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Signos filosóficos

versão impressa ISSN 1665-1324

Sig. Fil vol.13 no.26 Ciudad de México Jul./Dez. 2011

 

Artículos

 

Valorar nuestra humanidad*

 

Valuing our humanity

 

Christine M. Korsgaard**

 

** Department of Philosophy, Harvard University, korsgaard@fas.harvard.edu

 

Recepción: 26/06/11
Aceptación: 22/09/11

 

Resumen

En este artículo discuto las diferentes actitudes implícitas en "valorar" nuestra humanidad, según lo entiende Kant. El atributo distintivo de la humanidad es la capacidad de la elección moral racional. Según mi argumento, valorar nuestra capacidad moral nos compromete con el bien moral, lo cual no significa que esto sea una superioridad sobre los demás animales. A su vez, valorar a las personas como fines en sí mismos implica una actitud hacia la capacidad de la elección racional de éstas. Distingo dos enfoques acerca de esta actitud: una es ver a la racionalidad como una propiedad valiosa y, la otra, verla como fuente de una postura normativa. Los argumentos casuísticos de Kant revelan estos dos enfoques y tomados conjuntamente sugieren que debemos ver nuestra postura normativa como una propiedad valiosa. Finalmente, afirmo que Kant está comprometido con la idea según la cual considerarnos como fines en nosotros mismos implica concebir que nuestros intereses naturales son valiosos, pues el ser fines en sí puede ser extendido a los demás animales.

Palabras clave: animal, humanidad, identidad práctica, razones, valor.

 

Abstract

In this paper I discuss the different attitudes that are involved in "valuing" our humanity as Kant understands it. The distinct attribute of humanity is the capacity for rational and moral choice. I argue that valuing our moral capacity commits us to caring about being morally good, but not to thinking that it renders us superior to the other animals. Valuing people as ends in themselves also involves an attitude towards people's capacity of rational choice. I distinguish two views of what this attitude is: regarding rationality as valuable property and regarding it as the source of normative standing. Kant's casuistical arguments reflect both views, and together suggest that view we should regard our normative standing as a valuable property. Finally, I argue that Kant is committed to the view that regarding ourselves as ends-in-our-selves involves thinking that our natural interests are worth satisfying a sense of end-in-itself that can be extended to the other animals.

Key words: animal, humanity, practical identity, reasons, value.

 

INTRODUCCIÓN

Hace aproximadamente veinte años publiqué un artículo sobre la Fórmula de la humanidad de Kant, el principio que nos obliga a tratar a cada ser humano como un fin en sí mismo o en sí misma (Korsgaard, 1996a: 106-132).*** Según mi propuesta, el argumento de Kant en defensa del valor de la humanidad se desarrolla en términos generales de la siguiente manera: siendo racionales, no podemos decidir ir tras un fin a menos que lo consideremos como bueno. No obstante, la mayoría de nuestros fines son simplemente objeto de nuestras inclinaciones y éstos, como tales, no son intrínsecamente valiosos. Así pues, requerimos ir más allá en nuestra historia acerca de por qué los consideramos valiosos. Esa historia más allá consiste en la atribución del poder de conferir valor a nuestros fines por la elección racional de éstos. Y al hacerlo, nos atribuimos una clase fundamental de valor a nosotros mismos.1 Esto equivale a afirmar que nosotros atribuimos valor a nuestra propia humanidad, una propiedad que Kant identifica con nuestra capacidad de determinar nuestros fines a través de la elección racional. En síntesis: la humanidad es la condición-incondicional de todo valor y, como tal, debe ser valorada. También, sostengo que en varios sentidos, los deberes discutidos por Kant en conexión con la Fórmula de la humanidad se desprenden del valor otorgado a lo que llamo el poder de, o la capacidad para, hacer elecciones racionales.

