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Signos filosóficos

versión impresa ISSN 1665-1324

Sig. Fil vol.14 no.28 Ciudad de México jul./dic. 2012

 

Artículos

 

En busca del origen evolutivo de la moralidad: el cerebro social y la empatía

 

Augusto Montiel–Castro*, Jorge Martínez–Contreras**

 

* Becario posdoctoral del área de Historia y Filosofía de la Ciencia, Departamento de Filosofía, Universidad Autónoma Metropolitana–Iztapalapa, pelenor@hotmail.com

** Profesor investigador del Departamemto de Filosofía y director del Centro Darwin de Pensamiento Evolucionista (CEDAR), Universidad Autónoma Metropolitana–Iztapalapa, jomaco@xanum.uam.mx

 

Recepción: 14/09/11
Aceptación: 27/01/12

 

Resumen

La evidencia comparativa reciente sugiere que algunas especies no humanas sienten empatía hacia otros congéneres, la cual es una capacidad necesaria para la presencia y evolución de la moralidad. Por otro lado, la Hipótesis del Cerebro Social plantea relaciones entre la evolución de la neocorteza cerebral en primates y el tamaño de sus grupos sociales. Este artículo vincula estas ideas al señalar que: (i) la empatía y la moralidad son subproductos de la expansión de la neocorteza cerebral, y (ii) la función de tales capacidades es facilitar la cooperación entre individuos, aumentando su cohesión social.

Palabras clave: cerebro social, empatía, evolución, moralidad, sociabilidad.

 

Abstract

Recent comparative evidence suggests that some nonhuman species feel empathy towards fellow group members and empathy is a necessary capacity for the presence and evolution of morality. On the other hand, the Social Brain Hypothesis suggests relationships between the evolution of brain's neocortex in primates and the size of their social groups. This paper links these ideas by suggesting that (i) empathy and morality are by–products of the expansión of brain's neocortex, and that (ii) the function of such capacities is to facilitate cooperation between individuals, increasing their social cohesion.

Key words: social brain, empathy, evolution, morality, sociality.

 

Cualquier animal [...] dotado con instintos sociales bien diferenciados,
incluidos los afectos parentales y filiales [...] adquiriría inevitablemente
un sentido o conciencia moral tan pronto como sus poderes intelectuales
hubieran llegado a estar tan bien desarrollados o casi tan bien
desarrollados como en el hombre.

(Darwin, 1871: 71)

 

INTRODUCCIÓN

Para los yukaghirs, un pequeño grupo de cazadores indígenas del noreste de Siberia, animales y humanos son capaces de intercambiar formas entre sí, percibiendo temporalmente el mundo desde la apariencia y perspectiva del otro. Para ellos, el mundo está compuesto de muchos tipos de personas, la mayoría de las cuales son, sin embargo, no humanas y pueden manifestarse en la forma de, por ejemplo, ríos, árboles y, en particular, mamíferos; de hecho, consideran que una de las claves para ser una persona es tener esa capacidad para tomar la apariencia y el punto de vista de otras especies (Wilerslev, 2004: 629). El anterior es un buen ejemplo de la capacidad humana para registrar mentalmente no sólo la conducta directamente observable de otras especies, sino también de la capacidad para considerar la posibilidad de una actitud intencional (Dennett, 1987) subyacente o motivadora del comportamiento y de tener una teoría sobre el contenido de la mente de otros seres vivos; ambos, temas principales de nuestra argumentación.

Al investigar la interrelación entre la empatía y una capacidad para pensar acerca del contenido de la mente de otros organismos, el primer objetivo de este artículo es desarrollar el papel de éstas en el proceso del origen evolutivo de la moralidad. Primero ofreceremos argumentos que sugieren que la empatía y simpatía pueden considerarse los cimientos del pensamiento y la conducta moral (Flack y De Waal, 2000: 1). Posteriormente, consideraremos que, si una proto–moral puede ser identificada en otros organismos, entonces resulta válido sugerir hipótesis de un proceso a través del cual un ancestro común entre primates humanos y no humanos desarrollaría la capacidad para evaluar sus acciones a la luz de principios morales, dando lugar, en última instancia, al establecimiento de principios normativos de la conducta social. Por ello, el segundo objetivo de este trabajo es sugerir cómo la conducta moral promueve la cohesión de los grupos sociales y cómo el origen de esta capacidad pudo haber sido un subproducto de la evolución de la neocorteza cerebral. En vista de nuestros objetivos, revisaremos primero evidencia empírica acerca de la capacidad de empatía en animales, señalando su relación con una teoría de la mente en especies distintas a la humana. En una segunda sección se argumentará en favor del valor adaptativo de la conducta moral, dentro del marco de la moderna teoría evolutiva. En la tercera sección, se revisará la Hipótesis del Cerebro Social (HCS) (Dunbar, 1998) y se sugerirá que el incremento en el tamaño del grupo social pudo dar lugar a diversos códigos de conducta interiorizados (i. e., conducta moral) que debieron formar parte de los principios de socialización de grupos de menor tamaño y se transformaron en normas o códigos de conducta externas, acordadas por una mayoría de los miembros de un grupo, pero sancionadas de manera heterónoma por una autoridad públicamente reconocida.

