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Signos filosóficos

versión impresa ISSN 1665-1324

Sig. Fil vol.22 no.44 Ciudad de México jul./dic. 2020  Epub 25-Abr-2022

 

Artículos

Del deseo al amor. ἐΠΙΘΥΜÍΑ, ἔΡΩΣ y ΦIΛÍΑ desde el Banquete de Platón

From desire to love. ἐΠΙΘΥΜÍΑ, ἔΡΩΣ and ΦΙΛÍΑ from Plato’s Symposium

Diego I. Rosales Meana* 
http://orcid.org/0000-0003-0326-4231

*Instituto Tecnológico de Estudios Superiores de Monterrey Campus Querétaro. Departamento de Humanidades, México. diegoirosales@tec.mx


Resumen:

Según algunos intérpretes de la tradición platónica, el amor al Bien y a la sabiduría implica un camino de virtud en el que hay que abandonar el deseo del mundo sensible, de acuerdo con un modelo de racionalización del deseo. En este artículo intentaré mostrar que hay una continuidad entre el deseo originario -ἐπιθυμία-, y los otros dos apetitos ordenados al amor -ἔρως y φιλἰα-, así como una superioridad del primero sobre el segundo. Para ello recurriré a los discursos de Fedro y Diotima que, leídos en conjunto, muestran que la virtud ha de comenzar siempre desde los más primarios impulsos y que éstos ya están dirigidos al Bien desde su origen.

Palabras clave: belleza; bien; filosofía; dialéctica; virtud

Abstract:

According to some specialists, in the Platonic tradition, love of the Good and wisdom implies a pathway of virtue in which the desire of the sensible world must be abandoned, according to a model of rationalization if desire. I will try to show in this article that there is a continuity between the primary desire -ἐπιθυμία- and the other two appetites ordered towards love -ἔρως and φιλία-, and that there is a superiority from the former over the last. I will argue, based on the speeches of Phaedrus and Diotima which, read together, show that virtue must begin always with the most primary impulses, and that these are, from their very origin, directed towards the Good.

Keywords: beauty; dialectics; good; philosophy; virtue

La ἐΠΙΘΥΜÍΑ y el deseo originario

Cuando Diotima explica a Sócrates en qué consiste la iniciación al verdadero amor de lo bello y de lo bueno, presenta una teoría ascendente del amor, un itinerario existencial que culmina con la contemplación de lo bueno y la inmortalidad del amante en la procreación de lo bello según el cuerpo y el alma. En este sentido, es posible decir que el Banquete es uno de los textos platónicos donde también se analiza la cuestión acerca de quién es el filósofo, pues se encuentra contenida una de las mejores descripciones del quehacer filosófico y de lo que sucede con la existencia de quien comienza a filosofar.

En esta medida, la dialéctica propuesta por Diotima a Sócrates puede ser leída desde la pregunta por la identidad como clave hermenéutica, es decir, como un intento de responder a la pregunta radical de la existencia: ¿quién soy y cómo debo vivir? En este sentido, encontramos un camino ascendente por el que el individuo poco a poco avanza de lo sensible a lo espiritual, a través de un proceso de plenificación del deseo. En este proceso, el individuo, que está al comienzo sujeto a la naturaleza, a lo inmediato y a lo sensible, abandona lentamente lo corporal, hasta alcanzar una realización de sí mismo en la contemplación del Bien perfecto.

El esquema que ha propuesto, por ejemplo, Drew A. Hyland (1968), implica una racionalización del deseo en una jerarquía que va de lo menos a lo más racional: 1) ἐπιθυμία no contiene virtualmente ninguna racionalidad, 2) φιλία es el momento más racional del deseo y 3) ἔρως es el intermedio. Según esta escala, el deseo avanza de manera gradual hacia una mayor personalización, lo que implica que la ἐπιθυμία como tal representa un deseo prácticamente animal e irracional y la φιλία sólo sucede una vez que hay en el individuo un proceso plenamente consciente de deliberación racional.

Sin embargo, una lectura fijista y esquemática parece no hacer justicia ni al despliegue existencial del deseo ni al uso del lenguaje en los diálogos platónicos. Como lo ha mostrado, por ejemplo, W. Joseph Cummins, en diálogo precisamente con Hyland, el uso que hace Platón de los términos, si bien sugiere una diferenciación entre los modos de desear, de ninguna manera podría afirmarse una escala gradual fija ni tampoco un uso plenamente técnico de los conceptos:

[…] se dice que los animales están ‘eróticamente’ (ἐρωτικῶς) dispuestos cuando desean (ἐπιθυμεῖν) engendrar (207a8-b1, b7-c1). Los hombres que son fecundos según el cuerpo y engendran niños con las mujeres son llamados ἐρτικῶς (208e3). De un hombre que es fecundo según el alma con moderación y justicia se dice que desea (ἐπιθυμεῖν) engendrar según lo que es bello (209b2). Claramente, Diotima no establece una distinción entre un ἔρως que razona y discierne y una ἐπιθυμία que no razona y no discierne. (Cummins, 1981: 13)

De cualquier modo, si bien la escala presentada no se realiza ni tan gradual ni tan esquemáticamente como quiere Hyland, podemos ver que la ἐπιθυμία, en efecto, representa el estadio más primario del deseo: aunque no se limita siempre a ello, suele referirse a los impulsos más primarios de la vida relacionados con la consecución de un fin material y el goce de un bien sensible.1

La ἐπιθυμία es el primer momento por el que el ser vivo se siente atraído hacia un bien. Parece ser que se refiere a bienes que se relacionan con la subsistencia, como la búsqueda de alimento o el impulso sexual, lo que corroboraría la postura de Hyland, que apuesta por una interpretación de la ἐπιθυμία como un modo de desear en el que la razón está ausente. Sin embargo, es posible encontrar usos diferentes del término, expresiones que contravienen las afirmaciones de Hyland, en las que ἐπιθυμία se refiere al primer momento de todo deseo, independientemente de cuál sea su objeto o, incluso, de cuando su objeto es la sabiduría misma:

[…] ninguno de los dioses ama la sabiduría ni desea (ἐπιθυμεῖ) hacerse sabio (porque ya lo es), ni ama la sabiduría cualquier otro que sea sabio. Por su parte, los ignorantes ni aman la sabiduría ni desean (ἐπιθυμοὐσι) hacerse sabios, pues eso mismo es lo penoso de la ignorancia, el no ser bello ni bueno ni juicioso y creerse uno que lo es suficientemente. Así, quien no cree estar necesitado de una cosa, no desea (ἐπιθυμεῖ) aquello que no cree necesitar. (Banquete, 204a)

En este caso, la ἐπιθυμία está asociada con la consecución de la sabiduría, por lo que en definitiva no parece estar fijamente referida a un bien sensible y pasajero, como quería Hyland. Más bien, la ἐπιθυμία es la expresión del primer movimiento que surge cuando se necesita la consecución de un bien cualquiera: es el primer impulso que aparece deséese lo que se desee, ya se trate de un bien sensible, o un bien espiritual y sublime.

Si aceptamos la hipótesis de que la vida entera es la búsqueda de un cierto equilibrio, y de que tanto los animales como los seres humanos deseamos y buscamos la consecución de ciertos fines para alcanzar un estado de paz y armonía, en el caso del hombre esa tensión se da en varios niveles. No solamente cuando falta algún bien de primera necesidad, sino también cuando aparecen las grandes preguntas acerca de la identidad, el lugar y el puesto que el hombre tiene en el cosmos. En ese sentido, la ἐπιθυμία es quizá el primer vehículo o la primera veta con la que cuenta el hombre para poder deshilvanar una respuesta a la pregunta por su propia identidad, pues el deseo le ofrece un primer criterio de acción y le enseña que hay un engarce fundamental entre hombre y naturaleza. Si este es el caso, el deseo primario mostraría el nexo entre ἄνθρωπος y φύσις, pues le enseña al hombre hacia dónde ha de guiarse y dirigir la acción en primer lugar, ofreciendo una respuesta, aunque sea primaria, a la pregunta por la acción y por la identidad (García-Baró, 2008: 97-126; 2016: 104-133).

Sin embargo, la provisionalidad e insuficiencia de la respuesta está clara. Los bienes del mundo que este deseo, la ἐπιθυμία, suele pedir son tan perecederos y precarios que son incapaces de satisfacer por completo las preguntas que el hombre se plantea respecto lo que ha de hacer con su vida. Si cada acto, tanto aquel que conduce a la consecución de un fin sensible -por ejemplo, saciar la sed-, como aquel que lleva a la realización de un fin a largo plazo -por ejemplo, el matrimonio-, representan intentos del hombre por resolver la cuestión de su propia vida, podemos ver que hay diferentes grados en la calidad de los bienes y distintos grados de satisfacción. Así, adquiere sentido la enseñanza de Diotima a Sócrates, según la cual, si bien todos los hombres aman algo de alguna manera, no todos pueden ser llamados verdaderos amantes, pues no todo aquello que se ama es verdaderamente digno de ser amado con toda el alma y con todas las fuerzas:

[...] en general, todo deseo de las cosas buenas y de ser feliz es para todo el mundo amor grandísimo y engañoso. Pero hay quienes se consagran a él de muy diferentes maneras, en los negocios, en la afición por la gimnasia o por la sabiduría, y no se dice que aman ni se les llama amantes; en cambio, los que, con la mirada puesta en una sola especie, a ella se encaminan y en ella se afanan, reciben el nombre del todo, amor, y se dice que aman y son amantes. (Banquete, 205d. Énfasis mío.)

Así, aquel que ama los negocios o la fama o el dinero o los placeres corporales y temporales no es alguien de quien se pueda predicar con propiedad la acción de amar ni el calificativo de amante. Entonces, ¿qué es aquello que ha de ser amado, de modo que quien lo ame pueda ser llamado verdaderamente amante? ¿En qué consiste el objeto verdaderamente digno de amor?

-En resumen, el amor consiste en el deseo de poseer el bien para siempre.

-Es del todo cierto -afirmé- lo que dices.

-Pues bueno, ya que el amor es esto siempre -dijo ella-, ¿de qué manera debe perseguirse y en qué actividad para que ese empeño y ese esfuerzo pueda llamarse amor? ¿Qué acción resulta ser exactamente ésa? ¿Puedes decirlo?

-Si pudiera decirlo -contesté- realmente, Diotima, no te admiraría por tu sabiduría ni acudiría junto a ti con frecuencia para aprender este tipo de cosas.

-Pues yo te lo diré. Esta acción es, en efecto, una procreación en la belleza, tanto según el cuerpo como según el alma. (Banquete, 206a-b)

El mayor bien y que ha de perseguirse para siempre es, pues, la procreación en la belleza según el cuerpo y el alma, como dice Diotima a Sócrates. ¿Debemos por ello abandonar la ἐπιθυμία, no hacer caso a nuestros impulsos y entregarnos a la vida de un asceta? Según Hyland, esto debería de ser así, pues él coloca al deseo primario, a la ἐπιθυμία, en el ámbito de lo no-racional, de lo meramente sensible y, por lo tanto, necesitaremos hacer a un lado nuestros deseos sensibles para alcanzar lo que verdaderamente queremos. Sin embargo, dado el texto y la propuesta socrática, esto merece ser revisado.

En este sentido, dos notas del amor me parecen significativas: por un lado, la posesión indefinida del bien y, por otro, la procreación en la belleza tanto según el cuerpo como según el alma; solamente procreando se logra la posesión de ese bien sin ningún peligro de perderlo. Esto implica una situación dramática para la existencia humana por dos razones: en primer lugar, si el amor es la posesión indefinida del bien en el tiempo, mientras la condición de mortalidad impregne todo y cada uno de los momentos de la existencia, ese amor nunca podrá ser del todo cumplimentado, pues la muerte es la amenaza constante de la desaparición del goce de ese bien. En segundo lugar, dada esta condición finita del hombre, su capacidad de goce también será finita, no solamente en el tiempo, sino también desde el punto de vista cualitativo, es decir: frágil.

