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Política y gobierno

versión impresa ISSN 1665-2037

Polít. gob vol.14 no.2 Ciudad de México jul./dic. 2007

 

Reseñas

El sonido y la furia: la persuasión multicultural en México y Estados Unidos, por José Antonio Aguilar Rivera, México, Santillana Ediciones Generales, 2004, 292 p.

Shannan Mattiace* 

* Allegheny College, Estados Unidos de América

El sonido y la furia: la persuasión multicultural en México y Estados Unidos. Aguilar Rivera, José Antonio. México: Santillana Ediciones Generales, 2004. 292p.


Este libro trata sobre la creación y el deterioro posterior de los mitos nacionales en México y Estados Unidos a lo largo del siglo XX. En México, ese mito se centró en el mestizo: la fusión del criollo y la indígena que produjo la “raza cósmica”. En Estados Unidos, fue la idea del crisol: con el tiempo, los inmigrantes se volverían estadounidenses, perderían gran parte de su singularidad y adoptarían los valores y actitudes de su nuevo país. Aguilar afirma que en la década de 1990, los mitos nacionales en los dos países estaban en crisis. El surgimiento del EZLN en 1994, y la respuesta a dicho movimiento, puso en serias dudas el ideal de la “raza cósmica”, que ya estaba bajo fuego con el deterioro del consenso ideológico y el fin de la hegemonía del PRI. En Estados Unidos, Aguilar presenció la creciente intensidad de las “guerras culturales”, lo que, según él, mostraba que el país estaba dividido respecto de cuestiones de identidad nacional y que el crisol había perdido su carácter mítico.

El sonido y la furia está dividido en tres partes: 1) La historia patria; 2) La identidad nacional, y 3) Uniformidad y diversidad cultural. En cada sección, Aguilar dedica un capítulo a Estados Unidos y uno a México, pero hace comparaciones explícitas entre los dos países.

En la primera sección, “La historia patria”, Aguilar examina los debates que hay en ambos países sobre cómo enseñar la historia nacional. En Estados Unidos, centra su atención en los estándares nacionales para la enseñanza de la historia estadounidense que se crearon a mediados de la década de 1990. En el caso mexicano, examina las revisiones de 1992 a los libros de texto oficiales. Aguilar sostiene que los mitos nacionales en Estados Unidos y México ‒el crisol y la raza cósmica, respectivamente‒ destacan la importancia de la asimilación en una nación unificada. Según sus cálculos, segmentos importantes de las dos sociedades han cuestionado seriamente esos proyectos de unidad nacional, y ambos países están redefiniéndose.

En la segunda parte del libro, “La identidad nacional”, Aguilar analiza textos clave que sirvieron de base para la manera de pensar de los formuladores de políticas públicas en ambas naciones a principios del siglo XX. Aguilar yuxtapone el trabajo de José Vasconcelos y Manuel Gamio en México, por ejemplo, con el de Randolph Bourne y Franz Boas en Estados Unidos. Reconoce que la “raza cósmica” y el crisol (el primer mito sostiene que los pueblos indígenas antiguos fundaron la nación mexicana, mientras que el segundo ignora la historia de los afroamericanos y de los indígenas en Estados Unidos) fueron ideas muy diferentes en varios aspectos relevantes, pero sostiene que las dos son metáforas de fusión e integración.

En la tercera parte, “Uniformidad y diversidad cultural”, Aguilar echa por tierra dos ideas muy comunes: que México es una nación culturalmente homogénea y que Estados Unidos es una nación culturalmente diversa. Define la diversidad cultural con tres mediciones: la posibilidad de comunicación interétnica (esto es, el número de individuos monolingües); el grado de separación entre grupos étnicos (esto es, la incidencia del matrimonio endogámico), y el nivel de autonomía formal e informal de las comunidades minoritarias frente al Estado. Para el caso mexicano, el mito del mestizaje ha ocultado la diversidad cultural sustancial que existe. En una de las secciones más interesantes del libro, destaca las experiencias históricas de chinos, menonitas y judíos en México, examinando cada comunidad a la luz de sus tres criterios.

