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Política y gobierno

versión impresa ISSN 1665-2037

Polít. gob vol.16 no.2 Ciudad de México ene. 2009

 

Ensayo especial de XV aniversario

 

Académicos públicos en el México bicentenario: Las enseñanzas de Juan de Mairena

 

Mauricio Tenorio Trillo*

 

* Profesor asociado de la División de Historia del Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE) y profesor del Departamento de Historia de la Universidad de Chicago. 1126 East 59th Street, Chicago, IL 60637. Tel: (773) 702–3708. Correo electrónico: tenoriom@uchicago.edu.

 

Este artículo se recibió en marzo del 2009.
Aceptado para su publicación en abril del 2009.

 

Es juicioso y bueno para aprender a pensar, a escribir, a cada tanto hay que hacerlo: releer la gentilhombría de don Juan de Mairena, el profesor ideado por Antonio Machado durante el violento ocaso de la segunda república española. Las enseñanzas de don Juan vienen al pelo para ensayar esto que quiere ser la autocrítica de la cosa en la cual nos hemos convertido algunos historiadores, politólogos, economistas o sociólogos mexicanos; a saber, en académicos públicos con una peculiar cercanía al poder.

 

La máscara

"Al hombre público, muy especialmente al político", explicaba Abel Martín a su aprendiz, don Juan de Mairena, "hay que exigirle que posea virtudes públicas, todas las cuales se resumen en una: fidelidad a la propia máscara". Don Juan pedía a sus alumnos de sofística: "procurad... que vuestra máscara sea, en lo posible, obra vuestra; hacéosla vosotros mismos, para evitar que os la pongan –que os la impongan– vuestros enemigos o vuestros correligionarios; y no la hagáis tan rígida, tan imporosa e impermeable que os sofoque el rostro, porque, más tarde o más temprano, hay que dar la cara". Eso, pues, personajes públicos, máscaras, sofoque del rostro y dar la cara, he aquí las coordenadas que abrevian la historia de la relación entre intelectuales y poder en México. O para frasearlo mejor, lo que ha habido son intelectuales muy públicos y reconocidos, diestros en la confección de su flexible máscara de expertos, a un palmo escaso del poder y que nunca pierden cara, porque en México –no tenía por qué saberlo don Juan de Mairena– dar la cara no ha significado perderla. No para los intelectuales. Hablemos por un momento, fuera de cámara, de la máscara que nos hemos diseñado y de nuestra disposición a serle o no fiel.

En efecto, en México a lo largo del siglo XX la pareja intelectuales y poder fue un matrimonio consumado, disfuncional claro está, de esos henchidos con tanto amor y tanto rencor como el de cualquiera y del cual se ha escrito casi más que sobre las cuitas de Diana y Charles. Mientras en Estados Unidos llevamos décadas pronunciando obituarios a la especie "the public intellectual", en México no ha habido por qué temer por la especie intelectual mexicana, por su capacidad de adaptación ante tiempos más democráticos pero también más inseguros y competitivos. Testimonio de su adaptabilidad es el hecho de que en el ecosistema intelectual del México bicentenario conviven al unísono versiones nuevas y viejas del cansino estilo del "intelectual mexicano". Porque en cuestión de intelectuales, a sus doscientos años. México es todavía el país de Octavio Paz: poco más que la tierra de la que hablan media docena de portentosas voces públicas a las cuales se les consulta a cada instante y sobre cualquier materia; notables pensadores o pensadoras que lo mismo han recibido o recibirán homenajes a todo lo que dan las instituciones culturales mexicanas, que han sido embajadores, creadores nacionales, funcionarios públicos y, por seguro, patrimonio de la nación, tal cual Teotihuacan o el petróleo. Es pronto para saber si los cambios políticos de principios del siglo XXI han roto la inercia, pero ¿será que a la muchachada con vocación intelectual aún se le reburuja la emoción de la publicación del primer verso con la sospecha de merecer la deferencia de la nación y del Estado?

Creo que en las últimas tres décadas se ha consolidado y está a la alta un nuevo tipo de intelectual que frente al poder tiene una relación diferente a la del tradicional "gran intelectual mexicano", no porque "el amor acabe" sino porque el poder –qué se la va a hacer– ya no es el mismo de antes. Me refiero, por un lado, al académico público y, por el otro, a un poder ya no monopolizado en un partido de Estado y sus recovecos, sino repartido en tres grandes campos a ratos interconectados y a ratos no: el Estado propiamente dicho, los medios de comunicación y los patrocinadores culturales internacionales. Se impone, pues, una redefinición de los conceptos en cuestión.

