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Signos filosóficos

versión impresa ISSN 1665-1324

Sig. Fil vol.18 no.35 Ciudad de México ene./jun. 2016

 

Artículos

El desamparo humano en medio de los procesos de modernización. Un breve ensayo de filosofía política en torno al totalitarismo con especial referencia al Tercer Mundo

Human abandonment within modernization processes. A brief essay of political philosophy on totalitarianism with special stress on the Third World

H. C. F. Mansilla* 


Resumen

Una visión crítica del totalitarismo es necesaria por la perseverancia de las condiciones que crearon el totalitarismo clásico, fenómeno que se puede percibir hoy en algunas regiones del Tercer Mundo. Es útil una clara distinción entre autoritarismo y totalitarismo, para luego analizar las posibilidades del último derivadas del populismo carismático y de las rutinas despóticas de culturas no democráticas y antipluralistas. En el Tercer Mundo, y a causa del proceso de modernización parcial, florecen ahora las patologías de la modernidad, que acompañan al totalitarismo.

Palabras clave: Autoritarismo; cultura política; Arendt; Furet; totalitarismo

Abstract

A critical approach on totalitarianism is necessary because of the permanence of those conditions which produced the classical totalitarian regimes. This phenomenon can be also perceived today in some regions of the Third World. A clear distinction between authoritarianism and totalitarianism is useful, in order to further analyze the possibilities of totalitarianism contained in charismatic populism and in the despotic routines of non-democratic and anti-pluralistic cultures. In the Third World and because of a partial modernization process, the pathologies of Modernity flourish now, which are distinctive of totalitarianism.

Keywords: Authoritarianism; civic culture; Arendt; Furet; totalitarianism

Introducción: la teoría del totalitarismo de Hannah Arendt

Parece anacrónico o, por lo menos, exagerado hablar de totalitarismo en el siglo XXI. Al lado de la expansión de la democracia de talante juvenil de carácter lúdico y de alcance universal, permanece activo un fenómeno que se alimenta de aquello que pervive por lo menos desde la primera mitad del siglo XX y analizado brillantemente por Hannah Arendt: la patología de la Modernidad. Ésta se manifiesta, entre otras cosas, en las relaciones humanas convertidas en fríos vínculos funcionales, la anonimidad de las grandes ciudades, la soledad y el desamparo del individuo (que ha perdido sus raíces y nexos primarios), las personas con un yo débil, la sociedad de masas, la decadencia del espíritu crítico-político y la tendencia a la burocratización.1 El desamparo del ser humano, el sinsentido de la historia, el predominio ciego de la técnica sobre la naturaleza y la decadencia nihilista de la vida social representan conceptos usuales en pensadores como Georg Lukács, Martin Heidegger y Max Horkheimer ya antes de la Segunda Guerra Mundial (véase Habermas, 1998: 228-248).

Los fenómenos aquí mencionados representan importantes factores sociales que traspasan las fronteras del ámbito europeo occidental y que adquieren una dimensión planetaria. En muchos países de Asia, África y América Latina, cuyos procesos de modernización a partir de la segunda mitad del siglo XX denotan un ritmo muy acelerado con resultados globales muy dudosos, se puede constatar una situación básica similar. La teoría de Arendt intentó comprender lo nuevo y lo complejo que conllevaron los experimentos totalitarios de la primera mitad del siglo XX, cuando los conceptos políticos y éticos habituales de esa época (como los de responsabilidad y culpa individuales) no dieron cuenta de la monstruosidad que generaron los regímenes totalitarios (Arendt, 1973: 305-340 y 468-477).2

En las últimas décadas se puede percibir un considerable renacimiento de la filosofía de Arendt 3 porque su teoría, centrada en el “sentido de las proporciones humanas” (Sontheimer, 2013: 16), permite comprender elementos y regímenes totalitarios en contextos muy diversos, incluyendo numerosas naciones del Tercer Mundo, cuyos procesos de modernización van adquiriendo los rasgos patológicos ya conocidos del ámbito occidental. Se trata de un procedimiento hipotético, aproximativo y a veces titubeante; este enfoque mantiene, sin embargo, una orientación normativa, fundamentada en el humanismo racionalista. Aquí conviene enfatizar que las llamadas teorías clásicas acerca del totalitarismo -la de Arendt es pionera en todo sentido-4 son construcciones originales, multidisciplinarias y de formulaciones brillantes, concebidas por mentes preclaras que tuvieron una experiencia de primera mano acerca de los fenómenos estudiados. En ellas se percibe el soplo de la creación innovadora. En las obras posteriores, escritas por catedráticos universitarios, se nota una pesada especialización profesional, una enorme cantidad de conocimientos, datos, citas y, obviamente, un espíritu cuidadoso y meticuloso a la hora de emitir juicios valorativos. Todo esto puede ser visto sin duda alguna como el necesario avance de la ciencia social e histórica, pero estos tratados carecen de la frescura y originalidad de los primeros, exhiben a menudo una erudición estéril con un estilo tedioso.5 Lo mismo puede afirmarse de la revista actual más conocida dedicada a estudios sobre el totalitarismo, cuyos textos son por lo general artículos muy convencionales enfocados en Europa Central y Oriental, que excluyen los grandes temas filosóficos, culturales y literarios que distinguieron la obra de Arendt, los cuales han resultado ser indispensables para comprender cabalmente los sistemas totalitarios.6

A comienzos del siglo XXI un enfoque que utiliza los aspectos rescatables de las teorías del totalitarismo es necesario por varios motivos. La terrible historia de los últimos 100 años y la praxis política contemporánea de numerosas sociedades del llamado Tercer Mundo muestran que tanto el avance tecnológico como el crecimiento económico pueden revigorizar tradiciones autoritarias, consolidando regímenes dictatoriales, con el peligro de transformarse en sociedades totalitarias. A la vista de esta posibilidad real, no debe sucumbirse a modas ideológicas que postulan la inexistencia de una perspectiva razonable para juzgar los méritos y deméritos de todos los modelos civilizatorios, porque éstos serían irreductibles a un metacriterio común de entendimiento y valorización. Esta corriente teórica relativista tiene la doble ventaja de una cómoda simplificación de la realidad y de una inmensa popularidad entre los intelectuales de aquellos países del Tercer Mundo, donde se han instalado regímenes populistas autoritarios mediante el voto popular.7 Por ello, a partir de un sentido común guiado críticamente, se deben hacer juicios valorativos bien fundamentados respecto de las cualidades intrínsecas de todos los modelos civilizatorios del planeta. Ese sentido8 trata de hallar posiciones intermedias (a) entre una aceptación acrítica de la ilustración europea y una negación deconstruccionista de todo racionalismo;9 (b) entre las teorías que promulgan la existencia de un sólo modelo normativo-positivo de desarrollo y aquellas que decretan la diversidad total de los regímenes civilizatorios, las cuales serían entre sí inconmensurables e incomparables; así como (c) entre universalismo y particularismo, ambos entendidos de manera dogmática como oposiciones binarias mutuamente excluyentes.

