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vol.13 número1Stephen Haber, Armando Razo y Noel Maurer, The Politics of Property Rights. Political Instability, Credible Commitments, and Economic Growth in Mexico, 1876-1929, Nueva York, Cambridge University Press, 2004, 382 p.Ghassan Salamé, Quand l’Amérique refait le monde, París, Fayard, 2005, 568 p. índice de autoresíndice de materiabúsqueda de artículos
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Política y gobierno

versión impresa ISSN 1665-2037

Polít. gob vol.13 no.1 Ciudad de México ene./jun. 2006

 

Reseñas

Robert Kagan, Of Paradise and Power: America and Europe in the New World Order, Nueva York, Alfred Knopf, 2003, 103 p.

Lorena Ruano

Kagan, Robert. Of Paradise and Power: America and Europe in the New World Order. Nueva York: Alfred Knopf, 2003. 103 pp.


“Ha llegado el momento de dejar de pretender que europeos y estadounidenses comparten una visión del mundo o, incluso, que ocupan el mismo mundo” (p. 3).1 Con esta frase tan contundente, Robert Kagan inicia Of Paradise and Power, una reflexión sobre la relación entre Europa y Estados Unidos a principios del nuevo milenio. Este libro es una muestra sorprendente de que todavía hay realistas clásicos en relaciones internacionales, al estilo los padres fundadores de la disciplina. El libro es corto y comparte con las obras de antaño la virtud de plantear una idea clara, bien contada, sazonada con la erudición de casos históricos y citas atinadas. La parsimonia del realismo (poco para explicar mucho) siempre ayudó a que la retórica de sus expositores fuese afortunada, pero tenía el efecto de ser reduccionista. Sigue siendo el caso. En términos académicos, este libro es prácticamente anacrónico, pues no tiene pretensión científica alguna. Sin embargo, refleja en buena medida el pensamiento de muchos tomadores de decisiones y viejos analistas del establishment estadounidense de política exterior, aún fuertemente dominados por el realismo.

Para esta corriente, como para Kagan, la variable explicativa central es el “poder”: su eficacia, moralidad y uso. La diferencia de poder es lo que hace que, en casi todas las cuestiones internacionales importantes contemporáneas, “los europeos sean de Venus y los estadounidenses de Marte” (p. 3), en alusión al famoso libro de autoayuda de John Gray. Mientras los europeos se regodean en su mundo paradisiaco y posmoderno, gobernado por reglas, leyes y cooperación transnacional, a la sombra de una seguridad subsidiada por Estados Unidos, éstos no logran separarse de las paradojas de su enorme poder y su crudo ejercicio. Por eso, arguye Kagan, cada vez se entienden menos en la conducta de sus políticas exteriores: ven el mundo de maneras muy distintas, porque parten de premisas que no comparten. Los europeos se vanaglorian de abordar los problemas con mayor sofisticación y de tener la sensibilidad de ver las cosas de forma más matizada; además, para ellos, importa más el proceso que los resultados, como revela su propia experiencia de integración regional. Desde aquel lado del Atlántico, Estados Unidos se ve agresivo, dispuesto más a castigar que a premiar y a ser unilateral si es necesario, porque lo que le importan son los resultados. Esta representación exagerada captura una verdad esencial: Estados Unidos y Europa son fundamentalmente distintos hoy día. Es importante, alega Kagan, enfrentar esto y entenderlo, en lugar de seguirlo negando (como han hecho aquellos que quieren preservar la “unidad de Occidente”) o de aprovechar para insultar a Estados Unidos por su unilateralismo, como han hecho quienes detectan la diferencia, sobre todo en Europa.

La experiencia histórica tan única que han vivido los europeos a lo largo del último medio siglo, y que culminó con la construcción de la Unión Europea, ha incidido también en ampliar la distancia ideológica que los separa de Estados Unidos. Pero más allá de la historia, la diferencia de visiones que separa a Europa de Estados Unidos viene, sobre todo, de la diferencia de poder. Distintos grados de poder implican, además, distintas psicologías. En la mejor tradición del realismo clásico, Kagan alega que la postura más comprensiva y matizada de los europeos actuales, así como las posibilidades de cooperación que ven por todas partes, tiene su origen en la debilidad. De la misma forma, Chamberlain creyó que se podía apaciguar a Hitler aquel invierno de 1938 en Munich.

Las diferencias de visión entre los dos lados del Atlántico no llegaron con George W. Bush, ni con el 11 de septiembre; datan de la Guerra Fría, cuando los europeos cedieron su lugar de potencias mundiales a los estadounidenses, tras dos guerras devastadoras. Internalizar esto ha sido duro y complicado, sobre todo para Gran Bretaña y Francia, que tuvieron que pasar por varias experiencias traumáticas, como Suez, para empezar a aceptar que el orden internacional ahora dependía de las nuevas superpotencias. Las ambivalencias siempre han estado ahí, pero no eran tan importantes durante la Guerra Fría, porque las circunstancias geopolíticas únicas de ese conflicto encubrían cualquier desavenencia bajo la presión de mantener la tan esencial unidad del “Occidente”. Se sobreestimó entonces el poder europeo y se le dio demasiada importancia a los aliados; mucha más de la que merecían por sus capacidades reales (pp. 19-20).

