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Signos filosóficos

versión impresa ISSN 1665-1324

Sig. Fil vol.15 no.29 Ciudad de México ene./jun. 2013

 

Artículo

 

Lo sublime y la reunificación del sujeto a partir del sentimiento: La estética más allá de las restricciones de lo bello*

 

The sublime and the reunification of subject from the feeling: the aesthetic beyond of the restrictions of beauty

 

Daniel Omar Scheck**

 

**Instituto de Investigaciones Filosóficas-Universidad Nacional Autónoma de México/ CONICET/Universidad Nacional del Comahue, Neuquén, Argentina, scheckdaniel@yahoo.com.ar

 

Recepción: 24/11/11
Aceptación: 17/09/12

 

Resumen

En el presente artículo me propongo, en primer lugar, exponer los aspectos que determinan una polaridad y un contraste entre lo bello y lo sublime a lo largo del siglo XVIII. En segundo lugar, mostrar que esa tensión constante no implicó una oclusión, contradicción, o superación de una estética respecto de otra. Por último, intentaré dar cuenta de los alcances éticos que fue adquiriendo lo sublime, lo cual permite pensar esta noción como un sentimiento espiritual-moral de reunificación y elevación que trasciende las fronteras del gusto y lo meramente bello.

Palabras clave: bello, estética, ética, reunificación del sujeto, sublime.

 

Abstract

In this paper, firstly, I propose to show the aspects that determine a polarity and a contrast between the beautiful and the sublime throughout the 18th century. Secondly, I will maintain that this constant tension did not mean an occlusion, contradiction, or overcoming of an aesthetic on the other. Finally, I will try to account of the ethical scope was acquiring the sublime, which suggests this notion as a spiritual-moral feeling of reunification and elevation beyond the boundaries of taste and the merely beautiful.

Key words: beautiful, aesthetics, ethics, reunification of the subject, sublime.

 

INTRODUCCIÓN

En la modernidad existió un periodo, comprendido entre el último cuarto del siglo XVII y la década final del siglo XVIII, en el cual se discutió intensamente la cuestión de lo sublime. Durante ese periodo fueron varios los autores que aportaron sus propias concepciones sobre lo sublime y la sublimidad, aunque las de Edmund Burke, Immanuel Kant y Friedrich Schiller son, sin duda, las que han trascendido con mayor notoriedad hasta nuestros días.1 La incorporación de lo sublime al escenario moderno estuvo signada por la traducción francesa de un tratado escrito en griego y fechado entre los siglos I y III de nuestra era. Según entiendo, con esta traducción recién comienza a despojarse progresivamente del restringido valor retórico, que tenía desde la Antigüedad y hasta el Renacimiento, y a gravitar con peso propio en las controversias acerca de lo más excelso y elevado en el arte y la literatura, entrando en tensión con la estética de las formas bellas y agradables.

A lo largo del siglo XVIII se multiplicaron, de un modo único e inusitado, las teorías acerca de lo sublime, provocando una marcada polarización en las discusiones estéticas del momento. En el presente artículo me propongo, en primer lugar, exponer y sistematizar los puntos de contraste y divergencia entre ambas nociones. En segundo lugar, intentaré mostrar que, si bien existió una tensión constante entre la belleza y la sublimidad, esto no implicó una oclusión, una contradicción o una superación de una respecto de otra sino más bien una ampliación del campo estético más allá de la mesura, el sosiego, el placer directo, el agrado positivo, y la contemplación serena y apacible asociadas con la belleza. Por otra parte, sostendré que la incorporación de lo sublime no sólo permitió que se extiendan los límites de lo estético en general, sino también sus propios alcances y significación, sumándole cierto cariz ético muy determinante y distintivo a partir de ese momento.

Son precisamente sus derivaciones éticas las que, a mi juicio, permiten pensar lo sublime como una categoría que estrecha las distancias y salva el abismo, en apariencia infranqueable, entre la dimensión estético-sensible y la dimensión espiritual-moral del sujeto moderno. Ambas facetas de la subjetividad quedarían conectadas de un modo directo e inusual en la experiencia de lo sublime; en la cual, a partir de un estímulo sensible, se desencadena una reflexión moral. Esto también explicaría, en buena medida, el interés y la importancia que este concepto fue adquiriendo durante ese periodo, no sólo por sus implicaciones estéticas, sino más bien como un sentimiento espiritual-moral de reunificación y elevación que trasciende las fronteras del gusto y lo meramente bello.2

 

LONGINO Y BOILEAU: DEL ESTILO SUBLIME A LO SUBLIME EN EL ESPECTADOR

El tratado más antiguo que se conoce dedicado específicamente a lo sublime se titula De lo sublime (Peri húpsous), y fue escrito, en griego, probablemente entre los siglos I y III de nuestra era, por un tal Longino —aunque no hay total acuerdo sobre la autoría—.3 Desde la Antigüedad, y hasta el Renacimiento, el texto de Longino fue olvidado por com-pleto.4 En 1554, Francesco Robortello rescata el tratado de la Biblioteca Pública de París y lo edita, en griego, en Basilea. Al año siguiente, en Venecia, Paolo Manuzio también lo recupera y publica en griego, aunque sin tener conocimiento de la edición de Robortello (Steppich, 2006; Aullón de Haro, 2006). A estas ediciones le suceden otras, siempre en griego o en latín, o incluso en ambos idiomas, como la de Gabrielle Dalla Pietra de 1612 o la de Gerard Langbaine de 1638 (Tipaldo, 1834).5

Hacia finales del siglo XVII, precisamente en 1674, el texto de Longino es traducido al francés por Nicolas Boileau-Despréaux.6 Con esta edición lo sublime comienza a diseminarse y ejercer una influencia inusitada hasta ese momento; en Francia e Inglaterra, en principio, para luego extenderse a los pensadores alemanes, y más tarde al resto de Europa.7 A partir de la publicación de Boileau, de manera progresiva, lo sublime va desprendiéndose de su carga estrictamente retórica para incorporarse a las discusiones sobre literatura, arquitectura, pintura y cuestiones estéticas en general.

En su tratado, recurriendo a ejemplos tomados de las creaciones literarias más reconocidas de la época —tanto en verso como en prosa—, Longino explica cómo se alcanza la grandeza de estilo en el discurso, pensando principalmente en aquellos hombres que se dedican a la vida política y que por tanto deben hablar y persuadir al público.

Las cosas o pasajes sublimes [afirma Longino] son como una especie de excelencia o eminencia en el discurso [...] Las cosas sublimes, en efecto, no llevan al oyente a la persuasión sino al éxtasis [y más adelante] cuando lo sublime se manifiesta oportunamente en alguna parte, dispersa todas las cosas a la manera de un rayo y pone a la vista de forma inmediata la fuerza del orador en toda su plenitud. (Longino, 1980: 39-40)

Quienes consiguen provocar tales efectos en su auditorio lo hacen merced a la grandeza de espíritu, que no es un bien adquirido, sino más bien un don recibido.

Si bien no existe una polaridad manifiesta entre lo bello y lo sublime, en esta obra pueden entreverse algunas diferencias sustanciales entre ambos conceptos. Existen al menos dos aspectos en que lo sublime se destaca de lo simplemente bello: en primer lugar, como ya se dijo, lo sublime debe manifestarse a la manera de un rayo, provocando éxtasis y admiración. Según el propio Longino, "siempre y en todas partes lo admirable, unido al pasmo o sorpresa, aventaja a lo que tiene por fin persuadir o agradar" (1980: 39). En segundo término, una obra compuesta bellamente no es suficiente para provocar un efecto sublime. Al realizar una comparación entre las obras de Hipérides y las de Demóstenes, Longino afirma:

[... ] las cualidades del primero son sin duda bellas, pero, aun cuando numerosas, carecen de grandeza, son algo improductivo en el corazón de un hombre sobrio y dejan al oyente en estado de absoluta quietud —nadie, sin duda, siente temor leyendo a Hipérides—. (1980: 133)

En suma, aunque en una primera aproximación estas categorías retóricas parecen equipararse, ciertos caracteres de las obras o los pasajes sublimes exceden o aventajan a los meramente bellos y agradables. Uno de esos rasgos inherentes a lo sublime es, precisamente, su vinculación con las sensaciones asociadas al temor y al peligro inminente. Este aspecto de la sublimidad siempre quedará vedado a la belleza. Hasta tal punto que en las discusiones modernas esta cuestión se transforma en algo tan esencial a lo sublime como contrario a lo bello.

