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Signos filosóficos

versión impresa ISSN 1665-1324

Sig. Fil vol.23 no.46 Ciudad de México jul./dic. 2021  Epub 04-Abr-2022

 

Artículos

La objetivación de lo inobjetivable: convergencia entre arte y filosofía en Teoría Estética de T. W. Adorno

The objetivation of the unobjectivable: Convergence between art and philosophy in Aesthetic Theory of T. W. Adorno

Javier Corona Fernández* 
http://orcid.org/0000-0002-9544-0417

*Universidad de Guanajuato, Departamento de Filosofía, javiercoronafernandez@gmail.com


Resumen

Este artículo analiza las posibilidades actuales de la propuesta de T. W. Adorno en torno a su visión de las relaciones entre el arte y la verdad; para esto se exploran algunos pasajes de Teoría estética (1970), donde plantea dos ideas centrales en su reflexión: por un lado, los contenidos de verdad que se revelan en las obras de arte y, por otro, los alcances de una subjetividad individual que aún puede pensar en las posibilidades de una vida emancipada. Para Adorno, las obras de arte son la expresión de una verdad concebida subjetivamente, pero que excede cualquier intención puramente individual y, como fuerza de resistencia, puede mostrar aquello que escapa a la representación objetiva. De acuerdo con esto, la hipótesis inicial es que, independientemente de la posición o intencionalidad del autor, el arte contribuye al esclarecimiento de diversos fenómenos éticos y políticos debido a la codificación histórica de la forma y, sobre todo, por la autonomía de la obra de arte.

Palabras clave: conocimiento; alienación; subjetividad; emancipación; teoría crítica

Abstract

This article analyzes the current possibilities of T. W. Adorno’s proposal regarding his vision of the relationships between art and the truth; for this, some passages of Aesthetic Theory (1970) are explored, in which he raises two central ideas in his reflection: on the one hand, the truth contents that are revealed in the artworks and, on the other, the scopes of an individual subjectivity that can still think about the possibilities of an emancipated life. For Adorno, works of art are the expression of a truth that is subjectively conceived, but that exceed any purely individual intention and, as a force of resistance, can show what escapes objective representation. According to this, the initial hypothesis is that, regardless of the position or intentionality of the author, art contributes to the clarification of various ethical and political phenomena due to the historical codification of form and, above all, by the autonomy of the work of art.

Keywords: knowledge; alienation; subjectivity; emancipation; critical theory

El contenido de verdad del arte moderno

Para poder subsistir en medio de una realidad extremadamente tenebrosa, las obras de arte que no quieran venderse a sí mismas como fáciles consuelos, tienen que igualarse a esa realidad. Arte radical es hoy lo mismo que arte tenebroso, arte cuyo color fundamental es el negro. Mucho de la producción contemporánea se descalifica por no querer darse cuenta de ello, por querer alegrarse infantilmente con colores.

(Adorno, 1983: 60)

El ideal de lo negro es para Adorno uno de los más poderosos impulsos de la abstracción. Según su criterio, sólo los ingenuos creen que el mundo que ha perdido sus colores y su aroma los puede recuperar por medio del arte. Frente al discurso hegemónico de la razón instrumentalizada y los signos de un sentido de realidad opresivo rotulado por el mercado y los medios de comunicación masiva ―donde los conceptos de verdad y emancipación aparecen un tanto desleídos en el espectro de la profusa oferta de información y bienes culturales que hoy en día circula―, la Teoría estética1 de T. W. Adorno, que se pronuncia en una dirección contraria a la falsedad de la cultura de masas y a la especulación monetaria detrás de la comercialización del arte, no ha quedado alineada ni con los mecanismos del marketing editorial, ni con el eficientismo académico que ha convertido el conocimiento en mercancía; por estas razones es imposible soslayar su condición intempestiva a cincuenta años de haberse publicado. En su trayectoria vital e intelectual, Teoría estética representa el último texto de Adorno, compuesto por una serie de fragmentos que acumula intereses diseminados a lo largo de su actividad teórica, escrito “de un modo por así decirlo concéntrico, en forma de partes equilibradas y paratácticas, organizadas alrededor de un punto central al que ellas expresan gracias a su constelación” (Jimenez, 2001: 12). Al no permanecer enmarcada su reflexión en ninguna clase de positividad y con los rudimentos de la crítica de la cultura, Adorno lee a contrapelo la historia y adopta un punto de vista antagónico que la erige en mayor medida como una obra determinante para la comprensión del presente. En este sentido, es importante tener en cuenta que dicho libro ha sido leído y comentado desde distintos enfoques y en comparación con autores contemporáneos. Un ejemplo es la lectura de Christoph Menke al vincular a Theodor W. Adorno con Jaques Derrida como representantes de una estética de la negatividad:

No sólo ambos combinan un análisis formalista (tecnológico o semiológico, respectivamente) con un énfasis en el efecto revolucionario (crítico de la sociedad o bien de la razón), sino que ponen además en el centro de sus reflexiones el programa vanguardista de lograr la soberanía del arte no sólo pese a o incluso en contra de su autonomía, sino por medio de ella. (Menke, 2011: 39)

En dirección complementaria, el trabajo de Detlev Clausen, mediante un estudio biográfico que acepta de antemano la dificultad misma de las biografías, afirma que en la perspectiva de Adorno la obra de arte y, en general, la experiencia estética, no se circunscriben a la utilidad que puedan reportar para una determi- nada orientación política o axiológica.

La reflexión teórica de Adorno libera a la experiencia estética de las cadenas de la utilidad práctica y política. El racionalista Brecht, al igual que el dialéctico Bloch, habían reconstruido coherentemente el nexo de sentido de razón y revolución a través de la ficticia alternativa de socialismo o barbarie, pero tras la involución estalinista y después de Auschwitz este nexo se ha perdido para siempre. (Claussen, 2006: 353)

Adorno elaboró su Teoría estética en una compleja conexión con su crítica de la cultura, su dialéctica negativa y, en general, con los estudios filosóficos y socio- lógicos emprendidos en colaboración con Max Horkheimer. Si la racionalidad contemporánea instaura una época donde las subjetividades se constituyen en medio de un vínculo fatal entre relaciones de poder, violencia y libre mercado, en la reflexión de nuestro autor se encuentra una posición imprescindible de crítica, que expone los contenidos de verdad en el arte y los alcances de una subjetividad capaz de pensar, desde la esfera de la razón simbólica, las posibilidades que aún les quedan a los seres humanos en sus aspiraciones de una vida conducida con relativa independencia.

Adorno ha intentado como pocos otros descifrar desde la filosofía y desde la teoría de la sociedad las conquistas estéticas de los grandes movimientos vanguardistas del siglo XX ―que con demasiada frecuencia molestaron a su público o durante mucho tiempo ni siquiera lo encontraron―, pero sin degradar por ello el arte a un auxiliar barato de ambiciones políticas o morales. (Liessmann, 2006: 139-140)

La crítica respecto a las leyes del comercio de la industria cultural posiciona a Teoría estética contra las tendencias edificantes que, de la mano de la censura, recelan de toda expresión cultural que ponga en peligro el statu quo de una sociedad tendiente a perpetuar la desigualdad y la miseria. En este análisis, el pensamiento dialéctico resulta esclarecedor en tanto puede desenmascarar los aspectos nodales del ciego dominio que mediatiza la conciencia individual y define la realidad actual; dominio sutil dirigido al control de las apetencias, donde las obras de arte juegan un papel determinante, tanto para develar una situación concreta de iniquidad, como para encubrir los aspectos más profundos de una realidad caracterizada por los simulacros. Esta condición histórica evidencia la necesidad de una teoría estética suscrita como vehículo de comprensión de la creatividad humana en su real dimensión social, para dar cuenta de los pliegues en que se ejerce el poder, hoy encubierto por la fetichización más exacerbada, tanto de la conciencia como de sus productos y creaciones. Para la teoría crítica, la cultura no puede concebirse aislada de la sociedad en la que se genera; su autonomía es relativa, pero esto no significa que el arte se reduzca a una ideología que reproduce sin más una realidad concreta. La estética se enfrenta aquí con uno de sus problemas más significativos.