A través de los años, los lectores de aquel artículo, y de una nueva versión empleada en Las fuentes de la normatividad (Korsgaard, 1996b: §§ 3.4.6-3.4.9, 118-123),*** han expresado dudas acerca de algunos puntos. Por ejemplo, no han podido ver por qué debe seguirse del hecho de que si algo es una condición de todo valor, entonces es valioso en sí mismo. Y tampoco han sido capaces de ver por qué, incluso si esto es así, un individuo puede valorar no sólo su propia humanidad, sino también a la humanidad en general. En años recientes, la perplejidad de mis lectores se ha visto acrecentada gracias a mi argumento de que valorar a todos los animales como fines en sí mismos es una implicación de la Fórmula de la humanidad de Kant (Korsgaard, 2005: 27-110 y 2011: 91-118). Ciertamente, mucha gente pensará que si lo que valoramos en nosotros es nuestra capacidad de elección racional, entonces debemos concluir, como lo hace Kant, que, o los otros animales carecen de valor, o bien, sólo tienen el valor conferido por nosotros.

Estas objeciones plantean importantes preguntas acerca del significado de valorar algo. Ésta es una noción a cuyas complejidades no fui suficientemente atenta en el pasado. No es casual que el valor conferido a distintas clases de objetos se muestre en muy diferentes tipos de actitudes y actividades. La manera de mostrar que valoramos a una persona, por ejemplo, es a través de conferirle valor a los objetos de su elección o su interés (Scanlon, 1998). Apelaría ahora a esta tesis para responder una de las objeciones dirigidas a mi argumento original —la objeción según la cual el hecho de conferir valor a los objetos de nuestra elección racional no necesariamente muestra que otorgamos un valor a nosotros mismos—. Ahora, para hacer valer esa parte del argumento, no necesito defender la tesis general según la cual si algo es la condición de todo valor, debe ser tomado como un valor en sí mismo. Si el significado de valorar a las personas es conferir valor a los objetos de su interés y elección, entonces, el hecho de conferir valor a nuestros propios intereses, por ninguna otra razón salvo que son nuestros, mostraría que nos conferimos un valor a nosotros mismos. Al valorar aquello que nos importa, lo suficiente como para determinar el fin de nuestras acciones, revelamos el valor que necesariamente nos damos a nosotros mismos.

¿Hay algo que, en general, pueda decirse acerca del significado de valorar algo? Una cierta clase de realismo metafísico sugiere que valorar algo es responder apropiadamente al hecho de que tiene valor. Valorar, así concebido, es una propiedad metafísica; como actividad, es responder a esa propiedad.2 Con el fin de rechazar esa clase de realismo, con el cual no concuerdo, considero necesario revertir el orden de prioridad entre el valor y el valorar —es decir, deberíamos explicar el valor en términos del valorar, en lugar de la inversa—. Así pues, mi intención en este artículo es revisar más de cerca qué es lo implícito en la idea de valorar algo y qué puede querer decir Kant cuando establece como un deber para nosotros el valorar nuestra humanidad.

 

VALORAR LA MORALIDAD

Me parece pertinente iniciar con una pregunta que se refiere a un tema íntimamente ligado: el tema del valor de la moralidad en sí misma. Kant asocia el valor de la humanidad con nuestra capacidad para la moralidad. En la Fundamentación de la metafísica de las costumbres, afirma: "la moralidad es la condición únicamente bajo la cual un ser racional puede ser fin en sí mismo, porque sólo por ella es posible ser un miembro legislador en el reino de los fines" (1999: 4.435).3

No queda claro si Kant está diciendo que un ser racional puede ser un fin en sí mismo sólo si ejercita su capacidad moral, o bien, si solamente los seres con capacidad para la moralidad pueden ser fines en sí mismos. Sin duda, creía ambas cosas, aunque la primera de ellas —un ser racional puede ser un fin en sí mismo solamente si ejercita su capacidad para la moralidad— debe ser leída bajo la luz de otra tesis de Kant —a saber, que nunca estamos seguros de cuál es la disposición fundamental (o nouménica) moral de cualquier persona— (1999: 4.407). En otras palabras, la condición para obtener nuestro propio valor sólo a través de la moralidad no debe interpretarse como el hecho de estar autorizados a tratar a las personas —de las que, suponemos, tienen una mala disposición moral— como meros medios. Solamente implica que debemos realizar nuestro propio valor potencial a través de la elección racional. Pero si optamos por interpretar la condición en el segundo sentido, esto es, como la petición de que sólo los seres morales pueden ser fines en sí mismos, ¿estamos obligados a coincidir con Kant en este punto?

