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Signos filosóficos

versión impresa ISSN 1665-1324

Sig. Fil vol.18 no.36 Ciudad de México jul./dic. 2016

 

Traducción

Qué está mal con el colonialismo *

Lea Ypi** 

** Department of Government, London School of Economics and Political Science, UK. L.L.Ypi@lse.ac.uk


I

No hay signos de interrogación en el título. Pido dar por sentado que algo está mal con el colonialismo. No se trata, en sí misma, de una concesión exigua; la historia del liberalismo está repleta de apologías, así como condenas hacia el colonialismo. Si piensan ustedes que éste puede justificarse, es poco probable que mis argumentos les resulten atractivos; pero si están de acuerdo con que algo debe estar mal con el colonialismo, tal vez deseen saber más acerca de la naturaleza exacta de este mal.

Es tentador responder a la pregunta siguiendo una de dos estrategias fundamentales para demostrar el mal del colonialismo: un argumento parte del nacionalismo y otro de los derechos territoriales. El presente artículo defiende una explicación alternativa, argumentando que el mal del colonialismo consiste en la creación y la defensa de una asociación política que niega a sus miembros términos de cooperación equitativos y recíprocos. Para analizar la naturaleza de ese mal no se necesita ningún compromiso con el nacionalismo o los derechos territoriales.

Aun así, permítanme comenzar con unas cuantas palabras acerca de ambos. Para la mayoría de las personas el nacionalismo es algo familiar, la idea de que los grupos culturales tienen el derecho prima facie a la autodeterminación. Que el mal del colonialismo se explica por la violación de tal derecho, tiene una larga tradición tanto en la teoría política como en el discurso político. “El poder”, declaró Gandhi en su famoso discurso de 1942, “Quit India”, .* "pertenecerá al pueblo de la India, y quedará en ellos decidir a quién se le confía tal responsabilidad..." (Gandhi, 2008: 784-786). “Nos guste o no, este crecimiento de la conciencia nacional es un hecho político” y “debemos aceptarlo como un hecho”, enfatizó el Primer Ministro Harold Macmillan en su igualmente famoso discurso “Winds of change” (Vientos de cambio), dirigido al parlamento sudafricano (2011: 122). Aunque pocos teóricos normativos tomarían las palabras de Macmillan en un sentido literal, el objetivo de este artículo no es discutir las objeciones potenciales a esta opinión. A muchos lectores el nacionalismo les seguirá pareciendo atractivo, pero es probable que muchos más estén interesados en una crítica del colonialismo que no requiera comprometerse con alguna de sus versiones, ya sea declarada o disfrazada, de tipo étnico o cívico.

El argumento de los derechos territoriales ha recibido mucha atención en la literatura reciente.1 Con frecuencia, se considera que los derechos de los grupos indígenas se relacionan con el territorio de un modo normativamente importante, como lo son los derechos sobre algún terreno, recursos específicos y al uso del espacio geográfico que pertenece a un grupo de personas en particular.2 Por ejemplo, la “Declaración sobre la concesión de la independencia a los países y pueblos coloniales” de la Organización de las Naciones Unidas de 1960 establece que “todos los pueblos tienen el derecho inalienable a la libertad absoluta, al ejercicio de su soberanía y a la integridad de su territorio nacional”.3 Otro ejemplo es el siguiente: el principio de “la soberanía permanente sobre los recursos naturales”, declarado en la Resolución 1803 (XVII) de la Asamblea General de las Naciones Unidas de 1962, surgió, en parte, como respuesta a la cuestión de si los estados descolonizados podían rechazar con toda libertad los contratos y concesiones firmados por sus amos coloniales así como ignorar los agravios de un Estado predecesor.4 Por último, la defensa de los derechos territoriales también podría ser crucial para comprender las demandas de restitución. Los argumentos de los pueblos indígenas con respecto al uso de tierras y recursos parecen cobrar fuerza a partir de una apelación a los derechos de las tierras de sus ancestros. Incluso en casos donde quizás estemos preparados para conceder que los cambios en las circunstancias implican la superación de los males del pasado colonial, rara vez se cuestiona el derecho que tienen los descendientes de grupos colonizados al territorio que perteneció a sus ancestros.5

El artículo se desarrolla de la siguiente manera. La sección II introduce algunas definiciones y aclaraciones. Las secciones III y IV desentrañan la crítica al colonialismo a partir de la defensa de los derechos territoriales. En las secciones V, VI y VII se desarrolla un análisis diferente acerca del colonialismo, uno que lo ve no como una violación de los derechos territoriales, sino como la encarnación de una forma de relación política objetable. En las secciones VIII y IX se examina una serie de objeciones. La sección X expone algunas implicaciones del argumento, para después concluir en la sección XI.

II. Consideraciones preliminares

En su primer uso, en latín, el verbo “colonizar” derivaba de “colono”, cuyo significado era “granjero, labrador o sembrador”. Se refería a la práctica romana del asentamiento de ciudadanos en un país hostil o recién conquistado, quienes retenían los derechos de su ciudadanía de origen, mientras trabajaban en la tierra concedida por las autoridades de ocupación. Esta visión del colonialismo, vinculada con los derechos de asentamiento de grupos particulares y el uso que hacían de áreas geográficas específicas, se mantuvo como punto central en las descripciones hechas durante los siglos XVI y XVII acerca de la ocupación del Nuevo Mundo. Aquí, el término “colonias” fue empleado para referirse al territorio usado por los pobladores, quienes crearon comunidades nuevas para sí mismos y para sus descendientes, mientras seguían dependiendo de su país natal en asuntos políticos y económicos.6

Pero el colonialismo de asentamientos es sólo una de las manifestaciones históricas de relaciones coloniales. En algunos casos, las poblaciones indígenas fueron exterminadas, más que subyugadas a una autoridad política común: las conquistas europeas de Tasmania, de algunas de las islas del Caribe y de vastas áreas en América, Australia y Canadá son todos ejemplos relevantes. En otros casos, hubo muy poca colonización. Los territorios colonizados sirvieron principalmente como un proveedor de recursos naturales vitales: el tipo de colonialismo comercial practicado por holandeses, ingleses y portugueses en lugares como China, Japón y las Indias orientales son los ejemplos más comunes. Durante finales del siglo xix y principios del XX, se declaró que el propósito del régimen colonial era la “misión civilizadora” de Occidente para educar a los pueblos bárbaros: las políticas francesas en Argelia, África Occidental Francesa e Indochina, así como el gobierno portugués en Angola, Guinea, Mozambique y Timor fueron diseñadas, precisamente, para reflejar este principio. Mi crítica a los derechos territoriales y al análisis del mal del colonialismo, como una práctica arraigada en la negación de términos iguales y recíprocos de asociación política, aplica a todos estos fenómenos (el colonialismo de asentamientos, el comercial y el civilizador).

Antes de proceder con el argumento, cabe hacer unas cuantas aclaraciones. En este artículo se examina lo que está mal con el colonialismo: no se trata de si algunos amos coloniales son mejores que otros. Tampoco se trata de cómo entender casos en que grupos oprimidos a nivel local podrían haber terminado con su opresión mediante una dominación colonial benigna; ni se trata de la legitimidad de intervenciones humanitarias. Todas estas cuestiones son importantes, pero en esta discusión no me interesa el grado de maldad del colonialismo comparado con otras relaciones de opresión, internas o de cualquier otro tipo, como tampoco me concierne la cuestión de cómo terminar con tales relaciones opresivas. Me interesa qué hace al colonialismo, incluso el benigno, malo como tal, y me interesa refutar un argumento particularmente poderoso que pretende identificar ese mal: el argumento derivado de los derechos territoriales.

El colonialismo está mal por muchas razones. Como advirtió un observador anteriormente, “Ninguna explicación, sin importar qué tan larga, cuánto tardó en ser escrita, ni cuán escrupulosamente fue recopilada, podría hacer justicia al horror total de las atrocidades cometidas en algún momento u otro” (Bartolomé de las Casas, 1992: 43).7 Entre los horrores más comunes asociados con el colonialismo se encuentran: el incendio de asentamientos nativos, la tortura de inocentes, la matanza de niños, la esclavitud de poblaciones enteras, la explotación de la tierra y los recursos naturales disponibles para ellos, así como la discriminación por razones de etnicidad y raza. Sugerir que el mal del colonialismo consiste en encarnar una forma de relación política objetable está lejos de insinuar que esto pueda olvidarse ahora. Este artículo intenta aclarar lo que está mal con el colonialismo, más allá de estas atrocidades consabidas. Aunque una explicación centrada en la brutalidad de esta práctica capturaría gran parte del mal del colonialismo (especialmente cuando se examina en perspectiva histórica), no cuestionaría sus formas más sutiles.

Para aclarar el mal del colonialismo, dirijámonos a su definición. Típicamente, éste se entiende como una práctica que involucra tanto la subyugación de un pueblo a otro, como el control económico y político de un territorio dependiente (o partes de éste) (véanse Kohn, 2012 y Butt, 2013). El primero de estos elementos sugiere que el colonialismo es una práctica que involucra a agentes políticos colectivos, no a individuos, ni a miembros de familia, grupos de interés o asociaciones civiles de la sociedad. En este artículo asumo que sabemos qué hace al colectivo ser un colectivo político, y que las sociedades indígenas o grupos tribales, en efecto, cuentan como colectivos políticos.8 El segundo elemento sugiere que el colonialismo tiene un importante componente territorial, pero, aunque la territorialidad es crucial, desde un punto de vista descriptivo, para distinguir el colonialismo de otros males de la misma familia, desde una visión normativa, no debería importar, o al menos eso es lo que espero demostrar.

El colonialismo, entonces, es un mal distintivo, pero dentro de un conjunto mayor de males, como el exhibido por las asociaciones que les niegan a sus miembros la igualdad y la reciprocidad en la toma de decisiones; las minorías reprimidas, las alianzas seriamente desiguales y las sociedades segregadas racialmente son algunos de sus parientes cercanos. Todas ellas son manifestaciones no territoriales del mismo mal genérico: relaciones políticas moralmente objetables. Lo que aparta al colonialismo es la manera en que ese mismo mal genérico se aplica a agentes políticos territorialmente distintos, pero la naturaleza territorial distintiva de tales agentes, aunque es importante desde un punto de vista descriptivo, no requiere una defensa normativa previa. En su lugar, lo que se necesita es una explicación acerca de la manera moralmente aceptable de establecer y mantener asociaciones políticas nuevas cuando se trata de agentes políticos territoriales.

