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Política y gobierno

versión impresa ISSN 1665-2037

Polít. gob vol.16 no.1 Ciudad de México ene. 2009

 

Artículos

 

Las primeras democracias en Hispanoamérica

 

The First Democracies in Hispano–America

 

Jesús Tovar*

 

* Profesor–investigador de El Colegio Mexiquense, Ex–Hacienda Santa Cruz de los Patos, Zinacantepec, México, 51350. Correo electrónico: jtovar@cmq.edu.mx; jjt23@georgetown.edu.

 

Recibió en noviembre de 2007.
Aceptado en septiembre de 2008.

 

Resumen

Este artículo pretende mostrar la disparidad conceptual que algunos autores tienen respecto de la democracia, quienes a pesar de contar con una perspectiva procedimental de la misma no concuerdan con su clasificación para situar el año de inicio de las democracias en regímenes políticos hispanoamericanos entre finales del siglo XIX y principios del XX. Por tal razón, este trabajo propone un criterio eje para clasificar las democracias y aplicarlo a países en Hispanoamérica durante el periodo mejor conocido como la primera ola. Posteriormente, se realiza un análisis comparativo entre estas democracias tempranas. Por último, se presenta un esquema explicativo que permite identificar las variables independientes del avance democrático en esta región durante este periodo histórico.

Palabras clave: democracia, primera ola, competitividad, alternancia, democratización, quiebre democrático, reformas electorales.

 

Abstract

This article helps to demonstrate the conceptual disparity among some authors about democracy. Despite sharing a procedural definition of democracy, they do not agree in how to fix the starting date of political regimes in Hispano–American democracies between the end of the xix and the beginning of the XX centuries. For this reason, we propose a criterion to classify the democracies and we apply this to Hispano–American countries during the first wave of democracy. We then make a comparative analysis of these early democracies. Finally, we create an explanatory outline that permits us to identify independent variables of democratic advance in this region in this particular time.

Keywords: democracy, first wave, competition, alternation, democratization, democratic breakdown, electoral reforms.

 

El concepto de democracia y la frontera difusa

El uso de la categoría "democracia" implica una necesaria aproximación hacia lo que entendemos por ella, y acerca de cuáles son los indicadores apropiados para considerar a un régimen político como democrático. Sin embargo, creemos necesario tomar en cuenta el contexto histórico, sobre todo de aquellos regímenes políticos de finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX, los cuales empezaban a generar marcos competitivos para acceder efectivamente a la autoridad formal del Estado (O'Donnell, 2004, p. 44). De no ser así, muchos de los países europeos o norteamericanos considerados por Huntington (1991) como democráticos durante ese periodo (que este autor denomina la "primera ola") no serían efectivamente democracias si les aplicáramos los requisitos exigidos hoy en día.

La concepción actualizada de lo que es una democracia incorpora básicamente tres requisitos procedimentales:1 competencia partidaria, participación electoral y libertades civiles. La carencia de algunas de estas características implica, para algunos autores, la descalificación de un régimen como democrático y en consecuencia ser clasificado como autoritario; mientras que para otros significa que es una democracia "disminuida" (Collier y Levitsky, 1997). Estos casos intermedios son denominados por Gasiorowski (1996, p. 471) como "semidemocracias".

Por su parte, Collier y Levitsky (1997, pp. 436–441) reúnen diversos casos de éstos y los califican como "subtipos disminuidos". El adjetivo que suele añadirse a estos casos (por ejemplo, democracia restringida o democracia limitada) resalta la ausencia de algunos requisitos de una democracia y son asumidos como ejemplos de países que han avanzado en su proceso de democratización, pero que aún no lo han completado; o en otros casos, como dictaduras que han flexibilizado sus mecanismos represivos.

La dificultad teórica que surge de la creación de un área intermedia entre los regímenes democráticos y los autoritarios es que se genera un "espacio categorial" carente de sus propias coordenadas de análisis, ya que no forma parte del universo de países democráticos y tampoco se adscribe a la dinámica de un régimen no democrático o dictatorial.2 Por lo tanto, la constitución de una categoría intermedia (semidemocracias o subtipos disminuidos) entre regímenes democráticos y autoritarios crea una frontera difusa que añade ambigüedad y relativismo al tratamiento de este tipo de casos.3

Este trabajo asume la propuesta de Schedler (2002, p. 36) de establecer una distinción entre un régimen democrático y uno que no lo sea, a pesar de las carencias y deficiencias que pudiese tener aquél, o del intento que hacen algunas dictaduras de maquillar su apariencia a través de la realización de elecciones no relevantes o abrir espacios de libertad restringida. Para ello, este texto propone revisar la idea de los tres requisitos democráticos propuestos anteriormente: participación, competencia y libertades, con el fin de evaluar su pertinencia y consistencia en la aplicación a diversos casos, como serían las primeras democracias latinoamericanas. 

Diversidad de criterios operacionales del concepto "democracia"

Munck y Verkuilen (2000, pp. 5–7) proponen considerar sólo dos dimensiones como parte del concepto de democracia (competencia y participación), en tanto que las libertades civiles son componentes de estas dimensiones, evitando lo que estos autores denominan un problema de redundancia,4 tal como apreciamos en la estructura jerárquica conceptual (figura 1).

Por su parte, Bollen (1980, p. 373) argumenta que el criterio de participación electoral (también denominado de "inclusividad" con referencia al sufragio universal) es una característica que puede darse tanto en regímenes políticos democráticos como no democráticos. Así, los diez países con mayor participación electoral a principios de la década de 1970, según Mayor y Hudson (1972, tabla 2.8, en Bollen), han sido Albania, Corea del Norte, Unión Soviética, Rumania, Bulgaria, Costa de Marfil, Guinea, Checoslovaquia, Gabón y Alemania Oriental, ninguno de los cuales era considerado como democrático para esa época.

En último término, Bobbio (2000, p. 25) señala que el requisito de la participación electoral está sujeto a criterios históricos y comparativos, sin los cuales no se puede determinar "el número de quienes tienen derecho al voto para que se pueda hablar de régimen democrático", de tal modo que sólo cabría utilizar este criterio para señalar qué sociedad es más democrática que otra, en función de cuánto se acerca al sufragio universal para un determinado periodo. Esta salvedad permite reconocer los procesos de democratización que se dieron en diversos países europeos y latinoamericanos durante el siglo XIX, aun cuando no hayan alcanzado el sufragio universal en ese momento.

La disparidad de criterios que usan los autores para definir una democracia no permite que coincidan en cuanto a qué países son regímenes democráticos, sobre todo de aquellos que iniciaron su democracia en el continente americano. Así por ejemplo, Huntington, quien propone la clásica diferenciación de las etapas de democratización en el mundo conocidas como las "olas de democratización",6 no emplea el mismo criterio para identificar un régimen político como democrático si se sitúa en la tercera ola o en la primera. El estándar para los países que se ubican en el siglo XX (segunda y tercera olas) es más exigente que para los de la primera ola, en el sentido de que incluye como requisito el sufragio universal además del criterio de competitividad;7 mientras que para los países que se ubican en el periodo de la primera ola sólo se demanda que 50 por ciento de los hombres pueda votar, aunque manteniendo el requisito de competitividad, es decir, que "la autoridad ejecutiva tenga el respaldo de una mayoría parlamentaria o que haya surgido de elecciones populares y periódicas" (Huntington, 1991, p. 16). Esta disminución del estándar que hace Huntington le permite introducir a algunos países hispanoamericanos en la primera ola: Argentina, Uruguay, Colombia y Chile.

Por otro lado, Gasiorowski (1996, p. 471) considera que un régimen político es democrático en tanto que cumpla con los tres requisitos: competencia efectiva y pacífica entre grupos organizados para acceder a las posiciones de poder, alto nivel de inclusividad para la participación política, tal como es el sufragio universal, y un nivel suficiente de libertades civiles y políticas como para que se pueda asegurar la integridad de la participación y la competencia política. La mayor exigencia de este autor en comparación con Huntington es que restringe el número de países hispanoamericanos de la primera ola como democráticos a solo uno: Uruguay.

Por su parte, Doorenspleet (2000, pp. 389 y 400) utiliza el criterio de "democracia mínima",8 que implica los requisitos de sufragio universal y competitividad, aun cuando no pueda existir un nivel elevado de libertades cívicas. A pesar de que Doorenspleet es más laxo que Gasiorowski en cuanto a los requisitos de una democracia, no enlista a ningún país hispanoamericano como democrático en el periodo de la primera ola.

Smith (2005, p. 9) denomina "democracia electoral" a la que cumple con dos requisitos, por un lado elecciones competitivas y por otro el derecho a votar de la mayoría de los ciudadanos adultos (lo que identificamos como sufragio universal). Curiosamente, a pesar de coincidir con Doorenspleet en cuanto al número y tipo de requisitos, ambos autores no concuerdan respecto del primer año democrático en ninguno de los países enlistados. En su propuesta, Smith ubica a México (1911)9 y Argentina (1916) como las democracias más tempranas, y al resto lo sitúa en las décadas de 1940 y 1950 (Smith, 2005, pp. 348–353). Finalmente, Przeworski (1995, p. 15) señala que basta sólo un rasgo fundamental para identificar a una democracia: "su carácter de competencia abierta a la participación", ya que una real competitividad entre intereses en conflicto implica la existencia de derechos políticos suficientemente amplios, así como una suficiente participación electoral, aunque ésta no llegue a ser universal.

En una obra posterior, Przeworski et al. (2000, p. 34) critican que el umbral de la participación electoral propuesto por Dahl es tan alto que Estados Unidos no podría ser calificado como una democracia sino a partir de 1950. Por otra parte, señala que la evidencia empírica de Europa Occidental e Hispanoamérica indica que la distribución de los votos entre los partidos cambia muy poco luego de cada ampliación del sufragio, de lo cual se desprende que aun cuando el sufragio es altamente restrictivo, los diversos intereses están siendo representados. Por lo tanto, en su clasificación de los países hispanoamericanos democráticos dentro de la primera ola están Argentina, Colombia, Costa Rica y Chile (Przeworski etal., 2000, pp. 104 y 105).

Una de las características más notorias en el cuadro 2 es la incongruencia en cuanto al año en que estos países empiezan a ser democráticos según los autores citados; estas diferencias pueden explicarse por los diversos criterios mínimos que se consideran como requisitos para una democracia. Así, la tendencia general que reproduce este cuadro es que "a menos criterios mínimos" de un autor, "mayor es la antigüedad" en que califica a un régimen como democrático.

Sin embargo, aun considerando estas discrepancias en cuanto a los criterios mínimos, existen muchas incongruencias en cuanto a esta tendencia, ya que, por ejemplo, en el caso de Uruguay, el autor que propone los requisitos más exigentes (Gasiorowski) identifica a este país como democrático con mucha más anticipación (1918) que aquellos que proponen el umbral menos exigente (1939 en Smith, 1952 en Doorenspleet, 1942 en Przeworski).

Estas inconsistencias y divergencias nos permiten retomar la crítica que Carothers hace al paradigma de la transición democrática (2002, p. 20), como un producto intelectual para una determinada época y que, por lo tanto, necesita ser renovado en la medida en que el tiempo ha pasado y se encuentran desajustes entre los conceptos y la realidad empírica.10 Parafraseando tal postura se puede decir que es necesario desarrollar un concepto más flexible (menos exigente) de régimen democrático, que permita incorporar el contexto histórico de los países de Hispanoamérica; algunos de los cuales (Argentina, Chile, Perú, Colombia, Uruguay y Costa Rica) formaron parte de una corriente democratizadora liberal durante finales del siglo XIX y comienzos del XX (gobernantes electos, parlamento activo, prensa libre, partidos políticos), así como de una significativa expansión del derecho al voto (aunque sin llegar necesariamente al sufragio universal en algunos de estos casos).

