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Política y gobierno

versión impresa ISSN 1665-2037

Polít. gob vol.14 no.2 Ciudad de México jul./dic. 2007

 

Debate

Semipresidencialismo: decisiones constitucionales y consecuencias políticas

Petra Schleiter* 

Edward Morgan-Jones** 

Traducción:

Susana Moreno Parada***

* Investigadora y catedrática del Departamento de Política y Relaciones Internacionales del St Hilda’s College y de la Universidad de Oxford, Oxford OX4 1DY, Reino Unido. Correo electrónico: petra.schleiter@st-hildas.ox.ac.uk.

** Investigador y profesor del Departamento de Política y Relaciones Internacionales del Keble College y de la Universidad de Oxford, Oxford OX4 1DY, Reino Unido. Correo electrónico: edward.morgan-jones@keble.ox.ac.uk.


Los regímenes semipresidenciales han atraído cada vez más atención de los estudiosos y los reformadores constitucionales en los últimos 25 años. Al igual que la V República Francesa, estos regímenes combinan un presidente elegido directamente con un primer ministro y un gabinete que rinden cuentas ante la asamblea (Duverger, 1980; Elgie, 1999). El número de regímenes semipresidenciales aumentó notablemente con las revoluciones democráticas de principios de la década de 1990: en 1945 sólo tres países de Europa Occidental eran semipresidenciales (Islandia, Austria y Finlandia), pero en 2002, los regímenes semipresidenciales representaban 22% de todas las democracias del mundo (Cheibub, 2006). Geográficamente, este tipo de régimen se originó en Europa Occidental, pero se ha expandido a Europa Oriental, África, Asia y América Latina, y ahora incluye a estados tan diversos como Francia, Malí, Portugal, Perú, Rusia y Taiwán (Shugart, 2006).

Como innovación constitucional, el semipresidencialismo fue, en parte, una respuesta ‒originalmente de los redactores de la constitución de Weimar en Alemania‒ a ciertas debilidades que se percibían en el sistema parlamentario. Los regímenes semipresidenciales retienen un rasgo parlamentario central (el gobierno depende de la confianza que le tenga la asamblea), pero al mismo tiempo tratan de atenuar la dependencia que el ejecutivo tiene de la asamblea con la introducción de un presidente electo popularmente y con un periodo fijo. El temor de que las particularidades de los partidos y la fragmentación parlamentaria ocasionaran inmovilidad gubernamental fue una importante motivación para decidirse por el semipresidencialismo tanto en la Alemania de Weimar como en Francia (De Gaulle, 1946; Heiber, 1985, p. 49; Stirk, 2002). Con la introducción de una presidencia electa popularmente, los reformadores constitucionales estaban creando un segundo actor en el ejecutivo, además del primer ministro y su gobierno. A diferencia del gobierno, la presidencia sería independiente del parlamento y se enfocaría en el interés de toda la nación, en virtud de su origen electoral “plebiscitario” separado, su periodo fijo y la rendición de cuentas al electorado nacional. Tanto en la Alemania de Weimar como en la V República Francesa se trató deliberadamente de garantizar que el presidente electo popularmente no pudiera imponerse al parlamento: los asuntos del gobierno estaban diseñados para conducirse desde el gobierno, que era el responsable ante el parlamento. Se pretendía que estos presidentes fungieran como pesos y contrapesos de los partidos del parlamento, y como una fuente alterna del liderazgo del ejecutivo, si fracasaba el gobierno de partido.

En fechas más recientes, y ante la difusión global del semipresidencialismo, este tipo de régimen también ha resultado atractivo para los reformadores constitucionales en los sistemas presidenciales. En Argentina, Colombia, Indonesia, México, Filipinas y Brasil se ha discutido la posibilidad de alejarse del presidencialismo (Cheibub, 2007), y se ha puesto mucha atención en la experiencia francesa con el semipresidencialismo, en particular, en su alternancia flexible entre periodos de gobierno presidencial y de primer ministro (Sartori, 1997, p. 137). Por lo tanto, el Consejo de Consolidación de la Democracia en Argentina propuso la adopción de un régimen semipresidencial por su “inherente flexibilidad que enfatiza alternativamente aspectos presidenciales y parlamentarios, dependiendo de las mayorías preponderantes en el congreso” (Consejo para la Consolidación de la Democracia, 1992, p. 160). Por lo general, una preocupación central de los reformadores en regímenes presidenciales es la presión a la que está sometida la democracia, especialmente cuando acaba de establecerse, cuando se trabaja en sociedades heterogéneas o cuando hay reformas económicas complejas. Se piensa que esa presión “aumenta hasta el punto de la parálisis, o peor, cuando los ejecutivos [presidenciales] deben sortear las complicaciones de un control dividido del gobierno y el potencial explosivo de un impasse” (Cheibub, 2007, p. 173).

Por lo tanto, en vista de que cada vez se adopta más y que genera mucho interés, el semipresidencialismo es, en palabras de Shugart, “un tipo de régimen al que le ha llegado la hora” (Shugart, 2005, p. 344), pero en comparación con el parlamentarismo y el presidencialismo, no ha sido muy estudiado. Como mostramos, todavía hay un amplio debate sobre la definición de este tipo de régimen, y aún está en pañales el estudio comparativo de sus efectos sobre el desempeño democrático, incluida la estabilidad democrática, la formación de gobierno, la durabilidad del gobierno y la elaboración de políticas.

En este artículo, examinamos la literatura sobre la definición y las consecuencias políticas de los regímenes semipresidenciales. El potencial de los sistemas presidenciales para obtener el apoyo de la asamblea y del presidente para el gobierno y sus políticas en distintas medidas es su principal fortaleza. Esta flexibilidad es la que llama mucha atención en el sistema semipresidencial. Como veremos, las constituciones semipresidenciales pueden equilibrar las funciones de la asamblea y del presidente de diversas maneras: algunas prevén presidentes débiles, otras hacen que el presidente y la asamblea jueguen en igualdad de condiciones, y otras más crean presidentes muy poderosos. Nuestro argumento central es que todas estas combinaciones pueden funcionar bien en diferentes contextos políticos, siempre y cuando existan mecanismos efectivos de resolución de conflictos. Sin embargo, no es probable que todas estas opciones sean igualmente relevantes para los reformadores constitucionales en los países presidenciales. En los contextos en que los partidos no están lo suficientemente consolidados para darle un apoyo efectivo a los gobiernos, el semipresidencialismo necesitaría un presidente fuerte para funcionar bien y es poco probable que tuviera claras ventajas sobre el presidencialismo para garantizar la reforma constitucional. No obstante, en los contextos políticos en donde los partidos están lo suficientemente consolidados para desempeñar un papel constructivo en el gobierno, y donde los reformadores constitucionales tratan de lograr que la asamblea tenga una influencia más sistemática y confiable sobre el gobierno y las políticas de lo que el presidencialismo permite, el semipresidencialismo con presidentes moderadamente poderosos o débiles puede resultar una alternativa atractiva al presidencialismo. A continuación, desarrollamos estas argumentaciones con más detalles.