III. Adquisición y asentamiento

Para ver por qué el territorio es importante, sólo desde un punto de vista descriptivo y no normativo, e ilustrar el mal del colonialismo, es crucial reflexionar acerca de las limitaciones de las opiniones que equiparan el mal del colonialismo con las violaciones de los derechos territoriales. En las páginas siguientes intento mostrar cómo las defensas más plausibles de los derechos territoriales son incapaces de dar cuenta del mal del colonialismo y, de hecho, han sido avaladas a lo largo de la historia (y de la historia del pensamiento político) para legitimar los proyectos coloniales.

Consideremos un ejemplo notable: las teorías de la adquisición de derechos territoriales. Tanto en la versión individualista como en la colectivista, los derechos territoriales se establecen como resultado de la libertad que tienen los agentes para reclamar recursos sin dueño previo (incluyendo la tierra) y la manera en la que la utilización de estos recursos promueve los fines de estos agentes.9 Para algunos, los derechos territoriales resultan de agentes que hacen uso efectivo de la tierra; para otros, resultan de merecer los frutos de los esfuerzos invertidos para mejorarla, e incluso, para otros, se establecen como resultado de la incorporación de recursos externos necesarios a propósitos y actividades legítimos.

Sin embargo, una explicación similar de la relación entre la ocupación de tierras y la colonización estuvo presente en muchos intentos tempranos de la Modernidad por justificar las prácticas coloniales. Como decía Grocio: “Si dentro de un territorio de un pueblo hay cualquier tierra desierta y no productiva [...] los forasteros tienen derecho de tomar posesión de ella, pues la tierra no cultivada no debe considerarse ocupada” (Grocio, 1901: II.2.XVII).10 Locke, para quien las condiciones de vida de los grupos indígenas en las Américas ofrecían una clara imagen de cómo el estado de naturaleza se hubiera visto históricamente,11 insistió en algo similar, pero reemplazó el criterio de uso por una restricción mucho más fuerte: el trabajo. Según él, los objetos externos tenían que ser apropiados antes de que pudieran ser de uso alguno, y el único medio por el cual la tierra podría ser apropiada era cultivándola.

Por supuesto, la posible objeción a estas tempranas explicaciones radica en que su justificación de los derechos territoriales hace demasiado énfasis en el trabajo, en el uso eficiente de recursos y en el cultivo productivo, descuidando, por lo tanto, las formas culturales específicas de interacción con la tierra por parte de las poblaciones indígenas. Pero la razón por la cual los primeros autores de la Modernidad negaron los derechos territoriales a los indígenas se explica, sólo hasta cierto grado, por su ignorancia acerca de los modos de vida alternativos o por un sesgo cultural en su aplicación de las teorías de adquisición. El Primer Conjunto de Constituciones Fundacionales para Carolina, el cual Locke ayudó a redactar, enfatiza que “la idolatría, ignorancia o errores de los indios no nos da derecho a expulsarlos o a tratarlos mal” (Locke, 1824: 9: XCVII). Además, Locke, sin duda, estaba de acuerdo con que la teoría de la adquisición por trabajo aplicaba a los pueblos nativos de las Américas: “La Ley de la razón”, aseguraba, “hace que el ciervo sea del indio que lo mató” (Locke, 1998: II.30). La cuestión no era que la actividad productiva de los indios americanos no generara derechos a la adquisición; más bien, la actividad productiva indígena no se extendió a los recursos (como la tierra), los cuales, de acuerdo con los autores que estamos examinando, evidentemente no eran usados de forma continua, territorialmente hablando.12

Para entender el sentido de estos argumentos, considérese el caso de las poblaciones indígenas de cazadores-recolectores. Si estos grupos se ubicaban un día aquí, otro día allá, un tercer día en algún otro lugar, significaba que en realidad no necesitaban utilizar un área continua de espacio geográfico; la tierra simplemente no se relacionaba con sus fines culturales específicos de una manera que fuera relevante para justificar los reclamos sobre derechos de propiedad. Muchos defensores del colonialismo eran conscientes de ello. Así, por ejemplo, Emer de Vattel concedió que antaño los ocupantes de tierras fértiles podrían haberse justificado por cazar y tener rebaños en lugar de dedicarse a la agricultura, pero ahora las poblaciones con un estilo de vida similar utilizaban más tierra de la que necesitaban, entonces, “no [tenían] razón para quejarse si otras naciones, más trabajadoras y estrechamente restringidas, se apoderaran de parte de esas tierras” (2008: 68). El establecimiento de colonias en Norteamérica fue, sostenía Vattel, “sumamente legítimo”: “[l]as personas de esas extensiones de tierra preferían deambular por ahí que habitarlas” (2008: 68). Este argumento sigue siendo plausible incluso si uno acepta que los indígenas tienen derecho a las porciones de tierra que ocupan en la actualidad, en virtud de que ésta promueva algún fin suyo lo suficientemente importante, aun si concedemos que ellos se relacionan con la tierra de formas culturales distintas a como nosotros lo hacemos.

Estos argumentos son compatibles con otra interpretación de las teorías de la adquisición acerca de los derechos territoriales, una que enfatiza la relevancia del principio de salvedad (proviso) lockeano de dejar “lo suficiente y como bueno” para los recién llegados que tengan necesidad. La salvedad, como es bien sabido, obliga a los apropiadores originales a “reducir” sus tierras, siempre y cuando un cambio en las circunstancias hiciese necesario para que también los recién llegados tuviesen acceso a tierra y recursos, los cuales ya estaban a disposición de los habitantes nativos.13 Por supuesto, como hecho histórico, la colonización distaba de ser guiada estrictamente por el principio de salvedad: los colonialistas se apropiaron de muchos más bienes de los que dejaron para otros. Sin embargo, aunque se abusó de él, el principio tuvo un papel importante para que la conquista colonial fuera aprobada. Vattel, como hemos visto, no debatió el hecho de que los ocupantes de territorios en el Nuevo Mundo pudieron haber tenido, desde un principio, el derecho de usar la tierra que habitaban. El punto era que su derecho a ocupar estas tierras no debería asociarse con el derecho de excluir, de manera permanente, a otros en necesidad. Muchos de los predecesores de Vattel (incluyendo a Vitoria y Pufendorf) también reconocieron que era probable que los indígenas estuvieran ligados a las tierras que habitaban. Aunque negaban que esto implicara un derecho permanente a excluir a nuevos pobladores necesitados. Puesto que la tierra, desde un principio, estaba disponible para que todos la usaran, los indígenas tenían la obligación de recibir a los colonialistas, tratarlos con hospitalidad, ceder parte de sus propiedades, así como entrar en relaciones comerciales y políticas con ellos.14 Los españoles, argumenta Vitoria, “pueden importar las materias primas que les hacen falta y exportar el oro, la plata y otras cosas que tienen en abundancia” (1991: 279). Los príncipes locales, prosigue el autor, “están obligados por ley natural a amar a los españoles y, por tanto, no les pueden prohibir, sin debida causa, promover sus propios intereses” (Vitoria, 1991: 279).15

Desde luego, uno puede rechazar tales afirmaciones con el argumento de que la manera en que las poblaciones tribales se involucraban con la tierra implicaba una conexión particular con su territorio, la cual era esencial para el sentido de identidad de estas poblaciones y requería el acceso permanente y exclusivo a sus recursos. Pero un argumento tal nos acercaría a la idea de la autodeterminación de grupos culturales, y no estaría a disposición de cualquier crítico del colonialismo, quien intentara, al mismo tiempo, evitar un compromiso con el nacionalismo. Si dejamos al nacionalismo de lado, quedan pocas razones convincentes para insistir que el principio de proviso no debería aplicarse a las poblaciones indígenas, aun si asumimos que inicialmente tenían el derecho a vastas extensiones de tierra. Desde una perspectiva de la adquisición, ninguna concepción de territorio basada en la identidad puede limitar los derechos de otros a una porción de los recursos naturales del planeta.16 Como explica un autor:

[...] las creencias de los nativos americanos de que no deben cederle a los recién llegados el control exclusivo sobre parte de sus territorios serían vistas como una especie de ignorancia moral no culposa, una ignorancia que tal vez justifique sus actos de resistencia a la colonización de sus territorios, pero que de ninguna manera limita los derechos de acceso justo (y de autodefensa) de los recién llegados. (Simmons, 1995: 181).

Si el mal del colonialismo se reduce a una violación de los derechos territoriales, es difícil criticar las prácticas de colonización. Esto no significa que no podamos condenar tales prácticas por lo que han producido históricamente: asesinatos masivos, limpieza étnica, discriminación racial, la explotación de la mano de obra y de recursos, así como la esclavitud de enormes sectores de la población mundial. Podríamos enfatizar también que está mal recurrir al acceso equitativo y a la autodefensa de parte de los colonos cuando estos derechos se les negaban sistemáticamente a las poblaciones nativas. Pero esta crítica nos acercaría a la idea de que el mal del colonialismo consiste en que encarna una forma de relación política inaceptable, y no en la ocupación de la tierra que le pertenece a otros. Por tanto, el colonialismo no puede ser condenado por violar derechos territoriales, sino por conferir ciertas prerrogativas a los colonos que les son negadas a los nativos, apartándose, por ende, de un ideal de igualdad y reciprocidad en asociaciones políticas. En este caso, el énfasis no está en el derecho a la tierra, sino en el tipo de institución requerida para mediar entre las partes en conflicto. La cuestión, entonces, se convierte en quién debería establecer la extensión, los límites y la ejecución de todo tipo de adquisición: se convierte en una cuestión de instituciones legítimas. Este punto ayuda a introducir una justificación diferente para el derecho a la tierra y una crítica diferente al mal del colonialismo, lo cual analizaré en el siguiente apartado.

IV. Estados legítimos, misiones civilizadorasy colonialismo comercial

Al desplazar el énfasis de los reclamos por tierras con base en la adquisición, hacia las instituciones políticas necesarias para resolver los conflictos relacionados con éstos llegamos a una justificación funcional de los derechos territoriales. A este respecto, un agente tiene derechos territoriales en tanto sea capaz de desempeñar ciertas funciones políticas cruciales dentro de un área geográfica definida, como, por ejemplo, garantizar la justicia.17 En la teoría del Estado legítimo, el reclamo por los derechos territoriales está supeditado a la satisfacción de condiciones internas y externas: la habilidad de garantizar el principio de legalidad, de proteger los derechos humanos básicos y de proporcionar oportunidades suficientes para la participación democrática de los ciudadanos, por mencionar sólo algunas (Buchanan, 2004; Christiano, 2006; Stilz, 2011). El enigma para el crítico del colonialismo es que si así es como se justifican los derechos territoriales, un tipo particular de colonialismo, el que tiene una misión civilizadora, no siempre puede ser descartado.

