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Signos filosóficos

versión impresa ISSN 1665-1324

Sig. Fil vol.17 no.33 Ciudad de México ene./jun. 2015

 

Artículos

Pensar el misterio como límite, o acerca de las tres facetas del misterio a partir de la obra de Eduardo Nicol

Thinking mystery as a limit, or the three facets of mystery throughout the work of Eduardo Nicol

Roberto Andrés González* 

*Facultad de Humanidades, Universidad Autónoma del Estado de México. México. rushgonzalez@hotmail.com


Resumen

El presente artículo tiene como objetivo la dilucidación del misterio a partir de la obra de Eduardo Nicol. El misterio puede localizarse en tres diferentes versiones: la primera, envuelta en la radiante presencia del ser; la segunda, como misterio del logos; y fi nalmente, bajo el adjetivo de misterio prelógico del ser. He intentado esbozar un camino de salida para la meditación del ser a partir de los planteamientos del autor de la Metafísica de la expresión.

Palabras clave: Nicol; ser; misterio; logos; hombre

Abstract

The purpose of this article is to elucidate mystery regarding Eduardo Nicol’s work. We can track down mystery following three different paths: the first, enveloped in the radiant presence of the being; the second, understood as a mystery of the logos; and finally, the third, considered under the label of pre-logical mystery of being. I attempt to outline a pathway for the conception of being based on the thoughts of the author of the Metaphysics of Expression.

Keywords: Nicol; being; mystery; logos; man

El tema del misterio, en la obra de Eduardo Nicol puede localizarse en tres momentos clave de su pensamiento, los cuales se encuentran hilvanados entre sí de manera sistemática precisamente en el marco de una meditación ontológica. Cabe mencionar que este tema en la obra Nicol es poco estudiado; pese a esto, en el presente artículo confecciono una temática a través de la cual pretendo transitar sus tres momentos o facetas. En primer lugar, podría decirse, el misterio es propiciado por la radiante presencia del ser: este es el misterio de la presencia. En segundo lugar, este adquiere apellido y es denominado el misterio del verbo. Por último, se habla de lo insondable que germina con la irrupción del logos en el orden cósmico, éste podría denominarse: el misterio prelógico del ser1. Este artículo pretende ser no solo un desglose del tema a partir de Nicol, sino que también propone el atisbo de una consecuencia lógica (más allá) de la imagen del pensamiento sugerida desde el mismo autor catalán.

Puede decirse que el misterio en la filosofía de Nicol representa, en cierto sentido, sólo una excusa o pretexto para pensar el ser, pues éste, curiosamente, recorre los distintos rincones de lo que es. Desde luego, su posibilidad precisa, además, el concurso del logos, pues es justamente en el horizonte de este último donde el misterio se desvela y deviene en las tres facetas mencionadas. El misterio es contemporáneo del logos.

Sin duda, una de las contribuciones más importantes que el autor ha gestionado para la historia de la filosofía consiste en afirmar que el ser no es objeto de búsqueda o de indagación ulterior; por el contrario, la misión actual de la filosofía queda expuesta en la expresión: “el hombre tiene siempre un conocimiento pre-ontológico del ser. Elevar este conocimiento previo a concepto riguroso sería la misión principal de la filosofía” (Nicol, 1989, 418). De esta manera, el ser representa el punto de partida de toda configuración simbólica y objeto de la experiencia común.

No obstante, una afirmación de semejante valor, filosóficamente no resulta sencilla, representa quizá una de las afirmaciones más temerarias proferidas por la filosofía, pues contraviene toda una suerte de suposiciones que pesan sobre la definición clásica del objeto y método de la misma. En este sentido, la filosofía del autor tiende a remar contra la corriente. En la etiología y diagnóstico de su obra, descubre que el primer factor ausente en la tematización del ser en la tradición es el olvido del tiempo. Esta idea es esbozada en la primera versión de La idea del hombre en 1946, pero es con la aparición de Historicismo y existencialismo (1950) que dicho esbozo se convierte en una tesis incisivamente pulida. De acuerdo con Nicol, “las doctrinas metafísicas […] coinciden en la trascendencia y la intemporalidad, que son las notas decisivas del absoluto” (Nicol, 1992, 68). No obstante, la idea del ser intemporal conecta directamente con la idea de un ser inasequible, pues “el ser intemporal es el ser oculto” (Nicol, 1989, 39), el cual ha desaparecido del horizonte visible, justamente por causa de un endiosamiento de la razón.

Nicol sugiere que el origen de este ocultamiento ontológico encuentra su primera insinuación en la filosofía de Parménides de Elea, aunque no precisamente por las razones que él mismo esgrime contra el eleata. En Parménides se siembra la esperanza del afuera, aunque no alcanza a sustraerse de la unidad del ser. Será la filosofía subsiguiente la que se abrirá paso por la insinuación parmenídea hacia el afuera. En el Poema de Parménides, hay por lo menos dos momentos en los cuales se insinúa el afuera, el primero dice:

[El ser es] uno, continuo. Pues ¿qué génesis le buscarás? ¿Cómo, de dónde habría crecido? De lo que no es, no te permito que lo digas ni lo pienses. ¿Y qué necesidad lo habría impulsado a nacer antes o después, partiendo de la nada? Así es forzoso que exista absolutamente o que no exista. (Parménides B VIII 6-10)

Cuando concibe la hipótesis del no ser so pretexto de la datación del ser, de inmediato retrocede despavorido ante el abismo de esta oquedad, prohibiendo tajantemente la viabilidad de semejante opción. Sin embargo, este no ser finca en la mente un límite que contorna el ser, sembrando el señuelo del afuera. Otro momento donde Parménides roza la esperanza del afuera es:

[El ser] está lleno de ente, es un todo continuo, inmóvil en los límites de grandes ligaduras [...], las ligaduras del límite, que lo rodea en su torno [...], fuera del ente no hallarás el ente [...el ser] es completo en toda dirección, semejante a la masa de una esfera bien redonda. (Parménindes, B VIII: 24, 25, 26, 31, 35, 36 y 43)

El ser es un continum, sin interrupciones, es un todo lleno, repleto de ente, inmóvil en los límites de sus grandes ligaduras, amarrado y contenido en sí mismo, equidistante por doquier, semejante a la masa de una esfera bien redonda. Cabe aclarar que los fragmentos antes citados del Poema poseen una riqueza de contenido e interpretación inagotables, misma que no pretendo, ni siquiera de manera simulada, desarrollar aquí. No obstante, enfatizo que la alusión a la imagen de la esfera y la recurrente mención de ligaduras, límites, cinturón, contorno, si bien no tienen como intención inmediata y directa la trascendencia, indudablemente que siembran su esperanza. Al afirmar la positividad del adentro, Parménides también sugiere la sombra del afuera; tentación irresistible para una razón como la griega.

Sin embargo, se debe resaltar que en el pensamiento eleata no se consuma la dislocación del ser, pues como dice: el ser “no es divisible, puesto que es todo él homogéneo. Nada hay de más que llegue a romper su continuidad, ni nada de menos, puesto que todo está lleno de ser” (Parménides B VIII 22-23), es igual por cualquier parte, no hay más ser aquí que allá. De esto se puede inferir el ser es indivisible, inmanente y, sobre todo, no posee grados. Por lo tanto, no hay cabida efectiva para la trascendencia. La trascendencia ontológica será una empresa filosófica orquestada por la filosofía de Platón y Aristóteles al reiterar la gradación del ser, pues para ellos los grados del ser van del casi ser al ser en acto.

Ahora bien, Nicol considera que uno de los factores terminantes para revertir el soterramiento del ser consist en contravenir esta escatología ontológica mediante la recuperación del tiempo como horizonte del pensamiento y como forma de ser de lo real. Con esto pretende hacer asequible el ser a la experiencia común. De hecho, los primeros datos de la realidad que recoge la experiencia son la dinamicidad y la pluralidad. Respecto de esto el autor dice: “el ser, como existencia se le ofrece [al logos] siempre como dinamicidad y como pluralidad” (1989: 22). Estos datos no son una invención teórica; salen siempre al paso y pueden captarse sin mayor esfuerzo en la experiencia común. El ser ahora puede pensarse como tiempo, porque éste es indesglosable del ser. Esta equiparación entre ambos permite al autor el concurso de los sentidos en la empresa epistemológica del conocimiento del ser. “Porque la realidad del cambio se nos presenta primariamente por la vía sensible” (Nicol, 1989: 42). La recuperación del tiempo permite que el ser, otrora oculto, se trasluzca en algo visible, pues en el tiempo sobrevienen las diferenciaciones múltiples por las cuales queda refulgente la presencia del ser. Encontrando justamente en el devenir la razón de la unidad y la visibilidad del ser mismo.

Para Nicol, el ser es visible porque es aparente y porque en la apariencia está presente, en ella está todo el ser y detrás no hay nada. El ser es objeto de visión, el cual no requiere justificaciones, porque las ofrece ya en su sola presencia: “la realidad se ofrece en su presencia inmediata” (1989: 43). Y en otra parte del texto agrega, “el ser es objeto de visión [...] [es] visible y tangible [...], el ser está a la vista” (1989: 33-39). El hombre no requiere de una metodología específica para acceder al ser, pues ya estamos en él; la evidencia de su presencia ha quedado fijada desde que somos un diálogo. Cualquier dirección por la que el hombre decida emprender la escarpada deberá que partir necesariamente del dato de esta presencia.

La presencia, de acuerdo con Nicol, es la actualidad o reactualización permanente: “presencia, no es mero relato, sino re-actualización” (1992: 58). Es decir, la presencia ontológica requiere de manera necesaria el concurso de lo diferido que se pone en marcha en cada ente, pues en este diferir se consuma y adquiere actualidad la unidad del ser, dotando de semblante inminente precisamente al absoluto en la actualización de sus posibilidades. No hay presencia sin concurso del tiempo, pues esta es la actualización de lo que es en el transcurso del devenir. La actualización refiere directamente con lo que adquiere vigencia, en el transcurso del devenir, sin sustracción o declinación. En suma, la presencia representa una forma técnica de afirmar la permanencia del ser, en el horizonte del tiempo.

Desde esta perspectiva, el ser puede ser pensado como tiempo y también como presencia. Ambos representan un binomio indesglosable en la ontología del autor. La presencia acontece en el tiempo, mientras que este trastoca lo que es en presencia. Y, es justo en el centro de ésta, el hombre encuentra acomodo en el cosmos, quien puede autodefinirse como ontológico, porque es capaz de hablar del ser y ocuparse en todo momento de él. El hombre es el ser que se ocupa, y habla, en todo momento del ser.

La verdad primera, para Nicol, es la evidencia de la presencia del ser, confirmada en la articulación de cualquier formulación simbólica. La evidencia es promovida por el logos, el ámbito de la verdad es la expresión. Nicol dice: “lo decisivo es [afirmar] que la residencia de la verdad es el logos” (2003: 179). Cualquier acto simbólico o lógico muestra la vigencia epistemológica de la evidencia del ser. Desde este horizonte, es posible decir que el hombre habita en el centro de un océano infinito de claridad.

Desde la aparición de la primera versión de la Metafísica de la expresión (1957), el ser representa la primera y más segura de nuestras posesiones. El ser, es fenómeno: “El logos humano se mueve necesariamente dentro de la esfera de lo que es, de lo que existe” (Nicol, 1989: 17), por lo tanto, todo lo que hay está simplemente aquí. El logos patrulla por todo lo largo y ancho del ser.