 

Académicos públicos

El cuadro 1 presenta una tipología de la inteligencia mexicana, en la cual por académico público se entiende el grupo formado por los tres tipos ideales resaltados con negritas –esto es, Dr(a). Ote, Dr(a). Ito y Dr(a). Ante. El cuadro da por hecho, acaso arriesgadamente, la existencia del mercado más amplio, que no el más diverso, para el tráfico de ideas que jamás haya existido en México. En términos relativos y absolutos, nunca antes existió una masa de gente pensante tan aparentemente plural, bien pagada e influyente como ahora. En el cuadro también se asume que la vida académica mexicana es más "americanización" que nunca, pero tal "americanización" no significa sólo economistas y politólogos de Harvard o Princeton en la burocracia, en los medios de comunicación o en la academia, sino también cosas como la mexicanización de Estados Unidos o las remesas o las guerrillas multiculturales o el renovado rescate de las lenguas indígenas. En todo el mundo se consume lo que se produce en las universidades estadounidenses, pero tal ingrediente no es la cena: todo depende de cómo se cocine. El cuadro asume que por "americanizado" que esté el oficio de académico público, tal "americanización" es digerida a través de una militante mexicanidad en el oficio de intelectual. Es decir, somos scholars y public intellectuals pero no al estilo de cualquier profesor estadounidense: tenemos y merecemos cuates y derecho de picaporte, omnipresencia nacional y la obligación gremial de caer parados después de cualquier giro político o teórico. Está claro que a nuestros pensamientos y oficios –a diferencia de los de cualquier profesor estadounidense–, les son indispensables las sirvientas en casa y la fe certera de que a su debido tiempo, seremos patrimonio nacional. Por eso digo "agringados" pero no tanto.

No elaboro sobre el resto de la tipología cuya obviedad no requiere más tinta. En esencia, los tres tipos de académicos públicos pueden caracterizarse como expertos, voces más o menos autorizadas o formadores de opinión cuya visibilidad y fama pública se sustentan en la relación con una u otra disciplina académica, generalmente alguna de las ciencias sociales –economía, derecho, ciencias políticas, antropología, sociología, historia. Es decir, funcionan, funcionamos, como intelectuales públicos pero accedemos a tal papel gracias a –y con frecuencia nuestra permanencia en tal palestra pública depende de– una cierta autoridad "científica". Tenemos por nuestro: a) una peculiar cercanía a la nueva estructura del poder; b) una diversidad política e intelectual que, ¡oh ironía!, se caracteriza por el cultivo postrero de la cacofonía; c) somos expertos pero sabemos de todo (hablamos, claro, sobre política o economía, pero también de literatura o de futbol, de México o de Afganistán, de teoría de colas o de teoría de juegos, de multiculturalismo o de neoliberalismo o, si toca, del sexo de o con los ángeles), y d) la convicción de que aunque nos demos patadas es potestad nuestra un juego en el cual nadie debe perder mucha cara ni académica ni económica ni política.

 

Poder

En lo que hace a la producción de ideas, conocimiento y cultura, en el México del bicentenario el poder ha adquirido caras diferentes a las del México de –un decir– 1910 o 1970. Como he dicho, tres son las caras del poder que atañen a la inteligencia nacional: el Estado, los medios de comunicación y los promotores culturales internacionales.

Por Estado entiéndase, primero, las instituciones tradicionales y las maneras consuetudinarias –es decir, secretarías particulares, direcciones generales, asesorías, embajadas y cosas así– con que un Estado débil llama afanosamente a la puerta de los intelectuales y académicos ya sea por tradición o porque le parece menos peligroso hacerlo que no hacerlo. Segundo, súmense a estas maneras la nueva y cara infraestructura institucional surgida de la democracia misma –IFE, IFAI y derivados–, la cual se nos ha vuelto a los académicos públicos una especie de nicho de mercado. Nos ofrece con largueza salarios de gran funcionario sin la sucia mancha de la política real, nos da inmunidad con grandes dosis de influencia y espacio para grillar. Finalmente, el poder del Estado ante el académico público está formado también por las instituciones relacionadas con lo que se asume propio de los académicos, es decir, la educación: el sistema nacional de subsidios a la investigación, el Conacyt, el sistema de becas y estímulos y, especialmente, la UNAM (un estado dentro del Estado, con su aristocracia, su burguesía y su proletariado académico).

Por otro lado, no puede exagerarse la relación entre el académico público y el poder de los medios de comunicación en el México bicentenario. Era común que los pocos académicos públicos de ayer publicaran en La Revista Positiva, en el suplemento cultural de la revista Siempre!, en Vuelta o en Nexos. Nada tienen que ver esas publicaciones con la tribuna y recursos que nos ofrecen hoy los grandes consorcios radiofónicos y televisivos, los tres o cuatro grupos editoriales que dominan la publicación de libros, revistas y periódicos. Un poder que crea, ha dicho Fernando Escalante (2007), un star system: "los intelectuales mediáticos son ellos mismos su mercancía y cotizan no sólo su firma y sus textos –cuando son suyos– sino su asistencia a cualquier parte: venden no tanto lo que tienen que decir, lo cual a veces es insignificante, sino el aura de su presencia". El poder económico y la influencia de los medios con frecuencia se entrevera con el poder del Estado y es por naturaleza, como dice Gabriel Zaid (2008), un poder oligopólico y oligopolizante, y por lo tanto produce la batalla por los micrófonos.

Los promotores culturales internacionales son también un nuevo poder, particularmente accesible para nosotros, los académicos públicos; lo forman las üng, poderosas y no, y los organismos internacionales que van desde las Naciones Unidas o el Banco Mundial hasta la Fundación Ford, la Guggenheim o la Neumann.