En la medida en que somos seres mortales, los hombres estamos sujetos al tiempo y a las circunstancias del mundo, sujetos a la finitud y a la fragilidad, de modo que cada vez que conseguimos algún bien corremos el peligro de perderlo, no únicamente por nuestro precario poder de mantenerlo, sino también porque, dada nuestra condición de mortales, toda consecución de cualquier bien será siempre provisional. La muerte marca siempre todo presente: todo éxito, todo triunfo, toda satisfacción de nuestros deseos será siempre una satisfacción perecedera, porque nosotros mismos lo somos. Por lo tanto, para que pueda haber amantes en sentido estricto, será necesario que suceda un cambio radical en la condición perecedera del ser humano, que ocurra algo que cambie al hombre desde su entraña más profunda y colabore con él en la consecución de ciertas condiciones que le permitan gozar del bien perfecto, es decir, de conseguir que la muerte deje de ser el horizonte que determine la temporalidad y finitud de todos sus actos.

Así, solamente una cierta divinización -pues el bien perfecto tiene todas las características de pertenecer al mundo de lo divino- haría posible que el deseo implicado desde la más primigenia ἐπιθυμία pueda llegar a un verdadero cumplimiento: de un querer para sí a una entrega de sí (φιλία). Habrá que explicar, pues, cómo el hombre podría ascender al Bien perfecto o cómo podría acercarse y eliminar así la infinita distancia que existe entre los dioses y los hombres, entre el mundo de los divinos y el mundo de los mortales. Éste es precisamente el papel que juega el amor erótico, ἔρως como un ser semidivino, como un ser intermedio, como un daimon capaz de hacer que los hombres y los dioses puedan comunicarse y entrar en algún tipo de comercio. Empero, el amor no es dado a todos ni es de fácil consecución. A pesar de que viene dado y llega al hombre por una alteridad que él no ha decidido del todo -pues el amor es también un arrobamiento que viene de fuera-, para poder llegar a pleno cumplimiento, el amor implica un esfuerzo y un arduo camino en el que algunas virtudes tendrán que someterse a prueba.

La virtud de Alcestis y la técnica de Orfeo

Para que el hombre pueda acceder al cumplimiento cabal de su deseo es necesaria una especie de endiosamiento, pues el Bien perfecto -que es lo único capaz de colmar el deseo en su totalidad- está más bien en el mundo de los divinos. En este sentido, el discurso de Fedro en el Banquete (178a-180c) ofrece una introducción a la necesidad de la virtud que, más tarde, será retomada por Diotima en su enseñanza a Sócrates.

Para Fedro, quien asume en su relato la genealogía de Hesíodo y de Acusilao, ἔρως es un dios admirable no sólo por ser el más antiguo, sino también por proveer a los hombres de aquello que puede saciar el deseo de una vida en la verdad, es decir, de los bienes que valen la pena de ser amados verdaderamente:

[…] además de ser el más antiguo, es causa para nosotros de los mayores bienes. Pues yo, al menos, no puedo decir que haya para un joven recién llegado a la adolescencia un bien más grande que un amante virtuoso, y, para un amante, que un amado. (Banquete, 178c2)

El amor, en este sentido, es aquello que ha de servir como guía a la existencia, pues es lo mejor que puede sucederle a un joven. Éste es, según Fedro, el mejor referente del deseo, el objeto hacia el cuál ha de dirigirse y aquello que ha de representar el verdadero motivo de las acciones. De otro modo, el individuo permanecerá en un nivel insatisfactorio de la existencia. ¿Qué es, pues, lo que el amor trae consigo? Fedro responde: “la vergüenza ante las acciones vergonzosas y el deseo de emular lo que es noble” (Banquete, 178d1).

El primer regalo del amor es la vergüenza porque, a través de ella, el ser humano es capaz de ver al otro en su singularidad y de conocerse a sí mismo singularizado. Esta epifanía de la singularidad ajena nos lleva a sentir vergüenza porque comenzamos a querer ser vistos por el amado, a quien hemos ya reconocido. El amor permite caer en la cuenta de nuestras propias deficiencias: solamente siente vergüenza quien sabe que ha hecho algún mal, o no es como debiera ser; solamente quiere emular lo noble y perseguir el Bien aquél que ha reconocido la valía de lo bueno y que eso bueno le falta. El amor obliga al individuo a salir de sí, trae consigo el reconocimiento de la finitud, y precisamente por eso surge la vergüenza. El amor trae consigo la percepción de las propias carencias y con ello nos instala ya en el campo de la ética, es decir, en la ruta de la persecución del Bien.

Para Fedro, el amor es tal que incluso sostiene la idea de que los ejércitos deberían estar constituidos por amigos y por hombres que se amen, pues nadie cuidará mejor de los otros que sus amantes y nadie se avergonzará más de ser cobarde que un amante al ser visto por su amado huir de la batalla. El amor les dará valentía a los soldados y les dará una razón por la cual mantenerse en pie de lucha y dar siempre la cara frente a cualquier peligro.

Desde esta perspectiva, el amor es el olvido de uno mismo, el abandono de la propia satisfacción y de los propios impulsos. El amor consiste justamente en existir de cara al otro radicalmente, al punto de ser capaz de dar la vida por el ser amado. Así es como se justifica la referencia de Fedro a Alcestis, quien al haber tenido tanto amor hacia su esposo, ofreció la vida por él: entregó todo su tiempo en favor de aquél a quien amaba. Alcestis, y esto es clave para comprender la jerarquía entre los tipos de amor, fue superior a los padres de su esposo: ella entregó por él la vida, ellos fueron incapaces. Parece haber una afirmación de la superioridad de ἔρως respecto de φιλία, es decir, que son dos tipos de amor que motivan diferentes tipos de acciones. Si el segundo es el amor de la sangre, el vínculo que tienen las familias -y en primer lugar los padres respecto de los hijos-, el primero es la locura (éxtasis, salida de sí) de aquél que, aunque no haya ningún vínculo sanguíneo, ha reconocido que la vida ha de estar puesta al servicio del amante, dar la vida por él si hiciera falta. Por ello, podría decirse que el amante ya ha abandonado la más primigenia característica de la condición humana: la conservación de la vida propia en pos de un motivo que está fuera de todo alcance, un motivo que es ya más bien de los divinos, dar la vida por el otro: “¡así también valoran los dioses por encima de todo el empeño y la virtud en el amor!” (Banquete, 179d1). Parecería entonces que ἐπιθυμία ha sido sustituida por ἔρως, pues la primera sería deseo-para-sí, mientras que el segundo es todo lo contrario: la entrega de uno mismo en favor de una alteridad.

