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Signos filosóficos

versión impresa ISSN 1665-1324

Sig. Fil vol.16 no.31 Ciudad de México ene./jun. 2014

 

Traducción

 

La autenticidad y la normatividad de la identidad en Rousseau*

 

Alessandro Ferrara**

 

** Universidad de Roma "Tor Vergata", Alessandro.Ferrara@fastwebnet.it

 

Difícil de leer, asistemático, visceral, sujeto a través del tiempo a malas interpretaciones que se acercan a la caricatura, activo en tal multiplicidad de campos como para incentivar una recepción segregada de su trabajo como teórico político, moralista, crítico social y cultural; o pedagogo, novelista y escritor literario; invitando al hábito condescendiente de referirse a él como Jean-Jacques; de todos los autores modernos que le han dado forma al mundo que habitamos, Rousseau es el filósofo a quien debemos la siguiente intuición fundamental: la identidad es la fuente de la normatividad y lo es porque otorga la capacidad de ser auténtico.

Esta intuición unifica muchas otras ideas de las que Rousseau merece crédito: la idea de que los incentivos a través de los cuales la sociedad coordina su reproducción son responsables por el carácter de los seres humanos y por sustituir el amour-propre por el natural amor de sí (self-love); la idea de que la mejor educación consiste en resguardar al ser humano del influjo de los modelos sociales y culturales, en vez de someterlo a los mismos; la idea acerca de un régimen que proteja nuestra vida y propiedad y nos deje tan libres como antes; o la idea de que la vida moral moderna nos confronta con un tipo de tragedia del todo nuevo.

El papel central de la autenticidad en el trabajo de Rousseau será reconstruida en la primera sección de este artículo. La idea de la autenticidad no solamente se encuentra en el centro de la obra rousseauniana —una de las consecuencias negativas de una vida social competitiva es el surgimiento de un abismo entre ser y parecer—, sino que también concibe una identidad auténtica cuyas maneras ofrecen importantes implicaciones que, incluso actualmente, permiten comprender mejor algunas de las teorías contemporáneas más influyentes sobre el yo (self) y su constitución. En la segunda sección, me avocaré a estas implicaciones con referencia a lo que entiende Harry Frankfurt por identificación decisiva, a la teoría de la autoconstitución de Christine Korsgaard y a la idea de Charles Larmore de una relación práctica del yo (self) consigo mismo. En la tercera y última sección, exploraré las implicaciones de la postura de Rousseau acerca de la normatividad de la identidad para la filosofía política.

 

LA AUTENTICIDAD COMO PIEDRA ANGULAR DE LA OBRA DE ROUSSEAU

Se puede encontrar una idea coherente que subyace a los distintos aspectos y temas de la vida y obra de Rousseau. Una noción implícita de autenticidad unifica sus reflexiones acerca de los efectos negativos del orden social, sobre el orden político justo, la educación y, de manera más general, la ética. En ninguna parte Rousseau clarifica explícitamente la relación que guardan entre sí sus trabajos más importantes. Sin embargo, se puede entender El contrato social, Emilio y La nueva Eloísa, como obras que constituyen tres momentos de la solución a un solo problema: primero, percibido de forma vaga durante su autobiográficamente celebrado momento de iluminación de camino a visitar a Diderot en Vincenne (Rousseau, 2008: 435-437); luego, delineado a modo de bosquejo en el Discurso sobre las ciencias y las artes; y, finalmente, articulado de una manera más detallada en el Discurso sobre el origen de la desigualdad. El problema es el efecto que la desigualdad social, así como la competencia por adquirir riquezas, poder y prestigio, tienen de manera directa en el individuo e indirecta sobre la sociedad: aunque coevos con los orígenes de la vida social, la desigualdad y la competencia se acentúan exponencialmente en la sociedad civil moderna y, en especial, en la floreciente vida metropolitana de mediados del siglo XVIII en París. En trabajos subsecuentes, Rousseau explora los modos en que estos efectos pueden ser eliminados o al menos mitigados.

La idea de autenticidad que hay en Rousseau puede extraerse de su crítica de la inautenticidad como algo generado y acogido por una competición social dirigida para obtener de bienes intrínsecamente divisivos, de suma cero. El Discurso sobre el origen de la desigualdad hace de Rousseau el fundador de la filosofía social, centrada en explicar las patologías de la Modernidad.

De acuerdo con Rousseau, desde que la competencia por el rango, la propiedad y el poder hicieron su aparición en las sociedades agrónomas primitivas "en provecho propio hubo que mostrarse diferente de lo que uno era en efecto" (1991a: 262) para asegurar las recompensas —riqueza, poder y prestigio— otorgadas por un patrón de reproducción social basado en una división competitiva del trabajo. Estas recompensas son objetos de suma cero: para que la adquisición de riqueza constituya una meta significativa para mí, deben existir otros que no sean ricos. De manera similar, las personas pueden tener interés en el poder sólo en tanto ven la posibilidad de ganarlo sobre otros y pueden desarrollar un interés en la gloria y el prestigio sólo en tanto signos de distinción de los demás. Más aún, el resultado de cualquier competencia depende, entre otras cosas, de lo que los demás crean acerca de nosotros. Así, sostiene Rousseau, al recompensar en conformidad con los papeles existentes y la participación exitosa en la división del trabajo con bienes de suma cero, todas las sociedades —en especial la sociedad civil moderna— han premiado tanto el ingenio, la habilidad de engañar e inducir temor, como la envidia y el retraimiento.

Por otra parte, mediante la competencia, la sociedad induce no sólo insinceridad, sino también inautenticidad. Puesto que es redituable parecer algo distinto de lo que se es, la zanja entre la conducta externa y la interna se agranda. El temor de perder terreno en la competencia social hace que para la gente sea conveniente escoger el dominio sólido de las formas establecidas, estereotípicas de autorepresentación, más que aventurarse a una ardua búsqueda por su identidad y sus motivos verdaderos. Tal como Rousseau hace decir a Saint-Preux —uno de los personajes de La nueva Eloísa—, la gente "acude cada noche a su tertulia para enterarse de lo que habrá de pensar al día siguiente" (2013: 421, libro II, carta 14). Bajo la presión de la competencia, la gente se vuelve tan dependiente de la opinión de los demás que incluso su propio sentido de cohesión peligra y el yo (self) se reduce gradualmente a pura exterioridad, a una mera copia de lo que la sociedad requiere. En la cima de la evolución social, en la sociedad parisina celebrada por Diderot como una fuente de nuevas posibilidades para la expresión de uno mismo y como un caleidoscopio exhilarante de estilos de vida, Rousseau —hijo de un relojero y nacido en Suiza— pudo ver una galería de máscaras bajo las cuales las personas ya no existían, a la reificación total en el área de la relación con uno mismo y a la inautenticidad aguzada.1

Esta intuición sobre la relación entre el mecanismo de reproducción social y los rasgos de carácter dominantes es, junto con la normatividad de la identidad, uno de los elementos más valiosos que se encuentran en el legado de Rousseau. Hoy, en un mundo globalizado, una crítica de este tipo se interpela bajo un nuevo aspecto. La presión para ser inauténtico, que alguna vez afectó la relación del individuo consigo mismo, esta vez se manifiesta como una fuerza homogeneizadora ejercida en cada país del mundo, en especial en los más pobres y vulnerables. La matriz de incentivos es exactamente la misma. En una economía global, donde la competencia coacciona a actores estatales y empresas para bajar el costo de la mano de obra y aumentar la flexibilidad en los contratos laborales, los países, en particular los pobres y aquéllos que se encuentran en la periferia, difícilmente pueden sostener la búsqueda penosa e incierta de un perfil económico original o rehusar el incentivo del éxito —o simplemente la supervivencia— que viene con las políticas prefabricadas de la flexibilidad y la mano de obra barata (Habermas, 2001: 75).