 

SIMPATÍA Y EMPATÍA EN NO–HUMANOS:

BASES FUNDACIONALES DE UNA TEORÍA DE LA MENTE

Nuestro argumento en esta sección es que existen procesos de naturaleza pre–racional (i. e., emocional) necesarios para el posterior planteamiento de principios generales de comportamiento moral. David Hume reconoció esta posibilidad en su Tratado sobre la naturaleza humana (1740), donde se refiere a nuestras mentes como "espejos entre [personas] sí: [que] reflejan las pasiones, sentimientos y opiniones de otros" (Gordon, 1995: 727). De hecho, desarrollos recientes han identificado el mecanismo neurobiológico que permite seguir secuencias de la conducta de otros individuos, sugiriendo la presencia de las ahora denominadas neuronas espejo. Identificadas por primera vez en monos, estas neuronas se activan tanto en casos donde un mono ejecuta una acción, como en los que aquél observa la misma acción realizada por otro (Gallese, 1998; Gallese y Goldman, 1998). Al observar distintas acciones, la activación espejo de una red de neuronas motoras del lóbulo parietal inferior, hace posible no solo comprender el proceso de la acción en sí misma, sino también la motivación subyacente a ésta o el porqué de la conducta (Rizzolatti y Fogassi, 2007: 185). Para Giacomo Rizzolatti y Leonardo Fogassi (2007: 187), los datos tanto de monos como de humanos permiten concluir que, utilizando el mecanismo de las neuronas espejo, las intenciones detrás de las acciones de otros pueden ser reconocidas por el sistema motor. Asimismo, se ha sugerido que una activación neuronal significativa en el área de la juntura temporo–parietal derecha (JTPD) tiene un papel primordial en la atribución de estados mentales y en la capacidad para emitir juicios morales sobre la intencionalidad o el probable objetivo de la conducta de otros sujetos (Young, Cushman, Hauser y Saxe, 2007).

Para Marc Hauser "En su formulación más simple, la empatía surge a partir de un sistema del tipo de las neuronas espejo, donde mi percepción de un evento es reflejado [o replicado] en mi representación [conductual] del mismo evento" (2007: 352). Sin embargo, aunque se reconoce que los individuos de especies no humanas responden por contagio emocional a los estados de ánimo de otros sujetos y que tienen intenciones, el que esto se deba a sentimientos de empatía o simpatía y que a su vez aquéllos conciban intenciones en las mentes de otros miembros de sus grupos, es aún tema de investigación y debate (Tomasello, Carpenter, Call, Behne y Moll, 2005: 675). Es sabido que existe una alta dependencia entre los individuos miembros de grupos sociales (Silk, 2007), por lo que prever la conducta de los congéneres, así como tener un mecanismo cognitivo para captar los sentimientos de otros miembros del grupo, resultaría sumamente útil para asegurar los beneficios de la vida en grupo. Por lo tanto, esperaríamos que la selección natural hubiera favorecido la supervivencia de individuos con una capacidad para evaluar y responder a los estados emocionales de otros, siendo la empatía el mecanismo más eficiente para esta tarea (De Waal, 2006: 27).

La posibilidad de que algunas especies de primates no humanos sean capaces de captar fácilmente el estado anímico de sus congéneres y ajustar su comportamiento tomando en cuenta condiciones particulares de las capacidades de otros sujetos (Fedigan y Fedigan, 1977) ha sido sugerida desde los primeros estudios sobre altruismo, como aquel de Wechkin et al. (1964), donde monos en situaciones experimentales se rehusaban a activar un mecanismo que les otorgaba alimento, pero que provocaba que un congénere recibiera, en consecuencia, descargas eléctricas; esto a pesar de que ello significara pasar largo tiempo sin comida. Sabemos que varias especies distintas de primates son capaces de reconocer a sus familiares, predecir el comportamiento de otros, desarrollar estrategias sociales, comportarse intencionalmente para manipular el comportamiento de terceros y sentir empatía hacia otros individuos; pero una de las grandes diferencias cognitivas entre monos y simios puede radicar en el hecho de que únicamente simios y humanos posean el desarrollo cognitivo suficiente para captar la perspectiva mental de otros o tener conocimiento o creencias acerca del contenido de la mente de otros sujetos (Tomasello y Call, 1997: 311).

Se ha determinado, por ejemplo, que, a diferencia de los simios, los monos son incapaces de ofrecer consuelo a sus congéneres,1 sugiriendo que los monos no consiguen entender la perspectiva mental de otros sujetos y, por lo tanto, son incapaces de presentar la empatía cognitiva2 necesaria para sentir y pensar sobre el mundo desde la perspectiva de otros. A diferencia de la simpatía, donde un sujeto que ha simpatizado con los sentimientos de otro buscaría aliviar su propio malestar (i. e., causado por simpatizar con otro), la empatía se erige como un sistema cognitivo que podríamos considerar de vinculación afectiva vicario, a través del cual se puede comprender el estado mental de otro, manteniendo una distinción clara entre su propio yo y la situación experimentada desde el punto de vista del conocimiento o sensaciones del otro sujeto.

Una de las principales metodologías utilizadas para evaluar el autorreconocimiento en primates ha sido el estudio de las reacciones de individuos de diferentes especies ante sus imágenes en espejos (Gallup, 1968). Al colocar monos y simios frente a espejos, Gallup (1970) observó que, a diferencia del comportamiento de los macacos, tras algún periodo de tiempo, los simios presentaban un marcado incremento en conductas de autoexploración, utilizando el espejo para acicalarse o remover pedazos de comida de áreas de sus cuerpos que no podrían explorar sin hacer uso de aquél. En otro estudio donde los simios eran marcados con pintura, el reconocimiento de tal estímulo (únicamente posible a través del espejo) en una parte del cuerpo (por ejemplo, en la frente), llevaba también a un incremento sustancial de conductas de autoexploración del área marcada (Suárez y Gallup, 1981). La conclusión de Gallup (1970) fue que, el autorreconocimiento en el espejo sugería una forma avanzada de intelecto que proyectaba información propioceptiva y quinestésica a la imagen reflejada; por lo tanto, ya que el autorreconocimiento de la propia imagen en el espejo implicaba un concepto de sí mismo, los datos representarían la primera evidencia de un autoconcepto en una forma no humana (Gallup, 1970: 87) y una capacidad para el reconocimiento de estados mentales en otros sujetos (Gallup, 1982).

