SciELO - Scientific Electronic Library Online

 
vol.14 número27Comunidad política y revuelta popularLa filosofía animal de Nietzsche: Cultura, política y animalidad del ser humano índice de autoresíndice de assuntospesquisa de artigos
Home Pagelista alfabética de periódicos  

Serviços Personalizados

Journal

Artigo

Indicadores

Links relacionados

  • Não possue artigos similaresSimilares em SciELO

Compartilhar


Signos filosóficos

versão impressa ISSN 1665-1324

Sig. Fil vol.14 no.27 Ciudad de México Jan./Jun. 2012

 

Traducción

 

Escribir sobre sí mismo. Consideraciones sobre el estilo tardío de Nietzsche*

 

Martin Seel**

 

** Institut für Philosophie, Johann Wolfgang Goethe–Universität Frankfurt, seel@em.unifrankfurt.de

 

Los seres humanos, dice Ernst Tugendhat —en su libro Egozentrizität und Mystik haciendo un gesto crítico ante Heidegger, quien a su vez se había referido críticamente en Sein und Zeit, al metódico egómano llamado Descartes—, son seres–que–dicen–yo [Ich–Sager].1 El ser humano se experimenta a sí mismo como algo entre otras cosas y como uno o una entre otros u otras. Al conocer y al actuar, el ser humano sólo puede referirse tanto a las cosas y a los acontecimientos de un mundo objetivo, como también a los otros seres humanos entre los que vive, al colocarse en relación con ellos. Tiene que poder decir "yo" y relacionarse así consigo mismo para alcanzar, en una orientación consciente y determinada, a los otros y lo otro. Al hacerlo, debe poner constantemente en juego sus convicciones e intenciones, si es que quiere llevar en general un curso de vida medianamente reflexivo. Tiene que darse importancia para poder conceder importancia a algo o a alguien —en todo caso, hasta un cierto grado.

Los que dicen 'yo' [dice Tugendhat] parecen darse una importancia absoluta, pero en forma más o menos expresa son conscientes de que los otros también se dan importancia, de que están en un mundo en que ellos mismos pueden conceder importancia a otras cosas y de que ante ese mundo, finalmente, pueden considerarse como más o menos insignificantes. (Tugendhat, 2004: 36)

Los filósofos en verdad —así lo dejan en claro estas observaciones preliminares y la cita en la que desembocan— son de suyo seres que dicen–ello [Es–Sager]. Tratan de decir qué tiene que ver ello [Es] con el decir yo [Ich], con la conciencia y la autoconciencia, con la causalidad, el arte, la moral, el derecho, la ciencia y, para concluir, con el acto mismo de filosofar. Hacen esto tomando como punto de partida reflexivo y crítico las comprensiones de estos temas que circulan fuera y dentro del propio gremio. Lo hacen con el propósito de desarrollar una concepción de estas concepciones lo más adecuada posible: una comprensión de nosotros mismos y del mundo que sea capaz de dirigir con sentido la acción, tanto en el terreno de la teoría restante, como en el de la praxis habitual. Quieren saber, y también decir, cómo están las cosas respecto de la pretensión y el alcance de las orientaciones humanas. Quieren superar la etapa de la mera opinión; quieren saber, y también decir, en qué estado se encuentra ello con el saber humano. Donde era yo [Ich], debe llegar a ser ello [Es] —tal es el perenne credo de la ilustración filosófica.

Sin embargo, filósofos y filósofas son asimismo seres humanos. No pueden ser de otro modo; tienen que partir de sí mismos —y de lo que han hecho suyo por la educación, la tradición, el trato con los demás y la propia práctica—. Pero así están las cosas no sólo en toda perspectiva trivial, como el hecho de que tengan que dominar el sistema de los pronombres personales para poder decir "yo", o el hecho de que puedan referirse sólo a lo poco que conocen mediante la experiencia y la lectura, sino también en el meollo de su actividad. En cuanto filósofos, tienen que dar razón de sus evidencias y confiar en su juicio. Cuando quieren decir cómo está ello con algo, tienen que tomarse la libertad de decir cómo están las cosas según su parecer. Al exponer una perspectiva, exponen la suya en cada caso. Esto es válido no sólo en el discurso oral, sino también precisamente en la escritura. Si en su prosa usan el "yo" o eligen un gesto más objetivo, son ellos los que ponen a discusión lo que deben discutir. Adoptan una posición, a saber, la de su yo, para desarrollar a partir de ella la progresión de sus propios pensamientos. Implícita o explícitamente emplean el "yo" para hacer valer un "ello" —temas, tesis o también terapias—. En todo caso, así son las cosas en el típico discurso filosófico oral y de la escritura —un patrón al que Nietzsche, especialmente el Nietzsche tardío, rehusó, al parecer, someterse.

 

1.