Se puede observar un ejemplo del sentido común crítico en la siguiente constelación: el derecho a ser diferente, la diversidad cultural y étnica, sólo puede ser substanciado en la realidad mediante la protección de normas universales que prescriben la tolerancia y condenan la intolerancia. En el plano de la política cotidiana, la diversidad cultural y étnica será efectivamente respetada, pues podrá florecer si las posiciones involucradas reconocen como norma superior el principio de la tolerancia, es decir, si admiten la compatibilidad de normas universales con la heterogeneidad de religiones, pueblos, culturas, razas y opiniones. Ya en 1964, Hannah Arendt (2013: 68) -adelantándose a una crítica del relativismo y el deconstructivismo actuales- afirmó que no debemos renunciar al intento de alcanzar una cierta objetividad histórica, pues, en cuanto impulso ético y estético, impregna las grandes creaciones del arte y la filosofía, las que así están contrapuestas al oportunismo y a la comodidad de las modas intelectuales.10

Diferencias entre autoritarismo y totalitarismo

Para comprender esta temática muy compleja es indispensable esbozar las distinciones entre autoritarismo y totalitarismo. No existe una transición obligatoria que conduzca de una cultura política autoritaria a un modelo totalitario de organización social. Las diferencias entre ambos no sólo son de naturaleza cuantitativa, sino también cualitativa. Todos los modelos totalitarios incluyen fundamentos autoritarios, pero no todos éstos representan una primera fase de aquéllos y, por lo tanto, no están predestinados a convertirse en regímenes de ese tipo. Uno de los mejores enfoques para distinguir autoritarismo de totalitarismo es el de Juan J. Linz (1978: 11-26 y 1973: 171-259). La diferencia más importante entre ambos reside en el hecho de que el régimen autoritario permite un pluralismo limitado, lo cual es imposible bajo un modelo totalitario. Este pluralismo limitado es tolerado durante largos periodos temporales, no es impulsado premeditadamente por los gobiernos autoritarios. Hace posible la articulación de variadas opiniones y la influencia de diversos intereses políticos sobre el accionar del Estado.

Por otra parte, los modelos autoritarios carecen de una ideología ubicua de índole obligatoria; en cambio, las sociedades sometidas al totalitarismo sufren una ideología casi universal, que permea y configura todos los aspectos sociales, además pretende poseer una validez dogmática con carácter de un credo único, verdadero y correcto. Bajo sistemas autoritarios encontramos obviamente una especie de doctrina oficial, pero se trata de propaganda gubernamental enfocada a ciertos espacios determinados de la vida social. En la masa de la población no se detecta un entusiasmo muy marcado por esta doctrina, que además debe competir con la religión establecida y con tradiciones de vieja data. Todo ello contribuye a diluir el impacto de la ideología propalada por instancias gubernamentales.

En sistemas totalitarios, la élite gobernante conforma un grupo muy pequeño y cerrado de iluminados, que se renueva -lo menos posible- por el procedimiento de la cooptación. Ésta dispone de un monopolio celosamente guardado en todas las decisiones relevantes en los campos político, económico, legal y hasta cultural. Ningún grupo político o sector social puede servir de contrapeso al poder ilimitado de la élite gobernante. Sobre la Unión Soviética en la época de Stalin, François Furet afirmó: “El partido bolchevique reinó soberano sobre una plebe universal de individuos atomizados”. Y añadió que esta plebe estuvo hasta el final “a la vez fascinada y aterrorizada” por el aparato gubernamental (1995: 495; véase también Furet, 2000: 103-105).

En los regímenes autoritarios, la élite del poder también es reducida numéricamente, privilegiada desde la perspectiva legal e institucional, y ejerce las funciones gubernamentales dentro de límites mal definidos, pero sin incurrir continuamente en arbitrariedades escandalosas. Su poder está constreñido por variados sectores privilegiados, que existen desde hace mucho tiempo con procedimientos muy distintos de reclutamiento. Los regímenes autoritarios pueden ser considerados como una continuación más dura del orden tradicional, cuando éste ha sido cuestionado por una buena parte de la sociedad. Este endurecimiento conlleva una reducción de las modestas libertades públicas, pero el sistema sigue teniendo un pluralismo de sectores elitistas que evita un monopolio absoluto del poder. Los modelos autoritarios no son exponentes del Estado de derecho, pero tampoco son regímenes exentos de todo estatuto legal. A ellos les falta la dimensión del terror permanente y sistemático, propia del totalitarismo; en ellos las prácticas del miedo paralizante, la desconfianza mutua total y la intimidación policial constante se dan generalmente en los primeros tiempos del régimen. La existencia de fracciones concurrentes dentro de la élite del poder, por un lado, y el carácter difuso de la ideología oficial, por otro, son factores que en las sociedades autoritarias dificultan una movilización masiva, como se observa en las totalitarias. Esto conduce a que los sistemas autoritarios toleren, más mal que bien, ciertos ámbitos autónomos consagrados a las actividades culturales e intelectuales. El resultado fáctico es una limitación del poder estatal, un resultado no deseado ni previsto por la élite gubernamental.

El limitado pluralismo institucional, cultural y social de los regímenes autoritarios, un cierto respeto a los estatutos legales y la carencia de un partido único todopoderoso pueden dar lugar a que el Estado de derecho se vaya afianzando paulatinamente; este conjunto de factores, bajo ciertas circunstancias, puede derivar en una democracia liberal moderna. El régimen de Francisco Franco en España (1936-1975) constituye uno de los ejemplos más notables de autoritarismo y de la posibilidad de una transición ulterior a la democracia contemporánea. Otros ejemplos serían la dictadura de Augusto Pinochet en Chile (1973-1990) y el régimen militar en Brasil (1964-1985). En cambio, los sistemas totalitarios más conocidos han sido el fascismo italiano (1922-1943), el nacionalsocialismo alemán (1933-1945), el régimen comunista en la antigua Unión Soviética (1917-1991, en particular los periodos leninista y stalinista), el periodo duro (ortodoxo) en la República Popular China (1949-1976, especialmente la etapa de la “Gran Revolución Cultural Proletaria” de 1966 a 1976), el curioso modelo establecido a partir de 1945 en Corea del Norte y, con reservas, la llamada Revolución islámica en Irán (a partir de 1978).

A comienzos del siglo XXI hay que considerar otras posibilidades de evolución histórico-política, muy diferentes del caso español: (1) las sociedades autoritarias se pueden convertir en regímenes semi-totalitarios y totalitarios, con rasgos propios y persistentes; y (2) las democracias sin una cultura liberal vigorosa (es decir, mal consolidadas) pueden transformarse en gobiernos débiles de larga duración, que, bajo ciertas circunstancias, dan paso a regímenes autoritarios con marcada inclinación a adoptar de modo paulatino rasgos totalitarios. La primera posibilidad existe, por ejemplo, en el ámbito islámico contemporáneo;11 la segunda puede ser constatada a lo ancho del Tercer Mundo. En este último caso, la acción combinada de un desarrollo tecnológico descontrolado, el potencial de seducción de los medios masivos de comunicación, la desilusión de la población con los resultados reales de la democracia contemporánea (muy magros, por lo habitual) y el renacimiento de tradiciones premodernas e irracionalistas, pero ampliamente compartidas por la población, pueden generar un autoritarismo que se acerca a modelos totalitarios.