Conceptualización: el debate

El debate sobre el estatus conceptual del semipresidencialismo es el más largo en este campo y gira en torno a dos preguntas. Primera: ¿deben definirse los sistemas políticos semipresidenciales en referencia a sus instituciones o su comportamiento? Y segunda: ¿hace su heterogeneidad (conductual e institucional) que los regímenes semipresidenciales sean un conjunto vacío o una categoría residual? La primera pregunta surge de la definición original que Duverger hace del semipresidencialismo como un sistema político en donde: “(1) el presidente […] es elegido por sufragio universal; (2) […] posee un poder considerable; (3) [y] […] tiene frente a él […] un primer ministro y ministros que poseen poder ejecutivo y gubernamental y que pueden permanecer en funciones sólo si el parlamento no les muestra su oposición” (Duverger, 1980, p. 166). Esta definición combinó criterios institucionales y conductuales (un poder presidencial considerable). Como resultado, da lugar a argumentos tautológicos cuando se usa, por ejemplo, en estudios de los efectos de las instituciones en el comportamiento de esos regímenes. Por esta razón, la mayoría de los estudios posteriores han evitado combinar el comportamiento y las instituciones a la hora de definir el tipo de régimen. Si bien algunos se han enfocado sólo en el comportamiento (O’Neil, 1993), otros han abogado por un enfoque estrictamente institucional (Elgie, 1999; Shugart, 2005): cualquiera es justificable dependiendo de las preguntas que se le quieran plantear a esos regímenes. Puesto que este artículo se enfoca en el examen de los efectos que las constituciones semipresidenciales tienen sobre el comportamiento político de esos regímenes, una definición institucional es adecuada. Adoptamos la definición institucional mínima de Elgie: el semipresidencialismo está caracterizado por “un presidente electo popularmente, con periodo fijo, [que] existe junto con un primer ministro y un gabinete que son responsables ante el parlamento” (Elgie, 1999, p. 13). Sin embargo, esta definición institucional del semipresidencialismo también es refutada por la heterogeneidad que estos regímenes presentan en la configuración de la autoridad constitucional ejecutiva y legislativa. Por lo tanto, Shugart sugiere una subdivisión de los regímenes semipresidenciales en tipos primer ministro-presidencial y presidente-parlamentario, para capturar la variación institucional en la dependencia que el gobierno tiene del presidente para sobrevivir, mientras que Siaroff sostiene que “en realidad no existe el sistema semipresidencial si se ve a través del prisma de los poderes presidenciales” (Siaroff, 2003, p. 307).

En las siguientes secciones, examinamos la diversidad institucional entre las constituciones semipresidenciales y sostenemos, contra Siaroff, que los sistemas semipresidenciales no son una categoría residual, sino que constituyen un tipo distinto de régimen. Presentamos este argumento recurriendo a los desarrollos recientes de la teoría del principal-agente (Strøm, 2003; Strøm, Müller et al., 2003; Shugart, 2005; Samuels y Shugart, 2006), y mostramos de qué manera el semipresidencialismo da lugar a relaciones particulares de autoridad entre votantes, políticos electos y el gobierno, en comparación con el presidencialismo.

Conceptualización: una perspectiva del principal-agente de las constituciones semipresidenciales

Los enfoques del principal-agente en el estudio de los tipos de régimen democrático tienen sus raíces en la economía de la organización y consideran que la democracia de representación está basada en la delegación de la autoridad política de los votantes (el principal democrático) a los políticos (quienes actúan como agentes a nombre de los votantes), y de los políticos (actuando otra vez como principales) al gobierno (agente) (Strøm, 2003). En cada etapa, los agentes de esta cadena ejercen el poder en nombre de su principal y, a su vez, son responsables de sus propias acciones ante sus principales. Desde esta perspectiva, los regímenes democráticos se distinguen por la relación de autoridad entre votantes, políticos electos popularmente y el gobierno, que se define, en primer lugar, por el número de ramas del poder a los que delegan los votantes y, en segundo lugar, por la delegación y la relación de rendición de cuentas entre los políticos en la(s) rama(s) elegida(s) de poder y el gobierno. El “contrato” que regula cuál es el poder que cada uno de esos agentes puede ejercer a nombre de sus principales es, desde luego, la constitución (Strøm, 1995, p. 74). Como veremos, las constituciones presidenciales y semipresidenciales varían mucho en cuanto a los poderes que le confieren al presidente y la asamblea, y en cómo estructuran la negociación en áreas donde se comparten poderes. La siguiente sección desarrolla un análisis teórico del principal-agente que compara el semipresidencialismo con el presidencialismo e identifica sus rasgos distintivos.

Democracias presidenciales

En las democracias presidenciales, los votantes eligen dos instituciones para que actúen en su nombre: el presidente y la asamblea. El tipo de régimen se define por tres rasgos: “El ejecutivo está encabezado por un presidente electo popularmente que funciona como ‘jefe del ejecutivo’; los periodos del jefe del ejecutivo y de la asamblea legislativa son fijos, y no están sujetos a la confianza mutua; el presidente nombra y dirige al gabinete y tiene cierta autoridad que le otorga la constitución” (Shugart, 2005, pp. 324-325). Como resultado, los regímenes presidenciales dan lugar a un conjunto de relaciones de autoridad en donde “el gabinete deriva su autoridad del presidente, y no del parlamento” (Shugart, 2005, p. 325). Dicho de otra manera, el gabinete es el agente del presidente, quien tiene el poder de nombrar y destituir a los ministros del gabinete a nombre del electorado. Pero para cambiar las políticas y la legislación, las constituciones presidenciales exigen una negociación entre la asamblea, que controla algunos aspectos del proceso legislativo, y el presidente, que tiene algunos poderes legislativos constitucionales. Las constituciones presidenciales varían significativamente en este aspecto. Los presidentes pueden o no tener un veto parcial o en bloque, la habilidad de hacer observaciones reformatorias a la legislación propuesta, poderes exclusivos para introducir legislación presupuestal, poderes constitucionales para emitir decretos con efecto temporal o permanente, y poderes para iniciar referendos; por mencionar sólo algunos de los poderes legislativos y de agenda más comunes que los presidentes pueden tener (Shugart y Carey, 1992; Carey y Shugart, 1998; Tsebelis y Alemán, 2005). Importa mucho cómo están divididos exactamente estos poderes, porque influye en la probabilidad de que el presidente o la mayoría de la asamblea pueda lograr la legislación y, por tanto, afecta el éxito legislativo de los gobiernos presidenciales (Tsebelis y Alemán, 2005; Cheibub, 2007, pp. 112, 117).

Esta negociación obligada para realizar cambios legislativos y de políticas radica en el meollo de una de las críticas de Linz al presidencialismo. Linz temía que la negociación se convirtiera en una parálisis durante periodos de gobierno dividido, cuando fuerzas políticas rivales controlan la presidencia y la asamblea. Él sugiere que ambos bandos usarían sus poderes para frustrar las iniciativas del otro sin ser capaces de presentar una agenda constructiva propia (Linz y Stepan, 1996, p. 181).

Democracias semipresidenciales

En los regímenes semipresidenciales, como en el presidencialismo, los votantes están representados por dos agentes: el presidente y la asamblea. Pero a diferencia del presidencialismo, las constituciones semipresidenciales exigen que estos dos representantes del electorado negocien principalmente respecto de la composición del gobierno y, además, con frecuencia también sobre las políticas y la legislación. Analizamos cada una de estas dimensiones.

Las constituciones semipresidenciales convierten al presidente y a la asamblea en principales conjuntos del gobierno, quienes tienen que negociar a fin de determinar la composición del gabinete. Esto se debe a que la supervivencia del gobierno depende, por un lado, de la confianza de la asamblea y, por otro lado, estos regímenes le otorgan al presidente distintos niveles de poder para influir en la formación y/o terminación del gobierno. Esto permite que los presidentes negocien con la asamblea la composición y supervivencia del gobierno. Por lo tanto, los regímenes semipresidenciales siempre tienen un ejecutivo dual, en donde el primer ministro y el gobierno están separados del presidente popularmente electo. Pero, a pesar de estas características comunes, los poderes presidenciales sobre la formación y la supervivencia del gobierno varían mucho entre los regímenes semipresidenciales. En cuanto a la formación del gobierno, los regímenes semipresidenciales van desde los que otorgan al presidente sólo la opción de “vetar” un gobierno al negarse a investirlo (Bulgaria, Nigeria), pasando por la iniciativa presidencial para nombrar al primer ministro, sujeto a la investidura de la asamblea (Portugal 1982, Lituania, Macedonia, Mongolia, Polonia, Eslovenia, Rumania, Rusia), al poder presidencial para nombrar al primer ministro sin investidura (Francia, Austria, Ucrania 1996, Taiwán, Malí). Con respecto a la destitución del gobierno, los regímenes semipresidenciales varían igualmente desde reservar el poder de destituir el gobierno a una asamblea que el presidente no puede disolver (Lituania, Rumania, Eslovenia, Mongolia), pasando por reservar el poder para destituir el gobierno a una asamblea que puede ser disuelta por el presidente (Francia, Portugal, Malí), a otorgar al presidente los poderes para destituir el gobierno mientras restringe la capacidad de la asamblea para ofrecer un voto de censura (Rusia) (Shugart, 2005, pp. 336-337). La mayor parte de los regímenes semipresidenciales convierten a la asamblea en un jugador dominante o igual para controlar el gobierno, sólo una minoría de esas constituciones inclina la balanza a favor del presidente; y Rusia tal vez va más allá en esta dirección.