Desde el punto de vista histórico, la emancipación de grupos presuntamente atrasados, con el apoyo de otros más progresistas, ha sido uno de los argumentos principales para respaldar las prácticas coloniales. Los bárbaros, aseguró Vitoria, al dar parte de un popular argumento relacionado con los indios americanos, “aunque no del todo locos”, podrían ser considerados “tan cerca de estar locos, que no son aptos para establecer o administrar una mancomunidad tanto legítima como organizada en términos humanos y civiles”. Por lo tanto, “es probable que los príncipes de España se apoderen de su administración y establezcan nuevos funcionarios y gobernantes a nombre suyo, o incluso les den nuevos amos, siempre y cuando pudiera comprobarse que esto fuera en su beneficio” (Vitoria, 1991: 290).

Vitoria presentó estos argumentos en 1538, justo 46 años después de que Colón zarpara hacia América por primera vez. No obstante, ni el paso del tiempo ni la mayor concientización de las consecuencias del régimen colonial europeo alteraron el argumento en gran medida. Si acaso, las afirmaciones de Vitoria fueron más adecuadas que las hechas por el demás progresista John Stuart Mill más de tres siglos después. Mientras que Vitoria estaba dispuesto a aceptar la tesis de “la incapacidad mental de los bárbaros” meramente “por el bien del argumento”, Mill no dudaba en desconfiar de los “bárbaros” para el cumplimiento de reglas. “Sus mentes no tienen la capacidad para realizar un esfuerzo tan grande ni su voluntad se encuentra bajo la suficiente influencia de motivos distantes” (Mill, 1984: 118). Por lo tanto, concluye, “las naciones que todavía son bárbaras no han llegado más allá del periodo durante el cual es probable que, para su beneficio, deban ser conquistados y sometidos por extranjeros” (Mill, 1984: 118).

Si los derechos territoriales están supeditados a una manera particular de administrar justicia (la del Estado legítimo), y si el mal del colonialismo se reduce a las violaciones de los derechos territoriales, los agentes que fallan en dicha tarea seguramente podrían ser colonizados. Los partidarios, contemporáneos, de las explicaciones basadas en la legitimidad están, desde luego, al tanto de estos desafíos. Por ello, su defensa de las capacidades necesarias que un agente debe tener para ejercer legítimamente su autoridad territorial va acompañada de una condición “no usurpadora”, la cual indica que si a un agente se le conceden derechos territoriales, éste no debe haber surgido por medio del derrocamiento violento, o ilícito, de otra entidad legítima (véanse Buchanan, 2004: 275-278; Stilz, 2011: 590-601). Pero esta condición es más bien desconcertante. La usurpación no cuenta como tal a menos de que se haya ofrecido un criterio independiente para explicar por qué aquéllos quienes actualmente ocupan un territorio tienen también el derecho a hacerlo; ya sea que este criterio independiente esté basado en los requerimientos de un Estado legítimo, o no. Si sí lo está, regresamos a la defensa del colonialismo con una misión civilizadora; si no lo está, sólo es posible apoyar la condición de la no usurpación con argumentos externos a la explicación basada en la legitimidad.18

Quizás uno quiera respaldar la condición de la no usurpación de tal manera que se acepte la incorporación de los criterios prepolíticos, pero se evite comprometerse con reivindicaciones nacionalistas. La estrategia más plausible se basa en los derechos de ocupación: quienes habitan un área geográfica particular tienen el derecho a continuar haciéndolo.19 La ocupación permanente de un lugar específico, según el argumento, es central para que los individuos estructuren sus expectativas y concreten, de manera confiable, sus proyectos de vida. Retirarlos de esos lugares equivaldría a perturbar su capacidad para continuar haciendo las actividades que les importan e impediría el ejercicio constante de su función como agentes morales autónomos (Grocio, 1901: II.3.III).

El criterio de ocupación busca aclarar qué significa que los Estados legítimos respeten la condición de la no usurpación. Pero nótese que tal justificación del derecho a la ocupación ha sido concebida en función del uso y es, además, autorreferencial. Concierne a la libertad de quienes viven en un lugar específico para continuar viviendo ahí, en la medida en que el lugar siga siendo importante para sus proyectos de vida, y que no hayan otras razones en contra de ese derecho. Esto resulta ser demasiado en cierto sentido y muy poco desde otra perspectiva. Ciertos argumentos justifican el derecho a la ocupación y otros los derechos a la jurisdicción, pero es posible reconocer los primeros sin reconocer los segundos y viceversa. El argumento acerca del Estado legítimo explica el derecho a la jurisdicción con referencia a cómo una asociación política debería hacer justicia a sus miembros, lo cual explica el derecho a la ocupación en referencia a cómo el hecho de residir en un lugar en particular estructura los proyectos de vida de los individuos. No obstante, lo que permanece incierto es por qué el agente que ejerce sus derechos a la ocupación de manera colectiva y aquél que hace justicia desde una asociación política deberían ser considerados iguales. ¿Por qué no asignarle el derecho a la ocupación a un agente y los derechos a la jurisdicción al otro? ¿Y por qué no debe estar un mismo territorio sujeto a dos o más jurisdicciones?

A lo largo de la historia, la distinción entre ocupación y jurisdicción ha sido crucial para avalar los proyectos de colonización. Grocio, uno de los primeros defensores de los derechos a la ocupación, insistía en que como tales derechos son sólo reivindicaciones débiles, típicamente asociadas con el uso de determinados recursos, debían ser entendidos como “permisos” y no como “órdenes que tuvieran que cumplirse constantemente” (1901: II.3.III). En efecto, nadie podría estar de acuerdo con la apropiación exclusiva de recursos territoriales por derecho a la ocupación, si tener acceso a éstos hiciera que no estuvieran disponibles para otras personas. Dadas estas condiciones, no sería posible imponer, de manera unilateral, la aplicación constante de los derechos a la ocupación. Los derechos a la ocupación permanente, argumenta Grocio, no tienen “la fuerza de un vínculo general y compacto entre naciones independientes distintas”. En su lugar, podrían ser consideradas “como una rama del derecho civil de muchas naciones, la cual cualquier Estado tiene el derecho a continuar o revocar a placer o discreción” (Grocio, 1901: II.3.III).

Esta distinción entre ocupación y jurisdicción implicaba que era plausible reconocer que las poblaciones tribales tenían derecho a la jurisdicción (sin importar cómo trataban a sus miembros) y que tales derechos debían ser respetados.20 Sin embargo, cuando se trataba de los títulos de tenencia, su reconocimiento dependía de su uso y éste era determinado por las necesidades. Y los visitantes, se afirmaba, necesitaban el territorio tanto como los habitantes originales.21 Por otra parte, por definición, fue imposible ocupar, de forma exclusiva y permanente, algunos de los recursos territoriales (entre los cuales destacaba el agua) sin dañar al resto de la humanidad. Un río, afirmaba Grocio, como tal, es “propiedad de ese pueblo, o de la soberanía de ese pueblo, a través de cuyos territorios fluye. Puede que construya muelles y contrafuertes en ese río, y que le pertenezca todo producto proveniente de éste. Pero el mismo río, en tanto agua que corre, sigue siendo de uso común para que todos la extraigan o la beban” (1901: II.2.XIII). De esto se sigue que “el paso libre a través de países, ríos o por alguna parte del mar, la cual pertenece a un pueblo en particular, debe permitírsele a quienes lo requieran en ciertas ocasiones necesarias de la vida”. Además, “debe garantizarse un paso libre no sólo a las personas, sino también para el comercio”. Más aún, “a aquellos quienes pasen con mercancía, o que simplemente pasen por un país, se les debe permitir residir en ese lugar por algún tiempo, en caso de que necesiten recuperarse de salud, o cualquier otra causa justa los haga establecerse ahí”. Incluso no se le debería negar la “residencia permanente” a los “extranjeros, quienes, expulsados de sus propios países, busquen refugio” (Grocio, 1901: II.2.XIII).

Históricamente, estos argumentos tuvieron un papel fundamental para justificar el colonialismo comercial durante las primeras etapas de la expansión europea hacia el Nuevo Mundo. El establecimiento de compañías comerciales de flete no habría sido posible sin la defensa del derecho al tránsito y al comercio, que se hizo con base en un derecho universal al uso de recursos (como el agua y el aire) considerados a disposición de todos. Un ejemplo importante es la Compañía Británica de las Indias Orientales -a través de la cual la Corona británica ejerció control indirecto sobre India hasta mediados del siglo XIX-, ya que al principio fue simplemente una asociación de sólo alrededor de 100 comerciantes británicos, creada después de solicitar permiso para navegar el Océano Índico, supuestamente abierto a todos (véase Andrews, 1984: 256). Lejos de amenazar con eliminar los poderes jurisdiccionales locales, operó por cerca de 200 años en común acuerdo con las autoridades indias, aprovechando el acuerdo que tenía con estas últimas acerca del establecimiento de puntos de comercio, privilegios comerciales y monopolios, con el fin de debilitar a la competencia proveniente de Holanda y España. Lo mismo aplica para la Compañía Holandesa de las Indias Orientales, la cual se dice que Grocio defendía con sus argumentos (Tuck, 2001: 78-108). Independientemente de algunas diferencias importantes respecto a cómo estas compañías operaban y disfrutaban del respaldo político de las autoridades locales, que los derechos territoriales de las poblaciones nativas tuvieran justificación o no, y que se justificaran en términos de propiedad o mera ocupación, parece no haber influido en la defensa de la expansión colonial.

Como he advertido, esto no es un problema que pueda resolverse fácilmente mediante la formulación de una defensa más cuidadosa de los derechos territoriales, por lo menos, no, si la defensa continúa haciendo uso de criterios autorreferenciales (de apego al territorio, interacción productiva con éste o mera ocupación) para justificar el derecho a excluir, de forma permanente, a los fuereños y limitar su acceso a los recursos naturales. Para comprender el mal del colonialismo podemos ser neutrales respecto al estatus de los derechos territoriales, si pueden tener justificación, y, en todo caso, cómo. En su lugar, debemos centrar nuestra atención en el tipo de relación política que las prácticas coloniales ejemplifican. Esta cuestión la trataré a continuación.