Esta misma intuición, acerca de lo destructivo de los arreglos sociales que estimulan la competencia mediante incentivos divisivos, nunca abandona la filosofía rousseauniana desde 1755. Algunas veces queda estilizado en forma de prólogo, otras opera como presupuesto implícito, pero el ginebrino en ningún momento se desdice cuando más tarde se concentra en los posibles remedios para el predicamento irreversible —pese a la legión de intérpretes que crearon el mito del Rousseau primitivista—. Un arreglo así no se puede revertir, pues cuando el estado de naturaleza real —no el estado pseudo-natural de guerra de todos contra todos descrito por Hobbes, insostenible si no se presupone una habilidad social completa por parte de los individuos que toman en cuenta las intenciones de los demás— es dejado atrás, el individuo social no puede desaprender, por decirlo de algún modo, a tomar en cuenta las expectativas de los demás. La habilidad de comparar no puede desaparecer de este marco ni tampoco su sedimento psíquico, la preocupación por lo que otros puedan pensar de nosotros llamada por Rousseau amour-propre como contrapuesto al amor de sí (self-love). No podemos siquiera desear, con sentido, eliminar el amour-propre del todo, pues ello coartaría —mediante la eliminación de nuestra consciencia de la subjetividad del otro— la posibilidad que tenemos de involucrarnos en acciones más allá de aquéllas consideradas solipsistas, no-sociales. Todo cuanto podemos esperar es, por tanto, domesticar la variante inflamada o extrema del amour-propre originada en lo competitivo, la propiedad dominada y la forma perjudicial de la vida social moderna, así como controlar sus consecuencias.2

El primer plano donde puede encontrarse un remedio a este predicamento es una rectificación al pacto social desigual, el cual se dio espontáneamente con el surgimiento de las sociedades agrónomas y es la causa de que el ser humano —nacido libre— viva encadenado por doquier. Un pacto social desigual como éste ha tornado la cristalización de la posesión en propiedad, cuyo resultado es la legitimación de las desigualdades sociales, ya no naturales, sino del todo nuevas. Dicha rectificación del pacto social desigual, nuevamente, para Rousseau, no puede consistir en revertir esta evolución, eliminando la propiedad y las desigualdades sociales por completo. Más bien, consiste en un desacoplamiento de las desigualdades sociales y políticas con la mirada puesta hacia el frente: en una sociedad justa basada en el contrato social, mientras los ciudadanos permanecen, moderadamente, desiguales desde un punto de vista social, tendrán igual influencia política en la determinación de la voluntad general, disfrutarán de igual protección y permanecerán tan libres como lo eran antes. Si este fuera el único plano donde Rousseau hubiera buscado remedio a los males que conllevan los arreglos sociales que erosionan la subjetividad, sería recordado únicamente como un filósofo político brillante; el inventor de la idea del gobierno legítimo que llega más allá del criterio liberal clásico del consentimiento de los gobernados, y entiende al gobierno legítimo y su coerción como presupuestos, un elemento activo y democrático de autoría de, no sólo de consentimiento a, las leyes que uno obedece.

Empero, el remedio de Rousseau para los males de la reproducción competitiva de la sociedad no sólo previene las desigualdades sociales resultantes de la dominación política. Un remedio real —esto fue una intuición suya sobre los límites de la política— requiere también fortalecer las defensas inmunológicas individuales contra la influencia corruptora de la competencia para obtener recompensas divisivas. Dicho fortalecimiento, a su vez, puede verse desde dos perspectivas distintas. Por una parte, puede entenderse como un programa para una educación hacia la autonomía; por otra, como una búsqueda personal de la autenticidad.

En Emilio, el programa de la educación para la autonomía se convierte en un manifiesto por la educación negativa, según el cual no se puede permitir ningún intento directo de conformar las creencias del niño, su carácter o moralidad, en el cual, la tarea del educador consiste en crear un ambiente social y emocional donde las potencialidades del niño puedan desenvolverse sin constreñimientos ni influencias por parte de la sociedad.3 Rousseau condensa su idea de educación negativa en la imagen de un árbol a mitad de la carretera. Sin la protección que provee la educación, el niño —al igual que el árbol— queda expuesto, en su caso, al prejuicio y a la autoridad; "sería entonces como un arbolillo que al azar hace nacer en medio de un camino, y que de pronto los transeúntes hacen perecer sacudiéndolo por todas partes y doblándolo en todos los sentidos" (2007: 37). No me ocuparé aquí de la secuencia de etapas psicológicas y de aprendizaje propuestas por Rousseau,4 sino que me limitaré a recordar dos ideas importantes contenidas en Emilio. La primera idea es que el desarrollo individual imita el orden seguido por el desarrollo de la especie humana en su desacoplamiento gradual de la naturaleza. Para Rousseau hay algo de universal en tanto que cada humano atraviesa estas etapas en el mismo orden en que lo hizo la especie, pero hay algo de único en tanto repetimos dicha secuencia bajo ciertas circunstancias y en respuesta a retos diferentes para cada individuo. El hombre social comparte con el hombre natural, en última instancia, la ordenación de su desarrollo psíquico.

La segunda idea refiere a los efectos de encontrar una solución original o innovadora, como opuesto a seguir un modelo preestablecido, para los retos vitales enfrentados. Así como la humanidad ha encontrado soluciones originales para las dificultades surgidas y ha sido llevada por su ingenio cultural más allá de las otras especies, también el resultado del desarrollo individual, de acuerdo con Rousseau, será diferente si al individuo se le ha permitido responder autónomamente a los diversos retos o bien si se ha adecuado a soluciones preestablecidas. De este modo, la autonomía para resolver problemas vitales —una capacidad que el medio ambiente impuso en el hombre presocial y convertido en tarea de la educación negativa cultivar en el niño— designa una propiedad de la psique individual que, a su vez, constituye el factor clave en la consolidación del yo (self) y el crecimiento de un sentido de su cohesión y vigor. Quien quiera que, siendo niño, haya sido forzado a conformarse según las expectativas externas, como adulto, se convertirá en lo exijido por la sociedad, la moda pasajera o el grupo de referencia.

Para Rousseau, el individuo atraviesa por una suerte de desarrollo de carácter. Con la maduración, emerge una distribución de áreas fuertes y débiles de la personalidad y refleja las áreas de conducta donde a la persona se le ha permitido ejercer su autonomía en mayor o menor medida. La distribución de áreas de autonomía y, consecuentemente, la zanja entre el yo (self) actual e ideal está fincada en las circunstancias que hacen a cada persona un individuo único; por ejemplo, las características únicas del contexto en el cual han aparecido los retos vitales decisivos para cada persona, los sentimientos únicos conectados con la solución de dichos problemas y las cualidades únicas de los objetos a los cuales corresponden estos sentimientos. Dichas circunstancias no sólo marcan la unicidad que tiene cada individuo para el desarrollo universal por etapas secuenciales de nuestras facultades, también crean sentimientos y necesidades que, a su vez, proveen el fundamento motivacional para desviarnos de nuestro yo (self) ideal.

En este punto, la educación para la autonomía, mediante la cual Rousseau vislumbra el fortalecimiento del individuo contra los procesos sociales que inducen a la inautenticidad, se intersecta con la búsqueda por la autenticidad. Esta intersección se relaciona con la discrepancia ineliminable entre el yo (self) ideal y el real. Para Rousseau, dicha discrepancia no es simplemente una imperfección no deseada que pudiera suprimirse por un ejercicio determinado de la voluntad moral; por el contrario, con frecuencia se relaciona con un complejo de motivaciones, en gran medida inconscientes, el cual debemos comprender más que tratar de eliminar o controlar instrumentalmente. Cualquier intento de dominar dichas motivaciones, sin comprender a plenitud el patrón que les subyace, está destinado a ser un mero desplazamiento de sus efectos y socavar así la identidad del individuo —como veremos en el caso de Julia—. La autenticidad de la identidad puede socavarse, en otras palabras, no sólo desde fuera, por los arreglos sociales competitivos, sino también desde dentro, debido a una voluntad moral que desatiende la normatividad emanada de nuestra propia identidad.

Por ello, la educación para la autonomía, considerada en sí misma, no basta. También hace falta la autenticidad, es decir, la capacidad de distinguir los aspectos del mundo interno de una persona cruciales para su identidad de aquellos dispensables, el conocimiento de uno mismo, la empatía y la capacidad de aceptar emocionalmente los aspectos no deseados del verdadero yo (self) y el valor para seguir las propias intuiciones morales. La autenticidad, no obstante, no puede ser objeto de enseñanza y por tanto queda fuera de los alcances de Emilio.

