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Signos filosóficos

versión impresa ISSN 1665-1324

Sig. Fil vol.16 no.31 Ciudad de México ene./jun. 2014

 

Artículos

 

Una tipología del realismo político. Aproximación desde el análisis conceptual*

 

A typology of political realism. Approach from the conceptual analysis

 

Ernesto Cabrera García**

 

** Doctorando en Humanidades en la Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Iztapalapa, e.cabrerag1985@gmail.com

 

Recepción: 19/06/13
Aceptación: 26/08/13

 

Resumen

El propósito de este artículo es mostrar la complejidad conceptual del realismo político. A través de un análisis de su acepción extensa pretendo realizar una clasificación tipológica para agrupar los principales postulados de los autores usualmente ligados con esta forma de pensamiento político. La distinción entre los realismos metodológico, ontológico y práctico permite evadir las reducciones y las mistificaciones que con frecuencia aparecen al intentar definir conceptos como éste. Este artículo se mantiene en la perspectiva de los modelos analíticos y, posteriormente, será contrastado con el punto de vista desarrollado por la historia conceptual.

Palabras clave: realismo metodológico, realismo ontológico, realismo práctico, tipo ideal, tipología.

 

Abstract: The proposal of this article is to show the conceptual complexity of political realism. Through an analysis of its extensive meaning, I pretend to determine a typological classification to sort the main theses formulated by the authors link usually to this modality of political thinking. The distinction between three modes of political realism: methodological, ontological and practical, allows me to evade the reductions and mystifications that frequently appears when we try to define concepts like this. This work stands in the perspective of analytical models and afterwards it will be contrasted with the point of view developed by conceptual history.

Key words: methodological realism, ontological realism, practical realism, ideal type, typology.

 

EL PROBLEMA DE LOS ISMOS COMO MODELOS INTERPRETATIVOS: MÁS ALLÁ DEL CONCEPTO DE REALISMO POLÍTICO

El sufijo -ismo tiene como funciones nominalizar o formar sustantivos abstractos que sirven para expresar doctrinas (cristianismo o comunismo), sistemas (racionalismo o idealismo), movimientos (feminismo o romanticismo), etcétera.1 De esta manera, es usado para sintetizar conceptualmente modos de pensamiento que mantienen algunos aspectos comunes bajo la forma de modelos interpretativos o tipos ideales que no pretenden ser exhaustivos ni verdaderos en cada caso,2 sino sólo simplificadores, aproximativos y esclarecedores. Mediante estos conceptos de clase no se intenta agotar o reflejar, por completo, el cuerpo de las corrientes intelectuales; se busca perfilar una imagen estandarizada que permita establecer un marco de referencia mínimo para su comprensión. Por estos motivos, el uso de los ismos es muy funcional, simplificador e incluso pedagógico, pero también puede llegar a ser reduccionista y mistificador.

El uso deformante de los ismos parece ocurrir, sobre todo, por tres factores: a) cuando se desestiman excepciones relevantes por mantenerse en el enfoque de las generalidades, agrupando elementos diversos en un solo cajón de sastre (reducción conceptual); b) cuando se pretende hacer pasar el conjunto por un solo paradigma, forjado a partir de ciertos intereses teóricos o ideológicos, usualmente con la finalidad de combatirlo o criticarlo (mistificación conceptual); o c) cuando, por medio de definiciones lexicográficas y análisis racionales de los conceptos, se pierde de vista su dimensión histórica, en aras de alcanzar una mayor claridad para su utilización vigente (anacronismo conceptual). Por el contrario, para un uso más adecuado de estos conceptos sostengo que es necesario acentuar su inherente complejidad e historicidad. La reconstrucción filosófica necesita, en primer término, enfatizar la pluralidad de sus acepciones y, en segundo, limitar su alcance semántico mediante un emplazamiento histórico. Sin embargo, en este ensayo sólo intentaré hacer lo primero.

Ya sea por costumbre o por economía, en filosofía política —aunque no sólo ahí— es recurrente ocupar esa clase de términos, para entablar discusiones o para tratar de exponer una posición teórica, muchas veces creando hombres de paja o cayendo en definiciones ad hoc. Así, por ejemplo, el liberalismo llega a concebirse como una ideología burguesa, nacida en el siglo XVII (Locke o Hobbes), que se sustenta en la primacía de los intereses privados del individuo y en la libertad negativa (Pettit, 1999). En un análisis inicial, se reconoce de inmediato que la caracterización de esta corriente no cumple con los criterios de complejidad e historicidad que se suponen necesarios para evitar las distorsiones conceptuales.

En primer lugar, conviene señalar que existe una diferencia e incluso una oposición entre el liberalismo que defiende a ultranza el valor de la libertad individual y su realización en el mercado frente a la intervención estatal (Friedrich Hayek y Milton Friedman), y el liberalismo que se propone hacer compatible la libertad con la igualdad de los integrantes de una sociedad plural, mediante la protección de los derechos civiles, complementados por un sistema democrático representativo (John Stuart Mill) o por un Estado social (John Rawls). Aunque con un viejo rastro de precursores, ambos discursos se originaron en la última parte del siglo XVIII y en la primera del XIX, periodo en el que propiamente surgió el movimiento político liberal.3

Se puede afirmar que la descripción estándar del liberalismo —aunque puede corresponder en algunas ocasiones— constituye una clara reducción conceptual o, incluso, una mistificación hecha a modo por sus antagonistas, pero también una noción anacrónica desde la que se configura una larga tradición de pensamiento político, sostenida en similitudes teóricas o en aires de familia. Éste es un caso extremo, pero revela una tendencia habitual en la determinación de los ismos que se utilizan para la discusión filosófico-política —republicanismo, conservadurismo, totalitarismo.

En esta misma línea, el concepto de realismo político no ha permanecido al margen de esta propensión reduccionista y mistificadora, pues muchas veces es emparentado con una orientación política conservadora y, en ocasiones, con una actitud cínica. Esto en particular por su reserva, su desconfianza o su pesimismo frente a la proclamación de elevados ideales de paz y de justicia, así como por su rechazo de una política deontológica y su defensa de la guerra como medio para la conservación de la comunidad política. Desde este enfoque, los realistas aparecen con frecuencia como amorales, como aliados del orden establecido o como apologetas de las razones del poder, por lo que tienden a ser considerados servidores del Estado o consejeros de tiranos. Tucídides y Maquiavelo son señalados como los representantes más conspicuos de esta presunta tradición milenaria de pensamiento político.

Para contrarrestar esta concepción, por el momento basta con señalar que entre los denominados realistas también podemos encontrar fuertes críticos hacia el orden político y las relaciones de poder, por ejemplo, mediante el desenmascaramiento del Estado (Marx) y del poder político (Foucault) como fenómenos que sólo reproducen estructuras de dominación económicas o sociales. Luis Salazar apunta (2004a: 219): "el realismo político, es decir, la visión desencantada de la verdad o realidad efectiva de la política y el poder, puede inspirarse y de hecho se ha inspirado en motivaciones axiológicas e ideológicas muy diversas".

Asimismo, es necesario señalar que un estudio histórico del realismo político no puede darse después de mediados del siglo XIX, cuando propiamente se acuñó el término de Realpolitik, para denotar una política de fuerza y de alianzas diseñada en función de las aspiraciones nacionales alemanas y de la concepción germánica del Estado-poder (Machtstaat). Históricamente, el realismo surgió como un discurso político, elaborado a partir de los problemas planteados por la disgregación en la que se encontraba Alemania en el siglo XIX, impulsado por una orientación intelectual materialista frente a las fallidas exigencias constitucionales del liberalismo (Emery, 1915). La recepción de la Realpolitik en el mundo anglosajón, en el segundo cuarto del siglo XX, dio lugar a la formación de una escuela de las relaciones internacionales que pretendió ofrecer una alternativa científica para lograr la estabilidad externa, más allá del intento idealista de extender el modelo democrático-liberal consolidado con éxito al interior de algunos Estados.

