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Signos filosóficos

versión impresa ISSN 1665-1324

Sig. Fil vol.19 no.38 Ciudad de México jul./dic. 2017

 

Artículos

Un vislumbre de lucidez. Interpretación fenomenológica del instante kierkegaardiano

A glimpse of lucidity. Phenomenological interpretation of Kierkegaard’s instant

Ángel Enrique Garrido Maturano* 

* Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, hieloypuna@hotmail.com


Resumen:

El presente artículo realiza un análisis fenomenológico-hermenéutico del concepto kierkegaardiano de instante como síntesis de tiempo y eternidad desde una perspectiva antropológica y existencial. Muestra, primero, el instante concreto como una correlación entre la asunción libre del sujeto de un sentido absoluto para su existencia, y un acontecimiento a través del cual el conjunto de lo que es le requiere decidirse por ese sentido para que pueda vislumbrarse lo absoluto y eterno en el tiempo. En segundo lugar explicita en qué medida el instante requiere de una conjunción de fe y sabiduría, denominada lucidez, para poder concretarse.

Palabras clave: instante; Kierkegaard; tiempo; eternidad; absoluto

Abstract:

The article attempts a phenomenological and hermeneutical analysis of Kierkegaard’s notion of instant conceived as the synthesis of time and eternity from an anthropological and existential viewpoint. It first shows the concrete instant as a correlation between the absolute meaning freely assumed for his existence by a subject and an event by virtue of which the sum total of what he is demands a decision in favor of that meaning as a means to catch a glimpse of the absolute and eternal in time. Secondly, the article explains how the instant requires a conjunction of faith and wisdom, which is termed lucidity, in order to make itself concrete.

Keywords: instant; Kierkegaard; time; eternity; the absolute

Introducción

Un análisis exhaustivo del tema del instante en el pensamiento de Kierkegaard resulta excesivo para los márgenes limitados de este artículo. El propio autor lo revisa en sus diferentes obras desde múltiples ángulos. Michael Theunissen procuró articular esta diversidad. Partió de la tradicional y genérica diferenciación entre el sentido meramente estético del instante y el que podría llamarse ético-religioso. Sin embargo, Theunissen reconoce que, incluso optando por esta vía no es posible “tomar la medida completa del alcance que el concepto tiene en el conjunto de la obra de Kierkegaard” (1971: 650). De todos modos, la mencionada diferencia constituye un buen punto de partida para determinar las principales perspectivas de análisis del fenómeno. El instante estético sería una suerte de “átomo temporal, en el que vive el esteta” (Theunissen, 1971: 650). Se trata del momento evanescente en el que el individuo encuentra la ocasión propicia para gozar intensa, pero fugazmente, de algo finito, sin que ese gozo determine el curso de su existencia y sin que ese átomo de tiempo tenga otro destino que desaparecer. De él se distingue el instante en su sentido fundamental ético-religioso, que es comprendido por Theunissen como “presente pleno” (“erfüllte Gegenwart”) (1971: 646). De esta última forma del instante, afirma el intérprete a mi modo de ver con razón, que Kierkegaard lo piensa “sobre la base de tres planos diferentes: antropológico, cristológico y existencial” (Theunissen, 1971: 649). El plano antropológico se refiere a la síntesis de tiempo y eternidad, en el instante como expresión de aquella otra síntesis, la de cuerpo y alma, operada por el espíritu, a través de la cual el sujeto se pone como tal. El plano cristológico mienta la paradoja representada por el instante en el que el Dios infinito se vuelve en Cristo un hombre finito, tornando histórico y temporal lo eterno. Finalmente, la perspectiva existencial concibe al fenómeno “como ‘punto de partida para lo eterno’, que ‘antes no estaba allí’, es decir, para la dicha actual del hombre” (Theunissen, 1971: 650). Desde este plano existencial, el instante representaría aquella decisión concreta y libre del hombre por lo Absoluto o lo eterno que determina hoy -y de un modo hasta ese hoy imprevisible- el sentido de su existencia individual, otorgándole, así, su propia y actual plenitud. De estas múltiples formas del instante, las reflexiones que aquí comienzan habrán de concentrarse en el sentido ético-religioso y, dentro de él, sólo en el plano antropológico y el existencial, dejando de lado intencionalmente la paradoja que representa el instante en sentido cristológico.1

Determinado el tema y la perspectiva que ocuparán este estudio es menester precisar sus objetivos. Son fundamentalmente tres. En primer lugar, aspiro a mostrar que el instante concreto no acaece como resultado de una decisión unilateral de la subjetividad por una suerte de eternidad ideal, sino que es un fenómeno correlacional entre la asunción por parte del sujeto de un sentido concreto y decisivo de su existencia, y un acontecimiento a través del cual lo que es sale al encuentro, requiriéndole decidirse por ese sentido concreto para que pueda vislumbrarse lo eterno en el tiempo. El instante surge de esta correlación, él no es sólo un fenómeno subjetivo, sino que implica un presente pleno tanto del sujeto como de la situación que le es propia, esto es, del individuo singular y del ser tal cual se articula y muestra en torno suyo. Este primer objetivo supone que el instante acontece como intersección entre la libertad de la subjetividad y la fenomenalidad, o modo de darse, de lo que es. Esta intersección no tiene por qué ser única, el instante puede repetirse y ha de hacerlo para que la vida acceda a su propia historicidad. El segundo objetivo de este trabajo es conectar la noción de instante y la de repetición, pues sólo a través de la repetición del instante la subjetividad alcanza conjuntamente su historicidad y autenticidad. El tercer objetivo es una consecuencia del primero, y consiste en explicitar la conjunción de fe y sabiduría en el instante. En efecto, si el instante tiene como condición de posibilidad ser requerido por lo que es para decidirse por aquel modo de existencia que deja acontecer lo eterno y Absoluto en el tiempo, es necesaria una cierta sabiduría para experimentar un cierto acontecimiento como tal requisitoria -para reconocer que el instante ha llegado- y lo es también la fe en que mi decisión me permitirá vislumbrar ahora y aquí lo Absoluto en la multiplicidad relativa de la realidad, sobre la cual, como ser finito, no tengo poder. Este tercer objetivo parte de la hipótesis de que el instante, para poder ocurrir, implica una intersección entre sabiduría y fe. A esta intersección es a lo que llamaremos lucidez.

El acceso a estos objetivos implica considerar, por un lado, la estructura antropológico-formal del instante, tal como se la desarrolla en El concepto de la angustia, pero también cómo esta estructura acontece en su concreción existencial, es decir, determinar cuál es el contenido propio del instante. En este sentido, resultan decisivas las reflexiones que Kierkegaard desarrolla en el discurso sobre Los lirios del campo y las aves del cielo, por lo tanto serán estas las obras en las que respectivamente me baso para desplegar mi análisis del fenómeno. En las dos primeras secciones de la primera parte caracterizaré la existencia auténtica y plena de modo puramente formal como originada en el acaecimiento del instante en que se entrecruzan tiempo y eternidad. En la segunda parte, procuro explicitar cómo puede una existencia particular reconocer el instante como tal y cada ocasión en la que se repita precisamente como una repetición del instante. Este reconocimiento resulta decisivo en tanto la experiencia del instante le permite al existente vislumbrar concretamente el sentido último de su propia existencia y, consecuentemente, acceder a su propia autenticidad.

Para evitar malentendidos son necesarias algunas precisiones metodológicas. El método podría determinarse, en primera instancia, como filosófico-fenomenológico. Filosófico en cuanto prescinde de la fe en toda revelación positiva determinada y le interesa explicitar la esencia del instante como fenómeno susceptible de ser experimentado por todo hombre en cuanto hombre y no sólo en tanto cristiano. Por ello mismo, según adelantaba, prescindiré aquí de la consideración cristológica del instante y de la fe en toda revelación positiva.