Esta responsabilidad conjunta del presidente y la asamblea para el gobierno tiene dos consecuencias. Primera: abre el proceso de llenar los puestos del gobierno a la influencia de los partidos de la asamblea y del presidente y, dependiendo de las condiciones políticas, es posible que la asamblea o el presidente puedan actuar como el principal del gobierno (Schleiter y Morgan-Jones, 2006). Ésta es la fuente de flexibilidad en los regímenes semipresidenciales, que pueden ofrecerle al electorado diversos modos de evitar la pérdida de agencia: el presidente y la asamblea no sólo sirven de contrapeso entre sí, sino que los presidentes también pueden ser un medio para evitar la falla de agencia por la fragmentación parlamentaria o la polarización como una fuente de parálisis gubernamental. Segunda: puesto que todas las constituciones semipresidenciales exigen una negociación entre el presidente y la asamblea por el gobierno, la compatibilidad partidaria del presidente y el gobierno no está garantizada en el semipresidencialismo. Por tanto, un presidente de una creencia política puede enfrentar un gobierno y un parlamento controlado por la oposición ‒una situación conocida como cohabitación‒, que se parece mucho al gobierno dividido en los regímenes presidenciales, con excepción, desde luego, de que la división partidaria es introducida en la relación entre las dos partes del ejecutivo, el presidente y el primer ministro.

Con respecto a la segunda dimensión de variación institucional ‒el control de la agenda legislativa‒, los regímenes semipresidenciales pueden otorgar poderes de agenda no sólo a la asamblea y el presidente, sino también al gobierno. Por lo tanto, estos regímenes pueden dividir los poderes de agenda entre las dos partes del ejecutivo. Al igual que los regímenes presidenciales, las constituciones semipresidenciales pueden otorgar a los presidentes poderes legislativos que van desde un veto en bloque (Moldavia, Nigeria, Polonia, Portugal, Rumania, Rusia) o un veto parcial (Bulgaria, Mongolia), pasando por observaciones reformatorias a la legislación (Ucrania, Lituania), hasta iniciativa legislativa, el poder de declarar una legislación urgente, la iniciativa de convocar a un referendo y la capacidad de emitir órdenes ejecutivas o incluso decretos legislativos (Rusia) (Shugart, 2005, pp. 336-337; Tsebelis y Rizova, en prensa). Tal vez Rusia vaya más allá entre los regímenes semipresidenciales al otorgar poderes de agenda al presidente, quien tiene el derecho constitucional de presentar iniciativas legislativas, veto y decretos legislativos (Schleiter y MorganJones, en prensa). Pero la mayoría de los regímenes semipresidenciales otorgan poderes de agenda significativamente menos extensos al presidente. Las constituciones semipresidenciales también pueden conferir poderes de agenda al gobierno, y la constitución francesa tal vez va más allá entre las constituciones semipresidenciales al otorgar poderes de agenda dominantes al gobierno. El gobierno francés controla la agenda legislativa, puede usar ordenanzas e invocar un arreglo de procedimientos restrictivos para administrar la toma de decisiones parlamentaria incluida la regla cerrada (no se aceptan enmiendas), votos en paquete y votos de confianza (Huber, 1992; Huber, 1996).

Importa cómo dividen el poder de agenda los regímenes semipresidenciales. Los regímenes semipresidenciales que otorgan poderes de agenda predominantemente al gobierno, en efecto fusionan el control del gobierno y el control de la agenda legislativa, de una manera que se parece mucho al parlamentarismo. Le ofrecen al presidente y a la asamblea sólo un control indirecto de la agenda legislativa, que está supeditada a su capacidad de controlar la composición del gobierno. Como resultado, la principal área de negociación entre el presidente y la asamblea es la composición del gobierno. Un caso es Francia. Una vez que se negocia la composición del gobierno, el control de la agenda legislativa ocurre esencialmente con algunas excepciones menores (como el poder presidencial para rechazar el refrendo de las ordenanzas del gobierno) y requiere muy poca negociación posterior. Es improbable que haya una parálisis legislativa. En cambio, los regímenes semipresidenciales con importantes poderes presidenciales de agenda separan institucionalmente el control del gobierno del control de la agenda legislativa de una manera muy parecida en algunos aspectos al presidencialismo. Rusia es un ejemplo. Aquí, en situaciones de cohabitación, una asamblea que puede controlar al gobierno tendrá que seguir negociando la legislación con el presidente (Schleiter y Morgan-Jones, en prensa). Los beneficios y las desventajas de negociar el control de la agenda legislativa ‒conocidos por la literatura sobre presidencialismo‒ se aplican a dichos regímenes semipresidenciales. Por un lado, la preocupación de Linz en el sentido de que la negociación puede producir una parálisis es relevante. Es probable que los poderes presidenciales de control de la agenda creen tensiones y dificultades para el gobierno durante periodos de cohabitación, y se corre el riesgo de que un presidente y un primer ministro de creencias políticas opuestas usen sus poderes de agenda para perseguir prioridades políticas rivales. Por otro lado, los beneficios potenciales de poderes presidenciales de agenda separados también se aplican. Por ejemplo, en contextos políticos con asambleas fragmentadas, que son incapaces de formar una coalición de gobierno para apoyar al gabinete y sus políticas, los gobiernos pueden depender del apoyo presidencial y de sus poderes de agenda para hacer frente a los retos políticos (Shugart, 1999).

En resumen, los regímenes semipresidenciales se distinguen de los regímenes parlamentarios y presidenciales por el hecho de que constitucionalmente la autoridad del gobierno debe originarse mediante la negociación entre sus dos principales electos popularmente: el presidente y la asamblea. Esto convierte a los regímenes semipresidenciales en un tipo diferenciado de democracia, y la definición minimalista de Elgie del semipresidencialismo captura muy bien los rasgos institucionales que dan lugar a las relaciones de autoridad, que son comunes en estos regímenes. Sin embargo, estos regímenes presentan una marcada diversidad institucional. Coincidimos con Shugart y Carey en que la variación de cuánto depende el gobierno del presidente para su supervivencia es consecuencial en esos regímenes, pero también sucede con la variación en la división de poderes por el nombramiento del gobierno y el control de la agenda legislativa. Como veremos en las siguientes secciones, algunos efectos de esta diversidad institucional en el comportamiento de los regímenes semipresidenciales son ahora bien entendidos, pero requieren más análisis para una comprensión más amplia. Por ejemplo, ya está bien establecido que a mayor poder constitucional presidencial en cualquiera de las tres dimensiones de variación constitucional (formación del gobierno, destitución y control de la agenda legislativa), ceteris paribus, aumenta la probabilidad de que los presidentes sean capaces de influir en el gobierno y las políticas. Además, se entiende que la manera en que las constituciones semipresidenciales estructuran la negociación para la composición y supervivencia del gobierno y el control de la agenda legislativa tiene implicaciones para la manera en que contienen y procesan los conflictos políticos, y su capacidad para hacerlo. Desde luego, si estas instituciones importan, debemos esperar ver patrones conductuales diversos en los regímenes semipresidenciales; y, en efecto, esto es lo que observamos, como veremos más adelante. Por lo tanto, una parte fundamental del reto de entender el tipo de régimen semipresidencial y sus consecuencias políticas radica en identificar su variación institucional consiguiente. Dicho de otro modo, hasta que entendamos adecuadamente las variaciones institucionales entre los regímenes semipresidenciales, y encontremos formas de modelarlas, no entenderemos bien los efectos políticos del semipresidencialismo.