Actualmente, en la concepción de algunos filósofos, el realismo es una categoría metahistórica, mediante la cual se intenta evaluar el grado de compromiso de los autores clásicos con una visión objetiva de la realidad política y con el fenómeno del poder. Asimismo, a partir de la definición analítica del concepto, han tratado de reducir la complejidad de la historia del pensamiento e identificar una continuidad argumentativa entre los autores considerados clásicos, por lo menos desde Tucídides hasta Carl Schmitt. El realismo, de este modo, dejó de ser un mero adjetivo por medio del cual tratan de caracterizar diversas reflexiones políticas y se ha convertido en un sustantivo que intenta representar una milenaria corriente de reflexión política.

El concepto de realismo se engarza históricamente con un discurso político surgido en el siglo XIX, pero desde el punto de vista tradicional —de la historia de las ideas o de la reconstrucción filosófica—, que supone la posibilidad de identificar algunos temas recurrentes a lo largo de la historia del pensamiento, ha sido utilizado para englobar una larga corriente intelectual que trasciende su contexto de enunciación política. El modo en el que se ha conformado esa corriente no depende de una historia de recepciones e influencias intelectuales, sino de la generalización de los elementos mediante los cuales se ha definido el concepto.

Mi intención aquí es ofrecer una cartografía de lo que tendencialmente se entiende por realismo en la filosofía política contemporánea. Con el fin de evadir una posible reducción o mistificación conceptual, mi principal interés es mostrar la pluralidad de sus acepciones y postulados centrales. Para ello, no trataré de construir un tipo ideal (Oro, 2013) o un concepto lato del realismo (Portinaro, 2007), sino una tipología del mismo. Esto permitirá comprender de modo más amplio la categoría en sus distintos usos y, a la vez, identificar los argumentos mediante los que se ha integrado una larga lista de autores clásicos en una misma corriente teórica.

 

CONCEPTO GENERAL DE REALISMO POLÍTICO: LA POLÍTICA DESMITIFICADA

 

Como todos los "ismos" también el realismo político es una expresión
ambigua. Al igual que ideologías como el liberalismo, el nacionalismo, o
el socialismo, el realismo, que no es reductible a una ideología y que, más
aún, pretende contraponerse como orientación de pensamiento a las
ideologías, también está construido por muchos significados, en virtud
de la pluralidad de los modos de entender el concepto de realidad o la
remisión al principio de realidad.

(Portinaro, 2007: 17)

 

Comúnmente, el realismo político es identificado o ejemplificado mediante la referencia a representantes de diversas épocas, orientaciones e intereses: Sun Tzu y Kautilya —en el Oriente antiguo—; Tucídides, Trasímaco, los sofistas y Tácito —en la Antigüedad grecolatina—; Agustín de Hipona —en el Medioevo—; Nicolás Maquiavelo, Francesco Guicciardini, Thomas Hobbes, Baruch Spinoza, el Cardenal Richelieu, Edmund Burke, George W. F. Hegel o Carl von Clausewitz —en la Modernidad—; Karl Marx, Vilfredo Pareto, Gaetano Mosca, Robert Michels, Max Weber, Friedrich Meinecke, Carl Schmitt, Hans Morgenthau, Norberto Bobbio o incluso Michel Foucault —en el mundo contemporáneo.4

Dentro de una sola corriente aparecen hermanados, indistintamente: consejeros políticos, diplomáticos, militares y eclesiásticos; historiadores, sociólogos, científicos de la política y filósofos; cínicos, conservadores, revolucionarios y reformistas; autoritarios, liberales, belicosos y pacifistas; orientales, occidentales, antiguos y modernos. ¿Qué se supone que todos ellos comparten y, en ese sentido, los ubica dentro de una misma línea de pensamiento político?

Los listados de autores mediante los que se ejemplifica varían, pero lo que todos parecen tener en común es que hacen girar al realismo en torno al intento de elaborar una teoría desmitificada o desencantada de la política, donde el poder constituye el factor principal, por encima o incluso remplazando los principios de justicia o bien común.5 El realismo se ha visto como una concepción política desencantada de ideales y valores morales, ya sea que se concentre en la praxis (verbi gratia, identificando los patrones de un arte política puramente eficaz —Tácito y Maquiavelo—), en las instituciones (por ejemplo, destacando la dimensión coactiva del Estado —Hobbes y Weber—), en los discursos (develando las fuerzas dominantes que se ocultan tras la retórica y la ideología —Trasímaco y Marx—) o en las relaciones entre grupos políticos (describiendo los factores existenciales que inducen a la guerra —Tucídides y Schmitt—).

Desde este punto de vista, el enfoque realista de la política consiste en el intento de subrayar la diferencia entre lo que pensamos debería hacerse y lo que, en efecto, se hace, así como entre lo que se dice y lo que de hecho es. De acuerdo con esto, los mitos y las ficciones acerca de la política surgen de la confusión entre la realidad, por un lado, y los deseos proyectados o los discursos con los que algunos actores tratan de validar actos, instituciones y programas políticos, por el otro. Bobbio ha simplificado esta concepción del realismo político de la siguiente manera:

[E]n el concepto de realismo político deben distinguirse dos aspectos diferentes, según que "real" sea contrapuesto a "ideal" o a "aparente". En la antítesis real-ideal, concepción realista significa dirigir la atención, no a lo que los hombres piensan de sí mismos, o se imaginan que son, sino a su comportamiento efectivo. En cambio, la antítesis real-aparente significa atender a la verdadera naturaleza de las relaciones sociales que se esconden detrás de las formas exteriores de las instituciones. (2004: 12-13)

En esta línea, el realismo político aparece generalmente como una reflexión relacionada con la efectividad de lo político (desde Tucídides hasta Schmitt), más allá de la política que de manera utópica se desea (desde Maquiavelo hasta Weber) y de la que ingenuamente se cree que es (desde Trasímaco hasta Marx). Desde este enfoque, las teorías realistas son contrastadas con las visiones más normativas, idealistas o francamente utópicas de la política, es decir, aquellas cuyo objeto principal no son los hechos o que, frente a ellos, mantienen un enfoque eminentemente moral. Así, Salazar dice:

Desde Tucídides y Platón, el pensamiento político occidental puede verse como el resultado de un intenso debate entre los que sostienen proyectos más o menos utópicos de racionalización de la política, y los que en cambio se dedican a mostrar los aspectos más desagradables y molestos de la misma; entre los que intentan defender el "poder" de las razones, y los que por el contrario destacan las "razones" del poder. (2004a: 217-218)

Según esto, las teorías políticas pueden dividirse en dos grandes bloques. En primer lugar, la del diagnóstico realista que se enfoca en resaltar los fenómenos más incómodos que se presentan en el terreno de lo político —como la inherente amenaza de la guerra advertida por Tucídides o Schmitt—, en formular las leyes históricas que limitan los proyectos de reforma política —por ejemplo, la invariable presencia política de las élites expuesta por Mosca y Pareto frente a las exigencias de la democracia de masas—, o en hacer una caracterización de las instituciones a partir de sus aspectos menos halagadores —como la definición sociológica del Estado como el monopolio de la coacción física legítima, según la definición clásica de Weber, que ya se manifestaba en el Leviatán hobbesiano.