El método filosófico es, además, fenomenológico, por dos razones. La primera, es porque se centra en la descripción de la esencia de la vivencia del instante, esto es, en la descripción de las condiciones que hacen posible que el instante acaezca y signifique tal cual lo hace. Si la fenomenología, en el análisis de una cuestión filosófica cualquiera, es, como bien sintetiza Miguel García Baró, “el esfuerzo por describir la esencia de cierto aspecto de la vida tal y como se presenta en medio de ésta” (2007: 253), entonces mi intento bien puede ser calificado de fenomenológico. La segunda razón es, fundamentalmente, porque la fenomenología encuentra tal esencia de las vivencias en una correlación entre el modo en que me sale al encuentro lo que se da y el modo en que voy hacia ello y lo asumo. Precisamente en cuanto este trabajo intenta asir la esencia del instante en el marco de una correlación entre subjetividad y acaecimiento del ser, permanece fiel a este principio fenomenológico correlacional. En la medida en que el instante mienta una vivencia que ciertamente puede tener cualquier hombre, pero sólo en cuanto se abra a experimentar el sentido consumado de su propia existencia, y que, por lo tanto, sólo es efectivamente experimentada por individuos específicos que se han resuelto a ello, mi análisis puede ser también calificado como una fenomenología del universal singular.

El método puede ser calificado, además, como hermenéutico; no porque realice la exégesis textual en función de una cierta teoría de la interpretación, sino porque el propio fenómeno, en este caso el instante, requiere, por su modo de darse, en función de la estructura hermenéutica de algo como algo para poner a la luz la plenitud de su significación. Por ello, el análisis fenomenológico se conjuga con una hermenéutica de la facticidad. Finalmente, desde el punto de vista metodológico, quiero insistir en que el texto que presento no es una exegesis de la noción kierkegaardiana de instante ni de existencia auténtica. Ni intento comparar la posición del autor con otras concepciones del fenómeno, como la heideggeriana, a la que a veces acudiré, para, por contraposición, explicitar lo propio de la concepción que el danés tiene del instante. Por el contrario, reitero, mi intención en el presente trabajo es precisamente hermenéutica y fenomenológica, a saber: introducir, a partir de la explicitación de la comprensión kierkegaardiana, los aspectos fundamentales de mi propia descripción fenomenológica de la esencia del instante y las condiciones necesarias para que acaezca y sea experimentado como tal.

De cara a estas precisiones metodológicas cabe preguntarse si, al fin y al cabo, el presente se trata o no de un estudio sobre Kierkegaard. La respuesta es necesariamente ambigua. No, como dijimos, si el lector espera una re-exposición erudita y relativamente completa de la cuestión del instante en la obra del autor. Pero sí en un sentido que estimo más esencial. ¿En cuál? Mi lectura no pretende quedar presa de la mera re-exposición sistemática y objetiva de lo que Kierkegaard verdaderamente quiso decir; actitud que resulta, además, muy cuestionable, dado el carácter asistemático, paradójico, indirecto y en muchos casos contradictorio del filósofo subjetivo por antonomasia. Por el contrario, aquí se trata de procurar apropiarse de la interpelación latente en sus textos y, desde la propia perspectiva, explicitar el significado que ellos tienen para el intérprete como existente concreto y singular. Creo, así, ser fiel a la manifiesta intención kierkegaardiana de conmover al lector y ofrecerle a sus textos lo único que el autor esperó para ellos: “un buen destino, es decir, que se lo apropie significativamente aquel individuo a quien llamo con alegría y agradecimiento mi lector” (Kierkegaard, 2007a: 27).

Determinación formal del instante

El espíritu como síntesis de cuerpo y alma

Para Kierkegaard el hombre es una síntesis de cuerpo y alma puesta por el espíritu. Desde un punto de vista fenomenológico podemos entender por cuerpo el mero cuerpo físico, que funciona de acuerdo con una serie de procesos fisiológicos determinados causalmente. El alma (aunque Kierkegaard no es explícito al respecto) puede ser entendida, desde mi perspectiva y en consonancia con la tradición, como el principio vital. En cuanto tal, mienta el hecho de que, a diferencia de los entes meramente físicos, podemos experimentar nuestro cuerpo como cuerpo viviente, por lo tanto, nos sentimos o experimentamos a nosotros mismos en todas y cada una de nuestras experiencias. Entendida de este modo, el alma implica el conjunto de lo psíquico, esto es, todas nuestras sensaciones, percepciones, voliciones y representaciones, pues a través de ellas nos auto-experimentamos como vivientes.

Ahora bien, el hombre no es simplemente cuerpo, ni simplemente alma, ni la relación entre cuerpo y alma, también propia de los animales, puesto que, por ejemplo, cuando se experimenta dolor físico, hay en el hombre como en el animal una relación entre un proceso físico y su experiencia psíquica. El hombre “es una síntesis de alma y cuerpo constituida por y sustentada en el espíritu” (Kierkegaard, 1994: 75). Pero, entonces, ¿qué es el espíritu y en qué consiste la síntesis? Al comienzo de La enfermedad mortal, en el párrafo con justicia más célebre y citado de toda su obra, escribe el autor danés:

El hombre es espíritu. Mas, ¿qué es el espíritu? El espíritu es el yo. Pero ¿qué es el yo? El yo es una relación que se relaciona consigo misma, o dicho de otra manera: es lo que en la relación hace que ésta se relacione consigo misma. El yo no es la relación, sino el hecho de que la relación se relacione consigo misma. (Kierkegaard, 2008: 33)

Lo que define esencialmente al hombre no es, entonces, ni una cualidad substancial ni la relación de cuerpo y alma, sino el modo en que ejerce o realiza la relación que él es. Ese modo de ejercer su ser -el espíritu- es diferente del modo en que es todo otro ente; y significa que el hombre es una relación que se relaciona consigo misma. El espíritu no es la simple relación entre cuerpo y alma, sino aquella condición esencial por la cual el hombre se relaciona con la relación (cuerpo-alma) que él es y, haciéndolo, pone en una determinada conexión o conjunción al cuerpo con el alma. Acertadamente señala Arne Grøn que “el espíritu no es un nuevo momento al lado de los otros dos, sino lo que vincula los momentos en la síntesis” (1999: 23). El espíritu no es, pues, una tercera substancia, sino la ejecución misma del vínculo. ¿Y cómo vincula el espíritu cuerpo y alma? Pues, precisamente, “los momentos son vinculados por el hecho de que el individuo se relaciona a sí mismo como alma y como cuerpo” (Grøn, 1999: 23). Hacer efectiva esta relación es la tarea propia que el espíritu es, pues la síntesis no es algo dado, sino que debe ser realizada. Concebido como ser espiritual, esto es, como un ser a cuya existencia le está asignada la tarea de realizar la relación en sí misma, el hombre es un ser libre, que, en virtud de la relación que mantiene con la relación que él es, se elige y se hace en cada caso como el sí mismo particular y único que siempre está en trance de ser.2 El hombre es, espíritu; y como tal es libre. Pero, ¿cómo puede ponerse el espíritu y, consecuentemente, la libertad en un mundo regido por la causalidad y la determinación? Continúa Kierkegaard:

Una relación que se relaciona consigo misma -es decir, un yo- tiene que haberse puesto a sí misma, o haber sido puesta por otro. Si […] ha sido puesta por otro, entonces la relación es lo tercero; pero esta relación, esto tercero, es por su parte una relación que a pesar de todo se relaciona con lo que ha puesto la relación entera. (Kierkegaard, 2008: 33)

Éste es el famoso supuesto teológico de la definición kierkegaardiana de espíritu. Sin embargo, tal supuesto puede ser reinterpretado en clave fenomenológica. Para ello habría que partir de la pregunta por el origen del espíritu. El hombre no puede serlo, porque él ya siempre se encuentra dado a sí mismo como espíritu. Él no puede ni crear ni evitar su espíritu. Lo padece. Ahora bien, tampoco pudimos haber sido puestos como espíritus por ningún otro ente natural, porque el conjunto de los entes (ontos) determinados por las leyes de la naturaleza (logos) son, pero no se relacionan con su propio ser. En el orden del ser comprendido por el logos -el ontológico- no emerge el espíritu. En consecuencia tampoco lo hace en el del tiempo, porque el tiempo no es sino la sucesión infinita del ser y sus transformaciones regidas por la necesidad natural. Si esto es así, entonces el factum del espíritu da testimonio en el orden del ser y del tiempo aquel “poder” (Kierkegaard, 2008: 34) otro respecto del ser y del tiempo que ha creado el hombre como el ser libre que es. Es un poder, pues pudo poner al hombre como espíritu, pero, más allá de reconocerlo como un poder ab-soluto, que se absuelve de los condicionamientos imperantes en el orden del ser y del tiempo, el hombre no puede determinar qué es ese poder. Pero que dicho poder no sea determinable no significa que no nos relacionemos con aquello que ha puesto la entera relación a sí misma que somos. Esto ocurre, por excelencia, en cuanto nosotros mismos asumimos nuestra condición espiritual. Precisamente en esa asunción está el origen del instante.

