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Signos filosóficos

versão impressa ISSN 1665-1324

Sig. Fil vol.22 no.43 Ciudad de México Jan./Jun. 2020  Epub 25-Abr-2022

 

Artículos

La pena de muerte: el teatro de la crueldad y la imaginación soberana

Death penalty: the theater of cruelty and the sovereign imagination

*Universidad Adolfo Ibañez, Facultad de Artes Liberales, miriam.jerade@uai.cl


Resumen

Jacques Derrida consagra dos de los últimos seminarios que impartió, entre 1999 y 2001, a analizar la pena de muerte como un problema central para entender la soberanía como decisión excepcional sobre la vida y la muerte. Mi objetivo en este artículo es analizar, a partir de lo que Derrida llama una pulsión escópica, la relación entre la creación de poder y el teatro de la crueldad. Esto implica agregar un vector más a los análisis de Derrida, a partir de una lectura de Beccaria: la imaginación, que analizaré tanto en relación a cómo se representa el soberano en la imaginación de los ciudadanos, como a la manera en que a partir de la pena de muerte, imagina su soberanía.

Palabras clave: soberanía; Kant; Beccaria; pena de muerte; Derrida

Abstract

Jacques Derrida devotes two of his last seminars, between 1999 and 2001, to analyze the death penalty as a central issue in understanding sovereignty as an exceptional decision on life and death. My aim in this article is to analyze, from what Derrida calls a scopic drive, the relationship between the creation of power and the theatre of cruelty. This involve, adding one more vector to Derrida’s analyses, from a reading of Beccaria: Imagination, which I will analyze both in relation to how the sovereign is represented in the imagination of citizens and how, from the death penalty, he imagines his sovereignty.

Keywords: sovereignty; Kant; Beccaria; death penalty; Derrida

K se volvió de repente [hacia los dos verdugos que venían por él] y preguntó:

—¿En qué teatro actúan ustedes?

—¿Teatro? —preguntó uno de los hombres con un tic en la comisura del labio,

volviéndose hacia su compañero para buscar consejo.

El otro hizo gestos mudos, como el que lucha contra un ser fantasmal.

Franz Kafka, El proceso

Et c’est d’ailleurs à l’instant où le peuple devenu l’État, ou l’État-nation, voit mourir le condamné qu’il se voit le mieux lui-même. Il se voit le mieux,

c’est-à-dire qu’il prend acte et conscience de sa souveraineté absolue et qu’il se voit au sens

où, en français, il se voit peut vouloir dire, il se laisse voir, il se donne à voir.

Jacques Derrida, Séminaire La peine de mort i (1999-2000)

L’État témoin de l’exécution et témoin de soi-même, de sa propre souveraineté, de sa propre toute-puissance - , ce témoignage doit être visuel: oculaire.

Jacques Derrida, Séminaire La peine de mort i (1999-2000)

Introducción: breve genealogía sobre el teatro de la crueldad

Jacques Derrida consagró uno de los últimos seminarios que impartió1 a analizar la pena de muerte como una cuestión central para entender la soberanía como decisión excepcional sobre la vida y la muerte, guiado por lo que llamó una pulsión escópica (pulsion scopique) (2012: 91): una espectacularidad que permite construir al poder a partir de una ficción. Mi objetivo es cuestionar cómo se construye dicha ficción que relaciona la crueldad con la soberanía. Derrida afirma que cuando el soberano o el Estado ve morir al condenado, se ve mejor a sí mismo, es decir, se representa mejor en la imaginación de los ciudadanos y en la propia concepción de su poder.

Una virtud del seminario es la manera en que Derrida entiende que para dilucidar la relación entre la soberanía y el teatro de la crueldad, es importante hacer un trabajo de corte genealógico entre dos historias paralelas: la institución penal y el abolicionismo en la historia de las ideas. No es casual que en la primera sesión del seminario, Derrida haga una lectura de Foucault, quien en Vigilar y castigar había mostrado que un aspecto importante del proyecto de la modernidad fue impedir la crueldad por parte del Estado y la revolución de las penas resultó en la erradicación del suplicio de los procesos penales. Si bien para el siglo XIX el suplicio estaba completamente erradicado del ámbito de las penas, no obstante, Derrida sostiene, contra Foucault, que ese teatro de la crueldad se mantuvo en la pena de muerte, junto con la descripción que hizo del suplicio: una política del terror que “hace sensibles a todos, sobre el cuerpo del criminal, la presencia desenfrenada del soberano” (Foucault, 1981: 54).

La discusión sobre la pena capital, el debate en cuanto a su abolición o a las formas de su aplicación, surge en la Ilustración, en específico, con la publicación De los delitos y de las penas (1764), del Marqués de Beccaria, que además de presentar un argumento abolicionista se oponía a la atrocidad de las penas:

Esta inútil prodigalidad de suplicios, que nunca ha conseguido hacer mejores a los hombres, me ha obligado a examinar si es la muerte verdaderamente útil y justa en un gobierno bien organizado. ¿Qué derecho pueden atribuirse éstos para despedazar a sus semejantes? (Beccaria, 1986: 74)

El texto fue muy leído y comentado, tanto en su época como un siglo después. No obstante, a pesar de que el texto se basa ciertamente en argumentos utilitaristas, hay una dimensión poco estudiada en cuanto a cómo la atrocidad de las penas puede ser contraproducente en la representación que los ciudadanos se hacen de la autoridad, así Beccaria habría aludido a un dispositivo para construir imaginariamente al poder.

Gracias a la revolución penal que propició el texto de Beccaria, en la mayoría de las democracias contemporáneas se ha derogado la pena de muerte (con excepciones de países en su mayoría musulmanes2 y dos grandes potencias: Estados Unidos3 y China). No obstante, Derrida se pregunta si alguna vez fue abolida la pena de muerte, allende la preeminencia de un derecho a la guerra como poder sobre el destino de los ciudadanos que se extiende al legítimo asesinato del enemigo. Él cuestiona si es posible abolir la pena capital y hacer su economía (2012: 236), es decir, hacer la economía de la soberanía como decisión sobre la vida y la muerte del ciudadano, del castigo como pago de la deuda que se infinitiza en la muerte y que relaciona lo religioso, lo jurídico y lo económico. De ahí que Derrida sostenga que la pena de muerte es el vínculo o el guion (trait d’union) de lo teológico y lo político. Además afirma que lo teológico-político es un sistema, un dispositivo de soberanía, en el cual la pena de muerte se inscribe necesariamente (2012: 51). Me interesa analizar si este vínculo explicaría la fascinación por la pena de muerte -así como la había por el suplicio- aunque la primera ya no es una exhibición pública, no deja de estar presente en el ámbito de lo mediático.

