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Signos filosóficos

versión impresa ISSN 1665-1324

Sig. Fil vol.13 no.26 Ciudad de México jul./dic. 2011

 

Artículos

 

Razonar en público: la filosofía política de Habermas

 

Public reason: an approach to Jürgen Habermas' political philosophy

 

Alejandro Sahuí*

 

* Universidad Autónoma de Campeche, alesahui@hotmail.com

 

Recepción: 28/10/09
Aceptación: 28/04/11

 

Resumen

Este artículo analiza la filosofía política de Jürgen Habermas, a partir del ideal kantiano del uso público de la razón. Se arguye que dicho ideal es el hilo conductor entre sus trabajos iniciales relativos a la acción comunicativa, la esfera pública moderna y sus más recientes aportaciones sobre la democracia deliberativa. La posibilidad de un ideal semejante, empero, conlleva el deber de asegurar las condiciones procedimentales y materiales para el reconocimiento recíproco, la justicia y la solidaridad entre las personas.

Palabras clave: deliberación, democracia, Habermas, publicidad, racionalidad.

 

Abstract

This paper examines Jürgen Habermas' political philosophy, from Kant's ideal of public use of reason. It is argued here that this ideal is the common thread between his initial work on communicative action, modern public sphere, and his most recent contributions on deliberative democracy. The possibility of such ideal, however, entails a duty to ensure the procedural and material conditions for reciprocal recognition, justice and solidarity between people.

Key words: deliberation, democracy, Habermas, publicity, ratinonality.

 

No cabe ninguna duda de que entre los autores más prolíficos del siglo XX en el dominio de las ciencias sociales y las humanidades hay que incluir al profesor alemán Jürgen Habermas. Junto con su productividad sorprende también su saber enciclopédico y su capacidad de integrar diversas disciplinas en un sólo proyecto intelectual: teoría social, filosofía, lingüística, psicología, historia, antropología, derecho, teología, por citar las más destacadas. Aunque quizá su sola erudición le habría asegurado un especial reconocimiento por parte de la comunidad científica a nivel mundial, Habermas ha logrado además participar de modo influyente en la configuración de un nuevo paradigma en el ámbito de las ciencias sociales y de las humanidades: la acción comunicativa. Dicho paradigma, en el sentido del sociólogo y filósofo de la ciencia Thomas S. Kuhn (1995), ha significado una verdadera revolución en el modo tradicional de explicación de los fenómenos sociales por las ciencias positivas, que ha trascendido diversas disciplinas, y contribuido a repensar un sinnúmero de cuestiones en el ámbito de la filosofía práctica, moral y política, a las que ha inyectado una buena y necesaria dosis de criticismo.

Si lo anterior no fuera suficiente, allende el mundo de la academia Habermas es un intelectual progresista que interviene de manera recurrente en la esfera pública de la política, a la que ayuda a enriquecer con oportunas y agudas reflexiones: la responsabilidad alemana por el nazismo, el fascismo, la migración, el papel de los expertos en las democracias, la constitución europea y el orden mundial, la guerra y el terrorismo, la eugenesia, la religión y el estado laico, etcétera. En cualquier caso, en la línea de lo expresado por Max Weber acerca del papel político del científico, Habermas ha sido siempre cuidadoso de deslindar sus intervenciones públicas como ciudadano de su función académica. Pese a que su motivación personal tiene que ver con la renovación del impulso emancipa-torio del proyecto de la Ilustración, no ha dudado en objetar a compañeros de viaje, como John Rawls, por confundir el motivo ideal con la teoría que habría de realizarlo. En este sentido, Habermas ha señalado que no ambiciona diseñar una teoría política normativa, entendiendo por ésta una propuesta unilateral de valores y principios de parte del filósofo. Lo que busca es reconstruir las condiciones sociales actuales, en la hipótesis de que en ellas prevalecen prácticas orientadas al mutuo entendimiento de las personas,1 y que dichas prácticas son ya siempre irremplazables si queremos comprendernos como —según él— de hecho lo hacemos a diario: como agentes responsables.

El motivo de este artículo es proponer una hipótesis de lectura de la obra de Habermas, que la sitúa como una continuación del proyecto ilustrado, tal como fue entendido por Immanuel Kant. Es sabido que en su famoso ensayo sobre la Ilustración, el filósofo de Königsberg propone como el motivo definitorio de la época la disposición de los individuos para pensar pública y libremente sobre cualquier tema o asunto. Y más allá de la grandilocuencia de la máxima ¡Sapere aude!, como un imperativo de servirnos de la propia razón individual, la Ilustración exige en el mediano y largo plazo su ejercicio público: "Para esta ilustración no se requiere más que una cosa, libertad; y la más inocente entre todas las que llevan ese nombre, a saber: libertad de hacer uso público de su razón íntegramente" (Kant, 1997: 28).

El ideal kantiano pone de manifiesto que el ejercicio de la razón en compañía de los otros, en público, sienta las bases para juzgar críticamente el desempeño de un sinnúmero de prácticas, saberes o tradiciones que se dan por descontados (por su naturalidad, automatismo o por la autoridad que las sostiene); pero que, sin embargo, afectan la vida de las personas. No hay en este ensayo de Kant, como a menudo se quiere afirmar, ningún atisbo de solipsismo.

Es, pues, difícil para cada hombre en particular lograr salir de esa incapacidad, convertida casi en segunda naturaleza [...] Pero ya es más fácil que el público se ilustre por sí mismo y hasta, si se le deja en libertad, casi inevitable. (Kant, 1997: 26-27)

El uso público de la razón no significa solamente su uso social o colectivo, como el que puede ser ejercido en toda corporación, profesión u orden jerárquico. Significa más bien el acceso sin restricciones a la deliberación, así como la no exclusión a priori de personas y temas de interés general con independencia de su complejidad real o aparente. En este sentido, para Kant, la razón connota siempre una dimensión pública-política.