El instante como síntesis de temporalidad y eternidad

El hombre no es sólo la síntesis de cuerpo y alma, sino que en él acontece, además, la síntesis de lo temporal y lo eterno. Esta síntesis, dice Haufniensis, “no es una segunda síntesis, sino la expresión de aquella primera según la cual el hombre es una síntesis de alma y cuerpo, sustentada por el espíritu” (Kierkegaard, 1994: 94). ¿Qué significa que esta segunda síntesis es la expresión de la primera? Por lo pronto, indica que no son de dos síntesis distintas y superpuestas, por cuya relación habría luego que preguntarse; tampoco meramente de una segunda formulación de la primera, que no implicase respecto de ésta nada nuevo. Que la síntesis de temporalidad y eternidad es la expresión de la primera síntesis significa, considero, que ella explicita lo que la primera determinación sintética refiere,3 es decir, lo propiamente sintetizado en la síntesis. En efecto, cuando el espíritu se vincula con la relación entre cuerpo y alma, entonces lo eterno -el espíritu en tanto libertad que no puede surgir de la necesidad imperante en el orden del tiempo-4 se sintetiza con lo temporal -la relación entre el alma y el cuerpo- para determinar, en cada caso, la existencia del hombre singular.

Ahora bien, esta síntesis entre lo temporal y lo eterno, obrada por el espíritu, ocurre en el instante. “Tan pronto como es puesto el espíritu, existe el instante” (Kierkegaard, 1994: 94). Y con él, el presente, la temporalidad y la historia. En efecto, el instante es el presente, porque él es el momento en que la subjetividad deja de ser pura posibilidad, se asume a sí misma y comienza a ser, efectivamente, el sí mismo que ella ha elegido ser. Ese comienzo efectivo del sujeto consigo mismo introduce en el curso indiferenciado y homogéneo del tiempo -en “la sucesión infinita” (Kierkegaard, 1994: 79)- un ahora presente, cualitativamente distinto de todos los otros momentos de la sucesión natural ¿En qué radica esa diferencia cualitativa? En que los demás momentos sólo pasan, sin que nadie advierta su pasar como tal, y sin que, por tanto, pueda reconocerse en ellos pasado, presente ni futuro. Por el contrario, el instante en el que el sujeto decide su ser es aquel donde se vuelve enteramente presente ante sí mismo y en esa misma medida, constituye un punto de referencia o anclaje, que se eleva sobre la sucesión y divide el indiferenciado paso del tiempo, haciendo surgir las dimensiones de pasado y futuro, que lo son por referencia a ese instante presente. Desde entonces queda instaurado también el concepto de la temporalidad, esto es, del paso del tiempo experimentado como tal por el hombre, y dimensionado extáticamente en pasado, presente y futuro, a partir del ahora en que el sujeto se determina y está presente a sí mismo. Junto con la temporalidad, surge también la historia. Gracias al instante el sujeto tiene una historia, porque a partir de la decisión, en virtud de la cual, él determina quién ha de ser esencialmente a lo largo de su vida, ésta ya no es una dispersión de momentos inconexos, sino una red continua de relaciones tejida por la referencia a sí mismo de todas ellas. En este sentido, puede decirse que “el sujeto existente debe fundar a cada instante su identidad a través de la elaboración de una continuidad histórica en su proceso de devenir sí mismo” (Pieper, 2014: 54). Esta continuidad se conquista en el instante, porque la decisión del espíritu, no es la consecuencia necesaria del momento anterior, sino la irrupción de un salto hacia el futuro. “El salto [afirma Kierkegaard] es la categoría de la decisión” (1976: 91). Pero en la medida en que la decisión originaria no ocurre de una vez y para siempre, sino que debe ser una y otra vez reiterada, el devenir sí mismo acontece en diversos instantes a lo largo del tiempo.

El instante acontece, pues, como aquel ahora en que el sujeto realiza su libertad en tanto espíritu y se decide a sí mismo. Por esa decisión, él se vuelve ahora enteramente presente a sí mismo y en consecuencia, establece el punto fontanal de la temporalidad y de su historia. Concebido así el instante no es una determinación del tiempo, cuya única determinación es pasar, y que, por tanto, no reconoce presente alguno. Tampoco de la eternidad, pues lo eterno es puro presente que contiene dentro de sí todo el tiempo y, por lo tanto, en él “no cabe encontrar la distinción de lo pasado y lo futuro” (Kierkegaard, 1994: 80), posibilitada por el instante. Él no es ni tiempo ni eternidad, sino la determinación por excelencia del encuentro entre ambos. Por ello, en otro célebre pasaje escribe el autor:

El instante es aquello ambiguo en que entran en contacto el tiempo y la eternidad, contacto con el cual queda puesto el concepto de la temporalidad, en la que el tiempo desgarra continuamente la eternidad y la eternidad traspasa continuamente el tiempo. (Kierkegaard, 1994: 82)

En el instante se tocan algo eterno -el espíritu como libertad- y algo temporal -el devenir del mundo-. La libertad es lo eterno, no porque cada acto libre sea eterno, pues patentemente todo acto es finito y está destinado a perecer. La libertad es eterna en tanto libertad, es decir, en tanto poder dado al hombre que renace una y otra vez en él, y que lo hace siempre, como la misma facultad de poder determinarse a sí mismo, aun cuando cómo haya de determinarse no sea siempre lo mismo ni esa determinación concreta sea, por cierto, eterna. En el instante, entonces, algo eterno, el espíritu como libertad, está siempre enteramente presente a sí mismo, sin que su hacerse presente sea consecuencia de la sucesión. Por eso dice Haufniensis que “lo eterno es [...] lo presente”; y agrega inmediatamente que “se piensa lo eterno, lo presente, como la sucesión superada” (Kierkegaard, 1994: 80). Lo temporal es el devenir del mundo, esto es, el conjunto de lo finito, que, en tanto finito, pasa y se transforma; y cuyo pasar está determinado por las leyes de la naturaleza. En el instante en que el sujeto se determina a sí mismo, entran en contacto esto temporal y aquello eterno. El contacto implica, por un lado, que lo temporal sea atravesado por lo eterno, en cuanto la libertad de una subjetividad, capaz de comenzar consigo misma, traspasa la sucesión natural y pone en ella algo nuevo, a saber, el eterno poder de la subjetividad para determinarse como yo o sí mismo, sin que ese poder dado a la subjetividad surja del mero devenir del mundo, en tanto determinado por las leyes naturales. El contacto implica, por otro lado, que lo eterno sea constantemente desgarrado por el tiempo, porque aquel modo de existencia -donde se concreta la posición del yo o sí mismo, como toda facticidad- es finito, perecedero y sometido al continuo devenir de lo que es. Si no existiera este instante en que entran en contacto lo eterno y lo temporal -si no hubiera en el sentido estricto presente-, entonces “lo eterno surgiría desde atrás como lo pasado” (Kierkegaard, 1994: 83). En efecto, lo eterno no sería sino la determinación ideal y arquetípica, que encontraríamos dada desde siempre, para regir el curso del mundo y determinar por anticipado las figuras que éste habrá de asumir. Sin embargo, “puesto el instante, pero meramente como discrimen, lo eterno es lo futuro” (Kierkegaard, 1994: 83). Desde que está puesto el instante, lo eterno no está dado en el pasado, sino que consiste precisamente en hacer, en el presente, que el sujeto pueda advenir hacia sí mismo. En tanto impulso o conatus que me mueve a advenir hacia mi propio ser, que no está determinado por anticipado, sino que yo mismo tengo que determinar, lo eterno es en el presente del instante, lo futuro. Este futuro, además, “retorna como lo pasado” (Kierkegaard, 1994: 83), puesto que aquello hacia lo que advengo, recupera y proyecta históricamente lo que ya soy. De esta manera, en el instante se congregan los éxtasis de la temporalidad: pasado, presente y futuro.5 Por ello mismo, él representa “la plenitud de los tiempos” (Kierkegaard, 1994: 84). En el marco de esta plenitud, el futuro no es la mera explicitación del pasado; sino que, en tanto advenir, es aquel horizonte que se abre cuando asumo mi propio presente, en virtud del cual cobra sentido mi pasado. Por eso mismo, “el futuro es el todo del cual lo pasado es sólo una parte” (Kierkegaard, 1994: 83). Ahora bien, el instante me mueve ahora a proyectarme hacia un futuro posible, por eso “lo eterno significa en primer término lo futuro” (Kierkegaard, 1994: 83), pero no determina el futuro al que efectivamente advendré, pues éste resultará del interjuego entre la libertad como decisión por una posibilidad y la facticidad del mundo. Por ello mismo, con extremada lucidez, afirma Kierkegaard, apartándose de todo determinismo y de todo idealismo, que “lo futuro es lo incógnito en que lo eterno, que es inconmensurable con el tiempo, quiere mantener, sin embargo, sus relaciones con él” (Kierkegaard, 1994: 83).