El seminario (primera sesión del primer volumen) comienza con la frase o la incitación: “la pena de muerte es lo propio del hombre [La peine de mort est le propre de l’homme]” (Derrida, 2012: 23). Esta incitación o pregunta puede llevarnos a varias hipótesis: ¿Lo propio del hombre se refiere a la dimensión religiosa de la pena de muerte? ¿Se signa en la crueldad inherente a ella? ¿Lo es por una noción sacrificial de vida?4 ¿O lo es porque acaso acentúa esa diferencia con el animal que ha definido lo propio del hombre? (véase Derrida, 2008). Sobre esto último, Kelly Oliver señala que Thomas Edison hizo las primeras pruebas de la silla eléctrica con un elefante, a cuyo asesinato asistieron 1,500 personas. Edison lo documenta en el cortometraje Electrocuting an Elephant de 1903 (Oliver, 2012). Este caso recuerda tanto la discriminación del animal como la justificación de todas las violencias hacia los animales basadas en la jerarquía de lo propio del hombre y la pasión escópica al ensayar la técnica.

Las discusiones en torno a la pena de muerte continúan enfocadas en el ejercicio de la crueldad por parte del Estado, lo que indudablemente señala la herencia del argumento de Beccaria. Ejemplo de ello fue el intento, en 1972, de suspenderla en Estados Unidos y convertirla en inconstitucional por violar la octava enmienda relativa a las garantías jurídicas, la cual reza que las penas aberrantes y crueles no deben ser infligidas: “cruel and unusual punishments [shall not be] inflicted”. Dicha resolución se aplicó al resto de los estados por la 14va enmienda. El argumento del exceso de crueldad fue rebatido cuatro años más tarde, proponiendo evitar la arbitrariedad en los procesos y restringiendo la pena capital a los casos de asesinato. Finalmente, en 1976, la pena capital fue reinstaurada en varios de los estados norteamericanos.

El argumento contra la crueldad se focalizó en las modalidades y las técnicas para aplicar la pena capital, considerando que la inyección letal era menos cruel que la horca o la silla eléctrica, que era incluso anestésica. De hecho, muchas de las discusiones en torno a la pena de muerte en Estados Unidos de Norteamérica se centran, aun hoy en día, en la octava enmienda. Por ejemplo: en abril de 2015, tres condenados acusaron al Estado de Oklahoma (Glossip vs Gloss), de que los 500 miligramos de midazolam, un sedativo más que un anestésico, no inhibirían el dolor durante la ejecución por inyección letal. La Suprema Corte concluyó que no quedaba probada la contradicción con la octava enmienda y sostuvo la constitucionalidad de la inyección letal.5 Ésta mezcla tres drogas, una tiene la función de dejar al condenado inconsciente, la otra bloquea la sensibilidad muscular y la tercera produce un paro al corazón. Hay dos ideas detrás de estas sustancias -y la historia de la pena de muerte es también la historia de las sustancias y de las técnicas de aplicación-: la primera defiende que al estar el condenado inconsciente, en el momento de ser asesinado, no hay crueldad, la segunda impide ver el dolor en el cuerpo.

Derrida expone una lógica de la anestesia que responde al proyecto ilustrado de erradicar la crueldad e invita a preguntar, como lo hizo Peggy Kamuf (2012), si la pena capital no es una droga o más precisamente un analgésico en el ámbito del Estado. Cambiar las modalidades de su aplicación, por ser crueles y dolorosas para la sensibilidad y la imaginación (Derrida, 2012: 122), no sólo deniega el problema de la crueldad intrínseca de la pena capital, sino que también restringe la imaginación a un problema de sensiblería.

Empero, la crueldad de la pena de muerte no se limita al dolor de su aplicación, sino a una cuestión de temporalidad, no menos ligada con la imaginación, a una pena o a un sufrimiento psicológico como experiencia de la finitud que niega la incertidumbre de la muerte.6 Por ello, Derrida apunta que sólo un ser finito puede ser condenado a muerte, lo cual despierta el fantasma del fin de la finitud, de su hora de morir (2012: 349-350). Hay aquí de nuevo un problema de imaginación: el fantasma de la soberanía que idealiza su poder sobre la finitud en el acto diferido entre la condena y la ejecución.7

La octava enmienda, como un capítulo de la historia jurídica americana, evoca la aparición de la guillotina en Francia en 1792 y la idea de una humanización de la muerte en la automatización del asesinato, tema al que Derrida dedicó varias sesiones del primer año del seminario. A esta historia pertenece también la imaginación de Guillotin, que hizo una máquina que en su momento se calificó de humanitaria, pues supuestamente evitaría el sufrimiento, al ejecutar de manera instantánea, con un corte inminente. La imaginación de Guillotin hace eco de la utopía de los revolucionarios que, como subrayó Derrida en un diálogo con Roudinesco, soñaban con una sociedad más justa y menos violenta. La lógica de la revolución hace que la guillotina esté a unos pasos de la Asamblea donde se votan las leyes más modernas (Derrida y Roudinesco, 2009: 95-96). En este sentido, Derrida propone volver a preguntar: “¿Qué es la Ilustración?”, desde el punto de vista de la pena de muerte, para entender por qué tanto su abolicionismo, como su defensa, pertenecen a un momento histórico donde surge una noción de dignidad humana que sigue enraizada en el cristianismo (Derrida, 2012: 252-253).