Vista en su conjunto, la obra de Habermas parece haberse propuesto hallar los recursos teóricos y prácticos con los que los individuos podrían explicar el mundo que les rodea, sin perder en ello la calidad de agentes que haría comprensible el sentido de sus acciones como propias. Si es verdad que sólo una explicación coherente con los saberes científicos posibilita la supervivencia como especie, porque permite satisfacer hábilmente las necesidades, deja, empero, sin responder dimensiones de la conducta que se aprecian como productos del aprendizaje cultural o la elección individual.2 Estas dimensiones difíciles de reducir al lenguaje de las ciencias empírico-descriptivas son a las que Habermas busca encontrar un lugar en el discurso público. Dicho discurso, en el que las personas se hacen responsables de sus vidas, debe reflejar sus intuiciones prácticas no menos que el conocimiento objetivo del mundo social y natural. En pocas palabras, y como complemento a la cuestión planteada por Thomas Hobbes acerca de la posibilidad del orden social, Habermas parece preguntarse: Salvadas las condiciones que aseguran el orden social, ¿cómo es que es aún posible la libertad?

La exposición se divide en tres partes: en la primera analizo la concepción de acción comunicativa desarrollada por Habermas. El propósito es exponer brevemente los rasgos principales de su propuesta teórica y cómo éstos pueden dar lugar a una idea de la moral que sea plausible en condiciones de pluralismo y complejidad societal. Como se verá a partir de dicha exposición, para Habermas los individuos que actúan no se atribuyen más o menos autonomía y racionalidad según las esferas en las que eventualmente lo hacen. Esto implica que con independencia de los discursos objetivos acerca de dichas esferas que, a primera vista, parecen trascender las intenciones y motivaciones subjetivas, permanece de modo normal en las personas la capacidad de entenderse como agentes (1). Enseguida reviso rápidamente las nociones de espacio público y publicidad en el pensamiento del autor, que atraviesan su obra de principio a fin, y que en sus propios términos explican muy bien sus motivos intelectuales. Es quizás en la comprensión de estas nociones donde la cuestión del objetivismo de las explicaciones teóricas en las ciencias sociales versus el subjetivismo de la moral —como se entiende convencionalmente— resulta mejor comprendida (2). Por último, reflexiono acerca de la concepción de democracia deliberativa, como expresión de los principios con que la ética del discurso busca apuntalar el paradigma de la comunicación humana no distorsionada por la violencia y la opresión (3).

 

1

Sin lugar a dudas, una de las categorías centrales de la acción comunicativa en la teoría de Habermas es la cooperación social (1999a: 32). Según el filósofo, en la conducta cooperativa se evidencia que la racionalidad es susceptible de funcionar como una capacidad de manipular cosas y sucesos; pero también la capacidad de entendimiento intersubjetivo sobre esas mismas cosas y sucesos. La primera de esas capacidades, que relaciona a los sujetos con objetos externos del mundo, es entendida por Habermas como una acción de carácter instrumental. La segunda, en cambio, referida al trato entre sujetos en calidad de personas, es lo que se denomina propiamente acción comunicativa (1999a: 32). Desde el punto de vista habermasiano la acción humana es, antes que nada, interacción, ya que debido a la extrema fragilidad y vulnerabilidad de la especie frente a los eventos naturales los individuos requieren de modo inevitable, en primer lugar, cuidado y solidaridad; y en segundo, cooperación equitativa y respeto por parte de los otros (Habermas, 2000a: 20).

Para Habermas, los enunciados anteriores acerca de la vulnerabilidad humana y de los deberes para con ella no deben ser leídos directamente como imperativos morales. Tampoco pretenden reflejar los valores personales del teórico ni sus concepciones de vida buena. Buscan en cambio poner de manifiesto las condiciones sociales y naturales que explicarían de modo objetivo la supervivencia y desarrollo actual de la especie humana. Dice Habermas: "Mi punto es que mis referencias a idealizaciones no tienen nada que ver con ideales que el teórico solitario coloca en oposición a la realidad; me refiero sólo a los contenidos normativos que son encontrados en la práctica" (1994: 102).

Además, el hallazgo de dichos contenidos normativos depende, para Habermas, de un proceso de secularización o desencantamiento de las imágenes del mundo provenientes del ámbito de lo sagrado, que en los términos de Max Weber se comprende como un proceso de racionalización. La intuición weberiana es que en la medida en que los sujetos amplían sus capacidades de explicar e influir sobre el mundo, los discursos mágicos, místicos y religiosos pierden de modo proporcional su capacidad explicativa y de integración social, sobre todo porque se revelan las falencias de sus corolarios prácticos. Es decir, lo que en principio era asumido como el orden natural de las cosas se demuestra, en muchos casos, como una injusticia en tanto que daño evitable y por ende absurdo. Si es cierto, como sugiere Weber, que el tema común a las grandes religiones universales es cómo justificar la desigualdad en la distribución de bienes entre los hombres, entonces su problema ético fundamental tiene que ver con la justificación de un sufrimiento que se percibe como injusto. Sin embargo:

Para que el infortunio personal pueda ser percibido como injusto tiene que producirse primero un cambio en la valoración del sufrimiento, pues en las sociedades tribales el sufrimiento era considerado como síntoma de una culpa secreta. (Habermas, 1999a: 267)