Concebido como decisión de sí y, consecuentemente como aquel ahora que contiene dentro de sí la anticipación de un futuro incierto y la recuperación desde el advenir del pasado sido. El instante representa según vimos, la plenitud actual de los tiempos.6 Sin embargo, esta determinación de Haufniensis, aunque certera, es todavía abstracta o puramente formal. ¿Por qué? En primer lugar, no determina cuál es el contenido concreto de esa estructura formal de plenitud, ni qué decisión de la libertad conduce a ella. Si cualquier decisión o determinación de sí puede constituir un instante, incluso aquella en que me decido por cualquier posibilidad finita, entonces la misma idea del instante como decisivo y eterno pierde toda su fuerza. Cualquiera puede ser un instante.

Ciertamente en toda decisión del espíritu la libertad como lo eterno atraviesa el tiempo, pero no toda decisión es una decisión por lo eterno ni permite que la “plenitud del tiempo” -la eternidad- resplandezca en el presente. Para que el instante sea un instante en el sentido propio de la palabra, es decir, para que la decisión lo sea por lo eterno o, mejor aún, para que lo eterno se haga presente en la decisión, ella debe referir al sujeto individual a una instancia incondicional y absoluta. “Este momento de incondicionalidad se muestra en la pasión con la cual el existente aspira a traer a la existencia algo eterno, absoluto junto con su autorrealización” (Pieper, 2014: 55). El instante entonces, para ser concreto, no sólo debe atravesar el tiempo por la eternidad, sino una síntesis tal de tiempo y eternidad que ésta, precisamente por un instante, se vislumbre en el presente como plenitud de los tiempos, en virtud de la realización de la propia subjetividad. La autorrealización de la identidad por sí misma resulta abstracta e insuficiente para determinar el acontecimiento concreto que constituye un instante. Ciertamente todo sujeto debe elegirse y determinarse a sí, en su elección por lo Absoluto o eterno; pero debe elegir lo eterno o Absoluto en su elección de sí.

En segundo lugar, la determinación es formal, porque el instante, tal cual hasta aquí ha sido analizado, pareciera no sólo ser una decisión unilateral del sujeto, sino también una que éste pudiese tomar cuando le plazca. Si así fuera, el instante perdería su seriedad. Pero, de hecho, aquella decisión, en la que el hombre decide cuál es el sentido absoluto de su existencia, no le ocurre a cualquiera en cualquier momento, porque “el instante llega cuando el hombre está ahí, el hombre indicado, el hombre del instante” (Kierkegaard, 2006: 187). Y justamente hasta aquí no ha sido explicitado aquello que posibilita, que propiamente “llegue” el instante, pues éste no es un producto del sujeto,7 sino un “regalo del cielo” (Kierkegaard, 2006: 187). Mientras no se determine la condición de posibilidad del instante, éste no podrá elucidarse en el sentido concreto y consumado del término, manteniéndose en el plano formal de la mera autodecisión.

Determinación concreta del instante

Correlación, acontecimiento y Absoluto

El instante hace posible la temporalidad. Pero no es la temporalidad, sino su plenitud. Y sólo puede serlo cuando en él se concentran y contienen las distintas dimensiones temporales, de modo tal que no hay ni regreso al ayer ni prevención por el mañana, puesto que ambos están en el hoy. Ahora bien, ¿quién existe en el instante y cómo lo hace? En sus discursos edificantes, Kierkegaard, yendo más allá de lo que había establecido Haufniensis, da una respuesta sorprendente: los pájaros, sí, porque allí bajo el cielo, esto es, a la espera confiada de lo que pueda arribar desde lo alto, ellos “viven sin la prevención de la temporalidad, no sabedores del tiempo, en el instante” (Kierkegaard, 2007a: 42). A las aves contrapone Kierkegaard el hombre prevenido, a saber, aquel que se ocupa de controlar el tiempo. Este hombre no vive en el hoy, no conoce el instante. Él se haya, por así decir, distendido en la temporalidad. El pasado no fue su hoy, porque en él llenaba sus graneros para el porvenir; y cuando el porvenir finalmente se hizo presente, tampoco fue su hoy, porque entonces se dispuso para la nueva cosecha “con el fin de volver a tener llenos los graneros para un tiempo futuro” (Kierkegaard, 2007a: 42).

Por más que este hombre sepa quién es y haya decidido darle un sentido a su vida, por más que sea un convencido y consumado agricultor, él no conoce el instante, sino que, demasiado ocupado con el cuidado de sí mismo y de su sustento, vive preso de su temporalidad, postergando constantemente el hoy para mañana y el instante para después. A él, como vimos, se oponen las aves. Ellas no siembran ni cosechan. No poseen nada ni son nadie en la tierra. Viven al sereno, disfrutando hoy el hecho de que el Padre del cielo las alimenta. Las aves, entonces, dan la indicación más clara de aquello en que concretamente consiste el instante, puesto que viven en él. El instante acaece cuando estoy plenamente presente a mí mismo, esto es, cuando el ahora que me toca en suerte está tan lleno de sentido que no tengo literalmente tiempo para recordar el ayer ni prevenir el mañana. El instante es, entonces, aquel hoy o lapso en el que vivencio la plenitud y puedo ser enteramente lo que soy, esto es, desarrollar las posibilidades a plenitud que me son más propias. El instante para el ave es volar. Pero para ello es concomitantemente necesario que lo que es me salga al encuentro, de un modo tal, que me posibilite acceder a mi propia plenitud. Así, para poder volar, el ave necesita un cielo sereno, y encontrar bajo él el indispensable alimento. Sin embargo, esta primera concreción del instante, que no sólo implica al individuo, sino al individuo y al mundo, no es aun suficientemente concreta.

Podríamos, por cierto, preguntarnos: ¿cuándo y cómo acontecen mis posibilidades auténticas y esa realidad que permite que mi hoy concentre todo mi tiempo y que en él pueda ser plenamente quien yo soy? Podríamos decir que si el hoy ocurre cuando soy plenamente quien soy, entonces acceder al instante implica aceptar ser quien en verdad soy. Y soy hombre. Y lo propio del hombre en tanto espíritu es elegirse. Por lo tanto, ese instante concreto que tanto buscamos radicaría en elegirse. ¿No hemos vuelto al mismo punto en que habíamos dejado la cuestión en El concepto de la angustia? No, no lo hemos hecho, porque Kierkegaard aquí introduce una decisión esencial. La elección por la cual elijo ser plenamente quien soy no es equiparable al libre arbitrio que elige entre lo rojo y lo verde, entre ser agricultor o abogado, sino que se trata de “una elección entre Dios y el mundo” (Kierkegaard, 2007A: 72). El hombre sólo puede acceder al hoy -el instante- en el que lo Absoluto y pleno destella en el tiempo, cuando él decide enteramente su ser en pro de lo Absoluto y pleno, esto es, cuando elige a Dios y no al mundo. Elegir al mundo es elegir rojo o verde, ser agricultor o abogado, esto es, elegir cualquiera de las cosas de las que me ocupo en el mundo, incluyendo la realización objetiva de mi propio ser, en cuanto es, como el sustento, objeto de cuidado. Por lo tanto, sólo vive en el instante de plenitud no quien meramente elige o se elige, sino quién hace la elección correcta.