Efectos institucionales en el comportamiento de los regímenes semipresidenciales

Las perspectivas tradicionales del comportamiento de los regímenes semipresidenciales se caracterizan por dos observaciones. Primera: los regímenes semipresidenciales pueden mostrar una amplia gama, desde los patrones de “estilo presidencial” de gobernanza, digamos en Francia con el presidente De Gaulle, o en Rusia con el presidente Putin, hasta la gobernanza “estilo parlamentario”, digamos en Austria con el presidente Klestil. Esta observación llevó a Lijphart a sostener que conductualmente los regímenes semipresidenciales son un conjunto vacío porque simplemente alternan entre patrones de gobernanza que reproducen los regímenes de los que derivan: el parlamentarismo y el presidencialismo (Lijphart, 1999, pp. 121-122). Segunda: Duverger observó que los regímenes semipresidenciales a menudo presentan patrones de gobernanza que parecen separarse de las reglas constitucionales. Por ejemplo, Austria tiene un presidente dotado de poderes constitucionales significativos, pero, en la práctica, se comporta como un régimen parlamentario. Estas anomalías aparentes llevaron a Duverger y otros a concluir que el formato constitucional de esos regímenes no es una buena forma de pronosticar la práctica política (Duverger, 1980, p. 167; Elgie, 1999, p. 295). Trabajo más reciente sobre el efecto del semipresidencialismo en resultados tales como la estabilidad democrática, la formación del gobierno, la estabilidad del gobierno y el proceso de las políticas ha cuestionado ambas conclusiones. En las siguientes secciones examinamos la literatura sobre el desempeño de los regímenes semipresidenciales, viendo primero la estabilidad democrática.

Pero antes de hacerlo, una nota sobre la complejidad de los vínculos causales involucrados en la siguiente discusión. En efecto, el desempeño de las democracias no está moldeado sólo por el formato constitucional del régimen. Por ejemplo, la probabilidad de supervivencia democrática está afectada por una plétora de variables que incluyen el sistema electoral (Horowitz, 1990), la naturaleza del sistema de partidos (Bernhard, Nordstrom et al.,2001), las preferencias de los actores políticos (Przeworski, 1991) y su compatibilidad partidaria, así como parámetros estructurales como las condiciones económicas, la estructura social y las influencias internacionales (Przeworski, Alvarez et al., 2000), y legados históricos en el contexto en que funciona la democracia (Cheibub, 2007). Reconocemos esta complejidad causal, por lo que nuestra estrategia en las secciones siguientes es discutir cómo es probable que las instituciones semipresidenciales afecten los resultados políticos que nos interesan, si todo lo demás sigue igual.

Semipresidencialismo y estabilidad democrática

Existen dos visiones predominantes y diametralmente opuestas de los efectos del semipresidencialismo sobre la supervivencia democrática. La primera se enfoca en la flexibilidad que conllevan las relaciones de negociación inherentes en los regímenes semipresidenciales (Pasquino, 1997; Sartori, 1997), y sostiene que el semipresidencialismo aumenta las probabilidades de supervivencia democrática gracias a su habilidad para llevar a cabo una gobernanza efectiva. En palabras de Pasquino, los regímenes semipresidenciales “no degeneran en democracias plebiscitarias como es posible en los sistemas presidenciales, ni en gobierno de asamblea como ocurre en los sistemas parlamentarios. En conjunto, en la mayoría de circunstancias, los sistemas semipresidenciales parecen estar dotados de más capacidades gubernamentales y más flexibilidad institucional que los sistemas parlamentarios y presidenciales, respectivamente” (Pasquino, 1997, pp. 136-137). La perspectiva alterna es escéptica, extiende a los regímenes semipresidenciales la crítica que Linz hace al presidencialismo (Linz, 1994, p. 55) y se enfoca en el potencial de conflicto, parálisis y ruptura, que se piensa conllevan las negociaciones inherentes de los regímenes semipresidenciales. Por lo tanto, Linz y Stepan ven “terreno para ser precavido sobre un ‘ejecutivo dual’ […] si el presidente es electo directamente y el primer ministro es responsable de un parlamento electo directamente, existe la posibilidad de parálisis y un conflicto constitucional” (Linz y Stepan, 1996, pp. 278-279). Skach continúa desarrollando este razonamiento y afirma que el “poder compartido, pero la desigual legitimidad y rendición de cuentas [del presidente y el primer ministro], estructuran tensiones teóricamente predecibles y empíricamente verificables en el tipo semipresidencial” (Skach, 2005, p. 14). Estas tensiones, si están agravadas por gobierno de minoría y conflicto partidario, dice Skach, aumentan el riesgo de que los presidentes poderosos marginen a la asamblea, y precipiten una caída al autoritarismo (Skach, 2005, p. 124).

Sin embargo, el que los presidentes tengan la opción de precipitar una caída al autoritarismo depende, cuando menos en parte, del alcance de sus poderes constitucionales, y hasta dónde la constitución les permite a los presidentes actuar unilateralmente o les exige que tomen decisiones sobre la gobernanza con referencia a la asamblea y las preferencias del electorado. Shugart y Carey (1992) desarrollaron este argumento por primera vez al introducir la distinción entre el tipo de régimen semipresidencial “presidente propenso a los conflictos”parlamentario, en donde el presidente nombra el gabinete, que entonces es dualmente responsable, y destituible por sus principios democráticos, y el tipo “primer ministro que tiene en cuenta los conflictos” ‒presidencial, que está basado en la rendición de cuentas del gabinete sólo a la asamblea. Su argumento es que “la simetría en los poderes [gubernamentales] de remoción contribuyeron a diversificar el conflicto en Portugal (1976-1982) y a volver crónica la inestabilidad del gabinete en la República alemana de Weimar también […] Darle a la asamblea el poder de censurar pero efectivamente privarla de la capacidad de construir un nuevo gobierno dejando que el presidente proponga los nombramientos y destituya a los miembros del gabinete en turno, es una receta peligrosa para el conflicto y la inestabilidad, del tipo que provocó el golpe de Estado en Perú en 1968” (Shugart y Carey, 1992, p. 118). Shugart y Carey advierten contra el presidente-parlamentarismo porque otorga incentivos insuficientes para que el presidente y la asamblea negocien y transijan entre sí.

Sin embargo, el trabajo posterior sugirió que la clasificación presidente-parlamentarismo/primer ministro-presidencialismo puede capturar sólo una parte de la variación constitucional que afecta la estabilidad democrática. Por ejemplo, entre 1991 y 1993 Rusia tuvo una constitución que se parecía al tipo primer ministro-presidencialismo (que supuestamente incluye compromisos) y no le dio al presidente el poder para disolver la asamblea. Como resultado, sin embargo, la constitución permitió que surgieran situaciones en que el presidente popular que se enfrentaba a una asamblea impopular y hostil tuviera incentivos constitucionales y electorales conflictivos: “Un presidente en esa situación buscaba obtener victorias políticas y crédito electoral actuando en apoyo del votante, y desafiando las reglas y los contrapesos constitucionales de un parlamento hostil [que no podía disolver]” (Schleiter, 2003, p. 23): un problema que ayuda a explicar los conflictos desestabilizadores que marcaron la política rusa en 1993 y culminaron en el colapso de la primera república soviética. A la inversa, Shugart señala que las constituciones presidente-parlamentarias recientemente establecidas (y supuestamente propensas al conflicto) moderan el potencial de conflicto entre las ramas de gobierno de numerosas maneras y ninguna “tiene la lista completa de los poderes unilaterales de Weimar” (Shugart, 2005, p. 340).

Lo que surge de esta literatura es que no existe un vínculo directo entre el hecho de que los regímenes semipresidenciales requieren negociación por el gobierno y el conflicto desestabilizador del régimen. Lo que importa es cómo los regímenes semipresidenciales estructuran esta negociación entre el presidente y la asamblea. Parece que las constituciones que permiten una amplia acción unilateral de parte del presidente y/o la asamblea y permiten incentivos electorales y constitucionales para que los políticos tengan conflictos aumentan el riesgo de conflictos. Históricamente, un pequeño número de regímenes semipresidenciales han escogido esos diseños, y está claro que deben evitarse. Pero, si bien en las constituciones semipresidenciales pueden ocurrir procedimientos disfuncionales de resolución de conflictos, no son una característica de los regímenes semipresidenciales en conjunto.