 

Para entendernos

En suma, los académicos públicos, en extraña pero cercana relación con el poder, somos cosa diaria en el México del bicentenario. Antes de detallar el origen reciente y las características y consecuencias de este auge del académico público, lanzo a manera de ilustración una triada de hipotéticos trasuntos del oficio de académico público. Son simple ficción, pero sirven para entendernos.

Dr. X fue alumno en el ITAM de dos o tres secretarios o subsecretarios de Estado, en 1993 terminó su doctorado en economía becado por el Conacyt en la Universidad de Chicago; trabajó en México de profesor universitario por un año y luego se incorporó al equipo de asesores del funcionario Y. Acabó escribiendo discursos y artículos de prensa durante la campaña política de éste; al caer Y en desgracia política, X se unió a la consultoría fundada por Y –negocio privado pero que vivía de vender consejos a los cuates políticos de Y. X complementaba sus ingresos dando opiniones económicas para periódicos y estaciones de radio y televisión. Por medio de sus vínculos generacionales con tecnócratas y académicos, decidió regresar de tiempo completo a la academia, al menos durante dos años, con el objetivo de limpiar su pasado grillesco, sin dejar, claro está, sus columnas y programas de radio y televisión. Su salario mensual en esos duros años (sumando sueldo, estímulos a la producción, SNI II y sus colaboraciones) fue de aproximadamente ochenta mil pesos. Después de dos años en la academia, ya limpio de los polvos de aquellos lodos, y previa grilla con poderosos políticos, acabó de consejero electoral. Hoy es voz pública muy reconocida y está de regreso en la academia, enseña poco o nada. Está pensando en escribir sus tempranas memorias como los anales de la democracia mexicana traicionada; en fin, pudo haber sido profesor universitario o tecnócrata de oficina anónima, pero acabó de académico público.

Dr. Z estudió en la UNAM y luego de un doctorado en educación en la universidad de Stanford con beca Conacyt y suplemento de la UNAM, regresó a trabajar a la UNAM de profesor, justo cuando se inició la revuelta zapatista. Por dos años, sin perder su SNI I, su puesto y antigüedad en la UNAM, se volvió asesor de la comandancia zapatista, hasta que los pleitos internos lo sacaron. Con un sabático y una beca complemento de la UNAM, se fue un año a Berkeley adonde hizo migas con activistas multiculturales con fondos de fundaciones internacionales y ONG, regresó a uno de los institutos de investigación de la UNAM ya con un proyecto internacional, sin dar clase alguna, pero asesorando a un partido político. Tiene su puesto en la UNAM, antigüedad, escribe semanalmente para diarios nacionales y tiene un agente literario que vende sus columnas y su presencia en radios y televisiones nacionales y locales. Ingresos agregados: más o menos setenta mil pesos. Iba para educador o guerrillero, pero viró en académico público.

Dra. M estudió relaciones internacionales en El Colegio de México y luego un doctorado en ciencias políticas en Harvard becada por Conacyt y Fulbright. Se regresó a México antes de terminar su doctorado y se volvió profesora de alguna institución de excelencia en México, convertida por ríñones en SNI I (Harvard solía producir tal efecto). Comenzó a escribir una columna semanal en un importante diario nacional y a dar asesorías, sobre economía o marketing o política, da tanto a empresarios como a organismos internacionales. Intentó ser consejera electoral, pero la vetó un partido político por su cercanía a grupos neoliberales. Después de varios años de profesora y de voz pública, sin un segundo para terminar el doctorado, dejó el tiempo completo en la institución de excelencia y se dedicó de lleno a los medios. Tiene agente, un programa de radio y un salario aproximado de cien mil pesos mensuales. Pudo haber sido una renombrada académica experta en transiciones democráticas o una empresaria de éxito, pero derivó en académica pública.

Repito, estos personajes son tan irreales como don Juan de Mairena. Pero los pormenores de sus carreras son tan ciertos y reveladores como las sentencias de don Juan.

 

Del por qué y el cómo

El reciente florecer del académico público resulta de y en:

a) El empuje a la profesionalización académica de las últimas tres décadas, sustentado en sistemas de estímulos por Conacyt, SNI y mayor competencia en las instituciones académicas mexicanas de prestigio. El impulso fue exitoso en crear mejores académicos, pero:

i. La vida académica se ha vuelto más competitiva internacional y nacionalmente, pero también más estandarizante (todos tenemos que producir lo mismo, en el mismo lenguaje y de acuerdo con las mismas modas académicas). Weber hablaba de la vocación del científico y de los riesgos de la política, pero lo que no dijo es que la academia es un negocio aburrido. Se necesita una vocación, un espíritu torcido, para emocionarse por lo que uno ha de emocionarse en la academia o para creer que uno tendrá el genio para conjeturar algo fuera de lo común. En la academia hay a diario guerras generacionales y teóricas, pero, dice Lindsay Waters (2004) –refiriéndose a la academia estadounidense– esas guerras acaban siempre en defensas sutiles de un cómodo statu quo. Es decir, el oficio académico es aburrido, sus pleitos son pueriles, pero da para vivir. Por ello es una tarea vulnerable a la tentación de algo más emocionante, más redituable o más útil.