Podemos ver aún otra cara en este juego entre los amores: el ἔρως ha conducido a Alcestis a la virtud (ἀρετή), pues el amor y la entrega son siempre un acto difícil, respecto del cual no basta un conocimiento teórico del bien, sino que ese bien ha de estar encarnado por uno mismo: el bien ha de ser virtud. El amante poseído por ἔρως ya no mide las consecuencias, es alguien que se ha entregado al otro de manera que toda prevención sobre el futuro está descartada y se atreve al acto heroico que implicaba la virtud.

Es ésa la diferencia entre Alcestis y Orfeo. Éste buscó lo mismo que el amor busca, pero sin haber estado enteramente dispuesto a entregar lo que ese amor exigía. Cuando su amada Eurídice muere, él decide penetrar en el Hades vivo, recurriendo a técnicas musicales de seducción para sortear los peligros que se le presentarían en el camino. Una vez allí, seduce también a los dioses y consigue sacar a Eurídice a condición de que él vaya por delante y no la mire hasta que ella esté completamente fuera, y sean ambos cubiertos por el sol. Sin embargo, cuando aún quedaba un pie de ella bajo la sombra, él volteó a mirarla y, por romper la norma, ella desapareció para siempre: “se comportaba cobardemente, como citaredo que era, y no se atrevió a morir por amor como Alcestis, sino que se las había ingeniado para entrar vivo en el Hades” (Banquete, 179d5).

Orfeo representa al amor no del todo triunfante, pues en el rescate de Eurídice no apela al bien, a la virtud, no arriesga su vida, sino que recurre a sus propias técnicas musicales de encantamiento y seducción. La técnica no es lo mismo que la virtud, y el amor supone virtud, no técnica. Si bien Orfeo bajó a los infiernos en busca de su amada -lo cual implicaba una aventura arriesgada-, lo hizo sin la valentía necesaria de estar dispuesto a dar la vida: lo hizo apelando a técnicas de seducción que le permitieran asegurarse el triunfo en su camino. Al carecer de la virtud necesaria, su amor no pudo madurar. Era un amor blando que carecía de fuerza, lo que lo llevó a ser incapaz de controlar los impulsos primarios que le pedían saciedad (ἐπιθυμία, podría decirse) y volteó a ver a Eurídice contraviniendo las reglas que le habían sido impuestas. Orfeo no fue un amante sino simplemente un seductor. Careció de dos virtudes fundamentales: la valentía, pues recurrió a sus técnicas seductoras, y la paciencia, pues fue incapaz de esperar al momento adecuado para contemplar a su amada.

El verdadero amante, en cambio, se deja poseer por algo más grande que él, el que sabe que sus propias fuerzas son inútiles, es aquél que no recurre a técnicas que pueda controlar. El amante verdadero se deja poseer por el dios, es el ἔνθεος que se entusiasma y por eso es capaz de desafiar a la muerte. El amante verdadero es virtuoso, no astuto; no quiere para sí, hace una entrega de sí.

Φιλία, que era la virtud propia de los padres del esposo de Alcestis, no fue suficiente para llevarlos a adquirir la ἀρετή, entendida sobre todo según su forma fundamental de ἀνδρεία (valentía), como lo único que puede afrontar la muerte. Tampoco Orfeo fue lo suficientemente valiente para afrontar la muerte. Cuando el amante es verdadero, su pecho se inflama y se llena de valor al punto de ser capaz de morir por otro, como Alcestis.

Adquirir la virtud es tan difícil, arduo y costoso que quizá no basta con los esfuerzos de un hombre, que carga todo el tiempo con el pesado fardo de su finitud, para lograrlo. Es necesario algo más, alguna otra fuerza. Por eso el discurso de Fedro es insuficiente para explicar en su totalidad la realidad del amor, del deseo y de la pregunta por la identidad: hay una cierta realidad que queda aquí sin explicar y es la pregunta sobre cómo se adquiere la virtud. Dar la vida por otros no es para nada una cuestión sencilla, y si apelamos únicamente a las virtudes de los hombres tal vez siempre fracasaríamos. Para que el deseo humano pueda verdaderamente llevarse a cumplimiento será necesaria la aparición de un dios que permita poner en contacto al hombre con las cuestiones divinas. El discurso de Diotima puede ofrecer claves interesantes en ese sentido.2

La irrupción del daimon

Al comienzo de su discurso, Sócrates tiene un breve diálogo con Agatón, cuya finalidad es objetarle algunas afirmaciones sobre la naturaleza del amor. Aunque solamente muestra las contradicciones de Agatón, Sócrates señala que el objeto del deseo ha de tener ciertas características particulares, en especial que aquello deseado ha de ser una carencia en quien desea: “tanto éste como cualquier otro que desee [ἐπιθυμῶν], desea lo que no está a su disposición ni tiene en ese momento, lo que no posee, lo que no es él mismo y aquello de lo que está falto” (Banquete, 200e). A pesar de que luego Diotima misma refutará esta opinión de Sócrates, merece destacarse, por ejemplo, la variable del tiempo, la cual tendrá un papel primordial en el itinerario existencial del deseo, pues la variable de lo temporal imprimirá el sentido de urgencia y el modo de desear ciertos bienes, sobre todo en la medida en que amar, en el sentido estricto, se definirá como la posesión o la apropiación del bien de manera indefinida, es decir: fuera del tiempo.