Boileau, por su parte, traduce a Longino en el marco de la Querelle,8 con la intención de mostrar la mediocridad estilística de sus contemporáneos y al mismo tiempo resaltar la sublimidad en las creaciones de los antiguos.9 En cuanto a esta traducción, Baldine Saint Girons sostiene que su originalidad consiste "sólo en haber rescatado lo sublime de entre las categorías de la retórica" (2008: 107). Coincido con esta lectura, aunque sólo parcialmente. Es cierto que Boileau no agrega demasiado a lo dicho por Longino, ni realiza algún aporte extraordinario, ni mucho menos pretende formular una teoría propia acerca de lo sublime. Sin embargo, más allá de esta falta de originalidad, introduce una distinción clave para las discusiones posteriores, que no se encuentra en el texto de Longino. Según Boileau:

[...] es preciso, entonces, saber que por lo Sublime, Longino no entiende lo que los oradores llaman el estilo sublime, sino eso extraordinario y maravilloso que sorprende en el discurso y que hace que una obra eleve, anime, transporte. El estilo sublime requiere siempre de grandes palabras; pero lo Sublime se puede encontrar en un solo pensamiento, en una sola figura, en una sola combinación de palabras. Una cosa puede estar en un estilo sublime y no ser, sin embargo, Sublime; es decir, no tener nada de extraordinario ni de sorprendente. (Boileau, 1716: 8)

De esta manera, Boileau distingue entre el estilo retórico sublime y el sentimiento subjetivo de lo sublime. En el primer caso, lo sublime reside en el discurso, es una cualidad estilística, la cual depende del adecuado uso y selección de las palabras, de una excelencia en la composición, y de la genialidad y grandeza del orador. En el segundo caso, se produce un desplazamiento, pues el interés deja de centrarse en el aspecto exterior del discurso para enfocarse en los efectos que el discurso provoca en quienes lo reciben. Por eso puede residir en una sola palabra, un solo pensamiento o una sola figura, porque ya no depende únicamente de las cualidades estilísticas, sino principalmente de la respuesta emotiva, de los efectos que el discurso produce en los sujetos afectados al oírlo.

Más allá de no ser consciente de la ruptura que implica su propia interpretación de Longino, Boileau introduce la cuestión de lo sublime a la discusión del momento, aunque negando que pueda ser provocado por alguno de sus contemporáneos. En sus obras, en su estilo, en sus características, Boileau no encuentra nada excelso o eminente y mucho menos extático. Sin embargo, la recepción que la obra de Longino tuvo entre los modernos fue a contramano de las intenciones de Boileau. En primer lugar, porque introdujo una nueva categoría de análisis que permitía abordar aquellas obras o autores que escapaban o excedían los límites de la estética de la gracia y la belleza. En segundo lugar, porque posibilitó toda una serie de estudios sobre esas mismas creaciones, lo cual sirvió para confirmar que lo grande y lo sublime también se hallaban en las producciones modernas. Y, por último, porque el texto de Longino no fue leído sólo como un viejo y desusado manual de retórica, sino como una suerte de obra introductoria a un nuevo campo de exploración estética y reflexión sobre las creaciones del momento.

Para lograr lo sublime ya no sería necesario que los modernos copiaran o imitaran el estilo de Homero o Virgilio. Lo sublime deja de ser algo privativo de los antiguos, dejó de ser algo inalcanzable del pasado, ahora debería buscarse en los efectos de la obra sobre el espectador. Se preguntaron, entonces: ¿quiénes podrían equiparárseles en el nuevo contexto?, ¿en cuáles de sus obras?, ¿cómo caer en la cuenta de que estamos ante algo sublime? Los modernos, tomando como referencia el análisis de Longino, empezaron a indagar en su propio contexto. Comenzaron a formular sus propias teorías acerca de lo sublime, encontraron sus propios ejemplos en Shakespeare y Milton, describieron las causas de lo sublime y las emociones y los sentimientos derivados de ellas; ampliando, en definitiva, el campo de reflexión estética y de experimentación artística más allá de los límites de lo bello, agradable y meramente placentero.

 

LA TENSIÓN ENTRE LO SUBLIME Y LO BELLO A LO LARGO DEL SIGLO XVIII

En una serie de artículos publicados en The Spectator, entre 1711 y 1712, Joseph Addison introduce su propia concepción de lo sublime. Este autor, a diferencia de los implicados directamente en la Querelle, ya no se ocupa de enaltecer a unos y mortificar a otros; sino más bien en mostrar cuáles son los rasgos que invisten de sublimidad las obras de los modernos a partir de una comparación con las de los antiguos. En la teoría de Addison, lo bello y lo sublime comparten ciertas similitudes: ambos dependen de la imaginación y pueden asociarse tanto a placeres primarios como a placeres secundarios. Sin embargo, existe una diferencia fundamental entre ellos, ya que sólo lo sublime puede resultar de algo que en un principio es completamente desagradable para los ojos.10

Para que un objeto desagradable se transforme en placentero se requiere la mediación del artista. Sólo merced a la genialidad del autor, a la calidad de una obra o a la excelencia en la descripción podrá lograrse esa transición. Estas tres causas u orígenes de la sublimidad pueden encontrarse concentradas en un mismo ejemplo: la descripción que hace Milton del Infierno y sus habitantes en el Paraíso perdido. Así como Longino destacaba a Homero, Addison afirma que el genio de Milton es el más sublime de su época.11 Aún más,

Milton, por la natural fuerza de su genio, fue capaz de suministrarnos un trabajo perfecto, que sin duda ha elevado y ennoblecido en gran medida sus ideas, como si fuesen una imitación de lo que Longino ha recomendado. (Addison, 2004: núm. 339)

Milton describe al Infierno de un modo tal que puede generarnos aun más placer que su representación del Paraíso. Pero no es su aspecto aterrador o su potencial destructivo lo que causa tal experiencia. Eventualmente, su visión directa produciría sensaciones desagradables; es decir, un displacer primario. Algo como el Infierno sólo nos resulta placentero si escapamos a sus efectos devastadores y nos convertimos en espectadores. Por ende, la naturaleza del placer que encontramos en la descripción de estos objetos no surge de su carácter terrible. ¿De dónde proviene entonces? Según Addison,

[...] los consideramos al mismo tiempo como terribles e inofensivos [dreadfull and harmless]; de ahí que cuanto más horrible sea su apariencia, mayor será el placer que recibimos al sentir nuestra propia seguridad. Resumiendo, vemos lo terrorífico en una descripción con la misma curiosidad y satisfacción con la que contemplamos un monstruo muerto. (2004: núm. 418)

De esta manera, Addison formula una de las características definitorias de lo sublime a partir de ese momento: se trata de un sentimiento que puede tornar placentero lo desagradable, incluso lo terrible y lo peligroso, si la descripción de tales cosas es excelente y maravillosa. Esta caracterización obliga a indagar en torno a un nuevo principio de placer, diferente al que subyace a los placeres primarios, directos y positivos. Tal principio reside en una acción de la mente, la cual permite obtener algún tipo de complacencia al comparar las ideas que se originan de las palabras con las surgidas de los objetos mismos. Por esto, antes que placeres de la fantasía, propiamente deberían llamarse "placeres del entendimiento [pleasures of the understanding]; porque no nos deleitamos tanto con la imagen que contiene la descripción, como con la aptitud [aptness] de la descripción para excitar la imagen" (Addison, 2004: núm. 418).

Es decir, no es el propio monstruo ni el Infierno en sí mismo; pero tampoco, por ejemplo, una pintura del monstruo ni la descripción del Infierno, lo que causa el placer, sino las ideas que tales cosas despiertan en la mente. Las partes más serias de la poesía, dice Addison, provocan en la mente del lector, con violencia, dos pasiones que se imponen a las demás: el terror y la piedad. ¿Por qué razón estas pasiones, generalmente tan displacenteras, se vuelven más agradables cuando son excitadas por las propias descripciones?, ¿cómo es que nos deleitamos al ser atemorizados o abatidos por una descripción, cuando en otras ocasiones esas cosas simplemente inquietan y provocan miedo o dolor?

Esto ocurre, según Addison, por la misma razón que permite deleitarnos al reflexionar sobre un peligro ya superado, o "al mirar sobre un precipicio a cierta distancia", lo cual nos llena de cierto horror si pensamos que tales cosas "penden sobre nuestras cabezas" (Addison, 2004: núm. 418). De alguna manera, cuando leemos acerca de los tormentos, las heridas, las muertes, y toda esa clase de sufrimientos, nuestro placer no fluye tanto de las aflicciones que nos provocan sus melancólicas descripciones, sino más bien de "la secreta comparación que hacemos entre nosotros mismos y la persona que sufre" (Addison, 2004: núm. 418). La representación que brinda el artista de esas situaciones permite justipreciar nuestra propia condición y valorar nuestra propia suerte, que no está sujeta a tales calamidades.

Sin embargo, esto no quiere decir que podemos deleitarnos ante el sufrimiento ajeno, "no somos capaces de recibir esta clase de placer cuando vemos realmente a una persona sufriendo la tortura que encontramos en una descripción" (Addison, 2004: núm. 418). La misma imposibilidad acomete en el caso de ser nosotros mismos los que estamos a merced de un peligro o sufrimiento real e inminente. En tales situaciones, el objeto ejerce una verdadera presión sobre nuestra persona y no permite tomar distancia para reflexionar: "nuestros pensamientos se concentran en las miserias de la víctima, que no podemos convertir en nuestra propia felicidad" (Addison, 2004: núm. 418). Ese deleite sólo es posible cuando los infortunios son parte de una lectura. En los libros de poesía o en los de historia, consideramos esas desgracias como ficticias o como cosas del pasado, lo cual permite tomar distancia del sufrimiento de los afligidos y reflexionar sobre nosotros mismos.