Otros estudios han sugerido que la facultad para tener una teoría de la mente de otros está conformada por tres capacidades diferentes (Eckel y Wilson, 2003: 248): (i) la capacidad de seguir la dirección de la mirada de otros; (ii) detectar la atención compartida entre sujetos y (iii) detectar intencionalidad en el comportamiento de otros individuos. En tanto que se puede considerar a la intencionalidad como deseos, creencias, planes y entendimiento acerca de cosas distintas al sujeto que los experimenta, la intencionalidad puede entenderse también como la propiedad distintiva de la existencia de estados mentales (Shettleworth, 1998: 479). Esta actitud intencional ha sido clasificada a través de una jerarquía de niveles de complejidad creciente en las relaciones establecidas entre procesos mentales (Dennett, 1987). En un nivel de cero intencionalidad, por ejemplo, podemos encontrar entes sin creencias o deseos que sólo responden de manera autómata a estímulos particulares; en el primer nivel de intencionalidad se encontraría toda criatura que a través de sus propios procesos mentales sostuviera (i. e., directamente) creencias o deseos acerca de propiedades del mundo real o imaginario; en un segundo nivel de intencionalidad se encontrarían las creencias o deseos acerca del estado mental (i. e., del contenido de la mente) de otros sujetos (i. e., quienes experimentan creencias o deseos acerca de propiedades o fenómenos del mundo real o imaginario); en un tercer nivel de intencionalidad encontraríamos, por ejemplo, deseos de que otros sujetos crean que un sujeto espera que otros crean a su vez tal o cual idea, y así sucesivamente, en crecientes niveles indirectos de complejidad acerca del contenido de las mentes de otros (Shettleworth, 1998: 481).

La teoría de la mente es relevante dada su relación con evidencia proveniente de estudios sobre autismo en seres humanos, los cuales sugieren que las personas autistas carecen de la capacidad para interpretar expresiones faciales y emociones de otros individuos y, por lo tanto, de ponerse a sí mismos en el lugar de otros. Debido a esto, los sujetos autistas carecen de la habilidad para comprender intenciones y pautas sociales, lo que les lleva a presentar serias dificultades para desempeñarse adecuadamente en el complejo ámbito de las relaciones sociales (Eckel y Wilson, 2003: 247). En última instancia, el reconocimiento de estados mentales, como de intenciones en otros individuos, resulta básico para el desarrollo de confianza entre individuos, la cual facilita la cooperación entre sujetos que conviven en grupos sociales (Ostrom y Walker, 2003).

 

LA CONDUCTA MORAL COMO ESTRATEGIA ADAPTATIVA

Esta sección se enfoca en preguntas como ¿cuáles pudieron haber sido algunas de las funciones de la moral en un ambiente ancestral, durante la mayor parte de la evolución humana?, y ¿a través de qué mecanismos pudo seleccionarse esta conducta? (Krebs, 2005: 747). En este contexto, entendemos a la moral como los "estándares o guías que gobiernan la cooperación humana —en particular, cómo derechos, deberes, y beneficios son distribuidos— [...] propuestas para un sistema de coordinación mutua de actividades y cooperación entre individuos" (Rest, 1983; en Krebs, 2005: 750). El mismo Darwin consideraba que una moralidad natural conducía a la felicidad del cuerpo social, aunque no siempre o necesariamente, a la felicidad del individuo ni de la especie entera (Wilson, 2010: 278).

El hecho es que históricamente, desde los primeros planteamientos formales acerca de la evolución biológica de los organismos, sugerir un origen evolutivo (i. e., biológico) de la moral ha provocado reacciones adversas. Por ejemplo, ante la convicción con que Darwin argumentaba en favor de los orígenes biológicos de la moral, resulta sumamente sorprendente que el llamado bulldog de Darwin, Thomas Huxley (1825–1895), objetara enérgicamente el origen biológico de ésta, con interpretaciones que, desde entonces, consideran que la moral representa no más que una fina capa o un barniz de respeto a las leyes, amabilidad y convivencia social cooperativa y pacífica, aplicado sobre una naturaleza básicamente salvaje, amoral, pre–humana (De Waal, 2006: 7). Es el caso, particularmente, de situaciones donde la supervivencia depende de la coordinación de la conducta entre los individuos, como la observada en diversos grupos de animales (Dunbar y Shultz, 2010): en efecto, la vida diaria en un grupo social hace necesario tener la capacidad de adecuar las propias respuestas a la conducta y sentimientos de otros sujetos dentro del ambiente social, por lo que la moral puede insertarse perfectamente dentro del marco de la teoría darwiniana de la evolución. Se trataría de una adaptación que diera fuerza a los vínculos emocionales y cooperativos dentro de los grupos sociales, dando lugar a una mayor cohesión entre sujetos, con beneficios diversos en el corto plazo y un mayor éxito reproductivo individual a largo plazo. En este sentido, solemos hablar de cooperación cuando un actor desarrolla cualquier tipo de conducta que beneficia a un individuo dado con costos para sí mismo (Kappeler y Van Schaik, 2006: 5).

Entre los modelos más plausibles para dar cuenta de la evolución de la cooperación se presentan aquellos que la explican, por un lado, en términos de adecuación o eficacia inclusiva3 (Hamilton, 1964a y b) y, por otro lado, aquellos que la explican basados en sistemas cooperativos entre individuos no relacionados (Trivers, 1971). Por ejemplo, Gerald S. Wilkinson (1984) observó que los murciélagos vampiro, de la especie Desmodus rotundus, eran incapaces de permanecer sin comer más de tres noches seguidas (Freeman y Herron, 2002: 352) antes de morir de inanición, pero sobrevivían al recibir comida de otros murciélagos que sí la habían conseguido. Las reglas de este intercambio altruista eran que los donantes ofrecían sangre: (i) a su descendencia; (ii) a individuos que sin ser sus parientes habían anidado con ellos anteriormente; y, (iii) más sorprendentemente, a individuos de quienes (sin ser aquéllos sus parientes) habían recibido sangre en noches pasadas de escasez. Esta investigación es un ejemplo de cómo en los fenómenos altruistas, organismos supuestamente egoístas (sensu Dawkins, 1976) actúan de manera cooperativa hacia individuos con los cuales no están relacionados genéticamente (anulando la posibilidad de beneficios egoístas debidos a relaciones de parentesco a través de adecuación inclusiva).