Terminada la Guerra Fría, el problema ha sido que Europa logró un milagro económico y político, pero no cumplió sus promesas de convertirse en la próxima superpotencia militar, ni devolvió al mundo a la multipolaridad. Si no hubiera fallado en esto, el mundo sería muy distinto hoy: Europa y Estados Unidos estarían negociando los nuevos términos de su relación desde un plano de igualdad de poder, en lugar de estar batallando con su gran disparidad (p. 21). Esta afirmación contrafactual resulta poco matizada, en tanto que sí existen áreas donde hay cierta paridad y se negocia en un plano de relativa igualdad: los pleitos entre Airbus y Boeing en la OMC son un buen botón de muestra. Los avances en la ratificación del protocolo de Kyoto sobre medio ambiente y en la creación de la Corte Penal Internacional en clara oposición a los estadounidenses también son muestras de cierta multipolaridad localizada. Pero a los realistas clásicos nunca les gustó separar los diferentes ámbitos del poder y, muchísimo menos, abandonar su querido supuesto de que todo está supeditado a la capacidad militar.

Por eso, en claro desafío a toda una rama de la disciplina en Relaciones Internacionales que lleva varias décadas discutiendo las nuevas definiciones de seguridad y poder, Kagan insiste en que el fin de la Guerra Fría no redujo la importancia del poder militar. Esgrime el doloroso, pero peculiar, ejemplo de los Balcanes en la década de 1990: ahí, los europeos fueron un desastre. Tuvieron que venir los estadounidenses, con su alta tecnología y su enorme capacidad bélica, para meter a Tudjman, Milosevic y demás desagradables en cintura. Los europeos tuvieron que contentarse con lavar los platos de las cenas cocinadas por Estados Unidos en Bosnia (1992) y Kosovo (1998). Esto, para el realismo, anula el éxito que ha tenido la Unión Europea en ayudar a transitar al resto de Europa Central y Oriental hacia la democracia y la economía de mercado de manera pacífica. Nimiedades…

La brecha tecnológica y militar que separa a ambos lados de la OTAN no ha hecho más que ampliarse desde 1990. Esta incapacidad de adecuarse al nuevo contexto no debe sorprender, porque el papel de Europa durante la Guerra Fría no fue proyectar poder, sino defenderse. En lugar de ver el final de la Guerra Fría como una oportunidad de expandir su alcance estratégico, los europeos prefirieron cobrarse el enorme dividendo de paz e ir reduciendo sus presupuestos de defensa a menos de 2% del PIB. El fin de la Guerra Fría significó “unas vacaciones de la estrategia”, se mofa Kagan (p. 25). En cambio, los estadounidenses se embarcaron en la Guerra del Golfo y, desde entonces, han ido creando unas fuerzas armadas cuyo alcance global no tiene precedentes. Este “momento unipolar” ha tenido como consecuencia una mayor disposición a usar la fuerza en el exterior, incluso más que durante la Guerra Fría.

La psicología que se desprende del uso de ese enorme poder queda caracterizada con un toque de humor británico: “cuando uno tiene un martillo, todos los problemas empiezan a parecer clavos”. “Esto es cierto”, añade Kagan sagazmente, “pero también funciona a la inversa: cuando uno no tiene un martillo, no quiere que nada parezca un clavo” (pp. 27-28). Con el fin de la Guerra Fría las diferencias de poder se exacerbaron y, con ellas, las diferencias de enfoque estratégico, así como la naturaleza de la discusión. Cada vez más, Estados Unidos y Europa han entrado en desacuerdos sustanciales sobre qué constituye una amenaza intolerable a la seguridad internacional. Las amenazas no se ven igual de uno y otro lado: lo que para unos es el “eje del mal”, para otros son “estados fallidos” (p. 30).

¿Por qué se ve la misma amenaza de maneras tan diferentes? La psicología de la debilidad ofrece la mejor explicación: los europeos toleran mejor las amenazas porque son más débiles (de nuevo, hay que recordar a Chamberlain). Si el pensamiento estratégico europeo le da menos importancia a los aspectos militares duros que a los de “poder blando”, es porque no posee el primero y sí mucho del segundo. También incide la “realidad práctica”: la mayoría de las amenazas son más inmediatas sobre Estados Unidos que sobre Europa, porque vienen de regiones en las que Estados Unidos puede proyectar poder y eso lo convierte en el principal objetivo. En cambio, la “superpotencia civil”, ensimismada, introvertida, ha avanzado con penosa dificultad hacia las operaciones “fuera de área”.