Rousseau no define en ninguna parte, de manera explícita, lo que significa que una identidad sea auténtica o el proceso que lleva al yo (self) para adquirir autenticidad; pero en La nueva Eloísa ilustra la dimensión normativa asociada con la identidad. La novela inicia con una declaración de amor mutuo entre Julia d'Etange —el único hijo vivo de un noble que pone en el matrimonio de ella todas sus esperanzas de salvar la mermada fortuna de la familia— y Saint-Preux, su preceptor —un burgués con temperamento generoso, pero sin estatura social o económica—. Debido al previsible destino desafortunado de su amor, él se ofrece a dejar el pueblo, en apariencia para evitar el riesgo de un escándalo, pero de hecho lo hace para sondear la profundidad de los sentimientos de Julia, ella, sin embargo, le pide quedarse y convertirse en su amante secreto. Para complicar las cosas, lord Edouard Bomston, un adinerado inglés amigo del padre de Julia, llega de visita con la familia d'Etange. Entre él y Saint-Preux surge una simpatía a primera vista, pero al poco tiempo este último sospecha que aquél podría estar negociando en secreto un eventual matrimonio con Julia. La tensión aumenta, ocurre un malentendido, los ánimos se caldean y Saint-Preux desafía a lord Bomston. El duelo eventualmente es evitado, pero la situación permanece muy volátil. El barón d'Etange comienza a cuestionar las razones de Saint-Preux para permanecer en la casa. Entre tanto, lord Bomston, reconciliado con Saint-Preux y enterado del desafortunado amor entre éste y Julia, por un impulso generoso pero irreflexivo, decide interceder ante el padre de ella. El barón d'Etange rechaza con desdén el prospecto de matrimonio entre Julia y Saint-Preux. Cuando el escándalo está próximo a estallar, Julia pide a su amado que deje el pueblo.

Así, llegamos al punto donde surge una relación con la autenticidad. Lord Bomston, en parte por conmiseración a los amantes, y por un deseo de compensarlos por las consecuencias de su faux pas, le ofrece a Julia una gran propiedad en Inglaterra donde podrá vivir con su amante abandonando a su familia. Consciente de que su oferta será tomada como un acto de traición por la familia d'Etange y que sin duda será condenada por todo el pueblo, lord Bomston anticipa la incertidumbre de Julia e intenta convencerla con dos argumentos. El primero contrasta —de manera familiar— la pequeñez de conformarse con las costumbres comunitarias frente a la dignidad de la autonomía ética interior. Hay poco de novedoso en esta oposición a la aprobación pública y en el grito de la conciencia. La segunda razón por la cual Julia debería aceptar la oferta, en cambio, consiste en el primer ejemplo de un nuevo tipo de argumento moral: el cual parte desde el punto de vista de la normatividad de la identidad. "Nunca harás desaparecer la fuerte impresión del amor" advierte lord Bomston,

[...] no conseguirás nunca borrar su impresión profunda [advierte Lord Bomston] sin borrar a la vez todos y cada uno de los exquisitos sentimientos que recibisteis de la naturaleza. [Al final, continúa,] y cuando ya nada os quede de vuestro amor, nada os quedará de vuestra capacidad de amar; en el fondo, nada digno de estima. (2013: 373, libro II, carta 3)

Atestiguamos aquí el nacimiento de una nueva forma de tragedia moderna. La novedad del predicamento trágico de Julia, en lo cual descansa el argumento moral de Bomston, consiste en el hecho de estar atrapado no sólo entre dos normas o imperativos incompatibles —como en la tragedia clásica—, sino también entre dos preceptos morales autoimpuestos: la prohibición de hacer infelices a los propios padres y, además, un sentimiento, que no posee fuerza normativa para sus ojos, sin embargo, tiene una significación crucial para la coherencia de su propia identidad.

Nuevos sucesos aceleran la trama. La madre de Julia, secretamente solidaria con el amor de ellos, muere de súbito y ella siente culpa por haber contribuido de algún modo a su muerte. Entonces resulta más fácil para el barón d'Etrange convencer a su hija de casarse con Wolmar, un amigo noble, viejo, racional e impasible, a quien le debe la vida y le ha prometido la mano de Julia. En una escena muy emotiva, el viejo barón se arrodilla ante Julia llorando y le implora no destruir su paz y su reputación en los años que le quedan. Julia concluye que, sin importar las consecuencias para su propia vida, realmente no tiene derecho a buscar su propia felicidad a costa de la desesperación paterna. Dicha felicidad sería inmerecida y manchada por el remordimiento. Entonces, decide terminar su relación con Saint-Preux y casarse con Wolmar.

A partir de ahí, la novela gira en torno a las intrincadas justificaciones y racionalizaciones elaboradas por Julia para mantener la coherencia de su propia identidad. Su primera estrategia es un retiro estoico a la inviolabilidad de su yo (self) interior: es decir, aceptará a Wolmar como amo de su vida exterior, pero no de su corazón. Más tarde, el día de la boda, Julia se percata de que esta ilusión es insostenible. Una vida de insinceridad también está contra la moralidad y no puede llevar de ningún modo a la felicidad. Entonces, mientras entra a la iglesia, una emoción nunca antes experimentada se apodera de ella. La vista del altar, del ministro, de su padre, de todo el lugar, la solemnidad de la música de órgano, todo le produce un sobrecogimiento y un gran temor sólo de pensar en cometer perjurio. Julia describe su estado en aquellos momentos como una "súbita revolución interior" en la cual sus emociones caóticas se enderezan "según la ley del deber y la naturaleza" (Rousseau, 2013: 586, libro III, carta 18). Tras su conversión Julia se enorgullece por el hecho de que la imagen de Saint-Preux ya no acecha sus fantasías (Mauzi, 1959). Pronuncia su amor como extinto y en algún punto se refiere a él como un error pasajero.

Julia también reconsidera todas sus ideas sobre el matrimonio, el amor y la familia.5 Es un error —le dice por escrito a Saint-Preux— pensar que el amor es indispensable para un matrimonio feliz: en cambio, "la honestidad, la virtud, ciertas conveniencias, y no tanto condición y edad como carácter y humor, bastan entre dos esposos" (Rousseau, 2013: 610, libro III, carta 20). Tal unión puede no ser dichosa, pero ciertamente generará un afecto mutuo "no menos placentero que durable". Con base en esto, Julia ve su relación con Wolmar como ejemplo de virtud moral y estándar frente al cual juzga su amor pasado por Saint-Preux. Al final, Julia se persuade de que si volviera en el tiempo y debiera escoger de nuevo según los sentimientos del momento, pero con el conocimiento del presente escogería a Wolmar y no a Saint-Preux. Termina la carta pidiéndole a este último que deje de escribirle.

Tras cuatro años de aventuras y experiencias, Saint-Preux regresa y los Wolmar lo invitan a visitar su propiedad. En una de sus cartas más introspectivas, Julia le escribe a Saint-Preux sobre la sensación que tiene de estar rodeada de "razones para ser feliz" sin ser realmente capaz de disfrutar nada de ello. Julia lamenta que una "languidez secreta" y sentimientos de vacío la hayan tomado presa, pero cierra la carta declarando que estos sentimientos deben atribuirse a su "excesiva felicidad" (Rousseau, 2013: 394, libro II, carta 8).

La trama culmina con el accidente que acaba con la vida de Julia: durante un paseo por la costa de un lago, uno de sus hijos cae dentro, Julia se zambulle en el agua helada para salvarlo, pero a causa de ello contrae neumonía, a los pocos días desarrolla una fiebre alta y se deja llevar por la muerte sin oponer prácticamente resistencia a la enfermedad. En su lecho de muerte, la coraza de virtud de Julia y su yo real (self) se desacoplan, por lo cual comprende y acepta la validez de lo que profetizó lord Bomston. La última rememoración de su vida la deja con la duda de que en cada etapa de su búsqueda por la virtud —su decisión inicial de casarse con Wolmar, su retiro hacia el sueño estoico de conseguir la libertad interior, su conversión y subsecuente vida en Clarens— era un paso más hacia la erosión de su propio sentido de la identidad. Entonces Julia llama a esas elecciones sacrificios y se confiesa a sí misma que morir —ese último sacrificio— en realidad significa tan sólo morir una vez más.

