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Signos filosóficos

versión impresa ISSN 1665-1324

Sig. Fil vol.17 no.33 Ciudad de México ene./jun. 2015

 

Traducción

En la frontera del derecho. La revisión de Hannah Arendt del proceso de Eichmann *

On the border of Right. Hannah Arendt’s revision of Eichmann’s process

Auf der Grenze des Rechts. Hannah Arendts Revision des Eichmann-Prozesses *

Christoph Menke** 

**Goethe-Universität Frankfurt am Main. Alemania. Christoph.Menke@normativeorders.net


Resumen

En el proceso de revisión de Arendt no se trata únicamente sobre la conveniencia o inconveniencia del juicio sucedido en Jerusalén, sino del derecho en general frente a estos hechos; se trata nada menos que sobre una reflexión, o más precisamente de una autoreflexión del derecho; una reflexión sobre el derecho y sus límites o fronteras, pero, dentro del derecho. Al seguir la revisión del proceso en Jerusalén hasta esta auto-reflexión radical del derecho, Arendt se coloca a sí misma no sólo, como pareciera en un principio, en el lugar del tribunal sino por encima del tribunal más elevado. Por encima del más alto tribunal, pero dentro del derecho: ésta es la posición paradójica desde la que el libro de Arendt está escrito.

Abstract

Arendt’s revision process is not only about the propriety or impropriety of the judgement occurred in Jerusalem, but about Right in general towards this actions; it is about no less than a reflection, more precisely: a self-reflection of Right, a reflection on Right and its borders or limits, but within Right. By conducting the revision of the process in Jerusalem up to this radical self-reflection of Right, Arendt consequently puts herself not only, as it seemed at first, in the place of the court, but above the highest court. Above the highest court but within Right: this is the paradoxical position from which Arendt’s book is written.

Inhaltsangabe

In Arendts Revisionsprozess geht es also nicht nur um die Angemessenheit oder Unangemessenheit des in Jerusalem gefällten Urteils, sondern des Rechts überhaupt gegenüber diesen Taten; es geht um nicht weniger als um eine Reflexion, genauer: eine Selbstreflexion des Rechts eine Reflexion auf das Recht und seine Grenzen, aber: im Recht. Indem sie die Revision des Jerusalemer Verfahrens bis zu dieser radikalen Selbstreflexion des Rechts führt, setzt sich Arendt mithin nicht bloß, wie es zuerst schien, an die Stelle, sondern oberhalb des höchsten Gerichts. Oberhalb des höchsten Gerichts, aber innerhalb des Rechts: Das ist die paradoxe Position, aus der Arendts Buch geschrieben ist.

Con el llamado a La casa de la justicia a y la llegada del tercer juez comenzó el informe de Hannah Arendt sobre Eichmann en Jerusalén,1 y terminó con la repetición de la sentencia a muerte de Eichmann, con la frase: “Usted debe morir” (más drástica en inglés: “You must hang”). Al inicio el tribunal debe preguntar “¿Es culpable o inocente?”, luego tratar esta cuestión abiertamente y así aplazar el “riesgo irreductible” -según Arendt con palabras de Otto Kirchheimer (388)-, para responderla de una u otra forma. Sólo si “no se desarrolla una puesta en escena, cuyo final está de antemano definido” (388), hemos entrado a La casa de la justicia, fuera de la esfera de los prejuicios, del ansia de venganza, de la vanidad personal, de estrategias y cálculos políticos. Sin embargo, al final la sentencia tiene que responder a la pregunta; no se trata de ninguna urgencia psicológica (por la tranquilidad interior de los sobrevivientes) o de una exigencia política (por la soberanía del Estado), sino de una necesidad jurídica, objeto de justicia. El sentido de la sentencia legal -aquel que separa al derecho de la venganza- es responder a la pregunta por la culpabilidad y con ello finalizar el conflicto.

El proceso del juicio se extiende desde aquel comienzo con la entrada en La casa de la justicia, hasta el final con la sentencia a muerte de Eichmann. El libro de Hannah Arendt sólo trata de Eichmann en Jerusalén frente al juzgado municipal de esa ciudad. No de Eichmann en Berlín, Viena, Praga, Budapest o incluso Theresienstadt o Auschwitz; más bien, puede tratar sobre Eichmann en Berlín, Viena, Praga, Budapest, o Theresienstadt y Auschwitz, siempre que se mencione (o hubiese sido mencionado) su entrada en escena delante del tribunal de Jerusalén. Dicho libro no es historiográfico ni un tratado acerca de ciencia política ni sobre política o moral ni tampoco sobre ambas;2 sino que muestra exclusivamente el tratamiento jurídico de su caso, es decir, sobre el intento de su enjuiciamiento conforme al derecho. Es historiográfico, sobre ciencia política y filosófico siempre que, en forma y medida, la pregunta por los contextos históricos, las estructuras políticas y las reflexiones filosóficas en un proceso justo puedan ser de importancia o no. La autora siempre enfatizó esta estricta perspectiva jurídica en su obra y en la controversia posterior -sin que resultará de mucha ayuda-.3 Este trabajo fue criticado como una historiografía prejuiciosa, una ciencia política desprovista de conocimiento y una especulación filosófica llena de paradojas. Pero el libro sólo trata de Eichmann delante del tribunal, de él en La casa de la justicia. Sobre esto es el libro del “Reporte” (49).

1

¿Pero qué significa y exige narrar sobre Eichmann delante del tribunal? La columna del New Yorker donde apareció por primera vez el texto de Arendt (16 de febrero de 1963), se titula “A reporter at large”. Por eso el escrito de Arendt, si bien no es una historiografía ordenada, ni un texto sobre ciencia política o filosofía, es clasificado como informativo o periodístico (o como “obra político-filosófica”).4 Pero esto no aclara nada. Lo determinante es que el Reporte sobre el proceso (54) describe no sólo como un hecho lo ocurrido en Jerusalén ante el tribunal. Dar cuenta de un proceso exige defender el interés de la justicia que lo conduce, aún en contra del modo y forma en que realmente se condujo. El informe de Arendt expone “hasta qué punto en Jerusalén se logra que la justicia alcance la victoria” (68). Su perspectiva jurídica sobre Eichmann es conforme a la justicia. Se trata de lo siguiente: dictar una sentencia justa a Eichmann, se pregunta cómo hacerlo y si ello puede lograrse mediante un procedimiento conforme al orden jurídico. Se trata sobre el derecho como un medio de la justicia, sobre la justicia en la forma del derecho.