V. Una crítica cosmopolita

Podemos comenzar a reflexionar acerca del mal del colonialismo tomándolo como una forma inaceptable de relación política, al reconsiderar la crítica que hace Kant acerca de las prácticas comerciales de los Estados europeos y los postulados ocupacionistas que las legitimaban. Como muchos de sus predecesores, incluyendo a Grocio, Kant avaló la idea de que todos los hombres sobre la faz de la tierra podían tener derecho a usar los recursos naturales disponibles. Igualmente, respaldó la sugerencia -común desde los manuscritos de Vitoria- de que esto involucraba el derecho a visitar otras áreas del mundo y establecer relaciones políticas con su población. Es bien sabido que Kant definió este derecho a la visita y comunicación con otros como un derecho “cosmopolita”, e insistía que cuando se intentaba tener comunicación, era razonable esperar que quienes recibían a los visitantes se comportaran de manera hospitalaria y se abstuvieran de tratarlos con hostilidad. En otras palabras, había ciertas normas de trato igualitario y de reciprocidad que debieron haber gobernado cualquier intento por buscar asociarse políticamente con otros. A la luz de tales normas, Kant criticó los casos de piratería y esclavitud de viajeros varados -típico de los habitantes de Berbería-, y condenó los ataques de los habitantes del desierto -por ejemplo, los beduinos- a las tribus nómadas. Pero resulta incluso más interesante el hecho de que al comparar estas formas de comportamiento poco hospitalario con “el comportamiento inhospitalario de los Estados civilizados, especialmente comerciales, de nuestra parte del mundo”, Kant observó que “la injusticia que demuestran al visitar tierras y pueblos extranjeros (lo cual equivale a conquistarlos) llega a un extremo horripilante” (1996a: 329). Cuando los llamados Estados civilizados visitaban áreas remotas, cuando América, África y Asia fueron descubiertas, las empresas mercantiles, a través de las cuales operaban, trataban a los habitantes de estos lugares “como nada”. En las Indias orientales, observó Kant, “trajeron soldados extranjeros con el pretexto de proponer que se establecieran puntos de comercio”, pero esto terminó en la “opresión de los habitantes, la incitación de varios Estados indios a propagar la guerra, la hambruna, rebeliones, traición y una gran cantidad de problemas que oprimen a la raza humana” (1996a: 329). En las islas azucareras, estas empresas comerciales solamente cumplieron el objetivo de entrenar marinos para la guerra y utilizarlos con propósitos egoístas y fines de lucro. En China y Japón, “los cuales le habían dado a estos huéspedes una oportunidad”, sus demandas como visitantes se restringían “sabiamente” al derecho a transitar más que a quedarse, evitando que a quienes les habían hecho favores comerciales (por ejemplo, los holandeses) convivieran con las poblaciones nativas (Kant, 1996a: 329).

Cabe insistir en lo siguiente: apelar a los derechos territoriales de los habitantes de los países anfitriones no fue lo que justificó estas restricciones (muchas veces necesarias). Cualquiera, argumentó Kant, tiene el derecho de involucrarse en relaciones políticas con otros sin que este ofrecimiento resulte en que “el otro esté autorizado a comportarse como un enemigo por haberlo intentado” (1996a: 329). Lo que corrompió el espíritu de estas propuestas fue la manera de llevarlas a cabo. En otras palabras, lo que hizo que el colonialismo practicado por los Estados europeos se volviera particularmente aborrecible fue la violación de los estándares de igualdad y reciprocidad en el establecimiento de relaciones políticas comunes, así como el hecho de que se alejó de un determinado ideal de asociación económica, política y social, una violación que fue aún más detestable cuando la ejercieron “poderes que hacen mucho alboroto acerca de su piedad y, mientras la injusticia es como el agua que beben, quieren ser considerados como los elegidos dentro de la ortodoxia” (Kant, 1996a: 329).

Nótese que esta crítica al colonialismo, que denuncia la ruptura con un cierto ideal de asociación política, no se limita a condenar la violencia. Incluye ofertas de intercambio pacífico, pero engañoso, como cuando a los habitantes nativos de determinados territorios se les persuadía por medios fraudulentos para que, por medio de contratos establecidos con los colonizadores, vendieran las tierras donde vivían. Por ejemplo, Kant habla de los intentos por conquistar o colonizar áreas utilizadas por poblaciones de cazadores y pastores, quienes dependían de éstas para su supervivencia. De nuevo, sin negar la posibilidad de colonización de estas áreas, argumenta que dichos intentos “pudieron haberse dado no por la fuerza, sino mediante contratos”. Pero se trataba de un tipo específico de contrato, uno que “no se aprovecha de la ignorancia de aquellos habitantes respecto a la cesión de sus tierras” (Kant, 1996b: 353 y 490). Por lo tanto, los esfuerzos por interactuar con los habitantes nativos de estos territorios tenían que volverse compatibles con un ideal de asociación política que respetara los derechos de todas las partes involucradas en el intercambio, no sólo los de los visitantes ni solamente los de los residentes.22 Así como en el caso de los Estados, los ciudadanos tuvieron que someterse a una autoridad política común, adjudicándole, de manera imparcial y consistente, sus derechos y obligaciones recíprocos; entonces, en el caso de las interacciones entre ciudadanos de diferentes naciones, se necesitaba un marco justo para la asociación política.

Pero ¿cómo comprender mejor las condiciones bajo las cuales se pueda garantizar, de manera más efectiva, tal derecho de asociación con otros? La respuesta de Kant, respecto a la asociación tanto comercial como política, es que la reciprocidad en la comunicación sólo puede darse por medio del establecimiento de instituciones políticas que les permitan a las personas relacionarse unas con otras como iguales, con la garantía de que su voz será escuchada y que sus derechos serán considerados en igualdad de condiciones cuando se tomen decisiones que afecten a ambos lados. Ya sea que se trate de reglas de comercio o regulaciones para el flujo de personas (incluyendo su derecho a establecerse en algún lugar), una base de interacción igualitaria y recíproca es aquélla que asegure que todos podrán expresar su opinión y donde los derechos otorgados a uno u otro grupo serán proporcionalmente iguales. Este ideal de consideración equitativa de los derechos de cada uno y de la reciprocidad en la comunicación debe ser tomado en cuenta toda vez que dos grupos políticos, anteriormente desvinculados, traten de establecer una base para la cooperación política futura. Partir de este ideal es legitimar un modelo inaceptable de asociación política.

VI. Explicando el deber de asociación

Habiendo examinado algunas de las características clave de la crítica cosmopolita de Kant hacia el colonialismo, consideremos cómo seguir analizando qué la distingue de otras teorías examinadas y cómo da cuenta de lo malo de las prácticas coloniales de una manera distinta. La crítica cosmopolita comparte con las teorías de la adquisición la preocupación por demandas conflictivas de otros y la importancia de reducir [las posesiones]. Comparte con las teorías basadas en la legitimidad la apreciación del papel de las instituciones, así como la exigencia de un trato igual y recíproco de quienes dan forma a esas instituciones. Sin embargo, difiere con ambas en dos aspectos importantes.

En primer lugar, las teorías que hemos examinado tienden a comenzar con determinados derechos al territorio y luego enfatizan cómo éstos pueden ser restringidos, lo cual revela la necesidad de una perspectiva más incluyente. En la explicación aquí propuesta, el deber de asociarse políticamente con otros precede al reconocimiento de los derechos autorreferenciales al territorio. Da pie al imperativo de establecer relaciones políticas justas y condiciona el reconocimiento de los derechos territoriales al desarrollo de tales relaciones.23 Pero nótese lo siguiente: cuestionar el estatus de los derechos territoriales hasta que tome lugar una condición tal, no significa que todos los derechos (por ejemplo, a la vida o a la autodefensa) también deben ser cuestionados. Volveré a hablar de las repercusiones de este punto cuando discuta las condiciones de la asociación política.

En segundo lugar, aunque las teorías examinadas reconocen ciertas restricciones sobre los derechos territoriales, tienen poco que decir acerca del tipo de institución política necesaria para identificar el alcance exacto de estas restricciones, cómo deben ser entendidas e interpretadas, y quién debería aplicarlas. La respuesta cosmopolita es de tipo deliberativo (o, en términos kantianos, comunicativo): cuando los agentes colectivos, territorialmente distintos, establecen contacto por primera vez, tienen la obligación de (a) no tratarse con hostilidad, (b) comunicarse respetando los criterios de igualdad y reciprocidad, y (c) establecer una asociación política que refleje tales criterios en las reglas que genera.

Cabe resaltar que la explicación no toma una postura respecto a cuán densa o fina deba ser esta nueva asociación política. Eso depende de los tipos de interacciones en juego, las demandas que promuevan el deber de asociarse y el grado en que sea posible encontrar un interés común. La explicación puede también lograr permanecer neutral respecto al mejor mecanismo para la toma democrática de decisiones, y a cómo sumar posturas con el fin de asegurar una representación adecuada (incluyendo a las minorías). Eso depende de quiénes sean las partes que se pongan en contacto, cómo elijan articular sus intereses y preferencias, y qué tipo de representación refleje, de una mejor manera, sus derechos institucionales. Por último, esta crítica al colonialismo es independiente de la cuestión de qué tipo de principios debería aplicar la nueva asociación política, qué tan formales o sustantivos debieran ser, y qué métrica debemos emplear para identificarlos. Una respuesta más detallada requiere un análisis más específico del tipo de relación que se está estableciendo, de la naturaleza de las nuevas estructuras asociativas y de las circunstancias en las cuales surge la necesidad de justicia distributiva.24

La obligación de entrar a una asociación política que ofrezca términos de interacción igualitarios y recíprocos es importante por razones procedimentales: permite que aquéllos cuyos derechos territoriales entren en conflicto, puedan unirse al esfuerzo de construir instituciones políticas capaces de respetar la igualdad y la reciprocidad al adjudicar los derechos de todos. Una vez que la asociación entre en vigor, debe continuar reflejando los criterios que contribuyeron a su establecimiento, permanecer abierta a nuevos miembros, asegurar que todos los participantes puedan crear las reglas de asociación y que éstas sean establecidas por motivos que conciernan a todos, así como asegurarse de mantener la reciprocidad en la comunicación.