 

ENCONTRÁNDOLE SENTIDO A LA NORMATIVIDAD DE LA IDENTIDAD

La lección que debe obtenerse de la visión de Rousseau acerca de la autenticidad contiene implicaciones de gran relevancia para las discusiones filosóficas contemporáneas en dos áreas importantes. Su proyecto de realizar una crítica de la Modernidad, qua una crítica de las patologías sociales generadas por la forma de vida moderna, representa una contribución inicial a la tradición de filosofía social crítica que Axel Honneth ha intentado reconstruir (1995; 2007a: 3-48; y 2007b). El trabajo de Rousseau podría verse como una de las fuentes fundamentales para una teoría de la reificación y para el cuestionamiento de la idea extendida de que la sociedad moderna ha provocado un aumento de la individuación del hombre. O mejor dicho, su teoría sugiere que la vida social competitiva moderna ha desembocado en el fenómeno de la desindividualización. Bajo el rubro de despotismo suave, su intuición se desarrolla en el siglo XIX siguiendo líneas menos pesimistas por Alexis de Tocqueville y en el siglo XX por Theodor W. Adorno, Max Horkheimer, José Ortega y Gasset y un número de críticos de la transformación de personalidad negativa en dirección de la dirigida a lo otro, la personalidad narcisista o la personalidad terapéutica (Lasch, 1980; Rieff, 1973; y Riesman, 1964). En el siglo XXI, la intuición rousseauniana sobre los efectos de la competitividad en la personalidad se refleja en los trabajos de Richard Sennett (1998), Anthony Elliott y Charles Lemert (2006) y Zygmunt Bauman (1998 y 2000). Sin embargo, dejaré esto de lado para enfocarme en una segunda área filosófica donde los trabajos de Rousseau ofrecen tres implicaciones relevantes para los debates actuales: la relación del yo (self) con la normatividad de su propia identidad.

En el contexto de encontrar un remedio para los efectos de la vida moderna, Rousseau elabora implícitamente una visión de la autenticidad que contiene intuiciones valiosas sobre la naturaleza especial de la normatividad de la identidad y del proceso de autoconstitución. Estas intuiciones aún dicen algo relevante en tanto que tres de sus implicaciones son atinentes de forma directa para las posturas modernas de la relación práctica del yo (self) consigo mismo, del consentimiento reflexivo y de la identificación decisiva.6 La intuición fundamental de Rousseau consiste en pensar a la substancia de una identidad no como una esencia, sino como algo de nuestra propia hechura —la identidad de Julia está conformada por su amor a Saint-Preux y más tarde por su elección de casarse con Wolmar— y aún así algo que no se encuentra a nuestra entera disposición.

La importancia de la visión que tiene Rousseau acerca de la normatividad se comprende mejor si la reformulamos en una terminología contemporánea. Si por la frase la substancia de la identidad se quiere referir simplemente a la respuesta de las preguntas ¿Quién soy? (para un sujeto individual) y ¿Quiénes somos? (para uno colectivo), entonces la autenticidad es la cualidad de una conducta de vida que de algún modo reflexiona o al menos va en línea con la respuesta a la pregunta ¿Quién soy?7 La conducta observable puede reflejar erróneamente de manera intencional la realidad del sujeto, como en la insinceridad, o puede no hacerlo por falta de ponderación o autoengaño por parte del actor, como sucede con la inautenticidad. Resulta más complicado definir de manera positiva estos términos. Tanto la acción sincera como la auténtica supuestamente reflejan los estados internos del actor. Es conocida la formulación de Lionel Trilling: mientras que en el caso de la sinceridad la alineación de la conducta externa y los estados internos está motivada por el deseo de reconocimiento o de evitar la atribución negativa de insinceridad, en el caso de la autenticidad está motivada por nuestro anhelo de autoexpresividad "buscada por sí misma" (Trilling, 1971: 10-11). Ciertamente, la distinción de Trilling captura parte de la diferencia entre sinceridad y autenticidad, pero hay aspectos adicionales que pueden iluminarse apelando al trabajo de Harry Frankfurt. Él distingue entre las voliciones de primer orden, que motivan la acción directamente, y las de segundo orden, que toman a las voliciones de primer orden como su objeto; esto sucede, por ejemplo, cuando me formo el deseo de no ceder al deseo de fumar. Entonces, la sinceridad parece prima facie una alineación de estos dos tipos de deseos: mi deseo de dejar de fumar no es sincero si continuamente me contradigo cediendo a mi antojo por un cigarro más. Empero, el modelo de Frankfurt permite un tercer nivel de voliciones, que organiza grandes conjuntos de deseos de segundo orden y da forma a la conducta de vida: puedo identificarme con la bios theoretikòs, con la búsqueda de la salvación, con la intimación epicúrea del lathe biosas (vivir sin generar atención pública a uno mismo), con perseguir la imitatio Christi, con hacer de la vida una obra de arte, con enfrentar la verdad. La autenticidad, más que la sinceridad, parece el término correcto para capturar una alineación de las voliciones en este alto nivel junto con voliciones de niveles más bajos. De hecho, si la identidad es una respuesta a la pregunta ¿Quién soy?, el tercer nivel de voliciones parece el más adecuado para dar una respuesta: con mayor frecuencia nos describimos diciendo "Soy un estoico" o "Soy un artista de vanguardia", que diciendo "Soy un no fumador". Así, parece haber mayor diferencia entre la sinceridad y la autenticidad, que la mera oposición entre realizar una acción como uno se siente para buscar reconocimiento versus por sí misma. La autenticidad se relaciona con el nivel de voliciones en el cual ocurre una alineación entre estados internos y conducta.

Por ello, la autenticidad designa tanto el intento de conformar la cadena de voliciones de modo que aquellas subordinadas reflejen, o al menos no sean inconsistentes en relación con las superiores y con el éxito del agente en esta ardua tarea. En otras palabras, la autenticidad tiene dos lados. Por una parte, es una manifestación de la preocupación heideggeriana que tiene una persona por su propio ser (y en este sentido, la inautenticidad es una falta de preocupación por el propio ser); por otra parte, la inautenticidad de una persona también es una función del grado en el que se logran alinear los distintos niveles de deseos.

Con estos conceptos en mente podemos resaltar mejor la primera implicación de la visión que tiene Rousseau sobre la autenticidad y la identidad. Para él —al igual que para autores contemporáneos como Charles Larmore, Christine Korsgaard y Frankfurt— la relación de una persona con su identidad no se puede entender sólo como cognitiva. Hay tres razones para dudar de la suposición de que al responder la pregunta ¿Quién soy?, el actor encuentra en la formulación de la tercera persona qué es su realidad interior. Para empezar, una comprensión del vínculo entre el actor y su identidad, fincada en términos sólo cognitivos, resulta ser empíricamente problemática: un psicólogo clínico podría entender mejor la naturaleza de un motivo que el actor involucrado. Sin duda Lord Bomston entiende mejor que Julia las consecuencias para su sentido interno de la integridad de darle seguimiento a su amor sofocante por Saint-Preux. Más aún, una visión cognitivista de la autenticidad de la identidad lleva a un camino filosófico sin salida. De hecho, el proyecto de conducir a la consciencia a toda la naturaleza interior está destinado a chocar contra la cualidad de naturaleza interior común de la consciencia cognoscente y su objeto de conocimiento: la parte cognoscente del yo (self) no puede conocerse más de lo que el ojo puede conocerse a sí mismo.8 Por último, incluso si no fuera un proyecto inherentemente inviable, la idea y meta de inscribir por completo la naturaleza propia, como dada, en la conducta de vida de uno mismo, apenas contaría como una instancia de libertad, más bien parecería que se embosca al agente bajo una necesidad contingente. Irónicamente, el agente podría lamentarse porque ya es bastante desafortunado ser quien es como para tener que sufrir por el imperativo de realizar dicha naturaleza interior.

Así, la relación del actor con su identidad puede entenderse mejor como una relación práctica, un tipo de compromiso (Larmore, 2004: 151-185). Cuando Lutero dice "Aquí estoy. No puedo hacer otra cosa", no quiere decir "no puedo" en un sentido empírico, como cuando digo que no puedo volar, ni tampoco en un sentido en el cual violaría algún imperativo externo. Quiere decir que al actuar de otro modo no estaría en una posición para responder a la pregunta ¿Quién soy? como él quisiera. De manera similar, cuando se dice "Te amo" a alguien, no se pretende meramente describir un estado mental interno, sino expresar el compromiso de tratar a la persona como a alguien amado: de este compromiso práctico se sigue la posibilidad de que se le reproche posteriormente no haber actuado como amante. El destino de Julia no está escrito en su naturaleza psicológica, sino que fluye a partir de sus propias elecciones y de los compromisos adquiridos, a los cuales renuncia o reniega. En este sentido, lo que entiende Rousseau acerca de la realización y de los mecanismos de la identidad podría considerarse una brillante anticipación de lo mostrado en las teorías contemporáneas de la agencia y la auto-constitución de Larmore, Korsgaard y Frankfurt.