La experiencia traumática de la revolución

Puede afirmarse que los experimentos totalitarios del siglo XX nacen en un contexto: (a) con tradiciones político-culturales no favorables históricamente a comportamientos democráticos duraderos; (b) donde el populismo radical puede ser aprovechado por partidos extremistas; (c) donde prevalece una amplia desilusión con los resultados de una incipiente modernización; (d) donde se resquebrajan los valores de orientación tradicionales (como la religiosidad generalmente aceptada) y no hay normativas que los reemplacen con la misma magnitud y calidad; además (e) donde la gente del ámbito cultural, en particular los intelectuales, se dejan seducir por ideologías que propugnan un cambio fundamental en los asuntos públicos y, al mismo tiempo, no atribuyen gran relevancia a los derechos humanos como tampoco a las libertades públicas. Esta combinación de elementos se ha dado en países del Primer Mundo, como Italia, Rusia, Alemania y Europa Oriental durante la primera mitad del siglo XX. Entre tanto, la situación en numerosas sociedades del Tercer Mundo, que se hallan en procesos de cambios acelerados y únicos en toda su historia, exhibe algunos paralelismos notables. Por estos motivos las teorías del totalitarismo merecen de nuevo la atención de los científicos sociales.

François Furet estudió detenidamente uno de los factores más importantes que allanan el camino al totalitarismo: la pasión revolucionaria que afecta a dilatados grupos sociales, precisamente aquellos con ciertos conocimientos históricos y amplia cultura general. Desde la Revolución francesa, estos sectores alimentan una concepción sacralizada de los procesos revolucionarios: se les percibe como un impulso noble y desinteresado que, pese a sus muchos errores y hasta horrores, tiene como objetivo determinante la consecución de un orden social más justo, humano, solidario. En el marco de esta visión embellecida y romántica de los procesos revolucionarios, es muy improbable que estas metas sublimes sean vinculadas al sucio trabajo cotidiano de los funcionarios policiales de estos regímenes o a las cárceles y otros mecanismos de disciplinamiento que siguen existiendo en los mismos. Aquellos que se dejan fascinar por el brillo de las leyendas revolucionarias no pueden percibir los numerosos aspectos negativos y hasta monstruosos que generan los autoritarismos y totalitarismos en la praxis diaria. Esta constelación prevalece aún hoy en varios Estados del Tercer Mundo, desde Cuba hasta Corea del Norte, pasando por Eritrea, Sudán y Vietnam.

La pasión revolucionaria está habitualmente vinculada con un moralismo doctrinario, reflejado en una afición entusiasta y luego en un exagerado apego por el “hombre regenerado”, aquel que sabe eximirse de la “maldición del lucro” y del “prosaísmo universal del cálculo económico” (Furet, 1995: 180, 354). En el fondo se trata del viejo odio a la burguesía o, de acuerdo con los cánones y términos contemporáneos, de la repulsión que muchas personas sensibles y cultas experimentan frente a las detestables prácticas de los estratos medios, sobre todo con referencia a aquellos dedicados a actividades mercantiles, bancarias y financieras, porque éstos serían incapaces de sentir algo como el entusiasmo por una buena causa y la generosidad hacia el prójimo, estando más bien sometidos a la medida uniformante del dinero.

Otra de las manifestaciones de la pasión revolucionaria es la fascinación que han ejercido las grandes revoluciones, la rusa, la china y la cubana (“el embrujo universal de Octubre”), sobre todo porque los actos revolucionarios representarían: “la afirmación de la voluntad en la historia, la invención del hombre por sí mismo, figura por excelencia de la autonomía del individuo democrático” (Furet, 1995: 77-78). Como dijo Furet, lo más atractivo y fascinante de las revoluciones es su elemento voluntarista y subjetivista, aunque sea el menos democrático-liberal. Este subjetivismo, como él lo llama, se muestra como algo irresistible para muchos intelectuales de talante radical: la omnipotencia de la voluntad política, la cual recibe el apoyo de una teoría historiográfica aparentemente científica y encarnada en un partido político, “oligarquía de sabios y de organizadores” (1995: 167-168), un organismo que cambia el mundo según su voluntad, pero cree hacerlo obedeciendo las leyes de la historia. Esta irrupción de la voluntad en los decursos de la historia parece exonerar a la misma de su carácter azaroso y fortuito, gracias a la acción planificada de los revolucionarios, la historia parece alcanzar por fin un carácter y un sentido lógicos y racionales. Todo ello conduce a justificar cualquier acción revolucionaria que conlleve víctimas humanas.

En el Tercer Mundo esta tradición revolucionaria -y no una que defienda las libertades públicas e individuales- es la más común en los sectores sociales de menores ingresos y bajo nivel educativo, pero también es muy popular entre intelectuales, no sólo por su sinuosa relación con la teoría y ante todo con prácticas manipuladoras de la opinión pública, sino porque este concepto de revolución ha canalizado las pasiones dirigidas contra el egoísmo del orden burgués, creando así sus propios mitos, los que paradójicamente resultan robustos en el imaginario colectivo si están respaldados por el poderío militar de una gran potencia (lo que fue el caso de China y la Unión Soviética). En un estudio psicoanalítico sobre el marxismo, Mathilde Niel (1972: 7) aseveró que la popularidad de las doctrinas revolucionarias no se basa en el valor científico de sus enunciados, sino en el hecho de que millones de personas creen en la fuerza mágica de las mismas.

Para comprender la enorme relevancia de la esfera simbólico-comunicativa en el surgimiento y la consolidación de regímenes totalitarios, resulta útil mencionar la hazaña mediática de Stalin: aparecer como el príncipe de la paz a nivel mundial, cuando en realidad su paz significaba la neutralización, el aislamiento y, finalmente, la eliminación de todos los disidentes.12 El centro del poder estaba exento de la propia ideología socialista. El aspecto totalitario del comunismo se define, según Gerd Koenen -siguiendo un enfoque arendtiano-, mediante las purgas incesantes y la purificación exhaustiva que destruyó literalmente a todo disidente e idea divergente. Fue una purgación no sólo intelectual-metafórica, sino también una exhaustiva persecución corporal-física de todo lo que tenía la reputación de ser hostil, nocivo y peligroso para el orden social establecido, lo cual también significaba ser percibido como cosmopolita, individualista y autónomo (Koenen, 2000: 27). En las primeras etapas del comunismo soviético, Koenen percibe una regresión social, una simplificación de enorme escala (una supresión radical de los matices sociohistóricos y culturales), una destrucción de la modernización lograda trabajosamente hasta entonces, una anulación de la diferenciación alcanzada del trabajo social y una dilución de la estructura laboral edificada en Rusia. Ésto se manifestó en la eliminación física de los capitalistas, los industriales, los comerciantes y los funcionarios estatales. En las áreas rurales, significó un retorno a los modos más primitivos de organización social y la simplificación de formas de cooperación familiar en la organización de la producción. Según Koenen, el subdesarrollo resultó la forma más elevada del socialismo y sus elementos distintivos eran: la pérdida de valor del tiempo, la desinformación generalizada sobre el ancho mundo, la incapacidad de innovación, el malgasto sistemático y la escasez generalizada (2000: 26-28 y 404-409). Lo anterior no es extraño a varios experimentos totalitarios en el Tercer Mundo, por ejemplo: Cambodia, Vietnam, Birmania, Cuba, China, Etiopía y Corea del Norte, durante sus etapas heroicas.