ii. No obstante, la transformación reciente de la academia mexicana continúa la tendencia iniciada por el viejo estilo del intelectual mexicano: a mayor éxito menos enseñanza. Es decir, el mexicano es un sistema de educación en el que los mejores enseñan poco o nada. Por lo tanto, la profesionalización de las ciencias sociales mexicanas ha ninguneado la labor que de común consume más tiempo al académico y la cual lo mantiene renovado y vinculado con la vida universitaria: la monserga de dar clases, es decir, en México se puede estar en la vida académica sin estar.

iii. Dígase lo que se diga, la profesionalización ha traído mejores salarios en las instituciones de excelencia: la UNAM, la UAM, varias universidades estatales, el CIDE, el Colmex, el ITAM, El Colegio de Michoacán y en todas partes el SNI ofrecen salarios dignos, especialmente si se comparan con los salarios de profesores de enseñanza básica y media. Pero la fama académica es más magra económicamente y de mucho más difícil mantenimiento que otras famas. Hay que publicar mucho y cumplir innumerables rituales absurdos. De ahí la tentación de las luces, los micrófonos, las cámaras y la grilla.

b) Un cambio generacional. Entre los académicos públicos que hoy somos asesores de partidos políticos, funcionarios públicos, empresarios culturales, dirigentes de ong, comentaristas de moda en periódicos, radios y televisiones, abundamos, como es natural, los nacidos en la década de 1960. Y para esta generación el doctorado fue una marca compartida como la circuncisión o la leche de fórmula. El doctorado fue un requisito que en el México del siglo XXI ha acabado en cuello de botella demográfico–educativo. En aquellos años entre De la Madrid y Zedillo cualquiera que quisiera carrera política, académica o intelectual necesitaba someterse a un doctorado. Por ello:

i. Harvard, Yale, Stanford, Chicago o Princeton se llenaron de lo que los del batallón de doctorantes llamábamos los "Pedrooos" (pronunciado así, con el cantadito de buena clase mexicana). Denominados así porque era común oírlos decir que "Pedrooo me dijooo" o que "¿vieneee Pedrooo y Guillermooo? Tratábase, claro, de Pedro Aspe, pero podía ser Guillermo Ortiz, Jaime Serra, José Ángel Gurría, Ernesto Zedillo, Carlos Salinas o ya se sabe. La mayoría de esa muchachada iba para economista o politólogo, pero había de todo. Hoy algunos de ellos forman los cuadros de la tecnocracia transexenal de la Secretaría de Hacienda o del Banco de México; otros se hicieron aburridos académicos en universidades mexicanas y estadounidenses; otros se quedaron colgados del plumero cuando les cambiaron las reglas del juego político y ya no hubo "Pedro" que valiera, y muchos acabaron en los académicos públicos de hoy. Pero lo importante no fue el destino de los "Pedrooos" sino el modito impuesto por los "Pedroos" y los demás que fuimos Dr. Antes: el doctorado para acceder a la política, a la academia, a la cultura. Por ello entre, digamos, por un lado, Carlos Fuentes, Carlos Monsiváis o Pablo González Casanova y, por otro, los jóvenes nacidos en la década de 1970 que están abriéndose camino en la vida política y cultural de México, hay un cuello de botella de doctores. Héctor Aguilar Camín, Lorenzo Meyer o Enrique Krauze ya eran doctores, pero el doctorado es la marca genética de la generación de intelectuales educados más o menos en la década de 1980 y 1990. Por ello, excepto por los periodistas profesionales, la mayoría de los opinadotes de fama que inundan las páginas editoriales cada semana o las tertulias televisivas o radiofónicas son doctores o estudiaron para ello aunque nunca terminaran. Inclusive llegó a la literatura la estirpe de los doctores: los de la autollamada generación del Crack ¡son doctores! y mantienen uno o ambos pies en universidades nacionales y extranjeras. Esto no era así en 1970 ni será así en 2030. Ya no es necesario un doctorado para ser opinador público, escritor o funcionario. A Dios gracias, porque obtener doctorados es un desperdicio de tiempo y dinero (con frecuencia público) y nada ha probado que los doctores son mejores comentaristas políticos, escritores, poetas o entertainers.

ii. Entre los del cuello de botella demográfico abundan, claro, los economistas, pero también hay politólogos, historiadores, incluso doctorados en literatura. Hay politólogos que se venden como economistas, economistas que se dedican a las relaciones públicas o la grilla pura y dura, historiadores que hacen encuestas o escriben novelas, doctores en literatura que hacen televisión. Nuestra labor pública no se reduce a nuestro campo de especialización. Cuando uno es académico y es público se ve forzado a hablar de lo que sea, porque mientras más éxito se tenga por fuerza se es menos especializado, se tiene menos tiempo para leer y enseñar, lo cual provoca el primer dilema esencial del académico público: accedemos a la visibilidad pública gracias a nuestro valor agregado (conocimientos), pero mientras más fama pública menos manera de mantener nuestro saber.