¿En qué consiste la elección correcta? ¿Qué es lo que el hombre tiene que elegir para elegir a Dios y no al mundo? “Tiene que elegir el reino de Dios y su justicia” (Kierkegaard, 2007a: 74). En consecuencia, el hombre sólo elige a Dios, accede a su plenitud y vive en el instante cuando primero elige el reino de Dios y su justicia. ¿Pero qué sentido puede tener esta determinación de la elección correcta para una perspectiva fenomenológica? Dicho de otro modo, ¿qué es lo que habrá de entenderse por reino de Dios de modo no necesariamente confesional? Kierkegaard, para responder esta última pregunta, da dos indicaciones esenciales. Dice: “Buscad primero el reino de Dios - que está allá arriba en el cielo” (2007a: 75, cursivas en el original). Y agrega: “Buscad primero el reino de Dios - que está dentro de vosotros” (2007a: 75, cursivas en el original). El reino de Dios, por lo tanto, no está ni dentro del hombre, ni fuera de él, sino que está al mismo tiempo tanto fuera del hombre, en el cielo que cobija todas las cosas y bajo el cual vuela el pájaro, crece el lirio, y habita en el hombre, cuanto dentro de sí mismo, en el espíritu que le ha sido dado y que le permite hacer la elección. Por ello mismo no elige el reino de Dios quien meramente elige algo exterior, algo dado bajo el cielo, pero no se elige a sí mismo; ni tampoco elige el reino quien se elige a sí mismo, pero no elige el cielo que cubre a todas las criaturas de la tierra.

El hombre que quiere acceder al instante, a lo eterno en el presente, debe elegir el reino de Dios, y debe hacerlo lo primero, esto es, antes de cualquier otro cuidado. En efecto, quien de verdaderamente elige el reino de Dios, lo elige siempre primero, porque literalmente ni siquiera “hay tiempo para ahorrar un maravedí de antemano” (Kierkegaard, 2007a: 75), puesto que, cuando elige el reino, todo su tiempo se concentra en el instante de la elección. Y quien elige el reino de Dios primero, ni se elige a sí ni elige algo externo del mundo, sino a sí mismo y al cielo que cubre el mundo, porque el reino de Dios está en el cielo y dentro de nosotros.

¿Pero qué significa, entonces, elegir el reino de Dios que está tanto en el cielo como adentro nuestro? Kierkegaard -recordemos la cita- había dado otra indicación decisiva: de lo que se trata es de elegir el reino de Dios y su justicia. “Con la última palabra se describe la primera, “pues el reino de Dios es justicia” (2007a: 76). Ahora sí podemos determinar concretamente en qué consiste la elección que hace surgir el instante: radica en elegir el reino de Dios y su justicia; la cual -no es una propiedad del reino, sino el reino mismo- es ser de un modo tal en el mundo que llegue a ocupar el sitio correcto para mí en él. “Tú permaneces en el sitio, en el sitio donde estás y que te ha sido destinado, cualquier búsqueda lejos de este sitio es ya una injusticia” (2007a: 77). Que ocupo el sitio correcto que me ha sido destinado y que hacerlo implique “justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo” (2007: 76) no puede significar, para una perspectiva no confesional (pero no necesariamente anti ni pro-confesional), sino una correlación. Tal correlación se juega entre dos polos: el del hombre y el del todo del ser que me es dado o, dicho de otro modo, entre el espíritu y el cielo, puesto que en ambos se halla el reino de Dios, que es justicia. Vista desde el “polo del espíritu” la correlación podría describirse diciendo que la justicia radica en ser de un modo tal que, por elegirme de ese modo, no sólo yo realizo mis posibilidades, sino que el conjunto de lo que es y se articula en torno mío -mi sitio o situación- puede acceder a su propia plenitud y a la mayor armonía posible. Para comprender en su integridad el instante es necesario que la correlación sea considerada concomitantemente desde su otro polo, a saber, el del cielo y de todo aquello que él cubre. Vista desde el “polo del cielo”, la correlación podría describirse diciendo que, la justicia radica en que el conjunto de lo que es y se articula en torno mío -mi sitio o situación- me salga al encuentro de un modo tal que por obra de ese salirme al encuentro no sólo lo que es deja ver la armonía latente y posible para esa situación, sino que me lleva a mí mismo a mi propia plenitud. Cuando ocurre esta correlación entre el ser en su fenomenalidad y el existente individual,8 entonces parece detenerse el tiempo y acontecer el instante, pues precisamente, por un instante brilla un reflejo de eternidad -la armonía consumada de todo lo que es, del cielo y del espíritu- en el tiempo. Un ejemplo de esta correlación, a primera vista tan excepcional, podemos nuevamente pedírselo al pájaro, puesto que él, como bien afirma Kierkegaard, vive en el instante. Cuando las alas del pájaro se despliegan en el cielo límpido y luminoso de la mañana, entonces, por un instante, todo es como debería ser: el cielo se vuelve más bello y es plenamente cielo surcado por el pájaro; éste luce más hermoso y es plenamente él cuando recorre el cielo. He aquí, precisa y concretamente, el instante.

He descrito el instante concreto como una correlación entre el conjunto de lo que es y el modo en que un existente determinado y singular realiza su ser en relación con aquello que es y se articula en torno de él.9 Más precisamente, lo he descrito como aquella correlación que lleva a ambos a la plenitud. Ahora bien, una situación donde todos y cada uno de los seres alcanzan correlativa y armónicamente la consumación de sus posibilidades de ser, sean éstas las que fuesen, sin que puedan advenir ya a nada, porque ahora lo son todo -esta suerte de presente pleno en la que no es posible sin merma de sentido ninguna alteración, esta verdadera plenitud de los tiempos- no es ni más ni menos que lo Absoluto o lo eterno como consumación del tiempo. Por ello, quien se decide a buscar el reino de Dios y, así, hacer acaecer en el instante lo eterno en el tiempo, no toma cualquier decisión, sino que, como decía antes, refiere su subjetividad individual a una instancia incondicional y absoluta. Pero lo Absoluto, obviamente, no es un estado que se pueda alcanzar en el orden de la temporalidad finita. No siempre amanece límpido el cielo matutino. No siempre el pájaro tiene fuerzas para volar.

Lo Absoluto sólo puede dejarse vislumbrar en el lapso, más o menos breve, de un acontecimiento que se in-stancia en la realidad de un modo tal que su acontecer mismo me señala lo Absoluto. Justamente por ello el instante, aunque implica una decisión, es más que una decisión cualquiera: es en la que me comprometo en un todo con ese sentido absoluto e incondicional que yo no determino a placer, sino que asumo como mío, y que me sale al encuentro a través de un cierto acontecimiento que me lo señala. De allí que usualmente vinculemos el instante decisivo con un suceso, con algo que hemos visto o nos ha pasado y determina decisivamente nuestras vidas, en tanto en cuanto hemos atisbado o vislumbrado en él o gracias a él un sentido absoluto o incondicional para ellas. “Que algo visto [...] deje una impresión determinante y decisiva reside en el hecho de que lo visto oculta algo que concierne profundamente al que ve” (Glöckner, 1998: 191). Esto que me concierne profundamente es lo Absoluto a lo que el acontecimiento me refiere. Y puede referirme a ello de múltiples maneras, por ellos son múltiples también los acontecimientos que instauran un instante. Puede referirme a o señalarme lo Absoluto por contraposición, por ello, incluso, un acontecimiento negativo puede ser ocasión del instante en que vislumbre lo Absoluto que constituye su antípoda. Puede también hacerlo porque se trata de un acontecimiento consumado, a través del cual se atisba la armonía de todo lo que es. Por ello, la visión de una obra de arte o de un paisaje natural puede constituir también un instante.