Esto es claro, de forma inequívoca, cuando Arendt comienza a juzgarlo en la conclusión de su libro. En éste, Eichmann es sentenciado a muerte no sólo una, sino dos veces: una, por parte del tribunal de Jerusalén precedido por el juez Moshe Landau y luego, una vez más, por la autora, con otros argumentos, pero llegando a la misma sentencia: Eichmann tiene que morir. Ella reporta una de las sentencias a muerte y la otra es dictada por ella misma. Por lo tanto, Eichmann en Jerusalén no es una simple reproducción de hechos; como informe es, a la vez, una repetición, una representación, una reescenificación del proceso. Es una reescenificación [Wiederaufführung] o una ejecución [Durchführung] del procedimiento, porque la sentencia a muerte de Eichmann es en realidad dictada por Arendt en este libro. Y es una reescenificación [Wieder-aufführung], porque el fallo de Arendt, que sucede al del tribunal de Jerusalén, lo presupone. Por lo tanto, Eichmann en Jerusalén no es otra cosa que la revisión del juicio de Eichmann en Jerusalén. Arendt explica que, al escribir este libro, se convierte a sí misma en aquella instancia jurídica que somete a examen, una vez más, el proceso jurídico. El informe de Arendt es, al mismo tiempo, la revisión del procedimiento del cual ella da cuenta. Con esto se coloca a sí misma en el lugar del tribunal su-premo -no es de sorprenderse que se le acusara de arrogante.5

Durante la revisión del proceso no se investigan nuevamente los hechos ni se interroga a nuevos testigos (esto distingue la revisión del juicio de apelación que se llevó a cabo en Jerusalén). En una revisión de un proceso se puede, como se señala en el informe, “mencionar sólo aquello de lo que se habló durante el proceso o de lo que, en interés de la justicia, se debió haber tratado” (54); “su fuente principal consiste en el material del proceso” (49). Durante la revisión se vuelve retrospectivamente a un primer proceso, el cual se examina para establecer si el enjuiciamiento del caso por parte del juzgado fue adecuado (cfr., Günther, 1988: Introducción); es decir, si consideró todos los aspectos jurídicamente relevantes y si los colocó en la relación correcta. Ya que esto sólo puede ocurrir a la luz de las normas jurídicas, es válida la revisión del proceso, al mismo tiempo que la pregunta en torno a si el juzgado interpretó y aplicó de modo correcto las normas jurídicas correspondientes. La revisión no trata sobre la comprobación de los hechos, sino de la comprensión del derecho por parte del tribunal. De esta forma, también se comprueba si el proceso de Jerusalén vio y respondió correctamente a los problemas jurídicos que ahí se plantearon. El lado opuesto a la arrogancia, en el que Arendt se coloca bajo lugar de la Suprema Corte, reside en que se somete, de la forma más estricta, a la disciplina del tribunal jurídico; nada le resulta más desagradable que “la multitud de aquellos intelectuales en mayor o menor medida diletantes para los que, por el contrario, el estado de las cosas es sólo un motivo para inventarse ocurrencias” (54).

Cada revisión del proceso queda bajo una doble pretensión: la primera, tiene que pensar de nuevo los problemas jurídicos planteados en el primer procedimiento; la segunda, tiene que llegar otra vez a una sentencia -sobre si la sentencia de primera instancia fue o no justa-. La revisión del proceso debe problematizar, o bien, debe pensar y juzgar de manera clara y, a partir de entonces, realmente de forma concluyente y definitiva. Esta doble pretensión, de pensar y de juzgar, atraviesa siempre una tensión que la revisión de Arendt sobre el juicio de Eichmann agudiza en forma extrema; en efecto, los problemas legales que en este proceso deben ser pensados minuciosamente -más bien, debieron haber sido pensados minuciosamente, pues en realidad no fue así en Jerusalén-, no son nada menos que los problemas de lo jurídico, del derecho mismo. El problema que se encuentra en la revisión del proceso de Arendt, no es sólo la falta de justa proporción en la aplicación de la ley jurídica, sino “la evidente insuficiencia del sistema del derecho dominante y el lenguaje conceptual jurídico usual” (64) en general. La conclusión crítica a la que llega Arendt es: no hay reglas jurídicas que se apliquen al delito que se debía juzgar e incluso la forma del derecho misma es inadecuada para este delito. La revisión de Arendt no refiere a la adecuación o inadecuación del fallo dictado en Jerusalén, sino en general del derecho en relación con estos delitos. Se trata nada menos que de una reflexión, más precisamente, de una autorreflexión del derecho mismo -acerca del derecho y sus límites, pero dentro del derecho-. Al revisar el proceso de Jerusalén hasta esta autorreflexión radical, Arendt no se coloca, como parece en un principio, en el lugar de la Suprema Corte, sino por encima de ésta; por encima de la Suprema Corte, pero en el interior del derecho. Ésta es la posición paradójica desde la que Arendt escribe su libro, o en la que el libro pretende inscribir al derecho; la autorreflexión del derecho sobre aquello que se le sustrae.

Al hacer esto, Arendt llegó a un juicio doble respecto al tribunal en Jerusalén. En el primer fallo dice que el tribunal fue ciego ante los problemas fundamentales del derecho que este caso, el de Eichmann, le planteó -Arendt habla de un “fracaso del tribunal de justicia” (398)-. No fue consciente, no vio ni comprendió que estos delitos, así como quienes los cometieron, llevaron al derecho hasta sus límites. ¿Pero cómo podría haberlo hecho sin interrogarse sobre sí mismo? Por otro lado, Arendt repasa, y de esta forma confirma, la sentencia del tribunal de Jerusalén sobre Eichmann. El doble juicio de Arendt en relación con el proceso en Jerusalén consiste en que el tribunal no vio el problema fundamental del derecho, la problematización o la interrogación en torno al derecho mismo como tal a través de los delitos de Eichmann; en parte los desconoció, y en parte los reprimió y, no obstante, juzgó de manera correcta: Eichmann debe morir. Ciego frente a los problemas fundamentales del derecho en este proceso y, sin embargo, al mismo tiempo, justo en el resultado: ¿No es ésta una contradicción? ¿No define precisamente al juicio legal el adquirir su legitimidad sólo a partir del procedimiento? ¿No se daña de forma profunda este procedimiento y, también el juicio de la sentencia con la cual finaliza cuando no conduce a todos los problemas del derecho que se deben tener presentes?

En la introducción, sumamente instructiva a la edición alemana de Eichmann en Jerusalén, se ofrece una solución para esta contradicción, la cual consiste en señalar que la sentencia del tribunal de Jerusalén no fue jurídica, de manera más precisa, no fue en ningún sentido conforme al derecho.

Si se mira más detalladamente, se puede comprobar con facilidad que los jueces6 juzgaron de cierto modo en forma libre, propiamente sólo sobre la base del monstruoso estado de las cosas, sin recurrir a las leyes o a las normas legales establecidas con las que de forma más o menos convincente intentaron justificar el juicio de sentencia obtenido. […] Ellos juzgaron de “forma libre”, no se atuvieron a ninguna regla para subsumir casos individuales bajo ellas; más bien decidieron cada caso particular como se les presentó, como si no hubiera reglas universales para él. (64 y 65)

Los jueces de Jerusalén juzgaron así -desde luego sin saberlo-, exactamente como los pocos que en Alemania se resistieron con su pensamiento y juicio al Nacionalsocialismo. ¿Pero cómo puede ser ésta una solución a la pregunta por la justicia de su juicio? Arendt misma habla sobre de las “inconsecuencias” que se atraen a “un terreno tan obsesionado con las consecuencias como es el de la jurisprudencia” (64). No es pedantería que la administración de justicia esté obsesionada con las consecuencias. En su obsesión por las consecuencias, y sólo en éstas, se encuentra la promesa de justicia que hace la jurisdicción. De tal forma que dichas inconsecuencias, como aquellas que los jueces de Jerusalén juzgaron de forma libre, en vez de hacerlo conforme al derecho, sin reglas generales, atañen al fundamento del derecho mismo. ¿Pues en qué difieren el libre juicio de la mera arbitrariedad, es decir, del prejuicio [Vorurteil], de cuya interrupción y suspensión el procedimiento del juicio recibe su legitimidad?