Para Weber, el cambio de valoración sería resultado de un proceso de aprendizaje vinculado con el surgimiento y desempeño cada vez más exitoso de esferas de acción humana basadas en un tipo de racionalidad con arreglo a fines; es decir, de acción instrumental. Sin embargo, pese a que la racionalización social traería como consecuencia un aumento importante en el control de las personas sobre su entorno, el diagnóstico weberiano dista mucho de ser optimista. Weber sospecha que la diferenciación de esferas y la independización de los sistemas de acción racional con arreglo a fines acarrearían a la larga pérdida de sentido y de libertad. La metáfora de la jaula de hierro refleja la constitución de nuevos órdenes societales modernos y racionales, pero que al igual que las antiguas tradiciones tribales e instituciones religiosas, aparecen ante los individuos como naturales, mecánicos y necesarios. De tal modo, lo que en principio fue comprendido como un logro o aprendizaje práctico, como resultado de la reflexión y elección de los sujetos, deviene en un orden reificado que trasciende los motivos que serían inteligibles a la mayor parte de las personas que se entienden a sí mismas como agentes. Economía, poder político, derecho positivo, burocracia son buenos ejemplos de ámbitos en los que cotidianamente se rechaza como impertinentes el tipo de razones que los individuos se brindan recíprocamente cuando la interacción se suspende o fracasa. Y es que a menudo los discursos que con pretensiones de objetividad se realizan acerca de dichos ámbitos parecen chocar con el modo en que las personas explican espontáneamente el sentido de su conducta.

En contra del diagnóstico anterior, Habermas procurará reconstruir una forma de racionalización social distinta a la acción instrumental expuesta por Weber. Él busca explicar la posibilidad de coordinar eficazmente las acciones de una pluralidad de actores por medio del mecanismo del entendimiento. Para ello, recurre a la teoría de los actos de habla desarrollada originalmente por John L. Austin y John Searle. La relevancia de esta teoría está asociada con su insistencia en el carácter convencional que atribuye al lenguaje humano; a su dimensión como una práctica social definida por reglas en el sentido de Ludwig Wittgenstein (Habermas, 1999a: 356 y ss.). En una práctica semejante no cuenta tanto el contenido de verdad de las oraciones ni la relación instrumental sujeto-objeto, sino la relación que surge entre sus participantes, su toma de posición recíproca de conformidad con las reglas que la constituyen. Dicho de otro modo, no tanto en lo que los agentes dicen sino en lo que hacen diciéndolo. La idea es que el mero hecho de participar normalmente en prácticas comunicativas demuestra la capacidad personal de reconocer y usar hábilmente ciertas reglas públicas, en tanto éstas forman parte de un consenso básico de fondo más o menos estable.

Admitir, sin embargo, este consenso básico no significa atribuirle automáticamente validez moral. Las reglas que subyacen a la interacción comunicativa definen lo que significa participar en tal interacción, y quien incumple no está faltando a una norma, sino simplemente ha dejado de cooperar con el resto, ha abandonado el juego de las relaciones sociales.

Es verdad que la interacción no se puede reducir a su dimensión comunicativa. El trato con los otros puede estar mediado por instituciones formales o informales que nieguen expresa o tácitamente a algún participante la condición de agente responsable o limiten algunas facultades atribuidas normalmente a las personas morales. Ciencia, técnica y tecnología; derecho, burocracia y economía; etcétera, tienden a privilegiar el papel de los expertos contra el sentido común de los individuos corrientes. En este tipo de sistemas, las capacidades de interlocución, interpelación y de atribución de responsabilidades, constitutivas de la interacción orientada al entendimiento, son a menudo sacrificadas de modo deliberado por mor del automatismo y eficiencia que se presume habrían de resultar de la intervención competente del experto.3

La teoría de la acción comunicativa se propone demostrar que, a pesar de los procesos de integración social orientados por razones de naturaleza instrumental o estratégica, como las de la técnica o la economía, es posible juzgar reflexivamente el desempeño de cualquier sistema de reglas que medie en el trato interpersonal, gracias a un aprendizaje práctico de carácter sociocultural.

Habermas reconoce que la constitución de sistemas de reglas independientes del trato comunicativo cotidiano supone una ganancia social de orden cognitivo, incluso para personas que se entienden a sí mismos como agentes responsables. De hecho, la admisión de cierto tipo de reglas técnicas en el contacto con otros posibilita ampliar enormemente el espectro de las relaciones sociales antes limitadas al grupo influido por las costumbres y tradiciones locales. Lo anterior en la medida en que logra desactivar los aspectos más conflictivos de aquéllas, asociados con la carga afectiva pegada a ciertas normas e instituciones. Desde su perspectiva, deudora de Emile Durkheim y George H. Mead, la transformación de los mecanismos de integración social, resultado de este tipo de reglas, propició como una consecuencia no buscada el cuestionamiento de órdenes jerárquicos convencionales.4 Principios de organización y control social subyacentes en las instituciones política y religiosa gradualmente fueron sustituidos por prácticas deliberativas públicas e incluyentes. Instituciones modernas como el comercio, la ciencia o la burocracia despojaron a los grupos situados al vértice del orden social de los privilegios epistémico y práctico con los que pretendían fundar su autoridad incuestionable.