Para entender adecuadamente el tipo y el sentido de esta negativa, es importante hacer una descripción liberal de este modelo, que sea capaz de dar razón de la gran amplitud del discurso filosófico oral y de la escritura. Esta posición original quisiera esbozarla de la siguiente manera:

Filosofar es pensar, a partir de la posición de alguien determinado, la posición de cualquier otro. Si se suprime el sujeto filosófico que aquí pone en juego su posición, entonces se suprime también la filosofía que aquí puede ganar una posición que se distingue de la posición de las ciencias, del asunto de la orientación de la vida. La meta de la actividad filosófica no es el simple conocimiento en el sentido de resultado que uno pueda asegurar y emplear, sino la intuición: la intuición cognoscitiva de la propia posición como una que no es sólo la propia o la visión cognoscitiva de una posición ajena en la cual se encuentran rasgos de la propia. Sin partir de la posición contingente de este sujeto cognoscente no se llega a un conocimiento reflexivo de la posición no sólo de este sujeto, esto es, no se llega a proposición filosófica alguna. Encontrar lo que no es relativo en lo relativo y no olvidar lo relativo donde no lo es, son las dos caras de una misma moneda. [Dicho de otra manera, filosofar es la actividad de reflexionar sobre relaciones, reflexión sobre las cuales tarde o temprano se vuelve inevitable para todos los que pueden reflexionar sin una meta externa. Para el que quiera comprarse un helado, puede valer la pena reflexionar dónde se puede encontrar el mejor helado al precio más barato. Quien no quiera comprar un helado no tiene necesidad de emplear su cabeza pensando en ello. Pero quien pueda desear un helado o alguna otra cosa, y lo sabe y por esto se pregunta cómo debe satisfacerse el deseo, puede preguntarse qué significa tener un deseo y cumplirlo. (¿Desear significa siempre desear el cumplimiento?, podría preguntarse; no, podría ser la respuesta.) Cada quien puede cuestionarse esto respecto de cualquier otra persona o de cualquier otra cosa, cada uno y cada una que se pueda preguntar algo, puede cuestionar cómo es ello no sólo para ellos y también lo que significa encontrarse en esta o aquella clase de situación en la vida. Es decir, pueden comenzar consigo mismos. En la pregunta: "¿Qué significa esto no sólo para mí, si no importa para otra persona determinada?" permanece vivo como punto de partida el "para mí", aun cuando se levante toda restricción a un "solamente para mí".]2 Al filosofar no hablamos sobre todos, sino para todos los que se encuentran en una situación como la nuestra —sean estos muchos o todos.

Sin embargo, este procedimiento conoce innumerables caminos. "Si yo escribo un alemán mejor del que escribe la mayoría de los escritores de mi generación", aclara Walter Benjamin en su Berliner Chronik (Crónica berlinesa), "esto lo debo en buena parte a haber observado durante veinte años una sola pequeña regla de redacción. Esta tiene el tenor siguiente: No emplear nunca la palabra 'yo', a no ser en las cartas". En los tratados, como en los ensayos, piensa Benjamin, se intenta dejar que las cosas tratadas aparezcan tan plásticas como sea posible. El velo del opinar roba innecesariamente luz y contraste a lo opinado. De acuerdo con esto, habría alcanzado la plenitud de la escritura filosófica aquél que pueda expresar la propia posición sin ponerse en primer plano. No hablar de sí mismo es tanto hoy como ayer un modelo fundamental de escritura filosófica —y por esto un modelo ortodoxo dentro del que he llamado liberal—, un modelo que no pocos consideran su vía regia. Pero también aquí hay muchas variantes. Uno puede jugar con diferentes registros en el desarrollo de una doctrina como lo hace Platón en sus primeros diálogos. Aristóteles emplea este procedimiento en sus reflexiones al hacer constantemente suyas las opiniones en boga respecto de un tema en cuestión. En la interpretación de uno o muchos autores se puede arrojar luz sobre viejos problemas. Uno convierte la materia de un libro en su sujeto gramatical, como Hegel, cuando en su Fenomenología del espíritu ayuda al espíritu a emprender un viaje de descubrimiento hacia sí mismo. Otro posible estilo que no deja de ser objetivo es el uso de la primera persona del plural. Aun cuando sea empleado como Pluralis Majestatis, oculta la persona individual del que habla en este plural. Por el contrario, en un hombro a hombro retórico con los lectores, el uso del "nosotros" como también del "nuestro", vuelve invisible el propio yo del autor haciéndolo desaparecer en un nosotros colectivo más o menos amplio —al volver actuales hipótesis, situaciones de vida o problemas que el escritor cree compartir con sus lectores—. Aun cuando este "nosotros" esté gramaticalmente del lado del sujeto del discurso, aparece menos como sujeto que como objeto de la reflexión filosófica: como esa relación con la constitución del mundo y de la vida, relación que es el punto en el que brota toda reflexión filosófica.

La primera oración del escrito de Nietzsche sobre el nacimiento de la tragedia comienza consciente de sí: "Mucho es lo que habremos ganado para la Estética científica cuando hayamos llegado no a la intelección lógica, sino a la seguridad inmediata de la intuición de que el progreso del arte está ligado con la duplicidad de lo apolíneo y lo dionisiaco" (1980: I, 25/2009: 41). "Vemos las cosas a través de la cabeza del ser humano y no podemos cortar esta cabeza; aunque es cierto que queda pendiente la pregunta ¿qué quedaría aún del mundo si se la hubiera cortado?" (1980: II, 29). Así está escrito al principio de Menschliches, Allzumenschliches (Humano, demasiado humano) en relación con el problema de un mundo metafísico. También en Nietzsche es completamente normal el nosotros filosófico con el cual se cubren relaciones universales; aunque mal conocidas hasta ahora a las "nuestras", las humanas. A pesar de que se presente como miembro humano de un círculo que lleva el nombre de "nosotros los filólogos" o invente una federación "de espíritus libres", habla en nombre de un nosotros colectivo delimitado no importa cómo (en último caso, incluso imaginario). Se delinea un "nosotros" al que le está confiada una cosmovisión, no más verdadera pero sí superior.