El criterio de la vida cotidiana

Desde la Revolución francesa, la credibilidad de los propagandistas de los regímenes revolucionarios ha sido cuestionada, pues han consentido vulneraciones de las libertades públicas y de los derechos humanos por parte de éstos, amparándose en un inadmisible derecho histórico superior de las revoluciones, lo que las haría inmunes a cualquier crítica. Por ello, una labor central de un enfoque crítico acerca de regímenes autoritarios y totalitarios es tratar de explicar la extraordinaria popularidad de estos experimentos, independientemente de su desempeño cotidiano (a veces contra el mismo): la historia objetiva de hechos y resultados es desplazada dentro del imaginario colectivo por una visión idealizada y edulcorada de las grandes revoluciones, la cual, adornada de leyendas románticas, perdura a la hora de moldear las imágenes que el gran público tiene de los fastos heroicos del mesianismo revolucionario, tanto en sus versiones laicas como en las religiosas.13

Habría, por consiguiente, que analizar con detenimiento algunas preguntas centrales, como: (a) si el régimen analizado está en condiciones de aliviar real y persistentemente la vida cotidiana de sus ciudadanos, (b) si respeta de manera efectiva la vigencia de los derechos humanos y las libertades políticas, (c) si persigue a largo plazo una política de convivencia pacífica con otros Estados. Emitir juicios valorativos según este criterio de la vida diaria presupone un ejercicio de phronesis, es decir: prudencia, estimación de situaciones recurrentes en la existencia de seres humanos concretos, para lo cual no se puede apelar a leyes obligatorias de la historia o desarrollos tecnológicos insoslayables. Lo que interesa es la calidad y estructuración en la vida cotidiana, sus pequeñas contrariedades e interacciones del sujeto común con la burocracia estatal, los jefes en el puesto del trabajo y otros ciudadanos. Aquí se puede apreciar la vigencia o no de pequeñas, pero indispensables, libertades en ámbitos delimitados de la existencia diaria; se puede estudiar si una opinión casual, una palabra al viento o un sentimiento espontáneo significan la ruina de una vida, una carrera o si son interpretados como actos de la esfera personal sin consecuencias legal-políticas. En regímenes totalitarios, donde las competencias de los jefes políticos y gerentes empresariales se transforman fácilmente en derechos ilimitados no escritos sobre el destino de la gente común, el ciudadano depende de los humores y caprichos de sus superiores, lo cual obliga a un comportamiento de extremo cuidado y recelo, porque en este caso lo espontáneo y bien intencionado puede ser fatal.

En casi todos los modelos civilizatorios y para la mayoría de los seres humanos, la vida cotidiana representa una experiencia gris y engorrosa, que es agravada por el proceder de los burócratas. Al ciudadano normal le es indiferente e irrelevante si los medios de producción pertenecen a todo el pueblo, si el régimen en el que le toca vivir es la culminación de la razón histórica o si el gobierno de turno es la representación adecuada de la voluntad popular, pues en la vida diaria está sometido a la monotonía del trabajo, a una autoridad imprevisible y absolutista, así como a una atmósfera cultural de dogmatismo y oscurantismo. Como dijo Karl Dietrich Bracher (1976: 40), para la inmensa mayoría de los seres humanos, la diferencia de vivir bajo un régimen que es la encarnación de la “razón histórica emancipada” y otro que es la “sociedad clasista de la explotación”, ha resultado ser un asunto meramente académico, pues el ciudadano normal está enfrentado a un poder político similar y a tribulaciones semejantes de la vida diaria. El consuelo de que alguna vez sobrevendrá el paraíso en la Tierra es demasiado débil.

La justificación del totalitarismo revolucionario

Uno de los factores esenciales de la ideología exculpatoria del totalitarismo práctico debe ser visto en la tendencia a eximir a las grandes revoluciones de toda justificación moral y político-institucional. Hannah Arendt (1974: 237) llamó la atención sobre el hecho de que los modelos totalitarios confunden deliberadamente el poder con la autoridad, el ejercicio del gobierno con la ley: el poder y el gobierno aparecen entonces como anteriores y superiores, tanto a la autoridad como a la ley. Los últimos adquieren sólo una función subordinada. Al régimen revolucionario victorioso se le exonera de la obligación de someterse a elecciones libres, en las cuales tendría que rendir cuentas a la sociedad en una competencia pluralista con otras corrientes políticas. Los intelectuales al servicio de la revolución inventan la llamativa fórmula de la democracia real y las libertades reales, distintas y superiores a la mera democracia formal y las libertades formales del orden burgués. El Estado todopoderoso de la revolución es considerado como el garante de la igualdad y la libertad revolucionarias. Como dijo Furet, su preeminencia respecto a todos los otros modelos sociales parece ser tan evidente e inmensa que resulta inmune a todo argumento empírico o prueba testimonial (2000: 14, 41 y 130). De ahí hay un solo paso a creer que la democracia real y la revolución requieren de un Estado hegémonico y dictatorial, que no esté coartado por prescripciones legales e institucionales de ningún tipo.

Por consiguiente, hay que enfatizar el papel indispensable de los intelectuales a la hora de crear y propalar esa concepción idealizada de los grandes procesos revolucionarios. No es necesario ocuparse de esa dilatada masa de funcionarios bajo los propios regímenes totalitarios, quienes no tenían más remedio que cantar las loas del sistema, pues durante largas décadas cualquier otro comportamiento hubiera sido peligroso o simplemente fatal. Como se sabe, la gente de los libros y la pluma rara vez exhibe un temple heroico. Lo que interesa y espanta es el papel de los intelectuales que celebraron (y aún celebran) los modelos totalitarios desde la seguridad que les brinda el Estado de derecho, desde las denostadas democracias occidentales, donde no estaban (y no están) sometidos a la presión de organismos como la policía secreta; además, tenían (y tienen) la posibilidad de examinar y contrastar todas las informaciones provenientes de los elogiados sistemas totalitarios. Esta trahison des clercs muestra el carácter básicamente iliberal y antidemocrático de muchísimos pensadores que, bajo ese cómodo refugio de la legislación burguesa, se dedicaron a confeccionar las más curiosas justificaciones del terror revolucionario y de la vulneración de los derechos humanos.

La traición de los intelectuales queda como una posibilidad siempre latente, porque, como escribió Mark Lilla (2001: 216), la inclinación por lo despótico está en nuestras almas. La fascinación que irradia el totalitarismo se relaciona con algunos aspectos protorreligiosos, a los cuales son particularmente sensibles los intelectuales: la unidad doctrinaria, la disciplina jerárquica de la Iglesia, el sueño de hogar y fraternidad, la ilusión de la solidaridad practicada (Rohrwasser, 2002: 128-129). Otros factores de la misma seducción se conjugan con algo que no es de ninguna manera sagrado, pero en ciertas circunstancias tiende a ser sacralizado. Un régimen político que detenta un gran poder, preferentemente de carácter irrestricto, con facilidad llega a ser endiosado por muchos de sus benévolos admiradores, quienes aprecian sobre todo la facultad de hacer historia, la aptitud de moldear y dirigir los acontecimientos políticos y los destinos de la humanidad. No pocos intelectuales se han considerado como demiurgos impedidos, ellos proyectan sobre otros hombres exitosos sus ambiciones de poder y su inmodestia proverbial. La factibilidad de la historia (Habermas, 1963: 214), la posibilidad de hacer tabula rasa con lo alcanzado hasta ahora, la creencia de que la inminente instauración del futuro está en sus manos, representan otros elementos que explican la acción cautivadora de modelos totalitarios sobre gente culta, pero ávida de poder y prestigio.