Por otro lado, el incremento de las relaciones sociales hacia individuos y grupos de extraños puso de manifiesto la pluralidad de formas de vida e imágenes del mundo que no podían ser reducidas sin poner en peligro un modelo de integración social basado en el reconocimiento recíproco de las personas. Una vez despojadas las culturas tradicionales y religiosas de su potencial generador de la solidaridad grupal, el respeto qua individuos pasó a ser dependiente en una gran medida de la capacidad —descrita por Habermas desde Mead— de ponerse en el lugar del otro, de intercambiar puntos de vista, de dialogar sin considerar una mayor coacción que el mejor argumento.5

Es posible criticar la transición narrada por Habermas entre estas dos formas de solidaridad grupal, una de carácter tradicional convencional y otra moderna reflexiva. De hecho, él mismo reconoce que dicha transición no sucede de modo automático e incluso puede no llegar a acontecer. La tendencia recurrente de las sociedades modernas a crisis de integración muestra la prevalencia en ellas de dinámicas ajenas al trato directamente comunicativo y cooperante de los sujetos como personas y no medios para los propósitos instrumentales o estratégicos de otros; verbigracia, votos, fuerza de trabajo, prestigio, dinero, etcétera (Habermas, 1989).

En medio de sistemas sociales autonomizados como poder político y dinero, la noción de acción comunicativa reconstruye y explicita las reglas que han de ser seguidas cuando las personas actúan junto con otros, interactúan y comparten el propósito común de entenderse y cooperar. A pesar de que —como ya se dijo— dichas reglas no son per se imperativos éticos, permiten explicar la aparición de prácticas como el discurso moral, los derechos humanos, la democracia o la ciencia, ya que a todas ellas subyace un esquema de deliberación fundado en la publicidad e inclusión del mayor número de personas. En relación con dichas prácticas, concluirá Habermas, no se conocen otras distintas que sean capaces de satisfacer con éxito los mismos propósitos.

Después de la deflación pragmatista de las categorías kantianas, el "análisis trascendental" significa la búsqueda de aquellas condiciones —presuntamente universales, pero sólo inevitables de facto— que deben estar satisfechas para que puedan realizarse determinadas prácticas para las cuales no existe un equivalente funcional, puesto que sólo pueden ser sustituidas mediante una práctica del mismo tipo. (2002a: 20)

La acción comunicativa u orientada al entendimiento interpersonal hace posible a los individuos una mirada crítica acerca de costumbres o instituciones que eran asumidas como válidas a priori. Sin embargo, debe decirse que la experiencia de la reflexividad suele acontecer básicamente ante el fracaso de la interacción y la ruptura del consenso prevaleciente. Fracaso y ruptura que pueden consistir en un fallo de la acción instrumental sobre el mundo que se comparte, pero también en la frustración de expectativas normativas que ponemos sobre otros.

En estricto sentido, por tanto, la moral para Habermas se refiere a la problemática de una vida dañada; de una forma de vida violentada y deformada social e intrapsíquicamente, donde las categorías de la razón instrumental y estratégica no tienen respuesta. No obstante, lo hace únicamente de modo negativo, es decir, la moral o ética discursiva rechaza aquellas reglas y principios que atentan contra el autoentendimiento de los sujetos como agentes, pero no proponiendo modelos concretos de organización social o formas de vida buena.

Habermas conecta de esta manera la noción de acción comunicativa con una forma de pensar la moralidad humana que puede ser coherente con sistemas sociales funcionalmente diferenciados. A través de la acción orientada al entendimiento, que se demuestra como un dato irrebasable del mundo social moderno,6 las personas son capaces de juzgar en términos práctico-normativos los éxitos y fracasos de los sistemas sociales con independencia de su principio de integración y grado de complejidad. Por esta razón, Habermas señala la existencia de límites al desempeño de dichos sistemas impuestos por el orden de la moral:

Dado que las morales están cortadas a la medida de la vulnerabilidad de unos seres vivos que se individúan por socialización, tienen que solucionar siempre dos problemas de una sola vez: hacen valer la inviolabilidad de los individuos exigiendo igual respeto por la dignidad de cada uno de ellos, pero en esa misma medida protegen también las relaciones intersubjetivas de reconocimiento recíproco en virtud de las cuales los individuos se mantienen como pertenecientes a una comunidad. Los principios de justicia y solidaridad responden a esos dos aspectos complementarios. Mientras que el primero postula igual respeto e iguales derechos para cada individuo particular, el segundo exige empatía y preocupación por el bienestar del prójimo. (2000a: 20)

Estas cuestiones, justicia y solidaridad, en la medida que son inmediata y fácilmente perceptibles por los seres humanos, en particular cuando faltan y echan de menos, muestran la relevancia práctica de la teoría de Habermas que a menudo ha sido juzgada como ideal y distante. En una revisión de su propia concepción ético-discursiva, el filósofo define su propuesta como un esfuerzo por trascender desde dentro el carácter reificado de sistemas u órdenes normativos que amenazan la vida de los seres humanos:

Quien actúa moralmente no se atribuye "más o menos" autonomía; y en la acción comunicativa, los participantes no se suponen una vez "un poco más" y otra vez "un poco menos" de racionalidad. Desde la perspectiva de los participantes estos conceptos están codificados binariamente. Tan pronto como actuamos "por respeto a la ley" u "orientados al entendimiento" ya no podemos actuar al mismo tiempo desde el punto de vista objetivante de un observador. Durante la ejecución de la acción desconectamos las autodescripciones empiristas en favor de la autocomprensión racional de los actores. (Habermas, 2002b: 39)

 

2

Las nociones de espacio público y publicidad, desarrolladas por Habermas en Historia y crítica de la opinión pública, pueden ser mejor comprendidas cuando se las relaciona con el proyecto de la teoría de la acción comunicativa. El trayecto histórico ahí narrado hace verosímil el relato sobre la agencia humana en las condiciones sociales complejas de la modernidad: la posibilidad de la moral y responsabilidad humanas frente a órdenes jerárquicos apoyados en la tradición y doctrina, en un primer momento; y frente a sistemas sociales construidos desde una racionalidad instrumental o estratégica, en un segundo momento.