c) La apertura democrática y la libertad de prensa se produjeron en un vacío, no había muchos periodistas profesionales, bien remunerados y educados en técnicas de investigación y opinión. Los académicos llenamos ese vacío con singular alegría debido al cuello de botella demográfico–educativo antes mencionado, y será así hasta que la profesión de periodista adquiera la profesionalización y el prestigio requeridos por la esfera pública mexicana. Me cuenta Alma Guillermoprieto que en todo el mundo el oficio de periodista sufre una crisis; está en extinción el periodista de The New Yorker, que podía vivir de dos o tres artículos al año, para los cuales recibía recursos y tiempo para dilatados viajes, lecturas e investigación. Pero esperemos que vaya surgiendo algo así en México. En tanto, el académico público hace las de periodista, creando el segundo dilema del académico público: aunque mantengamos un pie en la vida universitaria, la fama pública nos obliga a la esclavitud de las dos g: la grilla y el Google, es decir, el académico público cum periodista está obligado a la grilla tanto para obtener la información que lo distinga en sus columnas, comentarios y blogs como para hablar a los oídos a los cuales aspira a llegar –de los poderes estatales, de los medios de difusión y de los promotores culturales internacionales–. Por otro lado, mientras más exitoso es un académico público mayor es su necesidad de convertirse en una especie de traductor/popularizador de conocimiento variopinto más o menos especializado obtenido en cuestión de horas; ergo, Google, uno acaba en simple coladerita del gran buscador internético por excelencia. Hace tiempo que Guillermo Sheridan viene mostrando en su blog nuestros vicios y oficios de intelectuales Google. No se me malinterprete, el problema no es el uso del Google –algo que todos agradecemos–, sino en el omniabarcara, la inmediatez y el cortar y pegar al que estamos obligados los académicos mientras más exitosos somos públicamente. Y, en segundo lugar, ¿en qué concepto tenemos al público que servimos si lo consideramos tan lerdo como para no darse cuenta de que lo dicho por nosotros es un mero reciclaje de Wikipedia? El tuerto reina holgado entre los ciegos, mas olvida qué es lo que es (un tuerto).

 

De las visibles consecuencias

Don Juan de Mairena huía de curas, de políticos y de pomposos intelectuales. Se decía simple profesor de retórica y sofística, pero con sus sentencias hacía lo que hacemos nosotros, los académicos públicos; es decir, ni don Juan supo escaparse de la vanidad y acaso esperaba que sus lecciones, en forma de máximas, irían más allá del salón de clase. Somos incorregibles. Richard A. Posner (2001), en un estudio sobre los intelectuales públicos estadounidenses –la mayoría académicos– pasa a todos por las armas, con singular mala leche, porque para él la incontrolable vanidad de los intelectuales ha provocado el deterioro de la academia y de la democracia. Posner siente nostalgia por una era dorada en la cual los intelectuales eran voces públicas honestas y los académicos simples profesores. Pero, si bien somos unos vanidosos, de eso no hay duda, tampoco es para tanto, no al menos en México.

El siglo XX mexicano no da para tener nostalgia académica o política; con todos sus defectos, la academia y la vida pública mexicana son mejores que en los años del priísmo y la posibilidad de que de la vida universitaria vaya a surgir una o un ensayista, profesor o político que cambie el rumbo de la lengua castellana o de la política nacional o de la investigación científica, depende, como siempre, del mismo factor inconmensurable: el azar. A diferencia de las universidades estadounidenses, la vida académica mexicana, como la francesa o la española, siempre ha estado más ligada a la vida de las ciudades y del país, y tan malo sería llenarla de expertos trabajando en temas académicos oscuros y de moda, que de académicos públicos, que hablemos de lo que toque con nuestra singular prosapia. Por ello del auge de la y el académico público sólo puede decirse, primero, que es efímero y que hay que "tantearle el agua a los camotes" para entrever a los intelectuales venideros; segundo, que mientras el acento no esté en una seria y profunda inversión en educación, el académico público no le hace "ni fu ni fa" a la vida académica; y finalmente, en la vida pública el auge del académico es lo que hemos podido dar por virtud cívica y consenso democrático.

 

Caducidad

Lo dicho, el apogeo del académico público ha resultado de una aleatoria concatenación de tendencias de larga y reciente duración, pero su reino tendrá fin. Rige y regirá el papel del intelectual mexicano como el gran don o doña nacional, y mientras sea así, la de académico público parecerá la vida gusana del que va a ser o quiso ser mariposa. Además, si algo muy grave no sucede, la vida académica mexicana continuará y poco a poco se afianzará como una casa digna para muchos profesores que no escuchen el canto de las sirenas mediáticas o políticas, pasará la generación de doctores para todo y seguirá la carrera académica nada más quien realmente sienta la vocación. Los expertos –economistas, politólogos, historiadores, sociólogos– seguirán teniendo su soto voce pública, pero pasará esta etapa en la cual las radios, las televisiones y los periódicos están repletos de académicos públicos.