 

2.

En todas estas formas de la exposición filosófica, los escritores no tienen que comprometerse como personas. Ni siquiera tienen que hacerlo —y a menudo lo hacen— cuando suelen hacer un uso más o menos generoso del pronombre "yo" en sus textos, como es costumbre en el discurso oral. Pues en muchos casos se presentan el autor o la autora simplemente como los que en sus declaraciones escritas responden de aquello sobre lo que discurren en ellas, sin darle voz a su restante sí mismo, en sentido biográfico más amplio. Para esto reservan, en un terreno más bien convencional, sólo los paratextos de las dedicatorias y agradecimientos. Aquí puede abrirse una ancha hendidura que sirva de puerta de acceso a la vida de la persona que está detrás del libro, pero, por regla general, para volverla a cerrar inmediatamente. Nuestra curiosidad —la de los lectores— se despierta, pero sin quedar satisfecha. Uno de mis ejemplos preferidos al respecto es el terceto que Jürgen Habermas antepone en su libro Philosophischer Diskurs der Moderne [Discurso filosófico de la modernidad]: "Para Rebeca / que ha puesto el neo–estructuralismo / más a mi alcance". El delicado adverbio comparativo hace creíble la cosa y pone de relieve una tensión fundamental no sólo en el texto, sino también entre padre e hija. Varios autores son capaces de hacerlo de un modo un poco más excesivo. "The Summer my daughter felt in love with James Steerforth, she was fourteen and I was forty" (Este verano se enamoró mi hija de James Steerforth; ella tenía catorce años y yo cuarenta): así reza la primera oración del ensayo de Martha Nussbaum en su libro Love's Knowledge]. El escenario clásico propio de las confesiones de los autores filosóficos son sus prólogos. En ellos, a veces se levanta un poco más el telón para que aparezca más y mejor la persona del escritor. En este contexto puede pensarse, por ejemplo, en el prefacio de Johann Fichte a su libro Grundlage der gesamten Wissenschaftslehre [Principios de toda la doctrina completa de la ciencia], en los prólogos a las diversas ediciones de Die Welt als Wille und Vorstellung [El mundo como voluntad y representación] o a los prólogos soberbiamente humildes que Ludwig Wittgenstein escribe tanto a su Tractatus como también a sus Philosophische Untersuchungen [Investigaciones filosóficas] o, precisamente, y ante todo, en Nietzsche. Desde el principio, comenzando con el "Prólogo a Richard Wagner", antepuesto al escrito sobre el nacimiento de la tragedia, o con el preludio a Menschliches, Allzumenschliches, que celebra la propia soledad productiva, sus prefacios son excesos del decir "yo" —excesos que culminan en aquel escrito, extenso como un tratado, no publicado en vida, que no consiste en otra cosa más que en una serie de prólogos, añadidos posteriormente y a la vez anticipados, a las propias obras pasadas y venideras (aunque nunca escritas), a saber, en el escrito Ecce homo: texto en el que Nietzsche habla, al parecer exclusivamente, de sí mismo.

 

3.

Sin embargo, para poner en claro lo que pasa dentro del género de la literatura filosófica, tengo que tomar de nuevo un poco de ímpetu. Pues existe naturalmente esa larga tradición de la escritura filosófica en la que el yo ficticio o real del autor o la autora juega un papel, y a veces hasta el papel central. Piénsese en las Confesiones de San Agustín o en las Confesiones de Rousseau, en los Essais de Montaigne, los Pensées de Pascal, hasta —para volvernos a saltar a Nietzsche— en las Philosophische Untersuchungen de Wittgenstein o en Minima Moralia de Adorno. Estos no son sólo diferentes casos de un filosofar decididamente literario, sino también del decir–yo filosófico. Hasta cierto punto es irrelevante en esos casos la cantidad de veces que se usa la breve palabra "yo". En Minima Moralia, por ejemplo, su aparición es relativamente rara. Pero el "interés específico" del libro, como lo dice la dedicatoria a Max Horkheimer, consiste en "presentar, a partir de la experiencia subjetiva, momentos de la filosofía que han hecho en común", y, por cierto, de tal manera que al hacerlo se parte "en cada momento del estrechísimo ámbito del intelectual en situación de emigración" (Adorno, 1973: 12 y 11). Incluso donde no habla de sí mismo, dice, el autor se percibe en este libro de acuerdo con su propia disposición afectiva. De un modo formalmente análogo, ya Pascal había hablado, en el sombrío tono de su fe, de la miseria del ser humano en el mundo. [A su vez, al tornasolado discurso, dicho en primera persona, en las Philosophische Untersuchungen, le corresponde un papel completamente diferente. Unas veces se refiere el autor a su pensamiento anterior; otras, asume la función de representante con el fin de mostrar cómo procede cualquiera en el momento de hablar y actuar. Pero, sobre todo, marca la posición de un ego que está involucrado en un diálogo interno permanente con un alter ego, con quien busca salidas a los frascos de moscas teóricos. Mediante la presentación de su proceso mental, el autor escenifica ante los ojos de sus lectores un proceso mental que les prescribe como terapia.] Montaigne, por el contrario, a quien junto con Pascal Nietzsche cuenta en Ecce Homo entre sus pocas afinidades electivas, podría pensarse, se contenta con dar a conocer sus puntos de vista sobre las cosas grandes y pequeñas de la vida. Sin embargo, también hace variaciones a las posibilidades de un magnífico comportamiento consigo y con el mundo: el comportamiento de un sujeto moderno que trata de encontrar su propia rima en la marcha de las cosas, a la que se somete pero también trata de dirigir.