Tales procesos democratizadores difícilmente pueden ajustarse a un concepto de democracia que se construye a partir de la segunda mitad del siglo XX, periodo en el cual las estructuras de los Estados–nación están ya constituidas, y por lo tanto el proceso de institucionalización favorece la integración de los actores políticos a este marco jurídico y político; mientras en estos países hispanoamericanos de finales del siglo XIX y principios del XX, estas tempranas experiencias democratizadoras que abrían las puertas a la competencia electoral y al pluralismo se presentaban en un contexto de partidos con algún tipo de exclusión, con sociedades muy segmentadas y con relaciones patrimoniales y clientelísticas muy arraigadas en la dinámica política.

En ese sentido, una alternativa de adaptación del concepto de régimen democrático es sugerida por O'Donnell (1993, pp. 1355–1361) para los países que se abren a procesos democratizadores pero con una dinámica política muy peculiar, la cual mezcla rasgos propios de una poliarquía (elecciones competitivas y algunas libertades civiles, como libertad de prensa, expresión y asociación) con otros claramente autoritarios (circuitos de poder, privatizados en ciertas zonas del territorio y notorias carencias de ciudadanía para muchos grupos sociales). La propuesta específica de O'Donnell para estos casos es reconocer el carácter democrático del régimen político, pero a su vez enmarcarlo dentro de un Estado que no es democrático (en tanto que no asume eficientemente la protección de los derechos ciudadanos ni garantiza el imperio de la legalidad en todo el territorio nacional). Hemos de anotar que para este autor el concepto de Estado es abarcador del concepto de régimen,11 ya que aquél implica el conjunto de relaciones sociales que constituyen un orden jurídico, social y político, por lo tanto contiene al ámbito de las relaciones de poder (régimen) que este mismo orden ayuda a mantener y reproducir. En este sentido, se busca clarificar el concepto de democracia (y sus respectivos requisitos mínimos o indicadores) que nos permita un criterio de clasificación homogéneo del año de inicio de las democracias en los regímenes políticos hispanoamericanos, dada la disparidad que los autores mencionados muestran (cuadro 2).

 

Un marco de clasificación de las democracias

Anteriormente se ha constatado que estos autores, con un concepto mínimo y procedimental respecto de la democracia, carecen de criterios homogéneos para considerar un régimen como democrático, lo cual trae como consecuencia la gran disparidad al momento de clasificar el inicio de las democracias en determinados países hispanoamericanos.

En tal sentido, proponemos asumir el concepto de "democracia" que propone Przeworski (1995 y 2000), el cual se centra exclusivamente en el criterio de la competitividad para acceder al gobierno. Además, consideramos algunas de las formas específicas en que una democracia puede configurarse, así Lijphart (1999, pp. 1–3, 31–47) establece un "modelo consensual"12 de la democracia que genera algunas excepciones al criterio de la competitividad, como se verá más adelante.

La condición de competitividad en un régimen democrático implica dos aspectos principales: la incertidumbre en los resultados electorales y el carácter transitorio de los conflictos (Przeworski, 1995, pp. 18–22). La incertidumbre en un régimen democrático no significa infinitas posibilidades en el acontecer político futuro, lo cual imposibilitaría el cálculo de probabilidades de los actores sometidos a la competencia; por eso Przeworski señala que se trata de una "incertidumbre organizada", en la medida en que la indefinición de un resultado ocurre dentro de un margen de posibilidades calculable y predeterminado por un conjunto de reglas de juego.13

El carácter transitorio de los conflictos remite a una de las características más relevantes de la democracia: la alternancia. Los resultados de un conflicto no son permanentes en una democracia, de tal manera que el perdedor tiene posibilidades de ser el ganador en la siguiente oportunidad, así las pérdidas y ganancias de los actores son rotativas; en consecuencia, los actores tienen incentivos para respetar un resultado desfavorable en el presente, con la perspectiva de que su triunfo futuro sea igualmente respetado. Por lo tanto, un indicador cualitativo para evaluar la existencia de una democracia es reconocer si se dan alternancias de gobierno al interior de un régimen político (Pasquino, 1999, pp. 98 y 99).

En síntesis, la democracia es un sistema en el cual los actores compiten en un escenario regulado, donde ninguna fuerza controla el desenlace a priori y tampoco puede modificarlo a posteriori; por ende, el mantenimiento y la transferencia de poder no resulta un privilegio personal, sino un mecanismo normado y aceptado por los contendientes.

Otro elemento sine qua non acerca de la competitividad en un régimen democrático es el papel protagónico que desempeñan los partidos políticos, tanto en la configuración de las instituciones que regulan la dinámica del proceso político, como en la orientación de ciertos resultados específicos. Por una parte, los partidos políticos representan los intereses de los grupos e individuos de la sociedad (de lo cual proviene el nombre de democracia representativa). Por otro lado, los partidos actúan orientados por una lógica estratégica, que los conduce a formular sus propios intereses (más allá de la mera agregación de los intereses económicos y sociales de sus representados) y seguidamente articulan estrategias para alcanzar objetivos que satisfagan estos intereses. Lógicamente, en un escenario en el cual los cargos públicos no son suficientes para satisfacer los intereses de todos los partidos políticos, la consecuencia inmediata es la competitividad.

Un proceso alternativo a la competitividad entre partidos políticos es la cooperación, por medio de la cual se definen las reglas de juego de la competencia e incluso se logran acuerdos concretos sobre alguna política pública, que no pasan por mecanismos de consulta electoral y, por lo tanto, tampoco del principio de la mayoría, sino que son producto de negociaciones entre los dirigentes de los partidos políticos, que buscan maximizar el tamaño de esas mayorías y alcanzar el consenso. Sin embargo, la cooperación no es necesariamente antagónica o contraria a la competitividad, ya sea porque ambos procesos se intercalan con mucha frecuencia (antes o después de las elecciones los partidos políticos negocian acuerdos y cursos de acción coordinados) o porque son consecuencia de la existencia de múltiples centros de poder, los cuales representan el pluralismo inherente a una democracia (Pasquino, 1999, p. 93).

El carácter representativo de la democracia y los procesos de competencia–cooperación entre los partidos implican que gran parte de la dinámica política transcurre al margen de la influencia directa de la sociedad, y que las votaciones son mecanismos últimos que vienen a ratificar de manera intermitente los acuerdos logrados por una élite política nacional. A su vez, estos mecanismos de cooperación sirven para aminorar el costo de los contendientes que pierden en los procesos electorales, en la medida en que una negociación implica una redistribución (no necesariamente equitativa) de los recursos para todos los actores relevantes, y además genera un mayor compromiso con el acatamiento de los resultados sometidos a elección popular y con las reglas de funcionamiento del régimen democrático.14

En conclusión, la democracia vista como un juego interactivo de élites en competencia no se aleja sustantivamente de las condiciones mínimas procedimentales propuestas por Dahl (1971): elecciones libres y abiertas, competencia política genuina, libertades civiles. Por lo tanto, hemos de considerar básicamente el criterio de la competitividad que Przeworski propone (2000, pp. 19–31) para clasificar el inicio de los regímenes hispanoamericanos. Este criterio a su vez tiene determinadas reglas operacionales que permiten su aplicación a casos concretos, que son:

1) El Poder Ejecutivo es elegido ya sea directa o indirectamente en comicios multipartidarios, y debe dar cuenta sólo y exclusivamente a sus votantes o a la legislatura que los elige, por lo tanto no depende de otras instituciones de carácter formal o fáctico (por ejemplo, el ejército o una élite económica).

2) El Poder Legislativo es elegido en comicios multipartidarios (como mínimo puede considerarse sólo a la Cámara de Diputados). Además esta asamblea debe tener poderes efectivos para legislar. Se descalifica a aquellos gobiernos que clausuran inconstitucionalmente una legislatura y reformulan las leyes electorales para su propia ventaja. Si un régimen cambia de manera inconstitucional las leyes a su favor pero a continuación cede el gobierno a la oposición, entonces este régimen es considerado como democrático.

3) Debe haber más de un partido; por partido se entiende una lista de candidatos que postulan a una elección. No se consideran democráticos aquellos regímenes en los cuales los gobernantes usan su victoria electoral para establecer un régimen no partidista, unipartidista (mediante la prohibición de otros partidos) o un dominio electoral permanente. La ausencia de una oposición legal es una razón muy relevante para poder considerar a un régimen como una dictadura.

4) Alternancia, regla que se aplica cuando los regímenes han superado de manera satisfactoria las tres anteriores. Si los gobernantes mantienen el poder continuamente por la vía electoral por más de dos periodos entonces no pasa el requisito exigido para un régimen democrático. Sin embargo, si este caso se da en el pasado y se tiene información de que el partido gobernante eventualmente perdió una elección y permitió que la oposición asumiera el gobierno, entonces se considera que todo el periodo por el cual estuvo este partido fue democrático.

5) Durabilidad, no se considera como régimen democrático si es que se cumplen las primeras tres reglas y el gobierno electo no termina su periodo. Un régimen político se define como democrático cuando hay al menos dos gobiernos consecutivos que cumplen las condiciones de competitividad y logran culminar su periodo sin ninguna interrupción o golpe de Estado.

Una excepción importante que debe considerarse en la primera regla es la que se refiere a algunos casos en que el Poder Ejecutivo ha sido electo en comicios donde ha participado una sola lista (es decir, no ha habido posibilidad de elección para el electorado). Éstos se consideran como democráticos con la condición de que hayan sido producto de un acuerdo amplio de los partidos políticos relevantes y por lo tanto éstos están representados en el nuevo gobierno o en el Congreso.

Algunos de estos casos son clasificados por Lijphart (1999, p. 34) como un modelo democrático consensual: gabinetes de coalición amplia que comparten el Poder Ejecutivo y que incluyen a todos los partidos o a los más importantes. El propio Przeworski no estaría en desacuerdo con esta excepción a la primera regla, ya que considera como régimen democrático a Colombia, que desde 1958 mantuvo un gobierno de coalición entre los partidos Liberal y Conservador, que fue elegido en comicios populares durante cuatro elecciones presidenciales consecutivas. Casos similares son reseñados por Lijphart para los regímenes políticos de Bélgica, Suiza e incluso Uruguay, los cuales también son considerados como democráticos por Przeworski.

Que un régimen político hispanoamericano cumpla estas reglas y que por lo tanto pueda fijarse el año de inicio de su carácter democrático no implica que no existan irregularidades en la dinámica procedimental de la democracia (fraudes electorales, ausencia de voto secreto, reacciones no legales de los perdedores en las elecciones y recurrencia constante a los intentos de golpes de Estado, así como exclusión electoral de importantes sectores de la población), con la condición de que éstos no invaliden los criterios anteriormente señalados.