Hasta aquí solamente he intentado formular y responder apenas una pregunta: la pregunta por lo que Arendt intenta hacer en su libro, de qué éste trata en realidad, pues esto se ha interpretado de formas por completo distintas desde su aparición. La respuesta a esta pregunta se refiere a la relación entre Eichmann en Jerusalén, el libro, y Eichmann en Jerusalén, el juicio. El primero es la revisión del proceso del segundo; una revisión que, por lo tanto, se mantiene al mismo tiempo dentro y fuera, en el límite del derecho, es decir, porque muestra, como ya lo hizo el tribunal de Jerusalén sin saberlo: porque fuerza el caso de Eichmann. Así justifica Arendt al tribunal de Jerusalén, con una crítica a su olvido del problema o a la ceguera frente a él. Y no se refiere únicamente a su contenido, sino al modo y forma de su sentencia. Arendt quiere mostrar que la inconsecuencia jurídica de un juicio libre del derecho [ein rechtfreies Urteil] es precisamente la consecuencia del cuestionamiento por principio al propio derecho que este caso jurídico significa -una consecuencia que los jueces de Jerusalén extrajeron sin saberlo, porque no comprendieron en absoluto qué tanto se encontraban dentro del derecho al colocarse fuera de éste-. El caso Eichmann fuerza a “que uno tome la ley en las manos y la rompa con las rodillas” (Müller, 2002: 202). Arendt muestra por qué esto es así. Al desarrollar una consecuencia más severa desde la lógica del derecho, en específico, desde la justicia bajo la forma del derecho, desde la forma jurídica de la justicia. Sólo cuando se comprende que la “justicia exige que el acusado sea incriminado, defendido y le sea dictada una sentencia” (71), y que en esto “todas las preguntas de un significado aparentemente más profundo” por la justicia “deben ser dejadas de lado” (72), -preguntas como: ¿cómo fue esto posible? y ¿cuáles fueron las causas?, las preguntas: ¿por qué precisamente los judíos? y ¿por qué precisamente los alemanes?, etcétera- sólo entonces se puede comprender por qué los jueces de Jerusalén tuvieron que juzgar al final de ese modo, pues en ello suspendieron la forma del derecho mismo. Su inconsecuencia de emitir un juicio en “un terreno tan obsesionado con las consecuencias como el de la administración de justicia”, sigue incluso a una consecuencia más profunda, porque la obsesión por la consecuencia del derecho en el caso Eichmann es inconsecuente. El libre juicio que practican los jueces de Jerusalén no es una alternativa que se contraponga, en forma exterior, al juicio conforme al derecho. En la suspensión del juicio conforme al derecho por medio del juicio libre emerge más bien el juicio libre como la presuposición oculta del juicio conforme al derecho; cuando éste llega a su límite -en la crisis del derecho- llega el juicio libre como el fundamento de su aparición. Al presentar Eichmann en Jerusalén esto, al llevar a cabo de nuevo el procedimiento, no responde a ninguna de aquellas preguntas de sentido aparentemente más profundo, sino sólo a ésta:7 ¿Podría existir justicia contra Eichmann? ¿Podemos hablar de derecho acerca de los delitos de Eichmann?

2

La intención del libro de Arendt deja completamente abierta la cuestión de si su programa puede ser realizado y, de ser así, cómo. A continuación repasaremos una vez más su tesis. Ésta sostiene que en el caso Eichmann, el tipo de delitos y su modo de actuar se sustraen por principio al juicio del derecho, pero esto no significa, en ningún caso, que Eichmann no pueda ser juzgado -Arendt rechaza esta posición que Martin Buber, entre otros, ha defendido (396)-, puede serlo, e incluso debe ser condenado a muerte; y es que debe serlo por medio del derecho. De esta forma, el derecho exige una condena no conforme a sí mismo, la cual Arendt llama también libre, ya que actúa sin reglas jurídicas, es decir, no lo hace bajo la aplicación de la ley. Con la condena de Eichmann, la forma del derecho se suspende, pero para hacer válida su propia forma. El juicio no jurídico es, al mismo tiempo, como lo otro, el fundamento del derecho.

Lo que queda en juego del fracaso del juicio conforme al derecho se señala ya en el primero de los tres problemas fundamentales que, de acuerdo con Arendt, plantea el caso de Eichmann.8 Esto se refiere a la competencia del Juzgado Municipal de Jerusalén por los crímenes que Eichmann cometió en Alemania y en el territorio de la Europa oriental ocupado por la Wehrmacht antes de 1945 y por los que fue denunciado según una ley israelí aprobada en 1950. Esta pregunta contiene una gran cantidad de detalles jurídicos,9 pero lo más importante es la razón por la cual debe ser tomada en cuenta de forma más seria. La pregunta por la competencia del tribunal, es decir, por quién tiene la autoridad para juzgar, lleva de hecho a la parte más profunda del juicio legal. A su fundamento de legitimación le es propio que una persona pueda ser juzgada sólo por un representante de la propia comunidad. La jurisdicción de una comunidad extranjera no tiene poder jurídico sobre nosotros, a menos que nos hayamos introducido en ésta voluntariamente (a diferencia de Eichmann) en el territorio donde ella sí tiene este poder. No es en ningún sentido expresión de un hoy anticuado principio de soberanía de un Estado el que “cada Estado soberano vigile celoso su Derecho de llevar a sus propios delincuentes a juicio” (88). Ello es más antiguo que este principio y se remonta a la ruptura del derecho con el mito y a su inicio como tal. En La Orestíada la diosa Atenea expresa ese motivo arquetípico del juicio legal al colocarse no como juez, sino como “lo mejor para mis ciudadanos”.10 Con la completa secularización de la Modernidad, en el derecho son los representantes de una comunidad quienes deciden si alguno de sus miembros ha violado sus leyes. El acusado únicamente puede ser juzgado por sus representantes y por las leyes de su propia comunidad. En el derecho, el acusado es juzgado según su propia medida, “la violación [punitiva] que ocurre al propio criminal” es “su propio derecho”.11 El derecho es siempre derecho propio y el derecho extraño no es nunca derecho. La magnitud y justicia del juicio residen en que la sentencia pierde todo lo extraño, externo y fatal, y donde la sentencia que el propio acusado se dictaría -en caso de estar dispuesto a mirar desde la perspectiva de la comunidad de la que es miembro- es considerada válida.