Numerosos investigadores han señalado que una de las fuentes más notables del totalitarismo moderno es la pretensión de lo básicamente nuevo, al propugnar una ruptura radical con el curso de la historia y, de manera concomitante, la creación de un orden fundamentalmente diferente, los revolucionarios exigen que se reconozcan criterios de justificación, principios morales y procedimientos políticos nuevos (Baczko, 2002: 13). Todos ellos no podrían ser juzgados y menos condenados desde la perspectiva convencional, desde los valores tradicionales anteriores a la gran revolución, sino desde una constelación novedosa, la cual inventa los principios éticos e históricos que inician así su propio periodo de vigencia. Lo nuevo legitima asimismo el uso de la violencia física en gran escala para defenderse o para conquistar nuevos territorios; las víctimas de la violencia revolucionaria son víctimas sólo desde la perspectiva antigua, tradicional, desfasada por la historia. Desde la visión de lo nuevo, la violencia política deja de tener una connotación ética negativa y se transforma en un mecanismo, cuya razón de ser se reduce al hecho instrumental de si contribuye (o no) eficazmente a consolidar y ensanchar el poder político revolucionario. Esto inmuniza al proceso revolucionario contra toda crítica relevante, pues ésta puede ser desdeñada como una mera opinión adversa, porque proviene del campo enemigo y perdedor. El partido político que dirige el magno proceso revolucionario se considera como un movimiento que posee su fin en sí mismo: esta pretensión, como dice François Furet (1995: 161), lo emparenta con la secta religiosa y lo pone por encima de toda impugnación racional. De ahí se deriva también una de las fortalezas de los regímenes totalitarios y, deplorablemente, una de las fuentes de su popularidad, por lo menos en ciertas épocas históricas.

El totalitarismo en el Tercer Mundo

A primera vista, esta temática parece alejada de los problemas contemporáneos de Asia, África y América Latina, pero la realidad a comienzos del siglo XXI demuestra que no es así. Debilitado el llamado socialismo real, los fenómenos asociados al autoritarismo y al totalitarismo se expanden en el Tercer Mundo paralelamente a diversos intentos de democratización. Por ejemplo: la revuelta democrática en el ámbito árabe a partir de diciembre de 2010 tiene lugar al mismo tiempo que una cierta consolidación de la mentalidad premoderna, favorable a actitudes colectivas claramente autoritarias. El contexto histórico-cultural en dilatadas regiones del Tercer Mundo se manifiesta en el sentimiento de debilidad personal, impotencia social y fracaso colectivo, ello favorece la emergencia de líderes carismáticos, gobiernos arbitrarios (en apariencia vigorosos) e incluso partidos únicos que aligeran a los ciudadanos del peso y la preocupación de tomar decisiones. No importa, en un ambiente así, que el resultado sea un sistema despótico en grado notable; en tiempos de crisis aguda, a la masa atemorizada de la población le parece que este sistema representa lo último (y lo único) en lo que puede confiar (Arendt, 1973: 305-340). Arendt se refirió, en primer término, a los regímenes totalitarios de Alemania y Rusia durante el periodo de las dos guerras mundiales, pero no hay duda de que elementos centrales de esta constelación se han reproducido en varias sociedades del Tercer Mundo (Abensour, 2007). Hay que recordar que el orden totalitario no es un retorno al oscurantismo de épocas pretéritas, sino un desarrollo peculiar basado en la tecnología moderna, en un orden social urbanizado e industrializado y en el triunfo de la razón instrumentalista, aunque tenga poco que ver con la modernidad en sentido político, institucional y cultural.

Hoy en día la marcha victoriosa de la razón instrumentalista parece haberse desplazado a diversas sociedades del Tercer Mundo, en especial a aquellas inmersas en un proceso acelerado de modernización económica, lo cual se combina con: (a) el renacimiento de sus propios legados culturales y religiosos; (b) la carencia de tradiciones democrático-pluralistas; (c) las ansias colectivas de consumo elevado; y (d) un crecimiento desmesurado de su población, dando como consecuencia procesos de crisis de índole novedosa, los cuales dejan reconocer parcialmente algunas similitudes con el totalitarismo del siglo XX.

Una de las paradojas centrales de esta constelación consiste en que estos regímenes consagrados al crecimiento acelerado representan, al mismo tiempo, sociedades cerradas sobre sí mismas en el plano cultural,14 que muestran poco interés por conocer (y apreciar) el mundo exterior. Estos órdenes sociales favorecen una opinión demasiado positiva sobre sí mismos, pero una concepción negativa (en general falsa) sobre otras naciones, lo cual impide desarrollar criterios realistas de autopercepción y análisis. Estas sociedades, relativamente anquilosadas, poco flexibles, carecen de procedimientos adecuados de autocorrección y reforma. España en el Siglo de Oro15 presentaba estas características, las cuales quizás influyeron en su larga decadencia para la formación de una mentalidad autoritaria de notable duración, que se ha prolongado en tierras latinoamericanas hasta el presente. Innumerables testimonios históricos sugieren que esta cultura política no promueve el Estado de derecho, no fomenta autonomías regionales, como tampoco una administración pública racional y confiable, sino más bien alienta el surgimiento de regímenes centralistas, auspicia una dilatada corrupción, consolida la inclinación a la astucia cotidiana (el ámbito de los trucos y las picardías en lugar de comportamientos predecibles y razonables). Esto no predestina obligatoriamente a un sistema totalitario, pero una cultura política de esta índole, que por lo habitual es muy resistente al cambio, se puede combinar con elementos muy modernos en los campos de la economía y la tecnología, donde el resultado son los regímenes autoritarios en muchas regiones del Tercer Mundo, cuya afinidad al totalitarismo puede crecer bajo ciertas circunstancias históricas.

La modernización deseada y rechazada

En Asia, África y América Latina, el totalitarismo incipiente puede ser interpretado como una especie de revuelta contra el mundo moderno, la democracia pluralista o el individualismo occidental, pero una revuelta dirigida y configurada por aparatos partidarios religiosos de considerable disciplina y rigor, apoyados por los mecanismos convencionales de control social. Lo anterior no se opone a los adelantos de la técnica. El efecto es un orden social premoderno con símbolos revolucionarios y consignas radicales, pero con objetivos programáticos modernos, como la consecución acelerada del progreso material -el nacionalsocialismo alemán y el estalinismo ruso lograron aquí un notable virtuosismo-, lo que aumenta su atractivo para las generaciones jóvenes del Tercer Mundo. Para sus ambiciosos procesos de modernización rápida vienen muy bien los otros fenómenos del totalitarismo clásico: la movilización permanente de todos los recursos humanos, la concentración de la voluntad histórica en pocas manos y cerebros que saben descifrar los decursos históricos, la eliminación de los derechos individuales que devienen en obsoletos y la instauración de un partido dominante (o único) que administra la verdad absoluta (Arendt, 1968: 133-167).