Si bien hemos tratado de proponer un modelo de democracia teniendo en cuenta el contexto histórico en que se ubica (finales del siglo XIX y primeras décadas del siglo XX), consideramos que en términos generales estos criterios reproducen las condiciones mínimas por las cuales se puede evaluar el carácter democrático de cualquier país, en cualquier época. Las ampliaciones del sufragio, la mayor responsabilidad del Estado con sus ciudadanos o sus representantes, un marco de libertades más universal y a la vez específico (minorías), el grado de bienestar de los ciudadanos en términos de igualdad y libertad, el equilibrio de poderes, la transparencia de la gestión pública y el acceso a la información por parte de los ciudadanos, son indicadores de democracias que han cumplido con el marco mínimo propuesto y que nos llevan a evaluar que tan bien o mal funciona esta democracia, en lo que actualmente se conoce como la "calidad de la democracia" (Diamond y Morlino, 2005, pp. IX–XL).

 

Análisis comparado de las primeras democracias en Hispanoamérica

A partir del establecimiento de criterio de la competitividad (y sus respectivas reglas operacionales) como eje conceptual para la clasificación de los regímenes democráticos, hacemos un análisis comparado de aquellos países hispanoamericanos que consideramos cumplen con los requisitos para ser considerados como democracias entre la última década del siglo XIX y las dos primeras del siglo XX. El cuadro 3 establece los años de inicio y término de estas democracias para que puedan ser contrastados con los autores anteriormente citados. Además, propone las formas de democratización por las que atravesaron y, finalmente, analiza los tipos de ruptura democrática que tuvieron.

La primera democracia en Hispanoamérica, de acuerdo con los estándares previamente establecidos, es la chilena, que transcurre entre 1891 y 1927, en este periodo se eligieron regular y competitivamente los poderes Ejecutivo y Legislativo, y por ese medio se constituyeron ocho gobiernos en comicios populares, dándose una regular alternancia en el poder entre los partidos electoralmente más relevantes: el Partido Liberal (en tres ocasiones), el Partido Liberal Democrático (dos veces) y el Partido Nacional (en una oportunidad). Las elecciones solían competirse no tanto entre partidos, sino en forma de alianzas o coaliciones; así el frente en el que participaba el Partido Conservador con cualquier otro partido se denominaba la Coalición, mientras que la agrupación en la que estaba el Partido Radical se llamaba la Alianza. Ambos partidos eran los que mayor diferenciación ideológica tenían, especialmente respecto del tema de la relación entre Estado e Iglesia, mientras que el resto de los partidos oscilaba entre la Coalición y la Alianza de acuerdo con sus intereses más inmediatos, ya sea para obtener la candidatura presidencial, más curules parlamentarias o para integrar gabinetes, de tal modo que "el oportunismo fue el credo de la mayoría" (Blakemore, 2000, p. 180). Si observamos la alternancia de los presidentes en cuanto a estas agrupaciones de partidos desde 1896 hasta 1925, tres presidentes fueron de la Alianza, dos de la Coalición y uno resultó apoyado por todos los partidos (Ramón Barros Luco entre 1910 y 1915).

El caso peruano es el que sigue en el orden cronológico como la segunda democracia.15 Durante el lapso de 1895 a 1919 hubo elecciones presidenciales con una sola lista (producto de acuerdos multipartidarios) en 1895, 1899, 1912 y 1915. Asimismo, hubo cinco presidentes electos por votación popular y directa, y dos presidentes elegidos por el Congreso, el cual asumió sus facultades constitucionales cuando las elecciones no fueron efectivas o cuando hubo de nombrarse un presidente provisional. De los presidentes elegidos, tres pertenecieron al Partido Demócrata, otros tres al Partido Civil y uno al Partido Constitucional, lo cual cumple con el criterio de la alternancia. Las elecciones parlamentarias fueron arduamente competidas entre todos los partidos existentes durante este periodo. De tal modo, que se renovaron las curules parlamentarias por tercios (en ambas cámaras) con rigurosa regularidad cada dos años. Por otro lado, se produjo una vigorosa oposición en el Congreso, aun durante los gobiernos que fueron electos de manera consensuada. Por lo tanto, podemos decir que se mantuvo la condición de competitividad, más allá de los acuerdos a los que se sometieron estas agrupaciones políticas en determinados momentos respecto de la candidatura presidencial única. A este caso cabe aplicar la excepción a las reglas operacionales del criterio de competitividad a la elección presidencial, por el cual clasificamos a un régimen político como democrático, ya que los presidentes fueron en su mayor parte elegidos en listas de consenso partidario. Una de las preocupaciones de las élites políticas en las democracias hispanoamericanas más tempranas (durante finales del siglo XIX y el primer tercio del XX) fue la generación de consensos políticos, sobre todo en cuanto a la elección del titular del Poder Ejecutivo. Así, luego de la derrota de los militares en la revolución de 1895, los partidos políticos en Perú buscaron consolidar el nuevo régimen civil, a través de acuerdos pluripartidarios en cuanto a reformas electorales, para la elección del presidente de la república y la constitución de gobiernos con gabinetes multipartidarios.

Colombia es la tercera democracia hispanoamericana. Luego de un siglo de vaivenes políticos, de guerras, dictaduras y exclusiones políticas, empiezan a presentarse elecciones competitivas de los poderes Ejecutivo y Legislativo a partir de 1910, producto de lo cual emergen gobiernos legítimos de los partidos predominantes (Conservador y Liberal) hasta 1949. Para el primer gobierno es elegido presidente por el Congreso (todavía no se había implementado el voto directo) Carlos Restrepo, líder de la coalición conservadora liberal autodenominada como Unión Republicana, venciendo al candidato conservador José Vicente Concha. Este largo periodo de poderes elegidos en comicios competitivos abarcó siete gobiernos de presidentes conservadores y cinco de gobiernos liberales (sin considerar los presidentes interinos). La alternancia entre ambos partidos no era intercalada, más bien se turnaban a través de grandes oleadas, una primera conservadora (1910–1930) y una segunda liberal (1930–1946). Algunos de estos gobiernos fueron de coalición de ambos partidos, lo cual sentó un precedente de alianzas que luego se reeditaría en el Frente Nacional entre 1958 y 1974.16 Cabe resaltar que este primer periodo de la democracia colombiana es el de más larga duración respecto de los otros seis casos reseñados.

La siguiente democracia es Argentina. A consecuencia de las reformas electorales aprobadas durante la gestión del presidente Roque Sáenz Peña en 1912, en las cuales se introduce el voto universal, secreto, obligatorio y con un padrón establecido, se dan las condiciones para la realización de las primeras elecciones realmente competitivas,17 las cuales permitieron el triunfo de la oposición en la contienda presidencial de 1916. Podemos considerar a Hipólito Yrigoyen como el primer presidente (1916–1922) que inicia un régimen democrático en la historia argentina (Rock, 2000, pp. 96104), tomando los parámetros previamente establecidos. En el periodo de 1916 a 1930 se alternan tres gobiernos elegidos en comicios competitivos y pluripartidarios (dos gobiernos de Yrigoyen y el intermedio del también radical Marcelo Alvear). Asimismo, hay una presencia muy activa y mayormente de oposición del Congreso, que también es sometido a procesos electorales periódicos en ambas cámaras, en donde estaban representados todos los partidos con arraigo electoral: Unión Cívica Radical (UCR) y la escindida fracción "antipersonalista", el Partido Socialista, el Partido Demócrata Progresista, varios partidos provinciales y las diversas agrupaciones de derecha, que se fraccionan cuando desaparece el ex oficialista Partido Autonomista Nacional en 1916.

Si bien la primera alternancia en este régimen se produce con el triunfo del candidato de oposición Yrigoyen en 1916, podemos considerar la segunda alternancia con la segunda elección de este mismo líder radical doce años más tarde. El gobierno del radical Marcelo Alvear (1922–1928) se desprendió de la tutela de su antecesor Yrigoyen y cogobernó en alianza con otras fuerzas políticas, especialmente los socialistas y los demócratas progresistas, además de revertir las políticas anteriores de transformación económica y social como la reforma universitaria, la política ferroviaria y las relaciones exteriores (Rock, 2000, pp. 104–109). De hecho, esta orientación implicó la ruptura de ambos personajes, de tal modo que en las elecciones presidenciales de 1928, el gobierno de Alvear se inclinó a favor de la coalición de radicales "antipersonalistas" (adjetivo asumido precisamente en contra del liderazgo de Yrigoyen) y partidos de derecha. Así, la segunda elección del Yrigoyen fue una alternancia, ya que no representó una sucesión del presidente Alvear, dado que éste tenía un candidato diferente (Leopoldo Melo), quien resultó perdedor en los comicios respectivos.

Podemos considerar el año 1919 como el inicio del régimen democrático en Uruguay, momento en el cual se eligió al colorado batllista Baltasar Brum (1919–1923) como el primer presidente bajo el imperio de la nueva constitución, y simultáneamente fue también electo el primer Consejo Nacional de Administración (CNA), cuya presidencia recayó en el colorado Feliciano Viera, quien no pertenecía al grupo de José Batlle.18 Cabe destacar que en el nuevo modelo del sistema político,19 el presidente del CNA compartía el Poder Ejecutivo con el presidente de la república. Entre 1919 y 1933 se renovó por tercios el CNA a través de elecciones bianuales, de tal modo que se constituyeron ocho diferentes cuerpos colegiados, de los cuales siete estuvieron presididos por colorados –aunque sólo cinco de la tendencia batllista– y el restante fue encabezado por el líder blanco del Partido Nacional, Luis Alberto Herrera. En este mismo lapso se eligieron cuatro presidentes de la república, tres colorados de tendencia batllista y un colorado opuesto a ésta, de la llamada corriente radical. El balance general del caso uruguayo, siguiendo los criterios de competitividad que hemos establecido anteriormente, permite distinguir que en el periodo de 1919 a 1933 hubo elecciones competitivas para los poderes Ejecutivo y Legislativo, a las cuales concurrieron los dos partidos principales que pactaron la Constitución de 1918, y además otras agrupaciones de menor arraigo electoral como el Partido Socialista, el Partido Comunista y la Unión Cívica, que lograron representación en el Congreso.

Una aclaración importante respecto a la regla de la alternancia es que si bien los cuatro presidentes de ese periodo fueron del Partido Colorado –es decir, que aparentemente no hubo alternancia–, el Poder Ejecutivo en estos gobiernos fue compartido por ambos partidos a través del CNA, el cual era electo en comicios directos y universales. De hecho, cabe anotar que el Partido Nacional triunfó en la elección parcial de 1925 del CNA y ejerció la presidencia de este consejo hasta 1927. Por otro lado, es importante resaltar que el sistema electoral de este periodo permitía la reproducción de múltiples corrientes en cada partido, especialmente al interior de los colorados, de tal forma que si bien se puede clasificar formalmente como un sistema bipartidista, en realidad se trataba de un multipartidismo. El reconocimiento de la legitimidad de los triunfos colorados se manifiesta en las expresiones de un líder blanco en 1930: "Hoy el poder no está concentrado en ninguna parte. Todos los partidos saben que tendrán en él la parte que a su caudal político le corresponde. Saben que lo perdido en una elección puede ser recuperado en la siguiente, y que no hay ni habrá partidos ni ciudadanos extranjeros en el seno de la patria" (citado en Chasquetti y Buquet, 2004, p. 229). Esta primera democracia uruguaya es la que más se puede acercar al modelo de democracia consensual de Lijphart (1999), la cual se constituye a partir de un gobierno de gran coalición de los partidos políticos existentes.