Cabe señalar que dichas nociones no son accesorias al ideario habermasiano, sino que como el propio filósofo ha manifestado constituyen su motivo principal (Habermas, 2006: 19-30). En el apartado anterior se refirió la distinción entre las racionalidades comunicativa e instrumental, presentes en la mayor parte de las interacciones humanas. Sin afirmar que son idénticos, se podría establecer una línea de continuidad entre estos modelos de racionalidad y los usos público y privado de la razón descritos por Kant en su ensayo "¿Qué es la Ilustración?". Para Kant, el uso público es el que se hace en calidad de maestro frente al gran público de lectores, mientras que el uso privado se realiza en calidad de funcionario de un puesto, asociación o corporación. Si en el primer caso los individuos no encuentran más limitación que la calidad y pertinencia de sus razones ante la comunidad más amplia de personas; en el segundo, los individuos deben ajustarse y obedecer las reglas incardinadas en la práctica social de la que forman parte como piezas de un engranaje automático (1997: 28-29). No es difícil, por tanto, descubrir que el carácter privado del segundo uso de la razón viene dado por su telos incuestionable, por el carácter funcionarial de la razón, no por sus rasgos solipsistas. En términos de Habermas, este uso de la razón tendría una intención instrumental, de medios y fines, muy probablemente asociados con procesos de diferenciación social.7

Al igual que Kant, Habermas considera que sólo la razón en su uso público puede traer la ilustración y autonomía de las personas. Ya que el ejercicio público de la razón implica en sí mismo la acción de comunicar con otros, los individuos no han de dar por sentada la validez apriorística de ninguna autoridad o norma, sin que antes se hayan asegurado las condiciones procedimentales y materiales para el reconocimiento recíproco, la justicia y la solidaridad entre las personas implicadas. Sin tales condiciones fracasaría cualquier intento de comunicación, interacción y cooperación.

Habermas (1997a) cree haber encontrado tales condiciones en la historia de la formación de la esfera pública burguesa europea entre los siglos XVI y XVIII. Describe el paso de la idea de la publicidad representativa, reflejo de la majestad del monarca, y por extensión de sus atributos y posesiones; hacia una concepción moderna e ilustrada de publicidad, dirigida a dar cuenta del interés general de la sociedad civil. Esta última se habría constituido como una esfera distinguible del aparato estatal, poseedora de intereses particulares. Dichos intereses no se correspondían ya más con la gloria del rey o la defensa de la fe revelada, sino que tenían que ver sobre todo con asuntos concernientes a la vida íntima y privada de las personas. De manera paradójica, como un efecto no buscado, la defensa de este tipo de intereses, manifiesta en la imposición de límites estrictos a las autoridades política y religiosa, dio origen a la doctrina del liberalismo político, como un paso importante en la lucha por el reconocimiento de los derechos humanos. El cambio de perspectiva supuso además, del lado del poder político, el reemplazo de su búsqueda de la vida buena, de la idea de bien común anclado en las tradiciones compartidas históricamente por el pueblo, por la cuestión de la justicia imparcial para que cada quien pudiera realizar sus proyectos particulares.8

En medio de la interacción e intercambio en esta esfera de la opinión pública, cuya existencia se puede constatar en las prácticas discursivas que se desarrollan en cafés, salones, tabernas, etcétera, Habermas observa una creciente problematización de ámbitos hasta entonces incuestionados, ya que eran monopolio de autoridades estatales o eclesiásticas. El acceso a cualquiera de estos nuevos espacios, al parecer, exigía de los individuos despojarse de todo signo de jerarquía, en el entendido de que la única autoridad que cabía en ellos era la del mejor argumento.

Se dijo antes que la racionalización social en el sentido de Weber significó un proceso gradual de desacralización y apropiación pública de dominios restringidos a individuos corrientes. Deliberar en torno de asuntos de la administración y economía estatal, evidenció la capacidad de los individuos para pensar y actuar juntos alrededor de cualquier tema de interés común. La cooperación social, de este modo, según Habermas, mostraba virtudes prácticas y epistémicas fundamentales. Gracias a estas virtudes en tanto subproductos de la publicidad, los sujetos estarían en condiciones de desempeñarse hábilmente en sistemas diferenciados de manera funcional. Las iguales libertades recíprocamente autoatribuidas por los participantes en el espacio público resultaban plausibles.

Sin embargo, el propio Habermas se encargó pronto de señalar el peligro que corren las libertades individuales cuando no se aseguran institucionalmente las condiciones que hacen posible la racionalidad práctico-moral. Por esta razón indica la necesidad de proteger, incentivar y fortalecer el espacio de la opinión y deliberación pública mediante la garantía estatal a ciertos derechos ciudadanos. En especial a los derechos que promueven la igual participación de las personas en la formación de la voluntad política y en la toma de decisiones colectivas. De esta manera, la contingencia histórica que reveló como un valor compartido a la publicidad, se fue tornando reflexiva con el mecanismo institucional del Estado constitucional y democrático de derecho (Habermas, 1998).

Del mismo modo que la administración burocrática y el mercado representan el esquema de la racionalidad instrumental y estratégica, el discurso práctico —moral o democrático— representa la racionalidad comunicativa que Habermas considera siempre presente en la interacción. Desde su punto de vista, las recurrentes crisis de legitimación y los déficits de integración social sacan a la luz el abandono de las premisas de esta racionalidad por los sujetos. Cuando esto sucede los órdenes normativos devienen naturalizados, reificados, sacrificándose la distancia reflexiva necesaria tanto para la acción espontánea que define la libertad humana, como para la crítica que posibilita el pensamiento y juicio correctos.