Aquí pueden surgir los elementos constitutivos clásicos del totalitarismo: una ideología ubicua y preponderante con pretensión de verdad absoluta, un partido único de masas organizado jerárquicamente, un sistema severo de control y supervisión de parte de la policía secreta, un monopolio de los medios de comunicación, así como una dirección centralizada y burocrática de las actividades económicas.16 Pero lo más probable en la actualidad es un totalitarismo suave, basado en factores político-institucionales: concentración de los procesos decisorios en instancias centrales que no están sometidas a ningún control democrático; reglamentación de los ámbitos de la vida social y cultural (con amplias libertades económicas); posibilidad de aplicar sanciones y castigos ejemplares tanto a desobedientes como disidentes; influencia determinante sobre los procesos educativos y formativos; además de la apariencia general de un gran apoyo popular. La República Popular China parece encarnar este nuevo modelo de un totalitarismo suave.

En las periferias mundiales, los regímenes situados, a medio camino, entre autoritarismo y totalitarismo parecían crecer en número a comienzos del siglo XXI. Sistemas sociales, como Irán desde 1978 y Venezuela desde 1998, respetan la propiedad privada (dentro de un régimen de inseguridad liminar), sobre todo en los niveles de empresas medianas y pequeñas; escenifican elecciones generales cada cierto tiempo, pero sin alternativas partidarias realmente auténticas; exhiben poco apego a los derechos humanos, en especial a los políticos; poseen una ideología oficial -basada a veces en la religión tradicional- que permea casi todos los aspectos de la vida social y hasta familiar, la cual tiene respuestas prefabricadas para casi todos los asuntos humanos, cuyo efecto de seducción y fascinación es muy dilatado. Una élite política muy reducida controla casi todo el aparato del Estado, permitiendo un pluralismo institucional-político cada vez más reducido. Un liderazgo carismático, difícil y hasta peligroso criticar, representa una de las características centrales de estos regímenes. En dilatadas regiones del Tercer Mundo, lo recurrente es una fatal combinación de nacionalismo y socialismo, semejante a la “dialéctica disimulada de nacionalismo e internacionalismo”, contrastada por Wolfgang Kraushaar (2000: 89-129) en el movimiento estudiantil alemán alrededor de 1968. Este fenómeno es extraordinariamente relevante porque los elementos involucrados son muy resistentes a toda crítica y la mixtura resultante adquiere el aspecto de algo plausible y razonable.

El muy amplio rechazo a las instituciones democráticas

En las periferias mundiales los sistemas autoritarios y totalitarios combinan prácticas arcaicas con tecnología moderna, rituales primitivos con adelantos industriales, control despótico con ideología revolucionaria, hábitos policiales con medios modernos de comunicación, palizas y cárceles tradicionales con modelos administrativos de último momento, campos de concentración con hazañas de astronautas, todo esto los hace paradójicamente atractivos para un número muy elevado de gente pensante. En la actualidad, la constelación prevaleciente en Cuba y China, Corea del Norte y Birmania, Irán y Sudán, corresponde a esta fenomenología. La sacralización de la historia y de los grandes entes colectivos (Estado, partido, movimiento) conduce a percibir estos regímenes como una forma superior y casi perfecta de la democracia.

Las políticas públicas seguidas por el Partido Comunista Chino desde la conclusión y superación de la llamada Gran Revolución Cultural Proletaria (19661976) son muy instructivas, pues permiten conocer, con algún detalle, lo que está detrás de la teoría altisonante, en realidad casi toda programática política. La consolidación del poder político debe ser la primera prioridad; todos los cambios de la agenda económica, financiera y del comercio exterior pueden ser percibidos como instrumentos de la preservación exitosa del poder bajo circunstancias cambiantes. La liberalización del comercio exterior y la instauración de la propiedad privada en los medios de producción -en una intensidad y escala que ha sido simplemente única en toda la historia de China- se combinan con la exitosa preservación del poder político del partido comunista. Siguiendo, en el fondo, una antigua y venerable tradición del Celeste Imperio, con claros signos confucianos, el Partido Comunista Chino ha elevado la armonía social y el crecimiento económico a la categoría de metas normativas supremas.

En este sentido se puede aseverar que el partido ha renunciado a un papel innovador y creador de paradigmas históricos; actuaría de manera “reactiva” (Harting, 2008: 70-71) ante la evolución política y social del país y del mundo, pero con una notable eficacia. El partido no es un instrumento de participación popular amplia e intensa, aunque aparezca en la figura de un gran partido popular, sino una instancia elitaria de conciliación de intereses, revigorización del aparato estatal, dirección de las relaciones exteriores y fijación de tendencias básicas para el futuro. Este juicio no desmerece el hecho de que en el seno del partido se hallan relativamente bien representadas las diversas tendencias provinciales, las distintas clases sociales, así como sectores claramente diferenciados, como el estamento militar, el ámbito universitario, académico y, por supuesto, la empresa privada. Pese a su nombre, el Partido Comunista Chino no es el órgano del clásico proletariado de fábrica ni tampoco de las masas campesinas desposeídas, es popular en el sentido de englobar a casi todos los estratos sociales (con la sintomática excepción de los disidentes políticos de toda laya), pero preserva su carácter elitario en su severa jerarquía piramidal y en su funcionamiento cotidiano.

François Furet, siguiendo argumentos de Arendt, aseveró que las dos formas principales del totalitarismo -el fascismo y el comunismo- se nutren de una fuente común: el rechazo de la democracia, entendida como (a) el sistema político fundado en elecciones libres y competitivas, así como (b) el régimen de derechos garantizados para una sociedad de individuos iguales, autónomos, con diferentes proyectos de vida. El totalitarismo premia, en cambio, la uniformidad de comportamientos y valores, rechaza el individualismo, pues propugna la unidad de intereses y voluntades. Bajo el totalitarismo, el terror político-policial no siempre propende a la eliminación física de todos los disidentes, pero sí se esfuerza en eliminar todas las diferencias entre los ciudadanos y, por consiguiente, en anular el concepto mismo de individualidad positiva.

El régimen totalitario promueve la atomización de las personas ante el Estado hegemónico. En la esfera política, las corrientes totalitarias combaten la inclinación reformista a pactos, compromisos y alianzas, además desprecian el Estado de derecho (“la violencia como partera de la historia”). Se trata de un sistema donde el poder político es monopolizado por un solo partido o grupo, nunca compartido lealmente con otras fuerzas; la violencia cotidiana se convierte en un hábito tácito; prevalece con todo esplendor la doctrina de que el fin justifica los medios; el partido único siempre tiene razón (en todas las actividades humanas); y donde la ética toma la forma de un catecismo convencional para domesticar a las masas (Furet, 1995: 36, 154, 191-200, 221 y 234).17

En el Tercer Mundo, a comienzos del siglo XXI, se hacen manifiestos ciertos rasgos que se popularizan entre algunos círculos intelectuales, los cuales también florecieron, con inusitado vigor, en la primera mitad del siglo XX. Los sujetos colectivos -como el grupo étnico o lingüístico, las nacionalidades, los movimientos sociales, las tendencias indigenistas- vuelven a ganar importancia, en detrimento del individuo y de la representación racional de intereses bien delimitados. El pluralismo ideológico, el parlamento como lugar de negociación de políticas públicas, los partidos contendientes entre sí y los debates interminables en el seno de la opinión pública son vistos otra vez como obstáculos para un desarrollo auténtico, como una rémora frente a las apremiantes necesidades del momento y una pérdida de tiempo en comparación con el presunto mejor desempeño de un gobierno fuerte con un líder enérgico. Se repite la crítica acerca de las debilidades innatas y las complicaciones innecesarias de la cultura liberal-democrática; las instituciones de la misma, desde los procedimientos parlamentarios hasta las discusiones en los órganos de la opinión pública, pierden el favor de las masas.

