mando de sus comunas hasta octubre de 2008. Como ha ocurrido en elecciones anteriores, el grupo más grande fue el de aquellos que cumplieron cuatro años en el poder (41.1%).

El segundo grupo más numeroso fue aquel que llevaba dos periodos consecutivos en el cargo (23.2%). De todos los alcaldes del país 18.9 por ciento cumplió doce años en el poder en 2008. Finalmente, en ese mismo año 11.6 por ciento de alcaldes terminó su cuarto periodo. Es decir, en 2008 había 40 alcaldes que estaban ejerciendo consecutivamente desde 1992.

Al comparar estos datos con las carreras de legisladores en la Cámara de Diputados, vemos patrones similares. De los 120 diputados electos en 2005, sólo doce (10%) habían servido consecutivamente desde 1990. Un total de catorce diputados (11.7%) estaba en la Cámara desde 1994. Un porcentaje adicional (16.7 por ciento, correspondiente a 20 diputados) había ingresado en 1998. Un total de 30 diputados (15%) había sido electo por primera vez en 2002. El grupo de diputados más grande era el de los novatos electos en diciembre de 2005, que constituían 33.3 por ciento del total de la Cámara (40 diputados) (Navia, 2007).

Por lo tanto, podemos concluir que la tercera hipótesis es consistente con la evidencia acumulada. La longevidad promedio de las carreras de alcaldes es similar a la longevidad promedio de las carreras de diputados. Ahora bien, ya que esta similitud resulta cuando menos curiosa, parece apropiado realizar una investigación más profunda y empírica respecto a qué variables influyen y determinan la longevidad de las carreras políticas —tanto de alcaldes como de diputados en Chile—. Naturalmente, esa tarea escapa a los objetivos de esta investigación. Aquí sólo consignamos la similitud en la longevidad de carreras políticas que, al menos conceptualmente, aparecen como disímiles en poderes y atribuciones.

 

Conclusiones

En este trabajo hemos estudiado las elecciones municipales en Chile entre 1992 y 2008 para evaluar los avances en la descentralización y cómo éstos han afectado la consolidación democrática en los gobiernos locales. Hemos mostrado que las elecciones municipales se asemejan en sus resultados nacionales a lo observado en las elecciones legislativas y cómo el presidencialismo fuerte se reproduce en los gobiernos locales a través de la consolidación del poder en manos de los alcaldes. Hemos evaluado también las tasas de reelección de los alcaldes, mostrando que el porcentaje de titulares que busca la reelección no ha variado a lo largo del tiempo y que tampoco varió de acuerdo con la militancia partidista. También reportamos que las tasas de reelección de los alcaldes titulares no variaron durante el periodo estudiado. Finalmente, mostramos que la longevidad promedio de las carreras de alcaldes es similar a la longevidad promedio de las carreras de diputados, pero que los alcaldes tuvieron tasas de reelección inferiores a las que registraron los diputados. A partir de la evidencia analizada, sugerimos que los gobiernos locales han avanzado hacia una mayor consolidación democrática pero también han visto la concentración de poder en las figuras de los alcaldes. Aunque los resultados se ven afectados por procesos políticos nacionales, el hecho de que los alcaldes puedan buscar la reelección les da también un poder relativo adicional al compararlos con el Ejecutivo nacional. Posiblemente porque los alcaldes titulares que buscan la reelección no resultan inmunes a las mareas electorales producidas por procesos nacionales que afectan los resultados de las contiendas municipales, las tasas de reelección de los alcaldes titulares son comparables con las de los diputados titulares que buscan la reelección. En ambos casos, los procesos políticos nacionales afectan sus oportunidades de ganar la reelección para un nuevo periodo.

La evidencia nos muestra que la descentralización en Chile ha reproducido el sistema político existente en el ámbito nacional, con alcaldes más fuertes que los concejos municipales y con patrones de comportamiento en las preferencias agregadas de los votantes y en las carreras de los alcaldes similares a las existentes en el sistema político nacional. Si bien se ha generalizado la democracia, la descentralización en Chile también ha reproducido los patrones de comportamiento del sistema político nacional. Esto bien pudiera deberse a que el sistema político chileno es reconocidamente fuerte y estable. La experiencia de descentralización en países con sistemas políticos y de partidos más fluidos y menos estables podría evolucionar de forma distinta a lo observado en Chile.

 

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Nota

*Este artículo recibió financiamiento del Proyecto Fondecyt 1085243.

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