En un trabajo reciente, he defendido la tesis tradicional acorde con la cual los seres humanos son los únicos seres racionales y, por ende, los únicos seres morales.4 Ahora bien, hay personas que piensan que cuando se reclama para los seres humanos ser los únicos animales morales, se afirma que los seres humanos son especialmente nobles o admirables en el sentido de verlos como si fueran superiores al resto de los demás animales. Pero cuando afirmo que sólo los seres humanos son morales, no pretendo sostener que sólo los seres humanos son moralmente buenos, tan sólo que los seres humanos son capaces de realizar el tipo de acciones que pueden ser moralmente buenas o malas. Sólo los seres humanos tienen la habilidad de reflexionar sobre los motivos de sus acciones, para determinar si éstos constituyen razones adecuadas para la acción o no, y de actuar en consecuencia. Para decirlo de manera más sencilla, únicamente los seres humanos tienen la capacidad de actuar bajo lo que Kant llama máximas o principios, y es el carácter de nuestros principios lo que convierte a nuestras acciones en moralmente buenas o malas. Así, ser un animal moral en este sentido, significa ser capaz de ser bueno o malo desde el punto de vista moral.

¿Debe verse esto —la capacidad de elegir de una manera, sea buena o mala— como una forma de superioridad humana? Permítaseme examinar un argumento en ese sentido. Los defensores de lo que podemos llamar un realismo sustantivista sobre cuestiones morales conciben las obligaciones de esta clase como fundadas en actos mentalmente independientes de razones o valores.5 Piensan que, al reconocer estos actos, nos sentimos motivados para actuar en concordancia con ellos. Para estos filósofos, la afirmación de que los otros animales no son seres morales, aparentemente debería significar el reconocimiento de una dimensión de la realidad, la moral, a la cual estos seres no humanos son insensibles, o hacia la cual no tienen un acceso epistémico. Los otros animales no actúan moralmente debido a que, podríamos decirlo de esta forma, no saben cómo hacerlo. Esto plantea una pregunta aparentemente ingenua, ¿está el realista comprometido con la postura, según la cual, los otros animales sí tienen razones para actuar moralmente, aunque debido a su falta de conciencia sobre estos hechos, no actúan en consecuencia con ellos? Aunque esta pregunta parece ingenua, hay una cuestión filosóficamente relevante detrás de ella; a saber, la pregunta que queremos decir cuando afirmamos que alguien tiene una razón para hacer algo. ¿Exactamente cuál es la relación expresada en tener en este contexto? De forma intuitiva, podemos hablar inteligiblemente de que un animal no humano tiene razones para hacer algo; el antílope, a punto de ser atacado por un león, por ejemplo, tiene una razón para correr más rápido. Aunque, desde luego, el antílope no sabe que la tiene. Sabe qué es el correr, pero ignora tener una razón para hacerlo. Sin embargo, en el sentido objetivo de tener una razón, podemos decir que alguien tiene una razón aun cuando no sepa y no pueda saber que la tiene. Por sentido objetivo me refiero a cómo usamos la frase tiene una razón cuando decimos, por ejemplo, que si en este preciso momento el techo del edificio está por desplomarse, nosotros tenemos una razón para abandonar el edificio, aun cuando no lo sepamos. En contraste, usamos tiene una razón en el sentido subjetivo, cuando después de la catástrofe, decimos que, al no tener conocimiento de la inmanencia del desplome del techo, no teníamos una razón para abandonar el edificio.