Sin embargo, hay una segunda implicación de la idea de Rousseau acerca de la identidad y la autenticidad que contiene importantes intuiciones hasta ahora inmejoradas por el trabajo de los teóricos contemporáneos. La dimensión práctica, como opuesta a la cognitiva, de la relación del actor con su propia identidad —el hecho de que ésta y, de manera consecuente, la autenticidad sean un asunto de elección y no de descubrimiento— no puede desembocar en una relación de absoluta soberanía del actor de cara a su identidad. Dicha relación de soberanía puede resumirse en el verso de la canción "Innuendo" de Queen que dice "Puedes ser lo que quieras ser. Sólo conviértete en lo que fuera que pienses que pudieras ser" y en la línea pronunciada por Agrado, el personaje travesti de la película Todo sobre mi madre de Pedro Almodóvar: "una es más auténtica mientras más se parece a lo que ha soñado sobre sí misma". Cuando la autenticidad se concibe a lo largo de estas líneas, como una omnipotencia importante para la propia identidad, se pierde la posibilidad de distinguir conceptualmente entre la expresión de Lutero "No puedo hacer otra cosa" y la expresión "No quiero hacer otra cosa".

En cambio, el personaje rousseauniano de Julia ejemplifica la futilidad de la idea de una total plasticidad de la identidad. En la escena donde se enfrenta con la elección trágica de aceptar la oferta de lord Bomston para comenzar una nueva vida con Saint-Preux en Inglaterra o sacrificar su amor y casarse con Wolmar, Julia sopesa erróneamente la relevancia que posee su sentimiento de amor con la coherencia de su identidad, resuelve convertirse en la esposa fiel y respetada que sueña ser pero encuentra el fracaso. El giro que trata de imprimir sobre su identidad deja de resonar con ella misma y la pérdida del amor que erróneamente considera como periférico para su sentido del yo (self), y por tanto dispensable, reverbera de manera negativa en su autopercepción, vacía todas las formas compensatorias de realización buscadas por ella y eventualmente —como predijo lord Bomston— arrebata su sentido de tener un yo (self). Parafraseando a Lutero, Julia piensa erróneamente que "podría hacer otra cosa" cuando de hecho no es así. Queda por explicar cómo puede conceptualizarse mejor el error, cuya posibilidad limita la soberanía del actor sobre su propia identidad. Una posibilidad es pensar que la respuesta a la pregunta ¿Quién soy? no está enteramente a disposición del actor ni tampoco puede ser forzada por razones externas bajo la voluntad del mismo.

Así, la autenticidad debe retener un momento de autoreflexión y sensibilidad con lo real, como opuesto a un yo (self) potencial proyectado con deseo; momento al cual Julia no hace justicia. Este momento de sensibilidad a la realidad del yo (self) es precisamente lo que permite distinguir entre "No puedo hacer otra cosa" de "No quiero hacer otra cosa". El "Yo puedo" se descifraría como la imposibilidad de realizar p y al mismo tiempo continuar respondiendo con sentido la cuestión ¿Quién soy? del mismo modo. Rousseau expresa este punto mediante la metáfora del yo (self) que colapsa.

Lo perspicuo del enfoque de Rousseau acerca de la autenticidad puede apreciarse mejor en contraste con la postura de Harry Frankfurt sobre la identificación decisiva. Reconstruiré primero la postura del autor sobre este asunto, que no es muy distinta de las de Christine Korsgaard y Charles Larmore sobre lo mismo. Para evitar lo arbitrario en la adopción del actor de un deseo, Frankfurt sugiere que una persona puede identificarse decisivamente con un deseo, su compromiso "resuena mediante una serie potencialmente infinita de órdenes superiores" (2007: 21). Esto sucede porque en este caso la persona "ha decidido que ninguna pregunta sobre su volición de segundo orden queda por responderse en ningún orden superior" (2007: 22). Frankfurt pide imaginar que alguien decide en algún punto de su vida "enfocarse en el trabajo". La persona puede rechazar como carente de sentido cualquier exigencia de justificar esta volición con base en una volición superior. Ha puesto su identidad al frente al decidir, como opuesto a elegir, convertirse en una persona enfocada en su trabajo. En una terminología distinta, la persona ha establecido enfocarse en el trabajo como su fin último, en tanto convertirlo en un fin que no es instrumental para conseguir algún otro al cual esté ordenado. Se puede concluir con Frankfurt, y otros autores en la misma línea, que la identidad de una persona se reduce a la serie ordenada de sus identificaciones decisivas (Frankfurt) de sus compromisos prácticos (Larmore) o de sus consentimientos reflexivos (Korsgaard).

¿Puede esta decisión constitutiva de la identidad ser caprichosa y veleidosa, tal como una elección arbitraria? Según Frankfurt no, de hecho no es meramente un "rechazo arbitrario a permitir un ascenso interminable hacia órdenes superiores" (2007: 179). La diferencia radica en la noción de identificación, entendida como la capacidad del actor para adoptar un resultado deliberativo, donde adoptar significa hacerlo propio, relacionarse con él del mismo modo en que Lutero se relaciona con la acción que se rehúsa a dejar de hacer. En la terminología aquí propuesta, apoyada en la noción de autenticidad como fuente de la normatividad, el actor siente en determinado punto de su deliberación que está en posición de tener la capacidad de no hacer otra cosa que adoptar la decisión de convertirse en otra persona, en el sentido de tener que responder de manera distinta la pregunta ¿Quién soy?. Finalmente, dada la idea de que nos constituimos como personas mediante una serie de decisiones como éstas, con las cuales nos identificamos, las decisiones pueden entenderse como acciones que "hacemos a nosotros mismos" (Frankfurt, 2007: 172). Así, cuando se detona una identificación decisiva —el Entschlossenheit heideggeriano, cuya vacuidad Theodor Adorno (1973: 49-60) célebremente ironizó en La jerga de la autenticidad—, al mismo tiempo se redefine el conflicto interior, que ya no es entre deseos opuestos y se convierte en un conflicto entre el deseo y la persona, la cual se ha identificado con otro deseo (Frankfurt, 2007: 172). De ahí la diferencia entre una decisión en sentido propio (que contribuye a constituir a la persona) y una mera elección entre alternativas de las cuales ninguna es constitutiva de la persona.

La visión implícita de Rousseau sobre la autenticidad arroja dudas sobre dos dificultades inherentes a su postura. En primer lugar, está lejos de ser evidente la idea de que el actor podría tener una identificación decisiva —como un soberano schmittiano de su propia psique— con cualquier cosa y reconstruir el orden de sus otras voliciones de acuerdo con esto. Aun así, no hay duda de que lo suyo es una identificación decisiva (Frankfurt), un compromiso práctico (Larmore) o un consentimiento reflexivo (Korsgaard). La fenomenología moral de la identificación que delinea Frankfurt, según la cual cualquier acto de identificación —puesto que sea genuinamente decisivo— trae unidad al actor, resulta problemática. En la novela de Rousseau se encuentra el ejemplo de una posibilidad ignorada por Frankfurt, la de una falsa identificación, no menos decisiva que la señalada por él, pero incapaz de dar al actor unidad más allá de elecciones arbitrarias. También es interesante el hecho de que el problema con la identificación decisiva de Julia no sea la inconsistencia o el ceder a la presión social; de hecho, Kant admiraba la orientación de Julia al principio de no lograr la propia felicidad a expensas de los demás.9 Tampoco el fracaso de su identificación de casarse con Wolmar puede ser entendido como producto de la arbitrariedad. De hecho Julia percibe como arbitrario su amor previo por Saint-Preux, cuando lo desestima como un error pasajero. Del mismo modo, no es imposible realizar el fin substantivo de la identificación de Julia, como si se hubiera comprometido con el proyecto de levantarse a sí misma jalándose de las botas (al estilo de Münchausen): es decir, identificarse con la meta de casarse y formar una familia es un tipo de identificación completamente normal que unifica y provee de sentido a muchas vidas humanas.