La guillotina, que forma parte de la historia jurídica y política de Occidente, como esa máquina que permitiría aplicar la pena de muerte sin crueldad, fue coetánea de la invención de la idea de felicidad o, más bien, la creencia en ella (Derrida, 2012: 340-341). Dicha idea está relacionada con el rechazo del dolor y la compasión como respuesta al sufrimiento de los otros. La guillotina fue considerada un progreso en la humanización de la pena de muerte, como una máquina humanitaria. Ello implica cuestionar al humanismo, como hace Derrida, al constatar que la invención de la guillotina coincide perfectamente con la invención los derechos humanos.

La guillotina es también la historia de la invención del asesinato por máquina, con funcionamiento automático que recurre en cierto sentido al fantasma de la soberanía por su autonomía. Derrida cita un comentario de Daniel Arasse al discurso que hace Guillotin en la Asamblea en defensa de su proyecto: “Además de los efectos de alivio para el condenado y el público, la máquina tiene el inmenso mérito de hacer imaginable un ser inimaginable, de transformar al verdugo en ejecutor”.8 Arasse concluye que la guillotina permitiría al verdugo ser elegible en 1790 en la Asamblea, junto con los judíos y los comediantes, es decir, ya sin las manos manchadas de sangre, el verdugo se convertiría en un ciudadano cualquiera o hasta en un representante. Frente a esta utopía del verdugo convertido en ciudadano, aun cuando, a diferencia de la era de la guillotina, la pena de muerte ha abandonado la plaza pública junto con el suplicio -sin por ello abandonar el espacio público-, Derrida la piensa como un teatro de la crueldad que permite a la soberanía construir su propia ficción y enfatiza: en el espectáculo de la pena de muerte, el pueblo convertido en Estado-nación soberano, se ve mejor a sí mismo (2012: 25). Esto tiene dos sentidos: por un lado, el pueblo se hace consciente de la soberanía, por el otro, se pone a la vista, se la representa mejor, en ese momento voyerista de la ejecución.

La pena de muerte en la representación de un Estado compasivo

En Vigilar y castigar, Foucault desarrolla cómo desapareció el suplicio en el siglo XIX y fue sustituido por un orden penitenciario disciplinario. La desaparición del espectáculo de la pena física creó un nuevo régimen: “El castigo ha pasado de un arte de las sensaciones insoportables a una economía de los derechos suspendidos” (1981: 18). Este proyecto de la modernidad ilustrada se podría resumir, según Foucault, de la siguiente manera: “menos crueldad, menos sufrimiento, más benignidad, más respeto, más ‘humanidad’” (1981: 24). Uno de los primeros textos que sostienen dicho proyecto es De los delitos y de las penas (1764), donde Beccaria sostuvo que la crueldad de las penas judiciales es contraria al contrato social, pues encontraba una injusta proporción entre el delito y la pena, por ejemplo, hasta el siglo XVIII se podía aplicar la pena de muerte a casos de robo o de blasfemia, además la tortura era común en los procesos judiciales. Es importante señalar que para los arquitectos del Estado liberal, como Thomas Hobbes o John Locke, no hay una condena explícita al uso de la violencia contra el ciudadano ni la idea de la santidad de la vida o de la integridad moral. Ellos sostenían que el contrato social regula la violencia; en cambio, Beccaria argumentaba que la pena de muerte y la tortura son contrarios al contrato social y a los derechos liberales.

Derrida subraya que lo interesante del argumento de Beccaria es cómo disocia la pena capital de la soberanía y de las leyes, argumentando que ningún derecho puede permitir el asesinato (2015: 46). Una interpretación contraria -aunque muy posterior- la encontramos en la noción de anomia del derecho de Walter Benjamin, que en “Para una crítica de la violencia” sostiene que la pena de muerte, además de evidenciar algo podrido en el derecho,9 se presenta como una violencia que corona el destino. No es una medida de castigo o una ley aislada, sino que alcanza al derecho en su origen mismo, es decir, en la violencia: “Y es que la utilización de la violencia sobre la vida y la muerte refuerza, más que cualquier otra de sus prácticas, al derecho mismo” (Benjamin, 2001: 31). Beccaria, a diferencia de Benjamin, no cree que la soberanía requiera de la pena de muerte, sino todo lo contrario.

No obstante, el argumento de Beccaria incluía una excepción relativa a la seguridad del Estado, en el caso de que, aun encarcelado, el convicto pudiese organizar una revolución o una revuelta. Si bien Beccaria sostenía que la pena de muerte es un acto de guerra contra un ciudadano, la excepción al argumento abolicionista reside en la posibilidad de un enemigo público que amenace el orden político (véase Derrida, 2015: 80-82). Jean-Jacques Rousseau, que como la mayoría de los filósofos de Platón a Hegel no se opuso a la pena capital, si bien señalaba que “en un Estado bien gobernado hay pocos castigos” (2012: 72), consideraba que ésta es parte de la negociación entre tener la vida asegurada por el Estado y aceptar perderla en caso de ponerlo en peligro. De hecho, afirmaba que cuando un ciudadano pone en peligro al Estado, es necesario que uno de los dos perezca, pero el culpable muere menos como ciudadano que como enemigo (2012: 70-71). Esto recuerda el argumento de Carl Schmitt acerca de lo político como designación del enemigo, al cual Derrida vuelve en el segundo año del seminario para afirmar que la pena de muerte se juega entre las diversas maneras que el Estado tiene de afirmar su soberanía al disponer de los sujetos, tanto extranjeros (el soldado enemigo), como los nacionales o internos, una vez que se convierten en enemigos políticos (2015: 41 y Quinta sesión), no obstante señala que esta frontera entre el crimen de derecho y el crimen político es siempre porosa.10

Derrida dedica varias de las sesiones, en ambos años del Seminario, a contraponer la postura abolicionista de Beccaria, a la defensa de la pena capital de Immanuel Kant, como un acto justo por principio y no por un carácter utilitario o ejemplar. En la “Doctrina del derecho”, Kant expone su apoyo a la pena capital como parte del derecho penal, como derecho del soberano a imponer penas a los delitos, basada en la ley del talión y concluye:

Por consiguiente, todos los criminales que han cometido el asesinato, o también los que lo han ordenado o han estado implicados en él, han de sufrir también la muerte; así lo quiere la justicia como idea del poder judicial, según leyes universales, fundamentadas a priori. (Kant, 2008: 170)

Es interesante el comentario que viene justo después y en el cual, curiosamente, Derrida no se detiene. Kant argumenta que en el caso extremo de que el número de sentencias sea excesivo y que el Estado tuviera el peligro de quedarse sin súbditos y no quisiera disolverse en el estado de naturaleza ni “embotar el sentimiento del pueblo con el espectáculo de un matadero” (2008: 170), el soberano deberá convertirse en juez e imponer otro tipo de penas. Empero, Derrida comenta en la última sesión del primer año del seminario que la ejecución legal del culpable, según Kant, debe impedir transformar al condenado en un objeto de horror o en una monstruosidad teatral, lo que haría a Kant un abolicionista de facto aunque no de jure (2012: 369).