Por ahora, únicamente está en disputa si el objeto del amor es algo de lo que se carece o que puede perder quien lo desea. En este sentido, si bien Sócrates defiende esta idea frente a Agatón, él mismo la desechará, al adoptar las enseñanzas de Diotima. Ella primero modera la opinión de Sócrates al revelarle la existencia de los matices y los grados intermedios, pues él pensaba que si el dios del amor no era bello, necesariamente tenía que ser feo, lo cual conducía a una contradicción. Lo mismo en el conocimiento: o estaba uno frente a un sabio o frente a un ignorante, pero Diotima le hace ver que existen los términos medios, como la opinión verdadera (δόχα), para el caso del conocimiento, que sería un lugar intermedio entre la total ignorancia y la total sabiduría: “y así también respecto a Eros, puesto que tú mismo convienes en que no es ni bueno ni bello, no creas tampoco que debe ser feo y malo, sino algo intermedio entre estas dos cosas” (Banquete, 202b).

Diotima deja en claro, pues, que ἔρως es una entidad intermedia (y aquí ya estamos ante su personalización y no solamente ante el tratamiento de éste como una pasión humana): no es un dios, pero tampoco es un hombre. No es sabio, pero tampoco es del todo ignorante. No es bello en plenitud, pero tampoco carece enteramente de belleza. El amor es, en este sentido, una realidad que tiene razones para buscar, para moverse, para actuar y, al mismo tiempo, también tiene ciertos bienes que acrecentar y aumentar, aunque sean someros. Por eso la vida de aquél que se deja llevar de la mano de ἔρως se realiza desde la dinámica de una dialéctica entre tenencia y falta, la cual dará vitalidad a los seres que aman de verdad.3 Para explicar la dinámica del movimiento entre contrarios que tiene lugar en el juego del amor, Diotima recurre a la génesis del daimon: cuando nace Afrodita, diosa de la belleza, se organiza una fiesta a la que acuden Penía (pobreza o falta) y Poro (recurso). Mientras éste se queda dormido embriagado por los néctares del festejo, Penía se acerca a él, impulsada por el deseo de tener un hijo, se recuesta en su regazo y conciben así a ἔρως:

Así pues, por ser hijo de Poro (recurso) y Penía (pobreza), Eros ha quedado en las siguientes condiciones. En primer lugar, es siempre pobre, y dista mucho de ser delicado y bello, como cree la mayoría, sino que es duro y flaco, descalzo y sin hogar, duerme siempre en el suelo y sin mantas, acostado al raso en puertas y caminos, compañero siempre inseparable de la indigencia, por tener la naturaleza de su madre. Pero, por otro lado, de acuerdo con la índole de su padre, está al acecho de los bellos y de los buenos, y es valeroso, intrépido e impetuoso, cazador formidable, que siempre está urdiendo alguna trama, ávido de conocimiento y fértil en recursos, amante del saber a lo largo de toda su vida, formidable mago, hechicero y sofista. Y no es por naturaleza ni inmortal ni mortal, sino que unas veces en el mismo día florece y vive, cuando tiene abundancia de recursos, y otras veces muere, pero vuelve a revivir a causa de la naturaleza de su padre; mas aquello que consigue, siempre se lo va gastando, de suerte que Eros ni carece de recursos nunca ni es tampoco rico, y está, a su vez, en medio de la sabiduría y la ignorancia. (Banquete, 203c-204a)

La naturaleza del amor es, por ello, como Léon Robin sugiere, sintética. El amor trae consigo mismo una dialéctica entre contrarios que lo lleva a moverse buscando colmar su deseo, a estar en inquietud constante, a tratar de saciar una sed sin poder lograrlo completamente e inventando siempre nuevos artilugios para cumplir su cometido. El amor es sintético, es un daimon cuya misión de mensajero entre hombres y dioses puede cumplir a cabalidad precisamente por su naturaleza intermedia, por no ser ni del todo un dios ni del todo un hombre, por no estar definido en su totalidad, pero al mismo tiempo representa justamente aquello que puede definir por completo la existencia de los hombres.

El daimon Ἔρως interpreta mensajes y es al mismo tiempo receptor y emisor de ellos: lleva mensajes de los divinos a los mortales y, a su vez, lleva a los divinos las plegarias que ejecutan los mortales. En esto consiste la naturaleza propiamente sintética del daimon:

[...] estos intermediarios, estos términos medios en la relación, son los daimones; ellos aseguran a cada cosa dependiente la consecución de su fin esencial, siempre que ese ser no se resista. «Amor» es el nombre de estos mediadores. El «Amor», que une los seres, establece una comunión entre la tierra y el cielo. Él es una relación en perpetuo movimiento entre el No-Ser y el Ser. Sin embargo, el No-Ser que subsiste en él es un no-ser relativo, que permanece en la indigencia, cuyo deseo es una aspiración hacia el Ser. (Robin, 1964: 115)

En este sentido, Ἔρως puede llevar a cumplimiento el deseo humano y, con él, su naturaleza. Este daimon tan pobre y tan lleno de recursos es justamente el eslabón que hacía falta para interpretar de manera adecuada la cadena que lleva al deseo desde su más primaria ἐπιθυμία, hasta el más sublime de los deseos de sabiduría en el ἔρως mismo, con la subida del hombre mortal a su condición de inmortal.

Por otra parte, Ἔρως estará siempre al servicio de Afrodita, pues ha sido concebido en el festejo de su nacimiento. Por eso Diotima dirá que el amor es siempre amor de lo bello y no de lo feo, un gran deseo de hacer propio el bien perfecto. El método para interiorizar ese bien, para escapar del tiempo y poseerlo de manera plena e intemporal es, justamente, engendrando en la belleza, es decir, a partir de una ascensión en la que, llevado de la mano del Amor, el hombre asciende desde la belleza de lo sensible y el amor a los cuerpos hermosos del mundo físico, hasta el amor a la belleza perfecta, divina, que es el Bien perfecto y que da sentido a la belleza de todas las demás criaturas. Empero, para que el hombre pueda tomar a Ἔρως de la mano y dejarse llevar por él, deberá tener las manos libres de cualquier tipo de cítara o indumentaria herramental (libre de toda astucia instrumental), incluidas las anímicas y estorbos espirituales, que le impida entregarse de lleno, en cuerpo y alma, al ascenso hacia la belleza. Es decir, en última instancia, para conseguir esa inmortalidad deberá abandonarse a sí mismo y ejercer en la virtud la entrega de su propia vida.