Estas consideraciones llevan a una tercera implicación de la visión de Rousseau sobre la normatividad de la identidad. La coherencia no es la única dimensión de la identidad plenamente satisfecha. La relevancia vigente de esta implicación puede ilustrarse mejor refiriendo al influyente intento de Korsgaard, en Las fuentes de la normatividad (1996) y en su más reciente libro Autoconstitución (2009), por reconstruir la coacción normativa de la razón práctica como algo que deriva de la propia naturaleza como seres "condenados a la elección y a la acción" (Korsgaard, 2009: 1) o condenados a constituirse a sí mismos mediante sus acciones y a partir de la función unificadora que utiliza los principios de la razón práctica.10 Hay algo de paradójico en la autoconstitución, como Korsgaard enfatiza de manera elocuente:

[...] como poseedor de una identidad personal o práctica uno mismo es autor de sus acciones y responsable de ellas; además, al mismo tiempo, al elegirlas uno crea su identidad. Esto significa que uno se constituye a sí mismo como el autor de sus acciones en el mismo acto de elegirlas. [De ahí la paradoja:] ¿Cómo se puede constituir uno mismo, crearse a sí mismo, si no estaba ya ahí? (2009: 20)

El personaje rousseauniano de Julia es la encarnación de este aspecto paradójico de la autoconstitución, pero al mismo tiempo hace notar la presencia de dos problemas generales en la explicación de Korsgaard. En primer lugar, puesto que escribe en épocas prekantianas, Rousseau no está preso por el encantamiento de los principios. Asumir con Korsgaard, por mor del argumento, que la función unificadora —hacer del actor un centro de imputabilidad y no sólo el origen de los movimientos corporales— se realiza por la capacidad moral del actor de consentir reflexivamente sus actos, ¿cómo es que esta función unificadora de la razón práctica podría proveer leyes o principios para el consentimiento reflexivo?

La conclusión requiere de un detallado argumento contrastante que no puede hallarse en su libro, pues falta un argumento mucho más específico de parte de Korsgaard para destacar al imperativo categórico kantiano como único principio capaz de llevar a cabo la unificación, frente a, por ejemplo, un principio utilitario —igualmente formal— de maximización de la felicidad. La enseñanza de Rousseau desemboca en la idea de que la función de unificar al agente no debe comprenderse como principio o ley. Pero ¿qué más podría ser? Podría ser un proyecto o una narración. El ejercicio estético ofrece un ejemplo tangible de una práctica donde el agente, en este caso el artista, comienza desde su inclinación estética a conformar materiales para realizar un proyecto, pero debe acotar esta inclinación a la luz del gusto (para usar el término de Kant). Aplicamos entonces la categoría de unidad y carencia de unidad a los productos estéticos y a las capacidades de los artistas, pero los factores unificadores, el gusto y el juicio, no tienen en absoluto las características de un principio.

Otro ejemplo se puede encontrar en la psicología clínica, aplicado a los rasgos sobresalientes de la identidad psicológica. Una vez más, la unidad de una vida se puede aprehender al unir los elementos constitutivos no a través de un principio, sino de una narración. El caso de Julia ilustra cómo el encantamiento de los principios puede ser tan autodestructivo como la arbitrariedad: evaluar la aceptación de una sola acción —lo lícito de casarse con la persona amada frente a una opinión familiar adversa— a la luz de un principio (evitar la falta de reciprocidad que involucra "obtener la propia felicidad a costa de la desesperación paterna") sin considerar debidamente lo significativo que puede ser ese amor para la narración de la propia vida, a final de cuentas desemboca en una unificación aparente del yo (self). Korsgaard objetaría que el principio escogido por Julia es erróneo, por ello su identidad colapsa. Esta réplica, empero, no hace justicia a la intuición rousseauniana sobre la forma moderna de lo trágico donde Julia es la epítome: en ocasiones podemos no estar, histórica o psicológicamente, en posición de articular los requerimientos para la realización de la identidad bajo la forma de un principio y no obstante la fuerza normativa que tiene sobre nosotros permanece incólume.

En segundo lugar, mientras que la idea de unificación del agente como clave para la autoconstitución recoge completamente bien el punto de vista de la responsabilidad que caracteriza a un actor constituido, podríamos pensar, de manera errónea, que la coherencia es la única dimensión de un yo (self) propiamente constituido. Por esta razón, sigo pensando que la autenticidad es un mejor término que la integridad o la coherencia. De nuevo, Rousseau implícitamente duda del hecho de que la condición de estar unificado —resaltada por Korsgaard como la dimensión fundamental de la autoconstitución—11 sea suficiente, más allá de lo obvio de su necesidad, para el propósito de definir la autoconstitución. Julia escogió casarse con Wolmar, se identificó decisivamente con su matrimonio y actuó de forma deliberada bajo un principio. No se podría pedir más de un actor moral concienzudo. La sustancia de su elección —una vida de devoción a su esposo y familia— conduce satisfactoriamente a la unificación y a la coherencia. Sin embargo, Julia se fragmenta, se desintegra con el tiempo. ¿Qué salió mal?

Debemos considerar otras preguntas que surgen con motivo de la explicación de Rousseau. En algún punto, al tirano que Trasímaco considera antagonista de la persona virtuosa socrática, Korsgaard lo recaracteriza como "el capo glamoroso",

[...] preparado para hacer lo que sea necesario para lograr lo que quiere [...] suficientemente aguzado como para darle la vuelta a la ley y dispuesto a ganarle en inteligencia o ingenio; o si es necesario, a balazos a quien sea o lo que sea que se interponga entre él y la satisfacción de su deseo. (2009: 170)

El problema es que el tirano o el capo incuestionablemente está más unificado comparado con la persona promedio. Podríamos objetar que por más unificado que esté, su alma no está autogobernada; ciertamente está más unificado: su vida gira en torno a un patrón sistemático, aunque cuestionable moralmente, el cual penetra en cada acción llevada a cabo. Así, la afirmación de Korsgaard de que la unificación aparente, amoral, es una unificación bajo un principio (honor, egoísmo, arbitrariedad u obsesión) más allá del alcance de la autonomía de la persona. Empero, mientras que la unificación bajo la autoregulación puede ser ciertamente mejor a la aparente unificación bajo un principio heterónomo, no es claro que la poca unificación de la persona promedio —"estando constreñida por reglas y restricciones, una persona buena difícilmente puede dar paso sin el permiso de Dios o de la sociedad" (Korsgaard, 2009: 171)— sea mejor al patrón unificado del capo de la mafia. El aspecto intermitente de la ley moral típica del agente promedio no puede proveer más integración que la disposición unificada del malvado.

Tomo estas dificultades como síntomas de un problema más general: acaso en la autoconstitución hay algo más que sólo unidad, coherencia o cohesión. Sin duda Korsgaard en cierto punto compara la obsesión del tirano con el delirio del psicótico: ambos están preparados para ordenar toda su percepción del mundo en términos de su fijación "incluso a expensas de perder el contacto con la realidad" (2009: 172). También una cualidad de madurez es crucial para la autoconstitución: la madurez entendida como la habilidad de cuestionar la realidad y como un cierto sentido de proporcionalidad con el propio proyecto. Parece, prima facie, que esta dimensión de la madurez, como opuesta a la propensión a la fantasía y a los delirios de grandeza, es un ingrediente de la agencia no relacionado con la ley moral. Así, al menos hay otro factor que contribuye a la autoconstitución. Otra dimensión —por ejemplo, la vitalidad del agente como opuesta a la apatía y la depresión o una dimensión de receptividad hacia instancias inesperadas de lo bueno— podría jugar un papel en la autoconstitución del actor, junto con la coherencia y la unificación.12 Retomando la tercera implicación de la noción de identidad de Rousseau: en el caso de Julia, lo que le quita su elección principiada de casarse con Wolmar e identificarse con su matrimonio no es la coherencia o la unidad. Más bien, el efecto de su elección errada es, en palabras de Lord Bomston, "extirpar todos los sentimientos exquisitos", los cuales ella ha "recibido de la naturaleza" al punto de que "nada digno de estima permanezca" (Rousseau, 2013: libro II, carta 3). En otras palabras, su elección de un camino poco propicio para la coherencia extinguió su vitalidad o joie de vivre e introdujo la falsedad en su percepción de sí en lugar de la espontaneidad de su amor por Saint-Preux. No es la falta de coherencia (la dimensión por la cual Julia se preocupa obsesivamente), sino la pérdida de otra dimensión de la autoconstitución —de manera notoria, la vitalidad— lo que termina por colapsarla.