El caso de Costa Rica es algo más complejo, ya que la elección de José Rodríguez Zeledón como presidente en 1890 suele considerarse como el inicio de la democracia en este país; sin embargo, determinados autores no concuerdan con esta opinión (Lehoucq, 1992, p. 7; Peeler, 1996, pp. 74 y 75), en la medida en que, si bien este año representó la primera movilización popular exitosa contra la imposición del candidato Ascensión Esquivel por parte del saliente presidente Bernardo Soto en las elecciones presidenciales de 1889, el gobierno de Rodríguez Zeledón (1890–1894) no fue muy diferente respecto de sus antecesores en cuanto a suspensión de derechos civiles, represión a los opositores, elecciones fraudulentas y finalmente la imposición del sucesor: su yerno Rafael Iglesias Castro (1894–1902). En 1910 pudieron darse otras elecciones competitivas,20 y además hubo otros dos mandatarios que emergieron de un proceso de negociación entre el gobierno y la oposición, y que fueron ratificados por el Congreso;21 sin embargo, en este lapso también hubo presidentes impuestos por sus antecesores y otros tres que dieron golpes de Estado. Por lo tanto, no consideramos este periodo como un régimen democrático porque no cumple el requisito de al menos dos gobiernos electos democráticamente de manera consecutiva y que sus mandatos hayan culminado sin ninguna interrupción constitucional.22 Las reformas electorales emprendidas en este periodo de intentos democratizadores (1890–1917) y la derrota militar de la dictadura de Federico Tinoco (1917–1919) fue el contexto de una siguiente elección presidencial competitiva, en la cual fue electo Julio Acosta García (1920–1924), y luego pudo continuarse por otros gobiernos elegidos de manera similar hasta 1948. En este primer periodo democrático de 28 años se eligieron siete presidentes y se configuró un nuevo sistema de partidos, de los cuales ganaron elecciones presidenciales el Partido Constitucional (una vez), el Partido Republicano Nacional (cinco ocasiones) y el Partido de Unidad Nacional (en una oportunidad), lo cual confirma una alternancia en el poder, además de la existencia de otros partidos que tuvieron representación en el Congreso: Partido Reformista, Partido Agrícola, Partido Vanguardia Popular, Partido Social Demócrata y Partido Demócrata.

 

Formas de democratización

Observamos dos formas predominantes en los procesos de democratización en estos seis países. Una primera vía fueron las transiciones violentas (Chile, Perú y Costa Rica). En los dos primeros países, el régimen liberal autoritario se había negado a conceder espacios para la oposición y se empeñaba en mantener el poder a través de un presidencialismo fuerte. En el caso de Costa Rica ya se habían dado pasos significativos hacia la democratización (representación de minorías, elecciones directas y un registro nacional de electores); de tal forma que la dictadura de los hermanos Tinoco (19171919) representó una reacción autoritaria respaldada sólo por una fracción de la "oligarquía del café", que fue finalmente derrotada luego de un breve periodo de enfrentamientos militares.

En Chile, la resistencia a los cambios provino de grupos políticos liberal–autoritarios que habían desempeñado destacados papeles en los procesos de cambios en las décadas más recientes, como fue la separación de la Iglesia y el Estado, la pacificación de la Araucanía, el triunfo militar en la Guerra del Pacífico (1879–1881) y la incorporación territorial de la Isla de Pascua. Además, cabe anotar que previamente a la apertura democrática, el régimen político chileno se destacó por su estabilidad institucional, la cual prevaleció desde 1830 hasta 1891; configurando a este país como el de mayor orden en hispanoamérica en el siglo XIX, tras la independencia. Sin embargo, las sucesiones presidenciales eran sólo una designación del presidente saliente, revestido de una aparente formalidad electoral;23 tal fue el caso de José Manuel Balmaceda (1886–1891) del Partido Liberal, quien resultó promovido a este cargo por su antecesor Domingo Santa María (1881–1886); con la diferencia de que esta vez el descontento de la oposición se canalizó a través de la conformación de una alianza denominada el "cuadrilátero" (radicales, nacionales y dos corrientes de liberales disidentes). Finalmente, el detonante de la crisis política fue la negativa del Congreso de aprobar el presupuesto de 1891.24 La aprobación unilateral del presupuesto por parte del Ejecutivo desató una guerra civil, en la que se enfrentó la oposición respaldada por la armada y el gobierno secundado por el ejército. La derrota militar de Balmaceda luego de violentos enfrentamientos devino en la implementación del programa de los revolucionarios, que consistía en libertad electoral, independencia de los partidos respecto del Poder Ejecutivo y un sistema parlamentario de gobierno. El primer gobierno electo del nuevo régimen democrático fue encabezado por el líder militar de la revolución, el almirante Jorge Montt (1891–1896). De manera similar a otros casos de democracias tempranas, la elección y el inicio del gobierno de Montt contó con el apoyo consensual de todos los partidos que apoyaron la revolución (conservadores, radicales, nacionales y liberales disidentes) y que se plasmó luego en gabinetes plurales.

Mientras tanto en Perú la coalición cívica–militar que constituyó el Partido Constitucional y que logró la reconstrucción nacional, luego de la derrota en la guerra del Pacífico y el restablecimiento de un orden institucional nacional, se afianzó consecutivamente en el poder y desplazó a los civiles de esta alianza. La crisis de este régimen liberal autoritario sucede después de la muerte del general Morales Bermúdez en 1894 y con el propósito del general Cáceres de acceder por segunda vez a la presidencia, lo cual hace estallar la guerra civil, en la que la oposición (los partidos civil y demócrata) se une para resistir la hegemonía militar. La derrota militar de Cáceres permitió la instalación de un nuevo régimen que se inicia con la constitución de una junta de gobierno provisional presidida por el líder del Partido Civil, Manuel Candamo, la cual convoca a elecciones presidenciales y parlamentarias, siendo candidato único a la presidencia por acuerdo de los partidos demócrata y civil, y el líder de la revolución: Nicolás de Piérola.

Es importante anotar que a pesar de las transiciones violentas en Chile y Perú, los partidos desplazados por la guerra civil (liberales y constitucionales respectivamente) pudieron reincorporarse a la política democrática en ambos países pocos años más tarde. Esta participación demuestra el grado de inclusión que estos regímenes tenían en sus formas de construcción de alianzas electorales, así como en la capacidad de adaptación al nuevo régimen de los actores del periodo autoritario anterior.

Por otro lado, se encuentran aquellos otros países que emprendieron el proceso de democratización a partir de la iniciativa de la clase política en el gobierno (Colombia, Argentina y Uruguay). En todos estos casos, los actores políticos oficialistas siguieron teniendo un fuerte protagonismo político en el nuevo régimen desde sus inicios, ya sea desde el gobierno como el caso del Partido Conservador en Colombia y el Partido Colorado en Uruguay, o desde la oposición en Argentina, a través de partidos de derecha provinciales, luego de la división del gobiernista Partido Autonomista Nacional (PAN) que dejó el poder en 1916.

Cabe destacar en este modelo de democratización por iniciativa del gobierno la presencia de alas renovadoras en los partidos oficialistas, encabezadas por líderes que impulsaron los cambios desde el interior de sus agrupaciones y desde la presidencia de la república, como es el caso de Carlos Restrepo en Colombia,25 Roque Sáenz Peña en Argentina y José Batlle en Uruguay. El último de ellos siguió ejerciendo una influencia decisiva en todo el periodo del nuevo régimen democrático, generando una corriente al interior de su partido (el batllismo), que perdura hasta la actualidad.

Si bien estos procesos democratizadores desde el gobierno fueron pacíficos, en todos los casos preexistió una larga historia de violencia política (guerras civiles y revoluciones) que había convulsionado a sus respectivos países durante la mayor parte del siglo XIX e incluso hasta los inicios del XX; de tal modo que una explicación para entender estas iniciativas oficialistas radica en el temor de caer en una nueva espiral de enfrentamientos militares de resultado incierto para cualquiera de los partidos.26

No sólo el miedo a la inestabilidad y la violencia impulsó la apertura democrática en estos países, sino también el deseo de mantenerse en el poder animaba a estos actores a promover los cambios. Así, abriendo los canales de la participación política a través del voto directo y universal, esperaban ratificar su popularidad y ganar las elecciones presidenciales (los colorados en Uruguay y el PAN en Argentina), o porque al impulsar estas reformas lograrían el apoyo de una coalición amplia para permanecer en el poder (los conservadores en Colombia). El caso uruguayo además refleja un interés de los colorados batllistas de mantenerse indefinidamente en el poder, como consecuencia de un conjunto de reformas constitucionales27 que configuraban un gobierno compartido entre el partido en el gobierno y el de oposición, lo cual evitaba el desmantelamiento de las políticas de gobierno hasta ese momento establecidas.

Collier (2005, pp. 33–35, 55) propone dos formas de democratización algo distintas de las propuestas en este artículo, la primera se denomina "democratización desde las clases medias" y consiste en una demanda de inclusión desde estos estratos sociales, presión que es asimilada por el gobierno y conlleva un proceso de apertura política y reformas electorales. La segunda es llamada "movilización de apoyo electoral" y es más bien una iniciativa desde la élite gubernamental, la cual obedece a un cálculo estratégico de mantenerse en el poder a través de incluir y ganar a los nuevos votantes. En la primera forma de democratización considera el caso de Argentina, en el segundo tipo inscribe a Chile y Uruguay.

Desde nuestra perspectiva todas las formas pacíficas de transición (Argentina, Uruguay y Colombia) fueron iniciativas gubernamentales que obedecieron a dos motivos: el primero fue responder a las presiones de otros actores políticos que demandaban apertura y reformas electorales, y el segundo obedecía a cálculos políticos para mantenerse en el poder a través de liderar estos cambios y tener el suficiente apoyo electoral para ganar las elecciones. Por otro lado, las transiciones violentas fueron impulsos de los marginados del poder (clases medias y altas mayormente) que no eran asimiladas por el Ejecutivo y que desembocaban inevitablemente en conflictos armados (Chile, Perú y Costa Rica). Por lo tanto, nuestra opinión sobre la clasificación de Collier es que no ayuda a distinguir con claridad los procesos de transición en un panorama de más casos latinoamericanos, e incluso los casos ejemplificadores de este modelo no corresponden con los hechos históricos que registramos.

 

Reformas electorales

Otro factor común en todos los casos es el interés de la clase política de estos regímenes democráticos por implementar reformas electorales, con el fin de incluir la representación de las minorías opositoras y de disminuir las prácticas fraudulentas.

Como se aprecia en el cuadro 4, algunas de las reformas electorales fueron aprobadas antes del inicio del régimen democrático, como una forma de distender el ambiente político, satisfacer algunas de las demandas de la oposición, hacer que renunciara a sus estrategias subversivas y se incorporara al régimen vigente. Los casos más típicos de inclusión parcial de la oposición por parte del gobierno son Costa Rica, Chile y especialmente Uruguay, donde los colorados anticiparon casi todas las modificaciones electorales con el fin de involucrar a los actores políticos en un marco de reformas de mayor trascendencia, que incluso redefinió la estructura misma del Estado a partir de la nueva constitución de 1918.

También observamos el modelo argentino, en el que las nuevas leyes electorales resultaron de las negociaciones entre el gobierno y la oposición, a través de las conversaciones que mantuvieron directamente sus líderes, el presidente Roque Sáenz Peña y el opositor Hipólito Yrigoyen, en 1910. Casi en este mismo estilo podemos reseñar el caso de Perú, donde las reformas electorales se aprobaron en el Congreso apenas iniciado el primer gobierno del nuevo régimen democrático (1896).28 Sin embargo, los cambios introducidos en Perú no fueron el factor de estabilidad que esperaban, quizá debido a que éstos fueron bastante limitados (no se estableció el voto secreto, el voto universal masculino,29 la representación proporcional ni la cédula de identificación electoral), lo cual siguió permitiendo un margen amplio de fraude en las elecciones posteriores.