He insistido firmemente en que el deber de unirse a una asociación política que garantice términos igualitarios y recíprocos de interacción para sus miembros debe preceder el reconocimiento de derechos sustantivos a la tierra, ya sea en la forma fuerte de la adquisición, por mejora/labor/deserción/herencia, o en la forma más débil de ocupación por apego. Esto no quiere decir que los grupos nunca deban hacer tales reclamos. Los reclamos actuales por tierras son valiosos en tanto informan acerca de cómo piensa la gente acerca de su entorno, cómo trazan la línea entre los de adentro y los de afuera, cómo interactúan con la tierra y los recursos disponibles, qué tipos de normas sociales y políticas imperan dentro de determinadas jurisdicciones, etcétera. Todos éstos son componentes descriptivos importantes, los cuales deben ser considerados por las ofertas de asociación. Decir que los actuales reclamos por tierras son irrelevantes desde un punto de vista normativo no es igual a decir que, una vez que las instituciones apropiadas entren en vigor, se deban ignorar o rechazar tales reclamos. El punto es que estos reclamos deben considerarse análogos a otros intereses (individuales o colectivos) y a otras preferencias: podemos ser neutrales respecto a si son intrínsecamente importantes. Que tú prefieras usar ropa roja puede no tener ningún contenido normativo, pero esto no significa que yo deba ser indiferente a ello cuando te compro un regalo de cumpleaños. Del mismo modo, el apego territorial puede no ser intrínsecamente relevante, pero esto no quiere decir que debe ser ignorado. Una vez que una asociación política justa entra en vigor, con procedimientos para la adjudicación de derechos territoriales, los cuales respeten la igualdad y reciprocidad en el establecimiento y aplicación de sus reglas, es muy probable que le queramos atribuir ciertas preferencias a algún grupo en relación con el uso de tierras y manejo de recursos. No obstante, es importante insistir en que no llegamos a esta conclusión porque consideramos tales derechos territoriales válidos en sí, cualesquiera sean las razones que podamos tener. (Considérese, de nuevo, la analogía con las preferencias subjetivas: no compramos ropa roja para las personas que les gusta vestir de rojo porque pensamos que éste es el único color que vale la pena usar.)

VII. Condiciones de asociación

Hasta este punto, se ha explicado que el mal del colonialismo consiste en el establecimiento de una forma de asociación que no ofrece términos equitativos y recíprocos de interacción para todos sus miembros. Para ser más precisos, una asociación ideal es aquélla que refleje la igualdad y la reciprocidad en dos dimensiones. La prime ra está relacionada con la creación de normas de asociación; dirige la atención hacia el proceso mediante el cual tales normas son establecidas primero y hacia el modo correcto de participar en su establecimiento (condenando, por ejemplo, su imposición unilateral). La segunda se relaciona con los principios en torno a los que se estructura la asociación. Se enfoca en los criterios sustantivos de cooperación política y nos pide asegurar que la igualdad y la reciprocidad se vean reflejadas en el diseño de las instituciones, facilitando así dicha cooperación. El colonialismo está mal porque viola el ideal en la primera dimensión, pero frecuentemente también en la segunda (y, de hecho, muchas de las prácticas históricas de asociación colonial claramente se apartan de ambas).

En las páginas anteriores también se enfatizó la obligación de crear una asociación política capaz de garantizar términos de cooperación igualitarios y recíprocos. La pregunta es: ¿qué tipo de obligación? ¿Pueden aplicarse las ofertas de asociación por medios coercitivos? Si no es así, ¿debería aprobarse que lo hicieran? ¿Qué tipo de aprobación está en juego? ¿Bajo qué condiciones pueden ser rechazadas las ofertas de asociación?

Comencemos con la primera cuestión. Una oferta con el potencial de ser una imposición coercitiva no es una propuesta en sí, aun cuando, después de ser impuesta, prometa una asociación que refleje los criterios de igualdad y reciprocidad en la toma de decisiones. Esa oferta es más bien una amenaza, y quienes se resistan a su aplicación enérgica no están cometiendo una injusticia, incluso si pudieran estar moralmente equivocados. Pero cabe insistir en que la razón por la cual no sería injusto oponer resistencia frente una imposición coercitiva de ofertas de asociación no significa que quienes se oponen a éstas tengan derechos sobre el territorio que ocupan. Como ya se enfatizó en líneas anteriores, aunque se deroguen los derechos territoriales, es posible que otros no lo hagan (incluyendo el derecho a la autodefensa frente a la hostilidad). Se podría justificar la resistencia mediante consideraciones relativas a estos otros derechos, dependiendo del contenido que pensamos que éstos tengan.

Considérese el siguiente ejemplo respecto a este punto. Supongamos que Susana tiene el deber de formar una asociación con Lina, y para decidir cuáles términos serían los correctos, ambas deben deliberar juntas. Supongamos que Lina se rehúsa a participar en la deliberación. Sería incorrecto que Susana atacara a Lina para hacerla hablar con ella. Esto corrompería la reciprocidad de la deliberación y comprometería la coautoría de Lina en cuanto a los términos de asociación política. Lo anterior no quiere decir que Lina no esté cometiendo un agravio moral al rehusarse a tener una asociación con Susana. No obstante, Lina puede apelar a otros derechos al rechazar la aplicación coercitiva de esta asociación, lo cual, precisamente, impide que Susana la obligue.25

Para que una oferta asociativa sea considerada efectivamente igual y recíproca, se requiere el consentimiento de los receptores. Uno se puede preguntar si esto nos compromete con una teoría del consenso de las obligaciones, la cual afirme que todas las asociaciones políticas (incluyendo al Estado) no son legítimas, a menos que, quienes se encuentran sometidos a ésta, autoricen su creación (de alguna u otra manera normativamente aceptable). Por supuesto, no todos los lectores considerarán esta inferencia como un problema. Sin embargo, es probable que aquellos que quieran oponer resistencia a la analogía insistan en la asimetría entre los que hacen la oferta y quienes la reciben, en casos coloniales y locales. En el primero de éstos, los colonizadores imponen su voluntad sobre los colonizados y las reglas de asociación, que estos últimos refrendan, reflejan el poder de los primeros. En la mayoría de los casos de sometimiento local a una autoridad política, pensamos que todos los ciudadanos son iguales en cuanto a su sujeción a las leyes, pero también respecto a su capacidad para cambiar el contenido de tales leyes. Para tomar una analogía de índole doméstico, el colonialismo es más similar al matrimonio forzado, mientras que la relación de los ciudadanos dentro del Estado se parece más a la de los hijos en una familia. La ausencia de consentimiento en el último caso es menos preocupante si concedemos que los hijos eventualmente se desarrollarán para cuidar a la generación de mayor edad y asumir la responsabilidad del hogar. Desde luego, esta metáfora también simplifica las cuestiones: muchas asociaciones políticas locales han sido impuestas injustamente sobre ciertos grupos de ciudadanos por otros grupos más poderosos. Cuando ese es el caso, y si la asimetría en la creación de normas continúa afectando las vidas de las generaciones venideras de grupos que históricamente han sido víctimas de injusticias, podemos condenar esa asociación como injusta por las mismas razones que condenamos al colonialismo como injusto. Si, con el paso del tiempo, la posición de los grupos que han sido víctimas de injusticias cambia históricamente, de manera que los principios sustantivos subsecuentes de asociación política verdaderamente rastreen su voluntad y los efectos de dependencia del camino desaparezcan, podemos decir que la injusticia ha sido superada. Y se podría decir lo mismo acerca de los casos de colonización, un tema al cual regresaré más adelante.

Para que una oferta asociativa sea considerada efectivamente igualitaria y recíproca, he argumentado, se requiere del consentimiento de quienes la reciben. El consentimiento es, por supuesto, una representación imperfecta del seguimiento de la voluntad de un agente (es decir, uno puede acceder a una oferta manipuladora y la asociación que resulte de esto seguiría siendo injusta), pero si catalogamos estas complicaciones, y a falta de una mejor alternativa (a la cual yo estaría abierta), es posible que el consentimiento nos brinde una primera aproximación. Sin embargo, decir que se requiere este consentimiento, no implica que se cometa un mal al no consentir. Los residentes podrían estar cometiendo un mal moral al rechazar las ofertas justas y recíprocas para establecer una asociación, y los visitantes deberían ejercer presión moral con el fin de persuadir a tales sociedades a unirse a dichas asociaciones. Pero cabe insistir que tal presión moral debe reflejar lo que los abogados llaman “negociación de buena fe”, y, aunque pueda parecer difícil ser más específicos respecto a lo que este criterio conlleva de forma positiva, resulta fácil ver lo que descarta. La mayoría de los casos históricos de interacción entre colonizadores y colonizados, así como gran parte de las ofertas de asociación política, las cuales culminaron en la firma de tratados y contratos, estaban lejos de ejemplificar las negociaciones de buena fe. En muchos casos, los intercambios se efectuaron bajo condiciones que dependían de determinados bienes introducidos por los europeos por primera vez: el alcohol fue un ejemplo claro; las pistolas y otras armas, las cuales condujeron a carreras armamentistas entre tribus vecinas, otro (véase Banner, 2005: 52-53). Sin embargo, en otras circunstancias, los términos de intercambio fueron engañosos y manipulados en beneficio de los colonizadores a expensas de los colonizados. Considérese el ejemplo del tratado de Waitangi -estipulado en 1840 entre el representante de la Reina Victoria, el Capitán William Hobson, y los líderes maoríes-, cuyo resultado fue la adhesión de Nueva Zelanda a la colonia de la Corona británica, Nueva Gales del Sur. Los textos ingleses difieren de los maoríes de manera tan radical que se sospecha del carácter de las negociaciones entre los representantes de su Majestad y el pueblo maorí; donde la versión inglesa del tratado dice que los jefes le ceden a la Reina “todos los derechos y poderes de soberanía”, el texto maorí menciona que éstos renuncian a la “custodia de sus tierras”. En el texto inglés se les garantiza a Jefes y Tribus “la posesión completa, exclusiva e imperturbable de sus Tierras”; en el texto maorí la Reina está de acuerdo en proteger a jefes, subtribus y a todas las personas de Nueva Zelanda en el “ejercicio incondicional de su jefatura”. Resulta fácil entender que el ejercicio incondicional de la jefatura es algo muy cercano a lo que podríamos considerar, en la actualidad, como soberanía, y, precisamente, los maoríes pensaron haber conservado esto, así como las autoridades inglesas aseguraban haberlo adquirido.26