¿Qué vendrá? Esperemos que periodistas profesionales, pero en un país con un público lector escaso y con tanta gente bonita cuya idea de la universidad es la graduación en las páginas sociales de Reforma, El Excélsior o El Universal, lo que sigue es más intelectuales Google que simplemente corten, peguen y arrimen las migajas masticadas para lo que se asume un público con poca necesidad de nutrición intelectual. Además, si las cosas siguen como siguen, también se pronunciarán adjetivos poco usuales en la vida intelectual mexicana: intelectuales indígenas, intelectuales mestizos, intelectuales mamíferos y –ojalá no– narcointelectuales.

En el México del nacionalismo revolucionario solía ser que se accedía a la élite intelectual despojado de marcas étnicas, para convertirse en nada menos que luminaria mexicana. Pero ya no funciona –si alguna vez funcionó– el Estado benefactor que prometió la incorporación educativa y productiva de la población indígena. Mas el poder de los promotores internacionales de cultura está trabajando duramente para lograr lo que sucedió en Guatemala hace décadas: crear una generación de intelectuales cuyo valor agregado esté en la automarca étnica. La Fundación Ford, por ejemplo, tiene hoy varios jóvenes mexicanos becados en universidades estadounidenses y europeas; jóvenes, indígenas y no, pero que para acceder a la beca se han automarcado como indígenas y cuyo proyecto intelectual es ese: la identidad. Y si florece una autodenominada inteligencia indígena, surgirá por necesidad la otra marca, como en Guatemala, esto es, vendrán los intelectuales mestizos que serán los malos y feos, o los buenos y progres, según se vea. El nuevo tipo de académico público de la identidad, sin embargo, será tan americanizado como el que hoy habla de governance, accountability y de new management; el intelectual indígena (lingüista, sociólogo o experto en ethnic studies) hablará en español o náhuatl de empowerment, agency y the interstices of modernity. Qué se le va a hacer.

Por otra parte, la debacle ecológica del mundo, el desdén mexicano por el tema y el poder de los promotores internacionales de temas culturales podrían favorecer, como ya está sucediendo en la India, Estados Unidos o Australia, el surgimiento de intelectuales mamíferos: es decir, académicos públicos –biólogos, ecologistas, sociólogos, politólogos– que actúen como los intelectuales de la especie. México ya cuenta con este tipo de intelectuales, pero hasta ahora no han podido acceder a la primera fila; espero que el futuro los ponga al frente.

El narco ha traído una profunda transformación en la cultura y la vida de varias regiones de México y Estados Unidos. Esta cultura (esto es, cultivo y sociabilidad) de la violencia puede hacer surgir intelectuales de la violencia; no hablo de intelectuales que puedan hacernos sentir en sus novelas o relatos los efectos de la violencia, sino de intelectuales de la violencia que, como en la era de las guerrillas maoístas y marxista–leninistas, cultiven los efectos redentores de la violencia. Ojalá no pase, pero no olvidemos que la fascinación por la violencia ha sido un ingrediente clave en la conformación de la figura del intelectual moderno –desde las reacciones intelectuales a la colonización de África o India hasta el caso Dreyfus; desde Kipling hasta Sartre, desde Heidegger hasta el Subcomandante Marcos. Sin duda la violencia narca es dura de intelectualizar, pero que nadie subestime la capacidad estética de los intelectuales del porvenir. La violencia de común es tan irracional como la inteligencia. Decía don Juan de Mairena: "Cuando los hombres acuden a las armas, la retórica ha terminado su misión. Porque ya no se trata de convencer, sino de vencer y abatir al adversario. Sin embargo, no hay guerra sin retórica. Y lo característico de la retórica guerrera consiste en ser ella la misma para los dos beligerantes, como si ambos comulgasen en las mismas razones y hubiesen llegado a un previo acuerdo sobre las mismas verdades. De aquí deducía mi maestro la irracionalidad de la guerra, por un lado, y de la retórica, por otro".

Finalmente, puede que de provincias nos venga el don Juan de Mairena –después de todo, un profesor de pueblo– que tanta falta nos hace. La ciudad de México todavía es el centro de la maquila nacional del académico o del intelectual público, no porque en las últimas dos décadas no se hayan enraizado nuevos sitios de producción cultural y mediática (ahí Guadalajara, Tijuana, Puebla o Monterrey), sino debido a la propia naturaleza oligo–pólica de la voz del académico público desde la ciudad de México. Nuestras voces son distribuidas por grandes grupos editoriales y agentes literarios que publican el mismo articulito en un periódico nacional y en cinco o diez de provincias, en tanto que las voces locales sólo circulan en la provincia o en la ciudad respectiva. Lo que es un hecho es la existencia de voces académicas, educadas localmente, con o sin estudios en el extranjero, en Morelia, en San Luis Potosí, en Aguascalientes, en Hermosillo, en Tijuana o en Monterrey, por mencionar los lugares en donde yo lo he comprobado; pero la maquila chilanga controla y manda. En términos de voces públicas, académicas o no, este despropósito puede producir algo que ya está pasando en otros ámbitos de la cultura: la Julieta Venegas o el Daniel Sada del comentario político, del periodismo de investigación, no vendrá de nuestras cacofónicas y chilangas voces académicas, sino de algunas plumas frescas, de ciertos investigadores locales que se la juegan –no es metáfora– en las provincias y a los que el oligopolio chilangocéntrico de opinión pública los obliga a funcionar a nivel profundamente local. Pero dicho oligopolio no sabe que secretamente está trabajando para que un día un periodista de Hermosillo, precisamente por muy local, sin doctorado, sin caché ni apellido sonoro, sustituya al académico público chilango. El académico o periodista local puede dar lo que la visión chilanga no da y puede imponerse poco a poco por sí mismo o vía The New Yorker o Los Angeles Times, los cuales, al descubrirlo, lo lancen, como Chabela Vargas por Almodóvar, a la sonoridad internacional.