[Tanto más ejemplar es el modo en el que proceden las confesiones autobiográficas —o, dicho con mayor precaución, las confesiones organizadas autobiográficamente— de San Agustín. "Pero ¿cómo invocaré yo a mi Dios, a mi Dios y mi Señor", pregunta al principio de sus Confesiones, "puesto que al invocarle le he de llamar a mí? Y ¿qué lugar hay en mí a donde venga mi Dios a mí?" (Agustín, 1987: 13/2005: 74). Esta pregunta a la vez por el sujeto y el objeto de la fe puede —y debe— hacérsela también el lector a quien en el curso de la lectura la vida del autor debe mediar una explicación adecuada de esta fe.] A su vez —y al parecer radicalmente— se plantea de modo diferente la correlación de referencia al yo y referencia al otro en las Confesiones de Rousseau. "Emprendo una tarea", con estas palabras inicia el autor el estudio de sí mismo, "de la que nunca hubo ejemplo y cuya ejecución jamás tendrá imitadores. Quiero mostrar a mis semejantes un ser humano en toda la verdad de la naturaleza; y ese ser humano seré yo. Única y exclusivamente yo" (1985: 37/2008: 29). De esta manera, en efecto, queda excluida toda posibilidad de que el lector asuma e interprete el papel del yo del narrador. Pero es decisiva la razón que el autor da en la primera página de su libro.

Siento mi corazón —y conozco a los seres humanos. No estoy hecho como ninguno de cuantos he visto; me atrevo a creer que no estoy hecho como ninguno de cuantos existen. Si la naturaleza hizo bien o mal al romper el molde en que me vació, es cosa que no puede juzgarse hasta después de haberme leído. (Rousseau, 2008: 29)

En esta formulación está implícito que Rousseau quería "leer"se en este texto de tal manera que otros pudieran leerlo tal como él se experimenta a sí mismo. "He desnudado mi alma tal como tú mismo la viste, Espíritu eterno", dice en seguida haciendo una equiparación tan espectacular como blasfema de la propia perspectiva que tiene de sí mismo con la perspectiva que Dios tiene de él. Respecto de sus semejantes, por supuesto que Rousseau añade: "Que cada uno de ellos desnude a su vez su corazón a los pies de tu trono con igual sinceridad" (2008: 30). Con esta expresión no queda excluido, sino expresamente incluido, que los demás son igualmente únicos como él mismo. De este modo se presenta el texto de estas confesiones como el modelo de un auténtico decir–yo. Ciertamente habrá de conducir a un resultado diferente por completo al que, fiándose de él, haga suyo este modelo. Pero sigue siendo un modelo de lo que significa ser un ser especial e irrepresentable entre sus semejantes.

Con esto llego —finalmente— a mi primera tesis: el decir–yo filosófico en las obras que acabamos de citar es siempre un decir–yo ejemplar. Representa un estándar, aunque heterodoxo, dentro del estándar del discurso filosófico que he caracterizado como liberal. De diferentes modos, estos y otros autores escriben en el centro de sus obras sobre sí mismos, a partir de su ejemplo o en su ejemplo, para delinear una visión que trasciende su ejemplo individual. Los autores se ponen en juego como personas, escriben de manera explícita y en parte excesivamente sobre sí mismos para mediar a sus lectores de una manera lo más intuitiva posible una orientación general. Aunque en sus textos tratan de sí mismos, nunca se trata sólo (y, en definitiva, a menudo no absolutamente) de ellos mismos. En este punto, así quisiera afirmarlo, se distingue el decir–yo filosófico liberal en la actitud, pero no en su posición fundamental, de los tonos más objetivos del decir–ello o decir–nosotros, que domina la literatura filosófica. Aquí también, en el discurso de un sujeto a todas luces determinado que no se inhibe ante las propias peculiaridades ni incluso ante la propia unicidad, tiene que abrirse una comprensión de no cualquiera entre los asuntos humanos que tendría que ser compartida por cualquier sujeto.

 

4.