El ἔΡΩΣ y la inmortalidad. Reiteración de la virtud

La dialéctica que propone Diotima a Sócrates para ascender hacia la belleza y el Bien perfecto es un camino ascético que exige de quien lo emprende una entrega total, así como la comprobación con la vida de todo aquello que es examinado. Es necesario ejercitarse en los esfuerzos filosóficos -es decir, vivir la vida de cara a la verdad en la humildad de la ignorancia (como Sócrates)-, si se quiere ser un iniciado en los misteriosos conductos del amor: “en efecto, es precisamente la sabiduría una de las cosas más bellas, y Eros es amor respecto de lo bello, de suerte que es forzoso que Eros sea amante de la sabiduría, y, como es amante de la sabiduría, se halla a medio camino entre sabio e ignorante” (Banquete, 204b). El amante, el hombre que ya no actúa por mera ἐπιθυμία, sino que sin abandonarla la ha trascendido, es quien ha alcanzado a percibir, aunque sea de lejos, los bienes arduos que colman el deseo de manera mucho más plena que lo meramente sensible. Sin embargo, se debe enfatizar que justo por lo sensible hay que empezar el camino y la cuesta del amor: por eso la ἐπιθυμία, en tanto impulso primario de todo deseo, tiene una importancia mucho mayor que la dada por intérpretes como Joseph Cummins o incluso el mismo Léon Robin, quienes no reparan en que ya el deseo primigenio de todo animal indica, aunque sea de manera somera, una tendencia a la vida inmortal que Amor ofrece. Desde luego, con esto no quiero decir que haya racionalidad plena y consciente en el impulso del animal o del hombre, el que no aparezca la deliberación tampoco quiere decir que la acción no lleve consigo un sentido originario, en tanto no puede ser saciado del todo a menos que se dirija a los más altos fines.4 Si los seres vivos no desearan seguir viviendo, se abandonarían sencillamente a la muerte con la inacción, así, todo acto que prolongue la vida será una negación, aunque sea provisional y momentánea, del fin de la vida: toda acción es la expresión del deseo de no morir.

En el caso del hombre, cuyas preguntas existenciales sobre su propia vida poco tienen que ver con la consecución de los bienes sensibles y de la belleza propia de estos bienes, requiere de un camino que implicará dificultades y requerirá de virtudes, como he venido señalando. Si se quiere lo bello, será necesario llevar a ἐπιθυμία hasta su sentido pleno. Si en primera instancia ἐπιθυμία quiere satisfacer las inclinaciones del ser humano, la virtud permite que ésta se transforme en la disponibilidad de arriesgar el propio bienestar en pos del bien ajeno, como Alcestis:

[...] esta fecundidad y esta procreación son de algún modo divinos, en tanto que introducen en el animal mortal un principio de inmortalidad; es imposible, pues, que haya procreación ahí donde hay discordia, como la que hay entre la fealdad y lo divino, a diferencia de la armonía que hay entre la belleza y lo divino. (Robin, 1964: 14)

Si para la fecundidad es menester abandonar la discordia, solamente la virtud, ἀρετή, podrá imponer límites al deseo primigenio y darle cauce hacia donde ha de dirigirse en la difícil ascensión de la cuesta que lleva al bien perfecto. La ἐπιθυμία, pues, no ha de ser abandonada, sino ordenada por la virtud hacia el Bien perfecto, y así respetar su propia lógica de ser el impulso primigenio de todo deseo. La virtud, de hecho, tiene precisamente esa función: ordena la acción y la somete a proporciones armónicas, pero ésta no puede surgir sin la ayuda del Amor. Como señala Robin respecto de Ἔρως:

[...] su poder fecundante se ejerce en el alma mucho más que en el cuerpo, porque las cosas que permiten al alma poseer las semillas, o lo que la hace fructificar, como la sabiduría y toda clase de virtud en general -pero sobre todo la templanza y la justicia-, son, en comparación con la administración de los estados y las familias, la forma más hermosa de sabiduría. (Robin, 1964: 16)

La figura de ἔρως, en este sentido, es incomprensible si no se destaca su condición de ser intermedio entre la ignorancia y la sabiduría. Solo así se comprende que quien existe de cara al amor, es alguien que ha de dejarse transformar por el bien mismo, pues no hay bien que no sea parte del hombre. En este sentido, el amante, que busca engendrar en lo bello y por eso busca el bien, es quien vive su vida de cara a la verdad, que sabe que la sabiduría colaborará con la consecución de ese fin y por ello transforma su mero deseo en ἐπιθυμία της σοφίας, es decir, en deseo y amor a la sabiduría. En estricto sentido, quien ama lo que debe ser amado merece el nombre de filósofo, pues, sabiéndose ignorante, persigue la sabiduría como quien persigue y corteja a su amada.5

Así surge una noción de amor ajena al control instrumental y de apropiación de un bien para el propio dominio. A diferencia del mero deseo, o de la ἐπιθυμία sin orden alguno, que solamente busca la obtención de un bien para sí, en el amor asistimos a la entrega total de la vida cueste lo que cueste. Si Alcestis y Orfeo se presentaban como las antípodas el uno del otro, el amante, el poseído por ἔρως, el filósofo, es aquél que como Alcestis es capaz de bajar a los infiernos para salvar a quien ama aunque ello implique la propia muerte. Lejos de ser esto una nueva esclavitud, representa precisamente la única liberación posible de la condición de mortal y de vivir bajo la condición del miedo. Si la muerte y el miedo a la muerte son las condiciones que dificultan una vida entregada, el amor libera porque, aunque no elimine la muerte, permite encontrarle un sentido.

El amado es visto como un fin en sí mismo por el que vale la pena mediatizar cualquier otra cosa: el verdadero amante no quiere poseer al amado para sí, sino que quiere que el amado viva eternamente.