En contraste con Perú, las reformas electorales en Colombia fueron las más completas y se desarrollaron de manera progresiva durante todo el periodo en que se asentó el régimen democrático, lo cual pensamos que puede haber repercutido en la estabilidad democrática de este país, que fue la de mayor durabilidad en el continente durante el periodo reseñado. Uruguay y Costa Rica tuvieron también un amplio rango de garantías electorales, lo cual contribuyó a la mayor duración de la democracia en estos países durante el resto del siglo XX y hasta la actualidad.

Para Valenzuela (2000, p. 159), la reforma electoral que sentó las bases mínimas para que pudiera existir un régimen democrático en Chile fue la que se hizo en 1890, la cual permitió un sistema de escrutinio independiente del gobierno, aseguró la implementación del voto secreto (establecido legalmente en 1874) y estableció procedimientos para las formas de votación, el recuento de votos y la determinación de los candidatos ganadores; de tal forma que se garantizara la imparcialidad para todas las candidaturas y se permitiera un acceso libre y exento de manipulaciones para cada elector. Esta ley electoral fue impulsada y aprobada por una amplia coalición legislativa de oposición, que pretendía impedir que el presidente Balmaceda seleccionara a su sucesor, como hasta entonces había venido sucediendo.

Uno de los propósitos más importantes de las nuevas regulaciones electorales fue la eliminación de las prácticas de violencia y fraude durante los comicios, de tal manera que la reivindicación de la "verdad del sufragio" se constituyó en uno de los elementos fundamentales de los programas ideológicos de los partidos de oposición y de las corrientes renovadoras al interior de los partidos en el gobierno; sin embargo, los fraudes continuaron siendo una práctica recurrente en todos los casos y durante casi todo el tiempo que duraron estas primeras democracias.

No obstante, una diferencia respecto de los periodos anteriores es que a pesar de estas irregularidades las reformas electorales introducidas establecieron un mecanismo institucional por el cual se registraban votantes, se calificaban votaciones, se levantaban actas electorales y se procesaban quejas de votantes y candidatos. Todo ello trascendía a la prensa y a los debates parlamentarios, de tal forma que el proceso electoral no era más una herramienta exclusiva de los gobiernos para perpetuar sus mandatos y designar a los triunfadores luego de un acto electoral más ritual que real.

Por otro lado, los beneficios de las prácticas fraudulentas ya no favorecían a un solo partido; las posibilidades de cometer irregularidades que el sistema electoral imperfecto permitía eran aprovechadas por todos los partidos, de tal manera que las ganancias electorales se empezaban a distribuir más equitativamente, con y a pesar del fraude. Una demostración post factum de esta afirmación es que la oposición empezaba a ganar elecciones, no sólo de legisladores en alguna alejada provincia, sino además de mayorías en las cámaras, en el parlamento y finalmente el Poder Ejecutivo.

De hecho, los primeros gobiernos democráticos en Chile, Perú, Argentina, Colombia y Costa Rica fueron del partido opositor al antecesor. La excepción a esta tendencia fue Uruguay, por su peculiar forma de composición del Poder Ejecutivo, el cual estaba dividido en presidencia y Consejo Nacional de Administración, y por lo tanto incluía al partido minoritario en esta instancia de gobierno.

En síntesis, podemos generalizar para estos casos hispanoamericanos las afirmaciones que Valenzuela (1996, p. 34) hace para el Chile de finales del siglo XIX: "a pesar de que las quejas de irregularidades electorales continuaron a lo largo de las siguientes décadas, generalmente centradas en la compra de votos, los resultados electorales empezaron a reflejar la relativa fuerza electoral de las diversas tendencias políticas" (traducción propia).

 

Nuevas estructuras partidarias y participación política

Los primeros gobiernos de estos regímenes democráticos tempranos tienen algunas características comunes. Una de ellas es que reciben el apoyo de los partidos que habían apoyado el proceso democratizador ya sea por vía de la guerra civil (Chile, Perú y Costa Rica) o por procesos de negociación y reformas (Colombia, Argentina y Uruguay), lo cual se traduce en gabinetes multipartidarios. Otro factor similar en todos ellos son los cambios en las dinámicas y estructuras de estos partidos y el surgimiento de otros nuevos con moldes distintos a los tradicionales partidos de notables.

Entre las nuevas características de los partidos se encuentran, en primer lugar, la renuncia que hacen a estrategias revolucionarias y conspirativas; en segundo lugar, enfocan su dinámica en función del debate público, el cual no sólo se daba en los foros del Congreso sino además a través de la prensa (que resultaba favorecida por la libertad de expresión que conllevaba la democracia); finalmente superan una estructura organizativa cerrada y excluyente, con el fin de conseguir los votos necesarios que exigían las nuevas reglas electorales y que habían expandido notoriamente el universo electoral.

De esta forma, emergen las primeras estructuras partidarias abiertas que buscan incorporar a los nuevos votantes que se generaban a partir de la implantación del voto universal masculino (en la mayor parte de los casos) y del voto directo, así como del empadronamiento de los mismos. En ese sentido, los partidos sirvieron como canales de integración de la ciudadanía, ya sea mediante las elecciones o la participación en estas organizaciones (asambleas partidarias, instalación de clubes seccionales30 o comités electorales, manifestaciones, campañas electorales). Esta participación ciudadana permitió una mayor vinculación entre los grupos sociales y los partidos, en tanto que los primeros, al convertirse en el fiel de la balanza para el triunfo electoral (votos), empezaron a ser incorporados en los compromisos y programas partidarios y consecuentemente en las políticas públicas de los gobiernos resultantes.

Por lo tanto, la imagen tradicional que se presenta respecto de este periodo (finales del siglo XIX y primeras décadas del XX) como un régimen aristocrático u oligárquico necesita someterse a revisión, al menos desde el ámbito de la política. En primer lugar, considerando que si bien la composición de notables estuvo presente en la conformación de la clase política (aunque de manera decreciente), la presencia de nuevos partidos, de regulaciones electorales y de instituciones que atendían estos procedimientos implicaba la existencia de una real competencia por el poder, al margen de las extracciones de clase de los actores políticos.31

Por otro lado, el supuesto de que los regímenes oligárquicos restringían la participación electoral a propietarios, blancos y urbanos, y que por lo tanto no lograrían calificar como democracias, deja de sostenerse frente a investigaciones más recientes que señalan que los procesos electorales de varios países latinoamericanos de este periodo fueron mucho más participativos y complejos de lo que se suponía, incluso para periodos anteriores a los de nuestros estudios de caso, como se refleja en Brasil en la década de 1870 (Graham, 1990), Perú entre 1847 y 1849 (Peloso, 1996) y Argentina en 1878 (Sabato, 1995).

Molina constata que la participación electoral en Costa Rica era muy alta a finales del siglo XIX (8% aproximadamente) y comienzos del XX (16%), mayor que en cualquier otro país hispanoamericano, y equivalente a Inglaterra y Estados Unidos para esos mismos periodos. Este incremento lo atribuye a que la creciente competencia partidaria alentó "en su afán por capturar el mayor número posible de sufragios, [que] los partidos se esforzaron por empadronar y movilizar a todos los varones costarricenses que podían calificar para votar, independientemente de su etnia o condición social" (2001, p. 23).

Por su parte, Valenzuela (2000, p. 131) reconoce que en Chile los inscritos para fines del siglo XIX no eran más de 7 por ciento de la población total; sin embargo, coincidimos con su argumentación de que "la teoría democrática no ofrece una idea clara de cuán extenso debe ser el sufragio antes de que pueda hablarse de un régimen democrático"; de tal modo que tratándose de regímenes electorales no universales el mínimo democrático está centrado más bien en un grado tal de heterogeneidad de los que participan electoralmente, que permita una competencia real entre los distintos actores políticos vigentes en ese momento.

En ese mismo sentido, Carmagnani (2004, p. 263) señala que la aplicación de las reformas electorales permitió la elección de representantes de los nuevos partidos radicales, liberales y socialistas, que incorporaron "nuevos políticos procedentes de los organismos administrativos, de las profesiones liberales y del mundo empresarial", lo cual a su vez implicó la disminución de los notables en los congresos. La presencia de estos nuevos actores (intelectuales, comerciantes, industriales y profesionistas) en la clase política influyó en la formación o renovación de los partidos, orientados a una composición pluriclasista y masiva, electoral y parlamentaria.

Creemos, a manera de hipótesis, que una mayor incorporación de la masa electoral a través de estructuras organizativas inclusivas y abiertas por parte de los partidos políticos implicaría un efecto trascendente para las décadas siguientes. Ahí tenemos los casos de permanencia como partidos electoralmente relevantes hasta la actualidad de los blancos y colorados en Uruguay, los liberales y conservadores en Colombia, la Unión Cívica Radical en Argentina, y socialdemócratas y conservadores en Costa Rica.

En el mismo sentido de la hipótesis propuesta, las limitaciones de las reformas electorales en Chile y Perú no permitieron que sus respectivos sistemas de partidos de aquel periodo sobrevivieran a las crisis políticas, ocasionadas por derrumbes democráticos, pero sobre todo por su incapacidad de abrirse a los nuevos estratos poblacionales que emergieron en el siglo XX. Serán otras agrupaciones políticas las que asuman esos retos y vayan configurando sus actuales sistemas de partidos, ya sea socialistas y demócratas cristianos en Chile o el Partido Aprista en Perú.

 

Quiebres de la democracia

Sin que sea el propósito de este trabajo ofrecer una explicación de las causas de los derrumbes democráticos en esta primera ola, nos limitaremos a analizar las similitudes que se observan en estos seis casos, y a comparar los diversos procesos que llevaron a la deslegitimación del régimen y de la clase política que lo conformaba.

Un elemento recurrente en estos seis casos fue el agudo y frecuente enfrentamiento entre los poderes Ejecutivo y Legislativo, lo cual repercutía en el desprestigio de la clase política. Una de las causas de este proceso de deslegitimación fue el predominio parlamentario que existía sobre el Poder Ejecutivo, lo cual traía como consecuencia la lentitud o, muchas veces, la parálisis de la gestión gubernativa. Estos entrampamientos políticos venían acompañados por un agudo enfrentamiento no sólo entre poderes, sino además entre partidos, y entre la clase política y determinados sectores de la sociedad civil.

El caso más extremo fue el chileno, ya que este conflicto atravesó todo el régimen desde sus inicios (una guerra civil entre ambos poderes) y durante la mayor parte de la vigencia de este régimen también conocido como la "república parlamentaria". Este conflicto se manifestó en el entrampamiento de las iniciativas políticas del Ejecutivo en el parlamento y en la alta rotación de los gabinetes ministeriales por el voto de censura de las cámaras. Finalmente esta situación repercutió en la inestabilidad del gobierno, el cual consecuentemente era sujeto de las presiones de los militares,32 quienes estaban descontentos con el papel de los políticos en el Congreso, y que a la postre desembocó en el golpe militar del coronel Carlos Ibáñez del Campo en 1927.