La disipación de cualquier dejo de misterio en la ontología es una convicción que acompaña a Nicol, al menos hasta la primera edición de Los principios de la ciencia (1965). En este texto explaya esta convicción afirmando: “el presunto misterio del absoluto se desvanece en la contemplación del más efímero de los fenómenos reales: en la flor, en el crepúsculo” (Nicol, 2000: 363. Énfasis mío). O también cuando dice: “Bastaría la existencia de un ente para que el Ser quedara afirmado como el absoluto” (2000: 364). De igual modo sostiene: “en la constitución formal de la ciencia primera, nada impide que el absoluto sea el punto de partida, y al mismo tiempo que no sea un misterio [...], sino evidencia universal” (1992: 69. Énfasis mío). Aquí contrapone la noción de evidencia a la de misterio, lo que hace recordar aquel viejo pasaje de la historia de la filosofía donde Descartes, en su búsqueda de certeza, se ve tentado a expulsar cualquier vestigio de error del ámbito arquitectónico de la ciencia primera.

Sin embargo, en La reforma de la filosofía (1980), esta oposición entre evidencia y misterio comienza a adquirir un giro inusitado. Ahora la presencia eminente del ser conlleva en su seno el misterio: aquella es de suyo misteriosa, pues la presencia más clara abriga el misterio más hondo. Al respecto, Nicol dice: “La presencia total es misterio [...] El hombre está rodeado por el misterio [...], la claridad envuelve la oscuridad más impenetrable [...], la presencia total no ofrece su razón final” (1980: 145-146). En este periodo, el pensamiento del autor experimentó una mutación filosófica, como si estuviera sintiendo los efectos del exceso de luz. Pues, lo más evidente se torna en lo más misterioso; esto es, la presencia se ve, pero no se explica.

Nicol dice: “ciertamente, lo misterioso es lo secreto, lo oscuro” (1990a: 44), es una forma de ser que gusta habitar entre las sombras. No obstante, desde mi punto de vista, el misterio alude más bien a una acepción de corte epistemológica, la cual viene eminentemente marcada por los límites del conocimiento: “la filosofía sabe desde siempre que el misterio es aquello de lo que no se debe hablar” (Landa, 1995: 231). Pues hay que entender que los hechos rebasan el alcance de la razón, siendo justamente el misterio la barrera infranqueable.

El misterio del ser acaece justo en donde la razón roza sus límites últimos, pues éste no es propiamente un problema, sino la valla infranqueable. El misterio es lo insondable: “sólo ella [la razón] puede distinguir entre lo meramente desconocido y lo insondable” (Nicol, 2002: 268). La presencia del ser es lo más inescrutable. En efecto, hay ser, pero: “acaso sea imposible dar una respuesta a esta pregunta que interroga por el ser. Acaso exceda a los límites de la filosofía” (Nicol, 189: 17 ). El logos puede percibir el ser pero no puede responder a la pregunta ¿por qué hay ser?, o ¿en qué consiste ser?2 El hombre existe en medio de lo que es, no obstante, la totalidad del ser resulta inexplicable.

El absoluto, siendo lo más patente, resulta ser lo más inexplicable, porque es el fundamento de toda explicación. “Lo misterioso es que el misterio asome en lo diáfano” (Nicol, 2002: 176). Ese sustrato oscuro del misterio es el que permite, de cierta manera, que la presencia adquiera contorno. La luz refulge más en contraste con la tiniebla. Por ello, el autor no desarticula el contraste entre el misterio y lo diáfano. Este último es fenómeno, mientras que aquel, por antonomasia, no lo es. Lo diáfano es asequible por la experiencia común, mientras que el misterio representa lo inescrutable.

Ya que el hombre está rodeado por la luminosidad de la presencia, se encuentra rodeado por el misterio. Es el ser que habita en el misterio, ello es una condición inexpugnable de su ser. Sin embargo, esto no debe alarmarnos; aunque estamos condenados a vivir en el abrigo del misterio, hay cuestiones que no representan un problema, por lo que no dan cabida a respuesta alguna, pues “la misión de la metafísica, no es comprender el Ser. La pura presencia no requiere explicación. El Ser no tiene sentido” (Nicol, 2002: 176). Por ello, éste no requiere justificación o explicación alguna para ser, ya que su sola presencia es enigmática, acalla cualquier pretensión antropomórfica.

Sin embargo, el hombre es el ser que habla del ser. Y en este sentido, Nicol apunta:

[...] el hombre, en tanto que ser de la palabra, es el ser de todo ser: el ser literalmente onto-lógico. Aquí, dentro del universo, por así decirlo, no hay otro ser que se le compare [...], es mayor que todo lo que existe, porque puede hablar de ello (1990a: 21)

En rigor, el hombre necesita ocuparse del ser, pues necesita ocuparse de sí mismo, es decir, porque cada uno necesita el ser del otro para ser. La comunidad de la razón se sustenta en este postulado, a saber, que el hombre, ontológicamente, es solidario porque es insuficiente en su ser propio. En este sentido, su ser puede entenderse como fruto de un diálogo incesante, para ser necesita expresarse. Todo en el hombre es expresión. La cual representa no sólo la manera humana de ofrecerse al otro, sino además marca el momento de asumir en el ser propio el ser expuesto del otro. Curiosamente, en la expresión tiene lugar una doble manifestación del ser, la exposición del sujeto que se expresa y el ser que es expresado. Ambas manifestaciones acontecen a un mismo tiempo, no se da primero el ser del sujeto que se expresa y después el ser expresado, más bien el ser se da justo en la expresión.