Para sintetizar, la intuición contenida en la novela de Rousseau se resume en apuntar que una normatividad de la identidad no puede entenderse en términos esencialistas, como algo puesto que el actor descuida bajo su propio riesgo, ni puede entenderse —según sugieren las teorías contemporáneas de la autoconstitución— como producto entero de la voluntad. Más aún, el requerimiento de esta normatividad de la identidad no puede entenderse reductivamente como un asunto de establecer y mantener a través del tiempo un patrón de coherencia o como la realización exitosa de un plan de vida. Sin embargo, poco puede encontrarse en el texto de Rousseau referente a una especificación positiva de la normatividad de la identidad.

No obstante, de manera consistente con la postura de Rousseau, una concepción de la normatividad de la identidad podría entender la relación entre la identidad y los materiales simbólicos con que se constituye, de modo similar a la relación de la obra de arte con el contexto estilístico a partir del cual ésta se origina. Una obra de arte no puede ser la mera ejecución de ciertos elementos estilísticos ni puede surgir de una tabula rasa. Para ser artísticamente bien formada debe contener innovación y además preservar un rastro del estilo que está siendo transformado. Desde esta transformación y preservación de un foco reconocible, emana una normatividad sui generis que gira en torno a la ejemplaridad (Ferrara, 2008: 2-4). Así, Julia encarna una ejemplaridad potencial —lord Bomston le indicó el modo de materializarla— y, sin embargo, malograda; localizada en la encrucijada de la normatividad sedimentada de las relaciones familiares establecidas (por completo legítimas para Julia) y la ejemplaridad normativa de las nuevas relaciones, basada enteramente en el amor romántico, que sería reconocido sólo por una comunidad futura y a los ojos de Julia sólo podría descansar en la normatividad de su propia identidad.

 

EL LEGISLADOR Y LA NORMATIVIDAD DE LA IDENTIDAD

La postura de Rousseau sobre la normatividad de la identidad conlleva gran importancia para la filosofía política. Arroja nueva luz sobre las páginas de El contrato social, donde Rousseau discute el papel del legislador (1991b: 45-49).13 ¿Quién es el legislador? Ciertamente no es un filósofo-rey platónico que impone de manera autoritaria su comprensión de una polis justa y luego, una vez establecida, gobernarla con sabiduría. De ser así, el legislador despojaría al pueblo de su soberanía. No obstante, si el soberano legítimo es el pueblo, ¿para qué hace falta un legislador? Se necesita porque la filosofía política de Rousseau se basa en la distinción entre la voluntad de todos y la voluntad general. Empíricamente, ambas pueden manifestarse del mismo modo, es decir, como actos unánimes de la voluntad de la totalidad de los miembros del cuerpo deliberativo, pero sólo la voluntad general toma al bien común del cuerpo deliberativo como su objeto. La unanimidad de la voluntad de todos, en cambio, podría descansar en una convergencia fortuita de voluntades particulares que buscan, cada una, su bien particular.

De manera consecuente, la voluntad de un cuerpo deliberativo sólo puede legítimamente ser calificada como la voluntad general si se dirige al bien común y lo rastrea. A menos que construyamos una caricatura probabilística de la postura de Rousseau, según la cual, lo que todo el mundo quiere algunas veces coincide aleatoriamente con lo bueno para todos, la formación de una auténtica voluntad general requiere tener una representación colectiva de lo que es bueno para todos. Sólo podemos querer el bien común si sabemos todas sus implicaciones. En este punto, el papel del legislador se vuelve relevante. Ésta es la figura capaz de remediar el hecho de que el pueblo, en tanto soberano legítimo, incluso en aquellas ocasiones donde busca su propio bien "no siempre lo discierne", incluso en tanto multitud ciega (multitude aveugle), una colección de individuos "rara vez sabe lo que es bueno para ella" (Rousseau, 1991b: 44). Se requiere mucho esfuerzo antes de unir la voluntad de individuos singulares y de que las distintas partes del cuerpo social puedan engendrar una auténtica voluntad general, dirigida a la búsqueda del bien común. A esta voluntad empírica:

Hay que hacerle ver los objetos tal cual son, a veces tal cual deben parecerle, mostrarle el buen camino que busca, garantizarle de la seducción de las voluntades particulares, acerca a sus ojos lugares y tiempos, equilibrar el atractivo de ventajas presentes y sensibles con el peligro de los males alejados y ocultos. (Rousseau, 1991b: 45)

Además, mientras los individuos sí ven el bien que rechazan —es decir, saben muy bien lo que les repele—, los colectivos y los grupos desean de manera abstracta un bien que no ven. Los colectivos, los grupos y los pueblos necesitan les sea mostrado en qué consiste el bien deseado de modo abstracto: en términos de Rousseau, "hay que enseñar al otro a conocer lo que quiere" (1991b: 45).

Esto se supone debe hacer el legislador, lo que Licurgo, Solón, Moisés y otros han hecho. El legislador no está en una posición para decretar lo que es el bien común, no puede infundir normatividad de manera performativa en éste, no puede transformar el supuesto bien común en bien común por decreto. Sólo puede decir en qué consiste para que las mentes individuales puedan reconocerlo y las manos individuales se levanten mostrando aprobación.

El hecho de que el legislador, según Rousseau, ni dicta ni únicamente registra las preferencias populares y disposiciones, sino más bien indica o sugiere cómo deberían ser, ofrece dos problemas. En primer lugar, ¿en qué dirección apunta? En segundo lugar, ¿en virtud de qué el legislador convence al pueblo soberano de acatar esto?, ¿en dónde esta autoridad especial toma la fuerza que Rousseau paradójicamente llama "una autoridad que no es nada" (1991b: 47)?

De acuerdo con la primera cuestión, para discernir en qué dirección apunta la mano del legislador, se necesita recordar que para Rousseau el bien común, igual que el individual de Julia, siempre revela algo del sujeto para el cual es un bien. Saberlo no implica adquirir conocimiento de algo independiente a quiénes somos. En palabras de Rousseau:

Igual que el arquitecto observa y sondea antes de levantar un gran edificio para ver si puede aguantar su peso, el sabio legislador no empieza por redactar leyes buenas en sí mismas, sino que antes examina si el pueblo al que las destina es apto para soportarlas. (1991b: 49-50)

Así, el legislador no pretende indicar qué es el bien en general, independientemente del pueblo al que es destinado o con base en algún modelo de justicia válido para todo tiempo y en todo mundo posible, sino que indica aquellos principios de justicia con los cuales un pueblo puede identificarse decisivamente.

El legislador en el ámbito público muestra al soberano, tal como Lord Bomston muestra a Julia en el ámbito privado, líneas apropiadas de conducta que responden a una normatividad singular. El error que Rousseau atribuye a Pedro el Grande es ilustrativo. Aunque este último no es exactamente el legislador de un pueblo democrático, podría decirse que tenía un genio imitativo, pero de acuerdo con Rousseau "no el auténtico genio", pues deseaba convertir a sus súbditos rusos en "alemanes, ingleses, cuando había que empezar por hacer rusos" y así "impidió que sus súbditos llegaran a ser alguna vez lo que podrían ser, persuadiéndoles de que eran lo que no son" (1991b: 51-52).

En relación con la primera cuestión, podría decirse que el bien que el legislador supuestamente muestra al pueblo soberano no se descubre de manera independiente a las cualidades subjetivas del pueblo en cuestión —como si fuera un principio igualmente válido para todos los pueblos—; más bien, consiste en un tipo de visión moral que el pueblo en cuestión debe adoptar como suya y como objeto de su voluntad. Una visión que, nuevamente, emerge como un deber o un precepto normativo desde la autorepresentación del pueblo. Dos siglos y 18 años después, en 1980, esta visión de la normatividad singular, emanada de la autorepresentación del pueblo, resurge de manera poderosa en la interpretación de John Rawls acerca de la validez de la justicia como equidad, en tanto interpretación de los términos de la vida política justa de un pueblo democrático moderno. En sus palabras:

Lo que justifica una concepción de la justicia no es que sea fiel a un orden previo que nos haya sido otorgado, sino su congruencia con una comprensión profunda que tenemos de nosotros mismos y de nuestras aspiraciones, y en reparar en que, dada nuestra historia y las tradiciones insertas en nuestra vida pública, se trata de la doctrina más razonable para nosotros. (Rawls, 1980: 519)14

Respecto de la segunda pregunta, ¿sobre qué puede apoyarse el legislador para persuadir al pueblo de buscar el bien común? En un famoso pasaje, Rousseau toma esta cuestión de un modo aparentemente obscuro. Nos recuerda que un legislador "no puede emplear ni la fuerza ni el razonamiento" (1991b: 48). Sobra decir por qué el legislador no puede usar legítimamente la fuerza. Queda menos claro el motivo por el cual no debe usar el razonamiento. ¿Por qué no? En vez de razonar, arguye Rousseau, el legislador debe apelar a "una autoridad de otro orden, que pueda arrastrar sin violencia y persuadir sin convencer" (1991b: 48). ¿Cómo debe interpretarse la frase persuadir sin convencer?