Un caso similar fue el peruano, donde la ruptura entre el Partido Demócrata y el Partido Civil en 1901, aliados iniciales de la revolución de 1895, fue el punto de tensión permanente a lo largo de todo el periodo democrático. Esto se manifestó sobre todo en los obstáculos que el Congreso le ponía al Poder Ejecutivo, lo cual además desencadenó varias rebeliones e intentos de golpes de Estado. En ese contexto, Augusto Leguía apenas terminada la elección en la que resultó ganador, y frente a la perspectiva de nuevos entrampamientos frente al Legislativo, destituyó por la fuerza al presidente José Pardo en 1919 y luego se autoproclamó presidente. De manera inmediata cerró el Congreso y convocó a nuevas elecciones parlamentarias, desconociendo los resultados electorales para la renovación del tercio parlamentario que había sido concurrente con su propia elección como presidente.33

La polarización política en Uruguay no provino sólo del conflicto de los poderes Ejecutivo y Legislativo, sino que el propio gobierno estaba dividido en dos instancias, lo cual generaba problemas en la toma de decisiones y por ende en la gobernabilidad del país. Los conflictos políticos y la ineficacia gubernamental fueron agravados por una hiperactividad electoral34 que incentivaba la competitividad entre y al interior de los partidos, y a su vez marcaba el ritmo de las políticas del gobierno, en tanto éstas se veían influidas por el corto plazo de la siguiente elección. Así, en un contexto de crisis económica y conflictos políticos, el presidente Gabriel Terra (1931–1938) dio un autogolpe de Estado en 1933, para disolver el Congreso y el Consejo Nacional de Administración.

La otra fuente de deslegitimación de la clase política y por ende del propio régimen provenía del deseo de permanencia de los partidos de turno en el gobierno o el acrecentamiento de sus facultades por medios ilegales. El afán de mantener el poder forzando los marcos establecidos generaba, lógicamente, el enardecimiento de la oposición, que iba desde la resistencia en el parlamento, reacciones violentas como mítines y desórdenes sociales, hasta intentos de derribar al gobierno por vías no institucionales. De forma similar al primer grupo, el desenlace del agudo conflicto entre el gobierno y la oposición desencadenó dictaduras civiles o militares que anunciaban el reestablecimiento del orden y la pacificación del país. En este segundo tipo agrupamos a Colombia, Argentina y de forma suigeneris a Costa Rica.35

El caso más típico de esta segunda forma de deslegitimación fue Colombia a partir del gobierno del conservador Mariano Ospina (1946–1950). La recuperación del poder por parte de los conservadores, luego de más de un cuarto de siglo de gobiernos liberales, implicó un fuerte reacomodo al interior del aparato del Estado que suscitó hechos de violencia por parte de ambos partidos. Esta violencia se intensificó luego del asesinato del político liberal Jorge Gaitán el 9 de abril de 1948, quien era el máximo dirigente del partido y había concitado una gran adhesión popular con un discurso dirigido a favorecer a las clases medias y bajas, y por lo tanto se perfilaba como el candidato favorito para las elecciones presidenciales de 1949. A pesar de los intentos de las alas moderadas de ambos sectores por pacificar el país y rehacer un pacto bipartidista,36 el predominio de las fracciones radicales en ambos partidos, la amenaza de una interpelación al Poder Ejecutivo por parte del Congreso (de mayoría liberal) y la proliferación de las guerrillas impulsó al presidente Ospina a dar un autogolpe de Estado en noviembre de 1949 (clausura del Congreso, suspensión de libertades civiles, censura de la prensa). Las elecciones presidenciales de ese mismo año tuvieron un solo candidato, el conservador Laureano Gómez, dada la abstención del candidato liberal; el nuevo gobierno siguió ejerciendo la represión como una forma de pacificar el país, logrando el efecto absolutamente contrario.37 La ingobernabilidad durante la presidencia de Gómez propició un nuevo golpe de Estado en junio de 1953 por parte del general Rojas Pinilla (1953–1957).

Otro caso de deslegitimación de los actores políticos que buscaban mantenerse en el poder por cualquier medio fue Argentina. Ya desde los primeros momentos, el primer gobierno radical de Yrigoyen (1916–1922) tuvo enfrente a un parlamento mayoritariamente hostil y gobiernos provinciales bajo el control de la oposición. Por lo tanto, la estrategia oficialista estuvo orientada a lograr la mayoría en las cámaras y a ganar en las provincias. Empero, los medios utilizados para estos fines fueron el reparto de empleos públicos a nivel nacional y las intervenciones federales en las provincias. Tales métodos le granjearon las antipatías de los partidos e incluso de muchos radicales que no aceptaban esta clase de maniobras. La relación entre poderes tendía progresivamente a su deterioro por parte de ambos sectores.38 La campaña electoral presidencial de 1927 polarizó mucho más a los actores políticos cuando se presentó nuevamente como candidato Yrigoyen, lo cual generó la construcción de una sola candidatura alterna antiyrigoyenista. Esta candidatura alterna logró unificar a todos los otros partidos, incluyendo a un sector del radicalismo, autodenominado "antipersonalista", los cuales lograron encabezar esta opción electoral con su máximo dirigente Leopoldo Melo. El arrollador triunfo electoral de Yrigoyen, que incluso le permitió contar con una mayoría en la Cámara de Diputados, le dio nuevos bríos para que reiniciara la política de intervenciones federales y el clientelismo político durante su segundo gobierno (1928–1930). Sin embargo, esta vez la crisis económica mundial de 1929 y varios asesinatos de líderes antipersonalistas propiciaron que la oposición optara por una estrategia golpista en alianza con los militares. Efectivamente, el golpe de Estado sobrevino el 6 de septiembre de 1930 e instauró la dictadura del general José Félix Uriburu,39 que sería el primero de una serie de gobiernos de facto y de gobiernos electos que no lograrían culminar su mandato, inestabilidad política que se prolongó durante más de cinco décadas.

Finalmente, reseñamos el caso excepcional del quiebre democrático en Costa Rica que, si bien se inscribe en la tipología de deslegitimación de la clase política por pretensiones de permanencia ilegal en el poder por parte del partido en el gobierno, logró recuperar rápidamente su régimen democrático, generando una segunda etapa de estabilidad y gobiernos competitivamente electos desde 1949 hasta la actualidad. El enfrentamiento entre el gobierno y la oposición degeneró hacia cauces no institucionales a partir de la elección presidencial del candidato oficialista Teodoro Picado Michalski (1944–1948), a raíz de las acusaciones de fraude electoral que hizo la oposición al gobierno anterior de Rafael Calderón (1940–1944). Este conflicto se agudizó cuando Calderón, al postularse por segunda vez a la presidencia de la república en 1947, perdió las elecciones frente al candidato de la oposición Otilio Ulate Blanco, lo que ocasionó que el Congreso de mayoría oficialista anulara los resultados electorales. El agotamiento de la vía electoral brindó la oportunidad para que la línea dura de la oposición encontrase la excusa para iniciar la insurrección armada, la cual estuvo liderada por José Figueres.40 La guerra civil iniciada a principios de 1948 duró tres meses y terminó con el triunfo del bando opositor, la huída del presidente Picado y del ex presidente Calderón a Nicaragua, y la instalación de una junta fundadora de la segunda república presidida por Figueres (1948–1949). Esta junta promulgó una nueva constitución, la cual ratificó un tribunal supremo de elecciones de carácter autónomo, reforzó el poder del Congreso (ampliando a seis meses al año la duración de sus sesiones ordinarias y habilitándolo para ejercer el derecho de interpelación y censura a los gabinetes), disminuyó las facultades del Ejecutivo (restringiendo el alcance de los decretos presidenciales y eliminando su derecho para suspender el orden constitucional), y finalmente abolió el ejército (constituyéndose como el único caso en el mundo en haber aplicado esta medida). La Junta Fundadora reconoció el triunfo de Otilio Ulate (1949–1953), a partir del cual se restituyó el régimen democrático en este país hasta la actualidad.

Nuestro argumento sobre la deslegitimación de la clase política como el factor común a estas interrupciones democráticas se fundamenta en la constatación de que, una vez dado el golpe de Estado (ya sea civil o militar), hubo una mínima resistencia frente a esta injerencia.41 De tal modo que los nuevos gobiernos de facto recibieron un apoyo tácito o activo de la sociedad para proceder a implementar reformas institucionales que desmantelasen el régimen anterior, ya sea para disminuir las facultades parlamentarias, reforzar el papel del Ejecutivo o para reprimir a los partidos políticos tradicionales, a no ser que éstos se hubieran adherido o participado en el quiebre democrático (con la notable excepción del caso de Costa Rica, como ya se ha visto).

El autogolpe del presidente colombiano Ospina en 1949 podría considerarse como una excepción en cuanto al soporte de la sociedad civil, ya que no tuvo el apoyo de la población y no logró restituir el orden ni la paz social; por el contrario, la reacción liberal respondió violentamente a través de guerrillas y una resistencia popular en varias ciudades y regiones del país. Sin embargo, el nuevo golpe de Estado del general Rojas Pinilla en 1953 sí contó con el apoyo de la población y de sectores organizados de la sociedad como la Iglesia y las asociaciones de empresarios. En palabras de Palacios (2006, p. 150, traducción propia): "fue ciertamente uno de los cambios de régimen más pacíficos y ampliamente aclamados en la historia de Colombia". Por lo tanto, en este caso podemos decir que la deslegitimación ya estaba en curso y se manifestó rotundamente tres años después del primer quiebre de la democracia.

Asimismo, las rupturas constitucionales en estos seis países contaron con el apoyo activo de otros actores políticos que formaban parte del régimen. De esto dan cuenta los autogolpes civiles de los presidentes Ospina en Colombia, Leguía en Perú y Terra en Uruguay que fueron respaldados por sus partidos (o al menos por algunas de sus fracciones).42 De forma similar ocurrió en los casos restantes, siendo así que el general argentino Uriburu fue secundado en su levantamiento contra el radical Yrigoyen por varios de los partidos de derecha de las provincias, los socialistas independientes y los propios radicales antipersonalistas, mientras que la insurrección de Figueres en Costa Rica estuvo respaldada por el Partido Demócrata, el Partido Social Demócrata y el Partido de Unidad Nacional. Por su parte, el coronel Ibáñez del Campo en Chile recibió el apoyo sumiso de casi todos los partidos, a tal punto que en 1929 estas mismas agrupaciones accedieron a que el propio Ibáñez depurara sus listas de candidatos al parlamento, legislatura que fue conocida por el apelativo de "Congreso Termal", por el lugar de descanso Termas de Chillán, donde el militar escogió a los congresistas.

Por otro lado, podemos encontrar una similitud en el grupo de países cuyo quiebre democrático fue ocasionado por intervenciones militares, como son los casos de Chile y Argentina, pudiendo también incluir a Colombia, ya que si bien el golpe fue inicialmente civil, los militares intervinieron cuatro años después. El punto en común de estos tres casos fue el papel destacado que desempeñó el ejército para mantener el orden en un contexto de emergencia de la cuestión social, y que repercutió en forma de huelgas y paros, así como de amagos revolucionarios, a lo cual siguieron medidas de fuerza extrema de los militares.43

En conclusión, respecto al término de los regímenes democráticos pensamos que una explicación, a modo de hipótesis, es que el enfrentamiento de poderes del Estado que involucraba intensivamente a los actores políticos y/o de la retención ilegal del poder por parte de los partidos oficialistas generaba un proceso de deslegitimación de la clase política, que a su vez constituía un caldo de cultivo para que algunos de los actores políticos buscasen la alternativa más extrema para acceder al poder, el golpe de Estado, sin generar una reacción adversa de la sociedad o incluso contando con el apoyo de sectores importantes de la misma; por tanto, creemos que la dinámica golpista se generaba en el interior del régimen y no fuera de éste.