Desde luego, uno puede argumentar que la mala fe de los colonizadores quizá no es la única razón por la cual tales ofertas de asociación no cumplen las condiciones de igualdad y reciprocidad. La diversidad en la interpretación de conceptos, como el de derecho, soberanía y propiedad, puede tener un papel importante. Es bien sabido que en el caso de los contratos por tierras entre colonizadores ingleses y pueblos indígenas, una razón muy citada, según la cual se da esta discrepancia en la interpretación, es la naturaleza mutuamente excluyente de cómo conciben la propiedad. Mientras que los ingleses tendían a considerar la tierra como un artículo de compra-venta, y los derechos a la propiedad como autorizaciones para tener acceso total y exclusivo a ésta, las concepciones indígenas estaban basadas en el usufructo de la tierra y los contratos eran vistos como acuerdos provisionales que necesitaban ser reconsiderados con el paso del tiempo.27 No obstante, así como esos (pocos) casos de negociaciones exitosas nos lo recuerdan, es importante no exagerar respecto a esas diferencias. Como lo ilustra el caso de las negociaciones de William Penn con las tribus Lenape y Susquehannock entre 1680 y 1718, los colonizadores poseían un entendimiento sofisticado acerca de las culturas y protocolos de estos grupos. Lograron interactuar con ellos gracias al apoyo de una amplia gama de administradores, diplomáticos y mediadores culturales, cuyo papel fue más allá de simplemente traducir discursos e intercambiar bienes: incluyó el aprendizaje de las prácticas culturales de estas tribus, la interpretación de sus modales y gestos, la asistencia a sus ceremonias públicas, así como a eventos sociales, y, de manera más general, el desarrollo de términos y estilos de interacción apropiados que se pudieran adaptar a las demandas tanto de visitantes como residentes. Así, el caso de conflicto cultural, incompatibilidad de modos de vida y el miedo justificado a lo otro pueden ser fácilmente sobreestimados.

VIII. La objeción del statu quo

En este punto, podríamos preguntarnos si no nos estaremos equivocando respecto a los acuerdos. ¿Por qué quienes llegan al final, sólo por haber sido los últimos, deben esforzarse para convencer a los residentes acerca de la necesidad de compartir la tierra y los recursos si, desde un principio, negamos que ellos tienen el derecho a ambos? ¿Una estrategia tal no está simplemente legitimando el statu quo, sin considerar necesidades más apremiantes? ¿No estaremos reconociendo de facto que quienes ocupan determinados territorios tienen el derecho a seguirlo haciendo?

La objeción relacionada con el statu quo es importante. Si los residentes actuales tienen el deber de asociarse con los visitantes en términos de reciprocidad e igualdad, y tales solicitudes son ignoradas continuamente, necesitamos pensar en las condiciones bajo las cuales los visitantes pueden perseguir sus fines más vitales, de tal manera que no terminen siendo un simple respaldo del statu quo. Es necesario encontrar un equilibrio entre los derechos de los visitantes a un reparto justo tanto de territorio como de recursos, y aquellos derechos de los residentes actuales que pueden afirmarse de forma independiente a los derechos territoriales (por ejemplo, el derecho a la vida). En ausencia de instituciones comunes, es difícil proporcionar criterios no arbitrarios ni imparciales acerca de cómo debe llevarse a cabo esto. Pero en casos donde los visitantes son verdaderamente abyectos, sin armas y en condiciones de vulnerabilidad, podemos conceder que se les permita tomar porciones de tierra y recursos que no interfieran con estos otros derechos (los no territoriales) de los residentes actuales.28

En este punto, uno podría preguntarse si acaso el precio de esta concesión es terminar legitimando el colonialismo de asentamientos. Pero esto no es necesariamente el caso. Los derechos de los visitantes tanto a porciones no esenciales de territorio como a recursos utilizados por los residentes son provisionales y no exclusivos. Estos derechos aplican en conjunto con un deber de asociación constante y pueden ser reconsiderados por completo una vez que las instituciones políticas adecuadas entren en vigor (de igual manera, los derechos de los residentes pueden ser reexaminados radicalmente). También permanece abierta la posibilidad de que dichos derechos sean cuestionados por las eventuales demandas de los recién llegados. El colonialismo de asentamientos no es provisional ni indefinido y tampoco le da la bienvenida a los recién llegados, se basa en el cumplimiento de derechos unilaterales a la adquisición. Aunque he reconocido que el uso unilateral (pero no la adquisición) de determinados recursos puede ser permitido en ciertas circunstancias, este derecho al uso se fundamenta en la necesidad, pero no legitima las instituciones políticas construidas sobre él.29 El colonialismo de asentamientos justifica las instituciones coloniales para que consoliden los derechos previos a la apropiación unilateral del excedente de tierras y recursos. En mi opinión, todas esas instituciones siguen siendo ilegítimas. Aun si las demandas de apropiación de tierras y recursos pueden ser, en ocasiones, permitidas, no es posible construir instituciones legítimas sobre estas bases.

¿Qué sucede con el colonialismo comercial? Si reconocemos que quienes vienen de fuera pueden tener ciertos derechos al uso de tierra y recursos, y si negamos que las instituciones se puedan construir sobre esa base, ¿acaso no somos cómplices de una forma débil de colonialismo, la cual deja intacta la configuración institucional tanto de residentes como de recién llegados, pero que legitima su forma unilateral de asociación política? De nuevo, esto no es necesariamente el caso. El problema con el colonialismo comercial surge de no reconocer que, incluso si la imperiosa necesidad puede en ocasiones justificar la utilización unilateral de recursos, no se puede recurrir a los reclamos resultantes o las vinculaciones desarrolladas en el curso de tales intervenciones con el fin de justificar el goce continuo de tales recursos. Cualesquiera que hayan sido los patrones de interacción establecidos bajo estas condiciones, necesitan ser reconsiderados; además, es posible que cambien radicalmente, una vez que una asociación construida con base en los términos de interacción apropiados entre en vigor. En lo aquí expuesto, tanto el goce unilateral de ciertos beneficios por parte de los residentes, así como la apropiación unilateral de éstos por parte de los que vienen de fuera son injustos. Pueden estar mal en grados diferentes, pero, como se mencionó al inicio, aquí, no es de mi interés a qué grado. Es posible que en ciertas circunstancias se puedan permitir determinadas acciones, pero éstas, aun así, no son correctas; las sigue dictando el derecho de necesidad. Justo como en el caso del colonialismo de asentamientos, en el caso del colonialismo comercial, si en algún momento se establece una asociación política adecuada, la distribución que haga conforme al reclamo de tierras y recursos de cada una de las partes interesadas no necesita derivarse de los derechos preinstitucionales de los cuales gozan sus miembros, como sea que éstos hayan sido determinados.30

IX. La objeción al estado legítimo

En la sección II, se definió al colonialismo como un fenómeno que involucra a grupos organizados políticamente. Pero se dijo muy poco acerca de la composición interna y el grado de representación democrática en dichos grupos. A estas alturas, uno podría preguntarse lo siguiente: ¿si el apoyo a este ideal particular de asociación política implica que si un agente determinado (ya sea un Estado, una tribu o cualquier otra institución que se atribuya autoridad en nombre de un grupo minoritario) les niega un voto de igualdad y reciprocidad a las reivindicaciones de sus miembros, es posible incorporarla a otra asociación que respete los criterios de reciprocidad de asociación política? Si un grupo está regido de manera paternalista, ¿no debería otro grupo, presuntamente menos paternalista, incorporarse al territorio donde reside y ofrecer a sus miembros una representación en términos de igualdad y reciprocidad? Es difícil entender la razón de esto. Si se les niega a los miembros de un grupo la representación dentro del mismo, no está claro que deban ser forzados, de forma unilateral, a entrar a otra asociación que también les imponga sus términos desde el principio. Dos errores nunca suman un acierto. La conquista y la incorporación están mal porque son formas unilaterales de asociación política, las cuales fallan en establecer términos de igualdad y reciprocidad de interacción política. La unilateralidad de estas acciones permanece igual, sin importar si el agente con el cual uno intenta asociarse está libre de restricciones internas o si es gobernado de manera paternalista. También se mantiene igual en los casos donde la violación de la reciprocidad y la igualdad en la creación de normas de asociación traen consigo un nivel de mejora en los principios sustantivos que estructuran a dicha asociación.

Para entender este argumento, considérese una analogía doméstica. Supongamos que en un matrimonio ideal se le permite a cada uno elegir al compañero de vida, y cada uno tiene igual derecho respecto a cómo deben vivir juntos. Supongamos que una mujer se encuentra en un matrimonio infeliz, arreglado por sus padres. Su pareja bebe, casi no la escucha y dirige el hogar con mano de hierro. En algún momento, sus padres se dan cuenta que hicieron mal en obligarla a casarse y aseguran que han encontrado una salida para ella, una solución que requiere poner fin al matrimonio (con cierto precio de por medio, por menor que sea), pero que la obliga a comprometerse en otro acuerdo matrimonial. El segundo candidato con quien debe casarse, tiene más dinero, es más atractivo físicamente, más sofisticado y, en general, tiene mejor reputación. ¿El hecho de que el segundo matrimonio aparentemente ofrece mejores posibilidades lo hace menos incorrecto que el primero? No lo creo. La razón es que en ambos casos ella no tiene voz ni voto respecto a con quién casarse y en qué condiciones deben seguir su vida juntos. Por supuesto, esto no implica que el segundo esposo no sea mejor que el primero. Pero la cuestión de qué está mal con un matrimonio forzado es distinta a la cuestión de cuál es el mejor marido. También es diferente del asunto de si es bueno terminar el primer matrimonio y comenzar uno nuevo, o si, en ciertas circunstancias, pueda haber una obligación de hacerlo. De igual manera, como adelanté en la sección II, en este artículo no se pide elegir entre el colonialismo y las relaciones locales opresivas. Tampoco se pide clasificar los ejemplos de colonialismo en la categoría de más o menos aceptable. Y no se pide tomar una decisión respecto a la legitimidad de la intervención humanitaria o a cómo llevar a cabo el ideal de asociación aquí discutido. En este artículo se tiene la intención de ofrecer un argumento que explique por qué incluso el colonialismo de tipo benigno (el colonialismo de intervención humanitaria, digamos) debe considerarse un mal de una forma específica.