En este mismo apartado de La metafísica de las costumbres, Kant hace una referencia explícita a Beccaria y lo critica por su sentimentalismo compasivo:

En cambio, el marqués de Beccaria, por el sentimentalismo compasivo de un humanitarismo afectado (compassibilitas) ha sostenido que toda pena de muerte es ilegal, porque no podría estar contenida en un contrato civil originario; pues en ese caso cada uno en el pueblo hubiera tenido que estar de acuerdo en perder su vida si matara a otro (del pueblo) pero este consentimiento es imposible porque nadie puede disponer de su vida. (Kant, 2008: 171)

Según Kant, hay un sofisma en la teoría de Beccaria, pues el contrato social no conlleva la promesa del criminal de dejarse castigar. Ante todo, contrapone el proyecto de abolición como parte del humanismo compasivo contra la razón de la ley penal que opera como un imperativo categórico. Como subraya Derrida, el discurso kantiano en favor de la pena de muerte, tan riguroso como el rigor mortis, es acerca de la racionalidad imperturbable por encima del corazón y de la pasión, pero también sobre la maquinación de la racionalidad universal y sus operaciones por encima de la singularidad de los hombres. Todos los discursos que legitiman la pena de muerte son, antes que nada, sobre la racionalidad del Estado con una pretensión de estructura universal (Derrida, 2012: 82-83). Esta racionalidad se contrapone en la tradición al argumento más bien afectivo contra la crueldad. Estos polos opuestos cohabitan en el proyecto de la modernidad, en el cual se inscribe el debate sobre la pena de muerte y su lógica anestésica.

En La metafísica de las costumbres, Kant habla de una excepción, en la cual Derrida se detendrá durante el primer año del seminario, relativa al infanticidio materno por la deshonra de un hijo bastardo. La respuesta kantiana es bastante sorprendente, pues argumenta que el homicidio no puede castigarse con la pena de muerte, pues el hijo, al haber nacido fuera del matrimonio, no es reconocido por la ley. Si bien Kant acepta que se trata de un homicidio porque el niño es considerado un ser humano, al no haber un reconocimiento por parte de la ley y del Estado de dicha existencia, al no ser éste un ciudadano, el filicidio no es ilegítimo. Kant agrega que condenar a muerte a la madre, por vano que haya sido el motor de su acción (resguardar su honor), conllevaría una crueldad excesiva.

En resumen, para Kant, la pena de muerte no puede justificarse en nombre de la utilidad, sino que es un principio de la dignidad humana, pues el hombre puede ir más allá de la vida (y por supuesto, más allá de la imaginación compasiva). Derrida recuerda otro ejemplo bastante sorprendente donde Kant plantea que, si una comunidad decidiera separarse del mundo, por ejemplo, en una isla, debería, antes de partir, ejecutar al último condenado que se encontrara en prisión para que sus actos tengan consecuencias y que la injusticia no recaiga sobre el pueblo.

En el segundo año del seminario, Derrida ahonda en el argumento kantiano sobre el soberano, como aquel que tiene el poder y la fuerza de decidir la pena de muerte o la gracia y que está por encima de las leyes. Éste no puede ser castigado (2015: 125-129). En la octava sesión de ese mismo año, hace una comparación entre Kant y Robespierre, dos contemporáneos, el primero estaba en favor de la pena de muerte, mas en contra de aplicarla al soberano legislador, mientras el segundo, quien era un abierto seguidor del abolicionismo de Beccaria, tomó la decisión de dar muerte al rey Luis XVI, lo que inauguró la época que se conoce como El Terror. Derrida se pregunta cuál fue más cruel, ¿aquél que teorizó sobre la pena de muerte o quien la llevó al acto? A su vez, crítica lo que llama la ley suplementaria de la crueldad, elaborada a partir de una reflexión sobre el psicoanálisis, cuestionando si el intento de abstenerse de la crueldad, inclusive a través de la ley, no produce más crueldad (Derrida, 2015: 274-275).

No obstante, quizá la dicotomía no se halle entre el utilitarismo de Beccaria y el rigor kantiano. Derrida lee en el abolicionismo del italiano un argumento utilitarista, probablemente porque, al igual que Foucault, se basó en la traducción de André Morellet al francés, en 1766, dicha versión tuvo un reacomodo de los capítulos que operó como una censura al propio texto de Beccaria (Sitze, 2009: 224-225), pues De los delitos y de las penas concluía con un capítulo contra la clemencia: “Della grazia”, en el que se critica el derecho del soberano a conceder perdón por gracia al condenado, por dotar de arbitrariedad y discrecionalidad al ejecutor de las leyes. En este sentido, en Beccaria hay una crítica a la soberanía y no solamente un argumento utilitarista. Incluso encontramos un juego de ficción sobre cómo opera la soberanía en la imaginación del pueblo, que Beccaria anota entre cursivas:

¡Ah! (dirán ellos) estas leyes no son más que pretextos de la fuerza, y las premeditadas y crueles formalidades de la justicia son sólo un lenguaje de convención para sacrificarnos con mayor seguridad, como víctimas destinadas en holocausto al ídolo insaciable del despotismo. (Beccaria, 1986: 79)

Beccaria presenta un pueblo secularizado que da cuenta de que el dolor infligido en los procesos penales no es un castigo divino para purgar una culpa, sino un abuso de poder. De modo que concluye:

Parece un absurdo que las leyes, esto es, la expresión de la voluntad pública, que detestan y castigan al homicidio, lo cometan ellas mismas, y para separar a los ciudadanos del intento de asesinar ordenen un público asesinato. (1986: 78-79)

Este argumento en pro de la abolición de la pena de muerte se vuelve muy popular entre los pensadores ilustrados (a su vez, en De los delitos y de las penas hay una clara influencia de Montesquieu). Voltaire, en un comentario de 1776, escribe:

Hace ya mucho tiempo que se ha dicho que un hombre ahorcado no sirve para nada, y que los suplicios inventados para el bien de la sociedad deben ser útiles para ésta. Es evidente que veinte ladrones vigorosos, condenados a trabajar en las obras públicas todo el curso de sus vidas, son útiles al Estado por sus suplicios, y que su muerte es únicamente útil para el verdugo, que se paga para que mate hombres en público. (Voltaire, 1986: 133)

Voltaire retoma también la parte utilitaria del argumento abolicionista y propone penas que puedan ser más útiles al Estado, mientras que Beccaria introduce un elemento más complejo relacionado a la complacencia de la autoridad:

¿Qué deben pensar los hombres al ver a los sabios magistrados y graves sacerdotes de la justicia, que con indiferente tranquilidad hacen arrastrar a un reo a la muerte con lento aparato; y mientras este miserable se estremece en las últimas angustias, esperando el golpe fatal, pasa el juez con insensible frialdad (y acaso con secreta complacencia de la autoridad propia) a gustar las comodidades y placeres de la vida? (Beccaria, 1986: 79)

¿Qué es lo que provoca que los hombres vean “sabios magistrados y graves sacerdotes de la justicia” o qué falla para que descubran su “insensible frialdad”? Beccaria parece hablar aquí de un dispositivo para construir al poder en la imaginación de los hombres que, justamente, cambia de signo en la modernidad donde el ciudadano puede sospechar la complacencia de la autoridad del juez.

La pena capital, la imaginación soberana y el teatro de la crueldad

Ahora analizaré la dimensión espectacular de la pena capital y cómo la soberanía se construye en la imaginación a partir de elementos de ficción, inclusive a partir de una fascinación por el espectáculo, lo que Derrida ha llamado una pulsión escópica (pulsion scopique).

La reforma penal que propuso Beccaria, que incluía la adopción del jurado, las reglas unificadas, los códigos explícitos y el carácter correctivo de la pena, suponía también una reforma de la representación y el lugar del cuerpo en la economía política. Como explica Foucault, el castigo pasó de las sensaciones insoportables a la pérdida de derechos, por lo cual la relación con el cuerpo se volvió más pudorosa en cuanto a la aplicación de las penas, ello tampoco excluyó cierto sufrimiento en cuanto al racionamiento alimenticio, la privación sexual, los golpes o la estrechez de la celda (1981: 23). Sin embargo, parte de esta reforma de las penas se construye a partir de una utopía del poder judicial que se imagina imponiendo penas liberadas de dolor, de ahí el recurso a la psicofarmacología en el caso de los condenados a muerte, de las inyecciones tranquilizantes para la ejecución y de la presencia de un médico durante el proceso.11 Además de la anulación del dolor, con la erradicación del suplicio, Foucault ve una desaparición del espectáculo: “Desaparece, pues, en los comienzos del siglo XIX, el gran espectáculo de la pena física; se disimula el cuerpo supliciado; se excluye del castigo el aparato teatral del sufrimiento” (1981: 22). Por el contrario, para Derrida, la pena de muerte sigue teniendo una dimensión espectacular y una presencia mediática relacionada con un voyerismo esencial de la soberanía que no es indiscernible de la crueldad como uno de sus principios.

La larga historia del teatro de la pena capital merecería, dice Derrida, un seminario entero (2012: 26). Ella forma parte de la historia de la deconstrucción, en un texto acerca de Antonin Artaud, incluido en La escritura y la diferencia (1968), habla del teatro de la crueldad y analiza la equivalencia planteada por él entre crueldad y vida, así como el reproche que hace al teatro clásico por su falta de imaginación al no igualar a la vida con lo irrepresentable (Derrida, 1989: 320). La diferencia con la pena de muerte reside en que el teatro de la crueldad de Artaud “produce un espacio no-teológico” (1989: 322), mientras que la pena de muerte, según Derrida, es el guion que une lo teológico con lo político por la relación de la crueldad con la sangre: “cruor”, la crueldad está relacionada etimológicamente con ella,12 a pesar de que la historia de la pena de muerte sea en parte la búsqueda de una muerte sin derramamiento de sangre -la silla eléctrica, la cámara de gas o la inyección letal que remplazan al suplicio y a la guillotina-. Una cuestión central del seminario de Derrida es que, así como no se puede erradicar la crueldad de la pena de muerte -como tampoco se puede erradicar la crueldad de la vida según Friedrich Nietzsche-, no se puede limitar o restringir la fascinación que produce la ejecución y su reminiscencia de la pasión de Cristo, como la describió Jean Genet, es decir, su repetición y permanencia en la imaginación occidental.

La cuestión de la sangre remite, en la última sesión del seminario (décima sesión del segundo volumen), a la relación con el sacrificio, que Derrida expone a partir de Donoso Cortés, jurista católico español muy comentado por Carl Schmitt, que conceptualizó la pena de muerte como una expiación por la sangre.13 Si bien, explica Derrida, no todas las culturas sacrificiales instauraron un derecho penal en el cual la muerte fuese parte de la razón calculadora, ella en efecto se inscribe en la historia del sacrificio. No se hace una historia de la pena de muerte en los seminarios, aunque en efecto se propone hacer una historia de la sangre y de su relación con el sacrificio. Derrida concluye que Kant o Beccaria, es decir, la defensa a la pena de muerte como principio y su abolicionismo, responden a la misma pulsión sacrificial que anima al derecho penal (2015: 327-332), por ello, a pesar de que se inclina por el abolicionismo, su análisis no es un debate entre estas dos posturas contrarias, sino la constatación de algo común entre ellas.