Por otro lado, un bloque de prescripción idealista que ubica a todos los que se han dedicado a la construcción racional de modelos normativos —como la Calípolis platónica o la Utopía de Moro—, y a formular consejos morales que orienten la actividad política —verbi gratia, los llamados espejos de príncipes, como el de Tomás de Aquino o el de Erasmo de Rotterdam—, o bien, defender proyectos que reformen éticamente la realidad social —como el ideal regulativo de una federación de naciones propuesto por Kant o los principios de justicia que, según Rawls, deberían regir la estructura básica de la sociedad.

De esta manera, el realismo político se expresa en aquellos autores que han mantenido una forma de pensamiento empeñada en aprehender la naturaleza de la política, es decir, que han pretendido captar la realidad de los fenómenos políticos al margen de visiones ideológicas, de preferencias valorativas o prescripciones morales, que deformen o interfieran en la cabal comprensión de una realidad representada en la forma de redes conflictivas de poder. Desde el enfoque realista, el poder es el elemento esencial que rige las relaciones políticas, pues lo buscan los actores y lo encarnan las instituciones. La justicia y el bien son ideales morales poco relacionados con el fenómeno efectivo del poder, factor determinante en una visión realista del ser humano, de la guerra y de la asimetría que caracteriza a las sociedades. El poder es el elemento que articula la ontología política del realismo, configurando el antagonismo de lo político y las relaciones de dominio que lo penetran.

Al mismo tiempo, en su dimensión práctica, el enfoque fundamentalmente descriptivo del realismo se asume como la base de las prescripciones acerca de cómo debería actuarse, o de qué conjunto de instituciones deberían implementarse para tratar de enfrentar la severa realidad política. Suponiendo la deliberación acerca de los fines, los realistas se encargan primordialmente de identificar los medios políticos más eficaces para actuar sobre una realidad en constante choque por intereses de poder. La prescripción realista de ciertos medios políticos extraordinarios, circunstanciales e ilícitos, de una ética de la responsabilidad o de algunas instituciones coactivas, estará orientada a obtener y mantener el poder como elemento central de la política —a través del cual se puede acceder a diversos fines—, o bien, por la natural inclinación humana a la autopreservación. Así, no es extraño que el realismo se identifique con la doctrina moderna de la raison d'Etat (Meinecke, 1997), la cual ve en el poder la ley fundamental de la vida de los Estados, o que se le vincule con una actitud conservadora (Oakeshott, 2007), dada su continua preocupación por dominar las pasiones humanas y mantener el orden social.

La aplicación realista de la razón estratégica al terreno de la política restringe las consideraciones prácticas y la evaluación de las acciones a criterios puramente técnicos, señalando la futilidad de los juicios morales y, en algunos casos, la importancia de actuar al margen del derecho. La mentira, la traición o la violencia pueden ser, en ciertos casos, medios políticos indispensables. Al respecto, escribe Portinaro:

Pero el realismo no se limita a describir y a explicar, también pretende prever y prescribir. Esto tiene que ver con una concepción que considera la política no como una ciencia, sino como un arte. Su rechazo del "deber ser" implica las normas de una razón idealizadora, es decir, el ámbito moral, no el técnico-pragmático. Por el contrario, en el ámbito de la praxis política el realismo es demasiado pródigo en preceptos sobre el arte de adquirir y conservar el poder. (2007: 23)

De este modo, el realismo se ha concebido como una forma de pensamiento político que mantiene tres afirmaciones básicas: 1) es posible conocer la naturaleza de la realidad política a través del método apropiado (supuesto cognitivo), siempre que en el análisis de los datos proporcionados por la experiencia o por la historia se neutralicen los prejuicios y los deseos de quien la interpreta; 2) la realidad política contiene algunos elementos inmutables o esenciales (supuesto ontológico), los cuales remiten al poder como la aspiración principal de los actores y como la base de las instituciones o de la misma organización social,6 y 3) sólo si se conoce la realidad política se está en posición de actuar adecuadamente para dominar de forma racional sus aspectos negativos, sus irracionalidades o sus contingencias (supuesto praxeológico).7

Esta conceptualización del realismo no agota a sus representantes singulares y tampoco los compromete a la aceptación del conjunto de tesis establecidas, sino que la distinción tipológica sólo establece analíticamente las vías por las que puede desarrollarse una reflexión realista. En suma, sólo se pretende reducir complejidad y determinar un marco teórico para entender esta orientación intelectual.

 

EL REALISMO COMO METODOLOGÍA: LA VISIÓN CIENTÍFICA DE LA POLÍTICA

En una aproximación analítica, mediante el concepto de realismo, se ha denotado una pretensión científica de conocer la naturaleza de la política, a saber, aquella que supuestamente corrobora el análisis de la experiencia y el estudio de la historia. La realidad política, que en lo esencial se considera inmutable, es la misma tanto en el presente como en el pasado y, en un salto conjetural, se presume que también lo será en el futuro. Un enfoque realista no se basa en la mera investigación de los hechos particulares, sino en la búsqueda de los elementos inmutables que rigen el devenir histórico y la existencia de las comunidades políticas (Portinaro, 2007). Desde Tucídides hasta Morgenthau, la persistencia de esa forma de acercamiento a la realidad política es lo que supuestamente permite concebir una vigorosa tradición de pensamiento realista.

Ante todo, el realismo se concibe como: "una orientación de fondo volcada a privilegiar la descripción con respecto a la posición de ideales y finalidades éticas" (Portinaro, 2007: 20). Lo más importante es que esa orientación está motivada por algunas preguntas recurrentes: 1) ¿cuál es la naturaleza del hombre? y 2) ¿cuál es la esencia de lo político? Las soluciones realistas a estas cuestiones se caracterizan no sólo por cierto pesimismo respecto a la posibilidad de transformar éticamente la realidad, sino también por el escepticismo acerca de las virtudes que algunos imaginan presentes en ella. La desmitificación o el desencanto de la política se deriva de estas actitudes realistas: la pesimista (Waltz, 1959: 2026), que asume una realidad invariablemente enfrentada con nuestros deseos, y la escéptica (Portinaro, 2007: 27-29), la cual duda de la objetividad de los discursos políticos que presentan una imagen distorsionada o no corresponde con la realidad efectiva del poder. Bovero piensa en esto cuando escribe:

[...] el realista busca el rostro verdadero de la política por debajo del mundo de las ideas hacia el que mira el utopista y detrás de las máscaras legitimantes construidas por el ideólogo: en otras palabras, rechaza los sueños de la utopía y las falsificaciones de la ideología. (2004: 242. Énfasis mío.)

Así, esta modalidad de realismo se ha definido, en términos generales, como un modo de reflexión y de investigación que asume el propósito de comprender y explicar la realidad efectiva de la política, es decir, develar la naturaleza de su dinámica y de su estructura, al margen de cualquier tipo de deformación ideológica o de idealización utópica. En una primera variante tipológica, el realismo se ha caracterizado por el intento de acercarse con una mirada objetiva a la política, es decir, por un modo de hacer teoría o de concebir la política basado en información factual, histórica o empírica, en lugar de ideas prejuzgadas o de aspiraciones morales.