 

¿Dar clases? ¿Yo?

En la academia lo que cuenta es la investigación y la educación, y para ello lo importante en la universidad de Chicago o en la UNAM es que los estudiantes se enfrenten lo mismo a la última teoría económica que al más sexy de los académicos activistas que profese ecologismo o indigenismo o feminismo o lo que sea. Esto en las universidades estadounidenses más o menos se mantiene porque, como están dedicadas a la educación, sus mayores defectos –la ghettización, la hiperespecialización y las modas– constituyen su mejor protección contra la total homogeneización y el estancamiento. Así, en el departamento más especializado de ciencias políticas, habitado casi en su totalidad por aspirantes a matemáticos, siempre se encuentra al menos un filósofo político, un loco que lee a Marx o algo así. Los estudiantes lo saben y disfrutan. Mañana vendrá otra moda académica y a ver qué pasa con los exitosos de hoy.

En las instituciones de excelencia en México el problema no es que los académicos públicos bajen el nivel o los académicos puros se dediquen a cosas intrascendentes que no importan al país. El problema sigue siendo ante todo la educación, la falta de ella. No hay mucho que decir: mientras el sistema de incentivos y de excelencia mexicana conlleve que los académicos de éxito –públicos o universitarios– enseñen poco, la verdad no importa mucho lo que hagamos académicos u opinadotes.

Las y los académicos públicos también creen enfrentar –para utilizar la moda politológica– un dilema parecido al que John von Neumann (en Weintraub,1992) llamó el dilema del prisionero (un razonamiento matemático basado en dos sospechosos del mismo crimen, detenidos en diferente celdas, sin comunicación; por separado a cada uno se le dice que si ambos confiesan servirán media condena; si ninguno de los dos confiesa, servirán sentencias mínimas, pero si uno culpa al otro, que no confiesa nada, el soplón sale libre y el que no dice nada cumple la condena completa). Porque en México los académicos, públicos y no, asumen que lanzarse o no a la grilla y a los medios depende de si los colegas se lanzan o no. Se actúa en el juego de becas, asesorías, acceso a los medios y a la grilla bajo el principio de o hacemos piña o es pérdida de uno lo que el otro obtenga en poder académico, de grilla o de medios. Y pasa en la academia mexicana lo que don Juan de Mairena veía en España, "en política, como en arte, los novedosos apedrean a los originales". Todos ganarían si los académicos vivieran de su modesto y aburrido trabajo, de vez en cuando dando opinión pública especializada, pero dedicados a enseñar, a calificar exámenes, a corregir tesis y a escribir tediosos trabajos académicos. Pero si el de la misma generación, el o la del cubículo de enfrente, desayunó con el secretario tal o ya tiene columna en este o aquel periódico, o es el consultor de moda del telediario de las diez, entonces hay que pisarlo o quítense que ahí les voy.

La verdad es que, bien visto, no hay dilema de prisionero más que para quienes ven a las universidades, a los medios y a la grilla como un rancho para ser regenteado por cuatro o cinco capataces. Porque creo que con toda su intrascendencia, la naturaleza del trabajo académico es prometedoramente extraña: la o el historiador, sociólogo o politólogo de vocación escribirá el libro que le obsesiona, bueno o malo, y lo hará con o sin estímulos; lo más probable es que no le haga ni mucho bien ni mucho mal al mundo. Si acaso, logrará participar de una comunidad global de investigadores que avanzan en cuestiones, que no por oscuras dejan de tener importancia científica o cultural. Si el académico es un útil profesor, un experto en algún tema muy especializado, no le afectan las ganancias o pérdidas que podamos tener los académicos más públicos. El académico público sólo le hace daño al conocimiento especializado si lo evita y no lo hará porque depende de él.

 