Por eso, la pregunta por la competencia del tribunal no es cosa de un cálculo político ni de sutileza jurídica. Esta pregunta lleva, más bien, al centro de la justicia bajo la forma del derecho, al fundamento de la promesa de justicia que hace el derecho y cuya satisfacción consigue sólo al responsabilizarse mediante la forma de su juicio. La promesa establece que una persona no puede ser juzgada por una instancia o leyes extrañas, sino sólo de manera tal que el juicio pueda plantear la pretensión de que sea el del propio acusado. La sentencia que el tribunal dicta sobre el acusado debe haber sido dictada por el acusado mismo.

Para el problema de la competencia frente al cual se encuentra evidentemente el procedimiento de Jerusalén, a saber, cuando se juzga a un ciudadano por delitos cometidos en un territorio extranjero (y por una ley que no existía entonces), hay una sencilla solución. Su nombre técnico es “principio de jurisdicción universal (Universalgerichtsbarkeit)”. Por éste se entiende que todo Estado puede exigir atribuciones sobre crímenes que violen el derecho internacional público, por lo menos hasta que no exista un tribunal penal internacional. Sin embargo, en el proceso de Jerusalén, de acuerdo con Arendt, no queda claro que el exterminio de judíos -el mayor crimen de Eichmann y que por tanto quedó en el centro del proceso-, “sea de un tipo distinto al de todos los horrores del pasado” (390). Por eso fue acusado por un “crimen en contra del pueblo judío”. Sin embargo, esto implicó, sin que fuera del todo claro, que se viera en el exterminio de judíos la última escala hacia lo inconmensurable del “horror del pasado”, “el más terrible pogromo de la historia judía” (390). Por ello, el exterminio de judíos es otro tipo de crimen, pues por medio de éste “se destruye otro orden por completo diferente y se viola a una comunidad enteramente diferente” (395), como es siempre el caso de asesinatos masivos y crueles. Auschwitz es un genocidio organizado por el Estado y si cada delito debe ser presentado ante el tribunal “porque su acto amenaza profundamente y perturba a la comunidad como un todo y no porque haya afectado a personas determinadas como en un proceso civil” (382), entonces “estos asesinatos administrativos en masa deben ser presentados frente al tribunal, porque han violado el orden de la humanidad y no por haber ocasionado la muerte de millones de personas” (395). La muerte de millones de personas equivale de igual manera a muchos asesinatos y cada uno de estos debe ser perseguido y condenado.12 Pero el crimen de exterminio de judíos, el crimen de Eichmann, es totalmente distinto: por querer exterminar al pueblo judío; por haber intentado, el régimen Nazi, “desaparecer al pueblo judío de la faz de la tierra, emergió un nuevo tipo de crimen, un crimen en contra de la humanidad en el sentido verdadero, a saber, en contra del ‘estatus del ser un ser humano’,13 en contra del ser del género humano” (391). En efecto, se trata de “un ataque a la diversidad humana como tal […], es decir, a un trazo esencial del ser humano sin que podamos siquiera representar más cosas como la humanidad o el género humano” (391).

Es obvio el significado que tiene para la pregunta por la competencia del tribunal la aguda diferencia del exterminio de judíos como crímenes contra la humanidad “cometidos en contra del pueblo judío” (391), de entre todos los demás delitos también cometidos contra el pueblo judío: con ésta parece que se restablece la condición de justicia de la sentencia, la condición de ser juzgado sólo según las normas y mediante los representantes de la propia comunidad. Pues la humanidad no se refiere a humanitarismo, ni a ninguna ley difusa y sin compromiso -entre las cuales Arendt también cuenta los “Derechos humanos o conceptos similares comprometidos” (394)-.14 La humanidad es un concepto político que designa a aquella comunidad abarcante en la que coexisten todas las demás sobre la tierra; o aquella comunidad abarcante cuya existencia es la condición de posibilidad para la existencia de esa comunidad. A esta comunidad abarcante pertenece también el propio Eichmann -membresía mediada por la pertenencia de Eichmann a su comunidad, de tal forma que él, al ser juzgado por delitos contra la humanidad y, de este modo, según las leyes de la humanidad, no se somete a una ley extraña, sino que es juzgado por sus iguales y según su propia ley.

Al ser Eichmann acusado por su participación en el exterminio de judíos según la Ley de Israel de 1950 del crimen contra el pueblo judío se cuestionó la condición fundamental y constitutiva del derecho de ser enjuiciado conforme al “propio derecho” (Hegel, § 100). La otra categoría jurídica que definió la ley israelí después de la realización de los Procesos de Núremberg -a saber, la de crimen contra la humanidad- debe restablecer la condición para la justicia constitutiva del derecho. De esta forma, el proceso de Eichmann fue más claro que los de Núremberg (que colocaron al crimen de guerra en el centro y de esta forma fueron incapaces de comprender el exterminio de judíos) para dar inicio al desarrollo de lo que más adelante culminó en la fundación del Tribunal Penal Internacional. Se trata de un intento de normalización jurídica, es decir, de restablecer las condiciones de una sentencia jurídica normal para el crimen de genocidio y, de ese modo, incluirlo en el orden del derecho.

En Eichmann en Jerusalén Arendt no sólo resume, ya desde el principio de su desarrollo, la lógica de sus argumentos fundamentales con toda claridad, sino que también, al mismo tiempo, muestra la contradicción que desde el principio está inscrita en este argumento y que, hoy más que nunca, está oculta y reprimida. Esta contradicción consiste en lo siguiente: la acusación de Eichmann por el crimen cometido contra la humanidad restablece la normalidad jurídica, ya que de esta forma inscribe a Eichmann al mismo tiempo en la comunidad universal de la humanidad, cuya ley fundamental él violó. Lo anormal, el horror inaudito de los delitos de Eichmann, consiste precisamente en que están dirigidos contra la comunidad universal de la humanidad. Es precisamente a esta misma comunidad a la que Eichmann intentó combatir y destruir al participar en el exterminio de judíos. O bien, el crimen de Eichmann es una ruptura de la especie [Gattungsbruch] y él no es ningún criminal común, sino el que rompe a la especie [Gattungsbrecher].15 Es por eso que Arendt lo llama “el enemigo de la humanidad”, hostis generis humani (382). Un criminal común y corriente no es enemigo de la comunidad cuyas leyes rompe, pues no las combate, ni con ello a la comunidad. Lo que él busca es, ya sea por ambición o por egoísmo, ser una excepción a estas leyes, cuya conservación por parte de otros requiere su crimen, es más, lo exige. Incluso aquel criminal, como el pirata para quien se creó la categoría legal de “enemigo de la humanidad”, “desdeña toda ley y no presta lealtad a ninguna bandera”, se coloca solamente “fuera” del orden del derecho (383).16 Por el contrario, Eichmann es un “nuevo tipo de criminal, el real hostis generis humani” (400), porque no exige ser simplemente una excepción ni estar fuera de sus leyes, sino que busca deshacerse de la humanidad y destruirla como comunidad.