En esta primera acepción, como muestras paradigmáticas de procedimientos realistas, sobresalen, entre otras: la pretensión historiográfica tucididea de desentrañar la causa auténtica de los acontecimientos políticos —más allá de sus causas secundarias e interpretaciones sobrenaturales—, llevada a cabo con la aspiración de forjar una adquisición eterna (ktêma eis aeí) mediante la narración de hechos particulares.8 Otro ejemplo es la búsqueda maquiaveliana de la verità effettuale en el estudio de las cosas pasadas y en la experiencia de las presentes para extraer una lección útil de la reflexión política.9 O bien, el intento de separar el discurso explicativo (científico) del justificativo (moral), con el fin de allanar el camino hacia el progreso de una ciencia social fundada en evidencia factual, como enfatizó Gaetano Mosca (2004). Y, por supuesto, la exigencia weberiana de una Wertfreiheit, según la cual las valoraciones no pueden ser objeto de verificación científica y, por ello, una investigación social objetiva tiene que prescindir de ellas.10

Según esto, las raíces del realismo político se ligan con el surgimiento de la historiografía científica:

La génesis del realismo se encuentra intrínsecamente ligada con la génesis de la historia porque es pensamiento de los orígenes, saber arqueológico, investigación de las causas profundas y ocultas de los acontecimientos. (Portinaro, 2007: 36)

Así, la visión realista de la política acompaña a todos los que toman el camino de la indagación histórica y, desde ahí, pretenden trascender los discursos de los actores sociales y desenmascarar la lógica del poder que rige el ámbito de lo político, es decir, aquéllos que han intentado traspasar las apariencias y los engaños donde se encubre la realidad efectiva de la política.

Desde un enfoque realista, la explicación histórica de los acontecimientos políticos no se da a partir de la declaración de intenciones que hacen sus protagonistas; más bien, las causas se localizan en el núcleo objetivo de la realidad, es decir, en el tipo de relaciones de poder, instituciones y procesos políticos en los que se encuentran inmersos los agentes. Asimismo, la finalidad de un pensamiento realista no puede ser elaborar una historia oficial exaltadora y con tendencia conservadora, sino más bien una interpretación desencantada de los sucesos políticos, que sea, a la vez, crítica y escéptica de las deformaciones ideológicas.

Con respecto a las narraciones moralistas, orientadas a celebrar las grandes gestas, las acciones excelentes, las costumbres y las virtudes, la historiografía del realismo trabaja para sacar a la luz las causas profundas del suceder histórico, para localizar los mecanismos del poder que se encuentran en la base del tumultuoso (y aparentemente incomprensible) acaecer de los acontecimientos, para descubrir las motivaciones que los actores tienden a disimular y a mantener ocultas. (Portinaro, 2007: 36-37)

Por otro lado, los planteamientos realistas se vinculan con la búsqueda de un conocimiento que toma como criterio último la realidad experimentable y que, en consecuencia, se opone a la introducción de juicios de valor o de ideales, pues éstos trascienden el nivel de la verificación empírica, es decir, sólo pueden remitirse a preferencias o convicciones subjetivas. La disociación metodológica de hechos sociales con valores morales es considerada un requisito indispensable para la objetividad en la investigación, pues ambos se representan como dimensiones incompatibles e inconmensurables: la dinámica de los primeros pocas veces se deja regular por los segundos y sólo los primeros son verificables por medio de información factual. El principal objeto de una teoría política realista es la causa y la naturaleza de la política, antes que la evaluación de su carácter moral o la proyección ideal de cómo debería ser. Al respecto, Bovero explica:

El abstenerse de realizar juicios de valor es (considerado) un comportamiento "realista" ya que permite alcanzar la "verdad efectiva" de la política, ver las cosas tal y como son sin las deformaciones que provienen de las inclinaciones o de las pasiones de parte. Desde esta perspectiva, el realismo se considera una medicina mentis, y también una forma de honestidad intelectual: la ética de la ciencia de la que habla Bobbio. (2004: 242)

Debido a que el enfoque realista tiene una pretensión de cientificidad, se distancia de la orientación eminentemente normativa de la filosofía política tradicional, que se presenta como una perspectiva no-realista o, en algunos casos, como francamente idealista. La racionalización de una república óptima contrapuesta a las condiciones empíricas imperantes (Platón), la justificación moral de un proyecto que garantice la paz en las relaciones interestatales (Kant), la búsqueda de principios de justicia racionalmente aceptables para la evaluación y la reforma de una estructura básica de la sociedad democrática (Rawls), etcétera, son ejemplos de posiciones no-realistas —más o menos idealistas— que rechazan o subordinan el enfoque empírico o histórico del realismo político. Por supuesto, en los tres casos existe un diagnóstico de la realidad, pero lo cierto es que todos otorgan una primacía a lo que debe ser, por encima o incluso en contra de lo que es.

En este sentido, el contraste radica en que una teoría política no-realista o idealista está abocada a la transformación de la realidad a partir de proyectos morales; por el contrario, los realistas apuntan a la descripción de esa realidad, mostrándose relativamente indiferentes a postular un deber ser moral. La caracterización insociable y egoísta de la naturaleza humana (Hobbes), la imagen de las relaciones internacionales como un estado de naturaleza, en el que los conflictos se dirimen al final sólo a través de la fuerza (Hegel), o la política entendida como lucha por el poder que utiliza como medio la violencia para acceder al control del aparato estatal (Weber), no desaparecerán sólo porque no se adecuan a principios o ideales morales, éstas son realidades de la política que es necesario reconocer antes de pretender, en cierta medida, su modificación o su regulación.

Con base en lo anterior, las interpretaciones realistas suponen la dicotomía fundamental entre el ser de la política y su deber ser moral, esto es, una demarcación entre los juicios de hecho —a los que de forma objetiva se puede asignar un valor de verdad— y los juicios de valor —que se enraízan en preferencias o convicciones meramente personales. El vínculo entre el realismo y las valoraciones sólo puede darse mediante los hechos sociales mismos, pues a diferencia de los fenómenos naturales, éstos involucran sentidos subjetivos. El pensamiento realista es capaz de investigar los valores como hechos, pero no de hacer valoraciones que los trasciendan. Se supone que los juicios de valor no pueden ser verificados o refutados por la experiencia, porque no se presentan en el plano de los hechos, sino de la especulación y de los convencimientos personales. Por ello, la ciencia es incapaz de ofrecer una respuesta definitiva a las cuestiones relativas del bien y el mal. Ante la irracionalidad ética del mundo, para los realistas la objetividad del conocimiento sólo puede consistir en la comprobación de las hipótesis teóricas por medio de hechos e inferencias lógicas.

Pero en su búsqueda de la naturaleza de lo político, una teoría realista no sólo intenta desmarcarse de las evaluaciones y de las proyecciones morales, sino que también, trata de superar cognitivamente las barreras impuestas por los discursos ideológicos. Así, el realismo supone también la distinción entre lo real y lo no-real (lo aparente), o bien, entre la ciencia y la anticiencia, asumiendo que sólo desde su punto de vista puede obtenerse un conocimiento de la política que no esté manipulado ideológicamente. Desde este enfoque, la ideología distorsiona el modo de percibir los hechos políticos y sólo puede generar una visión parcial de la realidad.

Sin embargo, nuestra imagen de la realidad está siempre mediada por nuestros intereses y aspiraciones aun para un realista como Weber. La ideología forma parte de nuestra precomprensión de los fenómenos, incluso los que investigan apoyándose en la evidencia de los hechos y en las reglas de la lógica están sometidos a estas condiciones: "La carencia de ideología y la <<objetividad>> científica no significan que exista parentesco alguno interno" (Weber, 2003: 19). Una visión objetiva de la política no puede exigir neutralidad ideológica, porque, como señaló Adolfo Sánchez Vázquez (1983) en su polémica con Luis Villoro, este discurso sólo serviría para encubrir las ideologías más conservadoras. No obstante, aunque éstas forman parte integral de las investigaciones sociales, el realista asume que no es posible introducirlas deliberadamente para juzgar el valor moral de los hechos.