 

Reflexiones finales

Precisar los criterios por los cuales podemos evaluar la existencia de un régimen democrático apunta a esclarecer el carácter conceptual de la democracia misma. Esta redefinición nos condujo a una comparación analítica de seis regímenes políticos en Hispanoamérica: Chile, Perú, Colombia, Argentina, Uruguay y Costa Rica. Asimismo, revisar un marco conceptual por el cual determinar el carácter democrático de un régimen nos permite una mayor homogeneidad en la clasificación de las democracias, considerando las disparidades mostradas por diversos autores al inicio de este estudio.

La definición de la competitividad como el eje para evaluar el carácter democrático de los procesos políticos se toma desde un punto de vista minimalista, lo cual implica que estas democracias aún carecen de otras características que se contemplan para una democracia consolidada, tales como Estado de derecho, efectiva separación de poderes, amplitud de reconocimiento de derechos civiles y sociales, sufragio universal, separación efectiva de la Iglesia y el Estado, sometimiento del mando militar a la legalidad civil, entre otras.

De hecho, las democracias incipientes que constatamos en estos seis casos tenían muchas debilidades, que a la postre desencadenaron golpes de Estado que revirtieron el proceso democratizador, ya sea por breves periodos como en Costa Rica (un año), Chile (cinco años), Colombia (ocho años) o Uruguay (diez años); mientras que en otros países la inestabilidad política y las dictaduras demoraron mucho más tiempo, como en Argentina (53 años) y Perú (61 años). ¿Influyeron los cambios políticos y constitucionales realizados durante estos regímenes democráticos en la duración (corta o larga) de las dictaduras posteriores? Esta pregunta queda pendiente para continuar el estudio de los procesos de democratización durante la segunda y tercera ola en los países hispanoamericanos.

El ciclo democrático que iniciaron estas seis repúblicas en Hispanoamérica, y que fueron revertidas por quiebres institucionales algunos años después, ha dejado huellas institucionales en sus respectivos países y en el continente que no pudieron ser borradas por gobiernos autoritarios subsiguientes, y que luego son retomadas por las siguientes olas democráticas. Nos referimos concretamente a la importancia del papel de los parlamentos como contrapesos del Poder Ejecutivo, a las reformas electorales tendientes a ampliar el sufragio y garantizar la honestidad de los resultados, la existencia de partidos políticos como canales organizativos para acceder al poder y para representar intereses sociales, una experiencia ciudadana de reconocimiento de derechos de elegir y ser elegidos, además de otras demandas vinculadas con derechos cívicos básicos y finalmente, el que considero el más importante para la existencia de un régimen democrático (aunque obviamente no el único): someter a los actores políticos que pretenden el poder del Estado al imperio de la voluntad ciudadana a través de sus votos.

Por último, resulta importante destacar que en las clasificaciones de las democracias que hacen los autores reseñados y otros especialistas, ninguno incorpora el caso del régimen político peruano en el grupo de las democracias de la primera ola. Lo más temprano que se le atribuye como democracia es durante la segunda ola (Huntington, 1991) o en 1939 (Przeworski et al., 2000).44 De tal modo, que en esta nueva revisión histórica y conceptual, incorporamos por primera vez a Perú como un caso de democracia temprana, apenas cuatro años después de la chilena, que sería la primera en Hispanoamérica.

 

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Notas

1 El concepto de la democracia desde una perspectiva procedimental se inicia con Joseph Schumpeter en Capitalism, Socialism and Democracy (1947), y se consolida con Dahl en Polyarchy: Participation and Opposition (1971).

2 Otro autor que utiliza clasificaciones intermedias entre democracias y dictaduras es Smith (2005, pp. 9–11), y denomina "oligarquías competitivas" a aquellos regímenes con elecciones restringidas en cuanto a los votantes (impedimentos de analfabetismo o ingresos) y, por otro lado, asume el término de "semidemocracias" a los que tienen elecciones libres pero no justas, o elecciones libres y justas pero en las que el ganador no logra asumir el poder plenamente.

3 Diversas perspectivas han tratado la ambigüedad teórica en la que se encuentra el conjunto de estos casos intermedios, denominándolo como zona neblinosa (foggy zone, Schedler, 2002, pp. 37–39) o gris. (Gray zone, Carothers, 2002, pp. 9–11.)

4 "Así, para asegurar la organización lógica del concepto, el primer error conceptual que el analista debe evitar es el error de la redundancia, el uso de dimensiones en un mismo nivel o la desagregación que no es mutuamente exclusiva y así fracasar en introducir nuevas y claras distinciones." (Munck y Verkuilen, 2000, p. 7, traducción propia.)

5 Sólo algunas de las libertades mencionadas anteriormente aparecen en esta estructura del concepto "democracia" (dado que es sólo un ejemplo para estructurar lógicamente el concepto de democracia), por lo que podemos incluir otros derechos en algunas de las dimensiones señaladas; así por ejemplo el habeas corpus o inviolabilidad de la vida privada se puede incluir como componente de la dimensión de "competitividad", o como subcomponente del "derecho a votar".

6 "Una ola de democratización es un grupo de transiciones de un régimen no democrático a uno democrático, que ocurren dentro de un periodo específico de tiempo y que superan cuantitativamente a las transiciones en la dirección opuesta durante ese mismo periodo. Una ola también involucra liberalización o democratización parcial en el sistema político, aunque no llegue a ser plenamente democrático." (Huntington, 1991, p. 15, traducción propia.) Para este autor, la primera ola transcurre entre 1826 y 1926, la segunda ola va de 1943 a 1962 y, finalmente, la tercera ola se inicia a partir de 1974, sin indicar fecha de culminación.

7 "Al grado que, por ejemplo, un sistema político que niega la participación electoral a una parte de la sociedad –ya sea Sudáfrica con 70 por ciento de su población, que es negra; o Suiza con 50 por ciento de su población, que es femenina, o Estados Unidos con 10 por ciento de su población, que es negra del sur–, es considerado como no democrático." (Huntington, 1991, p. 7, traducción propia.)

8 "Las democracias mínimas son aquellos regímenes con sufragio inclusivo y competitivo, pero no necesariamente con un alto nivel de libertades civiles." (Doorenspleet, 2000, p. 389, traducción propia.)

9 Para Smith (2005), México sería el primer régimen democrático en Hispanoamérica, a pesar de que sólo le reconoce una duración menor a dos años. Esta propuesta es bastante diferente de los demás autores, que ubican cronológicamente a México entre las últimas democracias del continente.

10 "El uso frecuente del paradigma de la transición constituye un hábito peligroso al tratar de imponer un orden conceptual simplista y a menudo incorrecto acerca de un marco empírico considerablemente complejo." (Carothers, 2002, p. 15, traducción propia.)

11 El concepto de "régimen" para O'Donnell es específicamente político y definido como "el conjunto de patrones, explícitos o no, que determinan los canales y las formas principales de acceso a los principales cargos de autoridad, las características de los actores que son admitidos o excluidos a tales accesos, y los recursos y estrategias que ellos pueden usar para ganar tales accesos." (1993, p. 1360, traducción propia.)

12 "El modelo mayoritario concentra el poder político en manos de una simple mayoría, mientras que el modelo consensual trata de compartir, dispersar y limitar el poder en distintas formas. Otra diferencia es que el modelo mayoritario es excluyente, competitivo y con adversarios, mientras que el modelo consensual es incluyente, negociador y sujeto a arreglos; por esta razón, la democracia consensual puede también denominarse como 'democracia negociadora'." (Lijphart, 1999, p. 2, traducción propia.)

13 "Debe tenerse presente que 'incertidumbre' puede significar que los actores no saben qué puede ocurrir, que saben lo que es posible pero no lo que es probable, o que saben lo que es posible y probable pero no qué ocurrirá. La democracia sólo es incierta en este último sentido. En efecto, los actores saben lo que es posible, puesto que los desenlaces posibles vienen determinados por el marco institucional; saben lo que es probable que suceda, pues la probabilidad de un desenlace concreto depende de la combinación de un marco institucional y de los recursos con que intervengan las diferentes fuerzas en la competencia. Lo que no saben es cuál será el desenlace concreto." (Przeworski, 1995, p. 19.)

14 "Esta combinación de consenso tácito sobre las reglas del juego y una integración comprensiva predispone a que los miembros de la élite visualicen los resultados decisionales como suma positiva o juego de 'política como negociación', más que un juego de suma cero o de juego de 'política como guerra'. Con un acuerdo sobre las reglas del juego político y con los procesos de toma de decisión asegurados, los diversos jugadores aceptan incluso las decisiones que no les son gratas, ya que tienen la expectativa de conseguir resultados favorables en los temas que consideran vitales." (Higley y Burton, 1989, p. 19, traducción propia.)

15 La recapitulación de los hechos históricos de este periodo se hace tomando como referencia a Tovar, 2003.

16 El Pacto de Benidorm, en 1956, y la Declaración de Sitges, al año siguiente, establecieron los acuerdos entre los partidos Liberal y Conservador para apoyarse mutuamente en los procesos electorales presidenciales, a través de un mecanismo de alternancia según el cual a cada partido le correspondería un periodo de gobierno por vez. Esta alianza, denominada Frente Nacional, logró este objetivo al ganar la presidencia en cuatro periodos consecutivos entre 1958 y 1974, siendo dos de ellos para cada partido alternadamente.

17 "El debate parlamentario de la ley Sáenz Peña mostró un oficialismo confiado y seguro del éxito electoral. Algunos legisladores señalaron, inclusive, que el sistema elegido (lista incompleta) posibilitaría a los partidarios del gobierno apoderarse de mayoría y minoría, dejando excluida a la oposición. Las elecciones de 1916 demostraron que el oficialismo era una importante fuerza electoral, pero las urnas consagraron presidente al líder del ÜCR, Hipólito Yrigoyen. ¿Qué había sucedido?" (Gallo, 2000, pp. 64 y 65.)

18 "Desde que fue elegido por primera vez, en 1903, hasta su muerte, acaecida en 1929, José Batlle y Ordóñez dominó la vida política de Uruguay. Dos veces presidente, su autoridad se debió a que supo conciliar las aspiraciones de la burguesía modernizadora con los reclamos de las clases populares." (Oddone, 2000, p. 127.)

19 "Batlle propuso en 1913 las bases de una reforma de la Constitución. En esencia, su proyecto consistía en suplantar el ejecutivo presidencial por un cuerpo colegiado de nueve miembros del partido mayoritario. Dos de ellos designados por la asamblea general para un periodo de seis años; los siete restantes, elegidos por votación popular, rotarían por renovación anual. Era una propuesta audaz. Si por un lado impugnaba un consenso interpartidario que había durado casi un siglo, por otro lado revelaba la intención de perpetuar la influencia del Partido Colorado en el poder ya que –según el proyecto– tendría que perder cinco elecciones para ser desplazado del ejecutivo." (Oddone, 2000, p.129.)

20 El segundo presidente electo democráticamente en este periodo fue Ricardo Jiménez Oreamuno (1910–1914), quien logró derrotar al ex presidente Rafael Iglesias, apoyado por el presidente saliente Cleto González Víquez.

21 Ascensión Esquivel entre 1902 y 1906, y Alfredo González Flores entre 1914 y 1917.

22 El periodo que se inicia en 1910 con la elección democrática de Jiménez y que continúa con la elección acordada y ratificada por el Congreso de González Flores en 1914 es interrumpido por el golpe de Estado de Federico Alberto Tinoco el 27 de enero de 1917.