El resultado predicho por una teoría basada en el egoísmo genético sería que tanto los individuos que practicasen esta conducta como el/los genes que la hicieran posible y así, la propensión al comportamiento altruista tenderían a la extinción (pues al tener costos para sí mismos, los organismos que la practicasen no se reproducirían a la misma tasa que quienes no lo hicieran). Sin embargo, el hecho de que el altruismo se presente de manera estable en algunas sociedades, representa un problema para cualquier teoría que desee explicar su evolución únicamente con base en principios egoístas (Kitcher, 1993: 497). Un efecto de que la fuerza de las relaciones cooperativas entre sujetos en grupos distintos sea diferente, es que en poblaciones compuestas por grupos caracterizados por un mayor índice de interacciones entre miembros de los grupos, que entre no–miembros, los procesos evolutivos pueden ser descompuestos en efectos de selección intra–e inter–grupales (Bowles y Gintis, 2003: 434).

Por lo anterior, y basada en cómo el comportamiento a nivel de grupo puede afectar y modificar la adecuación biológica al nivel individual, la Teoría de la selección a múltiples niveles (Wilson y Kniffin, 1999; Wilson, Van Vugt y O'Gorman, 2008) ha sugerido que la selección natural opera no sólo al nivel del individuo, sino también en diferentes niveles de organización (Lloyd, 2007). Su propuesta es, en resumen, que a manera de maximizar su grado de adecuación, las unidades biológicas dentro de cada nivel de organización están adaptadas para funcionar de manera cohesiva, mientras que distintos niveles actúan de forma coordinada y el alto grado de interdependencia entre individuos que emerge debido a la sociabilidad supone que la efectividad del grupo como un todo contribuye a la adecuación biológica de cada uno de sus miembros (Neuberg y Cottrell, 2008: 66). Tal interdependencia, necesaria para el buen funcionamiento de los grupos cooperativos, sugiere que los animales son capaces de mantener un balance mental del estado de sus relaciones de intercambio de conducta social o favores recíprocos. Por ejemplo, dada su intensa vida social, los primates no–humanos se relacionan a través de muy diversas formas de reciprocidad como el compartir comida (Lefevbre y Hewitt, 1986; y Paquette, 1992); la reconciliación (Preuschoft et al., 2002); el intercambio recíproco de acicalamiento o aseo social (Barrett et al., 2000); así como el consuelo (Aureli, 1997). Es por ello que, para Richard D. Alexander (1985: 3), la reciprocidad indirecta4 podría ser necesaria para el desarrollo de la conducta moral, pues podríamos considerar que, junto con otras formas de reciprocidad, "facilitan la cohesión y reflejan un esfuerzo concertado de los miembros de una comunidad para encontrar soluciones al conflicto social" (Flack y De Waal, 2000: 1).

Las conductas de reciprocidad y los mecanismos cognitivos necesarios para desarrollar un sentido de lo bueno dentro de la conducta de un grupo específico, pudieran ser, por lo tanto, productos de una necesidad en un grupo de mantener una reputación como un miembro confiable (De Jong, 2011: 119), cuyas tendencias cooperativas resultaran atractivas para otros, en el sentido de búsqueda de socios para abordar empresas cooperativas comunes. El papel de la confianza, como facilitadora de cooperación dentro de grupos con membresía cerrada, y sus beneficios han sido investigados desde distintos ángulos, los cuales han llevado a comprenderla como una de las formas primordiales del intercambio social a través de la historia (Greif, 1989).

Sorprende, sin embargo, que algunas de las transacciones contemporáneas en las que se involucra mayor capital se rijan aún en gran medida basadas en principios de confianza e información sobre la reputación de sus miembros, sin la mediación de relaciones contractuales formales. Un ejemplo de ello es el mercado de diamantes (Wechsberg, 1966), donde grupos exclusivos de vendedores y compradores concretan transacciones con un simple apretón de manos. Esto resalta el hecho de que si el mantenimiento de principios de conducta moral actúa como un mecanismo de refuerzo de la membresía de los individuos a sus grupos a través de proveer la confianza necesaria para la libre expresión de procesos cooperativos diversos (i. e., intercambios libres de dudas acerca de la probabilidad de recibir beneficios recíprocos en un futuro), entonces, en comparación de otros grupos que no la presentasen, un alto grado de reciprocidad (regido por principios de conducta tomada como buena para sujetos miembros de cada grupo) podría traducirse en ventajas a corto plazo. Trabajos recientes sugieren que inclusive la religión o el ritual pueden representar adaptaciones culturales para identificar claramente a los miembros de un grupo determinado, por medio de patrones de conductas de membresía con altos costos (como diversos rituales de iniciación), cuya función puede ser reducir la posibilidad de que sus miembros no cooperen entre sí, aumentando sustancialmente la cohesión interna de tales grupos (Sosis, 2000; Wilson, 2005; y Weeden, Cohen y Kenrick 2008).

 

LA HIPÓTESIS DEL CEREBRO SOCIAL (HCS):

LA INTERDEPENDENCIA DE LA CONDUCTA SOCIAL

El pensamiento estratégico, la formación de coaliciones y de subgrupos cooperativos pueden dar lugar a la posibilidad de manipulación social, lo que genera la necesidad de una capacidad para monitorear el comportamiento no sólo de los socios cooperativos más frecuentes, sino también de otros sujetos dentro de la red social (Nowak y Sigmund, 2005: 1291). Señalando justamente cómo las especies de primates con un mayor tamaño relativo de neocorteza cerebral presentan los mayores tamaños de grupo, la anterior es justamente la idea sugerida por la HCS (Dunbar, 1998), la cual propone que el característico aumento observado en la neocorteza cerebral humana es un producto de incrementos en la complejidad del medioambiente social durante la historia evolutiva de los primates (Aiello y Dunbar, 1993: 184).