El deseo de poseer, se podría decir más generalmente, es propio de un consumidor, no de un amante, revela no el amor sino precisamente su ausencia. ¿Cómo es posible que queramos poseer y, con ello, ser felices para usar, aquello que valoramos por sí mismo, no como un medio sino como un fin? (Nehamas, 2007: 7)

La inmortalidad, la posesión del bien indefinidamente, se consigue así, aunque parezca paradójico, con la entrega de ese bien al otro.

Amar es dejarse poseer por el otro, implica mirar en el otro un misterio que supera a ambos. El amor erótico en su plenitud es incluso ordenar la vida con el fin de profundizar en ese misterio, de conocerlo cada vez mejor, de enterarse bien de qué va esa realidad, cómo es esa persona objeto del enamoramiento y ver cómo esa persona realmente transforma la propia vida. En el amor no se quiere que la persona amada permanezca simplemente como lo observado en una contemplación maravillosa, sino que, en tanto es amada, esa realidad ha de entrar en la vida propia y modificarla de pies a cabeza. En resumen, dicho en primera persona: “Cuando amo espero que esa realidad me convierta”. Así, el amor es un acontecimiento que transforma la historia para siempre, lo cual, por supuesto, implica el riesgo de los riesgos, la puesta en peligro de la vida misma. Como dice también Nehamas:

[...] cuando quiero hacer mía a alguien que amo, también quiero que ella me haga suyo. Yo estoy dispuesto a permitir que sus virtudes y características, muchas de las cuales aún son desconocidas para mí, me influyan, y quiero que ella deje que mis propias características y virtudes la ayuden a moldear su propia figura. Pero más importante -y aquí el riesgo es mucho mayor-, yo espero que nos influyamos mutuamente por nuevas características y realidades que quizás aún no existen, pero que surgirán solamente como el resultado de nuestra interacción. (Nehamas, 2007: 9)

En este sentido, amar significa pensar que mi vida será mejor si estoy cerca de esa persona a la que amo, ello también implica el riesgo de que esto pueda no ser así, pues siempre tengo la incertidumbre de si, en efecto, eso que concibo como bello hará de mi vida algo mejor. El amor es entonces una aventura arriesgada que implicará la más grande de las valentías, porque es la puesta en riesgo, ni más ni menos, que de la autenticidad y la valía de mi propia vida. Por eso el amor nunca puede ser amor de mí mismo. Lo que realmente puede dar sentido a la vida del hombre no tiene nada que ver con la posesión de un bien del que puede disponer y le entregue seguridades (Orfeo), sino más bien con el abandono del ser humano, es decir, con la entrega de la vida a una alteridad, en palabras de Diotima se expresa como la generación de lo bello: “una procreación en la belleza, tanto según el cuerpo, como según el alma” (Banquete, 206b4).

Que la inmortalidad se consiga en la procreación es algo que, desde un punto de vista, necesita cierta justificación. En un sentido, parecería que para lograr la inmortalidad se debe asegurar la consecución permanente de bienes para uno mismo. En tanto la inmortalidad es la ausencia del fin de la vida, podríamos pensar que para conseguirla habrá que afianzar la propia individualidad, como lo intentarían el mítico elixir de la juventud o la erróneamente llamada piedra filosofal; u Orfeo. Sin embargo, el enclaustramiento del hombre en su propia fantasía no conduce a la contemplación de la belleza. El camino propuesto por Diotima implicará la contemplación de bienes cada vez mayores a quien los contempla. En esa medida, ἔρως no invita a desear más, sino a mayor entrega y, con ello, a que el centro de la vida se mude hacia la alteridad. A través del ejercicio de la filosofía, el mero deseo aparece como un profundo anhelo de belleza y, más aún, de Bien. Para que esto se muestre así al hombre, se requiere del hábito y de la virtud, de las visitas constantes a Diotima, para que ἐπιθυμία vaya domándose y tomando forma. Justo por eso la inmortalidad sólo se consigue generando: “la naturaleza mortal busca, en lo posible, ser eterna e inmortal. Pero puede serlo solamente con la procreación, porque deja siempre otro ser nuevo en lugar del viejo” (Banquete, 207d).

Si volvemos, pues, a la pregunta inicial acerca de la existencia, sobre la identidad y aquello que el yo ha de hacer con la vida, veremos ahora que el amor, ἔρως, no responde a la pregunta sobre la identidad del hombre afirmándolo. Con ἔρως no hay un proceso de individuación y afirmación del hombre en sí mismo, sino una entrega pura y abandono de sí para generar algo nuevo, es decir: permanece el individuo entregando el ser a otro. Permanece en el ser dando la vida a un tercero.

Aquí cobra importancia el tema de la especie, la teoría platónica de las formas y su relación con el problema de la generación, pues parecería que en el Banquete se contradice o, al menos, se presenta una alternativa a la teoría general de las formas según la cual permanecemos los mismos en la medida en que participamos de una esencia formal no individuada y que nos da consistencia ontológica como seres humanos pertenecientes a una especie y a una esencia abstracta de hombre. Veamos el Banquete:

[…] y no sólo en el cuerpo, sino que también en el alma los hábitos, los caracteres, opiniones, deseos, placeres, penas, temores, cada una de estas cosas jamás existen idénticas en cada individuo, sino que unas nacen y otras se destruyen. Pero todavía mucho más extraño que esto es el hecho de que también los conocimientos no sólo unos nacen y otros se destruyen en nosotros, y nunca somos los mismos ni siquiera en lo que respecta a los conocimientos. (Banquete, 207e-208a)

Este pasaje no es baladí, porque podría indicar -aunque quede aquí señalado con muchas reservas- la ausencia de una teoría de la especie y una afirmación del valor de lo máximamente individual y singular en el ser humano. Por otra parte, esto también podría suponer que la dialéctica de ascensión presentada por Diotima no significa un desprecio de los niveles más bajos de la belleza sensible, pues en la medida en que la generación de lo bello, tanto en el cuerpo como en el alma, se da siempre a nivel de lo particular y lo singular, esto adquiere una importancia decisiva e instala un nuevo modelo más acorde con la propia noción de ἔρως, de relación entre lo mortal y lo inmortal, pues ya están entretejidas de alguna manera las cosas terrestres con las celestes y el amor tiene como función llevar a cumplimiento lo que es al principio solamente una invitación, a saber, la invitación del impulso de ἐπιθυμία.