Derrida dedica buena parte del primer año del seminario tanto a hablar de la dimensión teatral como a las representaciones mediáticas,14 incluso recuerda la imagen de Eugène Weidmann de la última ejecución pública en la guillotina de Versalles, en 1939, cuya fotografía fue publicada en L’Echo d’Alger y a la cual también se refiere Jean Genet en Nuestra Señora de las Flores, donde relaciona la aparición mediática, teatral y fascinante del condenado a muerte con la sacralización (Derrida, 2015: 58-63). Respecto de la misma fotografía, Albert Camus afirma que se criticó al director de Paris-soir, donde aparecieron publicadas, por no haber mostrado imágenes más aterradoras para que realmente fuera ejemplar para la ciudadanía (1965: 1025).

Fuente: Fultón, 2015:80

Título:  Ejecución del criminal alemán Eugène Weidman, 1939 

Empero, Camus encuentra una imbricación entre la fascinación y la repulsión, en sus “Reflexiones sobre la guillotina” narra la aversión de su padre ante el espectáculo de la pena capital. A pesar de tratarse de un asesino que masacra a una familia, relata que su padre regresa a casa enfermo de ese espectáculo público de la crueldad, de ese rito horrible, de esa ceremonia tan repugnante como el crimen (1965: 1021). Camus desmonta el argumento de la ejemplaridad, es débil, no ha hecho retroceder a ningún asesino; el que la ejecución haya abandonado el espacio público demuestra que se trata en realidad de venganza y de un impulso de sadismo.

En el segundo año del seminario, Derrida invoca a Kafka15 para hablar precisamente de la dimensión teatral de la soberanía, recordando el “teatro de Oklahoma” en América. Él imparte el Seminario sobre la pena de muerte en Francia y Estados Unidos, analiza los principios cristianos que, en el país de América del Norte la sostienen. En el texto de Kafka, el personaje Karl descubre en una postal que el palco del presidente de los Estados Unidos, decorado con medallones de retratos de los mandatarios anteriores, está vacío y exclama que ése no es un palco sino un escenario (Derrida, 2015: 98). Refiriéndose a Kafka, dice explícitamente que siempre estamos condenados al teatro, porque la soberanía depende de ese lugar vacío -en un sentido ontológico- que da lugar a la representación.

Me gustaría detenerme un momento en la tortura como un fenómeno donde se expone la construcción de poder por medio de la crueldad. La tortura -subraya Derrida- constantemente denunciada en las declaraciones internacionales no tocan el principio de la pena de muerte. En sus orígenes, ésta era una práctica legal, de carácter público y desde el siglo XII tenía como objeto la confesión (Peters, 1987), si bien el proceso se mantenía en secreto, había una famosa excepción que resume la expresión inglesa “Hanged, drawn and quartered”, aplicada a los delitos de lesa majestad, cuando se intentaba matar al soberano. Actualmente, la tortura aparece en otros ámbitos de la autoridad estatal menos regulados que los procesos legales. Como subraya Adriana Cavarero, “ahora es la ilegalidad del acto la que constriñe a los torturadores a obrar a escondidas” (2009: 175). Esto último abre a la pregunta sobre la dialéctica entre exhibición y secreto en la tortura, que se puso en obra sobre todo en las dictaduras, en el modo en que ellas producen la ficción de la soberanía, entre el rumor y la certeza de lo que sucede en los sótanos de la tortura como parte de su semántica la representación del terror.

En una obra ya clásica, Elaine Scarry lleva la dificultad de expresar verbalmente el dolor al plano de lo político, en particular la tortura como el acto de infligir dolor en un interrogatorio, no tanto con el fin de obtener respuestas, sino de ignorar las suplicas del torturado para hacer del evento del dolor una escena de poder. La autora (1985: 58) afirma, siguiendo los análisis de Camus sobre la pena de muerte y los de Arendt sobre los campos de exterminio, que la lógica de la brutalidad no tiene otros fines racionales u operativos que generar poder a partir de una ficción. Como apunta Idelber Avelar (2001), en la tortura moderna lo que fuera la inscripción de la verdad en el cuerpo del supliciado se convierte en información monopolizada por el poder del Estado; sin embargo, su práctica no es susceptible de ser capitalizada en un trozo de información revelada; si bien el interrogatorio es constituyente de la máquina que inflige dolor, su finalidad es un acto de representación como su momento constitutivo.

Susan Sontag, al analizar la tortura en Abu Grahib, señala que no hubo ninguna recopilación de información, algo que incluye la definición de tortura desde su origen en el derecho medieval. La tortura moderna no tiene como fin real la verdad en la confesión, la respuesta puede imponerse al acusado, lo importante es mantener la excepcionalidad.16 En el caso de Abu Grahib, los militares que torturaban estaban creando un escenario para representar su poder (Sontag, 2004). Esto último da pie para pensar cómo se construye el poder como ficción, de qué manera se inserta en la pulsión escópica, siendo que la tortura siempre ha sido una práctica con fines políticos.

La indiferencia por el sufrimiento en la negación del torturado crea una situación de poder o, mejor dicho, crea poder. En su libro sobre la tortura, Jay M. Berstein enfatiza, a partir de una lectura de Jean Améry, el fenómeno que invierte la reacción estructural de atender y auxiliar al otro en ignorar el sufrimiento, subraya que Améry llama al torturador soberano, pues éste se presenta como autónomo y auto-suficiente a pesar de depender del reconocimiento (en el sentido hegeliano) de la víctima (Bernstein, 2015: 105-107).17 Améry (2001: 98), al igual que Sontag, aunque a partir de una experiencia personal, habla de la tortura como la transformación del cuerpo en carne, pero a ello le suma la muerte en la ecuación cuerpo=dolor=muerte. Aunque no es citado por Derrida, el texto de Améry hace ecos de su crítica a la soberanía. El autor sostuvo que la definición del nacionalsocialismo no fue el totalitarismo, sino el sadismo, no como patología sexual, sino en los términos de George Bataille: como la negación radical del otro en el fantasma de una soberanía absoluta (Améry, 2001: 100). La víctima de la tortura sufre la intervención de un poder soberano casi sagrado.