El principio de publicidad que Habermas reconstruye a lo largo de su obra connota tanto la apertura ilimitada en relación con los temas de deliberación ciudadana, como la mayor inclusividad posible respecto de sus participantes. Mientras que el primero de los sentidos se refiere al contenido del diálogo, el segundo de ellos se dirige a su procedimiento. Para Habermas ambos sentidos son complementarios: uno porque defiende el derecho de cada persona de decidir lo que sea de interés general; y el otro porque defiende el derecho de todos para participar.

A diferencia de Teoría de la acción comunicativa, en la que Habermas buscaba en calidad de observador externo, como un sociólogo, explicar el desarrollo de las formas de la interacción humana en términos de una pragmática del lenguaje y la comunicación, Facticidad y validez se sitúa en la posición de un participante que se propone justificar la plausibilidad de un singular modo de interacción: el que ha tenido lugar en las sociedades actuales que cuentan con regímenes políticos constitucionales y democráticos. Por ello, el filósofo toma distancia de su inicial descripción del derecho positivo como un sistema formado a partir de las racionalidades sistémica e instrumental y, en este sentido, como una amenaza a la comunicación humana espontánea. Habermas consideraba entonces la creciente intervención del derecho y el Estado en la vida personal como un modo de colonizar el mundo de la vida y deformarlo hasta convertir a sus sujetos en autómatas. El giro que introduce Facticidad y validez es radical en relación con esto. Ahora el derecho es descrito como el mecanismo a través del cual discurre en forma segura la racionalidad comunicativa y como el medio que permite traducir las intenciones prácticas de las personas al lenguaje más complejo de los sistemas que representan el poder político, el aparato burocrático o la economía. En los términos del propio Habermas, el derecho deja de ser visto desde la imagen de un asedio en contra del mundo de la vida, como una amenaza externa, y es repensado con la metáfora de las esclusas, como un sistema complejo y multidireccional de irrigación de la deliberación pública más incluyente posible. Desde el espacio de la opinión de los medios masivos, de la informalidad; pasando por los canales de negociación de grupos de interés y partidos políticos en los parlamentos; hasta la ejecución y aplicación de leyes por la administración y los tribunales.

El derecho positivo en el Estado constitucional y democrático, se puede decir que instituye y refleja formalmente las reglas que hacen posible la continuidad de la acción comunicativa aun en las sociedades funcionalmente diferenciadas. En palabras del autor, el derecho opera como una bisagra o correa de transmisión entre individuos que se autoatribuyen la condición de agentes igualmente libres, y sistemas expertos que se entienden ajenos a las intenciones de las personas.

El lenguaje ordinario constituye, ciertamente, un horizonte universal del entendimiento; en principio puede traducir todo de todas las lenguas. Pero no puede, a la inversa, operacionalizar sus mensajes para todos sus destinatarios de forma comportamentalmente eficaz. Para la traducción a códigos especiales depende del derecho, el cual está en comunicación con los medios de control o regulación que son el dinero y el poder administrativo. El derecho funciona, por así decir, como un transformador, que es el que asegura que la red de comunicación social global sociointegradora no se rompa. Sólo en el lenguaje del derecho pueden circular a lo ancho de toda la sociedad mensajes de contenido normativo. (Habermas, 1998: 120)

A modo de resumen, el derecho propone como normas o imperativos prácticos las reglas que estaban implícitas en la interacción cotidiana de carácter espontáneo que se ha venido desarrollando a partir de la Ilustración. En este sentido, para Habermas (1998: 146), el derecho torna reflexivo y legitima el componente social del mundo de la vida.

El espacio público y la publicidad que son normativamente relevantes discurren a través del medio derecho y son por él asegurados. La postulación de derechos de participación política, en particular, del derecho a votar, refuerza el ideal kantiano del uso público de la razón. La atribución a dichos derechos del carácter de fundamentales refleja el interés de defender las prácticas cooperativas, protegiéndolas de cualquier forma de dominación y explotación.

Habermas discute con quienes consideran su imagen de democracia idealista e ingenua. Argumenta que incluso las descripciones empíricas o fácticas acerca de los regímenes políticos que se refieren como Estados de derecho democráticos, no pueden prescindir de la dimensión de la validez normativa, que es aprehensible solo en la posición de un participante en una práctica cooperativa que es internamente apreciada.

 

3

La práctica democrática no se comprende bien si se la mira únicamente en su dimensión formal. Es decir, queda incompleta si se la considera realizada porque a nadie se niega el derecho de votar. La noción de democracia deliberativa que Habermas sostiene resalta que una interacción social libre de dominación y explotación es viable sólo bajo condiciones estrictas de justicia y solidaridad.

Subyacente a la concepción de democracia deliberativa, el paradigma de la ética del discurso es una especie de corolario práctico-moral de la teoría de la acción comunicativa. Si en ésta Habermas se propuso demostrar la posibilidad de una interacción social no deformada por las racionalidades instrumental y estratégica, la ética discursiva postulará como un imperativo garantizar las condiciones que mantengan una interacción semejante.9 Las reflexiones habermasianas en torno a la ética del discurso implican que la acción comunicativa, pese a ser siempre ya posible con el impulso de la Modernidad, no es sin embargo necesaria. Por esta razón se erige como un deber el mandato de asegurar sus condiciones; y esto supone que los individuos se atribuyan recíprocamente la calidad de agentes.

En cualquier caso esa atribución exige sacar a la luz las posiciones diferenciadas que ocupan los sujetos en el mundo social, sobre todo cuando de esas posiciones se siguen consecuencias desventajosas para unos pocos. La frustración de expectativas normativas públicamente accesibles, que conduciría al fracaso de la comunicación y eventualmente a la interrupción de la cooperación social, recuerda el motivo práctico de la teoría. Desde este punto de vista adquiere relevancia moral la dimensión material de la vida personal, que hace posible o que niega la auténtica participación de las personas en la toma de decisiones colectivas.