Empíricamente, las democracias semipresidenciales tienen una resistencia a la ruptura democrática que puede competir con el parlamentarismo. El colapso de la democracia en regímenes semipresidenciales en los últimos 30 años ha sido escaso (Congo, islas Comoras y Nigeria) (Cheibub, 2006), y el análisis comparativo de Cheibub de transiciones a dictaduras en todas las democracias parlamentarias y semipresidenciales de 1946 a 2002 no encuentra apoyo empírico para la noción de que es más probable que los regímenes semipresidenciales se vuelvan dictaduras que los parlamentarios (Cheibub, 2006). El trabajo de Elgie y McMenamin de casi 60 democracias semipresidenciales (1976-2004) apoya esta conclusión. Los autores investigan con más detalle el hipotético vínculo causal entre los distintos tipos de conflicto partidario entre el presidente y el gobierno, y los efectos perjudiciales en la democratización, y no encuentran ningún efecto (Elgie y McMenamin, 2006). Hasta aquí, por lo tanto, no hay evidencia que apoye la visión de que el semipresidencialismo como tipo de régimen tenga ningún efecto uniforme ‒negativo o positivo‒ en la supervivencia democrática, pero la evidencia basada en casos sugiere que deben evitarse algunos diseños semipresidenciales bastante raros, que dan al presidente o a la asamblea poderes significativos para actuar unilateralmente, o permiten que sus incentivos electorales o constitucionales entren en conflicto.

En resumen, los politólogos entienden ahora bastante bien la gama de condiciones que aumentan o moderan el riesgo de conflicto en las constituciones semipresidenciales. Un mayor entendimiento de los efectos del semipresidencialismo sobre la supervivencia democrática girará en torno de entender mejor esta diversidad institucional. Teóricamente, la preocupación de Linz por las propiedades de estas constituciones para generar conflicto deberá estar equilibrada con más trabajo sistemático sobre los rasgos de resolución de conflictos del semipresidencialismo. Empíricamente, la poca frecuencia de las rupturas democráticas puede hacer difícil ubicar los efectos significativos en análisis estadísticos de las transiciones al autoritarismo. Estrategias fructíferas de investigación alternativa podrían enfocarse en variables dependientes más finas (que midan, por ejemplo, grados de desestabilización democrática) y en el uso de estudios de caso que ubiquen los procesos y los vínculos causales involucrados en las rupturas y las supervivencias democráticas.

Semipresidencialismo y gobernanza

Composición del gobierno

El control del gobierno es el meollo del debate sobre la flexibilidad de los regímenes semipresidenciales, entre otros aspectos. En particular, Pasquino destacó la capacidad del régimen para asegurar la gobernanza incluso en circunstancias políticas difíciles gracias a su flexibilidad para que el presidente o la asamblea apoyen al gabinete (Pasquino, 1997, p. 136; Sartori, 1997). Sin embargo, el argumento más prominente extiende la crítica que Linz hace al semipresidencialismo, argumentando que ese tipo de régimen complica la formación de coaliciones y fomenta el nombramiento de gabinetes que carecen de apoyo y representación parlamentaria cuando la asamblea es a grandes rasgos hostil al presidente, pero no puede formar una mayoría decisiva (Linz, 1994, p. 58; Linz y Stepan, 1996; Skach, 2005). Los presidentes pueden responder a estas condiciones “limitando la toma de decisiones a un pequeño grupo de seleccionados, a ministros sin partido [lo que] […] viola los principios democráticos de inclusión y competencia” (Skach, 2005, p. 124). Esta perspectiva escéptica previene contra el semipresidencialismo, precisamente porque sus autores dudan de que el control presidencial del gobierno sea compatible con la delegación democrática, la representación y la rendición de cuentas. Como vimos antes, la formación de los gobiernos semipresidenciales requiere cierta negociación entre el presidente y el parlamento, pero los poderes relativos de estos dos actores constitucionales sobre la composición del gobierno varían considerablemente entre los regímenes semipresidenciales. Entonces, surge la pregunta de si la influencia presidencial sobre el gabinete complica la formación de coaliciones, cómo altera la naturaleza de la relación del gobierno de partido y si el control presidencial del gobierno debería ser considerado incompatible con la delegación democrática, la representación y la rendición de cuentas.

Abordando las primeras tres preguntas, Cheibub (2006, p. 7) compara la frecuencia y el estatus mayoritario de las coaliciones de gobierno en todas las democracias semipresidenciales y parlamentarias (1946-2002) y a primera vista no descubre apoyo para la visión de que los presidentes complican la formación de coaliciones. Los gobiernos semipresidenciales se basan en coaliciones con más frecuencia que los gobiernos parlamentarios, y esas coaliciones logran el estatus de mayoría más frecuentemente. El trabajo de Cheibub plantea algunas preguntas interesantes sobre el efecto de los presidentes en la formación de coaliciones en los regímenes semipresidenciales. Teóricamente, el impacto del presidente en la formación de coaliciones aún no se entiende bien. Pero dada la variación en los poderes institucionales que los presidentes tienen en los regímenes semipresidenciales (que varían desde un mero veto a la formación del gobierno, pasando por formateur de gobierno, hasta el jugador dominante), es poco probable que su papel en la formación del gobierno y el impacto sobre las coaliciones sea uniforme en los regímenes presidenciales.

El que la influencia presidencial sobre la formación del gobierno varíe en los regímenes presidenciales fue establecido en la obra de Shugart y Carey (1992, pp. 122-123) sobre el nombramiento del gobierno y el juego de la destitución. Ceteris paribus, es probable que los presidentes constitucionalmente más poderosos ejerzan mayor influencia sobre la composición del gobierno (Protsyk, 2005; Amorim Neto y Strøm, 2006; Schleiter y Morgan-Jones, 2006; Schleiter y Morgan-Jones, 2007). De hecho, el estudio de Protsyk (2005) de 61 gobiernos semipresidenciales en Europa Oriental y la antigua Unión Soviética muestra que el equilibrio de los poderes constitucionales sobre la composición del gabinete entre el presidente y la asamblea predice correctamente la proximidad política del primer ministro al punto ideal del presidente o la asamblea en tres cuartas partes de los casos.

Estudios recientes también han demostrado que la influencia presidencial sobre la composición del gobierno cambia y relaja la relación partido-gobierno (en comparación con los regímenes parlamentarios, donde los gobiernos son por lo general enteramente partidarios). Aquí, Amorim Neto y Strøm (2006) abrieron nuevos caminos al sugerir que los presidentes pueden tener una preferencia más débil por los ministros del gabinete partidarios que los partidos de la asamblea, porque a los presidentes se les exige construir coaliciones electorales nacionales por sobre los partidos. Muestran que en la década de 1990, la influencia presidencial en los gabinetes de 24 países de Europa Oriental y Occidental aumentó la proporción de ministros no partidarios en el gobierno. Como Skach (2005), evalúan que dichos nombramientos presidenciales no partidarios están quitándole mérito a la efectiva traducción de las preferencias del votante en el gobierno por parte de los partidos. En trabajo reciente, nosotros llegamos a una conclusión diferente y sostenemos que el control presidencial del gobierno debe ser considerado incompatible con la delegación democrática y la representación por dos razones (Schleiter y Morgan-Jones, 2006; Schleiter y Morgan-Jones, 2007). Primera: las democracias semipresidenciales estructuran el control de los gobiernos precisamente para evitar el control exclusivo de la asamblea. Segunda: el semipresidencialismo introduce una separación deliberada del propósito entre los partidos de los presidentes y de la asamblea. Al estipular que los presidentes y los legisladores sean elegidos por medio de reglas diferentes y en diferentes circunscripciones, hacen que esos dos conjuntos de representantes electorales sean receptivos a las preocupaciones de los diferentes votantes promedio. Por lo tanto, las tensiones entre el mandato del presidente y el mandato de su partido en el legislativo pueden ser considerables (Samuels y Shugart, 2006), por lo que los miembros del gabinete provenientes del partido del presidente no son automáticamente buenos agentes del presidente. Por esta razón, incluso los presidentes partidarios suelen buscar una mezcla de miembros del partido y de no partidarios leales en el gabinete. Por lo tanto, los nombramientos no partidarios en el gabinete presidencial son a priori nada más y nada menos que alternativas democráticas del gobierno de partido. De hecho, como Amorim Neto y Samuel han mostrado, el partidarismo de los gabinetes disminuye de los sistemas parlamentarios al semipresidencial y del semipresidencial al presidencial. Estos diferentes niveles de partidarismo del gobierno simplemente reflejan diferencias en el modo de representación democrática: el grado en que el gobierno se basa principalmente en la asamblea y el partido o principalmente en el presidente (Amorim Neto y Samuels, 2003).