A falta de mármol, yeso

El auge del académico público logra que la cacofonía moral y el grillismo hagan las veces de tradición racional, liberal y democrática. En la década de 1950, el economista y matemático Kenneth Arrow concluyó que la toma de decisiones racionales era más factible en dictaduras ilustradas que en democracia –lo cual ya habían intuido Maquiavelo, Saint Simon o el propio Marx quien, decía don Juan de Mairena, fue la criada que le salió respondona a Maquiavelo. Arrow decidió modelar matemáticamente cómo podían surgir decisiones racionales dentro de la libertad de muchas voluntades. No se podía llegar a una "racionalidad colectiva", creía Arrow, a partir de las múltiples voluntades e intereses que prevalecen en una sociedad realmente democrática; por lo tanto, los expertos sólo podían proporcionar, con su participación en la discusión pública y la libertad de expresión, "el imperativo moral" para crear lo más cercano a una "racionalidad colectiva". Acaso aventuradamente, pero puede concluirse con Arrow que en democracia los expertos públicos no son necesarios para protagonizar una multitud salvadora de alternativas posibles, sino para crear un imperativo moral, el cual haga las veces de aproximación más o menos homogénea y racional ante las alternativas de acción. Es decir, los expertos sirven para crear con un imperativo moral la voluntad unificada que poseían las dictaduras ilustradas. El reciente auge del académico público en México ha funcionado así: como imperativo moral que cacofónicamente expresa los supuestos parámetros, asaz obvios, para lograr decisiones "racionales", más allá de la cochinada que es la política diaria de partidos, grillas, narcos y corruptelas, y más acá de las ideas –pequeñas o grandes, prácticas o inspiradoras, convencionales o radicales– para enfrentar problemas públicos. Así, a diario leemos nuestras columnas, nos escuchamos en la radio y la televisión, y nos gana la sensación de que hay posiciones encontradas pero adentro de un consenso moral basado a ratos en el asco que nos da el hecho de que México no funcione como país escandinavo y a ratos en llamadas a lugares comunes académicofilosóficos: cosas como "construyamos instituciones", "seamos tolerantes", "viva la diversidad", "hay que cumplir las reglas del juego" o "hay que favorecer las políticas públicas que apoyen la responsabilidad fiscal pero sin olvidar el papel social del Estado". Así sea.

Por decirlo en mexicano, a mi se me afigura el panorama de opinión como si todos fuéramos bien pensantes liberales (es lo que toca) y esperáramos lo mejor, pero tuviéramos pocas ideas concretas o ninguna herramienta práctica para solucionar problemas claros. Se me afigura la cosa como aquello que planteaba don Juan de Mairena a sus alumnos: "imaginad un mundo en el cual la piedras pudieran elegir su manera de caer y los hombres no pudieran enmendar, de ningún modo, su camino, obligándose a circular sobre rieles [...] Políticamente, sin embargo, no habría problema. En ese mundo todos los hombres serían liberales, y las piedras seguirían siendo conservadoras".

Este imperativo moral es, acaso, lo que el país ha podido dar a falta de una mítica virtud cívica o de una épica tradición democrática. Y no está mal, a no ser porque con frecuencia la moralina esconde la llana cercanía al poder (Estado, medios, promotores internacionales). Esperemos que pronto haya más, como verdaderas ideas, públicas o tecnocráticas, sobre qué hacer con cosas así de obvias como la distribución del ingreso, el desastre educativo, la violencia desatada o la integración humana con Estados Unidos.

 

Final

Los académicos a las aulas, lo demás es broza. Para "los tiempos que vienen", explicaba don Juan de Mairena a sus pupilos, "no soy yo el maestro que debéis elegir, porque de mí sólo aprenderéis lo que tal vez os convenga ignorar toda la vida: a desconfiar de vosotros mismos". Para advertir esto, para dar esta desconfianza, para eso servimos, no es poca cosa, pero no da para salir en la tele. También somos útiles para un poquito más: con suerte, para dejar consejos postreros como los de Mairena o para convertirnos en anónimos y, si se puede, útiles tecnócratas o, si se tercia, para ser voces públicas esporádicas que opinemos sólo sobre lo poco que sabemos. Pero podemos creer que seguiremos sin caer en desgracia porque si no damos el peso académico es porque somos públicos, y si derrapamos públicamente es porque somos muy académicos. Mas ya va siendo tiempo de que nuestra máscara de utilidad pública esté delineada con menos indignación pudibunda y con menos cercanía al poder, no sea que vayamos a hacer el "oso" público. Decía don Juan de Mairena, cuya clarividencia ha durado más que la usanza de macho ibérico: "... un hombre público que queda mal en público es mucho peor que una mujer pública que no queda bien en privado". Y sí, cuidado.

 

Referencias bibliográficas

Arrow, Kenneth J. (1951), Social Choice and Individual Values, Nueva York, John Wiley and Sons.         [ Links ]

Escalante Gonzalbo, Fernando (2007), A la sombra de los libros: Lectura, mercado y vida pública, México, El Colegio de México.         [ Links ]

Machado, Antonio (1936), Juan de Mairena, sentencias, donaires, apuntes y recuerdos de un profesor apócrifo, editado por Juan María Valverde, Madrid, Castalia, 1971.         [ Links ]

Neumann, John von (1992), Toward a History of Game Theory, en E. Roy Weintraub (coord.), Durham, Duke University Press.         [ Links ]

Posner, Richard A. (2001), Public Intellectuals: A Study of Decline, Cambridge, Harvard University Press.         [ Links ]

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Waters, Lindsay (2004), Enemies of Promise: Publishing, Perishing, and the Eclipse of Scholarship, Chicago, Prickly Paradigm Press.         [ Links ]

Zaid, Gabriel (2008), The Secret of Fame, traducido por Natasha Wimmer, Nueva York, Paul Dry Books.         [ Links ]

 

Agradecimientos

El autor agradece los comentarios de Carlos Bravo Regidor, Fausto Hernández, Covadonga Meseguer y del o la dictaminador(a) anónimo(a) de Política y Gobierno.

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