Pero ¿si Eichmann es realmente el enemigo de la humanidad, no es entonces él extraño y exterior al orden de la humanidad en cuyo nombre y por cuyos representantes él debe ser juzgado? El concepto de crimen contra la humanidad que en el caso de Eichmann debería reestablecer la normalidad del procedimiento jurídico parece dividirse en sí misma: si la oposición, el estar en contra, de este crimen tiene ya el sentido de la enemistad, entonces no se trata de un crimen en sentido jurídico usual. Entonces esto no es válido para la única sentencia aquí posible: la sentencia jurídica sobre el enemigo de la humanidad no evalúa el delito como sería legalmente necesario, según la ley que comparten el juez, el delincuente y el delito, sino que dirige la enemistad, que el enemigo había declarado contra la ley, en contra suya. La sentencia de la enemistad del derecho contra Eichmann como enemigo del derecho dice lo siguiente: “No pudo permanecer más en la tierra entre los seres humanos, porque se inmiscuyó en una empresa que quería hacer desaparecer para siempre de la faz de la tierra a una cierta ‘raza’” (402). La sentencia dice que no puede existir una comunidad con Eichmann: no se puede “habitar conjuntamente la tierra” (404) con el enemigo de la humanidad. La enemistad que Eichmann le declara a la humanidad se cumple en sí misma.

Pero en esta sentencia sobre el crimen contra la humanidad se colapsa la forma del derecho. La sentencia de los jueces de Jerusalén es concluyente -“se habrían puesto por completo en ridículo a sí mismos, desde mi punto de vista, si no hubieran llevado el asunto a su única conclusión lógica” escribeArendt a Mary MacCarthy (citado en Young-Bruehl, 1986: 511)-, pero tal conclusión no es jurídica, no tiene la forma del derecho. Es sólo y únicamente el derecho y no el partido de los “vencedores” -como lo indica la crítica de los antiguos nazis y de los simpatizantes del Nacionalsocialismo a los procesos de Núremberg y Jerusalén- lo que habla en esta sentencia. Pero no existe ninguna relación jurídica entre el derecho y su enemigo. Cuando el crimen contra la humanidad se dirige hacia la condición fundamental de la existencia política, contra las leyes fundamentales de la vida en comunidad,17 no se presupone ya un crimen habitual que, aunque sea indirectamente, todavía presupone a esta comunidad; se dirige contra esta comunidad. Por ello la sentencia jurídica significa que los delitos de Eichmann son crímenes contra la humanidad, exactamente lo contrario de la normalización jurídica a la que con ello se aspira: con esta sentencia jurídica el derecho combate a sus enemigos y esto sólo puede hacerlo de forma que suspenda la condición de justicia del juicio legal.

3

La razón por la cual el derecho se derrumba se encuentra en tratar su fundamento. El crimen se torna en enemistad -por eso el crimen contra la humanidad es enemistad- cuando cuestiona no sólo las normas jurídicas, sino también la regla fundamental, la regla de la regla jurídica, es decir, la condición del derecho mismo.18 Y esto no sólo como en el caso del pirata e incluso del gran criminal, de modo excepcional, por sí mismo, sino por todas partes y por completo. De ahí que en Jerusalén -en forma mucho más consecuente que en el anterior proceso de crímenes de guerra en Núremberg y de modo distinto al posterior proceso de Auschwitz en Fráncfort- se haya tratado un delito que intentó destruir al derecho en su último y más profundo fundamento, el orden de la humanidad como un orden de la pluralidad, que colocó al derecho de aquí en adelante frente a una tarea aporética. El derecho tuvo que juzgar, para mantenerse a sí mismo contra este delito, y por ello no pudo juzgar -no cómo tiene que querer juzgar para ser justo.

Hasta aquí he descrito el problema del proceso de Jerusalén de tal manera que el derecho no tiene que ver con un criminal, sino con un enemigo para el cual el derecho no es nunca su propio derecho y cuya sentencia jurídica nunca podrá ser justa. Este problema se agudiza hasta convertirse en insoluble al saber que Eichmann no fue enemigo del ser humano por fanatismo o ni siquiera por motivos abyectos. “Él no era para nada un ‘mercenario [Landsknechtnatur]’, como lo presentó uno de los testigos, no era un aventurero, un cínico o un nihilista” (219). Él era más bien -conforme a la tesis, tan decidida como paradójica de Arendt- un enemigo de la humanidad por irreflexión. “Hasta cierto punto fue simple irreflexión, algo que no es en absoluto igual a la estupidez, lo que lo predispuso a convertirse en uno de los criminales más grandes de la historia” (57). Exactamente eso -y sólo eso- es lo que quiere decir el término “banalidad del mal”.19 Este mal es banal precisamente porque sólo puede ser descrito de la forma más banal, forma que colinda con la mera minimización: a saber, en constataciones como que Eichmann, lejos de ser un Yago, Macbeth o Ricardo III, “para permanecer en el lenguaje cotidiano, nunca se imaginó lo que realmente estaba haciendo” (56). Pero esta banalidad se refiere a algo simplemente elemental, pues ser irreflexivo significa ser incapaz de romper el mecanismo de la segunda naturaleza, de situaciones, impresiones y opiniones que se relacionan por sí mismas y siempre entre sí. Significa ser incapaz de observar desde otras alternativas posibles, desde otra perspectiva, lo que uno hace; ser incapaz de juzgar la rectitud de su acción. Esta “casi total incapacidad [de Eichmann], de no ver nunca algo desde la perspectiva del otro” (124), es nada más ni nada menos que su “incapacidad de pensar” (126). La irreflexión es el compendio de la incapacidad intelectual, la carencia de intelecto o la incapacidad para la libertad.

De inmediato queda claro por qué para cada proceso jurídico debe ser un problema fundamental el ser confrontado con un acusado de este tipo. Si la condición de justicia del juicio legal es que éste pudiera ser emitido por quien es juzgado, entonces éste tiene que ser capaz de juzgar para poder ser juzgado. Esto se muestra, entre otras cosas, en “que una conciencia de injusticia pertenece a la esencia de un delito penal” (401). Los delincuentes para los que esto no es válido son clasificados como menores de edad [Unmündige], como aquellos que no pueden hablar por sí mismos al no ser capaces de conducirse a través del juicio, y por ello son juzgados de otra forma o bien no son juzgados de forma legal. Pero esta posibilidad está aquí excluida. El caso patológico en el que el derecho declara al enjuiciamiento como imposible debe ser siempre la excepción de la normalidad. Pero Eichmann es (o fue) el caso normal. El derecho sólo puede trabajar con la siguiente alternativa: o bien, el criminal es incapaz de juzgar y entonces es un caso patológico, anormal, que excepcionalmente es juzgado de forma no legal; o bien, el criminal es normal, y entonces es capaz de juzgar y, por tanto, susceptible de ser juzgado de forma legal. Frente a un criminal como Eichmann se anulan estas alternativas, pues en el mundo del Nacionalsocialismo la capacidad de juzgar libre o por sí mismo, si bien no se vuelve una completa imposibilidad, se torna la excepción improbable.