Antes de analizar por fin a Nietzsche, permítaseme recordar a un autor que se mueve atinadamente en un célebre tramo de su obra, en la frontera entre la línea tradicional ortodoxa y la heterodoxa de la escritura filosófica. Hablo de René Descartes. Sobre todo en las dos primeras de sus Meditaciones opera con una figura–del–yo [Ich–Figur], cuyas reflexiones llevan directamente al corazón de la gigantesca tarea de provocar una subversión de todas las certezas dudosas para poder poner a continuación un fundamento seguro al saber humano. Este ejercicio se lleva a cabo con un estilo narrativo. El sujeto del discurso se retira a la soledad, se sienta cerca de la estufa con su abrigo de invierno puesto, mira desde la ventana siguiendo el curso de sus reflexiones, etcétera. En seis capítulos —que nos pueden hacer pensar en la historia cristiana de la creación— lleva una especie de diario sobre los resultados del estudio de sí mismo. Es de pies a cabeza Descartes mismo quien habla en el diario, pero habla —al escribir— en una forma sumamente estilizada. Todo se reduce aquí al tipo de estilización. Pues en esta narración filosófica no se trata precisamente de la persona del autor. Más bien construye para sus lectores una posición que les permita colocarse a sí mismos en el lugar del yo del autor. En este sentido las Meditaciones están compuestas como los retratos de personas que dan la espalda al espectador que pinta un Caspar David Friedrich (Mönch am Meer [Monje a la orilla del mar] es sólo el ejemplo más conocido), que seducen a los espectadores para que entren con la imaginación en el espacio del cuadro y experimenten el paisaje desplegado en él como desde la perspectiva de las figuras que están dentro del cuadro. La figura–del–yo [Ich–Figur] que escribe junto a la estufa con su abrigo de invierno puesto y que, al hacerlo, subvierte y reconstruye el mundo en su pensamiento, es un lugarteniente del lector, a quien se le exige que lleve a cabo exactamente, dondequiera que se encuentre, esta operación en su propio cuerpo y en su propia alma. Hasta este grado ha de entenderse de antemano metódicamente la egomanía de este texto que le ponía a Heidegger los nervios de punta porque parecía separar al sujeto del contexto de su mundo: cada uno está invitado a ponerse en sus propias reflexiones en el lugar de este ser–que–dice–yo.

 

5.

Este decir–yo neutral constituye ahora el estricto polo contrario de aquel con el que Nietzsche entra en escena en Ecce Homo ante sus potenciales lectores. Porque aquí absolutamente nada es neutral. Nietzsche rompe no sólo con la tradición dominante del decir–nosotros [Wir–Sagen] o decir–ello [Es–Sagen] filosófico; rompe no menos radicalmente con todas las variantes que han existido hasta hoy de un decir–yo filosófico. En todo caso, este es el tenor de mi segunda tesis. Es la ley de un decir–yo ejemplar, seguido por Descartes en su forma quizá más estricta y por muchos otros autores en una forma fuertemente relajada, y que Nietzsche trata de derogar. Pues —para decirlo ante todo en una forma hasta cierto grado paradójica— es una ejemplaridad exclusiva la que él reclama en su último ensayo para sí y para su escritura.

"He aquí un hombre", así es como se tiene que leer el título de esta desbordante autodenuncia. Es Nietzsche mismo el que celebra su forma de vivir, su talento y su tarea, su autoría, en una palabra, su "divinidad" (1980: VI, 268).3 Aquí se presenta un ser humano único con su patrimonio. El tema del libro, lo dice la primera de todas las frases, es la pregunta "¿quién soy yo?" "¡Escuchadme! Yo soy tal y tal. ¡Sobre todo, no me confundáis con otros!" (257). Con esta obertura queda bloqueada automáticamente la puerta a la expectativa de que el autor vaya a hablar en su discurso de pero al mismo tiempo para otros. "Yo me cuento mi vida a mí mismo", se dice un poco más adelante (264). A los hipotéticos lectores se les cierra toda posibilidad de asumir la perspectiva del yo figurado. De principio a fin se trata —como se dice al final— de "lo que me pone aparte de todo el resto de la humanidad" (371). Esto, por cierto, apenas suena diferente a la furiosa obertura de las Confesiones de Rousseau; pero en Ecce homo falta ese espíritu democrático que otorga a cada uno la propia singularidad y con ésta la posibilidad de una relación sinceramente veraz consigo mismo.

Es verdad que se da un caso, escribe Nietzsche, "La señora Cósima Wagner es, con mucho, la naturaleza más aristocrática; y, para no decir una palabra de menos, afirmo que Richard Wagner ha sido, con mucho, el hombre más afín a mí. Lo demás es silencio" (268). Pero ésta y las otras pocas concesiones explícitas que se encuentran en el texto se retiran inmediatamente. Pues lo que Nietzsche encontraba en alguien como Richard Wagner era, una vez más, a fin de cuentas, sólo a sí mismo. él insiste en "que lo que en mis años jóvenes oí yo en la música wagneriana no tiene nada que ver en absoluto con Wagner" (313). Su escrito sobre Wagner in Bayreuth ha sido, visto con cuidado, una "visión de mi futuro"; la pieza sobre Schopenhauer als Erzieher [Schopenhauer como educador] trata propiamente de "Nietzsche como educador" (320). "Ahora que vuelvo la vista desde cierta lejanía a las situaciones de las que estos escritos son testimonio, no quisiera yo negar que en el fondo hablan meramente de mí" (320). También donde Nietzsche escribió de otros, es decir, donde él, como corresponde a las buenas costumbres de nuestro gremio, entró en escena como intérprete y así como uno que dice él, ha estado obrando como un ser–que–dice–yo encubierto. Modelo ejemplar de esta aventurada retrospección es nadie menos que Platón. "Así es como Platón se sirvió de Sócrates, como de una semiótica para Platón" (320). Nietzsche emplea el mismo procedimiento también en su reseña hagiográfica de Menschliches, Allzumenschliches.