23 Este control electoral por parte del Poder Ejecutivo se veía facilitado por "las restricciones al sufragio basadas en la propiedad, la educación y, por supuesto, el género [que] limitaban el derecho al voto a un pequeño porcentaje de la población. El derecho restringido facilitaba el control de las elecciones por parte del Ejecutivo nacional aliado a los caudillos locales. Así bajo Portales y los presidentes que durante diez años cada uno ejercieron el poder después de su muerte, el líder hegemónico pudo controlar las elecciones de varios presidentes sucesivos, gracias al control del Ejecutivo nacional." (Peeler, 1996, p. 66.)

24 Este malestar en la élite política de aquel entonces no pasó desapercibido para Balmaceda, quien intentó aplacar las frustraciones de la oposición integrándola a gabinetes plurales y procurando intervenir menos en los procesos electorales intermedios (congresales y municipales). Así, "las elecciones municipales de Santiago, hacia finales de 1886, estuvieron totalmente exentas de interferencias gubernamentales, y la derrota de los candidatos del gobierno se vio compensada por las muestras de buena voluntad resultantes de su neutralidad." (Blakemore, 2000, p. 169.)

25 Un primer intento democratizador ocurrió durante el gobierno del conservador Rafael Reyes (1904–1909), quien inicialmente incorporó a los liberales al gabinete y luego promovió una reforma electoral, por la cual introducía la representación de un tercio en el Congreso a las minorías. Sin embargo, este espíritu de concordia duró poco y pronto ejerció una política represiva de encierros y destierros de sus rivales, incluidos miembros del propio Partido Conservador que discrepaban del presidente. Un atentado contra su vida, la generación de un bloque liberal–conservador de oposición y la presión popular lo obligaron a renunciar en 1909. (Deas, 2000, pp. 289 y 290.)

26 Los enfrentamientos entre liberales y conservadores en Colombia a lo largo de todo el siglo XIX tuvieron su momento más álgido en la devastadora y sangrienta guerra de los mil días entre 1899 y 1912. El predominio del oficialista Partido Autonomista Nacional (PAN) en Argentina, durante el periodo conocido como "Estado notabiliario" (Forte, 2000, pp. 40–46), fue constantemente resistido por la oposición, especialmente en la revolución del Parque liderada por el nuevo partido Unión Cívica, la cual fue duramente sofocada. La revolución de 1904 en Uruguay significó el predominio de los colorados luego de la derrota de los blancos en la sangrienta batalla de Masoller, lo cual implicó la anulación de acuerdos políticos previos [como el Pacto de la Cruz de 1897, por el cual se lograba un equilibrio defacto entre colorados y blancos (Oddone, 2000, p. 126)] y nuevas leyes electorales que redujeron la representación parlamentaria de las minorías. Todas estas revoluciones estuvieron inspiradas en las exclusiones políticas de la oposición por parte de los gobiernos de turno.

27 Antes de la primera elección competitiva para el Poder Ejecutivo en Uruguay se realizaron elecciones constituyentes en 1916, las cuales favorecieron a la coalición opositora al gobierno, compuesta por el Partido Blanco y disidencias de los colorados de orientación conservadora (riveristas liderados por el senador Manini Ríos). Esta Asamblea promulgó la Constitución de 1918, la cual incorporó importantes cambios en el sistema político de este país y, tal como señala Caetano (1999, p. 415), "de allí en adelante [...] los pleitos fundamentales de la sociedad uruguaya buscarían dirimirse desde la legitimidad de los caminos institucionales de una democracia de partidos y elecciones".

28 Uno de los aspectos a destacar durante el gobierno de Piérola (1896–1900) fue la búsqueda del consenso, que se constituyó sobre la base de gabinetes pluripartidarios. Otra característica fue la reforma electoral, que estableció el voto directo (se eliminó el Colegio Electoral), la constitución de una junta electoral nacional de composición plural (dos personeros por ambas cámaras legislativas –uno de mayoría y otro de minoría–, uno del Poder Ejecutivo, y cuatro en representación del Poder Judicial), además de juntas escrutadoras departamentales, provinciales y distritales, y la formación de un registro nacional de electores. Estas medidas procuraban eliminar los tradicionales vicios electorales, de tal manera que se lograra legitimidad y credibilidad de los mecanismos electorales como vía para acceder al poder.

29 Una de las reformas controvertidas de 1896 en Perú fue la eliminación del sufragio universal al impedir el voto de los analfabetos. Si bien esta medida parece un retroceso, la argumentación de los políticos de esta época se orientaba a evitar la manipulación de los indígenas por parte de los hacendados para conseguir más votos. Así, "esta exclusión obedeció a un esfuerzo por acercarse a la 'verdad del sufragio', pues los indígenas eran cargados como recuas por los caciques hacia las mesas de sufragio, sin tener ellos exacta idea de lo que significaba aquella ceremonia." (Planas, 1994, p. 19.)

30 "Batlle se propone modificar de raíz la vieja estructura oligárquica del partido mediante una más directa representación de todos los niveles de la ciudadanía. El 'club seccional' fue el instrumento idóneo para lograr ese objetivo, llevando a las comarcas del interior y a los barrios urbanos la práctica cotidiana de una democracia interna; las asambleas partidarias permitieron asimismo un contacto más cercano con los problemas de la vida pública que hasta entonces sólo se discutían en círculos cerrados." (Oddone, 2000, p. 128.)

31 "Yashar señala que ésta fue una 'competencia oligárquica', es decir, una competencia circunscrita en lo fundamental a personas y grupos conectados con los cafetaleros, los financieros y comerciantes (Yashar, 1997). Pero el hecho de ser oligárquica no significa que la competencia no fuera real, intensa y cada vez más amplia. Se convirtió, además, en una práctica política habitual." (Estado de la Nación, 2001, p. 108.)

32 La primera incursión militar con propósitos políticos en Chile se conoció como el "ruido de sables" y reflejó el descontento de un grupo de oficiales respecto de la postergación de leyes sociales por parte del Senado, con tal de ocuparse de incrementar sus propios salarios. Cuando el ministro de Guerra los conminó a que se retiraran de la sala, golpearon sus sables contra la pared en señal de desafío. Este hecho sucedió el 4 de septiembre de 1924.

33 Al término de la dictadura de Leguía en 1930, ninguno de los partidos tradicionales pudo recuperar su dinamismo y vigencia, con lo cual caducó todo el sistema de partidos del primer régimen democrático. Este caso es excepcional respecto de los demás, en los cuales, luego de las interrupciones democráticas siguieron desempeñando papeles destacados los actores políticos del periodo anterior. Esta excepcionalidad puede ser una variable a considerar para explicar la extraordinaria inestabilidad política de Perú y el largo periodo de dictaduras después de 1919.

34 "Por otra parte, la Constitución de 1918 presentó problemas relativos al timing electoral. Cada dos años se renovaba un tercio del Consejo Nacional de Administración y un tercio de la Cámara de Senadores. Cada tres años se elegía la totalidad de los miembros de la Cámara de Diputados, y cada cuatro años se realizaba la elección presidencial. Este régimen determinó la realización de la friolera de once elecciones en tan sólo catorce años: 1919, 1920, 1922, 1924, 1925 (febrero y noviembre), 1926, 1928, 1930, 1931 y 1932." (Chasquetti y Buquet, 2004, p. 234.)

35 "Lo que la sucesión presidencial en la historia política de Costa Rica hasta mediados del siglo XX demuestra es que el régimen presidencial que permite a los partidos en el gobierno monopolizar la autoridad del Estado y manipular las leyes electorales para conseguir ventajas propias, alienta a las fuerzas de oposición a emplear la violencia para recuperar o ganar el control del Estado." (Lehoucq, 1992, p. 24, traducción propia.)

36 Paradójicamente, al principio el propio presidente Ospina fue parte de la fracción más conciliadora de los conservadores, al punto de proponer que las elecciones presidenciales se pospusieran por otros cuatros años, y se constituyera una junta de cuatro miembros a cargo del Poder Ejecutivo (dos por cada partido). Asimismo, la Suprema Corte, el Consejo de Estado y la Corte Electoral estarían paritariamente divididos entre conservadores y liberales; mientras tanto el Congreso seguiría en funciones y se aprobarían las leyes con un mínimo de dos terceras partes de sus integrantes. Esta propuesta, rechazada por ambos partidos, puede ser vista como una idea precursora de los acuerdos que constituyeron el Frente Nacional, la alianza entre conservadores y liberales que gobernaría Colombia entre 1958 y 1974. (Palacios, 2006, pp. 144 y 145.)

37 Durante el periodo de 1952 a 1953 se calcularon 22 000 muertos por efectos de la violencia política. (Palacios, 2006, p. 151.)

38 "Yrigoyen planteó un conflicto con el Congreso desde el primer día de su mandato cuando descartó la tradicional ceremonia de la lectura del mensaje y envió una breve comunicación, que leyó un secretario. Simbólicamente, desvalorizaba al Congreso y desconocía su autoridad, del mismo modo que lo hizo todas las veces que aquel, por la vía de la interpelación, intentó controlar sus actos: el presidente y los ministros no sólo no asistieron sino que le negaron injerencia en los actos del Ejecutivo." (Romero, 2001, p. 58.)

39 La dictadura de Uriburu implantó una sistemática persecución de opositores mediante una sección especial de la policía, que sería tristemente recordada porque utilizaba la tortura y especialmente la picana eléctrica.

40 José Figueres, fundador del Ejército de Liberación Nacional y del Movimiento de Liberación Nacional (que luego se fusiona con el Partido Social Demócrata para dar origen al actual Partido de Liberación Nacional), había iniciado su carrera política como opositor al primer gobierno de Calderón; sin embargo, "después de pronunciar un violento discurso en contra del gobierno de Calderón Guardia fue expulsado del país y el camino del destierro lo llevó finalmente a la ciudad de México. Este hecho es importante, ya que el propio Figueres ha reconocido que la gestación de su movimiento duró seis años, durante los cuales se prepararon los planes y elementos bélicos." (Muñoz, 2000.)

41 Frente al autogolpe de Estado del presidente Gabriel Terra en 1933 en Uruguay, el ex presidente Baltasar Brum intentó resistir al mismo y se atrincheró en su casa de Montevideo, a la espera de un levantamiento popular. Sin embargo, no hubo mayor reacción popular, sólo algunos curiosos transeúntes observaban los acontecimientos cual si fuese un accidente doméstico. A media tarde, quizá, cansado de esperar, Brum fue hacia el centro de la calle y luego de arengar un "¡Viva Batlle! ¡Viva la libertad!", se suicidó disparándose al pecho.

42 Leguía fue además apoyado por el Partido Constitucional, mientras que Terra recibió la entusiasta adhesión de la fracción riverista de los colorados y la mayoría del opositor Partido Nacional.

43 Nos referimos básicamente a la masacre de la Semana Santa en 1919 y la expedición a la Patagonia en 1921 y 1922 (Argentina); la matanza de la escuela Santa María de Iquique en 1907 y la masacre de San Gregorio en 1921 (Chile); la masacre de las Bananeras en 1928 y sobre todo la represión que siguió al bogotazo en 1948, luego del asesinato de Jorge Gaitán (Colombia).

44 Lo que implicaría una inconsistencia con los criterios que propone este autor, porque, si bien en ese año es elegido Manuel Prado como presidente de la república, las elecciones no fueron realmente competitivas porque el principal partido de oposición, el Partido Aprista Peruano, fue vetado y su candidato, Haya de la Torre, así como sus principales dirigentes estaban encarcelados, desterrados o en la clandestinidad.

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