Empíricamente, mostramos que los gabinetes presidenciales en 28 democracias de Europa Oriental y Occidental desde 1945 muestran una variación muy significativa alrededor de la participación promedio de 17% de los ministerios en gabinetes controlados por no partidarios, y dos de los factores que desempeñaron un papel fundamental para explicar esta variación son los poderes constitucionales del presidente y la fragmentación parlamentaria que dificulta conseguir un gobierno de partido (Schleiter y Morgan-Jones, 2006; Schleiter y Morgan-Jones, 2007). Por lo tanto, los gabinetes semipresidenciales son determinados por el equilibrio de poder que busca la constitución entre el presidente y la asamblea, y ofrecen una opción para lograr la representación democrática y el gobierno en las mismas circunstancias en que los partidos de la asamblea tienen menos probabilidades de ofrecer esos bienes. Esto sugiere que la influencia presidencial en los gabinetes semipresidenciales tiende a proveer la flexibilidad, lo que los redactores de las constituciones buscan lograr, cuando menos al responder a problemas de la incapacidad de la asamblea en la formación del gobierno.

En resumen, la influencia presidencial sobre la formación del gobierno le permite a los regímenes semipresidenciales cierta flexibilidad al fundamentar los gobiernos en distintos grados de apoyo de la asamblea o el presidente y, por tanto, aflojando la apretada relación partido-gobierno que se encuentra en los regímenes parlamentarios. Pero a simple vista no hay evidencia que sugiera que complica la formación de coaliciones, o que le quita mérito a los principios democráticos de inclusión y competencia. Pero queda mucho trabajo por hacer para entender los distintos papeles que los presidentes pueden desempeñar en el proceso de formación del gobierno, y su impacto en la naturaleza de las coaliciones que forma. Y la importancia de la flexibilidad de los regímenes semipresidenciales en la formación del gobierno depende, desde luego, en parte de la estabilidad de los gobiernos que son negociados. Esto es lo que trataremos a continuación.

Durabilidad del gobierno

A diferencia de los gobiernos presidenciales, los gobiernos semipresidenciales no tienen un periodo fijo determinado por la constitución, pero pueden ser destituidos por la asamblea (mediante un voto de censura) y, en algunos casos, por el presidente. Para tener un buen desempeño, las democracias semipresidenciales deben producir gobiernos duraderos o, de lo contrario, “es poco probable que formulen efectivamente las políticas, atraigan una amplia lealtad popular o incluso que sobrevivan a largo plazo” (Warwick, 1994, p. 134). A grandes rasgos, los gobiernos caen cuando no pueden retener la confianza de sus principales o reunir el apoyo legislativo para su agenda de políticas públicas. Los gobiernos semipresidenciales tienen dos principales electos: el presidente y la asamblea. Por definición, necesitan al menos la tolerancia pasiva de la asamblea para sobrevivir. Pero, además, su supervivencia puede estar supeditada al presidente que, por ejemplo, puede tener poderes para destituir el gabinete o disolver la asamblea.

Cheibub (2007, p. 80) examina la duración del gobierno en todas las democracias de 1946 a 2002 y dice que los regímenes semipresidenciales tienen las duraciones de gobierno más cortas, con un promedio de 2.9 años, en comparación con 4 y 4.7 años de los gobiernos parlamentarios y presidenciales, respectivamente. El asunto está en si estas diferencias en la duración promedio reflejan diferencias sistemáticas del tipo de régimen en la durabilidad del gabinete, definida como la duración esperada de un gabinete, dados sus atributos incluyendo su relación con sus principales (King, Alt et al., 1990, p. 847). Por desgracia, el trabajo comparativo que establece estándares sobre la durabilidad del gobierno en las democracias europeas no ha determinado la influencia del presidente y subsumido los casos semipresidenciales con democracias parlamentarias (King, Alt et al., 1990; Warwick, 1994). En estos análisis, algunos regímenes semipresidenciales ‒particularmente Francia y Portugal‒ parecen atípicos (outliers), con una durabilidad de gobierno reducida. Otros, como Austria o Irlanda, tienen duraciones de gobierno más largas que la mayoría de los regímenes parlamentarios. Por lo tanto, es probable que el promedio que reporta Cheibub oculte una variación importante entre los regímenes semipresidenciales, los cuales, en parte, pueden estar estructurados constitucionalmente.

El reto de entender esta variación en los mecanismos de destitución del gobierno, y su impacto en la durabilidad del gobierno, fue abordado por primera vez por Shugart y Carey (1992), quienes sostuvieron que la estabilidad del gobierno probablemente esté comprometida por el tipo de constitución semipresidencial presidente-parlamentario: “Entonces, los sistemas problemáticos son aquellos en donde el presidente nombra a los miembros de su gabinete, pero en donde ni el presidente ni la asamblea pueden destituir a los ministros. Estos regímenes pueden ser llamados ‘confusos’, porque la responsabilidad de los miembros del gabinete es poco clara y posiblemente contradictoria […] Cuando el presidente y la asamblea están enfrentados, el arreglo fomenta el patrón inestable de nombramientos y destitución que vimos en Weimar, Cuba, Perú y Chile antes de 1925” (Shugart y Carey, 1992, p. 121). Los autores afirman que esta inestabilidad es realzada si los presidentes también tienen poderes para disolver el parlamento a fin de lograr el cambio en el gobierno. Si bien este argumento es compatible con la sugerencia de Roper de que los presidentes más poderosos engendran mayor inestabilidad del gobierno (Roper, 2002), tanto los estudios de casos como los trabajos comparativos sugieren que puede explicar sólo parcialmente las influencias institucionales relevantes en la durabilidad del gabinete. Por ejemplo, el trabajo de Strøm y Swindle sobre la disolución parlamentaria estratégica en 18 democracias europeas destaca que los poderes presidenciales pueden aumentar la estabilidad del gobierno, tal como el poder para vetar la disolución del parlamento por parte del primer ministro. Además, estos autores no encuentran evidencia de que el poder presidencial unilateral para disolver el parlamento se correlacione con una mayor probabilidad de disolver la asamblea (Strøm y Swindle, 2002). Nuestro trabajo sobre Rusia desde 1993 ‒un régimen presidente-parlamentario en donde la constitución modera la propensión hacia la inestabilidad del gobierno‒ sugiere una posible razón para esta falta de efecto de los poderes de disolución: lo que importa no es sólo la existencia de poderes de destitución y disolución, sino también las reglas que estructuran las condiciones en que esos poderes pueden usarse provechosamente, y si es necesario que los políticos atiendan las preferencias de los votantes. Según la constitución rusa de 1993, el presidente puede disolver la asamblea si está en conflicto con el gobierno, pero sólo como consecuencia de las propias acciones de la asamblea (el fracaso constante para aprobar al gobierno si ambos están en desacuerdo sobre quienes deben de estar en el gabinete o un voto de censura). Estas reglas moderan el conflicto entre los poderes del Estado y la inestabilidad del gobierno en Rusia, porque exigen que cada rama del poder pondere el valor de presionar por la composición del gobierno que prefieren ante la amenaza de elecciones anticipadas para la asamblea, y su probable resultado. Como resultado, la capacidad del presidente y de la asamblea de lograr la composición del gobierno que prefieren se supedita a su apoyo electoral y sus expectativas electorales (Morgan-Jones y Schleiter, 2004).