Por esta razón, frente a la inercia de sistemas como burocracia, poder estatal o economía, Habermas sugiere prestar especial atención a los individuos y grupos que son excluidos formal o materialmente de la deliberación política. Su exclusión reflejaría un déficit normativo. Seguramente también a la larga podría convertirse en una crisis de integración social verificable en términos empíricos.

Lo anterior ayuda a entender uno de los sentidos más relevantes que Habermas asigna a la idea de lo público. El espacio público designa un ámbito incluyente en el que los individuos se reconocen recíprocamente como personas libres por igual. Debido a esta estipulación cualquier exclusión debe ser justificada mediante razones accesibles a todos. Dicho de otro modo, la carga de la argumentación acerca de la exclusión recae siempre sobre quien pretende ejercerla.

En virtud de ello, los individuos marginados, discriminados, quienes se hallan en situación de vulnerabilidad extrema y padecen una vida dañada ponen en duda que exista el respeto que debería subyacer a toda interacción comunicativa. La igualdad de trato individual en estos casos va más allá de la justicia distributiva en la dirección de la solidaridad:

Este principio tiene sus raíces en la experiencia de que unos tienen que dar la cara por otros, toda vez que en tanto camaradas todos tienen que estar interesados de la misma manera en la integridad de su contexto común de vida. (Habermas, 2000b: 75)

En su obra La inclusión del otro, Habermas analiza el tema del pluralismo, que al modo del politeísmo de los valores descrito por Weber, se relaciona con la condición moderna y la ruptura del monopolio de las interpretaciones, típica de las comunidades cerradas y siempre aparentemente homogéneas. En términos políticos, la cuestión del pluralismo tiene que ver con una pregunta de naturaleza práctica relacionada con la posibilidad de la convivencia cooperativa y pacífica.

Puesto que en las sociedades pluralistas es inevitable la existencia de discrepancias en los juicios de la gente, parece primordial establecer algún tipo de mecanismo o procedimiento que permitan hacerse cargo de ellas. Pese a que no existe plena garantía de objetividad dadas las posiciones parciales de los participantes, el rechazo a priori de todo procedimiento abona en favor de la violencia del más fuerte. El discurso público, en la medida en que sus reglas sean respetadas, ayudaría a filtrar los sesgos particularistas que resultaran excluyentes de algunos individuos o grupos. La justificada prevención contra la ideología, dominación y explotación de los poderosos, que a menudo se disfrazan con el discurso de los derechos humanos, justicia, seguridad, etcétera, no echa por tierra la pretensión moral de que también, en contra de esos discursos perversos, el diálogo sea el mejor de nuestros recursos.

De hecho, el propio Habermas ha reconocido la función ideológica desempeñada a veces por la idea de derechos humanos, que habría reflejado eventualmente los valores e intereses de la clase o grupo dominante, en demérito de su pretendida universalidad. En su opinión existe una inevitable impregnación ética en toda comunidad jurídica y proceso democrático (1999b: 206). Sin embargo, en lugar de sugerir como obvia consecuencia la desaparición de este tipo de derechos, Habermas señala la necesidad de clarificar su contenido y de expurgar todos aquellos supuestos normativos que no sean susceptibles de justificación pública: "Los derechos fundamentales liberales y sociales tienen la forma de normas generales que se dirigen a los ciudadanos en su calidad de 'seres humanos' (y no sólo como miembros de un Estado)" (Habermas, 1999c: 175).

Además, Habermas (1999d: 133) rechaza como condición del espacio público la preexistencia de un pueblo homogéneo. La noción de patriotismo de la constitución tiene la función de explicitar los elementos de pertenencia a la comunidad política, acotándolos a principios básicos mínimos que hagan posible coordinar las iguales libertades de las personas por mor de la cooperación y la convivencia pacífica.

La integración ética de grupos y subculturas con sus propias identidades colectivas debe encontrarse, pues, desvinculada del nivel de integración política, de carácter abstracto, que abarca a todos los ciudadanos en igual medida. (Habermas, 1999b: 213)

Cercano al liberalismo de Rawls, el modelo de patriotismo constitucional expuesto por Habermas busca lograr una identidad centrada en valores específicamente políticos —no metafísicos— (Rawls, 1996). Dichos valores, verbigracia, la democracia, división de poderes, derechos fundamentales, podrían en principio conseguir la adhesión de individuos que sostengan distintas creencias, imágenes del mundo y valores culturales. Para Rawls apuntalar lo político frente a las tradiciones particulares no implica que dicho dominio sea más importante que los otros. De hecho significa lo contrario: que porque se reconoce y tiene en la más alta estima la pluralidad de intereses, creencias y formas de vida, debe hallarse el modo que haga viable su desarrollo y permanencia.

En cualquier caso nunca será seguro evitar la exclusión o discriminación política. Por esta razón es indispensable que, al diseñar los procedimientos democráticos para la formación de la voluntad y agenda políticas, existan mecanismos garantizados con cierta suficiencia para actualizar permanentemente los principios y valores que configuran el proyecto constitucional. Además de la existencia de reglas e instituciones formales, la sociedad política deberá incentivar la participación de sus miembros, fortalecer los espacios en los que acontece la deliberación pública, y ser muy sensible a un sinnúmero de manifestaciones de las personas y grupos en desventaja expresadas a menudo de modo desarticulado como protesta social.