Es posible que Platón considere el amor de lo individual como el nivel más bajo en el ascenso filosófico hacia la Forma, pero eso no implica que niegue que los individuos puedan ser verdaderamente amados. Él únicamente sostiene, correcta o erróneamente, que la vida vale más cuando está dedicada a algo superior. (Nehamas, 2007: 3)

Así, el deseo de los cuerpos bellos representa, ya in fieri, el deseo de llegar a amar el Bien perfecto y de realizarse en el abandono de sí y la generación de nuevos seres y razonamientos en la belleza.

Si consideramos, entonces, la relevancia del pasaje 207e, tenemos herramientas para sostener que ἐπιθυμία no es de ninguna manera irracional, como querían algunos. Si bien no es ella un proceso reflexivo de, por ejemplo, βούλησις propiamente dicha, tampoco es un apetito sordo de la irracionalidad de las bestias: todo animal, en específico el hombre, ya desde la ἐπιθυμία más primaria, exhibe un deseo de no morir que será configurado y llevado a término a través de la virtud y de la mano del amor.

Agradecimientos

Este trabajo debe, en mayor medida de lo que puedo yo conscientemente reconocer, a los cursos y seminarios que Miguel García-Baró ha ido impartiendo con los años por el globo, especialmente los de la Universidad Pontificia Comillas, y a numerosas conversaciones que he podido entablar con él sobre el asunto.

Bibliografía primaria

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Platón (1925), Lysis. Symposium. Gorgias, traducción de Walter Rangeley Maitland Lamb, Cambridge, Massachusetts/Londres, Harvard University Press. [ Links ]

Platón (2012), Banquete, traducción de Fernando García Romero, Madrid, Alianza Editorial. [ Links ]

Bibliografía secundaria

Aristóteles (1978), Acerca del alma, traducción de Tomás Calvo Martínez, Madrid, Gredos. [ Links ]

Aristóteles (1965), Tractatus de Anima. Graecae et latine, edición, versión latina mejorada y comentario de Paulus Siwek S. J., Roma, Desclée & C. Editori Pontifici. [ Links ]

Cummins, W. Joseph (1981), “Eros, Epithumia, and Philia in Plato”, Apeiron, vol. XV, núm. 1, pp. 10-18. [ Links ]

García-Baró, Miguel (2016), La filosofía como sábado, Madrid, PPC Editorial. [ Links ]

García-Baró, Miguel (2008), El bien perfecto. Invitación a la filosofía platónica, Salamanca, Sígueme. [ Links ]

Gurevitch, Zali (1998), “The Symposium: Culture as daimonic conversation”, Human Studies, vol. 21, núm. 4, pp. 437-454. [ Links ]

Hyland, Drew A. (1968), “Eros, Epithumia and Philia in Plato”, Phronesis, vol. 13, pp. 32-46. [ Links ]

Nehamas, Alexander (2007), “«Only in the contemplation of beauty is human life worth living» Plato, Symposium 211d”, European Journal of Philosophy, vol. 15, núm. 1, pp. 1-18. [ Links ]

Nussbaum, Martha C. (1986), “Rational animals and the explanation of action”, en The Fragility of Goodness: Luck and Ethics in Greek Tragedy and Philosophy, Cambridge, Cambridge University Press, pp. 264-289. [ Links ]

Robin, Léon (1964), La théorie platonicienne de l’amour, París, Presses Universitaires de France. [ Links ]

Vanhoutte, Kristof K. P. (2011), “Philosophy as the in-between”, Inquiry, vol. 54, núm. 4, pp. 398-409. [ Links ]

Wedgwood, Ralph (2009), “Diotima’s eudaemonism: Intrinsic value and rational motivation in Plato’s Symposium”, Phronesis, vol. 54, núm. 4, pp. 297-325. [ Links ]

1Es muy probable que la lectura de Hyland esté demasiado en deuda con una visión aristotélica de la acción, que coloca al deseo y propiamente a la ἐπιθυμία (que es un momento de la acción) en la sección irracional del alma: “Añádese a éstas la parte desiderativa, que parece distinguirse de todas tanto por su definición como por su potencia; sin embargo, sería absurdo separarla: en efecto, la volición se origina en la parte racional así como el apetito y los impulsos se originan en la irracional; luego si el alma está constituida por estas tres partes, en cada una de ellas tendrá lugar el deseo” (Aristóteles, Acerca del alma, III, 9, 432b)

2Sobre la relación de ἔρως en el discurso de Diotima con la consecución del fin último y la eudaimonia,Ralph Wedgwood (2009) ofrece un interesante análisis.

3A este respecto, es interesante el artículo de Zali Gurevitch (1998), que resalta la importancia de la conversación y la relevancia de la interpretación del daimon como ser intermedio para la vocación del filósofo.

4A pesar de su punto de vista naturalista, que difiere significativamente del platónico, es imposible no referirme aquí al maravilloso ensayo de Martha Nussbaum: “Rational animals and the explanation of action”, (1986). Siguiendo algunos de los textos biológicos de Aristóteles, Nussbaum se pregunta si el comportamiento animal puede ser explicado como un mecanismo de causas y orientado hacia un fin, ya desde el punto de vista fisiológico, ya desde el punto de vista anímico. Aristóteles elige la palabra órexis para nombrar el comportamiento animal, del que puede decirse que está dirigido a un fin. Esta palabra, es interesante notarlo, tiene ocurrencias mínimas en la obra de Platón.

5Acerca de la filosofía como un quehacer intermedio guiado principalmente por el amor, véanse Vanhoutte, 2011 y Gurevitch, 1998.

Recibido: 19 de Abril de 2019; Aprobado: 22 de Mayo de 2020

Diego I. Rosales Meana: Profesor del Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey, campus Querétaro. Miembro del Sistema Nacional de Investigadores, nivel I. Doctor por la Universidad Pontificia de Comillas.

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