Una de las consecuencias que surgen de esto es que la categoría de la orden ilegítima no es aplicable. En efecto, el que no se exija nada excepcional por parte de quien recibe las órdenes forma parte de las condiciones de aplicación de esta categoría. Solamente se exige de él que “se rehúse a ejecutar órdenes que contradigan la experiencia que hasta entonces él ha tenido de legalidad [Gesetzlichkeit], cuando ellas sean ‘visiblemente contrarias al derecho [unrechtmäßig]’” (246). Según esta definición, que Arendt deduce de la ley penal israelí, las órdenes que recibió Eichmann no eran contrarias al derecho [unrechtmäßig]; ellas correspondían a la normalidad, a su experiencia de legalidad. Las consecuencias que tiene la normalidad de la incapacidad de pensar o juzgar para el derecho van mucho más allá -son verdaderamente totales-. En efecto, el que la incapacidad (de juzgar) se vuelva normalidad no significa otra cosa sino que “la voz de la conciencia” pierde su autonomía y habla “de igual modo que la voz de la sociedad” (220), que la “moralidad se colapsa en un simple conjunto de costumbres”,20 que el concepto “derecho” pierde su “doble sentido corriente”, de ser vigente y válido, lo que significa (246 y s.) que la identidad emerge en el lugar de la diferencia: que la diferencia normativa -justamente la diferencia entre normatividad y normalidad- desaparece o, de forma más precisa, que la diferencia entre normatividad y normalidad se torna anormal y se convierte en la excepción. Que el espíritu [Geist] recaiga y se convierta en un mero mecanismo, en nada más que una segunda naturaleza (véase Menke, 2012: 154-171).

El primer, o fundamental, mandato de todo derecho reza, según la definición romana, honeste vivere, es decir, “vivir honorablemente”; en la interpretación de Kant: “Sé un hombre que actúe conforme al derecho [rechtlich]” (1966: 42).21 Él explica este mandato de tal forma que lo primero que el derecho exige de cada uno es que “en relación con otros afirme su valor como el valor de un ser humano”. Esta obligación surge de “Derechos de la humanidad en nuestra propia persona” (Kant, 1966: 42). El crimen contra la humanidad cometido por la irreflexión de Eichmann se dirige no sólo contra la humanidad como comunidad universal en la que pueden existir solos la pluralidad de pueblos y sus ordenamientos jurídicos. El delito de Eichmann se dirige también contra su propia persona, contra su propia “posición y situación de ser humano”. En palabras de Hegel, el primer mandato de la ley reza “sé una persona” (Grundlinien, § 36), es decir, ten disposición jurídica (§ 38); sé capaz del derecho [rechtsfähig], de tener derechos, de ser partícipe del derecho al poder diferenciar entre qué es derecho y lo contrario al mismo, para ser capaz de discernir y sostener su diferencia, a saber, la diferencia entre un Estado [Zustand] de ausencia del derecho [Rechtslosigkeit] y un Estado [Zustand] de (segunda) naturaleza.

El Derecho ordena [gebietet] la capacidad de derecho [Rechstfähigkeit], la afirmación del valor de la humanidad (Kant), el estado del ser humano en cada persona (Arendt), pero, al mismo tiempo, presupone que en cada caso se satisfaga este mandato fundamental. O bien, el derecho debe abstraer de esto -por eso Hegel llama al derecho abstracto-, o bien, el mandato de respetar el derecho de la humanidad en la propia persona al respetar al propio derecho que está verdaderamente realizado en cada uno de los casos. El derecho supone que cada uno es una persona (en el verdadero y estricto sentido de la palabra), un ser humano.22 Al mismo tiempo, vale el que este ser no es de carácter natural. Nadie es persona por naturaleza. No somos personas por naturaleza, es decir, no poseemos capacidad de derecho [rechtsfähig]. “El hombre es por sí solo libre, en general en posesión de sí mismo, sólo por medio de la formación cultural [Bildung]” (Hegel, Grundlinien, § 57 N, p. 125). Esto define el concepto de ser humano que constituye la presuposición del derecho (el humanismo constitutivo del derecho). Según este concepto, el hombre se constituye “sólo por sí mismo y como eterno retorno en sí mismo desde la inmediatez natural de su existencia de ser lo que es” (Hegel, Grundlinien, § 66 A, p. 142). El ser humano consiste sólo así y en que se hace a sí mismo un ser humano. Su ser es llegar a ser, hacerse, formarse. Una persona con capacidad jurídica, es decir, capaz de derecho, es la esencia (o concepto) del ser humano, pero esta esencia o concepto requiere de la (auto) realización efectiva. El ser (persona) que el derecho presupone es el logro de un acto (Hegel), del acto de hacer (-se) persona. La presuposición (humanista) del derecho, es decir, la presuposición que el derecho plantea en cada cosa que establece, es el logro de la formación cultural.

Por presuponer no un ser, sino un hacer y, con ello, un logro, el derecho siempre debe tener en cuenta la posibilidad del fracaso. En el hacerse (persona) del hombre “reside la posibilidad de contradicción entre aquello que sólo es en sí y lo que no es para sí […], y viceversa, entre lo que es sólo para sí y lo que no es en sí (en la voluntad el mal)” (Hegel, Grundlinien, § 66 A, p. 142). Pues el ser humano no es siempre una persona con capacidad de derecho, sino que primero debe constituirse como tal, él tampoco puede ser lo siguiente: o bien que se vuelva en contra de las leyes del derecho, o bien, en forma más fundamental, que él no se libere en dirección del punto de vista del derecho, por tanto de la capacidad de derecho. Pero, en la ontología que es inmanente al derecho, este caso sólo puede ser la excepción, lo no-normal: la desviación de la propia esencia. Precisamente es esta suposición debe hacer el derecho, pero que en el caso de Eichmann no puede hacer: la enemistad en contra de la humanidad, es decir, en contra del derecho que constituye la acción de Eichmann, consiste en no haber padecido la incapacidad de derecho -esto puede ocurrir excepcionalmente como falta de la propia esencia-, sino en haberla querido de modo paradójico. El que Eichmann sea enemigo de la humanidad por irreflexión, por ser incapaz de pensar, no dice otra cosa sino el no querer formarse como persona. La enemistad de Eichmann se dirige contra sí mismo, contra su propia formación como una persona con capacidad de derecho, contra el ser libre. La enemistad de Eichmann en contra de la capacidad de derecho es paradójica (y con ello inconcebible), pues sólo puede ser descrita como el querer del no-poder-querer, como la afirmación del “punto de vista no-verdadero desde el cual el ser humano, como ser natural y sólo como un concepto que es en sí, es capaz de la esclavitud” (Hegel, Grundlinien, § 57 A, p. 124). La enemistad de Eichmann contra la humanidad consiste en que quiere la esclavitud, incluida la suya, es decir, la servidumbre voluntaria en su última figura, que clausura la conceptualización pensante y, en su incomprensibilidad, se transforman sin cesar en la banalidad de la incapacidad y la monstruosidad de su libre voluntad la una en la otra.