Existen al menos dos elementos de la teoría de Addison que a mi juicio marcan no sólo un quiebre respecto a la belleza, sino también una ampliación de las reflexiones sobre el arte y la incorporación de cierta dimensión moral en los alcances de lo sublime. Por un lado, en su concepción se hace explícita la posibilidad de que lo terrible y peligroso pueda transformarse en motivo de placer y consideración estética, lo cual supone extender la indagación más allá de lo directamente agradable a los sentidos, hacia otros objetos, temas, productos y efectos de las obras sobre los espectadores. Por otro, lo sublime comienza a diferenciarse claramente de las pasiones o emociones primarias y a convertirse en un sentimiento complejo, producto de una reflexión sobre ellas y sobre la propia posición del sujeto.

En tal sentido, para que pueda darse lo sublime, Addison introduce como precondición la mediación de cierta distancia estética entre el sujeto y el objeto. Si pretendemos que lo desagradable se torne placentero, además de una separación física, debe mediar la composición del artista para que lo monstruoso pierda su aspecto aterrador. Sumado a lo anterior, como una suerte de restricción moral, ninguna situación que implique efectivamente sufrimiento o dolor, propio o ajeno, puede transformarse en un motivo para lo sublime. Como se verá, estas exigencias luego fueron desarrolladas más puntualmente por Burke y Kant.12

Algunas décadas más tarde, en la Indagación filosófica sobre el origen de nuestras ideas acerca de lo sublime y de lo bello,13 Edmund Burke hace hincapié en una distinción ya anunciada por Addison entre lo bello y lo sublime. Ambas ideas resultan placenteras, aunque el tipo de placer que suscitan es totalmente diferente: lo sublime provoca una clase de agrado muy particular, producto de la remoción de un dolor, al cual denomina deleite (delight). Para Burke, lo sublime se relaciona con todas aquellas emociones o pasiones vinculadas con el dolor, el terror, la violencia o el peligro, las cuales pertenecen a la autopreservación (self-preservation). El deleite sólo puede ser provocado por cosas que de algún modo representan una amenaza para el sujeto. Tales cosas llevan hasta los límites la capacidad de sentir que tiene la mente y ejercen aun mayor influencia que aquellas consideradas bellas, las cuales suscitan un placer directo y positivo. Todas las cosas que despiertan ideas dolorosas y peligrosas son deliciosas en tanto no nos ubiquen realmente ante tales circunstancias.14

El contraste entre lo bello y lo sublime es notable también en otros aspectos de la teoría de Burke. En principio, porque lo sublime puede tener cierta afinidad con lo feo, mientras que lo bello jamás. Esta compatibilidad se restringe, no obstante, a los casos en que lo feo vaya acompañado de cualidades que excitan un fuerte terror; i. e.: lo feo por sí mismo no es algo sublime. En segundo lugar, porque provocan pasiones fácilmente distinguibles, lo propio de lo bello es el amor, mientras que en lo sublime se impone el asombro o la admiración. Además, los principios en que se sustentan ambas ideas son muy diferentes. En términos de Burke:

[... ] lo grande tiene por base el terror; que, cuando es modificado, causa aquella emoción en la mente que he llamado asombro; lo bello se funda en el mero placer positivo, y excita en el alma aquel sentimiento que llamamos amor (Parte IV, Secc. XXV).

Esto hace que sea muy difícil pensar en alguna cosa en la que confluyan ambas ideas, ya que "nos sometemos a lo que admiramos, pero amamos lo que se nos somete" (Burke, Parte III, Secc. XIII).

Son ideas que se mueven en sentidos contrarios y que disminuyen su efecto sobre las pasiones si se las superpone o se las hace coincidir en un mismo objeto.

En cuanto a la causa eficiente de lo sublime en nuestra mente y nuestro cuerpo, Burke pretende discriminar aquellas afecciones de la mente que operan ciertos cambios en el cuerpo; y, en un sentido inverso, aquellas cualidades del cuerpo que son capaces de provocar ciertas pasiones en la mente. En el primer sentido, la principal causa de lo sublime es el terror; en el segundo, el dolor. Existe una conexión interna muy estrecha entre cuerpo y mente, y en ocasiones una conjunción entre el dolor y el terror, lo cual impide discriminar con claridad qué parte o qué afección opera en cada caso. Más allá de esta dificultad, sí resulta claro que lo sublime siempre se construye a partir de alguna de estas pasiones.

Por lo anterior, creo que se se puede hacer a Burke una pregunta similar a la hecha con Addison: ¿Por qué razón estas pasiones, generalmente tan displacenteras, se vuelven agradables o incluso deliciosas en ciertas ocasiones?

Si el dolor no conduce a la violencia, y el terror no acarrea la destrucción de la persona, [...] son capaces de producir deleite; no placer, sino una suerte de horror delicioso [delightful horror],15 una especie de tranquilidad con un matiz de terror; que, por su pertenencia a la autopreservación, es una de las pasiones más fuertes de todas. (Parte IV, Secc. VII)

En cuanto a la propia inmunidad no caben dudas, la autopreservación mental y la integridad corporal del sujeto deben estar aseguradas por una separación física y una distancia estética, para que el terror y el dolor puedan transformarse en una fuente de lo sublime.

Respecto al sufrimiento ajeno, en una primera aproximación, su postura aparece mucho más perturbadora que la de Addison, pues Burke dice estar "convencido" que "obtenemos cierto grado de deleite, no menor por cierto, ante los infortunios y el dolor real de otros" (Parte I, Secc. XIV). No obstante, pronto se aclara lo que Burke entiende por sufrimiento real: "Ni la prosperidad de un imperio, ni la grandeza de un rey, pueden afectarnos tan agradablemente en la lectura como la ruina del estado de Macedonia y la angustia de su infeliz príncipe" (Parte I, Secc. XIV). En estos casos, nuestro deleite se incrementa en gran modo si quien sufre y padece es una persona excelente, y su catástrofe se vuelve tan placentera cuando la leemos en la historia como lo es la destrucción de Troya en la ficción. Es decir, el sufrimiento y el dolor de otras personas se transforman en una posible fuente de deleite sólo merced a la mediación del historiador o del poeta.

Sin embargo, ni el objeto ni la propia inmunidad —tanto frente a miserias ficticias como reales— son las verdaderas causas de lo sublime. Es necesario preservar la propia seguridad ante el sufrimiento ajeno, si pretendemos experimentar cierto grado de deleite, aunque con ello no es suficiente. En rigor, nunca somos espectadores indiferentes frente a lo que otros hombres hacen o padecen. En tales circunstancias, sentimos cierta simpatía (sympathy) por nuestros congéneres, lo cual nos permite, por una especie de sustitución, ponernos en el lugar del otro y sentirnos afectados por el sufrimiento ajeno, pero distinguiéndolo del propio.16 La simpatía, en tanto afecto social vinculado con el dolor y el peligro, es una pasión que pertenece a la autopreservación, por eso puede ser una fuente de lo sublime. Tales pasiones, en palabras de Burke, "son simplemente dolorosas cuando sus causas nos afectan inmediatamente; pero deliciosas cuando despiertan en nosotros una idea de dolor y peligro sin posicionarnos realmente en tales circunstancias" (Parte I, Secc. XVIII).

En suma, para acceder al deleite propio de lo sublime, entiendo que las condiciones propuestas por Burke serían las siguientes: en primer lugar, entre el sujeto y el objeto potencialmente peligroso debe interponerse cierta distancia estética; esto es, según sea el caso, la mediación de la obra del historiador o de la composición del artista. En segundo lugar, el espectador no sólo debe resguardar su inmunidad física, como en la teoría de Addison, sino además preservar su integridad mental frente al objeto. Por último, y esto es lo novedoso de la propuesta de Burke, lo sublime está condicionado por el dolor. Sólo podemos compadecernos por nuestros congéneres, y sentir cierto deleite frente a sus desgracias, en tanto sufrimos nosotros mismos (Parte I, Secc. XV). Ese deleite impide huir ante las miserias y el sufrimiento ajeno, permitiéndonos soportar cosas que bajo ninguna circunstancia haríamos nosotros mismos, y que al verlas desearíamos enmendar o que jamás hayan ocurrido. Es decir, sin provocar el infortunio ajeno, ni regodearse por sus desgracias; y sin ocupar su lugar, aunque con simpatía, podemos compartir el dolor, superarlo e incluso sentir cierto deleite frente a ello.17

Kant también considera que el placer que se asocia con lo sublime es de un carácter particular y muy distinto del que acompaña a lo bello.18 En las Observaciones, Kant coincide con los británicos en afirmar que la descripción que hace Milton del Infierno es uno de los pasajes más sublimes de las letras modernas y la ubica al mismo nivel que las composiciones homéricas. Las obras que suscitan las sensaciones de lo sublime tensionan las fuerzas del alma y nos agotan más rápidamente, por esto debe darse en alternancia con lo bello, ya que ese estado de agitación no puede prolongarse demasiado en el tiempo. De lo cual resulta, según Kant, que "se podrá estar leyendo más tiempo sin interrupción una bucólica que el Paraíso perdido de Milton" (Kant, 2005: 8; Ak. II: 211, nota al pie).