Distinguidos intelectuales de indudable prosapia progresista e izquierdista, como Walter Benjamin,18 Ernst Bloch19 y Herbert Marcuse,20 alimentaron la concepción de que las ideas liberales eran sólo instrumentos de la burguesía para seducir a las masas explotadas o, en el mejor caso, ficciones para obnubilar a los ingenuos. La tolerancia ideológica sería sólo una forma de represión, aseveró Marcuse, cuya ética revolucionaria desembocó en la apología del odio, la violencia y el terror.21 Estos pensadores, entre ellos algunos distinguidos miembros de la Escuela de Fráncfort,22 se sintieron atraídos por las simplificaciones teóricas de Carl Schmitt (la reducción de la política al principio amigo/enemigo), por el radicalismo de su doctrina, el cual habría contribuido a redescubrir la esencia de lo genuinamente político y por su propósito de desvelar la hipocresía que encubría la engorrosa democracia parlamentaria y pluralista. (El desinterés por la esfera político-institucional, la ingenuidad respecto de las cosas del mundo y la férrea voluntad de no enterarse de algunos detalles sucios de la realidad llevó a que muchos francfortianos exhibiesen un desconocimiento proverbial de los mecanismos político-institucionales. Al mismo tiempo, este déficit de lo político potenció una curiosa construcción teórica, amalgama de logos, violencia y poder, lo cual dio por resultado la famosa crítica totalizadora de la razón de esta escuela, cuyas manifiestas exageraciones e inexactitudes, no pueden ser aceptadas sin más.)

Pese a las abiertas simpatías fascistas de Schmitt, numerosos intelectuales progresistas contribuyeron a su retorno intelectual, retomando la revalorización de la voluntad popular y de la lucha de clases que el autor efectuó con notable virtuosismo a la moda del día.23 A lo anterior se añadía la atracción que irradiaba la violencia política -uno de los grandes impulsos históricos para Karl Marx-, como la gran fuerza regeneradora, combinada con el vitalismo alemán, las escuelas que propagaban la liberación de los instintos y la voluntad del poder de Friedrich Nietzsche, lo que finalmente terminaba en el “nihilismo apocalíptico” (Lilla, 2001: 92), que durante décadas gozó de gran estima y se le consideró como algo plausible, necesario y noble.

Coda provisional

Desde la Revolución francesa se advierte cómo un proceso de democratización radical contiene también algunos factores que pueden desembocar en un desarrollo proclive al totalitarismo. Esto no es, de ninguna manera, un argumento contra todo proceso de democratización, sino un ejercicio de realismo y sobriedad. Se debe reconocer, por ejemplo, que el otorgamiento de derechos políticos a dilatados sectores sociales conlleva a veces grandes movilizaciones de masas, las cuales requieren de una dirección y del estímulo permanente de una organización política. La espontaneidad revolucionaria es, como se sabe, una cosa muy emotiva, pero efímera y pasajera. Las organizaciones políticas tienden muy rápido a desplegar elementos oligárquicos, como el predominio de los elegidos sobre los electores, así como la conformación de élites extraordinariamente estables y duraderas. Estas últimas no poseen una gran autoridad moral ni intelectual, pero saben adueñarse del aparato partidario, que se vuelve autónomo respecto de las masas de los simples afiliados. Marx y los intelectuales marxistas no han querido o no han podido darse cuenta de este desarrollo, que conduce a élites dirigentes estables y altamente privilegiadas.24 Esta constelación se reproduce sin grandes variaciones en los regímenes populistas y socialistas del Tercer Mundo, donde se exhibe una clara proclividad hacia formas autoritarias y totalitarias de gobierno.

Ahora bien, no hay una evidencia concluyente para afirmar que las democracias contemporáneas, las cuales tratan de incluir a dilatados sectores de la población respectiva, sean per se una fuente de totalitarismo. Tampoco hay ningún camino obligatorio que conduzca desde la democracia moderna hasta el surgimiento de regímenes autoritarios y luego totalitarios. Para que esto ocurra, deben concurrir simultáneamente muchos factores. Entre los teóricos del totalitarismo hay una clara tendencia a considerar ciertos aspectos de la sociedad de masas como proclives en potencia a la emergencia de sistemas totalitarios, pero sólo si el régimen democrático sufre una profunda crisis, tanto económica como ideológica. Sólo si se presenta un complejo conjunto de factores causales, entre los que deben estar la crisis económica y el desprestigio de los procedimientos y valores democráticos, se produce un advenimiento exitoso de un modelo totalitario. Es obvio que esta situación está pensada para la Alemania del periodo entre 1918 y 1933. Un argumento notable contra esta teoría señala que algunos de los regímenes totalitarios más severos y más peculiares del siglo XX (Rusia, China, Corea del Norte, Birmania/Myanmar, Cambodia, Cuba, Etiopía y Albania) se originaron en sociedades que nunca habían conocido una democracia moderna de masas ni, en lo referente a la mayoría de estos casos, alguna digna de mención.

La desconfianza ante la sociedad de masas, en particular, y la Modernidad, en general, es una constante entre los teóricos del totalitarismo y también entre pensadores actuales. Friedrich Rapp, quien es un ejemplo representativo de una amplia corriente crítica de la Modernidad en su etapa globalizante del momento, considera que está dominada por una concepción de libertad desmesurada, la cual, fortalecida por valores normativos como el consumismo desenfrenado, el hedonismo a ultranza, la indiferencia ecológica y el individualismo egoísta, acabará por destruir las libertades públicas que hicieron grande (y único) al mundo occidental. Según Rapp, esa libertad desmesurada se refleja en una voluntad pura y enérgica sin objetivos claros a largo plazo. El resultado es un ámbito de frustración, indiferencia y nihilismo. El hombre moderno está interesado por todo, pero nada le concierne realmente. En este contexto de arbitrariedad fundamental, los individuos son libres, pero también intercambiables entre sí. La libertad moderna ha sido conseguida al precio de una alienación existencial y una inestabilidad estructural (Rapp, 2003: 10-11). Esta constelación predispone a que amplios sectores sociales puedan quedar expuestos a la magia y la seducción de experimentos totalitarios.

Esta concepción se basa en un pesimismo básico respecto a la modernidad occidental y sus resultados, por ello es poco diferenciada al momento de analizar procesos altamente complejos y contradictorios. Este enfoque teórico analiza de manera sistemática un aspecto ya tratado por los románticos en su crítica del capitalismo incipiente: la libertad individual irrestricta socava sus propios cimientos, pues niega, en el fondo, la condición precaria, finita y falible del ser humano, tanto individual como colectivamente. Amán Rosales Rodríguez afirma en un brillante comentario sobre Friedrich Rapp:

La Modernidad, asentada sobre la experiencia de la libertad sin límites, se siente con el derecho de cuestionar e incluso derribar todas las creencias y los valores del pasado, pero al no proponer nada permanente o sustancial a cambio, lo que hace es agravar la crisis de identidad, de desorientación generalizada en el presente. (2004: 176).