Posturas alternativas a la de la evolución de un cerebro social sostienen que la tasa de depredación y el tamaño corporal de una especie dada (Hill y Dunbar, 1998: 411) son factores determinantes del tamaño de los grupos sociales: a mayor tamaño de asociaciones, menores tasas de depredación (Isbell, 1994: 61) y, a mayor tamaño corporal individual, la variedad de depredadores a la que estarían expuestos sus miembros sería también menor (Struhsaker, 1969: 80). Otra posición sostiene que el gran desarrollo cerebral observado en humanos y otros primates pudo deberse a un aumento en la capacidad de ver con gran detalle los colores de la fruta madura, facilitando la identificación de taninos y alcaloides venenosos en ellas, propiciando la explotación de este importante recurso (Barton, 1995). Sin embargo, gradualmente se ha ido acumulando evidencia en apoyo de que la principal diferencia entre grupos animales primates y no–primates radica no sólo en sus habilidades para la sobrevivencia en el ambiente ecológico, sino también en sus capacidades para lidiar efectivamente con problemas surgidos dentro de su ambiente social. Si bien las posturas anteriores sugieren importantes capacidades individuales para lidiar con problemas de importancia vital, la HCS, además de aceptar que los animales consiguen resolver todo tipo de problemas de corte ecológico, se distingue por sugerir que éstos lo consiguen a través de soluciones cooperativas (i. e., sociales) (Dunbar, 2003: 164). Esto requiere necesariamente que individuos, grupos y comunidades mantengan un cierto grado de cohesión social (Dunbar y Shultz, 2010: 777), uno de los roles adaptativos que los principios morales debieron fungir mucho antes de ser reconocidos como tales.

Las primeras propuestas acerca de que la complejidad de las relaciones sociales, que era lo que distinguía a los primates de otros taxa, estaban basadas en una idea de Inteligencia maquiavélica (Byrne y Whiten, 1988). Ésta se encontraba fundamentada en dos patrones de conducta muy desarrollados en primates: 1) la capacidad de ciertos individuos para comportarse de manera que parecieran emplear ciertas conductas tácticas para proveer información falsa a otros sujetos, con el objetivo de propiciar la formación de juicios erróneos acerca de situaciones particulares, de las cuales podrían obtener provecho los simuladores; 2) la formación de coaliciones entre sujetos con objetivos comunes. Como un ejemplo, Hans Kummer (1982: 118) describe cómo una hembra de la especie Papio hamadryas consiguió acercase subrepticiamente a un macho más joven al que acicaló sin activar una respuesta agresiva del macho dominante de su grupo: acercándose al subordinado hasta acicalarlo detrás de una roca que la escondía parcialmente a ella, pero totalmente a él, pareció que la hembra había logrado conducirse de manera anticipada para impedir que el macho dominante adquiriera exactamente la información particular (i. e., observarla interactuando con el macho subordinado) que hubiera provocado una respuesta agresiva. En este sentido, los grupos sociales primates se consideran estructuras de suma complejidad, donde los individuos deben escoger entre alternativas de comportamiento con resultados variables, por lo que la inteligencia en los primates no humanos y los humanos debería posibilitar el desarrollo de estrategias plásticas de conducta para alcanzar los mejores resultados en el ámbito social.

De lo anterior se deriva que, si el cerebro hubiera evolucionado como consecuencia de fenómenos como los anteriores, entonces el tamaño de éste debería covariar de manera proporcional, en alguna medida particular, con el aumento de la complejidad de la vida en sociedad. A medida que la neocorteza funge como el asiento de los procesos cognitivos que asociamos con el raciocinio y la conciencia, esta estructura debiera entonces ser la que estuviera bajo la más intensa presión de selección para lidiar con procesos de índole social (Dunbar, 1998: 181). Utilizando el tamaño del grupo como índice de la complejidad de las relaciones sociales, Dunbar (1998) obtuvo resultados que sugieren que la neocorteza cerebral en primates se expandió a causa de la necesidad de mantener actualizada toda la información generada por las interacciones presentes en el ámbito social (incluyendo tanto estrategias conductuales, como relaciones de parentesco, jerarquías de dominio, interacciones cooperativas y agonistas ocurridas entre cada sujeto y terceros, etcétera). El desarrollo de la neocorteza en varios grupos de mamíferos dio lugar, por un lado, a una capacidad para formar vínculos sociales estrechos y/o seguir con cuidado la conducta de una pareja en especies monógamas, permitiendo un alto grado de cooperación entre los miembros de la pareja y, por el otro, ofrecer un cuidado parental altamente eficiente (Dunbar y Shultz, 2007: 1346).

Ahora bien, la capacidad para seguir con exactitud la conducta de uno o algunos sujetos se expandió en los primates para incluir a cualquier otro miembro del grupo social, lo que les permitió ampliar el tamaño de sus asociaciones manteniendo una alta capacidad para registrar la conducta social. Con mayores capacidades cerebrales para el procesamiento de la información del ambiente social, los costos de la convivencia en asociaciones mayores (como aquellos debidos a competencia por recursos alimenticios) fueron menores que los beneficios encontrados al hacerlo (como defensa ante depredadores), impulsando la formación de grupos sociales de mayor tamaño. Así, la teoría recibió posteriormente el nombre, ya mencionado, de Hipótesis del Cerebro Social y ha sido asociada primariamente con Robin Dunbar, incluyendo las posiciones sugeridas por Byrne y Whiten (1988), como casos particulares de ésta. En términos prácticos, la HCS impone un límite a la cantidad de relaciones sociales que los individuos de cada especie pueden mantener en mente (Kudo y Dunbar, 2001: 711). En efecto, Dunbar (2003: 171) sugiere que el nivel de intencionalidad alcanzado por monos (nivel 1), chimpancés (nivel 2) y humanos (nivel 5) está linealmente correlacionado con el volumen del lóbulo cerebral frontal en estos grupos. Por ello, es probable que diferencias entre grupos semejantes estén mediadas por una incapacidad creciente para asignar una teoría de la mente y demostrar empatía cognitiva hacia otros sujetos. Esto da lugar a que, a falta del cableado neural necesario, existan límites al tamaño del grupo característico de cada especie. Tras el cual sus representantes no consiguen ya mantenerse informados de los eventos de su entorno social o establecer relaciones recíprocas con la totalidad de sujetos en su grupo.