No obstante, la expresión posee dos componentes indesglosables y cualitativamente diferentes, a saber, el cuerpo y el logos. Esta incidencia impide que al hombre se le conciba como puro cuerpo o como puro espíritu. El dato es esta unidad y el problema es la insólita presencia de estas dos naturalezas completamente diferentes en la definición del hombre.

La naturaleza del cuerpo es la extensión; por otro lado, la naturaleza del logos consiste en ser locuaz. Esta locuacidad del logos ilumina aquello que aparece. El verbo por naturaleza es iluminador. Desde luego, éste es propiedad común de todos los parlantes, es la luz del mundo a través de la cual los hombres dan sentido a lo que se les aparece cotidianamente. Sin embargo, debe reconocer, que mediante este acto con el cual se iluminan las cosas, asistimos a un espectáculo capaz de rebasar el horizonte de nuestras posibilidades epistemológicas: el acto de hablar es en sí mismo algo sublime e inexplicable, pues en él tiene lugar la reunión y distinción entre el logos y la materia3. Tal es el misterio del verbo. El cual siendo iluminador de las cosas, no puede echar luz sobre su propia claridad.

Nicol dice en su insigne Crítica de la razón simbólica: “los hechos rebasan el alcance de la razón” (2002: 204). En efecto, las cosas son como son; si bien la palabra puede iluminar lo que es, no todo hecho puede ser resuelto o explicado. Este es un llamado en aras de la filosofía hacia la humildad de la razón, la cual posee límites, que le sobrevienen desde distintas direcciones. La razón tiene que aprender a tratar con el ser desde el horizonte de sus propias limitaciones, ya sea de corte epistemológico o de corte fáctico. Tanto en unos como en otros, la orilla está contornada por el misterio.

Sin embargo, la vida activa del verbo es una suerte de vértice donde se asoma aún más el abismo insondable del misterio, ahora desde otra faceta, a saber, en la coincidencia y distinción entre el logos y la materia. La presencia del logos se atestiguar cuando se escucha a alguien o cuando uno mismo habla, la materia también se ve y se palpa. Nosotros mismos somos a un mismo tiempo materia y meta-materia, pero la razón de esta incidencia y separación resulta, epistemológicamente, una brutal oquedad.

El planteamiento es el siguiente: “Sin materia no hay palabra. Pero la palabra no es materia” (Nicol, 2002: 256). La palabra no se reduce a algo material y extenso, como tampoco la materia es reductible a algo inmaterial como la palabra. La materia es extensión, mientras que el logos es inextenso; ambos son modos del ser con naturaleza distinta. Sorpresivamente estos dos modos del ser tienen incidencia en la expresión. Lo sorprendente es que haya palabra, pero más todavía que ésta sólo es posible mediante el concurso de la materia. Esta última es indiferente, pero esta indiferencia claudica cuando el hombre es capaz de articular el más efímero de los símbolos.

La acción del logos por antonomasia es implicadora porque en su proceso siempre realiza una operación conjuntiva y al mismo tiempo establece una distinción. Mediante su acción lo ajeno queda implicado con lo propio, pero al hacerlo, marca también su diferencia. El logos no sólo es vínculo entre los parlantes, sino también entre los parlantes y lo ajeno; en esta operación doblemente vinculatoria resplandece en su diferencia. Éste es principio de la comunidad de la razón y también de la unidad del ser, la queda confirmada al proferir una palabra. La totalidad del ser está implicada en el más diminuto símbolo lógico.

El logos camina por la vida fusionándose y retrayéndose respecto a lo ajeno. Por esto, resulta sorprendente y enigmático la recurrente convergencia entre el logos y la materia, cuando hace una operación simbólica. Nicol dice: “El misterio de esa separación y esa unión simultáneas se produce cada vez que se efectúa una operación simbólica” (2002: 262). El origen cobra vigencia cada vez que se pronuncia cualquier palabra. Y si la recurrente reunión entre el logos y la materia es enigmática, lo es más la vigencia de dicho origen reiterado en cada operación simbólica.

Con esto puede decirse que el enigma del verbo ha sufrido una dislocación: ya no se trata únicamente de la distinción de dos modos del ser, ahora la cuestión se agrava al presenciar la vigencia del origen en cada operación simbólica. Si a esto se suma el dato de la unión efectiva entre el logos y la materia, entonces el misterio del verbo queda triplicado. De acuerdo con Nicol: “el enigma se revuelve sobre sí mismo: ya no es tan sólo el del origen y el de una separación entre dos ‘sustancias’ esencialmente distintas, sino el de su efectiva unión” (2002: 262). Al tripilicarse el misterio del verbo asalta rizomáticamente en las siguientes tres cuestiones: 1) el origen, 2) la separación y 3) la reunión entre el logos y la materia. ¿Qué sucede con esto?, ¿por qué de una cuestión que teníamos en la pizarra ahora han devenido tres? El enigma crece frente a nuestros ojos y, en torno a la presencia ontológica, quizá esta cuestión también exceda los márgenes de la filosofía misma. El origen, la reunión y la distinción entre el logos y la materia la atestiguamos, pero no se explica.