En resumen, los politólogos entienden bastante bien la variedad de herramientas constitucionales que los regímenes semipresidenciales otorgan a las asambleas y los presidentes para apoyar y derribar gobiernos. Ahora el reto consiste en desarrollar y probar modelos de la durabilidad del gobierno que expliquen con más cuidado la diversidad institucional entre esos regímenes. Ahora se entiende que la inestabilidad seria del gobierno no es un rasgo general del semipresidencialismo como tipo de régimen. Sin embargo, la duración del gobierno en los regímenes semipresidenciales varía considerablemente, y algunas combinaciones de reglas constitucionales pa-recen producir equilibrios muy vulnerables en cuanto a la formación de gobiernos se refiere. Teóricamente, el reto está en identificar esas combinaciones de reglas, que aumentan la probabilidad de que la durabilidad del gobierno sea baja. Una tarea fundamental de esta investigación también sería identificar el umbral en que la durabilidad del gobierno se vuelve críticamente baja: y establecer empíricamente con cuánta frecuencia las constituciones semipresidenciales presentan reglas que hacen probable cruzar este umbral. Esto nos lleva al aspecto final de desempeño democrático cubierto por esta crítica: la efectividad de los procesos legislativos y de políticas en los regímenes semipresidenciales.

Proceso legislativo y de políticas

En todas las democracias representativas, los votantes delegan el poder para tomar decisiones respecto a las políticas públicas a los representantes políticos y los gobiernos que eligieron, pero si las políticas son promulgadas efectivamente y cómo están representadas las preferencias de los votantes pueden girar cuando menos en parte en torno a la manera en que las reglas constitucionales estructuran los poderes para proponer, enmendar, votar y promulgar la legislación (Persson y Tabellini, 2005, p. 6). Como vimos antes, en los regímenes semipresidenciales, los poderes constitucionales para encabezar el proceso de las políticas pueden radicar con el gobierno, el presidente o ambos. Algunos estudiosos consideran que el potencial del presidente o el primer ministro para tener un liderazgo flexible de las políticas es un factor que probablemente aumente el desempeño de las políticas en los regímenes semipresidenciales (Pasquino, 1997; Sartori, 1997), otros señalan el potencial para la competencia y el impasse entre el presidente y el primer ministro (Linz, 1997, p. 4; Skach, 2005), lo cual podría minar la formulación efectiva y la implementación de las políticas públicas. El trabajo empírico sobre los regímenes semipresidenciales se ha enfocado en dos asuntos: la competencia y el conflicto entre las dos partes del ejecutivo dual, y si el semipresidencialismo fomenta la parálisis.

Protsyk examina la frecuencia del conflicto dentro del ejecutivo en cinco regímenes semipresidenciales de Europa Oriental durante la década de 1990 y encuentra conflictos frecuentes que suelen ser iniciados por el presidente (Protsyk, 2005). Concluye que los poderes de veto presidenciales, la cohabitación y el estatus minoritario del gabinete son algunos de los factores que vuelven más probables esos conflictos. Sin embargo, la pregunta es cuáles son las consecuencias de dichos conflictos, especialmente si producen un proceso de políticas paralizado. Si tomamos un primer corte de esta pregunta, Cheibub (2006) da una primera descripción de la efectividad legislativa de todos los gobiernos semipresidenciales y parlamentarios de 1946 a 2002 (medida como la proporción de la legislación que inicia el gobierno y que es promulgada). Encuentra que a primera vista no hay diferencia en la efectividad de los gobiernos de mayoría (coalición o un solo partido), pero los gobiernos de minoría semipresidenciales parecen tener menos éxito legislativo que sus contrapartes parlamentarias (aunque, por razones de datos, Cheibub está renuente a extraer inferencias firmes sobre esta aparente diferencia en el desempeño de los gobiernos de minoría). De nueva cuenta, la diversidad de los mecanismos de control de la agenda legislativa dentro de los regímenes semipresidenciales probablemente engendre una variación potencialmente resultante en su efectividad legislativa, que una comparación de promedio no identificaría.

Los estudios de casos y el trabajo comparativo ofrecen evidencia que sugiere que el control de la agenda de los regímenes semipresidenciales afecta la coordinación del proceso de políticas, así como también el éxito legislativo de los gobiernos. Específicamente, los regímenes semipresidenciales que confieren poderes de agenda dominantes al gobierno y, por lo tanto, fusionan el control de la agenda legislativa con el control sobre el gobierno pueden tener procesos legislativos muy efectivos y coordinados. Por ejemplo, el trabajo de Huber demuestra que los gobiernos franceses hacen uso de sus poderes constitucionales para usar procedimientos legislativos restrictivos al manejar el proceso legislativo en el parlamento, incluidos los retos del conflicto dentro de sus coaliciones, y de estatus minoritario (Huber, 1992). Una tasa de éxito gubernamental de 99.5% sobre los proyectos de ley finales durante el gobierno de minoría socialista en Francia a fines de la década de 1980 parece indicar el poder de dichas reglas constitucionales (Huber, 1992, p. 680).

Los regímenes semipresidenciales que confieren importantes poderes de agenda al presidente funcionan de manera muy distinta. Por un lado, pueden permitir que los gobiernos que carecen de apoyo legislativo estable confíen en los poderes legislativos presidenciales para proponer una agenda. El trabajo sobre Rusia y Ucrania sugiere que éste ha sido un importante aspecto para asegurar que dichos gobiernos pueden perseguir parte de sus objetivos fundamentales en materia de políticas (Protsyk, 2004). Los “presidentes [rusos] han usado una gama de herramientas, incluidos nombramientos, decretos y vetos, sus discursos anuales, las declaraciones de presupuesto y las comisiones de asesores, para esbozar e iniciar políticas. En palabras de Tompson, el papel del presidente es crítico: ‘se puede hacer poco sin él. El progreso real requerirá un compromiso sostenido de su parte’ (Tompson, 2002, p. 947)” (Schleiter y Morgan-Jones, en prensa). Entre 1993 y 1999, cuando ninguno de los gobiernos rusos fue apoyado por una coalición de gobierno en la asamblea, Yeltsin usó esos poderes para asegurar que los gobiernos avanzaran con las privatizaciones a gran escala, el control de la inflación y las reformas legales que proporcionaron las bases de una economía de mercado (Shleifer y Treisman, 2000). En esos casos, una medida de éxito legislativo que incluya sólo la proporción de legislación del gobierno exitosamente promulgada puede subestimar mucho la capacidad del gobierno para promulgar políticas por otros medios, tales como las órdenes ejecutivas y los decretos presidenciales. Por otro lado, la literatura enfocada en casos destaca que los poderes presidenciales de agenda extensos potencialmente separan el control sobre el gobierno del control sobre la agenda legislativa, y pueden restarle valor a la coherencia y la coordinación del proceso legislativo y de políticas (Chaisty y Schleiter, 2002; Protsyk, 2006; Schleiter y Morgan-Jones, en prensa). En dichos regímenes semipresidenciales, el presidente, el gobierno e incluso la asamblea pueden tener ciertos poderes para promover iniciativas de políticas potencialmente faltas de coordinación y encontradas. Por lo tanto, Protsyk señala sobre Ucrania que “el uso presidencial de los poderes para emitir decretos y órdenes ejecutivas provoca que se dispersen las responsabilidades de la toma de decisiones: un gabinete ya no es la única institución ejecutiva en el centro del gobierno. Las iniciativas de políticas enfrentadas, las rutas de decisión paralelas [y] una carga excesiva de coordinación burocrática son efectos negativos de la dispersión de los poderes ejecutivos [entre las dos partes del ejecutivo]” (Protsyk, 2006, p. 19).

En resumen, es probable que la ubicación de los poderes de agenda legislativos determinen la efectividad y la coordinación de los procesos de políticas y legislativo en los regímenes semipresidenciales, incluida su habilidad para procesar el conflicto en cuanto a la producción de políticas públicas se refiere durante situaciones de gobiernos de minoría y cohabitación. La variación institucional entre los regímenes semipresidenciales en la distribución de poderes de agenda y legislativos ya está bien documentada. Pero de nueva cuenta, el reto es modelar esta variación adecuadamente y examinar su impacto empírico.

Semipresidencialismo: ¿importa?