El punto que intento destacar aquí depende, de hecho, de una ligera extensión de esa distinción tan familiar, por lo que necesito explicar cuál es ésta y por qué la considero justificada. La manera más común de entender la distinción entre razones objetivas y subjetivas relativiza las razones subjetivas de la persona a sus creencias acerca de los hechos. Surge, entonces, la pregunta de si debemos también relativizar las razones de una persona a sus creencias acerca de razones, esto es, a sus creencias acerca de qué cuenta como una razón para algo. Cuando las razones están fundamentadas en los tradicionalmente considerados requisitos formales de racionalidad, la respuesta a esa pregunta parece ser simplemente no. Por ejemplo, se tiene una razón subjetiva para conseguir los medios para lograr ciertos fines, o bien para evitar las contradicciones, más allá de si se cree o no en el principio de la razón instrumental o si se cree o no en la ley de no contradicción. Este punto queda mostrado en el conocido argumento según el cual los principios de la lógica no pueden funcionar como premisas. Supongamos que Jorge no aplica en su razonamiento el modus ponens: por ende, no puede ver cómo se puede obtener de "si A entonces B" y "A", la conclusión "B". En un caso así, no ayuda introducir el modus ponens como premisa —esto es, añadir, "si A entonces B y también A, entonces B"— a la lista de premisas de Jorge, pues aún requeriríamos poder aplicar a nuestro razonamiento el modus ponens para así alcanzar cualquier conclusión a partir de estas premisas, y eso es lo que Jorge no puede hacer. De esta manera, los requisitos formales de racionalidad no pueden ni necesitan funcionar como premisas.6 Y parece natural que cuando damos cuenta de las razones subjetivas de una persona relativicemos sus premisas, a partir de las cuales pretende apoyarse para concluir que tiene una razón. Pero las razones sustantivas que no están fundadas en los principios de racionalidad deben aceptarse como premisas en nuestro razonamiento sólo si van a servirnos como guía. Y muchos de los realistas sustancialistas contemporáneos suponen que la mayoría o todas las razones sustantivas son independientes de los requisitos racionales en este sentido.7 Scanlon (1998: 25-32), en particular, argumenta que debemos considerar todas las razones de esta manera, con la posible excepción de las ofrecidas para hacer coincidir nuestras actitudes con nuestros propios juicios acerca de cuáles razones tenemos para creer, hacer o sentir. Así pues, si apelamos a la distinción entre razones objetivas y subjetivas, parece natural, desde una perspectiva como la de Scanlon, el tomar las razones subjetivas de la persona como relativas a sus creencias acerca de las razones mismas. Y eso significa, tomando un ejemplo del propio Scanlon, que si alguien no cree que: "el hecho de que este auto puede matar a un peatón si no da vuelta al volante, es una razón para girarlo", no tiene una razón subjetiva para dar vuelta al volante (Scanlon, 2009).8

Establecida esa extensión de la distinción entre razones subjetivas/ objetivas, la pregunta de cuándo se tiene una cierta razón, subjetivamente hablando, depende algunas veces de si se cree que la razón en sí misma existe. Y entonces, parecería como si fuera posible tener razones en el sentido objetivo pero no saberlo, a causa de la ausencia de conocimiento acerca de las razones mismas. Así, la conclusión parece ir en este sentido: los animales tienen razones morales, hablando objetivamente, pero no tienen la capacidad de reconocer ese hecho. Y si los otros animales tienen razones morales, pero no actúan conforme a éstas, entonces tal vez deberíamos pensar que hay un sentido en el cual esto los hace inferiores a nosotros, no de una manera peyorativa, desde luego, sino en el sentido de ser inferiores en inteligencia. Hay algo importante acerca de su propia condición que les impide comprender aquello que nosotros sí podemos.

Por lo menos algunos realistas sustantivistas sobre cuestiones morales tendrían que rechazar la opinión de que su teoría implica que los otros animales tienen razones morales, pero carecen de la capacidad para actuar con base en éstas. Este argumento depende de una cierta concepción de las implicaciones de la postura realista; así mismo la idea según la cual —objetivamente hablando— las razones son entidades mentalmente independientes, o bien, hechos con fuerza normativa intrínseca. A su vez, en apariencia esto implica que el significado completo de decir: tengo una razón, en el sentido objetivo, es que hay una razón con base en la cual es posible actuar y, por ende, el significado total de decir que se tiene una razón, en el sentido subjetivo, es tener conciencia de ese hecho. Siendo por completo algo relacional, el tener es entonces una relación puramente epistémica. ¿El realista sustantivista está comprometido con todo esto? Thomas Nagel y Scanlon seguramente lo negarían.

Ahondaré en algunos elementos contextuales para explicar por qué. En The View from Nowhere, Nagel argumenta que la objetividad es una cuestión de grados. Partimos de una concepción del mundo completamente subjetiva, en el sentido de tomar al mundo sólo por lo que aparenta ser. De ahí formamos otra concepción del mundo un tanto más objetiva porque nos incluye a nosotros, a los hechos acerca de nuestra posición en el mundo y a los hechos resultantes acerca de cómo vemos el mundo, como un hecho más de aquellos que lo constituyen. En la concepción subjetiva original, los tomates son rojos; en la posición más objetiva, también es un hecho que los tomates nos parecen rojos. La afirmación: los tomates son rojos, objetivamente hablando, es verdadera en la medida en que sobrevive al interior de concepciones más objetivas, dadas las explicaciones de cómo son posibles las apariencias al interior de esas concepciones. Cuando las explicaciones se dan al interior, no todas las apariencias subjetivas sobreviven: algunas de ellas son desechadas por ilusorias.