A diferencia de la sensación agradable y apacible, alegre y risueña, que produce en el sujeto la contemplación de algo bello, lo sublime genera cierta sensación de agrado pero acompañada de horror, admiración y respeto. "Lo sublime conmueve [rührt], lo bello encanta [reizt]", sentencia Kant, "el semblante del hombre que se encuentra en pleno sentimiento de lo sublime es serio, a veces rígido y asombrado" (Kant, 2005: 5; Ak. II: 209). Cosas tales como una montaña que se yergue por encima de las nubes, o la descripción de una tormenta enfurecida, o la profunda oscuridad de un bosque, provocan lo sublime. El hombre, ante tales espectáculos, se estremece y se conmueve, y su expresión se torna grave, severa y turbada.

En la tercera Crítica, por su parte, Kant distingue entre una "Analítica de lo bello" y una "Analítica de lo sublime". Los dos apartados versan sobre los juicios estéticos de reflexión, en los que nada se indica acerca de la índole del objeto, pues la representación es referida por la imaginación (Einbildungskraft) al sujeto y al sentimiento de placer o displacer experimentado por éste.19 No obstante, cabe aclarar que si bien ambos son juicios estéticos, sólo los juicios sobre lo bello son de gusto; mientras que los de lo sublime no, ya que refieren al sentimiento espiritual de lo sublime.20

En cuanto al gusto, al juzgar algo como bello, no se remite la representación al objeto, sino al sujeto, y el placer que produce tal representación "no puede expresar más que la acomodación del objeto a las facultades de conocimiento que están en juego en la facultad de juzgar reflexionante" (Kant, 1993: 33; Ak. V: 189). En lo bello, entonces, se produce una sensación placentera al coincidir indeliberadamente (unab-sichtlich) la imaginación con los conceptos del entendimiento a partir de una representación dada. Por consiguiente, el motivo de placer sólo debe buscarse en la forma del objeto, es decir, debe suponerse cierta idoneidad formal (formale ZweckmaJiigkeit) de la naturaleza con nuestras facultades, y en esta compatibilidad entre la forma del objeto y las facultades del sujeto se descubre un motivo de placer. Algo totalmente diferente ocurre en el sentimiento de lo sublime, donde ya no existe tal afinidad entre el objeto y las facultades del sujeto.

Entiendo que esto es así por diversas razones: en primer lugar, porque en el juicio estético sobre lo sublime, la imaginación no aprehende algo múltiple sino algo infinito, absolutamente grande y poderoso, inconmensurable, más allá de toda medida de los sentidos. Esta mera aprehensión es referida por la imaginación directamente a la razón —sin pasar por el moldeo del entendimiento—, para que pueda subsumir lo dado bajo sus ideas, ya que no existe concepto que se corresponda con tal representación. En segundo lugar, ya que lo sublime está asociado con representaciones de objetos informes, caóticos y desordenados, se clausura la presunción de idoneidad formal del objeto con las facultades del sujeto. Al romperse el acuerdo entre la imaginación y el entendimiento también desaparece la sensación placentera que surge de esa concordancia, y por ende tampoco podrá exigirse un asentimiento universal sobre lo juzgado. En tercer lugar, al romperse el acuerdo, las facultades receptivas quedan como suspendidas por un instante. La inadecuación entre lo dado y lo propio provoca una conmoción, no una contemplación apacible; lo intuido ejerce violencia sobre la sensibilidad y la imaginación, el entendimiento es incapaz de moldear lo dado a los sentidos y por esto es remitido directamente a la razón. Por último, el placer que se asocia con lo sublime es una complacencia indirecta, no es algo que simplemente gusta como lo bello; al contrario, en un primer momento disgusta, displace, produce un rechazo.

En suma, el placer ya no está asociado con el objeto, como ocurre con lo bello. Es un placer negativo, en algún sentido similar al que describieron Addison y Burke, que no estriba en el juego libre y armonioso de las facultades del sujeto ante una representación dada. El sentimiento es displacentero desde el punto de vista de la sensibilidad y las facultades receptivas del sujeto, pero positivo y placentero desde una perspectiva racional. En rigor, no existe nada sublime fuera del propio sujeto; subrepticiamente atribuimos a la naturaleza algo que en realidad reside en nosotros mismos. Por esto,

[...] el sentimiento de lo sublime de la naturaleza es respeto [Achtung] hacia nuestra propia destinación, que mediante cierta subrepción [...], demostramos en un objeto de la naturaleza, que nos hace patente, por decirlo así, la superioridad de la destinación racional [Vernunftbestimmung] de nuestras facultades de conocimiento comparadas con el punto culminante a que pueda llegar la sensibilidad. (Kant, 1993: 103; Ak. V: 257)

Lo dado, en consecuencia, se transforma en fuente de un placer positivo superior, aunque mediado por una sensación displacentera que lo antecede. Un placer intelectual-moral, que ya no depende del juego libre entre las facultades, sino de la relación forzada por la razón, y muy similar al que acompaña al sentimiento moral de la segunda Crítica.21

Schiller, por su parte, coincide con Kant en afirmar que lo sublime es un sentimiento mixto (gemischtes Gefühl), un sacudimiento al mismo tiempo que un agrado, que puede llegar hasta la suprema alegría; y, si bien no es un placer propiamente dicho, es preferido a éste por las almas refinadas.22 En lo sublime confluyen dos sensaciones contradictorias,

[... ] experimentamos así, por el sentimiento de lo sublime, que nuestra disposición espiritual no se rige necesariamente por la sensual; que las leyes de la naturaleza no son, necesariamente, tampoco las nuestras, y que tenemos en nosotros un principio autónomo, independiente de todas las conmociones sensibles. (Schiller, 1943: 21)

Las necesidades físicas de algún modo condicionan nuestro bienestar y nuestra existencia, pero no por esto determinan nuestros principios y nuestra voluntad. El sentimiento de lo sublime, en tal sentido, constituye una prueba de nuestra autonomía moral sobre las limitaciones de nuestra sensibilidad y nuestro entendimiento. De esta manera, dice Schiller, la naturaleza se vale de un medio sensible para mostrarnos que somos más que meramente sensibles.

Lo sublime, al igual que lo bello, se encuentra latente en nuestra naturaleza, aunque no se desarrollan de igual modo; pero además, lo sublime "debe ser ayudado por el arte" (Schiller, 1943: 29). El gusto por lo bello aparece primero en nuestras vidas, pero luego se da una evolución hasta que disfrutamos también con lo grande y lo sublime. Según Schiller, "lo sublime nos procura una salida del mundo sensible, en el cual lo bello quisiera siempre tenernos presos. No paulatinamente [...], sino por un súbito sacudimiento" (1943: 27). Basta una sola conmoción sublime para que el espíritu autónomo (selbstãndingen Geist) rompa la red en la que nos atrapa la más refinada sensualidad de lo espiritualmente bello. Cuando el hombre consigue evadir las fuerzas de la naturaleza descubre lo absolutamente grande en sí mismo, logra emanciparse del yugo de lo sensible y la sensualidad, y se libera todo el potencial racional-moral de su espíritu.

Esto es algo que nunca podrá procurarnos lo bello, puesto que en la belleza armonizan la razón y la sensibilidad, y en esta armonía reside su atractivo. Mientras que en lo sublime:

[...] no armonizan la razón y la sensibilidad, y justamente en esta contradicción entre ambos está el encanto con el cual lo sublime conmueve nuestro espíritu. El hombre físico y el hombre moral se separan aquí en forma neta; porque exactamente en objetos, en los cuales el primero sólo siente sus propias limitaciones, el otro experimenta su fuerza y es elevado infinitamente por lo que al otro echa por tierra. (Schiller, 1943: 23)

Podría parecer que esto amplía la brecha entre las dos dimensiones del sujeto; sin embargo, entiendo que ambas facetas están supuestas en la conmoción. Para que el hombre moral se eleve, es necesario que su dimensión física sea cuestionada, aunque no ignorada o desechada. Es decir, la negación de lo sensible es condición para afirmar el potencial racional.

 

LO SUBLIME COMO COMPLEMENTO Y CONTRAPARTE DE LO BELLO

Hasta este momento me he concentrado en resaltar el contraste y la oposición entre estas categorías. No obstante, si bien es claro que existió una tensión creciente entre la belleza y la sublimidad a lo largo del siglo XVIII, a mi entender, esto no determinó una oclusión o supresión de una por la otra.23 Más bien, parece que resulta imposible que algo en principio considerado bello se transforme posteriormente en sublime; o, a la inversa, que algo experimentado como sublime luego se torne bello. En cualquier caso, con el paso del tiempo y una serie de experiencias repetidas frente al mismo objeto o espectáculo, algo juzgado como sublime podría generar cierto acostumbramiento, o incluso una contemplación insensible y desapasionada, lo cual no implica que se transforme en bello.