Lo esencial aquí es que la correlación en la que lo Absoluto consiste es señalada o vislumbrada en o a través de un acontecimiento, que, por eso mismo, me determina decisivamente, es decir, lo hace de una manera tal que mi existencia entera deviene una repetida búsqueda de ese sentido Absoluto, que resplandece por un instante en el acontecimiento. De allí que el acontecimiento sea la sede de la correlación: el lugar en que se encuentran y vinculan conjuntamente de tal modo la realidad que me sale al encuentro y el modo en que, a partir de ella, asumo mi existencia, que ese encuentro produce en mí el vislumbre de un sentido Absoluto (del reino y su justicia) en el tiempo finito. De allí también que la existencia auténtica pueda pensarse como una búsqueda de repetir el instante: como una repetición. Pero no del acontecimiento en que lo Absoluto se dejó vislumbrar; lo cual, dada la singularidad de cada acontecimiento, es imposible, sino como una repetida búsqueda de lo Absoluto en todos y cada uno de los acontecimientos que tejen la vida.

Instante y repetición

El final del apartado anterior enfrentaba la cuestión de la relación existente entre instante y repetición. Para comprender más claramente esta conexión hay que tener en cuenta que el fenómeno del instante hace posible el surgimiento de la historicidad existencial. Dicho de otro modo: gracias al instante el sujeto tiene una historia. En efecto, en el instante la subjetividad experimenta o, como veremos con detalle, vislumbra con lucidez, ahora cómo ha de ser su vida para que tanto él como la realidad que le sale al encuentro lleguen a la mayor plenitud de sus posibilidades; y lo hagan precisamente gracias al modo en que él realiza las relaciones de ser que lo vinculan con esa realidad. A partir de la decisión por dicha plenitud, vislumbrada en el instante, el sujeto, en ese mismo instante, determina el sentido fundamental que tiene el conjunto de su existir. Desde el ahora, en el que ha tomado esta decisión, su existencia ya no es una serie sucesiva de momentos inconexos, sino una red continua de relaciones, tejida por la referencia de todas ellas al sí mismo que ha decidido ser y al instante en que ha decidido serlo.

En este sentido, el sujeto existente debe re-fundar a cada instante su identidad; a través de la elaboración de una continuidad histórica, en su proceso de devenir sí mismo. Ciertamente esta continuidad se conquista en el instante en el que el sujeto ha vislumbrado el sentido de su existencia y ha decidido ser sí mismo. Pero en la medida en que la decisión originaria no ocurre de una vez y para siempre, sino que debe ser una y otra vez reapropiada o refundada, el devenir sí mismo (es decir, realizar aquel sentido fundamental de mi existencia por la cual el conjunto de la realidad que me rodea, resulta significativo para desarrollar la plenitud de mis posibilidades de ser y, correlativamente, mi ser resulta significativo para que el conjunto de lo que es realice las suyas) acontece en diversos instantes presentes a lo largo del tiempo: tiene una historia.10

¿En qué medida es el instante, concebido por Kierkegaard como cruce de tiempo y eternidad, la temporalidad de la repetición? Desde el principio de su libro dedicado a la repetición, Kierkegaard distingue este fenómeno del recuerdo o anámnesis (1984: 7), pues el eje a partir del cual piensa el tiempo, la anámnesis griega, es la reiteración de una eternidad dada en el pasado, mientras que la repetición experimenta el modo en que lo eterno o Absoluto determina ahora el sentido de mi entera historicidad y, en tanto tal, vuelve nuevo a lo sido. Igualmente distingue la repetición de la esperanza (Kierkegaard, 1984: 7-8). Ésta vive del futuro, así como el recuerdo lo hace del pasado. Se trata de un futuro que, al igual que un vestido nuevo que nunca hemos llevado puesto, no se sabe cómo habrá de calzarnos. Por ello mismo, no podríamos querer volver a ponérnoslo. La repetición no repite, entonces, tampoco lo futuro, porque obviamente no sabemos cómo será ni, por ende, si tenga sentido querer repetirlo. Antes bien, la repetición vuelve ahora, en el momento de su efectivo acaecimiento, nuevo lo pasado: reactualiza en un nuevo instante y de un modo nuevo, aquel sentido fundamental de mí mismo experimentado en un instante ya pasado y, de tal suerte, me coloca ante o sobre el camino a recorrer en el futuro. Su tiempo, por tanto, es el presente. Ella acontece en el instante. Kierkegaard lo afirma expresamente: “[La repetición] no tiene la inquietud de la esperanza, ni el angustiante carácter de aventura del descubrimiento, pero tampoco la melancolía del recuerdo, ella tiene la bienaventurada seguridad del instante” (Kierkegaard, 1984: 7). Más aún: la repetición es la que hace surgir una y otra vez el instante en el decurso sucesivo de la realidad. En efecto, cada vez que el hombre obra la repetición, es decir, la experimenta, en correlación con la realidad que le sale al encuentro, el sentido (significatividad) fundamental de su existencia y se decide por él, pone lo eterno, su propio y auténtico espíritu, en el tiempo y, haciéndolo, hace acontecer un nuevo presente o presente ab-soluto (el instante) desde el cual lo pasado es extáticamente experimentado no como meramente sido, sino como efectivamente pasado,11 y lo futuro, no como algo incierto que puede ocurrir o no; sino como las posibilidades fácticas a las que efectiva y conscientemente ad-viene el existente. Puede decirse que el instante es el acontecimiento en que una y otra vez se cruzan y se compenetran el movimiento subjetivo de la repetición, que quiere recobrar lo eterno, y aquella realidad efectiva en la que lo Absoluto o Eterno, que me llama a ser yo mismo, para, siéndolo, plenificar lo que es, se deja vislumbrar y, en esa misma medida, se hace carne y vuelve tiempo.

Lucidez

No basta con que el ser a través del acontecimiento me brinde la posibilidad de vislumbrar lo Absoluto, sino que debo asumir de cierto modo el acontecimiento, para que él efectivamente se convierta en instante, en ocasión de lo Absoluto en el tiempo. Sin embargo, para ello es imprescindible que reconozca que el instante ha llegado, que ese es el acontecimiento que me pone de cara a lo Absoluto. Pero, ¿cómo lo hago? Para reconocer que el instante ha llegado, es menester sabiduría. ¿En qué consiste tal sabiduría? Otra vez Kierkegaard da la indicación decisiva. La sabiduría puede sintetizarse en tres palabras: silencio, obediencia, alegría.

Para reconocer la llegada del instante es preciso ante todo, silencio. Deben “enmudecer los muchos pensamientos del anhelo y del ansia” (Kierkegaard, 2007a: 165). Debe, por un instante, ponerse fin al continuo afán de los trabajos y de los días, pues en este callar “está el comienzo que consiste en buscar primeramente el reino de Dios” (Kierkegaard, 2007a: 165). ¿Y por qué lo está? Porque quien calla se convierte en oyente, y sólo el que oye puede estar atento a la llegada del instante. Sólo el orante que reza la oración del silencio puede escuchar a Dios. Sólo quien calla oye el fino acorde de todas las cosas. Quizás en el primer momento no pueda oírlo, pero si permanece en silencio escuchará la armonía en el rumor incesante del mar, en el susurro fascinador del bosque, en el silencio impertérrito del monte. Sabrá, entonces, “como todas las cosas ocurren a su debido tiempo” y, cual “pájaro que calla y aguarda” (Kierkegaard, 2007a: 166 y 167), esperará a que llegue su instante. En cambio, si no puede callarse, “es muy raro el caso de que un hombre llegue a comprender debidamente la presencia del instante y que, en consecuencia, lo aproveche debidamente” (2007a: 168). Pues el instante no llega a bombo batiente, no se hace anunciar por ningún mensajero, es decir, no se lo puede identificar de antemano, sino que acontece. Él se aproxima “con el ágil paso de lo repentino, viene a hurtadillas” (2007a: 168). Por desgracia la inmensa mayoría de los hombres no se percatan del instante del que todo depende. Para ellos lo eterno y lo temporal siempre andan por caminos alejados. “Y ¿por qué? Porque no fueron capaces de callarse” (2007a: 168).