En efecto, en las líneas finales de Teoría estética, Adorno afirma que el arte nuevo emerge de una situación de antagonismos que Karl Marx llamó “alienación” y “autoalienación”.2 No obstante, el arte surgido de ahí no se redujo a ser una copia de aquella situación de extravío; por el contrario, al denunciarla, al mostrarla y convertirla en imagen o palabra, en movimiento o sonido, a partir de su forma pudo transmutarse y simbolizar la libertad negada para todos los individuos que viven en condiciones injustas. En este trazo, Georg Lukács representa la idea de que las obras artísticas tienen la capacidad de influir sobre la vida, por lo que habrían de estar conectadas con cierta forma de realismo; ve en las necesidades de la vida diaria el origen y justificación del arte. Mas ese aparente optimismo y confianza adoptado por determinadas posiciones marxistas, que veían en el arte ―y, en particular, en la novela realista― el medio para perfeccionar moralmente al ser humano, quizá sería un motivo valedero para el siglo XIX o inicio del XX, aceptando que se participara de una visión progresista de la historia;3 pero en la sociedad que Adorno vivió, ya no era factible sostener sin más que, por el simple hecho de serlo, el arte es en sí mismo emancipatorio.

Por ende, asumiendo una posición opuesta a la de Lukács, Adorno considera que el arte se separa de la realidad o, más aún, el arte sólo se realiza cuando niega lo real, ya que la vida cotidiana se encuentra cosificada. En una época que no puede ser optimista, el arte definió su quehacer más profundo al criticar un principio de realidad evidentemente opresivo. Para contrastar este aserto, en la dialéctica de su reflexión, Adorno propone hipotéticamente una coyuntura donde cabría pensar la posibilidad de imaginar una sociedad que, viviendo en paz, prefiriese el arte del pasado, aquel que en la actualidad es un complemento ideológico de los que no viven en paz. “Pero si el arte que entonces naciese volviera a la tranquilidad y al orden, a la representación afirmativa y a la armonía, sería víctima de su propia libertad” (Adorno, 1983: 339). En este aspecto es preciso aceptar que no puede haber un retorno idílico o una vuelta atrás en la historia, Adorno se detiene en este punto y, fiel a la prohibición de nombrar lo positivo, dice que no es conveniente suponer la forma que el arte tendría en una sociedad diferente, pues a menudo encontramos en la actitud humana un falseamiento de esa falta de libertad real, para luego entregarse al intento por convertir dicha limitación en algo positivo. Para Adorno, el arte que tuviese lugar en una sociedad distinta:

Posiblemente será una tercera opción frente al pasado y al presente, pero sería preferible que un buen día el arte en cuanto tal desapareciera, a que olvidase el sufrimiento que es su expresión y tiene su sustancia en la forma artística. Es la actitud humana la que falsea la falta de libertad y la intenta convertir en positiva. Si el arte del futuro fuese, como es de desear, positivo, se volvería muy aguda la sospecha ante la pervivencia real de la negatividad. Esa sospecha está ahí siempre, lo retrógrado siempre amenaza, y la libertad, que equivaldría ciertamente a liberación respecto del principio de la propiedad, no puede dejarse poseer. Pero, ¿qué sería el arte en cuanto forma de escribir la historia, si borrase el recuerdo del sufrimiento acumulado? (1983: 339)

Esta consideración crítica sobre el sufrimiento acumulado en la historia permite recordar el diagnóstico hecho por Marx (1984: 107) . En los Manuscritos de economía y filosofía de 1844 emprende una evaluación radical sobre el proyecto moderno emanado de la sociedad capitalista que ha dado origen a un sistema de mercado tal que, en palabras de sus emisarios, acabaría con la pobreza y brindaría, además, libertad, orden y progreso, pero que en verdad tiene en la enajenación del trabajador su más crasa contradicción y miseria. Cien años después, al publicarse por vez primera Dialéctica de la Ilustración, bajo el título de Fragmentos filosóficos (1944), Adorno y Horkheimer impulsan el análisis del decurso seguido por el movimiento ilustrado, dando continuidad a una misma línea que critica el desenlace de la Modernidad a la vista de la catástrofe provocada por la sociedad industrial mundializada.4 Pero ahora el arte no es considerado, como creerían ciertas orientaciones marxistas, la puerta a la emancipación, pues según Adorno y Horkheimer la obra de arte ha sido sometida de igual forma a las necesidades y reglas del libre comercio, dejando atrás, aparentemente, su tarea de liberar a los seres humanos del principio de utilidad. En tanto la explotación del arte se incrementa en la sociedad competitiva, los hombres esperan que el arte sea útil.

Todo es percibido sólo bajo el aspecto en que puede servir para alguna otra cosa, por vaga que sea la idea de ésta. Todo tiene valor sólo en la medida en que se puede intercambiar, no por el hecho de ser algo en sí mismo. El valor de uso del arte, su ser, es para ellos un fetiche, y el fetiche, su valoración social, que ellos confunden con la escala objetiva de las obras, se convierte en su único valor de uso, en la única cualidad de la que son capaces de disfrutar. (Adorno y Horkheimer, 1998: 203)

La obra de arte tuvo que adecuarse a la existencia y necesidades del mercado. Ignorar esa determinación haría anacrónica toda forma de creación y de crítica, porque las obras de arte se mantendrían aferradas a una sociedad que no es la vigente. Eso no significa que el arte deba renunciar a liberar a la humanidad del principio de utilidad, aquí adquiere un mayor alcance el carácter crítico del concepto de industria cultural, que muestra esa colectividad de seres humanos sometida al imperio de la forma mercancía; comunidad alabada por la publicidad donde todos son libres para divertirse y bailar, para gozar de instantes que, inadvertidamente para los propios individuos, les han sido arrebatados por la industria que explota al máximo el tiempo destinado al asueto, en el cual también debe haber utilidad. Bajo este acoso, la vida íntima de los seres humanos libres en apariencia, se inscribe en la lógica que impulsa el éxito individual en el cual las formas de vestir, los modos de hablar, los tipos de desplazamiento espacial, imitan por completo el modelo de gentiles personajes, prototipos encarnados en el seductor o la heroína, al servicio de la fábrica de sueños que vende deslumbrantes personalidades, diseñadas para marcar el lindero entre quienes se adaptan a las estrategias de integración y los parias marginados que terminarán en la cárcel o en el abandono miserable de sucios barrios y malolientes refugios. Con estos extremos, todo se pliega al modelo ofrecido por la industria cultural, el sistema se cierra y consolida, estigmatizando lo que resiste o aquilatando las formas de vida que se venden bien y contribuyen a someter cualquier tipo de disidencia:

Las reacciones más íntimas de los hombres están tan perfectamente reificadas a sus propios ojos que la idea de lo que les es específico y peculiar sobrevive sólo en la forma más abstracta: «personalidad» no significa para ellos, en la práctica, más que dientes blancos y libertad frente al sudor y las emociones. Es el triunfo de la publicidad en la industria cultural, la asimilación forzada de los consumidores a las mercancías culturales, desenmascaradas ya en su significado. (Adorno y Horkheimer, 1998: 212)

Sin embargo, el concepto industria cultural no se limita a desnudar la falsedad de la actual estructura social, a la par es un baremo que evalúa los fenómenos artísticos y permite poner el veredicto del pensamiento frente a la creatividad en sus diversas formas. El carácter crítico de dicho concepto ayuda a calibrar el conocimiento en la amplitud de sus disciplinas y a juzgar el cúmulo de factores sociales que intervienen en todas las manifestaciones culturales. Asimismo, en la perspectiva que la industria cultural como concepto límite permite, la teoría crítica desbroza las tensiones entre el gozo del arte y la esperanza de felicidad que aún mantiene y, finalmente, sirve de base para evidenciar que no toda la cultura es una estafa burguesa, ni toda la investigación científica tiene como objetivo de fondo la utilidad y el beneficio económico. Por ello, la obra de arte muestra la condición real en que viven los individuos y, a la vez, pergeña los senderos de liberación al mostrar la verdad de su momento sin sugerir formas de vida que, como cualquier receta, les serviría para desprenderse de sus enteras ataduras. Cuando Adorno habla en Teoría estética de las actuales posibilidades del arte, afirma que:

La cultura pone diques a la barbarie […] Somete a la naturaleza, pero también la conserva por medio de la sumisión. En el concepto mismo de cultura, tomado del cuidado de los campos, de la agricultura, late algo parecido. La vida junto con la esperanza de su mejora se ha perpetuado gracias a la cultura. Un eco de esto resuena en las obras auténticas de arte. La afirmación no envuelve lo existente con el falso brillo de una aureola, sino que se defiende contra la muerte, fin de todo dominio, por simpatía con lo que es. De esto no puede dudarse a no ser al precio de considerar la muerte misma como esperanza. (1983: 329)

Siguiendo la idea de Benjamin, leyendo a contrapelo el texto que la realidad exhibe, el arte debe entenderse no sólo por lo que puede provocar en lo sensible y emotivo, sino también por el valor de la vida y la significación cognoscitiva que conlleva. Lo mismo sucede en el plano formativo, pues si reconocemos que la actual deriva funcionalista de la educación promueve la dinámica del capitalismo hacia un significado de libertad reducido a herramienta de elección individual dentro de la sociedad globalizada de los bienes de consumo, sería necesario activar urgentemente el contrasentido que la definiría como un estado de conciencia donde cabrían otras maneras de pensar, de actuar e incluso de sentir; esto daría entrada a una forma de concebir a la educación y la cultura, distinta de las empresas que ofrecen sus servicios a clientes dispuestos a hacer propio y a fortalecer, mediante su difusión, el uso ideológico del concepto libertad que con gusto han comprado. La mejor muestra de la tensión entre una individualidad sometida por completo y una subjetividad que lucha por mantenerse en actitud crítica está en la discusión acerca de la idea de que el arte ha visto pasar sus mejores momentos, y que la realización de sus contenidos de verdad ha de seguir la sentencia totalitaria que establece que el papel del arte consiste en identificarse con su contenido social, abatiendo toda línea de resistencia que vaya en dirección opuesta. Justamente aquí emerge la constelación adorniana que sitúa los contenidos de verdad y las propuestas de emancipación conjugados en el arte:

En el momento en que se llega a la prohibición y se decreta que el arte ya no debe existir, entonces es cuando éste consigue de nuevo en medio del mundo planificado su derecho a la existencia, ya que el habérselo quitado se parece mucho a un acto administrativo. Quien quiere destruir el arte sostiene la ilusión de que no está cerrada la puerta a un cambio decisivo. El realismo a ultranza no es realista. El nacimiento de cada obra de arte auténtica contradice el pronunciamiento de que ya no podría nacer. La destrucción del arte en una sociedad medio bárbara que avanza hacia serlo del todo se convierte en su aliado. Aunque las gentes enemigas del arte hablan siempre de forma concreta, sus juicios son abstractos y sumarios, ciegos ante las tareas y posibilidades muy concretas, aún no realizadas y desposeídas por el nuevo accionismo estético. Serían las tareas y posibilidades, por ejemplo, de una música realmente liberada, que procediera de la libertad del sujeto y no del acaso cosificador y alienante. Pero no hay que argumentar a partir de la necesidad del arte. La pregunta por ella está mal planteada, pues la necesidad del arte, si es que hay que plantear las cosas cuando se trata del reino de la libertad, es su falta de necesidad. (Adorno, 1983: 327-328)

El contenido de verdad del arte radica en la elocuencia de no dejarse amedrentar por la ideología que, desde la esfera de la productividad y con el auxilio de la censura, decide si es todavía posible el arte hoy. Esta situación se plantea porque el poder administrativo que priva en la sociedad contemporánea, en alguna medida, ha logrado que ciertas formas de arte se vuelvan conformistas, al haberlas convertido en artículos de consumo. No es difícil imaginar las consecuencias de la mercadotecnia puesta al servicio de la investigación de campo, que se apresta a definir las novedosas necesidades sociales a las que el arte debe responder. La investigación acerca del arte que tome el pulso de la realidad social por medio de encuestas y estudios de oferta y demanda para establecer la pertinencia de toda expresión artística y encontrarle un lugar en el todo social ―en el mercado de los bienes de consumo―, tiene listo un veredicto propagandístico que hace del arte objeto de deseo, como si necesitara de esa ayuda. Por eso, intentar dirigir lo que el arte debe hacer y el lugar que ha de ocupar, lo hunde en la trampa de la industria cultural. En contrapartida al conjunto de estrategias empleadas para comercializar un producto y estimular su demanda, la reflexión estética al interior de la teoría crítica va enfilada contra toda tentativa de que el arte sea dirigido por alguna instancia cualquiera, no sólo la que desea promoverlo bajo criterios mercadológicos, sino también la que pretende explicar la relevancia de la obra como arma política. Esa supuesta soberanía de la administración que corre en ambos rumbos le parece a Adorno una completa usurpación; por esta razón, la libertad, la emancipación, a la que la obra de arte apunta es la ausencia de necesidad.

Al extenderse la planificación a todos los ámbitos culturales se intensifica también la tendencia a señalar teórica y prácticamente al arte su lugar en la sociedad. Innumerables simposios y mesas redondas responden a esa orientación. Una vez reconocido el arte como hecho social, la determinación sociológica del lugar de cada cosa se siente por encima del arte y dispone de él. También se supone que el conocimiento positivista libre de valoraciones está por encima del punto de vista estético, subjetivo y particularizante. Pero tales intentos requieren a su vez una crítica social. Están presuponiendo tácitamente la primacía de la Administración y del mundo planificado aun frente a aquello que no quiere verse cogido por una total socialización o se rebela al menos contra ella. (1983: 326-327)

Una obra artística que no incomoda a la realidad social no puede pertenecer a otro ámbito que al configurado por el mercado del arte. En esta línea, cabe preguntarse si en verdad existe algo que se pueda sustraer a esa primacía de la Administración del mundo planificado, el cual parece no dejar nada fuera de su órbita. ¿Qué camino le queda al arte para no verse mediatizado por aquella intención instrumental? La pregunta se traduce en la verdad o falsedad de la obra de arte que tiene un carácter social, el cual sólo puede esclarecerse en conexión con su procedimiento técnico.

Este es quizá el punto decisivo de la estética de Adorno: el contenido de verdad de una obra de arte se despliega, pues, en la organización del material. Lo estéticamente logrado es también lo filosófica y socialmente verdadero, lo estéticamente fallido es lo falso. Es decir, si se sigue en esto a Adorno, no habría ningún buen arte que mintiera. Pero la crítica artística y la crítica estilística no sólo valoran la calidad estética de una obra, sino que, haciendo esto, están trabajando en la articulación de su contenido de verdad. Pero que la afinidad estética debe identificarse con la veracidad espiritual es una tesis que quizá sólo a primera vista resulte sorprendente. De hecho, una gran parte del énfasis crítico del arte de la Modernidad está vinculada a esta unidad de avance estético y verdad crítica. Por tanto, según Adorno, en lugar de la oposición tradicional entre forma y contenido aparece la oposición entre material estético y procedimiento artístico. (Liessmann, 2006: 145)

¿Dónde radica la verdad de la obra de arte? En los apartados siguientes dilucido los elementos para analizar esta cuestión, intento entresacar las posiciones de los intérpretes de Theodor W. Adorno anteriormente citados y dar consistencia a la hipótesis de lectura que formulo en los términos siguientes: independientemente de la posición o intencionalidad del autor, el arte contribuye al esclarecimiento de diversos fenómenos éticos y políticos debido a la codificación histórica de la forma y, sobre todo, por la propia autonomía de la obra de arte en la organización del material.

Reflexión y literatura

Una respuesta al cuestionamiento de dónde radica la verdad de la obra de arte se expone en Teoría estética, entre otras formas, mediante una constelación que tiene como puntos de tensión la dramaturgia de Samuel Beckett, el naturalismo de Émile Zola y el esteticismo de Stefan George. Al respecto, Adorno reconoce lo complejo de la propia formulación donde supone que en el arte aún hay algo que se rebela ante la totalidad operante y puede afirmar la realidad de esa resistencia, porque según su criterio existe una forma de creación que en modo alguno quiere verse atrapada ―en cualesquiera de los sentidos imaginables― por una total socialización de sus facultades simbólicas. Sin embargo, el esclarecimiento de esta problemática empieza por reconocer la dificultad entrañada en la condición misma que guardan las expresiones artísticas en cuanto tales.