De un modo progresivo, y considerando siempre como marca inaugural la traducción de Boileau, lo sublime fue convirtiéndose en un tema tan importante o más que la belleza, y al mismo tiempo fue adquiriendo nuevos alcances y nuevas aplicaciones más allá de los mecanismos retóricos para lograr la excelencia y la elevación en el discurso —a los que se restringía en el tratado original de Longino—.24 A mi juicio, esto desembocó en dos situaciones claramente distinguibles pero a la vez complementarias: por un lado, se polarizaron las reflexiones filosóficas sobre el arte a partir de la tensión entre estas categorías, tanto que se instauró una suerte de estética paralela a la de lo bello a partir de lo sublime. Por otro, las discusiones sobre lo sublime fueron desplazándose hacia el plano ético, lo cual habilitó la posibilidad de pensar en una suerte de puente que permitiese unir la dimensión física y la moral del propio sujeto a partir de una experiencia estética. Sobre esto último me detendré en el siguiente apartado. En cuanto al dualismo entre lo bello y lo sublime, entiendo que se sustentaría en los aspectos siguientes:

1) La clase de objetos u obras que se erigen como causas de estos sentimientos. Así, mientras lo bello se asocia con objetos de tamaño mesurado, bien formados, y de dimensiones claramente definibles, y a obras que en general abordan temas bucólicos, alegres y risueños. Lo sublime surge frente a objetos de grandes dimensiones, desmesurados, desmadrados, ilimitados, peligrosos y hasta potencialmente destructivos; y ante creaciones trágicas, conmovedoras y estremecedoras.

2) El tipo de respuesta afectiva del espectador frente al estímulo recibido es diferente en ambos casos: lo bello genera sensaciones serenas, apacibles y encantadoras, las cuales se traducen en una contemplación tranquila y sosegada. En lo sublime, en cambio, se impone la conmoción, el pasmo, el éxtasis; el semblante del sujeto se torna serio y reflexivo, refugiándose en lo más profundo de su ser.

3) También se distinguen por la especie de placer, agrado o complacencia que suscitan en el espectador —lector, oyente u observador—: lo bello provoca un agrado o placer simple y directo. No así lo sublime, que es un sentimiento mixto, un delicioso horror, una complacencia negativa, una mezcla de pesar y placer.

4) De la clase de relación que se establece entre las facultades del sujeto y del conjunto de ellas, cuáles son las que participan en cada caso. Sobre esto puede decirse que, puntualmente en Kant, la imaginación y el entendimiento son las facultades que rigen en lo bello, mientras que en lo sublime interactúan la imaginación y la razón. En Schiller, por su parte, la belleza exige cierta armonía entre la razón y la sensibilidad, mientras que en lo sublime se da una contradicción entre estas facultades. Mas aun, en esa contradicción tiene su origen el sentimiento.

5) Por otra parte, sólo la belleza admite una alusión directa en la obra de arte, no así lo sublime, que es refractario a toda representación como tal. Esto es así al menos por dos razones: según Kant, "puede y debe la representación de lo sublime ser bella en sí; si no, es ruda, bárbara y contraria al gusto" (Kant, 2004: 169; Ak. VII: 241). No obstante, si el artista insiste en "reunir cuantos fantasmas horrendos le sugiera su imaginación" corre el riesgo, advertía Burke, de presentarnos productos "más bien grotescos y extraños, en lugar de parecer capaces de producir una pasión seria" (Burke, Parte II, Secc. IV). Es decir, la alusión directa a lo sublime en la creación del artista, si se carece del genio y la destreza necesaria, puede ser una ocasión para el asco o el ridículo antes que para el éxtasis o la conmoción.

En suma, a medida que se suceden las formulaciones, lo sublime va conquistando un lugar propio en la estética dieciochesca, con una significación afín pero distinta de lo bello, y a la vez afín pero distinta de lo feo. Se erige como un complemento de la belleza en contextos a los cuales el gusto jamás podrá acceder. Es su contraparte allí donde la sensibilidad muestra sus falencias y sus limitaciones, allí donde el espectáculo excede las capacidades que tiene el espectador para trasformarlo en un motivo de placer directo y positivo.

De esta manera, aquello que hasta ese momento era simplemente despreciado desde un punto de vista estético, como algo desagradable, horrendo, perturbador, o incluso peligroso, comienza a ser representado y percibido de otra forma merced a los intentos por aludir a lo sublime. La pluma del poeta, la paleta del pintor, el cincel del escultor, siempre con el auxilio de la imaginación —la propia y la del espectador—, son capaces de transformar el paisaje más aterrador, el personaje más aborrecible, o el objeto más inquietante, en algo placentero.

Por consiguiente, cuando el sujeto siente, juzga, o experimenta algo como sublime, no lo hace por sus formas suaves y mesuradas, ni por cierta atracción generada por su apariencia o aspecto externo, y mucho menos por ser algo conforme y grato a los sentidos. Si encuentra algún motivo de placer, si consigue transformar el horror en deleite, será porque logró apartarse de lo meramente sensible y reflexionar sobre su propio valor y dignidad moral. Por esto mismo, cabe la posibilidad de pensar que lo sublime profundiza aun más el abismo entre la dimensión física y la espiritual del sujeto moderno. ¿Cómo podría acortar las distancias una experiencia que hace patente las limitaciones y las falencias de nuestra sensibilidad?, ¿no supone, más bien, la anulación de la propia dimensión física y el desbaratamiento de la experiencia estética?, ¿no sería un motivo más para desconfiar de nuestra receptividad y refugiarnos completamente en lo moral?

 

EL PUENTE ÉTICO-ESTÉTICO: LO SUBLIME COMO SUPERACIÓN DEL ABISMO

Hacia mediados del siglo XVIII, la posibilidad de distinguir entre las propiedades o características del objeto que causan o suscitan lo sublime y su sentimiento propiamente dicho, habilitada por Boileau, ya se había concretado en varias formas diferentes. Aunque en rigor, considero que esta doble referencia no es más que aparente, pues entiendo que lo sublime siempre refiere a la capacidad que tenemos de resistir y sobreponernos al poder y la magnitud que ciertas cosas representan para nosotros.

En tal sentido, no sería sublime el Infierno en sí mismo, ni el Infierno tal y como Milton lo compone y presenta, sino la reflexión que frente al Paraíso perdido se da en el propio sujeto. Lo desagradable, lo terrible, lo peligroso, se transforman en algo placentero en la mente del espectador, a partir de cierta distancia y de la mediación de la obra artística. De modo similar, la sublimidad de las altas montañas, los grandes ríos o la inmensidad del océano, no residiría en su aspecto exterior ni en la grandeza de sus dimensiones, sino en nuestra propia capacidad de enfrentarlos y sobreponernos a la amenaza que representan.

Este sentimiento surge a partir de algo que está en nosotros, que no proviene de los objetos. Frente a cosas que nos atemorizan y hacen patente nuestra finitud e impotencia, pero que desde una posición de seguridad pueden ser contempladas sin que verdaderamente afecten nuestra integridad. Asimismo, supone una elevación, un éxtasis, un delicioso horror, una conmoción que perturba y complace a la vez. En lo sublime lo terrible se torna inofensivo, lo doloroso algo placentero, y lo horroroso algo delicioso. Es un sentimiento muy peculiar, mezcla de dolor y placer, que requiere de cierta integridad y nobleza espiritual, y por el cual imputamos a las cosas algo que en realidad pertenece a nosotros.

En última instancia, me parece que ésta es la principal diferencia entre lo bello y lo sublime, ya que nunca podremos exigirle a la belleza que nos coloque en la incómoda posición de tener que enfrentarnos a nuestras propias limitaciones y a que nos vuelva conscientes de la propia finitud. Lo bello no provoca conmoción ni admiración, y mucho menos exaltación o éxtasis. No va más allá del regocijo y la satisfacción con uno mismo. La máxima aspiración de la belleza, al menos en términos kantianos, sería la de erigirse como símbolo de lo moralmente bueno; pues "el gusto hace posible una especie de paso del atractivo sensorial al interés moral habitual sin un salto demasiado violento" (Kant, 1993: 206; Ak., V: 260).

La belleza está confinada al placer sensual y directo, a los objetos agradables y atractivos para los sentidos, a la mesura en los tamaños y las proporciones, a la contemplación apacible y sosegada, y a las emociones alegres y serenas. La belleza, en líneas generales, surge ante cosas que estimulan positivamente la sensibilidad, la imaginación, y las facultades receptivas en su conjunto; generando una suerte de armonía o concordia entre ellas, y entre estas facultades y el objeto percibido. Podría decirse, en consecuencia, que lo bello no amplía ni salva el abismo, más bien lo deja intacto, pues su anclaje, sus repercusiones, sus alcances y derivaciones, se restringen principalmente al plano sensible y sensorial del sujeto.