Lo cierto es que el logos, al efectuar la reunión con la materia, como se ha dicho, se distingue de ésta, es decir, se separa y al hacerlo reitera su originaria vinculación. Los tres momentos del enigma acontecen simultáneamente; no se dan por separado, sino de una vez en cada producción simbólica. El misterio del logos es el de la materia. Esta reunión es de suyo misteriosa, pero lo es aún más aquello que se asoma en esta convergencia entre el logos y la materia. Por esto, el autor acota: “La comprensión rigurosa de los términos que constituyen el problema obliga a reconocer que no tiene solución” (2002: 267). En otras palabras, no encontramos la razón final de este hecho; esta convergencia es reiterada permanentemente a propósito de cada producción simbólica, pero la razón no alcanza a explicar semejante operación. ¿Por qué hay logos?, ¿por qué hay materia?, ¿por qué convergen? Son cuestiones que escapan a los márgenes de la episteme. La pregunta que ahora se formula es: ¿por qué este hecho escapa a los márgenes de toda explicación posible?, ¿acaso porque se suscitó en el origen, del cual ninguno de nosotros fue testigo presencial? El hecho es que hay materia y hay logos, también lo es la recurrente reunión y distinción entre éstos. Este juego es suscitado a cada momento en cualquier situación simbólica, pero ella no nos aclara la razón final de su porqué. Una vez más, aquí aflora la resignación de la razón ante lo inexplicable. Así asistimos al fenómeno de la reunión y distinción, pero el porqué de éste no es algo fenoménico, es inexplicable porque escapa a los márgenes del radio jurisdiccional de la razón fenomenológica; del porqué de esto es una pregunta final que escapa a las posibilidades epistemológicas.

El límite del logos frente a la presencia ontológica y al llamado misterio del verbo es un límite tácito de corte epistemológico. Donde el radio iluminador del logos se encuentra flanqueado justamente por el misterio. Sin embargo, éste no sólo pose límites epistemológicos, sino también fácticos4 propios de su naturaleza finita, los cuales, desde el horizonte de la tematización filosófica, devienen finalmente en otra suerte de misterio. Si bien es cierto que tanto la presencia ontológica como la unión entre el logos y la materia representan un misterio porque son de suyo inexplicables, también es cierto que semejantes facetas del misterio provienen de un dato, por así decirlo, radiante.

No obstante, recorriendo las líneas de la filosofía de Nicol se puede avanzar hacia un tercer momento o faceta del misterio, cuyo esbozo parte de la recurrente insistencia nicoliana en torno al fenómeno del origen del logos5. Esta faceta del misterio llama la atención particularmente porque finca una vez más la valla infranqueable de los alcances epistemológicos del logos frente a algo que de suyo es imposible. Sin embargo, esta última tesitura del misterio nos parece más rica y prolija para el pensamiento, porque justamente donde se disuelve el alcance de la razón fenoménica y donde se asoma el misterio en medio de la inmensidad de la noche. Este podría pensarse como una suerte de oquedad, es decir, como símbolo de la presencia o, si se prefiere, como el reverso de la presencia. El misterio aquí hace una suerte de bisagra que cierra y al mismo tiempo abre otra posibilidad allende el pensamiento fenoménico.

El autor está consciente de que el misterio demarca los límites últimos del conocimiento y, por ser tal, no se resuelve en modo alguno. Por esto dice: “Estamos en un punto límite. La razón que da razón puede racionalizar el misterio [...], y esto significa que no puede ir más allá. Este misterio iluminado agota las capacidades de la razón” (2002: 268). Esta experiencia de la finitud del conocimiento resulta nuevamente una ocasión para la humildad de la razón: “Somos limitados, y lo que no tiene límites o lo que está fuera de los límites es misterio” (Nicol, 1989: 36). Aquí, es necesario hacer dos aclaraciones: primero, si bien el misterio finca una eminente dislocación de corte epistemológico en el ser, dividiendo el conocimiento entre lo cognoscible y lo incognoscible; segundo también resulta cierto que la unidad del ser, por causa de esto, no se verá dividida. En efecto, ontológicamente el ser es uno, mientras que epistemológicamente posee una faceta cognoscible y otra incognoscible. Curiosamente en la obra de Nicol, tanto el horizonte cognoscible como lo incognoscible derivan justo de un mismo punto, a saber, del llamado misterio metafísico. Éste constituye una especie de vértice en el cual encuentra acomodo la coincidencia, e inmediata separación epistemológica, entre estos dos horizontes; cual si se tratase de un juego de complementación entre lo anverso y lo reverso.

El planteamiento del misterio metafísico es el siguiente: “el misterio metafísico es que de la physis nace el logos” (Nicol, 1980: 155). Reitera en otra parte, “ahí está el hecho: de la materia emana el verbo” (Nicol, 1990a: 37). Es decir, de la naturaleza emerge el logos. De lo insensible y oscuro de la materia surge una forma inmaterial, cuya cometido ilumina todo el entorno con su función simbólica. Con el logos, el ser experimenta una efectiva y contundente transformación: adquiere una ganancia, hay más ser desde que hay verbo. La emergencia del logos altero completamente la radiografía del absoluto. El ente en cuanto ente adquiere natalicio, en virtud de que puede nombrarse. La geografía del ser queda enriquecida con dos relieves: el logos y la materia, la extensión y el pensamiento.

El logos en algún momento del tiempo irrumpe, dislocando automáticamente, por así decirlo, las eras del ser en dos:6 la era que precede a esta irrupción y la que surge junto con ésta. En torno a esto el autor catalán dice: “su aparición [del logos] representó un desdoblamiento del Ser y alteró, por tanto, un orden que había permanecido mudo desde la eternidad” (2002: 259). Dicho desdoblamiento puede entenderse en dos direcciones: por un lado, en cuanto a la constitución de su fisonomía, el ser no sólo era materia sino también tiene logos. Mientras que, por otro lado, en cuanto a la cronología, el ser se disloca en una suerte de dos eras marcadas precisamente por esta irrupción: hay una era prelógica y otra que comienza con el logos. El cómo de su origen es misterioso y fenoménicamente imposible. Pero éste marca la datación de la era de la presencia7.

Con la irrupción del logos el ser adquiere la modalidad de presencia. Puede reiterarse que la idea misma de esta irrupción abre la puerta retroactivamente hacia un horizonte del ser que quiere y, no obstante, no puede ser nombrado. La presencia como modo del ser resulta en cierto sentido datable, comienza en el momento mismo de la irrupción del logos: “pero en rigor extremo, el ser no existía antes del hombre en el modo de la presencia” (Nicol, 2003: 155: 129, énfasis mío); en este sentido: “Sin logos, el Ser no sería presencia” (1992: 80), simplemente habría ser. La presencia como modalidad del ser comienza a propósito de esta irrupción.