Del modo como yo pensaba entonces (1876) acerca de mí mismo, de la seguridad tan inmensa con que conocía mi tarea y la importancia histórico–universal de ella, de eso da testimonio el libro entero, pero sobre todo un pasaje muy explícito: sólo que también aquí evité, con mi instintiva astucia, la partícula "yo" y esta vez lancé los rayos de una gloria histórico–universal no sobre Schopenhauer o sobre Wagner, sino sobre uno de mis amigos, el distinguido doctor Paul Rée. (327–328)

Incluso donde Nietzsche ni siquiera decía "yo" en su texto, pensaba, sin embargo, exclusivamente en sí mismo. Esto también es válido de la legendaria figura que inventó. "Zaratustra define en una ocasión, con rigor, su tarea —es también la mía" (348).

En todos estos gestos queda clara una ulterior ruptura retórica con toda la tradición en su conjunto. Sin embargo, los filósofos, por más que puedan comportarse de un modo insubordinado y a veces polémico respecto de algunos de sus predecesores, entienden su tarea, ante todo y en la mayoría de los casos, como la de una apropiación siempre crítica de lo que otros han pensado antes que ellos. Ellos siguen adelante donde otros han terminado; están —y se consideran— en deuda con ellos. El penetrante autoelogio en Ecce homo, que quizá supere ostentosamente el productivo narcisismo y megalomanía de cada escritor, descarta, sin embargo, este tipo de concomitante humildad creadora. Dice que con su Zaratustra ha "hecho a la humanidad el mayor regalo que hasta ahora ésta haya recibido", el libro "más elevado" y "más profundo" "que existe" (259). "Algo así llega tan sólo a los más elegidos entre todos" (260). Götzen–Dämmerung [Crepúsculo de los ídolos], terminado precisamente en 1888, es "la excepción absoluta entre los libros" (354) —la que, a decir verdad, sería ya la segunda—. "Si alguien quiere formarse brevemente una idea de cómo, antes de mí, todo se hallaba cabeza abajo, empiece por este escrito" (354). "Yo soy el primero", prosigue, "en tener en mis manos el metro para medir 'verdades'" —"verdades" entre comillas (355)—. "Nadie, antes de mí, conocía el camino recto" (355). "La verdad [habla] desde mí", dice un poco después (365); y esta vez Nietzsche no se pone los "guantes" (259) de las comillas para hacer uso de esta palabra. Pero este regalo tendría que ayudar también a otros —por lo menos a algunos otros— a tener una perspectiva correcta y así una dirección que enriquezca su pensamiento y su acción. Pero Nietzsche repele. "Ahora lo tengo en la mano, poseo la mano para dar la vuelta a las perspectivas" —perspectivas, debería uno pensar, que podrían compartir también sus lectores—. Pero Nietzsche prosigue: "razón por la cual acaso únicamente a mí me sea posible en absoluto una 'transvaloración de los valores'" (266). Las enseñanzas de este autor, es lo que parece aquí, tienen sólo un mismo y único destinatario: él mismo. Ante los lectores interpreta el papel estelar de un destino en el que no participan ni pueden participar. Están permanentemente excluidos. La experiencia que este ser–que–dice–yo tiene de sí mismo supera el horizonte de los lectores. "Esta es mi experiencia de la inspiración", dice Nietzsche en su relato de la redacción de Zaratustra; "no tengo duda de que es preciso retroceder milenios atrás para encontrar a alguien que tenga derecho a decir 'es también la mía'" (340). Por esta razón tiene, como lo dijo anteriormente en el texto, "más derecho que ningún otro mortal a la palabra grandeza" (296).

 

6.

A decir verdad, este comparativo solo no debería sorprendernos. Quien no deja de estarse comparando con los demás no puede, por cierto, ser del todo tan incomparable. Aún la celebración de sí mismo como individuo absolutamente singular sigue siendo —nada más porque se trata de una celebración— una acción ejemplar. Con ella el autor está señalando siempre de nuevo más allá de sí mismo. Una retórica de la singularidad no se ha de mantener en la filosofía —como tampoco en el resto de la literatura—, ni siquiera en Nietzsche, el más desinhibido y egocéntrico ser–que–dice–yo de todos los tiempos. Tampoco Nietzsche es una excepción, tal es el tenor de mi tercera tesis, a la ley del decir–yo ejemplar. Ninguna paradoja hay, viéndolo de más cerca, en lo que antes he llamado —de alguna manera paradójicamente— la ejemplaridad exclusiva de Nietzsche. Tampoco, y precisamente en Ecce homo, puede el escritor hacer otra cosa. él se presenta como un individuo distinguido, cuyo ejemplo despliega ante los ojos de los demás —por pocos que puedan ser los capaces de seguirlo.4