La clase de afinidad y armonía que exige la belleza no es un requisito para lo sublime. La sensación de impotencia e inferioridad, de angustia y finitud; el choque y la conmoción violenta que experimenta el sujeto; el desajuste entre el objeto y las facultades receptivas, y la propia conciencia de sus falencias y limitaciones, son parte del acuerdo que debe instaurarse en lo sublime. Una acomodación, por así decir, de lo estético-sensible a lo espiritual-moral. Un puente, una conexión, que se traza en esa dirección.

Incluso puede considerarse que la carencia de afinidad y armonía es un requerimiento previo para que pueda comenzar a franquearse el abismo. Mas aun, el estímulo sensible debe provocar un desajuste y un disgusto tal que impida cualquier posibilidad de acuerdo o concordancia inmediata. Asimismo, ninguno de los rasgos o caracteres del propio espectáculo, ni de la relación directa que se establece con la sensibilidad, debe erigirse como motivo de agrado o placer positivo. El desacuerdo, el disgusto, la sensación negativa y displacentera, obligan al sujeto, en primer lugar, a resistir la tentación de simplemente huir de aquello que le desagrada y atemoriza; y, en segunda instancia, a transformar esa conmoción en fuente de una nueva afinidad. Un acuerdo que trasciende lo meramente estético, aunque lo implica, entre la dimensión sensible y la dimensión espiritual del sentimiento.

De esta manera, se logra un acuerdo superior y superador, porque el estímulo sensible no sólo provoca una experiencia estética, sino también una reflexión moral. Lo sensible es parte del sentimiento, enciende la mecha, inicia el movimiento, muestra un desajuste con el objeto que obliga al sujeto a buscar un acuerdo más elevado, entre lo sensible y lo racional, entre lo dado y lo propio, entre lo físico y lo espiritual. El rayo, del que hablaba Longino, no sólo ilumina el objeto que provoca lo sublime, las limitaciones de nuestras facultades, y la propia posición frente al mundo y sus circunstancias; sino también nuestra dignidad y superioridad sobre aquello que nos amenaza y paraliza.

 

CONSIDERACIONES FINALES

Pienso que la posibilidad de reflexionar sobre lo estético desde una perspectiva moral, y en un sentido inverso, sobre la moralidad a partir de una categoría estética, es una consecuencia directa del modo en que estos autores pensaron lo sublime. Se apela a la simpatía y a la piedad, por un lado, y se exige que el juicio se haga desde la posición de espectador, por otro; para que así el sujeto pueda soportar el dolor y el sufrimiento ajeno, para que pueda enfrentarse a objetos desagradables y peligrosos, a personajes nefastos y miserables, o a espectáculos aterradores y perturbadores, sin sucumbir ni huir de la situación.

Es decir, evitando un compromiso real o un peligro efectivo, pero a la vez compartiendo el sufrimiento de otros —o sobrellevando la propia finitud e impotencia—, el sujeto debe ser capaz de juzgar lo que ocurre como si se tratase de un espectáculo. En tales circunstancias, no sólo es necesario confrontar el temor y resistir el dolor, sino además sobreponerse y atravesar la situación. Pero además, debe ser capaz de superar el choque inicial para elevarse por encima de sus propias limitaciones; dejando de lado lo meramente sensual y tomando conciencia de que tales cosas nunca podrán ser motivo de un agrado directo y positivo.

En este aspecto, no hay conciliación posible entre belleza y sublimidad. Ambos sentimientos se ubican en polos opuestos en cuanto al placer que suscitan. No obstante, me parece que esta polaridad, al menos durante el siglo XVIII, no implicó una contradicción, una supremacía, o una obliteración de uno a causa del otro. A mi juicio, lo sublime fue desarrollándose de un modo complementario y paralelo a la belleza, cubriendo un plano del sentimiento en el cual no existe una relación armoniosa y apacible entre el sujeto y el estímulo sensible. Pues, a diferencia de lo bello, incluso ante cosas desagradables y contrarias al gusto, el sujeto puede encontrar algún motivo de placer.

En la conmoción que supone lo sublime —descrita por Kant como una incesante alternancia entre atracción y repulsión hacia el mismo objeto— ya no cabe la posibilidad de experimentar un goce sensual, una emoción encantadora, grata y acorde con la sensibilidad. Por ende, se deshace el acuerdo y la concordancia entre el espectáculo y el espectador, o al menos la compatibilidad entre lo sensible del objeto y la sensibilidad del sujeto. Las facultades receptivas, en general, se ven superadas, o incluso violentadas por el espectáculo. De tal modo que al sujeto, si pretende resguardar su integridad, sólo tiene dos opciones: o bien se aparta y huye de aquello que amenaza su posición de seguridad, o bien se resiste e intenta transformar el pesar y la angustia en una nueva, y paradójica, fuente de placer.

Si esto último ocurre, antes que directa y positiva, la sensación placentera será indirecta y negativa, pues acontece a partir del disgusto y el desacuerdo inicial. Será un placer que proviene de un pesar; un goce intelectual, moral, espiritual, al que se accede merced al sacrificio de lo sensual. En esa instancia, lo estético-sensible y lo espiritual-moral confluyen y concuerdan de un modo único e inusual. Lo sublime, en suma, es una experiencia en la cual ambas dimensiones se enriquecen notablemente.

Por un lado, lo estético amplía sus alcances y su ámbito de aplicación, incorpora nuevos espectáculos como objetos de estimación, y una forma diferente de evaluar lo desagradable y desconcertante. Por otro, desde una perspectiva ética, se instaura la posibilidad de que el sentimiento estético, bajo ciertas condiciones y determinados requisitos, se transforme en un motivo de reflexión y placer moral. Así, al menos mientras persista el efecto del rayo, la dualidad se desvanece en una experiencia estética que se inicia con un estímulo externo, atraviesa la sensibilidad y el placer sensual sin amoldarse, y culmina en una suerte de profunda introspección sobre el propio valor y la dignidad del sujeto.

 

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NOTAS

* Versiones preliminares del presente artículo fueron presentadas en el Seminario de Historia de la Filosofía (2011) y en el Seminario de Estética (2012), ambos organizados por investigadores del Instituto de Investigaciones Filosóficas de la Universidad Nacional Autónoma de México y dictados en dicha institución. Agradezco los comentarios y las sugerencias en dichas presentaciones. Asimismo, agradezco las observaciones y las recomendaciones de los árbitros de Signos Filosóficos.

1 En su análisis de las principales cuestiones estéticas abordadas durante la Ilustración, Javier Arnaldo sostiene que la insistencia en temas pictóricos, como las montañas elevadas, la extensión de los grandes valles, la inmensidad del mar, etcétera, indicaría la existencia de cierta moda de lo sublime durante el siglo XVIII. Según sus propias palabras: "la moda de lo sublime y del emocionalismo contribuyó extraordinariamente a la revitalización de modelos literarios y plásticos que habían quedado subestimados" (Arnaldo, 2000: 84). Considero que algo similar ocurre en la actualidad, en una tendencia que viene profundizándose desde finales del siglo pasado. Entiendo que esta nueva moda de lo sublime, para llamarla de alguna manera, tiene al menos dos vertientes bien definidas. Por un lado, ubicaría las lecturas que recuperan la noción moderna de lo sublime desde una perspectiva histórico-estética. Éstas resaltan el valor de lo sublime en tanto categoría estética a lo largo de los últimos tres siglos, subrayando principalmente sus alcances para una filosofía del arte, una teoría de la representación, un análisis de las corrientes artísticas, o una estética del discurso o de la recepción. Mencionaré algunos autores y, por mor de la extensión, sólo el año de publicación de la obra a la que hago referencia: Eugenio Trías (1982); Jean-François Lyotard (1988, 1991); Paul Crowther (1989, 1995); Frances Ferguson (1992); Linda Marie Brooks (1995); Andrew Ashfield y Peter de Bolla (1996); John R. Goodreau (1998); Kirk Pillow (2000); John Golding (2000); James Noggle (2001); Arthur Danto (2003); James Kirwan (2005); Baldine Saint Girons (2005); Philip Shaw (2006); Pedro Aullón de Haro (2006); Robert Clewis (2009); Simon Morrley (ed.) (2010). Por otra parte, algunos autores contemporáneos recuperan este concepto desde perspectivas que trascienden el plano estético, extendiendo su aplicación al terreno de la ética, la filosofía política o la filosofía de la historia. Según el autor, y el orden en que fueron publicadas sus obras, pueden mencionarse: Jean-François Lyotard (1983, 1987, 1988); Hayden White (1987, 1999); Saul Friedlánder (ed.) (1992); Dominick LaCampra (1994, 1998, 2001, 2004, 2009); James Berger (1999); Salim Kemal e Ivan Gaskell (2000); Amy J. Elias (2001); David Ellison (2001); Frank Ankersmit (2002, 2005); Ray Gene (2005); Christine Battersby (2007).