No obstante, en virtud de esta datación podemos asentir que en efecto hay una modalidad del ser que se sustrae a la presencia, y por ser remota, previa, inclusive a la original reunión entre la materia y el verbo, naufraga perdida en la inmensa noche del olvido. Desde esta perspectiva, puede columbrarse algo allende; no al ser, pues es uno, sino a la presencia fenoménica. Curiosamente, desde este enfoque, se puede atestiguar que en el ser no todo es reductible a fenómeno y, en esto, no refiero a aquellos rincones de la realidad que por falta de un sofisticado instrumental teórico y técnico la ciencia no ha sido capaz de descubrir aún, pues se debe distinguir entre lo desconocido y lo insondable.

Se debe tener claro que el ser no nace con el logos. El ser le precede y excede. No posee datación. Es el logos quien irrumpe marcando un inicio; evidentemente, no el inicio del ser, sino de un modo y un relieve de éste. Con el logos surge la presencia como horizonte abierto para la aprehensión epistemológica, la posibilidad del sentido.

El misterio que denominó prelógico, fenomenológicamente resulta imposible. Desde que hay logos se puede dar razón de lo que aparece. Sin embargo, la era que precede al logos representa la inmensa tiniebla que alberga el misterio infranqueable, donde la razón nada sabe y nada puede. Esta frontera es, sin más, su limitación insondable: “aquí la razón no tiene entrada” (Nicol, 1990a: 45). Sobre esta era que precede al logos no se puede articular discurso alguno de corte fenomenológico, precisamente porque es anterior a la presencia.

La luminosidad de la presencia conduce hasta el dintel del misterio. La luminosidad abre, cual bisagra, el horizonte de otro rostro del ser, que quiere y, sin embargo, no puede decirse. La presencia abre el paso hacia el misterio, cual si fuera una suerte de sombra hipostasiada en el cuello de la evidencia fenoménica. Por esto Nicol insiste: “El misterio está aquí mismo: está presente desde el origen” (2002: 265). La razón conlleva su límite incrustado. Asimismo, la presencia implica permanente el misterio, cual lindero que señala el margen positivo donde se resuelve su afirmación. Ambos, más que excluirse, se reafirman mutuamente y se complementan de manera simbólica. La demarcación de la presencia reluce en la acotación que le finca el misterio; a su vez, la presencia conduce hasta el umbral de aquel; ambos le pertenecen al ser, acaecen en él.

La ganancia filosófica a propósito del misterio se finca en que éste, por un lado, recalca que el ser, siendo inconmensurable, tiene como cerco la presencia; y, a la vez, trastoca este cerco anunciando pues, en efecto, hay algo más que se sustrae a la mera presencia. El misterio, al ser la frontera infranqueable, representaría lo no pensado del ser, lo cual puede traducirse en un sentido abierto, como una invitación para pensarlo de una manera diferente.

Sin embargo, cabe hacer otra afirmación: la presencia y el misterio son modos o, si se quiere, rostros del ser. Nicol sólo asiente el primero en tanto cognoscible u objeto de investigación. No obstante, se puede considerar ahora a la inminencia del segundo.

El ser es uno, múltiples son los modos, como también son los rostros o ángulos de apercepción de lo real, de aquí se generan los puntos de vista. Nicol dice, “el Ser [...] es una permanente reproducción de sí mismo. Se manifiesta de mil maneras” (2002: 176, énfasis mío). Presencia y misterio serían notas del ser, avecindadas una al lado de la otra; se continúan separados únicamente por el tenue hilo de los alcances de la razón. Uno cognoscible y el otro pensable, aunque de manera negativa; es decir, pensable como misterio, no como presencia. Y esto, evidentemente, abre la posibilidad de otro camino para el pensar.

Por otra parte, resalta el hecho de que Nicol, una vez habiendo dibujado los límites de la razón frente al ser, intenta romperlos en distintos momentos so pretexto de afirmar la eternidad y la existencia en sí como notas constitutivas del ser. Parece que el autor ahora se ve orillado a configurar un ultrarrealismo ontológico, donde la figura del logos aparece como accesoria, como un accidente cósmico, el cual alteró el ser; pero igual, así como vino, en alguna ocasión también podría dejar de ser, dejando tras su paso un hueco en la inmune estabilidad del ser. Sin embargo, al hacerlo, pienso que el autor mismo está transgrediendo los límites mismos del logos.

“La razón es parte del ser aunque no es necesaria para que el ser sea” (Nicol, 2002: 273). Si queremos entender, a propósito de esta afirmación, que la razón no produce el ser, entonces es aceptable. Porque éste no es producto de la razón, aunque sí lo sea en todo momento de su idea. Es decir, ontológicamente, el ser es independiente en su facticidad respecto de la razón, pero no en lo epistemológico. La idea del ser depende directamente de la razón, es decir, los distintos sentidos de éste son su producto en tanto creaciones filosóficas. Por esto Nicol afirma que la razón no crea el ser, no produce su existencia, sólo lo capta, lo aprehende.

Esta relación entre el ser y la razón cruza el vértice donde coinciden presencia y misterio, y si bien no se desarticula, comienza a tomar otra ruta: “El Ser es Ser; no depende de mi palabra, ni necesita albergarse en esa morada verbal” (Nicole, 1992: 80); aquí el catalán no está realizando una descripción fenomenológica ni aprehensiva del ser, ni siquiera alude propiamente a la presencia, está pronunciando una formulación por completo abstracta. Cruza el vértice donde coinciden presencia y misterio, porque ahora ya no ve en éste algo propiamente visible; ahora dibuja un deslindamiento respecto de la razón hasta el grado de afirmar que el ser es con o sin ella.