Para reconocer la llegada del instante se precisa, también, obediencia. El susurro del bosque, el rumor del mar, el silencio del cerro -todo aquello en lo que escuchamos la armonía y que nos hace atisbar la llegada sigilosa del instante- no se produce por nuestra voluntad. Por eso mismo debemos aguardar obedientes a que el instante ocurra y aceptar que ocurra del modo en que ocurre, y no del modo en que se nos ocurra.12 No somos nosotros, es la realidad, a través de la cual se manifiesta la voluntad divina, es decir, mediante la cual el ser se da tal como efectivamente lo hace, quien nos ofrece el acontecimiento que ocasiona el instante. Obedecer es tanto como esperar que el instante por sí mismo ocurra, en vez de forzarlo, pues, forzándolo, tal vez estemos dejando pasar el tiempo en el que él llega. Vivir en el instante es, pues, elegir, obedientes, el sitio que Dios nos ofrece en su reino, no cometer el inconmensurable desatino de creer que “está en mi poder el determinar el lugar y las circunstancias” (Kierkegaard, 2007a: 180). Obedecer es, de acuerdo con ello, ser aquello que puedo ser y que el conjunto de lo que es reclama que sea, para poder, así, ocupar el lugar y las circunstancias que me corresponden en el reino. Sólo quien obedece tiene ánimos suficientes para acoger el instante en el que se le revele ese sitio, porque el instante puede quizá ser amargo, puede quizá ser terrible. Obediente en este sentido es también el pájaro. Cuando se presenta el instante de emigrar, por más seguro y confortado que se halle en el lugar en el que está, emprende el incierto viaje, pues “gracias a la obediencia absoluta sólo entiende una cosa, pero la entiende de modo absoluto: que ése es absolutamente el instante” (Kierkegaard, 2007a: 182).

El signo de que el instante ha llegado, es finalmente la alegría, pero ¿qué es? Kierkegaard responde: “La alegría es ser de verdad actual a uno mismo; pero serse verdaderamente actual a uno mismo equivale a este hoy, a este estar al día, ser de verdad al día. [...] La alegría es el tiempo presente, poniendo todo el acento en eso del tiempo presente” (2007a: 192). Si esto es así, si la alegría es aquel maravilloso estado del alma en el cual experimento que ahora todo es para mí como debería ser y yo mismo soy para todo tal cual debería ser, si la alegría es, como sintetiza la genial pluma de Kierkegaard, “ser de verdad actual a mí mismo”, entonces la alegría es el signo inequívoco de haber encontrado el instante. En efecto, no otra cosa es el instante que ser enteramente actual a mí mismo y encontrar concentradas y concretadas de tal suerte en el presente las dimensiones temporales, que no necesito prevenirme ante el mañana incierto ni atormentarme por el ayer desdichado, pues el entero sentido de mi existencia está aquí hoy. Por ello mismo, el lirio y el pájaro son la alegría en persona, porque, libres de toda angustia por lo que ha de venir y de toda melancolía por lo que ya se fue, despliegan hoy, en silencio y obediencia, el ser que les es propio: vuelan o se mecen en la brisa, y, haciéndolo, embellecen campos y cielo. Pero se preguntará con razón el hombre prevenido “¿cómo es posible ser al día, es decir, estar absolutamente alegres hoy, habiendo por delante un tan pavoroso mañana?” (2007a: 194). ¿Cómo es posible que esta plenitud que ahora vislumbro, no se desvanezca como una sombra, si como sombra de sí mismo termina todo lo que es? Responde Kierkegaard sin titubeos: “Arrojad todos vuestros cuidado sobre Dios” (2007a: 194), o, lo que es lo mismo, “tened fe”.

No basta, con reconocer que el instante ha llegado. Es también menester tener fe. No una fe ciega, que, además, según algunas interpretaciones parciales de Kierkegaard, debiera ser irracional y absurda, ya sea en el Crucificado o en cualquier otra revelación positiva. No una fe soberbia e intolerante. No una adherencia obtusa al dogma que fuese. Se trata tan sólo de aquella fe humilde, pero sustentada en la sabiduría que proporcionan silencio, obediencia y alegría. En que el Absoluto entrevisto es más que una centella destinada a extinguirse. Una confianza irrenunciable, en que todo y también mi existencia tiene un sentido Absoluto, que al menos he podido vislumbrar por un instante. Fe en que ese vislumbre, lo es en verdad de una eternidad anticipada en el tiempo, a pesar de la implacable amenaza de la finitud y del inminente mañana pavoroso. Mientras vivo, vivo en contradicción. Por un lado tengo la aspiración a lo Absoluto y eterno que destella en el instante. Por el otro la multiplicidad de la existencia finita, cuyo sentido último el hombre no puede penetrar, “pues entonces él debiera ser omnisciente” (Kierkegaard, 2013: 407). ¿Cómo tender un puente entre las dos orillas de este abismo? “El nexo de unión es precisamente la fe” (Kierkegaard, 2013: 407). La conjunción de esta fe con aquella sabiduría configura la lucidez que le permite al hombre, no sólo reconocer el instante, sino aventurarse de manera confiada a él y aprovecharlo, así, al máximo, cuando finalmente se hace presente. Con el espíritu preñado de fe y sabiduría, el hombre del instante vislumbrará hoy cuál es el sentido de ésta, su existencia en el mundo, y quedará, entonces, libre de la angustia que implica no saber quién se es. Este hombre del instante es precisamente aquel del que se dice, en La enfermedad mortal, que ha superado la desesperación. Ahora está en relación consigo mismo y queriendo ser el sí mismo que verdaderamente es, “se apoya lúcido en el Poder que lo fundamenta” (Kierkegaard, 2008: 168). Bien-aventurado sea.

Bibliografía

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1No quiero decir con esto que no sea legítimo y fructífero, para un análisis integral del fenómeno, tratar el tema en clave teológico-cristológica. En este sentido, resulta ejemplar el sucinto, pero profundo, estudio de la paradoja implícita en el instante de la encarnación de Dios en Cristo que realiza Werner Beierwaltes (Beierwaltes, 1966-1967: 280-283).

2Esta definición de espíritu como yo o sí mismo evita que se determine lo propio del hombre por un concepto supraindividual. “El espíritu no es algo general supraindividual, en lo cual el hombre particular meramente participa, sino que el espíritu existe (en todo caso así lo hace en el humano) sólo como ipseidad. El espíritu es el ser sí mismo del hombre respectivamente particular […], pues en el caso del hombre sólo se da el espíritu en tanto asumido por el sí mismo, vuelto su propia ipseidad” (Ringleben, 1995: 51).

3En este sentido concuerdo con Arne Grøn cuando afirma: “La segunda síntesis —el ser humano como síntesis de lo temporal y de lo eterno— es aquello de lo que trata la primera síntesis” (Grøn, 2001: 137).

4Coincido también con Rafael García Pavón cuando afirma: “Lo eterno para Kierkegaard es el espíritu, y el espíritu es libertad, la cual [...] hace posible que la relación natural del hombre se relacione consigo misma” (García Pavón, 2009: 282).

5En este sentido y con plena razón Gerhard Thonhauser ha observado que “la concepción [kierkegaardiana] del instante como decisión de la eternidad no contradice la comprensión [heideggeriana] del instante como éxtasis de la temporalidad, sino que en Haufniensis esta relación a la eternidad precisamente quiere fundar la estructura de la temporalidad extática” (Thonhauser, 2011: 150).