Luego, Aguilar se enfoca en Estados Unidos, afirmando que, contrario a lo que se cree popularmente, y medido con base en sus tres criterios, Estados Unidos no es tan diverso como dice ser. El nivel de hablantes monolingües en otro idioma distinto del inglés es bajo, el nivel de matrimonios endogámicos entre los grupos étnicos es relativamente alto, y el Estado ha penetrado hasta el último rincón de la vida estadounidense, haciendo prácticamente imposible que una comunidad ejerza su autonomía. En pocas palabras, Aguilar afirma que los residentes de Estados Unidos comparten la misma cultura, aunque pueden tener diferentes antecedentes raciales y étnicos. Según su opinión, el dinamismo del mercado y la constante fuerza de los valores anglosajones siguen siendo grandes niveladores. Una vez que las identidades nacionales han sido “sometidas a las poderosas fuerzas homogeneizadoras de la sociedad estadounidense”, dice, sólo queda una “débil y simbólica” identidad étnica (p. 185), y añade que el “multiculturalismo no es lo opuesto a la asimilación, es su resultado” (p. 185).

A continuación, enfoco mi crítica en este punto central: ya que la política multicultural en Estados Unidos no es el resultado de la diversidad cultural, dicha política es simbólica. Dejo de lado la cuestionable afirmación de Aguilar en el sentido de que los residentes de Estados Unidos comparten la misma cultura, y planteo que la política no trata solamente acerca de las diferencias “reales” o mensurables entre los grupos, sino sobre las diferencias que se movilizan políticamente. Las personas razonables pueden criticar las estrategias que usan los grupos minoritarios para mejorar su representación política y su bienestar socioeconómico, como lo hace Aguilar. Sin embargo, rechazar de manera general el multiculturalismo, como hace Aguilar, trivializa a la política y deja poco espacio para analizar las políticas. Puede creerse o no que las políticas multiculturales son el resultado de la lucha y la resistencia entre funcionarios estatales, organizaciones de base, líderes de esas organizaciones y ciudadanos ordinarios, o que tan sólo son el resultado del cabildeo estratégico de una pequeña minoría dentro de un sistema político al que le urge una reforma, pero vale la pena que desde las ciencias sociales se les realice un análisis serio y no sólo descartarlas como meramente “retórica”.

Aguilar afirma que los funcionarios estatales y los “amigos de la diversidad” deberían enfocar su atención en problemas de clase (la política de la distribución), y no en las políticas multiculturales (políticas de reconocimiento). Sobre Estados Unidos, dice que “El problema de los negros no es que no sean ‘reconocidos’, el problema es que son mucho más pobres que los blancos” (p. 215). De igual modo, el problema que enfrentan los pueblos nativos de México, según lo ve él, “se trata de una injusticia: la privatización sistemática de la igualdad de oportunidades, el racismo y la pobreza” (p. 218). Sin embargo, incluso para aquellos que coinciden en que la política de reconocimiento no debe sustituir a las políticas públicas que redistribuyen la riqueza entre las clases sociales, esto no quiere decir que la política de reconocimiento y de distribución sean mutuamente excluyentes: “La retórica sobre el reconocimiento y la política de identidad distraen la atención de las verdaderas fuentes de la opresión y de sus posibles soluciones” (p. 209). Si bien comparto la frustración de Aguilar con el giro terapéutico que ha dado el multiculturalismo en Estados Unidos (esto es, en su discurso de victimización y su foco en la autoestima de los miembros de grupos minoritarios), muchos afroamericanos, latinos y otros miembros de los grupos históricamente subordinados dentro de Estados Unidos han pedido políticas que reconozcan su historia (que ha creado y contribuido a las diferencias, incluidas las socioeconómicas, frente a los grupos dominantes) y a la vez busquen redistribuir la riqueza, asegurando un sistema socioeconómico más equitativo. En lugar de ver la cultura y la clase como oposición y dicotomía, yo diría que están muy entrelazadas.

En resumen, vale la pena leer este libro, entre otras razones porque es explícitamente comparativo. A pesar de su proximidad geográfica, cada país es estudiado por grupos muy diferentes de eruditos. Si bien al lector estadounidense le puede parecer que la autoproclamada identidad de Aguilar como un contemporáneo de Tocqueville es un fastidio [por ejemplo, hablando del multiculturalismo estadounidense dice que “sólo los extranjeros o los outsiders, se atreven a afirmar en voz alta que el emperador está desnudo” (p. 183)], y el lector mexicano puede querer que se ponga más atención en los debates sobre el multiculturalismo ahí, El sonido y la furia de seguro será útil para los debates actuales sobre el multiculturalismo en ambos lados del río Bravo/Grande.

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