El proceso de objetivización descrito se refiere a nuestras razones para creer cosas, pero Nagel considera que se puede construir un proceso paralelo en el cual se identifiquen nuestras razones objetivas para hacer algo. Acorde con esto, tenemos razones prácticas objetivas cuando algo que aparentemente es una razón al interior de nuestro punto de vista subjetivo sobrevive si adoptamos un punto de vista más objetivo que incluye la apariencia, en sí misma, como parte de la realidad. Según Nagel, eso sucede porque:

Las razones son reales, no son simples apariencias. Para estar seguros sólo se atribuyen a un ser que tiene, además de deseos, una capacidad general para desarrollar una opinión objetiva acerca de qué debe hacer. Por tanto, si las cucarachas no pueden pensar qué deben hacer, es porque no hay nada que deban hacer. (1986: 150)

Así, desde esta perspectiva, se tiene una razón en el sentido objetivo sólo si se posee cierta clase de subjetividad —la que permite desde ahí desarrollar una concepción objetiva del mundo.9

La postura de Nagel, en este punto, plantea una pregunta un tanto desconcertante: si algo que es real existe solamente para quien puede formarse una concepción objetiva del objeto en cuestión, ¿existe la realidad objetiva sólo para ese ser? ¿Hay alguna diferencia para las cucarachas entre el modo como ven el mundo y el mundo tal como es? De hecho, hay una manera de bloquear esta extraña implicación y dirigir nuestra atención a una importante disparidad (disanalogy) que el realista debe establecer entre razones teoréticas y prácticas. Para bloquear la implicación, Nagel no necesita negar que la realidad objetiva existe para las cucarachas; tan sólo necesita negar que las cucarachas tienen alguna razón para creer algo.10 La analogía adecuada, podría insistir, es entre razones para la acción y razones para creer. Empero, de inmediato queda claro que el realista está comprometido con la idea según la cual la realidad práctica está totalmente constituida por razones para la acción, mientras que la realidad teorética sencillamente no está en su totalidad constituida por razones para creer. Para decirlo de otra manera, en la concepción realista sobre las creencias se debe suponer que una acción, justificada por razones prácticas, cumple, por ello, con todo lo que debería ser, en cambio una creencia justificada por razones teóricas no cumple con todo lo que debería ser. Éstas, además, deben ser verdaderas; y el estar justificadas por razones no lo garantiza.11 Esto sugiere, aunque de manera oscura, que tener una razón en el sentido práctico es realmente diferente a tenerla en el sentido teorético; tener una razón en el sentido práctico es haber conseguido atrapar un pedazo de realidad; tener una razón en sentido teorético sólo es tener una pista.

Scanlon, por otra parte, sostiene que las razones tienen carácter relacional. De acuerdo con él, una razón es una relación de tercer grado [R (p, c, a,)], que se sostiene cuando una consideración (p), es una razón para un agente en ciertas circunstancias (c), para realizar una cierta acción (a). Esta formulación intenta evitar la implicación según la cual tener una razón es sólo saber, por decirlo de algún modo, que hay algo allá afuera en lo que podemos apoyarnos. En sus Conferencias Locke, Scanlon afirma:

Si tomamos las afirmaciones normativas básicas como afirmaciones aparentemente no-relacionales acerca de que estas cosas "son razones", o afirmaciones aparentemente no relacionales de que ciertas cosas "son buenas", surge naturalmente la pregunta sobre qué vínculo hay entre estos hechos normativos y los agentes particulares. (Este enigma descansa detrás de la caricatura que Christine Korsgaard construye cuando afirma que de acuerdo con el realista nos encontramos con las razones "como si estuvieran flotando por ahí".) La idea de que los elementos normativos básicos son una relación, evita este enigma.12