Si bien las constituciones no son efectivamente el único factor que da forma a los resultados políticos, esperamos haber mostrado en este artículo que existe evidencia convincente en la literatura de que las constituciones semipresidenciales, dada su heterogeneidad, tienen diversos efectos predecibles pero poderosos sobre los resultados políticos.1 Por ejemplo, el grado en que los presidentes de estos regímenes ejercen poderes constitucionales sobre la formación del gobierno, la destitución y la agencia legislativa es una variable fundamental para explicar cuán influyente puede ser el presidente como actor político. Sin referencia al poder constitucional del presidente, no sería posible entender por qué el presidente ruso tiene un papel dominante en la negociación de la composición del gobierno y las políticas, en oposición a la posición marginal de su contraparte irlandesa. Dada la heterogeneidad institucional de estos regímenes, por lo tanto, no es sorprendente que los estudios que han buscado documentar los efectos uniformes de las constituciones semipresidenciales sobre el comportamiento de esos regímenes hayan concluido que no los hay (Duverger, 1980; Cheibub, 2006).

También hemos alegado que varios rasgos de esos regímenes pueden convertirlos en una opción constitucional atractiva. Según nosotros, el semipresidencialismo puede lograr dos objetivos que no pueden alcanzarse mediante el presidencialismo o el parlamentarismo. El primero es que esos regímenes pueden permitirse cierta flexibilidad en el grado en que el parlamento o el presidente controlan el gabinete. Una consecuencia de esta flexibilidad es que los regímenes semipresidenciales pueden ofrecen a los votantes múltiples maneras de protegerse de la pérdida de agencia: el presidente y la asamblea pueden vigilarse entre sí, pero los presidentes también pueden ofrecer un medio para protegerse de la fragmentación parlamentaria y la polarización como una fuente de falla de agencia y de inmovilismo gubernamental. El reto de las constituciones semipresidenciales, que viene con esta flexibilidad, no obstante, es que necesitan proveer mecanismos para resolver conflictos potenciales entre el presidente y la asamblea sobre el control del gabinete que desanima la acción unilateral y fomenta a ambos lados a transigir y postergar la voluntad de los votantes.

El segundo rasgo potencialmente atractivo de esos regímenes es que pueden permitir flexibilidad en la medida en que el presidente o el primer ministro provean liderazgo en cuanto a las políticas públicas se refiere. Esta característica del semipresidencialismo suele parecer una solución especialmente convincente para la preocupación acerca de la parálisis de las políticas en gobiernos divididos de regímenes presidenciales. Otra vez, la flexibilidad conlleva un reto, que radica en la división de los poderes de agenda legislativa entre el presidente y el gobierno (que el presidente puede no controlar políticamente). Reservar los poderes de agenda legislativa dominantes para el gobierno es una manera atractiva de organizar el proceso legislativo en países con sistemas de partido relativamente consolidados por dos razones. Primera: le da un control confiable sobre la legislación a cualquier poder del Estado (ejecutivo o legislativo) que controle el gobierno; como en Francia. Segunda: es probable minimizar el potencial de conflicto y de problemas de coordinación dentro del ejecutivo dual y, por lo tanto, apoya las políticas decisivas y eficientes, así como los procesos legislativos y administrativos. Sin embargo, cuando el sistema de partidos parlamentario está muy fragmentado y polarizado, como por ejemplo en Rusia y Ucrania en la década de 1990, incluso los gobiernos con poderes de agenda fuertes pueden luchar para permanecer en el poder y promover una agenda política, y los poderes de agenda presidenciales pueden ofrecer mejores posibilidades de una gobernanza efectiva. Pero existen retos que surgen de la dependencia de los poderes de agenda presidenciales, notablemente el manejo de tensiones dentro del ejecutivo durante la cohabitación, y la coordinación de las políticas dentro del ejecutivo dual.

Entonces, nuestro argumento central en este artículo es que el semipresidencialismo puede funcionar bien con presidentes débiles o fuertes. De hecho ‒dependiendo del contexto político‒, es probable que los sistemas semipresidenciales requieran diferentes niveles de poder presidencial para funcionar bien. En otras palabras, explícitamente no compartimos la preocupación general de Linz sobre los presidentes fuertes. Al igual que Shugart, creemos que es probable que los presidentes fuertes aumenten la probabilidad de proporcionar bienes públicos y una gobernanza efectiva en países en donde un sistema de partidos subdesarrollado comprometa la capacidad de la asamblea de darle un apoyo estable a un gobierno y a una agenda de políticas (Shugart, 1999).

Sin embargo, dadas estas conclusiones, es evidente que no todas las diferentes formas de semipresidencialismo tendrán igual relevancia para los reformadores constitucionales en sistemas presidenciales. En países presidenciales caracterizados por sistemas de partido inestables, fragmentados o polarizados, es poco probable que el semipresidencialismo tenga un atractivo obvio. Para que funcione bien en combinación con sistemas de partido subdesarrollados, los regímenes semipresidenciales tendrán que darle al presidente poderes significativos sobre el gobierno y las políticas, y no está claro que un régimen semipresidencial con un presidente poderoso tenga ventajas sobre el presidencialismo que aseguraría el cambio constitucional.

No obstante, en países en donde el sistema de partidos está relativamente consolidado, los regímenes semipresidenciales con poderes presidenciales moderados o débiles y control de la agenda legislativa investido en el gobierno, pueden funcionar muy bien. Esto se debe a que dichas constituciones pueden combinar el potencial de control flexible sobre el gobierno con las disposiciones que reducen la probabilidad de conflictos entre la asamblea y el presidente y los problemas de coordinación con el ejecutivo dual. Es probable que esas propiedades apoyen las políticas decisivas y eficientes, los procesos legislativos y administrativos. El semipresidencialismo de esta forma puede ofrecer una opción atractiva para países presidenciales con sistemas de partido bastante consolidados que debaten la reforma constitucional, cuando la coordinación de los procesos de políticas y legislativo no es confiable y está propensa a la parálisis en el presidencialismo, o cuando los presidentes han elegido estrategias de gobierno unilaterales que minimizan la interacción con la asamblea. Por un lado, el semipresidencialismo preservaría un papel ejecutivo para el presidente, pero, por el otro, empoderaría constitucionalmente a la asamblea para negociar con el presidente y para influir en la composición del gobierno y sus políticas. En otras palabras, la constitución semipresidencial formalizaría la negociación de coaliciones, involucraría a los partidos sistemáticamente en la distribución de los ministerios y en las decisiones sobre las políticas de gobierno, y haría depender a los gobiernos de la confianza de la asamblea. Como resultado, por definición, los gobiernos tendrían el apoyo activo y pasivo de una mayoría en la asamblea, lo que reduciría significativamente el potencial para la parálisis de las políticas y legislativa en comparación con el presidencialismo. Además, la participación del partido en el gobierno probablemente afectaría las metas y el comportamiento del partido, fomentando prestar atención a la oficina del gobierno y su política nacional, metas que suele pensarse que son fundamentales para un gobierno de partido responsable. Pero cuando los reformadores latinoamericanos optan por el semipresidencialismo, el reto es darle una atención cuidadosa a las reglas que regulan la interacción y la resolución de conflictos entre la asamblea, el presidente y el gobierno, para asegurar que todos los jugadores tengan incentivos para resolver sus conflictos de una manera que sea compatible con las decisiones de los votantes.

En resumen, las constituciones semipresidenciales no ofrecen ninguna panacea, al igual que las constituciones parlamentarias y presidenciales, no proporcionan soluciones parejas que funcionen, sin importar el contexto social y político. Pero tienen algunas fortalezas convincentes en situaciones en donde existe un compromiso para tener una presidencia ejecutiva y una preocupación por darle a los partidos de la asamblea que pueden desempeñar un papel constructivo en el gobierno su propio peso en la decisión de los gobiernos y las políticas.

***Traducción del inglés de Susana Moreno Parada.

1Entender que el comportamiento de los regímenes semipresidenciales varía entre las fases de gobernanza presidencial y parlamentaria es, por lo tanto, inadecuado, pues ignora el hecho de que los resultados políticos en esos regímenes resultan en todas las circunstancias de negociación entre el presidente y la asamblea.

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