En el caso de Eichmann el derecho tiene que juzgar sobre actos que violentan no alguno de sus estatutos (o leyes) individuales, sino su presuposición misma; actos que infringen el mandato del derecho en el sentido objetivo como mandato hacia el derecho -y que quieren esto-. Ahí residen, al mismo tiempo, el problema y la legitimidad de la sentencia jurídica sobre Eichmann. El problema de esta sentencia jurídica es que el derecho debe juzgar, aunque no pueda hacerlo en este caso, pues la presuposición del derecho no está satisfecha. La legitimidad de la sentencia jurídica se encuentra en que el derecho condena a Eichmann porque no puede juzgarlo -él ha violado la presuposición del derecho-. El resultado del proceso de revisión que lleva el libro sobre el juicio en Jerusalén, la sentencia de Arendt sobre la sentencia jurídica reza de la siguiente manera: El derecho tiene que y puede condenar a Eichmann porque no puede condenarlo, porque él no puede ser juzgado según el parámetro del derecho ni dentro de la forma del derecho.

4

Pero ¿cómo juzga el derecho aquí, cuando debe hacerlo sobre lo que no se puede juzgar dentro de su marco, cuando condena legalmente lo que no puede juzgar precisamente por (y sólo por) su injuzgabilidad [Unbe-urteilbarkeit]? Es evidente que aquí el derecho no juzga de modo legal ni conforme a sí mismo, no lo hace en la forma de aplicación ni en la de interpretación de las leyes. Por esto, Arendt dice que la condena del juez de Jerusalén es libre (véase apartado 1). Esto tiene el significado negativo de que su sentencia jurídica se efectuó “sin recurrir a las leyes o a las normas establecidas jurídicamente, con las que más o menos de forma convincente se intentó fundamentar la sentencia obtenida”. Ya que aquí se trata de la presuposición del derecho, sus normas y principios establecidos no pueden ofrecer el parámetro de enjuiciamiento. Arendt describe, en un texto que surgió a partir de la controversia de Eichmann en Jerusalén, el juzgar que no puede proceder como aplicación de las leyes, porque aquí no hay ninguna más allá de cómo pensar y hacerlo “verdaderamente discursivo, como si estuviese corriendo de una parte del mundo a otra, a través de todas las clases de visiones en conflicto, hasta ascender finalmente, desde estas particularidades, a alguna generalidad imparcial” (2006: 238).23 ¿Es el juicio libre por medio del cual los jueces de Jerusalén (y Arendt en su revisión) condenan a Eichmann, en tanto enemigo de la humanidad, a muerte, un juzgar según el modelo del pensar discursivo en el que, considerando muchos -o incluso todos- los puntos de vista, se logra la imparcialidad?

En un curso tardío sobre la filosofía política de Kant que se publicó póstumamente bajo el título de El juzgar, Arendt señaló una condición decisiva de dicho moverse discursivo libre del pensar entre diferentes perspectivas. Esta presuposición consiste en un logro de la facultad de la imaginación y radica en constituir el objeto del enjuiciamiento por medio de la toma de distancia del sujeto. Mientras esté afectado directamente por algo no puedo pensar discursivamente sobre ello ni juzgar. Se requiere de un paso hacia atrás, de una ruptura con la afección directa:

La facultad de la imaginación, es decir, la capacidad de hacer presente lo ausente, transforma el objeto que no tengo directamente ante mí en algo que más bien he interiorizado en cierto sentido […]. Esta es la “operación de la reflexión”. Sólo aquello que nos afecta en la representación que nos toca -y ciertamente sólo entonces cuando ya no se está afectado por su presencia inmediata […] sólo eso puede ser enjuiciado como correcto o falso, importante o irrelevante, bello u horrible, o cualquier otra cosa que quede entre los dos polos correspondientes. Sólo hasta entonces se habla del juzgar y no del gusto, porque aun cuando, al igual que antes, estemos afectados por un asunto del gusto, se ha establecido una distancia adecuada por medio de la representación -ese aislamiento, apatía o desinterés que es necesario para la aprobación o disgusto, para la evaluación de algo correspondiente al valor que le es propio. Al apartar al objeto se han logrado las condiciones para la imparcialidad. (Arendt, 1985: 90)24

El juzgar discursivo-libre presupone un logro estético: la constitución del objeto en el interior de la ruptura de la afección inmediata mediante la toma de distancia de la facultad de la imaginación.

Es precisamente por esto por lo que el juzgar, en el caso de Eichmann, no puede ser discursivo ni libre: Eichmann no puede ser enjuiciado de forma discursiva, quizá ni siquiera imparcialmente, pues el juicio sobre él tiene lugar -según la anotación de Arendt en la cita anterior- “de hecho sólo sobre el fundamento del atroz estado de las cosas”. La sentencia condenatoria de Eichmann tiene lugar sólo a causa de la atrocidad, la monstruosidad de sus delitos (y precisamente en eso reside el que no se diferencie de la banalidad). La reacción ante lo atroz, ante la forma en que experimentamos la atrocidad como tal, es afección inmediata, ya que la experimentamos como un “terror mudo” (Arendt, 2003: 55 y ss.; 1991: 37 y ss.). Esta misma no puede ser imaginada, es aquello que no se puede ver a distancia ni ser representado, y ya que no puede ser representada, tampoco puede ser enjuiciada de forma discursiva e imparcial. Sólo enjuiciamos correctamente, como tal, aquello que es atroz cuando no juzgamos de forma discursiva y por tanto tampoco imparcial. El juicio correcto sobre lo atroz es el juicio no discursivo, el juicio parcial del terror mudo. Sólo en este terror se nos revela la verdad de la atrocidad. La verdad no es discursiva, la verdad de que los atroces delitos de Eichmann son monstruosos, es “despótica” (Arendt, 2006: 236).

Sólo así podemos juzgar a Eichmann, no de forma discursiva ni imparcial, sino en el terror mudo sobre las atrocidades de sus delitos. Por ello, Eichmann no es objeto de nuestro pensar, cuando (o en la medida en que) pensar es el movimiento discursivo en el que un objeto, representado y distanciado por medio de nuestra facultad de imaginación, es considerado desde una perspectiva tras otra (como ocurre paradigmáticamente en el juicio conforme al derecho: el procedimiento del derecho no es otra cosa que la institucionalización de este discurso). Sí, nosotros juzgamos de forma condenatoria a Eichmann precisamente porque no podemos pensar sobre él, no podemos elaborar ningún discurso sobre él. Nuestro pensar se vuelve aquí reflexión, se torna un pensar que no disuelve el mudo terror, sino que lo presupone. Se trata de un pensar que parte del mudo terror sobre Eichmann, expresa e interpreta este terror y retorna, una y otra vez, a él; un pensar que al final siempre se transforma en mudo terror.

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*Translation from German by Juan Francisco Yedra Aviña, reviewed by de Gustavo Leyva. Original title “Auf der Grenze des Rechts. Hannah Arendts Revision des Eichmann-Prozesses” (2013), Merkur. Deutsche Zeitschrift für europäisches Denken, year 67, no. 7, pp. 573-588.