En su versión metodológica, el realismo político pretende distanciarse de los intentos de legitimación ideológica y de las pretensiones normativas de la filosofía, en busca de un saber objetivo y verificable de la realidad. Los realistas sólo se remiten a lo que podemos describir y explicar por medio de la experiencia o de la historia, acentuando sus aspectos más severos, desagradables y hasta moralmente reprobables, como resultado de su escepticismo y su pesimismo. Citando a Bovero: "la dimensión ética del realismo metodológico es la que obliga al observador de las cosas políticas a dar cuenta de —y a hacer cuentas con— aquellos hechos que Max Weber llamaba 'los hechos incómodos'" (2004: 242).

A partir de aquí, algunos realistas han trascendido los límites de la metodología y han delineado una ontología: poder, conflicto y dominación son considerados como los elementos esenciales de la realidad política.

 

LA ONTOLOGÍA DEL REALISMO POLÍTICO: LA EFECTIVIDAD DE LO POLÍTICO

Desde una aproximación ontológica, el realismo se vincula con una concepción particular de la política, independiente del enfoque mediante el cual sus teóricos se acercan a ella. Debido a que los realistas no sólo exploran las causas singulares, sino principalmente las pautas generales que determinan el acontecer político, su búsqueda de un conocimiento objetivo supone la permanencia de una realidad que constituye el factor medular de la sociedad y la política. El pesimismo antropológico (Agustín de Hipona y Hobbes), el antagonismo político (Tucídides y Schmitt), las relaciones asimétricas de control o dominio (Trasímaco y Marx) y, en fin, la búsqueda continua de poder (Maquiavelo y Morgenthau), conforman el horizonte político del realismo. Independientemente de su forma de acercarse a la realidad política, desde el punto de vista ontológico es común alinear en las filas del realismo a quienes sostienen nociones como éstas. La búsqueda realista del conocimiento objetivo de la política se traduce en la determinación de la realidad política objetiva, o aún mejor, de una ontología política que persiste —de modo patente o latente— pese a las variaciones culturales, de transformaciones históricas y de los intentos de reforma jurídico-moral. En este sentido, el realismo es ontológico, pues no se pregunta cómo debemos aproximarnos cognitivamente a la realidad política, sino cuál es la naturaleza, la esencia o el ser de lo político en general.

Por ello, algunos autores no son calificados como realistas a pesar de sus indagaciones empíricas o históricas. Por ejemplo, por más concretos que sean los estudios de Aristóteles acerca de las constituciones griegas, su humanismo cívico o su interpretación eudemonológica de la política impiden considerarlo como un pensador realista.11 Otros autores menos empiristas, o incluso metafísicos, son vinculados en algún punto al realismo: puede considerarse realista la antropología descriptiva de Kant, aunque al final se subordine a un enfoque ético, y a pesar de los supuestos teleológicos en su visión de la historia, la imagen de las relaciones internacionales ofrecida por Hegel es señalada como un ejemplo clásico de realismo.

Desde el punto de vista metodológico, la antropología negativa (o bien, no-positiva), la concepción agonista o conflictivista de lo político, el análisis de las relaciones políticas en términos de poder o de dominación y, en suma, aquellos rasgos sustantivos que habitualmente son considerados señeros del realismo político, no son elementos esenciales de su concepto. Esto quiere decir que, por lo menos en principio, una teoría realista puede ser compatible con una imagen no-negativa del ser humano (por ejemplo, como sujeto moral capaz de generar una comunicación racional para formar acuerdos con pretensiones universales de justicia), con una representación eudemonológica de lo político (como en el ámbito público de florecimiento, acción o deliberación colectiva) o, también, con una descripción de las relaciones políticas que involucre otros principios (verbi gratia, la persecución de un bien común). De inicio, el liberalismo, el republicanismo o el comunitarismo no son doctrinas políticas opuestas al realismo.

No obstante, partiendo de la ontología realista, esas nociones son enlazadas a una postura idealista o idealizadora, pues no consideran la continua amenaza de la corrupción humana, el carácter ubicuo del poder, la configuración antagónica de lo político o las condiciones sociales que permiten la reproducción de diferentes formas de dominación —económicas, políticas, pedagógicas, etcétera—. Los realistas tratan de develar la naturaleza de la política y, para ello, se esfuerzan en arrancar la máscara retórica o ideológica en la que se ocultan las diversas formas de poder que predominan en la política, en las relaciones sociales y en las instituciones. Desde este enfoque, una teoría política que no pone de manifiesto la omnipresencia del poder, junto con la dominación y el conflicto que de él se desprenden, tiene que ser considerada falsa, pero sobre todo falaz, pues no sólo no explica lo fundamental de los sucesos políticos, sino que también plantea una representación engañosa de ellos.

La ontología del realismo político no supone la presencia irrevocable de cierta clase de fenómenos, es decir, no supone la futilidad del derecho, ni de la moralidad cuando regula y modifica, en alguna medida, la realidad política. Empero, para los que son considerados habitualmente como realistas hay algunos elementos que amenazan, de forma continua, con aparecer en la escena política. La insociabilidad de los hombres, el afán de poder, el antagonismo y la lucha violenta son fenómenos latentes e inextirpables, y quien quiera hacer política debe lidiar con ellos.

En primer lugar, si bien algunos representantes del realismo parten de una concepción negativa de la naturaleza humana, fundada en la experiencia histórica o en el análisis de las pasiones que ejercen mayor presión sobre las acciones, también reconocen el papel de las leyes en su moderación y en su modificación. Maquiavelo, por ejemplo, subrayó que las leyes debían elaborarse suponiendo la maldad natural de los hombres, pero también señaló que éstas son capaces de corregir algunos de los rasgos más negativos de su conducta. Los hombres actúan motivados por sus necesidades, pero cuando tienen la posibilidad irrestricta de satisfacerlas tienden a recurrir a medios inicuos y deshonestos; por ello las leyes deben limitar sus acciones. Después las mismas restricciones legales atemperan su comportamiento.

Como demuestran todos los que han meditado sobre la vida política y los ejemplos de que está llena la historia, es necesario que quien dispone una república y ordena sus leyes presuponga que todos los hombres son malos, y que pondrán en práctica sus perversas ideas siempre que se les presente la ocasión de hacerlo libremente; y aunque alguna maldad permanezca oculta por un tiempo, por provenir de alguna causa escondida que, por no tener experiencia anterior, no se percibe, siempre la pone al descubierto el tiempo, al que llaman padre de toda verdad. Los hombres sólo obran bien por necesidad, pero donde se puede elegir y hay libertad de acción se llena todo, inmediatamente, de confusión y desorden. Por eso se dice que el hambre y la pobreza hacen ingeniosos a los hombres y las leyes los hacen buenos. (Maquiavelo, 2009: libro I, cap. 3)

De modo similar, la justificación hobbesiana del poder político se basa en una hipótesis contrafáctica, según la cual, si los hombres tuvieran que relacionarse en un estado de libertad prepolítica, al margen de cualquier modo de coacción institucional, su egoísmo y su vanidad naturales generarían un constante estado de guerra por el poder y la supervivencia, cuya salida sólo podría ser el acuerdo racional de someterse a un soberano capaz de ofrecer seguridad y de salvaguardar sus vidas. Para Hobbes, sólo actúan como lobos aquellos que mantienen relaciones en plena libertad, sin la amenaza de un soberano, como ocurre en la escena internacional. En cambio, con el establecimiento de un orden civil, generado por el mandato de un poder supremo que dispone sanciones para los trasgresores, los ciudadanos son capaces de desarrollar virtudes que los asemejan con los dioses (Hobbes, 1999).