Desde la perspectiva de Scanlon, las razones son relativas a los agentes por definición. ¿También las poseen los animales? En una correspondencia vía correo electrónico, Scanlon se pronuncia en favor de que los animales tienen razones en dos sentidos: primero, poseen un punto de vista definido por sus intereses, en relación con el cual hay alguna razón para preferir ciertas cosas en lugar de otras; y, en segundo, conscientemente actúan para obtener las cosas que, por lo general, son de su interés. Sin embargo, los animales no tienen razones en el sentido fuerte que implica el ser capaz de pensarlas o distinguirlas.13 Aparentemente, los animales tienen razones en este sentido débil de hacer lo necesario en favor de sus intereses, pero no poseen razones de carácter moral.14

En conexión con esto, es importante destacar que Scanlon cuenta con otro recurso para negarles a los animales tener razones morales, aun cuando está convencido de que, en algún sentido, poseen razones de carácter práctico. Desde su perspectiva, nosotros tenemos razones morales porque aspiramos a justificar naturalmente nuestras acciones, y esto es así porque tenemos razones para pretender estar en unión con otros. El tipo de unión que tiene en mente es el que se da cuando tratamos a otro con respeto, haciendo de la amistad humana y de otras relaciones esencialmente humanas algo posible (Scanlon, 1998: 160-168).15 La moralidad, para decirlo de forma sucinta, es entonces una parte de nuestro bien. Puesto que los otros animales no actúan conforme a principios, no hay lugar en ellos para los cuestionamientos ni las justificaciones; de ese modo, formar este tipo de unión con otros no es parte de ningún bien. Los animales no humanos, por ende, no tienen razones morales. Así, tanto Nagel como Scanlon, se verían forzados a negar que sus planteamientos impliquen que —aun no teniendo conocimiento de éstas— los animales no humanos tienen razones morales.

Desde mi punto de vista, cada una de estas posturas tiene una parte correcta de la historia. La parte incorrecta está en que ubican la normatividad de las razones en algo objetivo, se trate de una relación o bien de un hecho. Me parece ser así, pues Nagel establece correctamente que tener razones, en sentido absoluto, no depende de qué está allá afuera en el mundo, sino del tipo de subjetividad que se posee. Las razones existen, en primer lugar, en la perspectiva deliberativa en sí misma. Pero el tipo de subjetividad necesaria no es la capacidad de formar una concepción objetiva de nuestras razones: es más bien del tipo de lo que Kant asocia con la autonomía, la capacidad de darnos a nosotros mismos leyes. El elemento esencial de las razones es su normatividad, la cual descansa en el hecho de que al actuar basado en ellas se convierte en una ley. Correctamente para Scanlon los animales, en cierto sentido, tienen razones, pero están determinadas por sus intereses y no por consideraciones morales. Como he argumentado en Self-Constitution (2009a: § 5.6, 104-108), hay un sentido en el cual los animales son autónomos, pues sus instintos son leyes de su naturaleza, de forma que, cuando los siguen, éstos actúan como leyes para sí mismos. Pero sus instintos sólo conciernen a su propio bienestar, puede extenderse al bien de sus crías y, en ocasiones, al bien del grupo, pero no se extiende a nada que pueda ser equivalente a razones morales.

El ejercicio dialéctico precedente ha sido un tanto complicado, así que permítaseme recordar en qué punto me encontraba. Examiné la cuestión de si la mera capacidad para la moralidad debe ser vista como una forma de superioridad humana. He propuesto, que tal vez, quien postula un realismo de las razones morales está comprometido con la idea de que hay una parte importante del mundo, relevante para las acciones, tanto de las personas como de los otros animales, que somos capaces de comprender, pero no así los demás animales. Hay razones morales para hacer cosas y los demás animales no son capaces de responder a esas razones. Examiné las tesis de Nagel y Scanlon porque son ejemplos de realistas que rechazan tales implicaciones. Aunque piensan que las razones son hechos mentalmente dependientes, al mismo tiempo, para ellos, sólo las personas tienen razones morales.