Tres veces dice en este texto (319, 328, 366) que él es el "primer inmoralista". Pero donde hay un primero, siempre podría haber un segundo, al que podrían seguir otros tantos. A una moral, ciertamente no para todos, pero sí para pocos, conduce también el notable —porque notablemente ambivalente— tratamiento del azar en Ecce homo.5 Todo azar debe transformarse en necesidad, tal es el tenor del credo del autor, que expresa en una fórmula, esto es, en una proposición general. "Mi fórmula para expresar la grandeza en el hombre es amor fati [amor al hado]" (297). Pero en este lugar no quisiera comentar el inmoralismo ni el fatalismo de Nietzsche, sino atenerme al estilo de su último escrito. Aquí se encuentra ante todo una palabra inverosímil que sin parar recorre como espectro todo el texto, librando al hacerlo un duelo astuto con su antagonista, el "yo", que parece dominarlo todo. Quiero decir la palabra pronominal "se [man]" —una expresión con la cual se sustrae el que habla a insistir sólo en sí mismo, a la revelación de sólo sus propias pasiones, a toda afirmación de sólo la propia existencia—. Se oculta detrás de un colectivo anónimo. A decir verdad, ningún azar gramatical está obrando aquí, sino Nietzsche mismo es el que queda perplejo ante su ostentosa fijación en la propia incomparabilidad. No se tiene más que leer el subtítulo que sirve de recuadro al título narcisista de este estudio de sí mismo: "Cómo se [man] llega a ser lo que se [man] es".

Una posible interpretación sería ciertamente que Nietzsche, aun donde cuida este sujeto gramatical neutro, habla una y otra vez sólo de sí mismo como del único que cumple las condiciones de este "se". Y en cierto modo las cosas son también así. Sin embargo, las condiciones que se formulan y publican aquí son las condiciones generales de este "se". "La elección en la alimentación, la elección de clima y lugar —lo tercero en lo que por nada del mundo es lícito cometer un desacierto es en la elección de su forma de descansar" (284). Por lo que atañe a estas cosas, se dice en otro lugar, "se tiene que comenzar a cambiar lo aprendido" (295). Por lo que se refiere a la autoestima: "Se tiene que mantener la superficie de la conciencia —la conciencia es superficie— limpia de cualquiera de los grandes imperativos" (294). Estas son, de nuevo, recetas que no sólo están acuñadas para el uno que las propone, sino para cualquiera de sus destinatarios. "No ver muchas cosas, no oírlas, no dejar que se nos acerquen —primera cordura, primera prueba de que no se es un azar, sino una necesidad" (292). Por más que el autor se considere el único para el cual esto es válido, esta sentencia, sin embargo, es completada un poco más adelante por otra (y es una de las más estremecedoras en el texto en su conjunto) que suspende enfáticamente el gesto de una exclusiva revelación de sí mismo. "Que se llegue a ser lo que se es, presupone no barruntar ni de lejos lo que se es" (293).6 Este solo señalar más allá de sí mismo es lo que una y otra vez le permite al autor hablar en fórmulas generales. "Tomarse a sí mismo como un fatum [hado], no quererse 'distinto' —esto, en tales circunstancias, constituye la gran razón misma" (273). Porque pretende haberlo experimentado en su propia carne, Nietzsche puede conjurar esta especie de razón práctica ante sus semejantes. Y sólo por esto —porque esta razón, en caso de que sea una, no es sólo la suya— puede decir con una salvaje hipérbole siempre nueva: "Yo llevo sobre mis espaldas el destino de la humanidad" (364).

 

7.

Tampoco Nietzsche, con otras palabras, es una excepción a la racionalidad específica del discurso filosófico, tal cual lo representa su modelo canónico —si bien es cierto que con variantes heterogéneas de principio a fin—. La licencia, no sólo en la periferia sino también en el corazón de sus textos, para hablar de sí mismo, está atada en la filosofía a aquella otra que consiste en poner a tal grado a disposición la propia posición que los otros también puedan hacerla suya. Los filósofos, como lo decía al principio, son de suyo seres–que–dicen–ello [Es–Sager]. Lo son también, y precisamente, cuando operan como seres–que–dicen–yo [Ich–Sager]. Pues, aun en las formas extremas de un Rousseau o de un Nietzsche, el decir–yo pone la muestra de un posible decir–yo de otros que reconozcan que aquí también se habla de sus propias posibilidades. El estudio reflexivo de sí mismo que hace este sujeto constituye una rampa de salida para que se interrogue a sí mismo cualquier sujeto. Este estudio opera una exploración no sólo acerca de cómo es la situación de aquellos que exponen su pensamiento escribiéndolo. Sus textos hablan siempre de cómo ello se comporta con el acceso al mundo y con la relación consigo mismos de algunos, de muchos o de todos.

"No la duda, sino la certeza es lo que vuelve loco", escribe Nietzsche en un sorprendente pasaje de Ecce homo que se refiere a la figura de Hamlet (287). También éste es uno de los momentos lúcidos en el cual el autor horada un instante la propia certeza patológica de sí mismo. Mi atención tampoco se dirige aquí otra vez al estado psicológico del autor, sino a la dinámica del estilo con la que se anula el egocentrismo maníaco de su texto. Sin embargo, a diferencia de la mayoría de las maneras de escribir que Nietzsche ha ensayado anteriormente, sucede esto aquí, como he tratado de mostrarlo, en cierto modo contra la voluntad del autor. Pero sucede. Lo que esto significa quisiera tratar de formularlo en mi cuarta y última tesis: hasta el delirante narcisismo excesivo de Ecce homo señala una genuina posibilidad, muy desdeñada por el resto de la filosofía, de la escritura filosófica, la posibilidad de una ejemplaridad abierta del decir–yo que intencionalmente deja indeterminado el alcance de sus inclusiones y exclusiones. Esta escritura —junto con el pensamiento que se articula en ella— no es una fijación en hablar incondicionalmente para todos ni en hablar incondicionalmente para sí mismo. Se deja que lectoras y lectores digan si, cómo y hasta dónde pueden y quieren reconocerse en la persona, la posición y la perspectiva de la figura–del–yo.