Con base en el hecho de que la corteza cerebral proporciona un control inhibitorio de la conducta emocional (Rosenzweig y Leiman, 1992: 639), Hauser sugiere que al ser incapaces de inhibir sus respuestas emocionales inmediatas (lo cual es necesario para decidir entre formas de proceder, de entre una gama de posibilidades conductuales) los infantes humanos y los animales no–humanos son incapaces de escoger alternativas menos tentadoras (inhibiendo así sus deseos más inmediatos) para hacer lo correcto, por lo que están incapacitados para comprender cualquier regla abstracta de comportamiento (Hauser, 2000: 234–235). Hauser sostiene que los humanos poseemos un instinto moral innato e inconsciente, que facilita juicios rápidos sobre lo moralmente correcto e incorrecto y que tales principios morales básicos y universales son exclusivamente humanos; parte exclusiva de la facultad moral (Hauser, 2007: 53). Tal facultad moral está equipada con un grupo de reglas universales para todos los seres humanos y las diferencias entre culturas se observan debido a que cada cultura aplica excepciones particulares a estas reglas (Hauser, 2007: 44). A su vez, propone modelos para caracterizar los juicios morales (Hauser, 2007: 45) y sugiere que el foco de nuestra atención sobre los juicios morales animales debería partir de la cuestión de si éstos pueden (i) evaluar la conducta de otros distinguiendo entre conductas intencionales y no intencionales (por ejemplo accidentales); (ii) analizar una situación o conducta dada bajo principios morales universales, tamizados de acuerdo con posibles excepciones culturalmente determinadas y; (iii) basar sus estados emocionales en conclusiones obtenidas a partir del análisis de situaciones particulares, así como en el juicio generado a partir de tal análisis (i. e., a posteriori).

Según Hauser, para demostrar que monos u otros animales tienen algún concepto de lo justo: primero se debe mostrar que éstos tienen un sentido de lo bueno y de lo malo; que actúan con base en esos conceptos y se adhieren a reglas particulares de orden para mantener la paz y prevenir el caos, acompañando su conducta de los sentimientos normativos correspondientes (Hauser, 2000: 244). Sin embargo, actualmente existen resultados que sugieren que algunas especies de primates no–humanos expresan principios de normatividad (Von Rohr, Burkat y Van Schaik, 2011). En un primer ejemplo, Hans Kummer y Marina Cords (1991) identificaron a macacos dominantes de la especie Macaca fascicularis (macacos asiáticos de cola larga) que parecían respetar la posesión de un objeto cuando un individuo subordinado se mantenía en contacto con él (inclusive indirectamente, a través de un cordel), mas no en casos donde no era así. En el mismo sentido, Kummer (1978) observó cómo machos de babuinos hamadryas restringían sus aproximaciones a hembras particulares cuando previamente se les había permitido que observaran a tal hembra interactuando con otro macho. Por otro lado, con base en otros trabajos (como el de Brosnan et al., 2005; y De Waal, 2006: 44) se sugiere que, siendo los monos capuchinos una de las especies de monos con el mayor grado de desarrollo de la neocorteza (Jones, Martin y Pibeam, 1992: 108), podrían tener un sentido de regularidad social con el que generarían expectativas simples sobre la conducta correcta o justa, que cuando se rompieran dieran lugar a protestas de subordinados o castigos por parte de individuos dominantes.

A partir de ecuaciones de regresión entre el tamaño del grupo y la neocorteza cerebral, se ha calculado que, en el caso de los humanos, el número promedio de sujetos con los que los seres humanos podríamos tener una relación cercana y/o de mutuo reconocimiento es, en promedio, de 150 individuos.5 En palabras de Dunbar, 150 sería el número aproximado de personas distintas a quienes, después de dejarlas de ver por algún tiempo, no vacilaríamos en aproximarnos y saludarlas, nuestro círculo social extenso reconocido. Este número (denominado de Dunbar) se ha identificado en una cantidad significativa de agrupaciones culturales humanas diferentes (Dunbar, 2010: 21), como clanes de sociedades de cazadores–recolectores, grupos militares de distintas épocas, asociaciones de tipo religioso, etcétera. Esto sugiere que puede tratarse de un límite entre los que conforman la macro–jerarquía característica de las sociedades humanas (Zhou, Sornette, Hill y Dunbar, 2005). Al respecto, el caso de grupos ortodoxos cristianos conocidos como huteritas europeos es sumamente interesante, pues éstos basan su sistema de organización social en unidades básicas de un promedio de 110 personas que, conforme crecen, acercándose a, o superando los 150 individuos, deben escindirse; la razón es que ellos reportan que la mera presión social resulta ya insuficiente para mantener la cooperación y el orden social en un nivel aceptable (Dunbar, 2010: 28).