Para los realistas, el derecho tiene una función civilizadora y domesticadora de las pasiones humanas; sin embargo, no es suficiente para erradicar sus disposiciones negativas, pues siempre estará latente el surgimiento de la corrupción y la conflictividad. Desde un enfoque realista, el estado de naturaleza no es un estadio que los hombres hayan superado en su totalidad, más bien es la realidad que amenaza con surgir cuando fallan las instituciones jurídico-políticas y prevalece la anarquía.

Pero también algunos realistas señalan la dimensión negativa que el derecho tiene en la política, no tanto como factor civilizador, sino como instrumento de dominio. En La República de Platón, la definición pesimista de justicia que presenta Trasímaco —"lo que conviene al más fuerte" (338c)— se apoyaba en la función que, según él, tienen las leyes dentro de una ciudad, a saber, servir para los intereses del gobierno constituido. Trasímaco afirmaba que las leyes emanan del gobierno de la polis, por eso éstas no se promulgan para lograr el bien común de los ciudadanos, sino para lograr el interés particular de los dirigentes.

No obstante, lo anterior sólo puede afirmarse si se atribuye la génesis del derecho a un mandato unilateral sostenido por medio de la pura coacción asimétrica: una persona o un grupo colocado por encima de la sociedad que impone su voluntad y asegura la obediencia estipulando sanciones. Esta postura no considera que la base del derecho también pueda remitirse a su reconocimiento público, a un acuerdo colectivo o un contrato mediante el cual se intenten establecer límites justos al poder. En realidad, como Paul Vinogradoff escribe: "Tiene que haber un cierto equilibrio entre la justicia y la fuerza en todo sistema jurídico; y por lo tanto es imposible dar una definición del Derecho basada exclusivamente en la coacción ejercida por el Estado" (1992: 34).

Las leyes que gozan de autoridad son más que meras imposiciones y el consenso en el que se fundan tiene el sentido de hacer que respondan a las aspiraciones de justicia dentro de las relaciones sociales. Para Raymond Aron, una postura como la de Trasímaco no puede calificarse de realista, sino de cínica: "Llamamos cínicos a aquellos que no ven en las ideas, en las normas, en los principios, más que disfraces de la voluntad de poder, sin eficacia real" (1985: 693).

En cualquier caso, es necesario reconocer que el análisis de las formas de dominación llevado a cabo por algunos de los considerados realistas también ha tenido una orientación crítica. Así, por ejemplo, se muestra en el desenmascaramiento del Estado y del poder político como instancias que sirven, primordialmente, para reproducir estructuras económicas o sociales de dominación. Mediante la metáfora topológica marxista, el Estado se presenta como una institución superestructural, cuyo funcionamiento se determina por los intereses de la clase que domina en las relaciones materiales de producción.

[I]mplantada la gran industria y abiertos los cauces del mercado mundial, [la burguesía] conquista su dominación política exclusiva, con el moderno Estado representativo. Hoy, el poder público viene a ser, pura y simplemente, el consejo de administración que rige los intereses comunes de toda la clase burguesa. (Marx, 1992: 249)

En esta línea, Foucault planteó la hipótesis de que el establecimiento de un poder político no representa la superación del conflicto social, como en Hobbes, sino su continuación. La guerra es una situación pre-política donde los hombres se enfrentan por el poder y la política es su continuación. El poder político reproduce, de un modo velado, el ejercicio de la fuerza y la confrontación violenta que prevalece en la sociedad. Invirtiendo la fórmula de Carl von Clausewitz, Foucault escribió:

[E]l poder es la guerra, es la guerra proseguida por otros medios [...]. En esta hipótesis, el papel del poder político sería reinscribir perpetuamente esa relación de fuerza, por medio de una guerra silenciosa, y reinscribirla en las instituciones, en las desigualdades económicas, en el lenguaje, hasta en los cuerpos de unos y otros. (2002: 28-29)

Para los realistas, la guerra y el conflicto son los datos principales de las relaciones humanas y están determinados por la forma en la que se organiza lo político. El realismo se ha identificado por una concepción conflictivista o agonista de lo político: "la distinción política específica, aquélla a la que pueden reconducirse todas las acciones y motivos políticos, es la distinción de amigo y enemigo" (Schmitt, 1998: 56). Aunque no siempre se plantea como una categoría metahistórica, muchas veces ese antagonismo ha sido convertido en un principio ontológico, es decir, en un elemento esencial de lo político. Por ejemplo, Chantal Mouffe señalaba en una entrevista con Antonella Attilli:

Por mi parte, soy más bien schmittiana en el sentido de proponer, de reservar la palabra lo político para determinar la dimensión reprimida de hostilidad, la dimensión del antagonismo que es propia de las relaciones humanas y es una dimensión inerradicable. (1996: 140)

Una descripción realista de la naturaleza de lo político subraya la oposición, más que la cooperación, y acepta que en momentos decisivos el antagonismo sólo se decide mediante el combate (Walzer, 2001). La posibilidad de la guerra es inherente a las relaciones políticas y la única forma de evitarla es una despolitización absoluta, algo que sólo se presenta en las más nobles utopías. Según Schmitt, la guerra es sólo la situación extrema en la que la tensión política ha llegado a un momento de intensidad insostenible y si bien es vano condenarla, también es un acto peligroso tratar de justificarla como algo más que una empresa defensiva. En el nivel práctico, el realismo se identifica con una visión instrumental de la guerra, con la violencia como mecanismo de supervivencia, pero nunca con la concepción moral de guerra justa.

No existe objetivo tan racional, ni norma tan elevada, ni programa tan ejemplar, no hay ideal social tan hermoso, ni legalidad ni legitimidad alguna que puedan justificar el que determinados hombres se maten entre sí por ellos. La destrucción física de la vida humana no tiene justificación posible, a no ser que se produzca en el estricto plano del ser, como afirmación de la propia forma de existencia contra una negación igualmente óntica de esa forma. (Schmitt, 1998: 78)

Así como el antagonismo es la categoría señera de lo político, del conjunto de relaciones que mantienen grupos con diferentes identidades e intereses, el poder lo es de la política, de las acciones llevadas a cabo por los agentes políticos y los estadistas al interior o al exterior de las fronteras del Estado. Para los realistas, el poder es el factor primordial para la subsistencia y la hegemonía política, sin él los actores políticos corren el riesgo de perecer o de ser sometidos por otros. Según Meinecke (1997), para los teóricos de la raison d'Etat, el mantenimiento y el incremento del poder es la ley que rige la vida de los Estados, pues determina lo que debe hacerse y el camino que es necesario tomar. Asimismo, para Morgenthau (1972), el concepto de poder constituye la base de un análisis realista de la política internacional, pues éste permite trascender los discursos y las justificaciones ideológicas que por lo regular esgrimen los actores políticos, abriendo el camino a una mejor comprensión del sentido de las acciones de los estadistas. El poder es el principio objetivo que permite explicar la dinámica política, los sentidos subjetivos de las acciones y la estructura asimétrica de las relaciones políticas; sin embargo, también es una categoría práctica, pues los realistas no sólo buscan comprender de manera objetiva la realidad, sino también controlar sus desviaciones y modificar sus deficiencias.