6De allí que Kierkegaard rescate el valor figurativo de la expresión danesa para instante, “oeieblik”, que significa literalmente “golpe de vista” o “vistazo”. El “golpe de vista” es aquel acontecimiento, que puede durar más o menos tiempo cronológico, en el que nos separamos por un lapso definido de la sucesión y podemos otear la totalidad. En efecto, en el golpe de vista avistamos no sólo el presente, sino la plenitud del tiempo, esto es, las dimensiones extáticas a las que ese presente me refiere. Por ello mismo puede decir Haufniensis (Kierkegaard, 1994: 81) que Ingeborg, cuando mira a Frithjof por encima del mar, representa un buen ejemplo de lo que la palabra figurada significa, pues en esa mirada ella ve o “se proyecta hacia” el sentido integral del conjunto de su devenir en el tiempo.

7En consonancia con esta idea kierkegaardiana de que el instante “le llega” al sujeto, me opongo a interpretaciones de corte idealista o hegeliano del fenómeno como un mero producto de la subjetividad. En esta línea afirma María José Binetti: “El instante existencial, emulando el presente conceptual de Hegel, se afirma como la experiencia autoconsciente de la libertad subjetiva, producida en la praxis perfecta de una identidad absoluta, es decir, de un ser en sí, por sí y para sí, capaz de igualar toda diferencia, en la asimilación de sujeto y objeto, mundo y yo, tiempo y eternidad” (2004: 72). Si fuera así, no se comprendería por qué Kierkegaard insiste en que el instante “es un regalo del cielo”. Si el sentido consumado del instante radicase en la realización libre y autoconsciente de la identidad absoluta de la subjetividad, entonces (y más allá de que, para Kierkegaard, como todo el tratado de la desesperación reiteradamente explica, la subjetividad no puede realizar por sí misma lo Absoluto que anhela) se plantea el problema del instante cristológico. En efecto, si el instante es la mera experiencia autoconsciente de la identidad subjetiva, en la que se anula la diferencia entre tiempo y eternidad, entonces no está vinculado a ningún acontecimiento histórico concreto. Por lo tanto no se vería por qué el acaecimiento de lo eterno en el tiempo, pero no en la auto-experiencia de una conciencia ideal dueña de una identidad absoluta, sino en Cristo, es, para Kierkegaard, el paradigma del instante. Acerca de que el instante lo es de un ser “en sí, por sí y para sí” cfr. nota 9 in fine.

8Dorothee Glöckner ha destacado el carácter estrictamente individual y no generalizable ni conceptualizable de esta correlación. La misma realidad, por consumada que ella parezca, no es para todo individuo ocasión de experimentar el instante. “Hay que hacer notar, que de una cantidad de individuos que han visto lo mismo, sólo una selección vivencian como determinante y decisivo esta visión. Es decir, es el instante (Augen-blick) [golpe de vista] lo que deviene determinante y decisivo y no lo visto por sí mismo” (1998: 191).

9Para Kierkegaard la plenitud de la determinación concreta de sí mismo no es cuestión tan sólo de una decisión de una subjetividad absoluta, sino de una correlación entre la subjetividad y el modo en que se le da el mundo, esto se evidencia, por ejemplo, en pasajes como éste: “Al moverse hacia sí mismo, [el individuo] no puede relacionarse de manera negativa con su entorno, pues entonces su sí mismo sería y llegaría a ser una abstracción; es preciso que su sí mismo se abra en pos de su concreción total, pero esa concreción involucra también aquellos factores orientados a intervenir de modo efectivo en el mundo. Así, pues, el suyo es un movimiento a partir de sí mismo hacia sí mismo a través del mundo” (Kierkegaard, 2007b: 244).

10Es posible cotejar esta comprensión kierkegaardiana del instante con la explicitación heideggeriana de la primera epístola de San Pablo a los Tesalonicenses; más precisamente, con la explicitación de la declaración de Pablo según la cual los cristianos de Tesalonica “han llegado a ser imitadores nuestros y del Señor, abrazando la palabra con gozo del Espíritu Santo en medio de muchas tribulaciones” (1 Tes. 1.6). Para Heidegger este “haber llegado a ser” (Gewordensein) fácticamente cristiano “no es un acontecimiento cualquiera en la vida, sino que es constantemente co-experimentado y, por cierto, de modo tal que el ser actual de los Tesalonicenses es su haber llegado a ser” (Heidegger, 1995: 94). En tal sentido, el “haber llegado a ser” de los Tesalonicenses es un ejemplo de instante susceptible de ser repetido y fundar su propia historia, a saber: aquel en que lo acogido, el cómo de la actitud cristiana, “refiere el cómo del comportarse en la vida fáctica” (Heidegger, 1995: 95). Sin embargo, como veremos a continuación, hay una importante diferencia en el modo en que ambos autores piensan la temporalidad de la repetición. Heidegger, de acuerdo con su concepción en Ser y tiempo, piensa la repetición de ese instante de “haber llegado a ser” como un re-iterar en el presente lo ya sido: “Su haber llegado a ser es su ahora actual” (Heidegger, 1995: 94). El énfasis está en el reiterar ahora el pasado sido del “haber llegado a ser” cristianos desde el futuro de la parusía a la que los cristianos están orientados. La repetición en Kierkegaard, en cambio, no lo es necesariamente de un pasado que vuelve una y otra a vez a re-cursarse y recuperarse en la realidad efectiva, de modo tal que resulta determinante para esta realidad presente. La repetición, recordemos, ocurre en el instante; y este es presente por antonomasia. En consecuencia, la repetición, en su sentido trascendental, no lo es de una decisión pasada, sino la instauración actual de un sentido originario que articula el conjunto de mi existencia y me permite volver a comenzar conmigo mismo. Justamente por eso, a partir de ella, el pasado mismo puede ser reactualizado o renovado. Podría invertirse, entonces, la fórmula heideggeriana y decir que, en el caso de la repetición kierkegaardiana, “es el ahora actual el que es su haber llegado a ser”. Incluso en el caso de que la repetición sea la reiteración de un “haber llegado a ser” dado en el pasado, es su reiteración actual quien determina que este “haber llegado a ser” sea efectivamente un “haber llegado a ser”; y no a la inversa: el que algo haya llegado a ser o se haya generado no implica que efectivamente sea y se continúe generando.

11Es aquí donde nuevamente es posible advertir la principal diferencia entre el concepto kierkegaardiano de repetición y la Wiederholung heideggeriana de Ser y tiempo, que José Gaos traduce correctamente por re-iteración. La reiteración, para Heidegger, lo es “de una posibilidad de existencia transmitida” (1980: 416). Por eso mismo afirma Heidegger: “La reiteración es la tradición expresa, es decir, el retroceso a posibilidades del ‘ser ahí’ ‘sido ahí’” (1980: 416). En cambio, para Kierkegaard, el tiempo de la repetición es el presente ab-soluto del instante. Lo que se repite en ella es la posibilidad de comenzar y no las posibilidades sidas. Como afirma Thonhauser, la repetición, así concebida, “no tiene por qué ser un reconquistar una antigua posesión, sino que puede ser comprendida como un volver a ganar (Wieder-gewinnen) lo sido en una forma diferente aún no efectivamente sida” (2011: 134).

12La obediencia implicaría, pues, el anonadamiento de toda representación voluntarista o idealista que hago de mí mismo. Por eso puede decirse con acierto que “sólo a través del anonadamiento auto-restrictivo o instado de las representaciones accede el hombre a ser sí mismo desde la mano de Dios”, y que “la tarea (Aufgabe) del hombre es la renuncia (Aufgeben) del hombre” (Purkarthofer, 2014: 99).

Recibido: 17 de Diciembre de 2016; Aprobado: 22 de Mayo de 2017

Ángel Enrique Garrido Maturano: Licenciado en filosofía por la Universidad de Buenos Aires; doctor por la Universidad Friburgo bajo la dirección del Prof. Dr. em. Bernhard Casper. Doctorado: Fundamentos, determinación y testimonio de la relación ética en el pensamiento de E. Levinas (Buenos Aires, 1996). Ex becario del Deutscher Akademischer Austauschdienst (daad) y de la Fundación Alexander von Humboldt. Investigador independiente del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (Conicet) con lugar de trabajo en el Instituto de Investigaciones Geohistóricas de Resistencia, más de 120 publicaciones entre libros, capítulos de libro y revistas científicas de 15 países.

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