Basado en evidencias como aquélla, Dunbar (1996) sugiere que el lenguaje pudo haber tenido su origen cuando grupos de primates cada vez mayores resultaron incapaces de mantener la cohesión social a través del intercambio de acicalamiento (por contacto directo entre individuos), lo que abrió la posibilidad a que otras formas de intercambio social dieran fuerza a los grupos. Así, el lenguaje pudo haberse fijado por la vía del intercambio de información social. Si bien antes de este punto cada sujeto en un grupo de primates debía tener contacto con, u observar la conducta de cada individuo para probar su calidad como un posible socio cooperativo, la posibilidad de una expansión de la neocorteza cerebral que propiciara el lenguaje abrió una puerta al intercambio de información no sólo de la reputación de sujetos particulares, cooperadores o no (Dunbar, 2004: 106), sino también de recursos dispersos en el tiempo y espacio, y eventualmente de objetos imaginarios o inmateriales. Una vez que se accedió a la perspectiva mental de otros sujetos, la empatía cognoscitiva pudo trazar el camino al desarrollo de principios de sociabilidad comunes a todos los miembros de grupos mucho más extensos. Asimismo sentó las bases para el intercambio oral de información, pero careciendo aún de la posibilidad de observar directamente el comportamiento de todos los miembros del grupo (por ejemplo, en grupos humanos de más de 150 personas), el incipiente respeto por normas no explícitas observado en primates no–humanos (como en los ejemplos antes señalados) pudo haber cedido el paso a la determinación de reglas explícitas, sancionadas por autoridades públicamente reconocidas y acordadas de forma mutua por la mayoría de los miembros del grupo (Knight, 2008: 114).

Una posibilidad, relacionada también con los orígenes de la religión, es que la evolución de la capacidad para concebir ideas acerca del contenido de las mentes de otros hubiera dado lugar a la posibilidad de atribuir eventos de la vida diaria a la acción o voluntad de agentes supernaturales (Johnson y Bering, 2006). Una vez que fue posible esta idea, el miedo a represalias provenientes del mundo de lo supernatural restringiría sustancialmente la posibilidad de transgresiones a las normas sociales; esto propiciaría la cohesión social del grupo, tanto al compartir reglas o creencias comunes sobre agentes sobrenaturales, como al evitar que sujetos particulares castigaran a otros miembros del grupo, reduciendo la probabilidad de represalias futuras (Johnson y Bering, 2006). La anterior es una de las hipótesis acerca de procesos a través de los cuales, comunidades pequeñas con individuos capaces de mantener sistemas internos de auto–regulación (i. e., autónoma) de su conducta, pudieron transformarse en grupos cooperativos más grandes, en los que creencias particulares, códigos de conducta explícitos y/o externos (i. e., normas), o roles sociales que regulasen de manera heterónoma las interacciones entre sus miembros, evitaran la transgresión de las libertades individuales y la descomposición de grupos grandes en subunidades carentes de la suficiente cohesión social. Aunque no lo sabemos con exactitud, procesos de esta índole pudieron haberse presentado en algún momento entre la aparición del lenguaje como sistema de intercambio social de información (alrededor de hace 500 000 años) (Dunbar, 1999: 211) y la Edad de Piedra Media africana, hace unos 300 000 a 250 000 años (McBrearty y Brooks, 2000).

 

CONCLUSIONES

La Hipótesis del Cerebro Social puede tomarse como un eje transversal alrededor del cual los eventos evolutivos más importantes que dieron lugar al origen y evolución de la moralidad pudieron estructurarse. En otras palabras, sugerimos que incrementos en capacidades cognoscitivas para pensar acerca de, entender y pronosticar la conducta de otros sujetos en el ambiente social primate permitieron, en última instancia, abstraer principios de comportamiento individuales (i. e., morales) y a nivel de grupo (i. e., normas) que hacen posible mantener la cohesión social y el alcance de los beneficios debidos a ésta. La evidencia revisada sugiere que la simpatía y la empatía representan los procesos más básicos que dieron lugar a la moralidad, ya que permiten sentir y saber (respectivamente) lo que otro individuo siente.6 Sin embargo, a pesar de que ambas se refieren a la capacidad para reaccionar, o reconocer las emociones de otros sujetos, nuestro análisis sugiere que estas capacidades aún no pueden equipararse con la capacidad moral. Esto debido a que tales procesos mentales no suponen la presencia de patrones abstractos que rijan la conducta presente y futura. La evidencia aquí presentada sugiere, por su parte, que un prerrequisito para la capacidad de emitir juicios morales es poder concebir ideas sobre el contenido de la mente de otros sujetos. Esto supone que, a través de comparar mentalmente (i. e., sin la necesidad de observar directamente las interacciones de otros sujetos con los estímulos que activan tal emoción en ellos) respuestas de otros posibles sujetos con sus posibles respuestas propioceptivas y quinestésicas generadas en situaciones similares, los sujetos adquirirían la capacidad de concebir abstracciones acerca de formas de proceder en situaciones particulares. Únicamente, al alcanzar esta capacidad, podríamos considerar que una especie llegara a mantener conceptos generales de lo bueno y lo malo que regulasen su conducta y aplicasen tanto para sí misma como para individuos de otros taxa. Asimismo, podemos sugerir que posteriores incrementos cognitivos que hicieran posible la exteriorización de abstracciones (por ejemplo, a través del lenguaje) acerca de reglas autónomamente generadas en lo individual, los miembros de un grupo podrían reconocer la similitud entre tales abstracciones. Esto propiciaría el establecimiento de formas genéricas de respuesta ante situaciones determinadas, ahora desligadas e independientes de la emoción generada en/por observadores específicos, que representasen formas pre–establecidas de actuar ante sucesos del medioambiente o del comportamiento de sujetos, dando lugar a la aparición de las normas sociales (establecidas así de manera heterónoma).

De lo anterior concluimos que aún tras sendos argumentos de autores como De Waal (2006) y sus comentaristas, la evidencia se inclina hacia el que los animales no–humanos carecen de la capacidad de procesamiento necesaria para concebir principios morales generalizados y, mucho menos, universales. Sin embargo, lo anterior no debe ser tomado como un enunciado de tipo dualista, en tanto que consideramos que la presencia de empatía y simpatía en primates no–humanos sugiere diferencias sólo de grado y no cualitativas en las capacidades para emitir juicios morales. Por ejemplo, si bien en el presente observamos un aparente salto entre las capacidades de los primates humanos y no–humanos para presentar una teoría de la mente, se ha sugerido, de acuerdo con el volumen cerebral de las especies humanas extintas (calculado a través de modelos de sus cráneos),7 que los niveles de intencionalidad de éstas podrían haberse situado entre las capacidades de humanos y simios modernos (Dunbar, 2005).