Para resumir este punto: se debe hacer una distinción entre qué constituye alejarse de un ideal determinado y cómo actuar para llevar a cabo ese ideal. Recordemos que no hay signo de interrogación al final del título de este artículo. Pedí a mis lectores reconocer que hay algo mal con el colonialismo. Este mal puede mostrarse en el alejamiento de un ideal de asociación que falla en respetar la igualdad y la reciprocidad durante la creación de sus normas y, con frecuencia, en los principios sustantivos que gobiernan tal asociación. Si nos preguntamos acerca de cómo actuar para establecer un determinado tipo de asociación, podríamos reconocer que una mejora en la segunda dimensión (los principios sustantivos) contrarrestaría el mal involucrado en la primera (la creación de normas). Pero la pregunta de qué está mal con el colonialismo puede distinguirse a partir de las cuestiones relacionadas con la aceptabilidad de los costos de, digamos, terminar con la opresión local, la intervención humanitaria, los acuerdos benéficos obtenidos a través de la manipulación de las élites, o los regímenes paternalistas benignos. Por otro lado, aun si se concede (de forma renuente y por el bien del argumento) que algunas o todas estas prácticas son necesarias con el fin de mejorar ciertos principios sustantivos, la relación resultante no es menos colonial con respecto a cómo se crean las normas de asociación y, por tanto, no menos incorrecta.

X. El colonialismo en el pasado, el presente y el futuro

En este punto podemos ilustrar las implicaciones de nuestro marco teórico para comprender el mal del colonialismo de manera independiente de los derechos territoriales. El colonialismo, argumenté, es una forma inaceptable de asociación política, pues no refleja un ideal de trato igualitario y reciprocidad, el cual debiera sustentar todo intento de expandir los límites de cooperación política. Las condiciones contingentes de la vida llevan a los seres humanos a buscar constantemente la interacción con otros, incluyendo el hecho de compartir la tierra y los recursos con la gente ubicada en áreas geográficas distantes. Sería difícil negar la viabilidad de dichos intentos, pero sería un error imponer esas pretensiones mientras no se ponga atención a los reclamos de quienes están siendo afectados por ellas. Y sería perverso interpretar esas demandas de manera tal que niega la igualdad y la reciprocidad a aquéllos con quienes se busca establecer una asociación. Disociar el colonialismo de los derechos territoriales implica aceptar que no hay una presión por mantener a los territorios de las comunidades políticas aislados unos de otros, y que es probable que haya una fuerza cosmopolita sobre las instituciones políticas existentes. Pero, de igual manera, implica que el modo de asociación política debería darle voz a los reclamos, tanto de residentes como de la gente nueva, que la forma en la cual buscamos expandir los límites de asociación política debería reflejar normas creadas en conjunto, las cuales proyecten igualdad y reciprocidad. Si se fuerza a los colonizados a unirse a una asociación política, donde las reglas se establecen y mantienen sin su opinión, están siendo agraviados. En todos esos casos, se puede generar la crítica al colonialismo independientemente de la defensa de los derechos territoriales.

Este intento por disociar la crítica al colonialismo de la defensa de los derechos territoriales tiene varias implicaciones. Una de ellas está relacionada con el pasado. En tanto que los descendientes de grupos colonizados demanden una rectificación por el mal perpetrado en el pasado, es posible que las medidas rectificadoras adecuadas estén relacionadas o no con la devolución de la tierra y con el uso de los recursos naturales a disposición de sus antepasados. Esto es particularmente importante en el caso de los conflictos que involucran a indígenas y a descendientes de grupos colonizadores en lugares como Nueva Zelanda, Australia y Norteamérica. Si consideramos la injusticia colonial no como la toma injusta de territorio, sino como el establecimiento de una forma inaceptable de asociación política, no es necesario insistir en que la tierra hipotéticamente sagrada o ciertos recursos deban ser devueltos, a toda costa, a estos grupos. Por supuesto, en muchos casos habrá todo tipo de razones para respetar las preferencias de estos grupos, y si éstas conciernen al acceso a determinada tierra y recursos, es probable que queramos ajustarlas tanto como sea posible. Pero cabe insistir en que no lo estamos haciendo porque reconozcamos la fuerza de las reivindicaciones de adquisición, ocupación o apego; lo hacemos debido a que, en algunos casos, la mejor manera de enmendar nuestro comportamiento indebido en el pasado es concediéndole a la gente lo que quiere, sin importar por qué lo quiere e incluso si lo que desea no es algo a lo que tendría derecho en primer lugar.

Por lo tanto, argumentar que no se ha violado ningún derecho territorial no implica que no se haya cometido ninguna injusticia; mucho menos, que ésta haya sido superada.31 El modo en que habían estado operando las instituciones coloniales bien podría indicar que los descendientes de los grupos colonizados siguen estando privados del derecho de representación (ya sea de manera formal o sustancial) en los países donde residen.32 Si ése es el caso, éstos permanecen vulnerables a que la injusticia colonial simplemente se renueve, sin importar nuestra opinión respecto a sus derechos territoriales. Las medidas que rectifiquen la distribución de tierra y recursos deben tomarse seriamente sólo si contribuyen a que estos grupos venzan la inaceptable forma de asociación política en curso.

Otra de las repercusiones de lo que aquí explico se relaciona con los efectos de la descolonización en la actualidad. En la crítica al colonialismo propuesta en este artículo, los males del colonialismo no necesariamente son reparados cuando se les devuelve el territorio a los miembros de la antigua colonia. Más bien, tienen remedio cuando los términos de interacción política entre antiguos colonizadores y colonizados se acercan al ideal de asociación política descrito en los párrafos anteriores. Un grupo puede ser independiente, desde un punto de vista formal, y disfrutar de derechos territoriales, pero, en los hechos, seguir dependiendo de su antiguo amo colonial en casi todos los asuntos económicos y políticos: Françafrique representa un claro ejemplo.33 Por el contrario, es posible que un grupo todavía comparta la misma asociación política con un antiguo amo colonial, pero puede que sus miembros ahora estén completamente emancipados, lo cual reflejaría los criterios de igualdad y reciprocidad. Los departamentos franceses de ultramar, Guadalupe y Martinica, constituyen dos ejemplos relevantes: sus residentes son ciudadanos franceses con plenos derechos legales y políticos; además, sus representantes son parte de la Asamblea Nacional y del Senado francés. En la crítica al colonialismo presentada en este artículo, en el primer caso no se ha restablecido la justicia; y no se está cometiendo ninguna injusticia en el segundo.

Una repercusión más guarda relación con la actualidad. La presente crítica al colonialismo introduce una nueva forma de pensar acerca de las actuales relaciones políticas entre Estados. Aun si las prácticas de interacción actuales ya no afectan más los derechos territoriales de los grupos, cuando la igualdad y la reciprocidad son violadas en la comunicación y el intercambio, es posible que todavía haya bases para criticar estas prácticas por su naturaleza neocolonial.34 Ya sea que estas prácticas sean características del comportamiento de un solo país, como Estados Unidos, o de un conjunto de países que trabajen de manera concertada, como la Unión Europea; ya sea que solamente se extiendan a relaciones comerciales o que también incluyan una dimensión social, política y cultural, es necesario considerarlas como modelos específicos de asociación política. En la medida en que estos modelos se basen en relaciones políticas que niegan la igualdad y la reciprocidad a todos sus miembros en el proceso de comunicación e intercambio comercial, en tanto busquen asegurar ventajas estratégicas para sus compañías y mercados, la diferencia con instituciones como la Compañía Británica y la Neerlandesa de las Indias Orientales -así como con los poderes coloniales que las patrocinaban- radica sólo en el grado más que en el tipo.

Una tercera repercusión concierne al futuro. La crítica al colonialismo expuesta en este artículo implica que los derechos territoriales de los Estados actuales (hayan sido antiguos colonizadores o colonizados) pueden ser impugnados. Esto significa que los derechos de los Estados de excluir a los forasteros y controlar los recursos naturales de manera unilateral (al grado en que estas demandas se asocien con los derechos territoriales) también podrían serlo. Tal cuestionamiento sigue vigente incluso si negamos que la pretensión de obtener la jurisdicción territorial se relacione con el derecho a controlar el flujo de personas y la distribución de recursos de una forma particularmente directa. Aunque la exploración más detallada de este problema excede el alcance de este artículo, su relevancia debería quedar clara en los debates sobre migración, la legitimidad del control de fronteras y la justicia distributiva global.

Por último, una consideración similar del colonialismo ejerce presión sobre la idea de que existe un vínculo intrínseco entre éste y la autodeterminación territorial, o entre la injusticia colonial del pasado y el derecho de secesión. Pero lo hace al mismo tiempo que acepta que no existe una diferencia entre los antiguos grupos colonizados y las minorías locales oprimidas.35 No todo caso del mal colonial promueve el derecho ya sea a la autodeterminación territorial o a la secesión; ni tampoco los principios correctivos se relacionan exclusivamente con la capacidad política del pueblo colonizado para formar su propio Estado. Esto no quiere decir que debamos excluirlos, al menos no necesariamente. Mucho depende de la posibilidad de restaurar los términos tanto de igualdad como de reciprocidad en la cooperación política entre colonizadores y colonizados, así como de las condiciones contextuales subyacentes a tales tentativas de reconstrucción. Históricamente, la omnipresencia y brutalidad de la opresión colonial ha llevado a que las víctimas del régimen colonial percibieran el rompimiento de toda relación política con sus antiguos amos como la única manera razonable para seguir adelante. Pero en distintas circunstancias políticas, esa opción podría no ser la única.

XI. Conclusión

Con frecuencia, el mal del colonialismo ha sido examinado en relación con la justificación de los derechos territoriales. El propósito principal de estas páginas ha sido desentrañar estas dos cuestiones. Se argumentó que el colonialismo sigue siendo un mal, ya sea que los colonizadores tengan o no el derecho a una extensión de tierra determinada en la cual se hayan establecido a lo largo de la historia. El mal del colonialismo consiste en el hecho de que encarna una forma de relación política moralmente objetable, no en la ocupación, presuntamente indebida de la tierra que le pertenece a otros. Con el fin de comprender este mal, no debemos enfocarnos en las modalidades de asentamientos y la ocupación de un área geográfica determinada, sino en los términos de interacción política establecidos entre colonizadores y colonizados. La naturaleza moralmente objetable de esta interacción se revela de inmediato, incluso si no se puede encontrar una justificación concluyente de los derechos territoriales de los grupos.