2 En un trabajo antes publicado, mostré que durante la Modernidad existió un periodo, comprendido entre el último cuarto del siglo XVII y la década final del XVIII, en el cual se discutió intensamente la cuestión de lo sublime. Asimismo, expuse algunas de las razones por las que considero que el tema de lo sublime se volvió central en ese contexto, y la manera en que un grupo de autores menos reconocidos influyó en el pensamiento de Burke, Kant y Schiller (Scheck, 2009: 35-83). Allí esbocé la idea de que hacia finales del siglo XVIII podía trazarse una conexión entre la ética y la estética a partir de lo sublime. Profundizando la indagación en torno a esa idea, pretendo mostrar que en rigor eso ya se encontraba en autores anteriores a Kant y Schiller, y que tal conexión es tan propia de lo sublime como extraña a la belleza.

3 En cuanto al texto, la traducción de Nicolas Boileau-Despréaux remite al manuscrito Parisimus Graecus 2036 de la Biblioteca Nacional de París, fechado en el siglo X. A pesar de las lagunas y los folios faltantes, se conservan aproximadamente dos terceras partes del original. Los medievales no dieron mayor importancia al escrito, la copia fue realizada hasta 1554 por Francesco Robortello donde se confirma la autoría de un tal Dyonisius Longinus —edición que se conoce como príncipe de Robortello—. Durante toda la Edad Media, y hasta bien avanzada la Ilustración, se atribuyó la autoría del manuscrito que contiene el tratado De lo sublime a Dionysius Longinus. En 1808, el filólogo italiano Girolamo Amati (1768-1834) advirtió que en el manuscrito existía una disyuntiva, en vez de "Dyonisius Longinus" decía "Dyonisius" o "Longinus", a partir de allí se multiplicaron los nombres propuestos como autores del tratado: Dionisio de Halicarnaso, escritor de los tiempos de Augusto; Casio Dionisio Longino, maestro de retórica en Palmira, ministro de la emperatriz Zenobia; otros propusieron a Elio Teón, Dionisio de Pérgamo, Pompeyo Gémino, o incluso se pensó en Plutarco.

4 En el medioevo, sobre todo en los autores cristianos, pueden encontrarse algunas alusiones al tema, aunque generalmente se restringen al estilo y la retórica sobre lo sagrado y lo eterno, en relación con ciertos pasajes de la Biblia, o acerca de la oratoria de algunos de los Padres de la Iglesia o sus intérpretes posteriores (San Agustín representa un claro ejemplo: por un lado, él mismo se propone fundar un tipo de oratoria para lo sagrado, en De doctrina cristiana, y, por otra parte, para algunos de sus predecesores, sus propios escritos se erigen como una síntesis clara entre lo humilde y lo elevado —sermo humilis y res sublime—). Durante el Renacimiento, más puntualmente en el transcurso del Cinquecento italiano, fueron varios los autores que tradujeron y comentaron el texto de Longino. En la mayoría de los casos, los aportes vinculados con lo sublime se restringen a las discusiones sobre retórica y la teoría de los estilos. En tal sentido, pueden mencionarse los escritos de Paolo Manuzio, Francesco Porto, Francesco Patrizi, Pietro Vettori y Francesco Benci. Para más precisión sobre el tema, cfr., Aullón de Haro, 2006: caps. 2 y 6, 23-34 y 69-91, respectivamente. Asimismo, Baldine Saint Girons dedica todo un capítulo al tema de la oratoria sobre lo divino y lo sagrado (2008: 113-132).

5 Según Emilio de Tipaldo, quien traduce el texto de Longino al italiano en 1834, existen tres códices del opúsculo original: el primero es el que se encontraba en la Biblioteca Pública de París, editado por Francesco Robortello; el segundo es el que utiliza Paolo Manuzio en 1555, quien lo toma de la Biblioteca del Cardenal Bessarione y lo publica en griego, en Venecia (Tipaldo sospecha que sea falso, pues está lleno de agregados arbitrarios); mientras que el tercero se encontraría en Cambridge, y sería el que utilizó para su traducción Gerard Langbaine, quien lo recupera y publica en una edición bilingüe, griego-latín, en Oxford, en 1638 (cfr., Tipaldo, 1834).

6 A esta traducción le siguieron las inglesas de John Pultney, en 1680, Leonard Welsted, en 1712, y la de William Smith, en 1739 —esta última es la que en general citan los autores británicos—. Las traducciones al alemán y al castellano fueron más tardías, la primera estuvo a cargo de Karl Heinrich von Heinecken, en 1737, y la castellana de Manuel Perez Valderrábano, en 1770.

7 Entre otros pueden mencionarse: en Francia, a Sylvain, Diderot, Jaucourt, Bufón, Marmontel y Jouffroy; en el Reino Unido, a Burnett, Dennis, Shaftesbury, Addison, Hogarth, Richardson, Hutcheson, Stackhouse, Akenside, Baillie, Gerard, Burke, Kames, Alison, Blair, Gilpin y Price; y en Alemania a Baumgarten, Mendelssohn, Lessing, Sulzer, Kant, Schiller, Schelling y Herder. A los que se suman, Vico, en Italia, e Ignacio de Luzán y Antonio de Campmany, en España. En Scheck, 2009, analicé las formulaciones de lo sublime que realizan algunos de estos autores y el desarrollo de este concepto a lo largo del siglo XVIII.

8 Hago referencia a la Querelle des anciens et des modernes, que se inició en Francia, en 1687, y en la que se enfrentaron, entre otros, Boileau y Perrault. Este último se contaba entre los que resaltaban las virtudes literarias y el estilo de los modernos; Boileau, por su parte, destacaba a los clásicos, afirmando que sus propios contemporáneos jamás podrían producir obras como las del los griegos o los latinos.

9 La traducción de Boileau tuvo gran repercusión, de esto dan cuenta las tres ediciones en vida del Traité du sublime ou du merveilleux dans le Discours, en 1674, 1683 y 1701. En su prefacio, Boileau menciona las traducciones al latín de Gabrielle Dalla Pietra (1612) y Gerard Langbaine (1638), ya citadas, pero también una realizada en Francia, en 1663, por parte de Tanneguy Le Fevre. A la sazón, una de las hijas de Le Fevre, Anna, se casó con uno de los discípulos de su padre, André Dacier. El matrimonio Dacier gozó de un gran reconocimiento por sus ediciones de autores griegos y latinos; y además fueron precisamente los encargados de comentar, criticar y ampliar la traducción que hizo Boileau de Longino a partir de su segunda edición.

10 En la teoría de Addison, la visión es "el más perfecto y más delicioso de todos nuestros sentidos"; llena la mente con una gran variedad de ideas, suple los defectos del resto de los sentidos, y se extiende infinitamente sobre una gran multitud de cuerpos, permitiéndonos llegar a los confines del universo. Además, la imaginación depende de este sentido para obtener sus ideas; "de ahí que los placeres de la imaginación o la fantasía sean aquellos que se originan en los objetos visibles, tanto cuando los tenemos a la vista, como cuando son evocados por las ideas en nuestras mentes ante pinturas, estatuas, descripciones, o cualquier ocasión similar" (Addison, 2004: núm. 411). En suma, los placeres de esta facultad son aquellos que originalmente surgen de nuestra visión y se dividen en dos clases: primarios y secundarios. Los primarios proceden de la contemplación de objetos externos, tal y como ellos se presentan ante nuestros ojos, y surgen ante la visión de lo que es "grande [great], insólito [uncommon, o novelty, o también strange], o bello [beautiful]". Mientras que los placeres secundarios no tienen su origen en una presencia directa, sino en una acción de la mente, "la cual compara las ideas ocasionadas por los objetos originales con las ideas que recibimos de las estatuas, pinturas, descripciones, o sonidos que los representan" (Addison, 2004: núm. 416). Addison asegura que estos placeres son de una naturaleza más extensa y universal que los relacionados con la visión, porque no sólo comprenden lo grande, lo novedoso y lo bello, sino también lo que es desagradable (disagreeable) en un principio para los ojos, pero que puede resultar placentero a partir de una buena descripción.

11 Cfr., en especial, los números 279, 285, 315, 333, 339 de The Spectator, en los cuales constantemente establece relaciones y comparaciones entre Homero y Milton, y revisa lo dicho por Longino acerca del primero. Destaca a Milton de entre sus contemporáneos, incluso por encima de Shakespeare, por "la sublimidad de sus pensamientos" y la "grandeza de sus sentimientos" (núm. 279). En el núm. 315 afirma en relación con Milton: "su genio se inclinó de forma maravillosa hacia lo sublime, su subjetividad es la más noble que pudo haber penetrado la mente de un hombre".

12 No estar sometido a los efectos reales de lo terrible es una condición para lo sublime. Según Valeriano Bozal, la exigencia de convertirnos en espectadores y nunca en protagonistas es una condición estética. Una condición que él encuentra formulada por primera vez en Burke, sin embargo, a mi entender, ya se encontraba mucho antes en Addison (cfr., Bozal, 2000: 53-57).

13 La obra fue publicada por primera vez en 1757, y editada por segunda vez en 1764. Hay traducción al castellano (1987), pero indicaré la parte y sección del texto original, pues no siempre sigo la traducción.