En este trabajo, nos sumamos a la opinión de Hauser (2000: 250) cuando sugiere que puesto que los primates no–humanos son incapaces de emitir juicios sobre su propia conducta (presente y futura), así como la de otros en una escala de lo correcto a lo incorrecto, entonces éstos no pueden considerarse agentes morales, sino sólo pacientes morales que, por lo tanto, deben ser tratados con justicia por los agentes morales. Asimismo coincidimos con él cuando sugiere que sobre los agentes morales recae la responsabilidad de las decisiones éticas y del deber impuesto por las normas de una sociedad. Aunque no lo expresó en estas palabras, consideramos que Charles Darwin podría haber coincidido con estas conclusiones, al aseverar que:

[...] conforme el hombre avanzó en poder intelectual, y fue capaz de trazar las más remotas de sus acciones; conforme adquirió el conocimiento suficiente para rechazar costumbres banales y supersticiones; conforme se preocupó más y más no sólo del bienestar, sino de la felicidad de otros humanos; conforme debido al hábito, instrucción y ejemplo sus simpatías se hicieron más sensibles y más ampliamente difundidas extendiéndose a hombres de todas las razas [...] y finalmente a los animales inferiores —fue como el estándar de su moralidad se elevó más y más alto. (Darwin, 1871: 103)

Con base en lo anterior, sugerimos que la Hipótesis del Cerebro Social ofrece el campo en el que tal transición pudo haberse presentado y los mecanismos evolutivos que la pudieron haber impulsado. Sin embargo, estamos lejos de haber agotado los aspectos críticos en torno a esta teoría. Esperamos poder analizarlos en posteriores estudios ad hoc.

 

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NOTAS

1 Conducta donde un individuo externo a un conflicto entre terceros provee de afecto a uno de los dos contendientes (De Waal y Roosmalen, 1979); quizá con el fin de aliviar el estrés del agredido, pues tal afecto tiende a ser provisto significativamente con más frecuencia al receptor de la agresión que al agresor, y aumenta con aquellos que recibían agresión intensa que quienes recibían una agresión leve (De Waal y Aureli, 1996).

2 Definida como "empatía aunada a una valoración de la situación [percibida o sufrida] del otro" (De Waal, 2006: 41).

3 "Eficacia total de un individuo; suma de sus eficacias indirectas, como consecuencia de que la reproducción de [sus] los parientes fue posible por su acción, y de la eficacia directa, debida a su propia reproducción" (Freeman y Herron, 2002: 682).

4 El hecho de que un sujeto A puede cooperar con un sujeto B sin esperar alguna retribución, sino que un sujeto C, auxilie o coopere con A (Nowak y Sigmund, 2005: 1291).

5 Dunbar (2010: 21) discute el reciente fenómeno de los cientos de amigos que alguien puede tener en las redes sociales virtuales en términos de un balance entre la calidad y la cantidad de tales relaciones.

6 Nótese que, según nuestras definiciones, éstas son respuestas ante el estado emocional presente (no pasado, ni futuro) de un tercero.

7 De acuerdo con Jones, Martin y Pibean (1992: 251), los volúmenes cerebrales de éstas, en centímetros cúbicos (cc), son: Homo habilis: 500–800 cc; Homo erectus: 750–1250 cc; Homo sapiens (arcaico): 1100–1400 cc; Neanderthal: 1200–1750 cc; Homo sapiens (moderno temprano): 1200–1700 cc.

 

INFORMACIÓN SOBRE LOS AUTORES:

Augusto Montiel–Castro: Licenciado en Psicología por la Universidad Nacional Autónoma de México en 2003, maestro en Comportamiento Animal por la Universidad de Exeter, (2005), y doctor en Psicología Evolucionaria y Ecología del Comportamiento por la Universidad de Liverpool (2009), ambas universidades en Reino Unido. Desde el 2010 ha colaborado con el Centro Darwin de Pensamiento Evolucionista (CEDAR) de la Universidad Autónoma Metropolitana–unidades Iztapalapa y Lerma, y a partir del 2011 se desempeña como becario posdoctoral del Área de Historia y Filosofía de las ciencias en la UAM–I. Sus intereses de investigación se basan en hipótesis comparativas alrededor de los orígenes de la sociabilidad y los principios de la cohesión social desde la teoría sintética de la evolución.

Jorge Martínez Contreras: Doctor en Filosofía por la Sorbona. Profesor/fundador (1974) de la Universidad Autónoma Metropolitana, donde ocupó cargos importantes, entre ellos el de Rector de la Unidad Iztapalapa. Especializado en filosofía del evolucionismo, estudia con especial énfasis la propia evolución de lo que significa ser humano en modelos primatológicos de la hominización y su impacto en la filosofía. Miembro del SNI, así como de varias de sociedades científicas, incluyendo a las mexicanas de Filosofía y de Primatología, de las que ha sido presidente. Profesor visitante en varias universidades latinoamericanas y europeas, entre ellas del Institut d'Histoire et de. Philosophie des Sciences et des Techniques (París) y profesor en el Máster en Evolución Humana, Universidad de las Illes Balears. Es autor, coautor o editor de aproximadamente 20 libros especializados y/o coordinados, de más de cien trabajos, la mayoría como autor único y de cerca de 300 ponencias y/o conferencias nacionales e internacionales. Organizador de un gran número de coloquios y de congresos nacionales e internacionales. Es director del Centro Darwin de Pensamiento Evolucionista (www.centrodarwin–uam.mx). Co–editor de Ludus Vitalis.

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