Rousseau sugiere que dicha forma de persuasión frecuentemente ha sido pedir la intervención celestial para invocar autoridad divina como un modo de conseguir lo que la mera prudencia humana no habría podido motivar al pueblo a buscar. Empero, este recurso a la capacidad de persuadir sin convencer, típica de los símbolos religiosos, no puede emplearse en un tenor instrumental, es decir, para persuadir al pueblo de cualquier cosa que el legislador pueda considerar bueno para el pueblo. Es posible grabar tablillas de piedra uno mismo, la comunicación con la divinidad puede fingirse, se pueden reportar sueños, pero quien quiera establecer su reconocimiento como legislador con estos recursos no llegará muy lejos. Podría llegar a ser legislador de una multitud de tontos, pero "jamás fundará un imperio" (1991b: 48). Lo que persuade y moviliza a los pueblos no son los meros símbolos de trascendencia, sino el aura infundida por éstos como si tuvieran una sustancia normativa que reflejara algo más profundo no disponible ni al legislador ni al pueblo. Tal como Lutero, el legislador muestra al pueblo lo que no puede no hacer, so pena de convertirse en algo que no es.

La fuerza a la cual apela el legislador para guiar la mente de los individuos hacia la voluntad general —y ésta es la dirección de la respuesta de Rousseau a nuestra segunda pregunta— es la fuerza normativa de la identidad, la normatividad que emana del modo como queremos responder a la pregunta: ¿Quiénes somos políticamente?

Regresemos ahora a nuestra primera cuestión. El legislador de Rousseau apunta a lo que la voluntad del pueblo debe tener por objeto para poder ser general. Hemos aprendido, revisando la obra de Rousseau, que el dedo del legislador no apunta hacia afuera, a un mítico sol naciente en el horizonte; más bien apunta hacia adentro: indica al pueblo que nosotros (pues el legislador es miembro del pueblo, no un consejero externo o una autoridad por encima del pueblo), con respecto a cómo queremos pensar acerca de nosotros mismos, no podemos sino adoptar este tipo de régimen político, esta estructura básica o conjunto de principios constitucionales esenciales. La normatividad a la cual el legislador apela es en última instancia la normatividad de la identidad.

Hoy en día se presenta un resurgimiento del interés por la verdad en política, la verdad como algo distinto de la justificación; un interés que muestra distancia respecto a lo que supuestamente es una cierta incapacidad del pensamiento liberal-democrático para en realidad considerar la dimensión de la verdad. Lo que resulta atractivo de la verdad, como opuesta a la justificación, es su Unverfügbarkeit, el hecho de que trasciende la dimensión del acuerdo, del compromiso, incluso de las buenas razones o del mejor argumento dentro de la razón pública. A quienes no son particularmente receptivos a la fuerza normativa de lo no-negociable y de lo que nos compele independientemente del contexto, esta revisión al trabajo de Rousseau puede sugerir que el momento de esta Unverfügbarkeit en la verdad que les resulta tan atractiva, no necesariamente va unida con la idea de representación cognitiva de algo independiente de nosotros; como nos han hecho pensar dos milenios de variaciones del tema que figura en la alegoría de la caverna de Platón. Dicho momento de irreductibilidad al acuerdo y al consenso puede articularse en un modo práctico en vez de cognitivo; es decir, como indicación de una substancia normativa, un marco institucional, un esquema constitucional que no podemos darnos el lujo de rechazar sin perder la capacidad de responder a la pregunta de ¿Quiénes somos?, en el modo en cómo queremos responderla.

 

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NOTAS

* Publicado originalmente en (2012), La filosofía política di Jean Jaques Rousseau, Milán, Angeli, pp. 9-34. Agradecemos al autor la cesión de los derechos. Traducción del inglés de Alejandro Vázquez del Mercado Hernández.

1 Acerca de la interpretación crítica de Rousseau a la sociedad moderna, véanse Starobinski, 1971: 15; Berman, 1972: 136-144; Taylor, 1992: 48-49; y Ferrara, 1993: 47-50. Para suplementos importantes en esta línea de interpretación véanse también Babbit, 1991; el estudio clásico Burgelin, 1977; Charvet, 1974; Grimsley, 1968; Strong, 1994; Levine, 1976; Masters, 1968; y Barnard, 1988.

2 En Rousseau's Theodicy of Self-Love, Frederick Neuhouser ofrece una interesante discusión sobre cómo sería una versión no-patológica, no-inflamada del amour-propre, que fuera consistente con la totalidad del marco rousseauniano y adecuado para una sociedad diferenciada. Ciertas formas del deseo de excelencia reconocida —tal como ser el objeto de deseo idealizado del amor de otra persona o ser generalmente reconocido como el mejor en un campo específico— no parecen divisivas ni llevan al conflicto. Sin duda, el deseo de ser considerado excelente (por uno, por algunos, o por todos) en una sola área podría ser generalizable, en la medida en que buscar este tipo de reconocimiento, como señala Neuhouser al evocar una famosa frase de Locke, el actor que busca reconocimiento "no priva a otros de la oportunidad de encontrar estima que sea 'suficiente y tan buena como' la que uno ha encontrado para sí" (2008: 100).

3 Para una elucidación completa de los principios de la educación negativa, véase Rousseau, 2001: 23.

4 Para un análisis en términos de etapas implícitas y explícitas, véase Ferrara, 1993: 72-82.

5 Para una reconstrucción iluminadora, véase Pulcini, 1998.

6 Véanse Larmore, 2004; Korsgaard, 1996 y 2009; y Frankfurt, 2007.

7 Sobre la independencia conceptual que tiene la noción de autenticidad de las concepciones esencialistas del yo (self), véase Ferrara, 2009, desde la perspectiva de una visión reflexiva de la autenticidad. Para un enfoque no-reflexivo de la autenticidad véanse Larmore, 1996: 95; y Varga, 2011: capítulo 4.

8 Para una extraordinaria reconstrucción del tema, véase Larmore, 2004: 15-89.

9 Sobre este punto véase Cassirer, 1970: 14-18, y la famosa carta de Herder sobre las lecturas de Kant durante la primera parte de la década de 1760, incluidas en Herder, Briefe zur Beförderun der Humanität, citada en Cassirer 1970: 14.

10 Como es señalado de manera sucinta al final del parágrafo 1.4.8, "La necesidad de actuar... es nuestra carga. Los principios de la razón práctica son pues, normativos para nosotros, tan sólo porque tenemos que actuar" (Korsgaard, 2009: 26).

11 Partiendo de la respuesta de Sócrates a Trasímaco (República, 351b-352c), donde cuestiona que "incluso una banda de asaltantes y ladrones con un propósito injusto podrían lograr sus objetivos siendo injustos unos con otros", y, por tanto, cualquier grupo humano que desestimara por completo la justicia sería incapaz de lograr algo como una unidad, Korsgaard concluye que podemos entender "el punto de la normatividad", lo justo de la justicia —por decirlo de algún modo—, como algo fundamentado en la capacidad de "lograr la unidad psíquica que hace posible a la agencia" (2009: 7). Ciertamente para ella la autoconstitución es la tarea de lograr la unidad psíquica.

12 Algunas de estas dimensiones están detalladas en Ferrara, 1998: 80-107. Charles Larmore ha defendido de manera convincente que entre las dimensiones de un yo (self) bien constituido también está la receptividad —designada por el término sagesse, distinto de prudence— hacia los bienes inesperados que exige reestructurar el plan de vida y, por tanto, retan la dimensión cristalizada de la coherencia (2004: 262).

13 Sobre el papel del legislador, véanse las discusiones ofrecidas en Masters, 1968: 354380; y Polin, 1964: 231-247.

14 Una postura similar puede encontrarse en El liberalismo político, donde Rawls afirma que una concepción de justicia que pase la prueba del equilibrio reflexivo "es la concepción que, hasta donde podemos decir, resulta más razonable para nosotros" (1993: 28).

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