El doble carácter de las obras de arte, como realidades autónomas y como fenómenos sociales, permite que los criterios presenten una gran oscilación: las obras autónomas caen fácilmente bajo el veredicto de lo socialmente indiferente y aun de lo horriblemente reaccionario, pero las otras, las que de forma clara emiten juicios sobre la sociedad, llegan a negar el arte y por tanto a sí mismas. La crítica inmanente puede romper esta alternativa. (Adorno, 1983: 324)

Profundo conocedor de la literatura, Adorno sabe que es la crítica inmanente la que puede ofrecer un excepcional horizonte de interpretación para determinar aquello que la manifestación artística exterioriza, en cada figura y en cada detalle, para descifrar el contenido de verdad que subyace en la obra de arte. En este aspecto, cabe indicar el juicio del filósofo de Frankfurt hacia la literatura de Stefan George, acusado de producir un esteticismo elitista que dio significado a la frase “el arte por el arte”, etiqueta que para sus detractores es la expresión inequívoca de un individuo reaccionario, política y socialmente. De hecho, el “maloliente tufo aristocrático”, por una parte, y, por otra, lo controvertida que llegó a ser su figura al considerársele muy cercano al nacionalsocialismo, fueron prejuicios suficientes para desechar la obra de quien ha sido considerado el escritor más importante del simbolismo alemán. Pero el repudio del que fue objeto no proviene de una crítica inmanente de los alcances estilísticos y formales de su escritura, sino que tiene relación con factores externos, como el rechazo de su visión en torno a una Alemania nueva; la obra de George se inscribe en esa realización anhelada de un mundo clásico idealizado, sentimiento presente en los poetas y filósofos del romanticismo decimonónico, pero que en tiempos de Hitler se antoja insoportable. Empero, Georg nunca aceptó la investidura hecha por los nazis en la que lo colocaron como profeta del nuevo Estado que ellos estaban destinados a erigir; por el contrario, le avergonzaba esa vinculación y jamás consideró el beneficio que esto podría traerle, pues mientras que otros intelectuales eran perseguidos y huían del régimen nazi, él abandonó Alemania por voluntad y, en el encomio de su independencia respecto de cualquier determinación burocrática, decidió trasladarse a Suiza donde encontró refugio y relativa libertad en una época que empieza a convulsionarse por la guerra.

No obstante, aquí importa subrayar el análisis puntual de la crítica que Adorno emprende desde dentro, donde no se aprecia, desde luego, una fácil descalificación por motivos ideológicos. En contraste, para él la poesía de Stefan George cayó en una desventurada identificación con un régimen político que manchó la pureza de una obra orientada hacia sí misma. La obra de George es una comprensión significativa del mundo que tuvo por base una voluntad de dominación emplazada en distintos representantes de la cultura alemana, pero que en los días de la hegemonía hitleriana funestamente se convirtió en un terrorífico programa político. “Para el etiquetado como artista de l’art pour l’art el ideal supremo no era en absoluto la obra de arte aislada, sino, a través de ésta, el lenguaje: él no quería nada menos que cambiarlo. En esto es el heredero de Hölderlin cuyo valor secular descubrieron él y su escuela” (Adorno, 2003: 512-513). La escritura de Stefan George rompe la determinación del tutelaje que impone esquemas preformados y, por lo mismo, a la vez que expresa libertad, evidencia contenidos de verdad, ya que sus textos no pueden quedar reducidos a la ideología con la que se les relaciona. Para Adorno hay más emancipación en una obra que se resiste y no renuncia al disfrute de un lenguaje soberbio y refinado, que en las pretensiones de una estética supuestamente revolucionaria que sacrifica la forma en favor de los proyectos ideológicos.

Ahora bien, por lo que toca a un movimiento tan distante como puede ser el representado por los escritores naturalistas ―la antítesis de la tendencia literaria antes aludida―, encontramos personajes determinados por el medio social en el que habitan y por la herencia que les ha dado vida corporal. Se trata de seres humanos en sus contextos específicos y no de idealizaciones. Bajo la influencia del pensamiento protagonista de una época que vio florecer el nuevo paradigma científico de la biología, el naturalismo no puede sino asimilarse al determinismo de las nuevas teorías evolucionistas, genéticas y fisiológicas que explican la conducta de los personajes bajo rieles bien definidos y lo hace en forma novelada, la narrativa propia de la época moderna. Partiendo de un minucioso estudio de la problemática social que intenta explicar, el naturalismo se precia de haber documentado a fondo lo que en la sociedad acaece. Al ser una expresión que inunda distintos espacios de la cultura finisecular, en el plano de la literatura, el naturalismo da voz a las preocupaciones y expectativas de un momento de transformación que concibe la función poética como arma política, pone ante los ojos la vida social sin edulcorarla, con toda su crudeza, pues busca reproducir la realidad tal como es, sin ropajes estetizantes o engalanados, sino más bien a partir de la adopción de una prosa cercana al apofántico lenguaje científico que evidencia la determinación del ser humano por todos los factores que lo fijan y no puede controlar: sus instintos, sus pasiones y el contexto social, político y económico en que se desarrolla.

Pretendiendo decir la verdad en tono objetivo e imparcial, el naturalismo presume encarnar una actitud amoral, desprendida de los valores burgueses, para no desviarse del cometido principal de representar la vida tal como ésta se conforma, donde las emociones y las circunstancias sociales rigen la conducta, empleando para tal fin una descripción minuciosa en la que no tienen cabida apreciaciones o juicios de valor como “lo bello” o “lo feo”, lo que importa es “lo verdadero”, “lo objetivo”. Pese a todo, en sus novelas, se cuela una elección específica, ya que estos escritores buscan representar las capas sociales ignoradas o despreciadas en aquel tiempo por la literatura elitista propia de manifestaciones como la del esteticismo de Stefan George. Entre ambas tendencias expresivas podemos percibir un alto contraste: por un lado, el lenguaje popular del naturalismo y, por el otro, el preciosismo y academicismo simbolista. En esta línea de análisis, Adorno dice que en propuestas tan dispares se puede descubrir, a contraluz, algo que admite situarlas al interior de una constelación que deja ver las atracciones y repulsiones de modelos de composición tan distintos, pero que en su mediación con la totalidad pueden acercarnos a la comprensión de una realidad histórica, política y social. Así, los escritores naturalistas:

Como trataron de la sociedad en forma artística, se vieron envueltos en un idealismo vulgar de manera parecida a la del trabajador que tiene un ideal más alto, sea el que sea, pero que por su pertenencia a una clase social se ve impedido de realizarlo. La cuestión sobre si su ideal de elevación burguesa es legítimo queda fuera. El naturalismo, con innovaciones como la de renunciar a las categorías tradicionales de la forma, se convirtió en una acción algo encogida y cerrada sobre sí aunque a veces más avanzada que su mismo concepto, como pasa en Zola con el tratamiento del transcurso del tiempo empírico. La exposición de detalles empíricos, sin miramientos y a veces sin conceptos, como sucede en Ventre de Paris, destruye la acostumbrada superficialidad de esta clase de novelas, cosa que no sucede en sus obras posteriores con sus formas de asociación monadológica. (1983: 324-325)

En la crítica inmanente que Adorno lleva a cabo, la importancia reconocida al naturalismo está en las obras mejor logradas de Zola, en las cuales radica el riesgo consciente de presentar el estado de cosas de la vida social de forma extrema, sin evasivas. Cuando el naturalismo abandona este impulso, cancela sus posibilidades de exponer la verdad que quiere formular, puesto que no sólo deja de ser un arma política como procuraba serlo, sino que también, al renunciar a su forma en aras de una pretendida función social, se vuelve una narración regresiva que, a pesar de pronunciarse en favor de los desprotegidos, cancela las perspectivas críticas que la forma artística le brinda y, sin proponérselo, sacrifica su intención más profunda, termina siendo un momento ideológico y conservador, sucumbiendo a aquella primacía de la administración en un mundo planificado y reaccionario: el abandono de la forma por la militancia terminó en extravío. Si el naturalismo plantea de base que la conducta de los seres humanos está inundada por diversos determinismos, lo peor que puede pasarle es quedar esclavizado en la corriente intencional del autor donde los personajes no dicen lo que piensan, sino lo que se espera de ellos, lo cual está en contra del principio mismo del naturalismo. Así lo explica Adorno:

Las obras naturalistas abundan en pasajes cuya intención es claramente hacer hablar a los hombres de todo aquello que les viene a la boca, pero que en realidad hablan según las indicaciones del poeta y no como cualquiera de ellos hablaría. En el teatro realista se da la incoherencia de que los personajes, antes de abrir la boca, saben ya perfectamente lo que quieren decir. Es posible que no haya pieza realista alguna que pueda estructurarse según su propia concepción, con lo que resultaría dadaísta contre coeur. El realismo, a causa de ese mínimo imprescindible de estilización, reconoce su propia imposibilidad y se deshace virtualmente a sí mismo. La industria de la cultura ha convertido esto en un engaño de las masas. (1983: 325)

Esta tentativa del naturalismo, que busca ser una expresión literaria independiente de los arbitrios academicistas, que contrapone a los ensueños poéticos el tejido de una realidad determinada, va decididamente en contra de toda evasión de la realidad, tal como puede ser, según su apreciación, la que representa el romanticismo y, volviendo la mirada hacia la vida cotidiana, se propone dar cuenta de la textura de lo real en toda su materialidad y cercanía. Esa es precisamente su limitación: el arte ha de dar cuenta de lo esencial y empírico, de su exacto valor histórico, pero no de una forma tan patente y manifiesta, sino en el movimiento mismo de la obra que es creación, no simple reproducción. De esta manera, sin un denodado propósito por ser fiel reflejo de la realidad, el arte puede expresar mejor el estado objetivo de la conciencia y de la realidad misma. A decir verdad, la complejidad de lo que el arte intenta mostrar no puede reducirse a la elaboración de un retrato, cual si fuera una imagen fehaciente del mundo; el contenido de verdad que la obra de arte propone, se da a partir de un móvil cuya base no es el determinismo al que no podemos oponernos, sino el factor definitivo originado en la negatividad del sujeto. Esta negatividad constituye, en el sentir de Adorno, la verdadera estructura de la objetividad, la cual sólo puede representarse en una configuración de raíz subjetiva, pero que no cae en la trampa de suponer una objetividad de rango superior a la que es preciso rendir pleitesía. El ejemplo paradigmático de esta objetividad, que sólo es factible mostrar en una exposición radicalmente subjetiva, está en el lenguaje de Samuel Beckett. En efecto:

En la dramaturgia de Beckett se puede apreciar cómo pueden interpretarse los deseos contradictorios de una supuesta buena estructuración y un contenido social acertado, sin necesidad de acudir a un justo medio que en estos casos resultaría funesto. Su lógica asociativa en la que una frase llama a la siguiente o a su réplica, como en música un tema lo hace con su continuación o con su contraste, rechaza cualquier imitación de los fenómenos naturales. Así, de forma no patente, se acepta lo esencial de lo empírico, su exacto valor histórico y queda integrado en el carácter lúdico de las obras. Por este procedimiento puede expresarse el estado objetivo de la conciencia y el de la realidad impreso en él. (Adorno, 1983: 325)

En el modelo planteado, en Teoría estética, se valora ese distanciamiento que es preciso tener en cuenta con la obra de Beckett, en la que no se trata de personajes bien definidos como fiel expresión de una realidad documentada, tampoco de representantes privilegiados de un aristocratismo esotérico que concibe la obra poética como una creación absoluta. En discrepancia con esas configuraciones que perfilan ya sea un sujeto idealizado o un individuo al ras del suelo, Adorno lee en Beckett la propuesta de una verdad histórica acerca del sujeto que da cuenta de su dimensión actual, sin definirse como unidad creativa de una tradición poética que imagina un mundo luminoso, ni como el luchador desafiante del poder que lo margina, pero ante el cual termina aceptando la determinación ineluctable en la que se encuentra. En la escritura de Beckett se advierte una verdad más cercana a la realidad concreta que la alcanzada por aquellas pretensiones literarias antes citadas. En la aparente ligereza escritural de Beckett, de ese sujeto de la sociedad moderna que había luchado por construirse una identidad propia, un sí mismo unitario ideal o tangible, queda el desmoronamiento de las certezas en torno a la persona, lo cual se corresponde con la destrucción de aquella constitución de un arte unitario. En ambos casos no quedan más que girones de una unidad de sentido frente a la cual el esteticismo se ahoga en una añoranza aristocrática y el realismo socialista se revela trivial y edificante.

El presupuesto de Final de juego, tanto el temático como el formal, es la parcial catástrofe telúrica, el más sangriento de sus chistes de clown. Tal presupuesto es la destrucción de la constitución y de la génesis del arte. Adopta un punto de vista que ya no puede ser tal, pues no existe ninguno desde el que se pudiera dar nombre a la catástrofe o se la pudiera configurar con una palabra que se convenciera a sí misma en ese contexto de su propio ridículo. El Final de juego ni es atomista ni carece de contenido: la negación concreta de su contenido es su principio formal y se convierte en la negación de cualquier contenido. (Adorno, 1983: 326)

En la reflexión adorniana, la negación de cualquier contenido concreto identificable en la obra de arte está guiada no por un aislamiento que le da la espalda a la urgente evaluación demandada por la problemática de la realidad social, que se ha tornado extremadamente opresiva; por el contrario, con el rechazo a cualquier imitación de los fenómenos naturales, la autonomía artística es en mayor medida crítica del orden establecido porque de ese modo entabla una mayor resistencia al estatus de forma mercancía con el cual se han anulado las potencias emancipatorias de la subjetividad. Sin embargo, esta indicación no significa que el arte deba convertirse en instrumento de propaganda para una posible y deseable libertad política y social o para una reintegración de la unidad de sentido perdida; si bien el arte puede iluminar nuestra comprensión de la praxis, esto no lo consigue si ansía conducirla o determinarla, de hacerlo se enfrentaría irremisiblemente a su fracaso, pues si el arte es promesa de felicidad, lo es como promesa truncada. En el arte, la forma social está incorporada y se expresa a través de su mediación con la historia, de modo que cuanto menos se interese en ofrecernos recetas simples para adecuar nuestro pensamiento a la reproducción de lo conocido, o para posicionar deliberadamente una ideología, es más capaz de ofrecernos alternativas para criticar la sociedad existente, donde la reificación de la subjetividad se ha convertido en un rasgo permanente de la condición humana. Con semejante marco de aproximación poco optimista, la dialéctica negativa subyacente a Teoría estética conserva la esperanza de mantener lo no idéntico, la obstinación del individuo frente a las condiciones de existencia regidas por la utilidad. No obstante, la defensa de la subjetividad no significa un reduccionismo de la obra a los elementos motivacionales de su autor; antes bien, las obras de arte son un referente histórico por la fuerza con que la verdad, a través de ellas, se muestra objetivamente, sobrepasando cualquier intención subjetiva.

La obra de Beckett da una tremenda respuesta al arte que por su tendencia a distanciarse de la praxis, aun en el caso de una amenaza de muerte, y por la irrelevancia de la mera forma al margen de todo contenido, ha llegado a convertirse en ideología […] El arte sólo puede reconciliarse con su propia existencia volviendo hacia afuera su forma apariencial, su propio espacio vacío interior. El criterio más serio que hoy puede tener es el de que, siendo como es irreconciliable, respecto a cualquier engaño realista, no tolere en virtud de su propia estructura nada anodino. En cualquier obra todavía posible, la crítica social tiene que elevarse a ser su forma y el oscurecimiento de cualquier contenido social manifiesto. (Adorno, 1983: 326)

Adorno centra su análisis en la obra, afirmando que su contenido de verdad no se reduce a ser expresión de experiencias, estados de ánimo y emociones individuales, sino que esa exteriorización de la negatividad subjetiva empieza a tener una dimensión mayor ahí donde termina la intención del autor. Empero, es preciso ir con cautela, el arte tampoco se restringe a ser una reproducción fotográfica o perspectivista de la realidad, sino que su tarea consiste en dar expresión ―merced a su constitución autónoma― de lo que ha sido velado por la forma empírica de la realidad. El arte necesita entonces de la racionalidad; o, mejor dicho, en el arte no hay oposición radical entre mímesis y razón; antes bien, el arte resulta de la tensión de estos polos. El componente racional consiste en el pleno dominio del material artístico, en el seguimiento de las leyes formales en la construcción estética. Por su parte: “El momento mimético en el arte no es mera imitación de objetos previamente dados; más bien el arte ayuda a que se exprese lo que rehúye la representación objetiva” (Müller-Doohm, 2003: 711).