 

LA PRAXIS REALISTA: EL ARTE DE LA POLÍTICA

Las figuras usualmente ligadas con el realismo político no han sido espectadores imparciales abocados tan sólo al registro y al esclarecimiento objetivo de los fenómenos políticos; también han abrigado motivaciones ideológicas y han mostrado su inclinación —u oposición— axiológica hacia algunas formas de organización política. Esto determina la dimensión práctica del enfoque realista.

Por ejemplo, Maquiavelo sostenía el profundo deseo patriótico de ver una Italia unificada y liberada de las invasiones extranjeras (1999: cap. XXVI; véase también Chabod, 1984: 72-78). Weber se debatía entre el rigor del científico social y sus empeños políticos parlamentaristas y modernizadores del Estado alemán.12 Schmitt defendió una forma autocrática de soberanía estatal contraria al avance del liberalismo burgués que ponía en crisis el viejo jus publicum europaeum (Córdova, 2009: 177-182). El estudio científico de las élites políticas realizado por Mosca estaba motivado por su animadversión hacia la democracia de masas (Cisneros, 1996: 124-127). Y la lista podría seguir.

No obstante, la orientación prescriptiva y axiológica del realismo político se distancia reconociblemente de las tendencias morales vinculadas al idealismo, en tanto no se apoya de manera directa en valores absolutos como lo justo o lo bueno, sino en categorías prácticas como lo eficaz, lo posible y lo necesario para lograr metas políticas como la conservación y el incremento del poder, o el mantenimiento y la estabilidad del orden político.

El realismo político no requiere, ni tampoco condona, la indiferencia a los ideales políticos y a los principios morales, pero requiere de hecho marcar una distinción entre lo deseable [desirable] y lo posible [possible] —entre lo que es deseable en cualquier lugar y en todo tiempo y lo que es posible bajo circunstancias concretas de tiempo y lugar. (Morgenthau, 1972: 7)

Los llamados realistas no renuncian a la dimensión prescriptiva o normativa, pero sí la sujetan al terreno fáctico: lo deseable no debe desvincularse de lo posible ni de lo necesario, y éstos no pueden postergarse ante las demandas de lo primero, so pena de caer en el wishful thinking. Es decir, para los teóricos realistas, un proyecto político no puede desatender, en primer lugar, las condiciones concretas de su realización, no debe evadir la configuración antagónica de las sociedades ni el carácter negativo de los hombres en vista de los ideales más sublimes de la humanidad.

Como señala Francisco Castillejos: "la aceptación del realismo no conlleva un rechazo de las posturas francamente prescriptivas de la reflexión política, aunque sí puede imponer ciertas restricciones a las pretensiones de algunos de sus argumentos" (2009: 77). A diferencia de los idealistas, los realistas mantienen una postura escéptica o pesimista respecto de la posibilidad de lograr una profunda y duradera transformación ética de la realidad, pues consideran que incluso los programas más razonables de justicia o de paz tienen que lidiar con la continua amenaza de la corrupción humana, la conflictividad inherente a lo político o las luchas por el poder y el dominio. Considerando estas desviaciones o patologías, el realismo adopta un enfoque práctico para tratar de corregirlas o moderarlas, buscando las condiciones más apropiadas para tratar de mantener el orden político.

Desde este punto de vista, el contrapunto entre ambas escuelas, a grandes rasgos, es el siguiente: la política para el idealismo es el arte de cristalizar un orden sociopolítico racionalmente perfecto en el torrente ondulante y sinuoso de la historia; en cambio, para el realismo es simplemente el intento de evitar el desorden y el colapso sociopolítico en una realidad que está en incesante movimiento y en la cual todo orden, en última instancia, es frágil, precario, inestable. (Oro, 2009: 11)

Las prescripciones realistas se basan en la distinción entre el ser de la política y el deber ser moral de la misma, como enfoques que deben separarse o ubicarse cada uno en sus respectivas dimensiones, pues una confusión o una mezcla entre ambas esferas puede engendrar, no sólo deficientes descripciones de la realidad política, sino sobre todo frustraciones y fracasos. Ser realista, en política, no significa renunciar por completo a la dimensión de los ideales para dedicarse de manera exclusiva a registrar hechos, sino establecer una relación de prioridad epistémica y de complementariedad práctica entre lo que es y lo que debe ser. Quien sólo afirma lo que es, se convierte en cínico; pero quien permanece en el nivel de lo que debe ser, corre el riesgo de caer en la ingenuidad utópica. Para los realistas la definición de un proyecto político exige la pregunta acerca de si es posible y, de ser así, bajo qué condiciones: "porque [citando a Maquiavelo] hay tanta diferencia de cómo se vive a cómo se debe vivir, que quien deja lo que se hace por lo que se debería hacer, aprende más bien su ruina que su salvación" (1999: cap. XV).

De este modo, los realistas diagnostican antes de prescribir, es decir, primero tratan de ofrecer una imagen de la realidad sociopolítica en la que intentan poner de relieve sus aspectos menos positivos, para después indicar las estrategias y los mecanismos necesarios para controlarlos. En este sentido, los realistas piensan la política como un arte, es decir, como una técnica encargada de poner en marcha los medios más convenientes para lograr fines políticos. Así, el realismo no sólo se opondrá al idealismo, es decir, a la postura que se concentra en formular ideales racionales para la política, sino también al moralismo, esto es, a la posición que pretende limitar las acciones políticas mediante principios deontológicos.

A pesar de la multiplicidad de fines que pueden presentársele al político, para los realistas hay uno en particular que parece primordial: la salvaguarda de la unidad política, vinculada con la búsqueda natural de la seguridad y la autopreservación. En este sentido, para los realistas la concentración del poder es una condición sine qua non para el mantenimiento de la unidad política y del orden social. Para Hobbes (2009), el miedo a una muerte violenta y prematura, generado por la disolución del orden civil, sólo puede resolverse merced a la emergencia de un poder soberano capaz de generar y hacer cumplir las normas positivas que deben regir la conducta de los ciudadanos. Mientras, para Schmitt (2009), más allá del tema normativo de la validez, la vigencia de las normas jurídicas depende de la presencia de un soberano capaz de pacificar el territorio, de asegurar un contexto de normalidad, guardando la prerrogativa de suspender las normas establecidas en el momento en que la unidad política se comprometa.

Para el realismo, la adquisición, el incremento y el mantenimiento del poder deben verse como factores indispensables para lograr el objetivo fundamental de la política; no son fines en sí mismos, sino condiciones necesarias para el orden y la estabilidad de la unidad política. En el último capítulo de El príncipe, Maquiavelo se mostraba como un ferviente promotor de la unidad del Estado frente a las constantes vejaciones extranjeras, exhortando al mismo príncipe a quien iban dirigidos los consejos de cómo conservar y acrecentar su poder. No es realista sino cínica la defensa o la aceptación de la política como lucha por el poder, cuando se defiende el poder por sí mismo y no como un instrumento necesario para cumplir con un deber político.

Desde aquí, el realismo se identifica con una visión consecuencialista de la política en la que la evaluación de las acciones sólo se realiza juzgando su eficacia técnica para lograr el objetivo por el que fueron ejecutadas, sin apelar a valoraciones morales acerca de las intenciones o los principios que las orientaron. Así, en El príncipe, el interés de Maquiavelo por el arte de gobernar mostraba su preocupación por la ineptitud y la incapacidad de los políticos, más que por sus vicios o su falta de piedad —contrario a la actitud habitual de los autores de los llamados espejos de príncipes—. Weber distinguía entre una ética de la convicción y una ética de la responsabilidad, o bien, una ética de principios y una de objetivos, vinculando esta última con las acciones del político. Del mismo modo, Raymond Aron (1985) apuntó que la prudencia es un factor indispensable de la política, pues el diseño de estrategias prácticas para lograr determinados objetivos no siempre puede apegarse a normas o principios, aunque éstos se establezcan para limitarlas.