En otro registro, cuando Sontag analiza la dimensión exhibicionista de las fotografías de tortura llevadas a cabo por militares estadounidenses en la prisión iraquí de Abu Grahib (2004),18 llama la atención sobre otro fenómeno: el rechazo del gobierno estadounidense a hablar de tortura, es decir, a asumir una falla en el ideal jurídico de la modernidad, rompiendo con la imagen que se han hecho de sí mismos y de la universalidad de sus valores. De nuevo se trata de un problema de representación, de cómo el poder se imagina ser percibido. Eso explica, según Sontag, el esfuerzo para impedir la diseminación de las imágenes, en vez de explicar cómo fue posible que aquello ocurriera. No obstante, contra la idea de algunas manzanas podridas o algunos soldados insubordinados, aparece la sociedad del espectáculo, que permitió ese teatro de la crueldad intensamente horrendo y que, como señala Cavarero, se inscribía en el museo del imaginario del horror. Por ejemplo, la fotografía de un prisionero encapuchado con los brazos extendidos en cruz hacía alusión a las fechorías del Ku Klux Klan y sus crímenes racistas, mientras que las de los perros que muestran sus dientes a los prisioneros hacen mención del universo concentracionario (Cavarero, 2009: 177).

Algunos de estos actos de tortura le recuerdan a Sontag las fotografías de finales del siglo XIX de víctimas negras en linchamientos, que muestran la sonrisa de los pueblerinos blancos ante el cuerpo desnudo y mutilado. Ella afirma que estas fotografías eran testimonios de una acción colectiva y quienes la efectuaban sentían que su conducta estaba justificada, como al parecer también lo sentían los soldados de Abu Grahib. En los dos casos existe el trasfondo de una política de dominio colonial. Derrida recuerda una y otra vez en su seminario que en los Estados Unidos la pena de muerte se aplica en su mayoría a población negra y pobre (2012: 246) y que su historia tampoco se puede desligar de la historia del racismo, de la esclavitud, de la guerra de Secesión y de la lucha por los derechos civiles de los negros (2012: 116). Así como una historia de la tortura en Europa no puede ignorar el hecho de que su prohibición no se extendiera a las colonias o que a pesar de su abolición en Francia y, que la opinión pública la condenara, se haya utilizado en la guerra de Argelia. En este sentido, no hay deconstrucción de la pena de muerte sin una deconstrucción de la ingenuidad legal que pretende ignorar estas diferencias, que quien tiene posibilidad de pagar una defensa tiene menos posibilidad de ser condenado a la pena de muerte.

Hay otra dimensión de la espectacularidad de la pena de muerte en su reverso que es la gracia, esta otra escena, con un trasfondo igualmente religioso: la llamada telefónica por parte del gobernador o del presidente capaz de salvar al condenado. Derrida comenta brevemente que había visto, en la cadena de televisión France 2, una petición de gracia de una mujer que sería ejecutada en Texas, y en el seminario lee un artículo de prensa sobre las pocas oportunidades que tiene Betty Lou Beets de obtener la gracia, dado que el entonces gobernador George Bush apenas la había otorgado a uno de los ciento veinte condenados durante su mandato. Derrida subraya la mística que arropa la llamada para otorgar la gracia, que es parte de la puesta en escena de la pena de muerte y, en el segundo año del seminario, recuerda que para Hegel la gracia es ese poder espiritual del soberano de deshacer lo que ha sido hecho y de elevar el perdón al olvido (Derrida, 2015: 223).

Cruel o anestésica, nada puede quitarle a la pena de muerte su dimensión espectacular y el encanto que le religa con el espectador en la experiencia de la fascinación (Derrida, 2012: 95), por el cual el poder apela a la imaginación para representarse como soberano.

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1Derrida impartió durante dos años lectivos, de 1999 a 2001, el seminario acerca de la pena de muerte en la École des Hautes Études en Sciences Sociales (EHESS), que dio lugar a once sesiones cada año. Fue publicado en dos volúmenes por la editorial Galilée. Dicho seminario antecede al seminario La bestia y el soberano que impartió hasta 2003, un año antes de su muerte en octubre de 2004. El presente artículo no tiene la intención de hacer una reseña o un análisis de los dos años del seminario sobre la pena de muerte, sino utilizar algunas de las discusiones que Derrida presenta para entender la relación entre imaginación y crueldad. Acerca del primer volumen del seminario de la pena de muerte, véase el número que dedicó The Southern Journal of Philosophy (vol. 50, Spindel Suplement, 2012), además el vol. 35, núm. 2 de la Oxford Literary Review, diciembre 2013. Posterior a la redacción de este artículo, apareció la traducción al español del primer tomo del seminario por Delmiro Rocha en la editorial La Oficina de arte y ediciones, 2017.

2Según Amnistía Internacional, en 2014, Arabia Saudí, Irak e Irán fueron responsables del 72% de las ejecuciones a nivel mundial. Véase: [https://www.amnesty.org/es/what-we-do/death-penalty/?utm_source=supporters&utm_medium=banner&utm_content=globe_2010_320_250_es&utm_campaign=death_penalty], fecha de consulta: 26 de febrero de 2020.

3Estados Unidos juega un papel relevante en la reflexión de Derrida. Por una parte, dividía su trabajo magistral entre Francia y Estados Unidos y, como apuntó Michael Naas, si bien en Francia hacía veinte años que la pena de muerte se había abolido, Derrida menciona que, en los cursos en Nueva York, en Chicago o en Irving, California los seminarios integran el debate público. Por otro lado, Estados Unidos representa la mayor democracia cristiana y gran parte del propósito de los seminarios es entender la herencia judeocristiana del concepto de soberanía, que incluye a la pena de muerte (veáse Naas, 2012).

4En el diálogo con Élisabeth Roudinesco, Derrida da una respuesta que podría ser el resumen de esta conclusión y que me permito citar in extenso: “lo propio del hombre consistiría en poder ‘arriesgar su vida’ en el sacrificio, en elevarse por encima de la vida, en valer, en su dignidad, más y otra cosa que su vida, en pasar por la muerte hacia una ‘vida’ que vale más que la vida” (Derrida y Roudinesco, 2009: 161).

5Véase: [http://www.supremecourt.gov/opinions/14pdf/14-7955_aplc.pdf], fecha de consulta: 12 de julio de 2019.