*Traducción del alemán de Juan Francisco Yedra Aviña. Revisión de la traducción Gustavo Leyva. Publicación original (2013), “Auf der Grenze des Rechts. Hannah Arendts Revision des Eichmann-Prozesses”, Merkur. Deutsche Zeitschrift für europäisches Denken, año 67, núm. 7, julio, pp. 573-588. Agradecemos al autor la cesión gratuita de los derechos para la publicación del artículo en español.

27*“Audiencia pública” en la traducción de Carlos Ribalta (2001). [La traducción ofrecida de algunos pasajes de esta obra de Arendt se ha apartado de la publicada por Ribalta en ciertos casos donde se han encontrado errores manifiestos y se orienta más bien por la versión alemana del ensayo de Arendt, la cual sigue Menke. Nota del revisor Gustavo Leyva.]

1Arendt, 1986. En adelante, para esta obra, se cita sólo la página de referencia.

2“No se trata aquí de la historia de la más grande catástrofe con la que el pueblo judío se ha enfrentado, ni de una representación del sistema dominante completo o de la historia del pueblo alemán durante el Tercer Reich, ni tampoco, en fin, de un tratado teórico sobre la naturaleza del mal” (54).

3“[…] gran parte de la controversia estuvo dirigida hacia un libro que nunca fue escrito” (Arendt, 1991: 34). Cfr., Bernstein, 2000.

4Eso explica Rüdiger Bubner (1982: 66) sobre Vita Activa, no obstante, añade a la aseveración que él tiene “gran respeto por la maestría de Hannah Arendt al representar el género casi desconocido de la escritura política-filosófica en oposición a lo que se hace en Fráncfort y en tierras anglosajonas”.

5Eso explica también Gary Smith (2000: 8, nota al pie). Arendt señaló durante la redacción del texto que al juicio (de una conciencia en funcionamiento) pertenece “el orgullo hasta la arrogancia” (citado en Young-Bruehl, 1986: 465).

6En los comentarios dice “en todos estos procesos”. Arendt habla aquí del proceso de Eichmann en relación con todos aquellos que condenaron el “estado de las cosas del asesinato administrativo en masa organizado por el Estado” (64).

7Aquí se encuentra la oposición con Gershom Scholem quien, en su comentario respecto al juicio de Jerusalén, parte de que “from the legal point of view nothing remains to be said [desde el punto de vista legal no queda nada que decir]” y que en un proceso del examen de conciencia (soul-searching) deberían hacerse las preguntas más profundas (2006: 860). Por el contrario, en la correspondencia entre Scholem y Arendt, publicada entonces acerca del libro de Eichmann, se trata, sobre todo y en cambio, del problema secundario del juicio sobre el papel del consejo judío (y la relación de Arendt con el judaísmo e Israel). Véase Arendt, 1989: 63-80.

8“En resumen se puede decir que el tribunal de Jerusalén no logró justificar tres problemas fundamentales que fueron bastante conocidos y discutidos en su totalidad, en gran medida, a partir de los procesos de Núremberg, a saber, el perjuicio de la justicia y la equidad en la corte del vencedor, la clarificación del concepto ‘crimen contra la humanidad’ y el nuevo tipo de asesino administrativo que se desarrolló con estos delitos” (398).

9Para más detalles véase Baumann, 1963: 110-121.

10Esquilo, Eumenides, 487. Atenea aparece después del juicio nuevamente en escena.

11Hegel, Grundlinien der Philosophie des Rechts, § 100.

12Por más difícil que pueda parecer, incluso imposible, Arendt (2003: 227-256) lo señaló en su comentario al proceso de Auschwitz en Fráncfort.

13“[Un] crimen contra la posición y situación del ser humano”, cita Arendt al fiscal Francois de Meuthon (378).

14Para esta crítica véase Menke, 2008: 131-148.

15Según la propuesta de Rolf Zimmermann (2005: 31) en referencia a la correspodenncia con Scholem.

16Corresponde al criminal de Dostoievski, “[who] try out a reversal of the decalogue, starting with the command ‘Thou shalt kill’, and ending with a precept ‘Thou shalt lie’” (Arendt, 2003: 54).

17Esto diferencia de forma tajante el concepto de enemistad de Arendt del de Carl Schmitt. Arendt esquiva las alternativas fundamentales de Schmitt que consisten en una enemistad política entre dos entidades limitadas o una (mera) enemistad moral en contra de la humanidad. El crimen contra la humanidad es una enemistad contra la condición básica universal de la existencia política. Enemistad política contra lo universal es exactamente la categoría en la que es incapaz de pensar Schmitt. La diferencia con Schmitt concierne también a los abogados del derecho penal del enemigo.

18En ello reside para Arendt —a quien se toma como testigo principal de una teoría niveladora del totalitarismo— la diferencia decisiva del bolchevismo: “If anything is characteristic about Lenin or Trotsky as the representatives of the professional revolutionary, it’s he naive belief that once the social circumstances are changed through revolution, mankind will follow automatically the few moral precepts that have been known and repeated since the dawn of history [Si algo es característico de Lenin y Trotsky como los representantes del revolucionario profesional, es la creencia ingenua de que, una vez que las circunstancias sociales sean cambiadas mediante la revolución, la humanidad seguirá automáticamente los pocos preceptos morales que han sido conocidos y repetidos desde la aurora de la historia]” (2003: 53).

19Contrariamente a la importancia en debates posteriores, esta fórmula sólo aparece una vez en el libro de Arendt (371) y, nuevamente, más adelante, en la introducción de la edición alemana.

20“Morality collapsed into a set of norms —manners, customs, conventions, to be changed at will— not with criminals, but with ordinary people [La moralidad se colapsa en un conjunto de normas —maneras, costumbres, convenciones, modificadas a voluntad— no con criminales sino con gente común]” (Arendt, 2003: 54). De lo profundamente inquietante de esta experiencia no sólo forma parte que se muestre el mismo colapso de la moralidad una vez más en la llamada superación del Nacionalsocialismo después de 1945, ya que esto también se efectúa como un simple cambio de costumbres (Arendt, 2003: 54-55), sino también que Eichmann contribuye al colapso de la normatividad con ayuda y expresado con las palabras del imperativo categórico (232 y ss.).

21Véase Behrends, Knütel, Kupisch y Hermann, 2007: 2.

22Esto es válido por lo menos para el derecho moderno, cuya grandeza se encuentra en que, contrario al derecho romano, no diferencia entre quienes son personas y quienes no lo son. Véase Hegel, Grundlinien, § 2 A (p. 31) y N (p. 33); en relación con Corpus Iuris Civilis - Die Institutionen (2007: 6) (la diferencia principal del Derecho Romano de las Personas entre ciudadanos libres y esclavos).

23Para ver el nexo y la diferencia entre pensar y juzgar, véase Arendt, 1971: 446. Cfr., Bernstein, 2000: 305-307.

24Profundizo más extensamente sobre estas ideas en Menke, 2013: 59 y ss.

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