En el nivel práctico, los realistas rechazan el intento de someter la política a criterios absolutos, pues la inherente contingencia y conflictividad de la realidad requieren siempre de un análisis contextual. El rechazo de las éticas confesionales y deontológicas como guías prácticas de las acciones políticas, por un lado, y la prescripción de un comportamiento prudencial capaz de adecuarse a las circunstancias (virtú), por el otro, se apoyan en la aceptación de la contingencia (fortuna) como el factor que domina la realidad política y en una visión conflictivista de las relaciones humanas derivadas de una antropología que resalta la naturaleza esencialmente perversa, egoísta, ambiciosa y voluble de los seres humanos. En su sentido práctico, los realistas han aspirado a controlar estas dificultades presentes en la realidad política por medio de la instrumentalización pragmática del poder y la fuerza.

 

CONCLUSIÓN

A partir del análisis del concepto amplio de realismo político que han presentado Portinaro, Bobbio, Bovero, Salazar y Oro, pretendí identificar los rasgos principales mediante los cuales se ha definido esta orientación intelectual. De este modo, fue posible subclasificar tres tipos de realismo: 1) uno metodológico, desde el que se cuestionan las idealizaciones, las prescripciones y los modelos normativos de la filosofía política, oponiendo un enfoque empírico e histórico a partir del cual se intenta elaborar un diagnóstico escéptico y pesimista de las condiciones en las cuales operan los programas de reforma moral o jurídica de la realidad socio-política; 2) uno ontológico, que estipula la presencia invariable de algunos fenómenos inherentes a las relaciones políticas, expresados en una antropología negativa, una concepción conflictivista de lo político o una visión de la asimetría social, las cuales al final se explican por la ubicuidad del poder en las distintas formas de organización social; y 3) uno práctico, que subordina los juicios morales de corte deontológico a la eficacia de las acciones políticas y que, de igual manera, impugna los proyectos políticos idealistas mediante el señalamiento de lo posible o necesario para mantener controladas las contingencias y las irracionalidades que amenazan continuamente la existencia del orden político.

De este modo, he tratado de evadir la posible reducción o mistificación conceptual del realismo político, intentando mostrar su complejidad interna. La conformación de los ismos, como modelos analíticos, debe tener presente que más que un tipo, es necesario elaborar una tipología. Con todo, como he señalado desde el principio, el problema implicado en esta forma analítica de proceder consiste en el planteamiento anacrónico de los elementos mediante los cuales puede definirse el concepto, es decir, postular como atemporales algunas nociones que se encuentran históricamente situadas porque han surgido en contextos políticos e intelectuales específicos. Los conceptos, como el de realismo político, tienen una historia propia que se muestra en su función articuladora de discursos políticos particulares, por ello no sirven para reconstruir corrientes intelectuales multiseculares, unidas en torno a temas presuntamente eternos de la filosofía o la teoría política.

 

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NOTAS

* Una primera versión se presentó en la tesis de maestría en Filosofía Moral y Política La invención del realismo político. Análisis tipológico e historia del concepto, México, Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Iztapalapa.

1 Véase la vigésima segunda edición del DRAE. Para un análisis detallado de su etimología, su evolución morfológica, sus características semánticas y formales, véase Muñoz, 2010.

2 En la sociología weberiana, los tipos ideales son herramientas conceptuales que permiten ejecutar una reducción cognoscitiva para la comprensión de la realidad. Véase Poggi, 2006: 42-44.

3 Frente a la tradicional narrativa del liberalismo elaborada por Harold Laski, quien lo remontaba al siglo XVI, André Jardin escribió: "el estudio del liberalismo en los siglos XVIII y XIX no escapa a las dificultades con que tropieza el de todos los grandes movimientos intelectuales de la Europa moderna, ya se trate del socialismo o, en otro nivel, del romanticismo: estos movimientos tienen un fundamento doctrinal, pero éste no habría sido más que un fantasma sin carne de no haber conquistado a grupos sociales que le dieron espesor y que se esforzaron por llevar sus convicciones a las instituciones y a las leyes" (1998: 7).

4 Véanse, por ejemplo, Portinaro, 2007; Oro, 2013; Salazar, 2004; y Castillejos, 2009.

5 "[E]l intento de desmitificación del realismo político alimenta desde siempre una difundida fascinación por el lado oscuro del poder, por las técnicas de disimulación, por los arcana imperii" (Portinaro, 2007: 9-10). Luis Salazar define al realismo como "la visión desencantada de la verdad o realidad efectiva de la política y el poder" (2004a: 219).

6 En su análisis de la propuesta típico ideal de Hans Morgenthau, Luis Oro Tapia señala estos dos supuestos refiriéndolos a la visión realista de la naturaleza humana: "el realismo político parte del supuesto de que, a pesar de todas las vicisitudes culturales y cambios históricos, hay algo que permanece inmutable en el hombre (supuesto ontológico) y que, además, es posible conocer ese algo (supuesto cognitivo). Ese algo es la naturaleza humana. Su conocimiento es crucial, porque ella es el supuesto del cual parte de manera implícita o explícita toda teoría política" (2009: 23). Véase también Castillejos, 2009: 32-35.

7 En esto sigo la distinción esbozada por Michelangelo Bovero (2004) entre un realismo metodológico, uno ontológico y uno práctico.

8 La Historia de la Guerra del Peloponeso fue elaborada por Tucídides tomando distancia de los prejuicios míticos y, asimismo, con una gran reserva crítica ante las fuentes, llegando al punto de valerse sólo de los hechos (érga) y los discursos (lógoi) que él mismo pudo presenciar (autopsía), lo que a la postre será un rasgo señero de la historiografía griega —por lo menos hasta Polibio—. Véase Caballero, 2006: 110-113.

9 A partir de esta noción, formulada en El príncipe (cap. XV), se ha explicado el realismo político maquiaveliano frente a la tradición humanista de pensamiento político construida desde la fantasía y la imaginación. Véase Salazar, 2004b: 159-161.

10 Apoyándose en la tesis de la "irracionalidad ética del mundo", Weber sostiene la necesidad lógica de separar enunciados de hecho y de valor en las explicaciones sociales, mismas que se remiten sólo al establecimiento del valor veritativo de los primeros, sin entrar en discusiones especulativas acerca de los segundos. Véanse Giddens, 2000: 58-64 y Poggi, 2006: 34-41.

11 Asimismo, como apunta María José Villaverde Rico: "Es significativo que el modelo teórico del zoon politikon, ese canto del cisne de un ideal político en vías de extinción, surgiera precisamente en el momento de su declive real, en plena crisis de la polis [...]. Es curioso que él tachara de utópico a su maestro Platón y, sin embargo, ignorara el gran cambio histórico que estaba protagonizando su propio discípulo Alejandro de Macedonia" (2008: 47).

12 Al respecto, Gianfranco Poggi define la biografía de Weber como la de "un hombre atormentado que expresaba con igual intensidad pasiones encontradas" (2006: 28).

 

INFORMACIÓN SOBRE EL AUTOR

Ernesto Cabrera García: Licenciado en Filosofía por la Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Iztapalapa, con la tesis Hegel y el republicanismo (2010). Maestro en Humanidades, línea de Filosofía Moral y Política (2013). Actualmente, candidato a Doctor en Humanidades en la misma institución con una tesis sobre el lenguaje político del distribucionismo y los derechos sociales. Asimismo, coordina un proyecto de investigación sobre filosofía de los derechos humanos.

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