El ser por la razón es presencia; si hipotéticamente suprimimos la razón de la geografía del ser, entonces se nubla toda posibilidad de dar razón, luego, afirmar que el ser es con o sin ésta, es una afirmación humana, pero sin consecuencia alguna. Sin embargo, de ahí puede extraerse una verdad tautológica, a saber, lo invariable del ser consiste precisamente en ser. Esto lo sabemos por la presencia, digamos que esta tautología puede corroborarse. No obstante, más allá de la razón nada puede saberse, ni comprobarse. Sin ésta no hay verdad, en ningún sentido, ni siquiera puede sostenerse firmemente que sin ella el ser sea lo que es. Sospechamos que éste pudiera seguir siendo, porque la razón no crea su existencia, pero científicamente no puede sustentarse, nadie estaría ahí para atestiguarlo.

Desde mi punto de vista, esta es una hipótesis ingeniosa, que la razón nunca podrá probar. El autor ha cruzado la línea que divide la presencia y el misterio. “Nada está fuera del Ser” (Nicol, 2002: 271), ciertamente, el hombre se expresa desde éste; más allá de la presencia, la razón nada sabe; el misterio es inexpresable, es inexpugnable. Ahora desde la presencia, que es el ámbito propio de la razón, el autor quiere hacer valer un juicio que rebasa completamente todos los límites de la luz.

Al afirmar que “el ser es indiferente: que estuvo [...] antes de la presencia humana, y que está presente ahora sin cuidarse de ella” (Nicole, 2003: 129), el autor alude, ya no sólo a la presencia, sino también al misterio, el cual peculiariza la era que antecede a la irrupción de la razón. Nicol intenta hacerse de una luz capaz de verter claridad hacia la tiniebla que cobija el misterio; quiere reunir en un punto la claridad y la oscuridad, afirmado que lo común entre el misterio y la presencia es el ser, aunque el costo de ello sea la tentativa supresión de la razón.

El planteamiento de una formulación como la esgrimida propone otra ruta para el pensar. De hecho, Nicol ya ha comenzado a pensar el ser de una manera diferente del puro modo fenoménico. El misterio no se piensa como la presencia, pues requiere otra modalidad de la razón fenomenológica. Esto es claro para Nicol, pero no se atreve porque la naturaleza misma del asunto demanda ya otro método, y obliga también al pensamiento a apostarse allende la presencia.

El pensamiento de Nicol pronto abandona, de manera consciente o inconsciente por el momento, el dato fenoménico de la presencia, para introducirse por las veredas retorcidas de la noche del misterio, se ve obligado a regresar presuroso a la morada de la evidencia. Nicol conoce otra posibilidad para el pensamiento del ser, un misterio que llama y un abismo que retiene.

En este sentido, llama la atención una serie de proposiciones proferidas por el autor en Formas de hablar sublimes, poesía y filosofía --el último de sus libros publicados en vida--, principalmente en los capítulos dedicados al verbo mayor y al misterio del verbo. Donde dice lo siguiente: “El principio es el acto originario de lo que no tiene principio [...] El principio, no se ve: nadie estuvo ahí, en ese momento. [Por el contrario] hemos de pensarlo, o imaginarlo” (Nicol, 1990a: 5-6). El principio no se conoce, sólo se piensa. Cabe enfatizar el enorme peso de la imaginación a la hora de pensar lo que no se ve, como si repusiera aquello que resulta imposible para la aprehensión. En otra parte de este mismo texto, cuando Nicol habla de la naturaleza de la poesía dice: “tal vez consiga llenar el vacío [...] Poesía es novedad. La salvación puede estar ahí, en ese reducto interior que la imaginación no se cansa de llenar con formas y con luces incesantemente variables” (1990a: 45). La salvación temática del misterio podría avizorar una alternativa en un discurso como el poético, o como en un discurso como el Evangelio, o bien en una articulación simbólica como en el caso del mito. Dada la naturaleza misma del misterio lo considero viable. Sin embargo, cabe aclarar que si bien se da cabida al discurso poético, no se alude a cualquier tipo de poesía, sino sólo aquella capaz de colocarnos frente a las cuestiones sublimes como el origen y el principio. El Evangelio mismo, el cual sin mayor preocupación conceptual es capaz de describirnos la gestación de lo que es, representa también una forma sublime del lenguaje.

Se puede hacer fenomenología sobre aquello que aparece sobre el claro de la presencia. ¿Pero cómo podría denominarse el pensamiento encargado de analizar el reverso de la presencia? A decir verdad, no se sabe, aunque si se sabe que el misterio no puede pensarse como presencia, pues es justamente aquello que no aparece, por lo tanto, se necesita de otra estrategia lógica para su dilucidación. Me atrevo a afirmar que acerca del misterio se puede hablar sólo mediante una evocación alegórica. Nicol dice: “la misma palabra que en el lenguaje común designa un objeto cualquiera, adquiere en el mito una significación alegórica” (2000: 404), porque aquello a lo cual se endereza el mito eminentemente no posee una referencia directa, se accede mediante una evocación, y toda evocación es indirecta, es decir, se realiza a través del concurso de una alegoría o de un símbolo:

[...] el mito es un ‘mundo’, lo cual significa que su procedimiento simbólico tiene coherencia interna, forma un sistema especial, y […] con él se rebasa el orden de las meras denominaciones literales del habla común. El mito crea, pues, una comunidad verbal o simbólica en otro nivel, crea otro sistema de simbolizaciones. (Nicol, 2000: 403)

El mito tiene lugar en el horizonte del sentido y, como reconoce el autor, rebasa el orden de las meras denominaciones literales del habla común. Por último, podría decirse que una de las tareas ontológicas que pueden desprenderse del legado de Nicol es la posibilidad de pensar el ser justamente a partir del reverso de la presencia. Pero esta es una tarea aun por desarrollar.