Realidad social y configuración artística

A partir de la cercanía y afinidad intelectual que tuvo Adorno con un pensador como Walter Benjamin se puede rastrear la idea de verdad no intencional que rehúye la representación objetiva, la cual remite a los primeros escritos de Adorno y a las consideraciones que acerca del método hace Benjamin.5 En Actualidad de la filosofía, Adorno hace una explícita referencia a la idea que comparte con Benjamin en cuanto la verdad nunca tiene una relación intencional. “No es tarea de la filosofía investigar intenciones ocultas y preexistentes de la realidad, sino interpretar una realidad carente de intenciones mediante la construcción de figuras, de imágenes a partir de los elementos aislados de la realidad” (1991: 89). Adorno tomó este planteamiento de El origen del ʻTrauerspielʼ alemán (2007), donde Benjamin muestra cómo la filosofía dispone sus elementos en constelaciones cambiantes o en diferentes ordenaciones tentativas, hasta que pueden entrar en una figura legible, mientras la pregunta que las hace surgir se desvanece.

El ser de las ideas no puede ser pensado en absoluto como objeto de una intuición. Pues ni en la más paradójica de sus paráfrasis, como intellectus archetypus, penetra ésta en el peculiar darse de la verdad, por el cual se sustrae a toda clase de intención, incluido el hecho de aparecer como intención ella misma. Y es que la verdad no entra nunca en ninguna relación, y nunca especialmente en una relación intencional. Pues el objeto de conocimiento, en cuanto objeto determinado en la intención conceptual, no es en modo alguno la verdad. La verdad es un ser desprovisto de intención que se forma a partir de las ideas. La actitud adecuada respecto a ella nunca puede ser por consiguiente una mira en el conocimiento, sino un penetrar en ella y desaparecer. (Benjamin, 2007: 231)

Con la obra de arte sucede algo similar. Para Adorno, el arte es parte del mundo y al mismo tiempo es su otro diferente; esta interdependencia hace que el arte sea también, como cualquier otra actividad, un producto del trabajo enmarcado en relaciones específicas de producción, pero es un producto que se resiste a ser una cosa ahí dispuesta, destinada a cumplir un fin externo a ella y al motivo que le ha dado origen. Por lo que hace a la cosificación de la obra de arte, el riesgo velado consiste en que se anulen los impulsos de crítica y transformación que laten en su interior. En este sentido, la conciencia cosificada es también presa de los embates del todo operante (el dominio del todo) y se atrinchera contra las posibilidades de liberación que el arte propone. Por difícil que parezca, la conciencia enajenada le teme a la autonomía y lucha por neutralizar o cerrar las vías de su propia emancipación. Así, la conciencia termina entregándose a su irremisible condena, a la hegemonía de lo existente, a tal punto que la censura aparece en escena cuando dispone que la obra de arte no debe pretender cambiar nada. Como fenómeno de contención que ha sido siempre, la censura instaura el tiempo y el espacio en los que la obra de arte debe estar ahí disponible para mantener el estado de cosas imperante, de este modo la sociedad podrá consumir, como un producto más, la experiencia que el arte le ofrece sin inquietarse por un quebranto de costumbres y certezas.

Al ir en una dirección antagónica, el discernimiento de Adorno lo acerca al planteamiento hegeliano que esgrime la negación determinada como exordio de esclarecimiento. Por principio, para el autor de Dialéctica negativa, el aspecto social, las condiciones y elementos propios de las obras de arte no necesariamente coinciden, aunque advierte que no son por completo divergentes. La verdad que anida en las obras de arte, dado el criterio de estructuración estética que las produce, está más allá de la obra en cuanto tal, y este ámbito que la trasciende tiene un innegable valor social. La esfera del arte no es un todo cerrado en sí mismo; antes bien, el arte es posible por la fuerza productiva de la sociedad. El procedimiento más adecuado para comprender esta interdependencia radica en la dialéctica que actúa entre la esfera social y el plano inmanente de la obra de arte, la cual enuncia los términos en que deben comprenderse e interpretarse los impulsos miméticos en los que no hay nada interno que no se exteriorice, ni nada externo que no sea soporte de lo interno. El contenido de verdad de las obras de arte radica en estas tensiones, atracciones y yuxtaposiciones. En consecuencia, la crítica cultural propuesta por Adorno subraya que el artista coadyuva mejor a los anhelos sociales cuando se ocupa de los problemas internos de su material estético, que cuando pretende construir su obra como una deliberada contribución a la sociedad.

Esta indicación puede resumir la crítica de Adorno no sólo respecto a las posiciones de Lukács y Brecht, sino también da cuenta de lo que llegó a constituir un motivo de discrepancia con Benjamin, a quien le señala el empobrecimiento del trabajo teórico cuando se pretende evidenciar de manera directa la determinación materialista de los caracteres culturales, y no a la luz de su mediación con el proceso global. Tal observación constituye uno de los temas centrales de su intercambio epistolar. En la carta del 10 de noviembre de 1938, a propósito del texto de Benjamin sobre Baudelaire, Adorno le dice ―con no poco pesar―, que el tributo rendido al marxismo no resulta conveniente ni para Benjamin ni para el propio marxismo: “Al marxismo no, ya que la mediación a través del proceso global brilla por su ausencia [y a Benjamin tampoco ya que] usted se ha vetado sus más audaces y fructíferas ideas mediante una especie de censura previa ejercida según categorías materialistas” (Adorno y Benjamin, 1998: 273). Injusta o no, la crítica fue aceptada en alguna medida por Benjamin, quien en su carta del 9 de diciembre de 1938 responde que esa referencia directa a los hechos revela más un interés filológico que filosófico, y aclara con cierta timidez algunos pasajes quizá interpretados apresuradamente por Adorno. La correspondencia entre Adorno y Benjamin contiene una riqueza que no puede ser esbozada en este espacio, sin embargo, más allá de las diferencias y posteriores correcciones que el trabajo sobre Baudelaire tuvo, al grado de despertar, ahora sí, el entusiasmo de Adorno, quiero destacar la continuidad que tiene la perspectiva teórica de Adorno mantenida desde la Correspondencia (1928-1940), hasta la redacción de su Teoría estética.

Considero que no es un dato irrelevante registrar la fecha de la carta antes referida, pues Adorno siempre defendió la postura de que en la reflexión estética la dialéctica debe mantener la mediación y no pretender que el arte haga referencia directamente a los rasgos de la historia social de su tiempo. Lo cual no significa que la obra de arte no sea expresión de su época; para Adorno, lo equívoco consistía en intentar explicar los caracteres culturales, estableciendo una relación causal y casi mecánica entre la base material y la superestructura.

La cara externa de la obra de arte queda así falseada al convertirse en su esencia sin atender al modo en que se ha formado, en definitiva a su contenido de verdad. Pero ninguna obra de arte puede ser socialmente verdadera si no lo es también en sí misma, y tampoco puede, recíprocamente, una falsa conciencia social llegar a ser algo estéticamente auténtico. (Adorno, 1983: 323)

En su implicación con la sociedad, las obras de arte se apropian lo heterogéneo a ellas, porque son siempre en sí mismas una creación social. Sin embargo, el hecho de que la sociedad aparezca o se exhiba en ellas puede conducir a engaños, falsificaciones o mistificaciones que finalmente recaen en una especie de armonía preestablecida simplificadora de las relaciones entre arte y sociedad. La causa de este embeleco o trampa se debe a que las obras de arte reflejan el complejo proceso social y, como producto de un lugar y tiempo específicos, las fuerzas y relaciones de producción están presentes en su interior porque la actividad artística es también un trabajo social, lo mismo que sus productos son resultado de la laboriosidad del todo social. La fuerza que las obras de arte tienen o pueden tener se asienta en esa afinidad con la comunidad que las crea, pero no como asimilación plena, sino como resistencia e, inversamente, tal ímpetu nos muestra el estado de cosas imperante, pues una obra que no tuviera nada de ideología sería imposible. La idea de un arte por el arte, paradójicamente, no sirvió al objetivo de plantarse como criba o tamiz ante la censura, sino todo lo contrario, ya que esa consigna fue asimilada por el pensamiento burgués como una forma de neutralización de los contenidos críticos que una obra podría tener. Al quebrantarse el ideal estético -y pretender que el arte llegara a ser, por mor de esta independencia, un artífice moral-, su intención también quedó subyugada a los controles del orden social. Con esa fórmula banalizada la antítesis entre arte y sociedad se hizo abstracta, prescindiendo de todo contenido que pudiera resistirse a ser sometido a un dogma establecido de belleza. Por esta serie de contradicciones, la situación general del arte está, al presente, llena de aporías:

Si olvida su autonomía, entra en el ámbito de la sociedad existente; pero si permanece estrictamente para sí, entonces queda también integrado como uno de los fenómenos que no tienen importancia. En esta aporía aparece el totalitarismo de la sociedad que se traga todo lo que suceda. Que las obras de arte renuncien a la comunicación es una condición necesaria, pero no suficiente, de su esencia no ideológica. El criterio central es la fuerza de su expresión, gracias a cuya tensión las obras de arte con un gesto sin palabras se hacen elocuentes. (Adorno, 1983: 311)

El arte no puede quedar anulado por un aislamiento donde se regodee consigo mismo, sino que su propia fuerza e impulso le hace salir de su caparazón, mas no por ello deberá convertirse en propaganda ideológica o política, porque su verdad se sitúa más allá de este horizonte de comprensión. Por otra parte, el arte puede ser también legítima voz de una aguda protesta social, pero sólo cuando en su expresión sale a la luz la falsedad de un estado de cosas históricamente determinado. Adorno considera que las mediaciones entre arte y sociedad revelan la verdad de un sujeto colectivo, esto debido a que el artista es un ser histórico ―inserto en una sociedad― cuya misión consiste en dar voz a una corriente expresiva que sin su intervención se mantendría oculta, subterránea. El artista representa a la sociedad, pero la elocuencia de su obra no repite las formas recibidas que se han hecho hegemónicas. La negatividad anidada en el artista se destaca frente a los moldes establecidos que han logrado imponerse desde afuera y residen tanto en la subjetividad individual como en la conciencia colectiva. Los resquicios de emancipación del arte arraigan en la convicción de que lo no idéntico es irreductible y, por lo tanto, puede quebrantar los discursos formadores de lo existente y señalar, con toda su fuerza expresiva, que el todo operante no es una realidad irremplazable y definitiva.

La dialéctica negativa que atraviesa la reflexión filosófica de Adorno conduce a una constelación dinámica, que indica la determinación social del arte, si bien no tanto porque reproduzca las fuerzas productivas y las relaciones de producción ―que como a cualquier otra forma de trabajo le son impuestas―, sino porque es manifestación de una formación histórico-social precisamente por su contraposición a la sociedad misma. De este modo, el arte que no se produce motivado por las reglas del mercado y se concibe como autónomo contiene semillas de emancipación, puesto que no busca complacer las normas sociales existentes, ni pretende ser una herramienta útil para la preservación de la totalidad operante impuesta como algo consumado e inamovible. Para Adorno, la mera existencia del arte ha de concebirse como crítica de la sociedad, por esta razón el artista puede mantener una especie de ubicuidad: es un representante, un lugarteniente de la comunidad, pero es también un sustrato irreductible que no puede ser subsumido en el seno de la sociedad administrada.

Con dicha aseveración, la reflexión de Adorno se sitúa en el centro mismo de las discusiones contemporáneas que llevan por tema los mecanismos de poder, las estructuras de control y la construcción de subjetividades, componentes de una comprensión crítica del momento actual, aquella que articula una ontología del presente. A este respecto ―como señalan tanto Liessman, en la cita que consignamos de su obra Filosofía del arte moderno, como Claussen en Theodor W. Adorno. Uno de los últimos genios, el intento de Adorno consistió en descifrar las conquistas estéticas de los movimientos vanguardistas sin degradar el arte a ambiciones políticas. No obstante, esta independencia en cuanto a los intereses políticos no significaba que la experiencia estética quedara reducida a pura contemplación; por el contrario, el pensamiento del arte o la interpretación estética se justifica porque visibiliza la necesidad de un proceso de comprensión de la obra artística, habida cuenta de la complejidad que obstaculiza la identificación de un referente concreto o aproximado, pues el arte está muy lejos de representar de manera directa una realidad específica y, aún más distante, de sugerir que continúa siendo una realización de la belleza. Para Adorno, la experiencia estética es un proceso y la obra de arte también.

Arte y filosofía son convergentes en el contenido de verdad: la verdad progresivamente desarrollada de la obra de arte no es otra que la del concepto filosófico […] Como la filosofía va hacia lo real y no puede tener en sus obras el mismo grado de autarquía, queda roto ese ideal estético de los sistemas. […] la condición de posibilidad de la convergencia entre filosofía y arte hay que buscarla en esa universalidad que posee el arte específicamente como lenguaje sui generis. (Adorno, 1983: 174-175)

La conexión del lenguaje con la verdad abre de nuevo el tema de la capacidad de la obra de arte para hacernos reconocer el mundo en que vivimos, ya que en la vida cotidiana nos envuelve una serie de actividades que impiden percibir el mundo de manera más profunda. El arte sustrae de ese marasmo, de esa cosificación de la existencia y muestra una realidad que escapa a la representación objetiva; nos saca del olvido del mundo, llevándonos a la experiencia de lo inobjetivable, a la no-intencionalidad: aquello que no se deja apresar por el pensamiento identificador. Las obras de arte preservan un enigma porque son el rostro de un espíritu objetivo que no es transparente a sí mismo. En convergencia, el pensar filosófico suficientemente crítico da vida a una experiencia racional más allá de la racionalización, pero no mediante una codificación ya asimilada de conceptos y categorías, sino por medio de una objetivación de aquello que no es pensamiento, de lo no-idéntico que elude la cosificación.

A propósito de semejante lucha contra la cosificación, Menke sitúa la reflexión de Adorno como una estética de la negatividad al subrayar la autonomía del arte y su no intencionalidad, lo cual exige un esclarecimiento del emplazamiento negativo, mediante el cual opera la Teoría estética de Adorno; negatividad que a menudo se ha tergiversado como pesimismo. Bastaría con recordar la frase Gran hotel abismo con la que Lukács pretendía definir a la Escuela de Frankfurt para sopesar la incomprensión en que recayó su pensamiento. Desde mi punto de vista, el malentendido consistió en pensar que se trataba de un pesimismo moral o de una elección existencial ante un panorama desolador. En contraste con semejante simplificación, el “pesimismo” del pensamiento adorniano es, antes bien, un diagnóstico histórico a la vista del desenlace de la civilización moderna que ha sucumbido al hechizo del fetiche de la mercancía, propagado por los medios con que cuenta la industria cultural.

En el mundo globalizado, el dominio de la existencia se ha valido de toda suerte de imágenes y mensajes ―explícitos y subliminales― donde el contenido informativo, difundido a gran escala en los medios de comunicación, no hace el mínimo esfuerzo por ocultar su macabra intención de naturalizar la violencia, de hacer de la barbarie una cotidianeidad que los espectadores asimilan sin resistencia alguna. Ello da pie a una indolente resignación o al morbo voyerista que de igual manera los mantiene inermes ante el aparato televisivo por lo avasallante que ha resultado la presencia mediática del sufrimiento. En este panorama desolador, el arte parecería algo imposible. Aquí la pregunta obligada consiste en saber si puede aún existir una música alegre o, en general, una estética hedonista que busque ser placentera o se dirija a satisfacer el mero impulso del entretenimiento. Para la industria cultural, tal pieza no es, ciertamente, un objetivo extraño. La producción de bienes culturales es su razón de ser, pero la subjetividad crítica no puede ignorar que a un arte así motivado le pesaría la injusticia en la que incurre toda forma de expresión artística después del holocausto, pues iría en contra de los muertos y del dolor acumulado que se ha quedado sin palabras. En este aspecto, el arte de hoy no debe encaminar una pauta complaciente hacia el exuberante colorido que llena la pantalla de alta definición, maravilla tecnológica que ha sido utilizada para hacer del dolor un espectáculo; por el contrario, como forma de conocer, el arte ha de esgrimir una denuncia por la sobreabundancia de pobreza que vemos por doquier en el seno de un violento ambiente de “innovación”.