En este sentido, el tipo de estrategias empleadas por quienes no han logrado filtrar sus intereses y valores a la agenda política, como son la desobediencia civil y la objeción de conciencia, ameritan una atención y protección especial. Porque, como ha reconocido Habermas, con independencia del tema de la controversia, con dichas estrategias se busca defender la conexión retroalimentativa entre procesos formales e informales de constitución de la voluntad política. En sus propios términos: "La justificación de la desobediencia civil se apoya en una comprensión dinámica de la Constitución como un proyecto inacabado" (1998: 465).

Se podría afirmar entonces, con Habermas, la importancia de considerar los puntos de vista de quienes sufren exclusión y daño injustificados, antes que otra cosa. Cuando se es consciente de la inercia de las tradiciones o de las lógicas sistémicas de los órdenes societales, resulta imperativo reflexionar acerca de las condiciones que hacen posible las libertades personales. La frustración en el desempeño de dichas libertades en algunos sujetos o grupos hace objetivamente relevantes determinados contextos como prioridades políticas. El proyecto de la Ilustración que Habermas se propone seguir confirma el lugar de la razón práctica, que permite autocomprendernos como agentes responsables aun en el contexto de las sociedades complejas.

 

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NOTAS

1 Por supuesto, la reconstrucción de dichas prácticas tiene una función normativa, en la medida en que la explicitación de sus reglas podría contribuir a orientar la conducta de los participantes en ellas. Sin embargo, la teoría sólo puede reputarse correcta si refleja de hecho las reglas y condiciones de las prácticas estudiadas. El objetivo inmediato de la teoría de la acción comunicativa no es normar, es explicar. Aunque es sabido que esa explicación puede llegar a tener efectos prácticos, ello no sucede de modo necesario, ni tampoco son dichos efectos su propósito directo.

2 Un espléndido esfuerzo por responder a estas cuestiones, emprendido desde el dominio de las ciencias naturales, puede verse en Wilson, 1999.

3 En mi opinión, el ensayo kantiano sobre la Ilustración puede ser leído como una denuncia de la alienación individual que acontece no únicamente frente a órdenes tradicionales, sino también contra el predominio irreflexivo de ciertos sistemas expertos o técnicos; por ejemplo, el de "un médico que me prescribe las dietas" (Kant, 1997: 26). No se puede negar fácilmente que esta intuición resuena en la oposición que establece Habermas entre una racionalidad teleológica y otra comunicativa.

4 Para Habermas, dichos autores "permiten replantear la teoría weberiana de la racionalización liberándola de la aporética de la filosofía de la conciencia: Mead con una fundamentación de la sociología en términos de la comunicación, y Durkheim con una teoría de la solidaridad social, en que las categorías de integración social e integración sistémica quedan referidas la una a la otra" (1999a: 508).

5 Al respecto, observa Habermas: "La formación imparcial del juicio se expresa en un principio que obliga a cada cual en el círculo de los afectados a acomodarse a la perspectiva de todos los demás a la hora de sopesar los intereses. El postulado de la universalidad ha de conseguir aquel cambio universal de funciones que ha descrito G.H. Mead como ideal-role-taking o universal discourse" (1991: 85).

6 Al respecto señala nuestro autor: "Es de hecho uno de los más recientes logros evolucio-narios el que argumentos de una clase particular (por ejemplo, argumentos legales o científicos, o discusiones de crítica de arte) sean institucionalizados, esto es, sean capaces de ser socialmente esperados de personas particulares en tiempos y lugares particulares" (1994: 112).

7 Esta interpretación ha sido sugerida por Carlos Pereda, quien critica que Kant pasa por alto las diferentes estructuras de la vida social, es decir, la complejidad societal, al denunciar la minoría de edad del pueblo. Según Pereda, la vida social se puede analizar "no como la mera adición de individuos sino, ante todo, como un sistema; de esta manera, acaso concluyamos que la perspectiva más adecuada del análisis social radica en postular que los hombres no deciden totalmente el lugar que ocupan en ese sistema, sino que, por el contrario, es el sistema el que, en parte al menos, 'decide' por ellos" (1994: 144). ¿No es acaso dicha complejidad, resultado del proceso de diferenciación de esferas de acción, de la formación de sistemas, lo que subyace a la racionalidad instrumental en el proyecto habermasiano?

8 En relación con el dominio de la política, la prioridad de la justicia sobre el bien parece estar ya presente en la filosofía kantiana, al postular que el derecho debe hacer posible la coexistencia del más amplio espectro de libertades que sea compatible con las libertades de todos los ciudadanos; o también, de hacer posible la convivencia hasta para un "pueblo de demonios" (Kant, 1996: 233).

9 A este propósito responde sin duda la aparición, posterior a Teoría de la acción comunicativa, de textos como Conciencia moral y acción comunicativa (1996) o Teoría de la acción comunicativa. Complementos y estudios previos (1997b).

 

INFORMACIÓN SOBRE EL AUTOR

Alejandro Sahuí: Doctor en Derecho por la Universidad Carlos iii de Madrid. Actualmente se desempeña como Director del Centro de Investigaciones Jurídicas de la Universidad Autónoma de Campeche, de cuya Facultad de Derecho ha sido Director Académico. Es miembro del Sistema Nacional de Investigadores del Conacyt y de la Asociación Filosófica de México. Autor de los libros Razón y espacio público. Arendt, Habermas y Rawls (2002, 2009) y de Igualmente libres. Pobreza, justicia y capacidades (2009). Asimismo es editor de Derechos fundamentales y políticas de combate a la pobreza (2008, con Gerardo Mixcóatl); Gobernanza y sociedad civil. Retos democráticos (2009) y Repensar el desarrollo. Enfoques humanistas (2011, con Antonio de la Peña).

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