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1He elaborado este orden temático a partir del legado de Nicol. Así, resulta curioso que una filosofía, que desde su inicio enarboló la idea del ser como fenómeno y presencia, en el tiempo postrero de su desarrollo, fue sorprendida por la emergencia del misterio. Esta revelación emergió en el marco de la factura de una ontología estricta que el autor catalán venía construyendo desde hace más de 40 años; como producto natural del despliegue de su pensamiento, el autor reconoce que la luminosidad del ser envuelve el más augusto de los misterios. Esto ahora permite la articulación de un estudio como el presente. Se debe enfatizar que Nicol no es un pensador del misterio, sino de la presencia. Sin embargo, la alusión a aquélla, en su obra, posibilita éste esquema. Así, puede verse que, en primer lugar, el misterio del ser, amanece en medio de la luminosidad de lo que es, y ante la imposibilidad de la razón por responder a la pregunta por el ser; este último constituye el primer inciso, pues he optado, como sugiere Nicol, por partir del dato de la presencia del ser. En segundo lugar, se encuentra el misterio del verbo, el cual se refiere justo al misterio de la interacción entre el logos y la materia; el autor dice que dicha reunión se atestigua en cada operación simbólica, siendo ésta, sin embargo, algo de suyo misterioso. Y finalmente, el misterio prelógico del ser constituye el punto donde se agota toda posibilidad epistemológica, tan pronto el misterio se asoma, el logos descubre que en algún momento del tiempo ha venido a ser, datando con esta irrupción justamente el inicio de la era de la presencia del ser, dejando entrever que éste no siempre ha sido presencia, pues el logos adviene en algún momento al ser, lo cual marca el inicio de esta faceta —que aunque, esquemáticamente, es la tercera, en realidad es la primigenia.

2Puede decirse que el misterio del ser (el primer momento en mi esquema temático) se identifica con el misterio de la presencia, el cual esta matizado por dos rasgos dominantes, a saber, el hecho de que el hombre aun estando en medio de la luminosidad del ser, no puede explicar por qué hay ser, esto es, no existe una respuesta para la pregunta que interroga por el ser. Justo por esto, lo luminoso envuelve un misterio impenetrable. Y en segundo lugar, “la noción de presencia presupone un ante quien, es decir, estar siendo, precisamente, presenciado y testimoniado. El logos ha dado constancia de la presencia desde su irrupción” (González, 2010: 22). El hombre, ocupándose en todo momento del ser, da cuenta de la presencia, la cual curiosamente es algo inexplicable. El misterio sobreviene permanentemente por la ventana que se abre a través de lo diáfano.

3La segunda faceta temática de mi desglose es el llamado misterio del verbo, el cual alude a la reunión del logos y la materia. El primero, en todo momento, es el agente que ilumina lo que es, no obstante, no puede iluminar esta relación. ¿Cómo es posible unir el logos y la materia, y cómo explicar a la vez su permanente separación o distinción? Esto es algo misterioso, pues el verbo no sabe encontrar la razón de esto.

4El misterio del verbo ha abierto el cauce hacia esta tercera faceta, a saber, el misterio prelógico del ser, el cual se caracterizará no solo por una acotación de corte epistemológica del logos, sino más bien por una suerte de delimitación fáctica de este último. Esta tematización permite la dilucidación en torno al ser más allá de Nicol.

5Este punto marca la pauta temática de la tercera faceta del misterio, la cual denomino misterio prelógico del ser porque aflora con la datación del logos. Nicol dice que el ser no existía antes del hombre en el modo de la presencia (2002: 129). Sabemos del ser porque es presencia, pero el rasgo sobresaliente de esta aseveración consiste en el hecho de que éste habla de la datación del logos, la cual, a su vez, nos anuncia otra faceta anversa a la presencia misma. Esta última constituye lo que denomino como misterio prelógico, pues el ser no siempre ha estado presente, toda vez que éste adquiere tal cualidad solo a partir del advenimiento del logos. Como este último no ha sido desde siempre, entonces, el pensamiento de este advenimiento posibilita la concepción de otra forma del misterio más allá de la presencia y más allá del verbo, lo cual nos sitúa también en la ruta de otra posibilidad ontológica o temática del ser.

6Empleamos el término de “eras” (del ser) con el propósito de remarcar que a partir de esta consideración pueden distinguirse dos momentos debido a la irrupción del logos. De esta manera puede verse que hay una era que lo precede y otra que lo procede.

7Dice Ricardo Horneffer que “no es lo mismo una presencia muda, áfona, que una sinfonía de voces que re-presentan multívocamente la unidad [del ser]” (2009: 237). Con el logos amanece el sentido y lo que es la ilumina por aquél.

Recibido: 25 de Septiembre de 2014; Aprobado: 26 de Febrero de 2015

Roberto Andrés González:

Doctor en filosofía por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), actualmente labora en la Facultad de Humanidades de la Universidad Autónoma del Estado de México. Sus temas de investigación son: epistemología, antropología filosófica y metafísica. Entres sus libros pueden contarse: Retorno a la metafísica, en torno a los límites del logos ante el Ser (México, Universidad Autónoma del Estado de México, 2002); Estructura de la ciencia y posibilidad del conocimiento (México, 2010); Escorzos de ontología contemporánea: Heidegger, Deleuze y Nicol (México, 2011); El hombre como símbolo del hombre (México, 2011); Baruch Spinoza, entrecruces filosóficos (Madrid, 2012); Renovación del humanismo y emancipación antropológica (México, 2013); Variaciones de antropología filosófica (2014).

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