Epílogo

De acuerdo con el tiempo que le ha tocado vivir, el arte de nuestros días no teme hacer de lo tenebroso una antítesis del engaño que la fachada de la cultura nos presenta. Por este motivo, insiste con denuedo en hacer coincidir la contemplación del horror con las esperanzas de felicidad que laten en el principio del placer. A partir de los elementos disonantes del arte moderno ―que ha quedado inscrito en una realidad extremadamente sombría―, antes que pronunciarse por la reivindicación de la consonancia cristalina propia de un mundo inexistente, la legitimación social del arte es actualmente su asocialidad. Sin embargo, la expresión artística ha de intentar crear, una y otra vez, con la obstinada capacidad de resistencia y perduración que le es propia, sabiendo que su búsqueda le conduce a una especie de tierra de nadie, recuerdo de un lugar otrora habitable en el que hablar de la belleza no era todavía un tipo de culpa. ¿Esto significaría abjurar de aquellos momentos en los cuales el arte se alimentó de la idea de que la humanidad puede acceder por fin a una realidad distinta? ¿En esta sociedad racional de alta tecnificación, la aspiración a la felicidad puede siquiera mantenerse en su perspectiva? ¿En una civilización que aparece cada vez más inhumana como la nuestra, pueden aún el arte y el placer convivir?, ¿o esa aspiración ha quedado definitivamente en el arcón polvoriento del pasado?

Una humanidad liberada debería sentir agrado en la herencia de su pasado ya libre de culpas. Lo que alguna vez fue verdad en una obra de arte y ha sido negado por el curso de la historia, puede abrirse de nuevo cuando cambien las circunstancias por las que aquella verdad tuvo que ser cancelada: tan profundamente están relacionadas verdad estética e historia. La realidad reconciliada y la verdad recuperada convergerían entre sí sobre el pasado. Lo que todavía puede experimentarse del arte del pasado y puede alcanzarse de su interpretación es como una indicación hacia tal estado. Pero nada garantiza que llegue a ser conseguido realmente. No hay que negar abstractamente la tradición, sino criticarla desde una actitud no simplista a partir del estado actual de las cosas: tal es la forma en que el presente continúa el pasado. (Adorno, 1983: 61)

La idea de una humanidad liberada hace que Adorno se pregunte acerca de la posición excepcional y el contenido de verdad del arte, que puede contribuir a la creación de una sociedad distinta mediante el ejercicio de la crítica. Al ser una forma cultural, el arte complementa lo que el conocimiento excluye, pero es oportuno recordar que el dinamismo expresivo del arte no se agota en la función cognoscitiva; la obra de arte es denuncia, memoria y anticipación. De este modo, considero que la hipótesis inicialmente formulada ―a saber: que con independencia de una posición o intencionalidad asumida por el autor, la obra de arte contribuye al esclarecimiento de diversos fenómenos éticos y políticos debido a la codificación histórica de la forma y, sobre todo, por la propia autonomía de la obra de arte― encuentra su confirmación en la reflexión emprendida por Adorno en Teoría estética, obra cuya actualidad contribuye al esclarecimiento de una sociedad conflictiva como la del siglo XXI. Por la disonancia y el tono sombrío que la realidad grita, al arte no le queda otra opción que dar cuenta de ese carácter obscuro, pues hoy en día la alegría no pertenece al mundo real. En esta disonancia, el arte también es negatividad de lo existente, posibilidad de emancipación y recuerdo de lo posible frente a lo real. “Porque toda cosificación es un olvido: los objetos se convierten en cosas tan pronto como son fijados y capturados, sin ser presentes de modo actual en todas sus piezas: cuando algo de ellos cae en el olvido” (Adorno y Benjamin, 1998: 307).

La forma en que el presente continúa el pasado es la reparación, en el plano de lo imaginario, del curso catastrófico de la historia universal. La dialéctica entre negatividad y esperanza tiene una enunciación libertaria: “A la esencia de la dialéctica negativa pertenece que no se tranquilice en sí misma como si fuese total; tal es su forma de esperanza” (Adorno, 1975: 404).

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1Asthetische Theorie, publicada de manera póstuma en 1970 bajo el cuidado de Gretel Adorno y Rolf Tiedemann. Este texto, que cumple cincuenta años de haber salido a la luz, reúne materiales escritos a lo largo de varios años en los que se puede reconocer un motivo esencial que gira en torno a la pregunta: ¿es posible la obra de arte autónoma en la actualidad?

2Esta reflexión acerca de la situación real de los trabajadores está presente en diferentes escritos como base de explicación de la sociedad capitalista donde los sujetos están determinados como medios de producción y no como fines vivientes. En Minima moralia, Adorno señala: “Hace tiempo que está demostrado que el trabajo asalariado ha conformado a las masas modernas, es más, que ha producido al trabajador mismo. En términos generales el individuo no es sólo el sustrato biológico, sino a la vez la forma refleja del proceso social, y su conciencia de sí mismo como individuo existente en sí aquella apariencia de la que dicho proceso necesita para aumentar la capacidad de rendimiento, mientras que el individualizado tiene en la economía moderna la función de mero agente de la ley del valor” (1999: 230-231).

3Aquí la alusión directa es a Bertolt Brecht, quien tenía una visión del arte vinculada con la producción económica y la experimentación científica a tono con un siglo XX técnico y colectivista, pero señalando la necesidad de que las fuerzas productivas no sólo deberían ser apropiadas, sino transformadas. En todo caso, tanto Lukács como Brecht, más allá de las diferencias que los separan, se mantuvieron dentro de la discusión cultural y la militancia política comunista. Por el contrario, Adorno permaneció distante del movimiento comunista, y aunque Benjamin sí fue proclive a ciertas actitudes militantes, ambos se interesaron por el arte vanguardista desarrollado en la sociedad capitalista de Occidente, valorando el trabajo de escritores como Baudelaire, Rilke o Kafka, autores poco apreciados por una estética “marxista” (Lunn, 1986: 91-93).

4“En la Dialektik der Aufklärung, Horkheimer y Adorno conciben el inicio de la historia de la sociedad como la irrupción violenta del género humano desde la integridad del plexo de la naturaleza. En oposición a casi la totalidad de las tradiciones de pensamiento burguesa y socialista, Adorno y Horkheimer consideran la historia del desarrollo de las formas del trabajo humano no como las vías sobre las que ha de correr un progreso garantizado, sino más bien como la huella de una regresión histórico-universal” (Dubiel, 2000: 55).

5Tanto Actualidad de la filosofía (Adorno, 1991) como El origen del ‘Trauerspiel’ alemán (Benjamin, 2007) trazan formas de verdad no intencional a partir de una consideración metodológica que rompe con el planteamiento lineal según el cual el objeto de conocimiento coincide con la verdad. La pretensión de expresar aquello que rehúye la representación objetiva se relaciona con la manera en que se concibe la fragmentación de una realidad que no es racional y, por ende, el texto que la filosofía ha de leer es incompleto y contradictorio.

Recibido: 30 de Junio de 2020; Aprobado: 26 de Febrero de 2021

Javier Corona Fernández: doctor en Filosofía por la Universidad Nacional Autónoma de México. Profesor Titular B del Departamento de Filosofía, Universidad de Guanajuato (UG). Miembro del SNI, nivel 2. Sus líneas de investigación son: racionalidad contemporánea, teoría crítica, filosofía de la historia y de las teorías sociales, ontología contemporánea. Libros recientes: Poder y subjetividad. Emplazamientos para una reflexión sobre el presente (México, Ítaca/UG, 2019), Constelaciones y campos de fuerza en la teoría crítica actual (México, EÓN/UG, 2018), T.W. Adorno (Guanajuato, UG, 2018). Capítulos: “Reflexiones sobre identidad mexicana en el Bicentenario del Plan de Iguala”, en Crítica e identidad: Ensayos sobre la cultura nacional mexicana (México, UG/Fides, 2020), “José Revueltas: Creatividad y autogestión”, en Futuro do passado (Criciúma, UNESC/Argos, 2019), “Karl Marx. Generación de conocimiento, producción cultural y trabajo”, en 200 años con Marx (Guadalajara, Universidad de Guadalajara, 2018). Artículos: “La esfera nocturna de la historia: esplendor y miseria de la Ilustración” (Revista Religación, núm. 26, 2020), “La universidad frente al paradigma eficientista de la educación neoliberal y tecnocrática” (Revista de Filosofía de la Universidad de Costa Rica, núm. 155, 2020).

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