6Albert Camus presenta un argumento similar en sus “Reflexiones sobre la guillotina”, aludiendo a una falta de imaginación de los juristas al hablar de una muerte sin sufrimiento, pues parecen ignorar el miedo devastador y desgastante, durante meses y años de espera, que termina por ser más terrible que la muerte (Camus, 1965: 1039-1040).

7Acerca de la finitud y la pena de muerte en Derrida, véase Jerade, 2017.

8“[…] outre ses effets adoucissants pour le condamné et le public, la machine a l’immense mérite de rendre imaginable un être inimaginable, de transformer enfin le bourreau en ‘exécuteur’ en un mot, la guillotine justifie aussi qu’avec les comédiens, et les juifs, le bourreau, seul singulier de cette série, devienne éligible en 1790, par décret de l’Assemblée: imaginable en représentant même” (Derrida, 2012: 277).

9“Y es que la utilización de violencia sobre vida y muerte refuerza más que cualquier otra de sus prácticas al derecho mismo. A la vez, el sentido más fino deja entrever claramente que ella anuncia algo corrupto en el derecho [Denn in der Ausübung der Gewalt über Leben und Tod bekräftigt mehr als in irgendeinem andern Rechtsvollzug das Recht sich selbst. Eben in ihr aber kündigt zugleich irgend etwas Morsches im Recht […] (GS, 188)], por saberse infinitamente distante de las circunstancias en las que el destino se manifestara en su propia majestad” (Benjamin, 2001: 31).

10Derrida ejemplifica con el caso de Mumia Abu Jamal, quien fue condenado en 1982 por un crimen común, cuando en realidad había motivos políticos para su condena, no sólo el haber formado parte de los Black Panthers, sino también por su activismo dentro de la prisión y su trabajo como periodista (2015: 75). Véase el prefacio que Derrida escribió al libro de Mumia Abu Jamal (1999) y la carta que dirige a Bill y Hillary Clinton en favor de Abu Jamal (2003: 187-190).

11Derrida recuerda que Victor Hugo ya hablaba de ese cambio hacia la medicación “On regardera le crie comme une maladie, et cette maladie aura ses médecins qui remplaceront vos juges, ses hôpitaux qui remplaceront vos bagnes”, pero a su vez, Hugo le daba un sentido religioso, un sentido cristiano “La cruz se sustituirá a la horca”: “On traitera par la charité ce mal qu’on traitait par la colère. Ce sera simple et sublime. La croix substituée au gibet” (Derrida, 2012: 287).

12En latín “cruor” refiere a la sangre que emana de una herida (no la sangre que corre por las venas sanguis) y se relaciona con crudus “lo crudo”, de ahí deriva crudelis y crudelitas. Cruentus, que es otra forma de decir cruel, significa el que está ávido de sangre. De Vaan, 2008: “cruor”, “crudus”, “cruentus”.

13Derrida menciona como “hecho innegable” que “jamás haya habido una oposición política de la Iglesia a la pena de muerte” (Derrida y Roudinesco, 2009: 156). También subraya que, sobre todo en Estados Unidos, los abolicionistas de corte católico o cristiano se oponen al derecho al aborto, supuestamente con base en un derecho a la vida.

14Acerca de las imágenes de la pena de muerte, en el primer seminario de Derrida, y la relación entre la temporalidad inmediata del disparador fotográfico y la guillotina, véase Fulton, 2015.

15Si bien no es el tema del artículo, no se puede ignorar la importancia que Derrida le da a la literatura en los Seminarios, a una contraria a la pena de muerte, como la de Victor Hugo o Camus. Al primero dedica varias sesiones en el primer volumen, puesto que le sorprende que su discurso abolicionista se inspire en la Pasión de Cristo, mientras que Camus, por el contrario, opina que la pena de muerte no podría sobrevivir en un mundo secularizado. Las posturas de Jean Genet y Maurice Blanchot, a quienes también evoca en el primer volumen, son más ambiguas en sus posiciones.

16Si bien la tortura todavía se utiliza en el ámbito de los interrogatorios, es difícil encontrar una defensa articulada de su uso. Un ejemplo contemporáneo de un argumento en favor de la tortura para obtener información es, por ejemplo, el que propuso Alan Dershowitz, que en inglés se conoce como el “ticking time bomb scenario”, donde se da la necesidad de torturar a un terrorista para que confiese dónde tiene escondida una bomba de tiempo. El argumento, además de presentar la utilidad de la tortura a partir de un caso que nunca se ha dado, mantiene la antigua premisa del suplicio de que padecer dolor físico empuja a la confesión de la verdad.

17No obstante, Bernstein mantiene una hipótesis de tipo kantiana sobre la dignidad humana que es precisamente la que Derrida cuestiona en los seminarios.

18El diario El País publicó la traducción al español. Disponible en [http://elpais.com/diario/2004/05/30/domingo/1085888492_850215.html], fecha de consulta: 1 de febrero de 2016.

Recibido: 04 de Julio de 2019; Aprobado: 07 de Febrero de 2020

Miriam Jerade: Doctora en filosofía por la Sorbona de París. Realizó una estancia posdoctoral en la Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Cuajimalpa y durante el año 2015 obtuvo un contrato de investigación en el Katz Center for Advanced Judaic Studies de la University of Pennsylvania. Entre sus publicaciones destacan: Violencia. Una lectura desde la deconstrucción de Jacques Derrida (Santiago de Chile, Metales Pesados, 2018), “Mors certa, hora incerta. Derrida on finitude and death penalty” (The New Centennial Review, 2017), “Antisemitismo en Vasconcelos: antiamericanismo, nacionalismo y misticismo estético” (Mexican Studies, 2015), “El monolingüismo del huésped” (Revista Isegoría, 2015), “Nacionalismo y antisemitismo. Hannah Arendt sobre la cuestión judía y el Estado Nación” (RMCPYS, 2015), “Herir la lengua. Por una política de la singularidad. -Derrida lector de Celan-” (Revista Aisthesis, 2015), “¿Puede el subalterno escribir? De los archivos de la deconstrucción”, (Revista Versión, 2016). Miembro del Sistema Nacional de Investigadores, nivel 1.

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