14 Según Burke, lo sublime inhibe todo nuestro razonamiento con una fuerza irresistible y arrebatadora. Las pasiones que provoca en el alma son las más poderosas, tanto que el alma parece quedar suspendida, paralizada, horrorizada. Más allá de las dimensiones, todo aquello que provoque temor es algo sublime, tanto la inmensidad del océano como la pequeñez de una serpiente venenosa; ya que el principio dominante en lo sublime es el terror. Para que algo sea terrible, por su parte, debe tener ciertas características, una de ellas es la oscuridad; el ejemplo nuevamente es Milton, su descripción de la muerte en el Libro II del Paraíso perdido, allí todo es "oscuro, incierto, confuso, terrible y sublime", dice Burke (Parte II, Sec. III). A las cosas que directamente suscitan la idea de peligro se suman todas las formas de poder que puedan ejercer algún tipo de terror sobre los individuos, ya que, en algún sentido, todo lo que es sublime representa alguna variación del poder.

15 Término ya utilizado por Addison, y antes por Dennis, aunque no con un significado tan específico. Dennis, por ejemplo, habló de un "delicioso horror" (delightful horror) experimentado en su viaje a través de los Alpes en 1688.

16 La definición que hace Burke es la siguiente: "La simpatía debe ser considerada como una suerte de sustitución, por la cual nos ponemos en el lugar de otro hombre, y nos vemos afectados en muchos aspectos por lo que a él le afecta" (Parte I, Secc. XIII). En este sentido, su concepción de la simpatía implicaría a la vez cierta empatía, aunque el propio Burke no establece ninguna distinción al respecto.

17 Henry Home, también conocido como Lord (of) Kames, tiene una teoría sobre lo sublime, marcadamente psicologicista por cierto, muy poco estudiada hasta el momento. En sus Elementos del criticismo, de 1762, Lord Kames no menciona el Enquiry de Burke, de 1757, ni es citado por Kant en las Observaciones, de 1764. No obstante, su concepción de lo sublime contiene ciertos caracteres ya presentes en Addison y Burke, y anticipa otros que luego serán planteados por Kant. En primer lugar, coincidiendo con Addison, a quien cita en varias ocasiones, acentúa la distinción entre las circunstancias que provocan lo sublime, las cualidades externas de los objetos asociados a la sublimidad, y la emoción sublime misma. En segundo lugar, en consonancia con Burke, adscribe a esta emoción un tipo de agradabilidad (agreeableness) particular, la cual resulta de un placer mezclado con dolor. Por último, para Lord Kames las emociones que son motivadas por los objetos grandes y sublimes se distinguen claramente, no sólo por los sentimientos internos, sino también por las expresiones externas. En tal sentido, mientras lo bello se asocia a la dulzura y la alegría, lo grande y lo sublime producen una emoción muy vívida en el espectador, extremadamente placentera, que es seria antes que alegre. Lo anterior, sumado a la utilización de ciertos ejemplos luego empleados por Kant, la Iglesia de San Pedro en Roma y las pirámides egipcias, en particular, marcan cierto parentesco entre los Elementos y las Observaciones. Cfr., puntualmente, el capítulo IV, titulado "Grandeur and sublimity" (Kames, 1861: 129 y ss.).

18 Kant analiza la cuestión de lo sublime, puntual y específicamente, sólo en dos de sus obras: en las Observaciones acerca del sentimiento de lo bello y lo sublime (1764), de su periodo precrítico; y en la Crítica del Juicio (1790), del periodo crítico. No obstante, de un modo tangencial, pueden encontrarse alusiones a lo sublime, la sublimidad, o formas degradadas de este sentimiento, como el entusiasmo, en la Fundamentación de la metafísica de las costumbres (1785), en la Crítica de la razón práctica (1788), el Conflicto de las facultades (1798) y la Antropología en sentido pragmático (1798). Asimismo, puede hallarse alguna referencia a lo sublime en La religión dentro de los límites de la mera razón (1793). En Scheck, 2010, examiné particularmente la relación que puede establecerse en el sistema kantiano entre la ética y la estética a partir de lo sublime.

19 En rigor, además de los juicios estéticos, la Crítica del Juicio, en su segunda parte, se ocupa de los juicios teleológicos —se titula: "Crítica de la facultad de juzgar teleológica"—. Éstos también dependen de la facultad de juzgar reflexionante, y no de la determinante, aunque a diferencia de los juicios estéticos, los teleológicos son juicios de conocimiento. Son juicios de reflexión porque sólo indican una relación de las cosas con nuestra facultad de juzgar, sin implicar una conexión lógica determinada. El juicio teleológico se distingue del estético porque "presupone un concepto del objeto y juzga acerca de la posibilidad de éste según una ley de vinculación de causas y efectos" (Kant, 1991: 54; Ak. XX: 234); así, une un concepto determinado de un fin con la representación del objeto.

20 Tanto en el opúsculo titulado "La filosofía como un sistema" —la frustrada primera versión de la introducción de la Crítica del Juicio—, como en la segunda versión, la que efectivamente acompañó el texto editado por Kant, se utiliza esta expresión en referencia a lo sublime. De hecho, según lo expresado por el propio Kant en la última sección de la primera versión de la introducción, la "Analítica de lo sublime" podría haberse titulado: "Kritik des Geistesgefühls oder der Beurtheilung des Erhabenen"; esto es, "Crítica del sentimiento espiritual o del enjuiciamiento de lo sublime" (Kant, 1991: 70; Ak. XX: 251).

21 El sentimiento moral, tal es el término utilizado por Kant en la Crítica de la razón práctica, es el único sentimiento que ocupa un lugar específico en el marco de su teoría ética, y esto ocurre porque su fundamento no es empírico ni sensible, sino intelectual (cfr., Ak. V: 135 y ss.). El sujeto experimenta este sentimiento de un modo indirecto, como privación o sacrificio de otros sentimientos asociados con impulsos o inclinaciones. Es un sentimiento de elevación o superación al entregarnos al deber y sujetarnos a la ley moral objetiva, lo cual tiene un efecto positivo sólo desde el punto de vista de la razón. Esto evidencia, al mismo tiempo, nuestra naturaleza suprasensible y toda nuestra dignidad y valor como seres con una destinación superior; esto es, como seres capaces de entregarnos libre y voluntariamente al desarrollo de nuestra racionalidad práctica. En la Crítica del Juicio, según sostengo, la existencia de esta posibilidad de desarrollar nuestra moralidad se transforma en una condición de posibilidad para lo sublime.

22 En la última década del siglo XVIII fueron varios los escritos que Schiller dedicó al tema. Cfr., entre otros: Von Erhabenen: Zur weiteren Ausführung einiger Kantischen Ideen, 1793; Über das Pathetische, 1793; Über das Erhabene, 1794; Briefe über die ãsthetische Erziehung des Menschen, 1793-1795; y Über naive und sentimentalische Dichtung, 1795-1796. En general, su análisis remite principalmente a Kant y sus ejemplos a las obras de Goethe, aunque también menciona a Lessing, Swift, Rousseau, Haller y Milton.

23 En torno a esto, cabe citar el pensamiento de Wladislaw Tatarkiewicz al respecto; según este autor: "En el siglo XVIII, junto con el Romanticismo que se acercaba al arte y a la poesía, las cosas atractivas pero que eran a la vez aterradoras, como ocurre por ejemplo con el silencio, la melancolía y el pavor, entraron a formar parte de la estética junto con la sublimidad. En el arte y la poesía del siglo XVIII se originó un dualismo que no había existido anteriormente: la sublimidad y la gracia. Dicho de otro modo: la sublimidad y la belleza" (1997: 204).

24 Esta cuestión, según Bernard Bosanquet, da origen a un problema recurrente en la época: "si la cualidad esencial del arte moderno es realmente la belleza, y no más bien otra cosa, lo interesante o significativo" (1970: 265).

 

INFORMACIÓN SOBRE EL AUTOR

Daniel Omar Scheck: Licenciado en Filosofía por la Universidad Nacional del Comahue (UNComahue); doctor en Filosofía por la Universidad Nacional de Córdoba, Argentina. Becario doctoral y postdoctoral del CONICET. Becario posdoctoral del Instituto de Investigaciones Filosóficas, Universidad Nacional Autónoma de México. Miembro del Proyecto de Investigación: "Problemas filosóficos y epistemológicos de la representación del pasado reciente: conocimiento histórico y memoria" (UNComahue). Miembro del Proyecto de Investigación Científica y Tecnológica (PICT-RAICES): "Regímenes de temporalidad de la historia y de la memoria: pasados recientes en conflicto. Argentina y México", Agencia Nacional de Promoción científica y Tecnológica. Integrante externo del Proyecto de Investigación: "Memoria y política. De la discusión teórica a una aproximación de la memoria en México" (CB 2005-01-49295, UNAM-CONACYT). Miembro del Centro de Investigaciones en Filosofía de las Ciencias Sociales y Humanidades (CEIFICSOH) y docente de Filosofía Moderna en la Facultad de Humanidades de la UNComahue. Expositor en diversos congresos, coloquios, jornadas, etcétera, y autor de artículos en revistas especializadas. Director de la revista Páginas de Filosofía (UNComahue).

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