Mi crítica al colonialismo fue elaborada para atraer a quienes tienden a ser escépticos ante el nacionalismo, pero que siguen convencidos del mal del colonialismo, independientemente de lo primero. Respecto al tema de una evaluación directa del nacionalismo ofrecí poco, pero puede resultar muy valioso concluir simplemente mencionando que tal vez no todos los lectores estarán de acuerdo con mi crítica ni con las conclusiones propuestas. Si ese es el caso, conservo la esperanza de que, aun así, las opiniones expuestas hayan tenido un papel heurístico útil. Es probable que quienes sigan estando en desacuerdo se den cuenta de que, para ellos, el colonialismo no está mal después de todo. O si aun así piensan que el colonialismo está mal, pero les es difícil concordar con las razones que presento para explicar este mal, quizá se debe a que, después de todo, los nacionalistas tienen algo de razón.

Agradecimientos

La autora agradece al Consejo Australiano de Investigación por el apoyo recibido para la elaboración de este artículo (Australian Research Council, DP110100175). Se presentaron versiones anteriores en Bristol, Princeton, San Diego, Uppsala, Dublín, Sheffield, lse, anu, Darmstadt, Copenhague, Melbourne y en Queen’s University en Kingston. Igualmente, agradece a quienes participaron en estos eventos, en especial a Chris Armstrong, Ann Barron, Chris Bertram, Garrett Brown, Dan Butt, Amandine Catala, Paige Digeser, Chris Essert, Graham Finlay, Katrin Filkschuh, Bob Goodin, Leigh Jenco, Catherine Lu, David Miller, Margaret Moore, Avia Pasternak, Nic Southwood, Tim Waligore y Jonathan White, cuyas conversaciones y comentarios le resultaron de gran utilidad. Además, expresa su agradecimiento a Annie Stilz por la lectura de varios de sus borradores, así como al editor y los revisores de Philosophy & Public Affairs por su ayuda con la preparación de la versión final.

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*Publicado originalmente en Philosophy & Public Affairs, vol. 41, núm. 2, primavera, 2013. Signos Filosóficos agradece a la autora y a la editorial John Wiley & Sons, Inc., por la cesión de los derechos para publicarse en español.

*Conocido en español como “El arma de la no-violencia”.

1Mi definición de derechos territoriales sigue la línea de discusiones recientes al hacer una distinción entre tres elementos diferentes: (a) el derecho a la jurisdicción; (b) el derecho a controlar y utilizar los recursos que se encuentran disponibles en el territorio; y (c) el derecho a controlar el traslado de bienes y de personas a través de las fronteras del territorio. Para una reconstrucción y crítica acerca de las principales posturas, véase Ypi, 2013: 241-253.

2Acerca de los debates sobre derechos territoriales relacionados con la crítica al colonialismo, véanse Brilmayer, 1991; Buchanan, 2003; Moore, 1998, y Simmons, 1995.

3Resolución 1514 (XV), en [http://www.un.org/en/decolonization/history.shtml], consultado: 29 de febrero de 2012.

4Acerca de este tema, véase Craven, 2007: 85-86.

5Véase, por ejemplo, Waldron, 1992.

6Véase Oxford English Dictionary [http://www.oed.com/view/Entry/36547].

7Escrito originalmente en 1542 y publicado en 1552.

8Sería demasiado restrictivo definir al colonialismo como una relación que ocurre sólo entre Estados, pues esto deja fuera los derechos de los grupos indígenas, los cuales pudieran compartir tanto una estructura como canales políticos para la toma coordinada de decisiones. Para una discusión acerca de las implicaciones de este punto, véase también Kymlicka, 2010.

9Para el desarrollo acerca de la versión individualista, véanse Steiner, 2005; Simmons, 2001; para la interpretación colectivista, véase Nine, 2008.

10Publicado originalmente en 1625.

11“Al principio”, escribe Locke, “todo el mundo era América”. Véase Locke, 1988: II.49, publicado originalmente en 1690. Para una excelente discusión acerca de la relación de Locke con el colonialismo inglés, véase Arneil, 1996.

12Es probable que hayan estado equivocados respecto a esto. Numerosos reportes de los primeros pobladores europeos de Norteamérica informaban que los indios sí trabajaban sus tierras y distribuían las propiedades. La historia de cómo los indios salvaron a los primeros colonos ingleses, en Jamestown y Plymouth, de morir de inanición llevándoles maíz y enseñándoles cómo plantar es bien conocida. Véase Banner, 2005: 20. Pero el punto aquí no es si Locke y los otros pudieron haberse enterado de estos reportes o si escogieron cierta evidencia de mala fe. Más bien, se trata de atraer la atención hacia la idea de territorio que utilizaron para justificar la colonización europea, a partir de lo que aseguraban saber.

13Muchas de las observaciones de Alan John Simmons en su discusión acerca del “recorte” son compatibles con estos comentarios: véase Simmons, 1995: 165.

14Para saber acerca de las discusiones sobre el derecho a tratar a los extranjeros con hospitalidad, véanse Cavallar, 2002; Pagden, 2000.

15Para una discusión sobre este argumento en el contexto de la conquista española, véase Pagden, 1987.

16Para una excelente discusión acerca de este punto, véase Steiner, 2005.

17Véase Heath Wellman, “Political legitimacy and territorial rights”, manuscrito inédito.

18Un argumento como éste se basa en la idea de la autodeterminación de las comunidades culturales e históricas aprobada por los nacionalistas.

19El argumento más sofisticado en favor de este criterio lo proporciona Stilz, 2011: 582-587.

20Véase la discusión acerca de este tema en Tuck, 2001: 233.

21La afirmación no era inverosímil: como algunos autores han argumentado, lo que permitió a Inglaterra eliminar la hambruna de 1623, la última que el país experimentaría, fue el crecimiento de las colonias. Para una discusión sobre este punto véase Tuck, 2001.

22Para una excelente discusión acerca de este punto, la cual también examina sus implicaciones en los debates actuales acerca de la justicia global, véase Flikschuh, 2014.

23He desarrollado este punto en Ypi, 2014.

24He discutido la cuestión de cómo aplica la justicia distributiva a las relaciones coloniales en Ypi, Goodin y Barry, 2009.

25Curiosamente, Kant cree que es posible forzar a los individuos a ser parte de una asociación política, pero no con agentes políticos organizados. Por tanto, los kantianos que piensan de modo similar se resistirían a mi analogía con casos particulares. Sospecho que el motivo de la postura diferenciada de Kant respecto a la coerción local e internacional es que, para él, los individuos no tienen ningún derecho sustantivo fuera de una comunidad política (incluyendo el derecho a la autodefensa); entonces, no podrían apelar a aquellos otros derechos al oponer resistencia a la asociación política aplicada de manera coercitiva. No obstante, es posible que esto no aplique a los grupos. Una vez que un sistema político organizado se haya instituido para garantizar ciertos derechos, puede que esté al mando sin reconocer determinados derechos (por ejemplo, a la autodefensa), si no es que también otros (por ejemplo, al territorio).

26Para una discusión más profunda acerca de este caso y los problemas morales que plantea, véase Goodin, 2000.

27Para una discusión en relación con esto, véase Hsueh, 2011.

28Entonces, uno puede imaginarse varias reacciones posibles a este acto unilateral, donde, en el escenario más optimista, los residentes y visitantes viven lado a lado sin estar cooperando unos con otros ni siendo hostiles; y, desde el punto de vista más pesimista, los residentes responden con violencia a la apropiación pacífica por parte de los visitantes. Aunque, como se enfatizó en el apartado anterior, es importante no sobreestimar el último caso, su evaluación moral depende de la teoría de la guerra justa, así como de las suposiciones acerca del daño defensivo que uno tenga, y requiere un trabajo más profundo para darle una respuesta adecuada. Mi punto de vista es que, a menos que seamos muy optimistas respecto a los motivos de las exigencias de cada parte y la posibilidad de adjudicación sin referirse a las instituciones compartidas, cualquier cosa que digamos en respuesta a dichos casos seguirá siendo problemática desde el punto de vista normativo.

29Este argumento se puede entender en analogía con el frecuentemente llamado “derecho de necesidad”. Éste ha estado presente por mucho tiempo en la tradición legal de Occidente y en la historia del pensamiento político: se desarrolló por vez primera en el derecho canónico medieval y después fue adoptado tanto en el derecho civil como en el derecho común inglés. Después se lo apropiaron autores como Grocio, Pufendorf y Vattel, y apareció, de una forma u otra, en los escritos de Hobbes, Locke, Rousseau, Kant, Fichte y Hegel. Aunque tal derecho no podría considerarse un principio de justicia propiamente dicho, fue invocado para justificar la toma unilateral y excepcional de ciertos recursos en casos de necesidad apremiante. Para una discusión reciente, véase Van Duffel y Yap, 2011.

30Aunque, como enfaticé en la sección VI, tampoco tiene por qué defraudarlos.

31Por ejemplo, Jeremy Waldron (1992) reconoce que los indígenas, en un principio, tenían derecho al territorio del cual fueron despojados. El autor defiende la superación de la injusticia histórica respecto a las tierras de los aborígenes sobre la base de la necesidad de crear un espacio para los derechos territoriales en conflicto de otros grupos. Pero si ese argumento funciona, también puede ser usado para negar que los grupos indígenas alguna vez tuvieron el derecho de excluir a los forasteros de acceder a su tierra, lo cual implica que la injusticia sea superada no porque las circunstancias cambien, sino debido a que nunca existió.

32He discutido esta cuestión en Ypi, Goodin y Barry, 2009: 127-129.

33“Françafrique” fue un término acuñado por el presidente Féliz Houphouët-Boigny de Costa de Marfil para referirse, de forma positiva, a la relación entre Francia y sus antiguas colonias, pero ha sido usado de manera negativa para destacar la naturaleza neocolonial de las relaciones de Francia con varios países africanos francófonos. Para una crítica reciente, véase Foutoyet, 2009.

34Parte de esta crítica es consabida en la literatura reciente sobre derecho internacional y relaciones internacionales. Véanse, por ejemplo, Anaya, 2000; Keal, 2003; pero, salvo algunas excepciones, ha sido desatendida por los teóricos normativos. Las excepciones son Beitz, 2009: cap. 8 y Flikschuh, 2011.

35Muchos autores han criticado la manera en que el derecho internacional distingue entre los antiguos Estados colonizados y las minorías nacionales dentro de la discusión acerca de la autodeterminación, sugiriendo que cualesquiera que sean las razones que uno tenga para conceder la autodeterminación a los primeros, también aplican para los segundos: Kymlicka, 2010. Concuerdo con la crítica, pero considero el requisito de ser consistentes en un sentido diferente, el cual no necesariamente vincule la idea de remediar la injusticia colonial con la autodeterminación.

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