La disparidad de visiones permea incluso hasta las opiniones públicas: los europeos se preocupan más por el calentamiento global y los estadounidenses por las amenazas a la seguridad.2 Esto demuestra que “los dos públicos tienen un sentido sorprendentemente preciso de los distintos papeles globales que desempeñan sus naciones” (p. 35). Aquí, se da un lapsus del lenguaje que resulta revelador, pero imperdonable para un realista: usar el término “nación” para referirse a Europa. Justamente ahí está el meollo del asunto: Europa es una amalgama imperfecta de estados, muchos de ellos multinacionales, y es absurdo esperar de ella la coherencia que muestran los estados-nación. Como buen realista, Kagan debería saber lo difícil que es para los estados cooperar en temas de “alta política”, sobre todo en asuntos de seguridad. Ésa es la razón principal por la cual la Unión Europea no se ha convertido en una potencia militar. No hace falta buscar “en alguna parte del reino de la ideología” (p. 53), ni escarbar en la experiencia europea de pacificación, que puso énfasis en la negociación, la diplomacia, los lazos comerciales, el derecho internacional y descartó el uso de la fuerza… (pp. 59-60).

La diferencia de visiones entre europeos y estadounidenses tiene implicaciones importantes, porque los desacuerdos van mucho más allá de qué hacer con un problema específico, como el de Irak… No comparten la misma idea de cómo se debe gobernar al mundo, de cuál es el papel del derecho y las instituciones internacionales, de cuál es el equilibrio adecuado entre el uso de la fuerza y el de la diplomacia (p. 37). Esto se traduce de forma más concreta en la discusión sobre el unilateralismo. El realismo más rancio de Kagan arremete entonces contra los liberales: el problema no es que Estados Unidos no pueda hacer las cosas solo; el verdadero problema es que sí puede.3 Además, no debe sorprender a nadie que la lógica geopolítica le dicte a la hiperpotencia ignorar la vía multilateral cuando así convenga a sus intereses. El multilateralismo europeo, por su parte, no es desinteresado: es lo natural en los débiles.

Así se llega a la razón más importante de la divergencia entre Estados Unidos y Europa: la voluntad estadounidense de usar el poder (unilateralmente si es necesario) constituye una amenaza para el nuevo sentido de misión que tiene Europa. Negar la validez de este idealismo equivale a cuestionar los cimientos del propio proyecto europeo. Y sigue entonces la típica, viejísima, cantaleta de los realistas: el orden kantiano de los europeos jamás hubiera podido existir si no al abrigo del poder estadounidense, ejercido con las viejas máximas hobbesianas. El poder de los estadounidenses hizo posible que los europeos pensasen que el poder no era importante. La mayoría de los europeos, se queja Kagan, no ven esto. Y mientras ellos disfrutan del dividendo de paz en su paraíso posmoderno, los estadounidenses están atrapados en la historia con los Saddam, los Ayatola y los ejes del mal. Irak ha puesto estas divisiones bajo la peor de las luces posibles.

La prescripción del texto es clara: estadounidenses y europeos deben adaptarse cuanto antes a la nueva realidad de la hegemonía estadounidense. El primer paso para empezar a resolver el problema es admitir que existe y tratar de entenderlo. Para la generación que se crió en la posguerra, esta idea asusta. Pero hay que crecer y aceptarlo, con todo y sus paradojas. Estados Unidos sólo se sentirá seguro en un mundo dominado por él y deberá vivir con dobles estándares. Los líderes estadounidenses deben darse cuenta de que son libres, de que los europeos, en realidad, no son obstáculos, ni los constriñen. Sólo así, desinhibidos de su poder, podrán percatarse mejor de las sensibilidades de los otros. Kagan concluye con un alegato a favor de la virtud preferida de los realistas clásicos, de Maquiavelo a Morgenthau: la prudencia. La política más sabia siempre “muestra un cierto respeto por la opinión de la humanidad” (p. 103).

Referencias

Joseph Nye, The Paradox of American Power: Why the World’s Only Superpower Can’t Go it Alone, Nueva York, Oxford University Press, 2002. [ Links ]

1Todas las citas son traducción mía.

2El autor cita una encuesta de opinión pública comparada sobre política exterior, elaborada por el Fondo Marshall Alemán y el Chicago Council for Foreign Relations en 2002. Cabe destacar que la División de Estudios Internacionales del CIDE llevó a cabo una encuesta similar en México y Estados Unidos, también con el Chicago Council for Foreign Relatons.

3Aquí, hace alusión al libro de Joseph Nye, The Paradox of American Power: Why the World’s Only Superpower Can’t Go it Alone, Nueva York, Oxford University Press, 2002.

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