 

BIBLIOGRAFÍA

Adorno, Theodor W. (1973), Minima Moralia, Fráncfort del Meno, Alemania, Suhrkamp. [Edición en español (2006), Minima Moralia: reflexiones desde la vida dañada, Madrid, España, Akal.]

Agustín, San (1987), Bekenntnisse, Fráncfort del Meno, Alemania, Fischer. [Edición en español (2005), Obras completas, tomo II: Las confesiones, edición crítica y anotada por ángel Custodio Vega, texto bilingüe, Madrid, España, Biblioteca de Autores Cristianos (BAC).         [ Links ]]

Heidegger, Martin (1979), Sein und Zeit, Tubinga, Alemania, Max Niemeyer Verlag. [Edición en español (2003), El ser y el tiempo, traducción, prólogo y notas de Jorge Eduardo Rivera, Madrid, España, Trotta.         [ Links ]]

Nietzsche, Friedrich (1980), Kritische Studienausgabe, vol. 1: Die Geburt der Tragödie, editada por Giorgio Colli y Mazzino Montinari, Munich/Berlín, Alemania, Verlag de Gruyter. [Edición en español (2009), El nacimiento de la tragedia, introducción, traducción y notas de Andrés Sánchez Pascual, Madrid, España, Alianza Editorial.         [ Links ]]

Nietzsche, Friedrich (1980), Kritische Studienausgabe, vol. 2: Menschliches, Allzumenschliches. Ein Buch für freie Geister, editada por Giorgio Colli y Mazzino Montinari, Munich/Berlín, Alemania, Verlag de Gruyter. [Edición en español (2009), El nacimiento de la tragedia, introducción, traducción y notas de Andrés Sánchez Pascual, Madrid, España, Alianza Editorial.         [ Links ]]

Nietzsche, Friedrich (1980), Kritische Studienausgabe, vol. 6: Ecce homo, editada por Giorgio Colli y Mazzino Montinari, Munich/Berlín, Alemania, Verlag de Gruyter. [Edición en español (2008), Ecce homo, introducción, traducción y notas de Andrés Sánchez Pascual, Madrid, España, Alianza Editorial.         [ Links ]]

Rousseau, Jean–Jacques (1985), Bekenntnisse, Fráncfort del Meno, Alemania, Insel Verlag. [Edición en español (2008), Las confesiones, traducción del francés, prólogo y notas de Mauro Armiño, Madrid, España, Alianza Editorial.         [ Links ]]

Seel, Martin (2001), "Philosophie nach der Postmoderne", en Martin Seel, Vom Handwerk der Philosophie, Munich, Alemania, Hanser.         [ Links ]

Tugendhat, Ernst (2003), Egozentrizität und Mystik, Munich, Alemania, Beck. [Edición en español (2004), Egocentricidad y mística, traducción de Mauricio Suárez Crothers, Barcelona, España, Gedisa.         [ Links ]]

 

NOTAS

* Traducción del alemán de José Andrés Ancona Quiroz. Revisión de Gustavo Leyva. Aparecido originalmente como "Über sich selbst schreiben. Betrachtungen zu Nietzsches Spästil", en Westend, año 7, núm. 1, 2011, pp. 26–37. Agradecemos al autor la cesión de los derechos.

1 Tugendhat, 2003: especialmente caps. 1 y 3 (traducción al español 2004); Heidegger, 1979, especialmente 322 y s.: "El ser–sí–mismo propio en cuanto silente precisamente no dice 'yo, yo', sino que en su silenciosidad 'es' el ente arrojado que él puede ser en cuanto propio" (Heidegger, 2003: 340).

2 El pasaje entre corchetes está tomado ampliamente de Seel, 2001: 155 y s.

3 A continuación el número de las páginas que se indican dentro de este ensayo se refieren a este texto. Todas las citas en español están tomadas de la edición de Andrés Sánchez Pascual (2008) .

4 Un indicio marginal de esto es —si he contado bien— la muchas veces usada palabra quizá con la que Nietzsche interrumpe en algunos pasajes su manía de realzarse a sí mismo (336, 343, 350, 365).

5 Por ejemplo: "Siempre estoy a la altura del azar" (269). "Hay que evitar en lo posible el azar, el estímulo venido de fuera" (284). "Stendhal, el más bello azar de mi vida" (285). "Considero una suerte de primer rango el haber vivido en el momento oportuno" (290). "[...] el alma más necesaria, que por placer se precipita en el azar" (344).

6 Poco más adelante: "En todo esto puede expresarse una gran cordura, incluso la cordura suprema: si el nosce te ipsum [conócete a tí mismo] fuera la receta para perecer, entonces el olvidarse, el malentenderse, el empequeñecerse, el encogerse, el volverse mediocre se transformarían en la razón misma" (293).

Creative Commons License Todo o conteúdo deste periódico, exceto onde está identificado, está licenciado sob uma Licença Creative Commons