A nivel de una consciencia intelectual más amplia, esta libertad desmesurada genera la sensación de una inseguridad que abarca todos los aspectos de la vida social y cultural; el mundo aparece fácilmente modificable y moldeable, pero sin un claro sentido discernible. Al mismo tiempo, algunas sociedades contemporáneas buscan el cambio por el cambio mismo, pero sin una meta clara en sus innumerables emprendimientos. Lo absurdo de la condición actual es un mero activismo obsesivo, un apetito por nuevas experiencias individuales, utopías y fantasías sin límite, pero sin un nexo realista con las posibilidades efectivas de la praxis. El hombre actual, sobre todo el homo videns -prisionero de la “espiral sin fin de los deseos” (Rapp, 2003: 87-89)- ignora las limitaciones de todo tipo a las que está sometida la especie, sólo quiere fabricar más y consumir mejor. Todo esto termina en una frustración permanente, no sólo por la imposibilidad de alcanzar los objetivos anhelados, sino también porque el activismo irrestricto pasa por alto una nostalgia indeleble del ser humano por tener algo permanente, estable y confiable. La doctrina y los modelos totalitarios han intentado, a su modo, dar una solución a estos dilemas, la cual es sin duda espuria, irracional y antihumanista, pero que adquiere verosimilitud bajo ciertas condiciones históricas.

Diversos autores han señalado el papel decisivo que la democracia habría tenido para el surgimiento del totalitarismo, pero bajo la figura de una degeneración de la democracia moderna de masas. Desde Jacob Leib Talmon (1966) hasta la Escuela de Fráncfort, pasando por Arendt, se han elaborado varias teorías en torno a la modernidad totalitaria, que señalan las complejas vinculaciones entre la sociedad democrática de masas y el régimen totalitario. El punto central sería la pérdida de la facultad personal de discernir, es decir, el sometimiento de las masas a la industria de la cultura. Se trata, obviamente, de juicios surgidos desde una perspectiva liberal, individualista y logocéntrica, como se dice actualmente en talante peyorativo, pero ello no desvaloriza este análisis. Si no se acepta la degradación modernista de la conciencia individual y se niega a considerar esta última como un mero receptáculo fortuito de sensaciones cambiantes, entonces la facultad personal de discernir, elegir y actuar de manera autónoma sigue siendo el criterio más importante para juzgar la calidad y los logros de un régimen social determinado. Por ello, las corrientes contemporáneas asociadas al modernismo y al relativismo axiológico no pueden dar luces para comprender la actualidad sociocultural en numerosas regiones de Asia, África y América Latina, en las cuales se dan fenómenos que caen en la rúbrica del autoritarismo y el totalitarismo.

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1Esta es la tesis decisiva en Arendt, 1968: 159-160. Véase también el instructivo ensayo de Rensmann, 2003: 150-195.

2Véase, para comprender adecuadamente la intención de la autora en un mundo que estaba cambiando sustancialmente, los prefacios escritos entre 1966 y 1967 en Arendt, 1973: XVII-XL.

3Entre las muchas biografías acerca de Arendt, aquellas de notable valor intelectual son: Heuer, 1987; Breier, 2001; Wild, 2006; Young-Bruehl, 2013; Prinz, 2013.

4Los otros clásicos de la teoría del totalitarismo, posteriores a la gran obra de Hannah Arendt de 1951 (1973), son: Friedrich y Brzezinski, 1956; Friedrich, Curtis y Barber, 1969; Aron, 1987.

5Para esta diferencia entre dos compendios de la misma editorial, véase el primero (Seidely Jenkner, 1968) innovador, ingenioso e inspirador, y el segundo (Wippermann, 1997) previsible, repetitivo y muy especializado.

6El Hannah-Arendt-Institutfür Totalitarismusforschung, establecido en la Universidad Técnica de Dresden, publica desde 2004 la revista Totalitarismus und Demokratie. Totalitarianism and Democracy, que en realidad es una revista convencional de ciencias políticas e historia contemporánea.

8Sobre la fundamentación de un sentido común crítico, véase Löwith, 1962:36 (siguiendo un argumento de san Agustín).

9Sobre lo rescatable del racionalismo de la Ilustración, véase Hobsbawm, 2004: 254: “Creo que una de las pocas cosas que se interponen entre nosotros y un descenso acelerado hacia las tinieblas es la serie de valores que heredamos de la Ilustración del siglo XVIII”.

10Sobre la mediocridad del ambiente universitario en general y de los intelectuales en particular, véase Arendt, 2012: 205.

11Véase Bauer, 2003: 1. El primer totalitarismo habría sido el comunismo ruso, el segundo el nacionalsocialismo alemán y el tercero el radicalismo islámico. Sobre el totalitarismo religioso en el seno de corrientes fundamentalistas islamistas, véase Krauss, 2004.

12Véase el celebrado texto de Gerd Koenen, 2000: 361.

13Ésta es la situación de los regímenes populistas contemporáneos en América Latina (Bolivia, Ecuador, Nicaragua y Venezuela), véanse los análisis críticos de Rojas, 2013: 99-109; De la Torre, 2013: 120-137.

14Sobre las implicaciones del aislamiento individual y colectivo, véase Arendt, 1973: 477.

15Véanse Defournaux, 1964 y la amplia literatura allí citada.

16Para una descripción fenomenológica de esta constelación, véanse Leibholz, 1968: 123-132; Friedrich, 1968: 179-196.

17Una de las primeras formulaciones de esta teoría sigue siendo la más brillante, véase Arendt, 1973: 323-334 y 468-473.

18Walter Benjamin sostuvo que el “dogma de la santidad de la vida” sería una de las “últimas confusiones de la debilitada tradición occidental” (1965: 63). Acerca de Benjamin, véanse Lilla, 2001: 90-93; Fuld, 1979: passim.

19Véase Münster, 2004; para una versión diferente y más benévola, véase Serra, 1998.

20Véase Marcuse, 1965a: 17-55; sobre Marcuse en este contexto, véase Kellner, 1984.

21Véanse los textos pertinentes de Herbert Marcuse, 1965b: 130-146; 1966: 120. Véase también la excelente crítica de Lipp, 1970: 295 y 302-303.

22Véase el brillante ensayo (que contiene algunas exageraciones) de Kennedy, 1986: 388-391; y la réplica Söllner, 1986: 502-529.

23Acerca de la relevancia de Carl Schmitt, véanse Kondylis, 1992; Lilla, 2001: 49-76.

24A Robert Michels (1970: 13-15, 38, 368-371 y 380) le corresponde el destacado mérito de ser el primero en haber investigado y comprobado las tendencias oligárquicas en los partidos socialdemocráticos e izquierdistas; pero, al mismo tiempo, él tomó como fundamento un concepto absoluto de democracia, sólo permite como alternativa una democracia radical y plebiscitaria como la postulada por Jean-Jacques Rousseau.

Recibido: 01 de Julio de 2015; Aprobado: 17 de Agosto de 2015

* hcf_mansilla@yahoo.com

H.

C. F. Mansilla: Estudió ciencias políticas y filosofía en universidades alemanas. Doctor en Filosofía por la Universidad Libre de Berlín (magna cum laude), 1973. Concesión de la venia legendi por la misma universidad en 1976. Ha publicado varios libros en Alemania, España y América Latina sobre la teoría crítica de la sociedad (Escuela de Frankfurt) y la cultura del autoritarismo. Su obra principal, El rechazo de la modernidad política y el peligro de la regresión histórica, fue publicado en Valencia (España) en 2013.

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