Si suponemos que la moralidad está fundamentada en la naturaleza humana, en lugar de elementos objetivos de la realidad, podemos elaborar un argumento aún más simple en contra, considerando la mera capacidad de acción moral (buena o mala moralmente) como una forma de superioridad humana. Y esto será cierto, tanto si apoyamos la moralidad en nuestra naturaleza racional, como hizo Kant, o bien, en nuestra naturaleza sensible, siguiendo a Francis Hutcheson, David Hume, Adam Smith y sus descendientes, Allan Gibbard y Simon Blackburn. De acuerdo con esas teorías, la moralidad es algo parecido al uso adecuado o el perfeccionamiento de un atributo distintivamente humano, y puesto que los otros animales carecen de tal atributo, los estándares que pueden definir ese uso adecuado, o ese perfeccionamiento, son simplemente irrelevantes para ellos. Kant nos puede ilustrar en este punto. Su planteamiento supone a la moralidad fundada en la naturaleza humana, pues como acabo de afirmar, la apoya en un aspecto de la subjetividad humana. Y esta es la forma de autoconciencia que, como dije antes, nos hace capaces de establecer los fundamentos de nuestras creencias y acciones, determinando si esos fundamentos pasan por buenos o no y, en consecuencia, dándonos leyes a nosotros mismos. Esta manera de autoconciencia hace posible una forma distinta de actuar, el actuar racional que los otros animales no comparten. La moralidad es una perfección de esa forma de actuar y, como tal, representa un estándar no aplicable en el caso de los otros animales.

Sin duda, en general, actuar es un atributo compartido con los otros animales. Aunque es cuestionable que haya un sentido en el cual el actuar humano racional sea superior considerado meramente como una forma de actuar. Me refiero a lo siguiente: todo actuar es una forma de control. Ser un agente es ser capaz de movernos bajo el control de nuestra propia mente. Y difícilmente puede pensarse que exista un agente con mayor control sobre éstos y, al mismo tiempo, pueda reflexionar y evaluar sus propias acciones. Por ende, hay una perspectiva desde la cual podemos juzgarnos a nosotros mismos como superiores. Pero el tener esta forma adicional de control no es, en sí misma, una virtud. Tampoco es, obviamente, como muchos autores lo han señalado, un don —algo de lo que debamos sentirnos orgullosos—, sino más bien, como afirma Aristóteles, algo que debemos merecernos.

Desde luego, estas afirmaciones no dejan de ser cuestionables. Hume y los demás filósofos del sentimiento moral creían que nuestra naturaleza moral es un don valioso, en el sentido de ser afortunados de tenerlo y actuar en concordancia con él. Y también creía que puesto que el sentimiento moral aprueba todo aquello que procura felicidad a las personas, entonces se aprueba a sí mismo. El hecho de ser moral se convierte aparentemente en una virtud, o en todo caso, en algo moralmente bueno.16 Pero ciertamente una cosa es argumentar que un ser racional y social resultaría deformado si carece de moralidad, y otra muy distinta decir que un animal de especie totalmente diferente —digamos un tigre— sería mejor, o bien, mejoraría, si fuese un ser moral.

Considero que hay una razón de por qué estas afirmaciones nos parecen tan extrañas. La cuestión del valor del ser moral —y me refiero principalmente ahora al don más que al ser merecedores— pertenece a un conjunto de cuestiones bastante interesantes surgidas una vez que tomamos seriamente la idea según la cual la bondad de una cosa es relativa a su naturaleza. Por dar sólo un ejemplo de lo que tengo en mente: John Stuart Mill (1979: cap. 2) es el autor de la famosa frase: "es mejor ser Sócrates insatisfecho que un cerdo satisfecho".17 Mill pensaba esto porque consideraba bueno para los seres humanos tener acceso a lo que él llama placeres superiores, por ejemplo, el placer de la poesía. Pero, ¿para quién son mejores?, ¿lo serían para el cerdo, si fuera Sócrates?, ¿cómo sería eso exactamente? Temple Grandin, en su libro Animals Makes us Human, señala que el gran placer de los cerdos es frotarse en la paja.18 La poesía no es un bien para un cerdo, por lo tanto no es algo valioso de lo que carezca, algo accesible para él si se cambiara por Sócrates, no más valioso que frotarse en la paja (algo ausente en nuestra vida), a lo cual tendríamos acceso si nos cambiáramos por un cerdo. ¿Es entonces la poesía un placer superior a frotarse en la paja? Si lo que hace a un placer superior es, como Kant y otros han sugerido, que nos hace cultivar nuestra capacidad para disfrutar de actividades mejores y más elevadas,19 entonces esa capacidad es anterior a la posibilidad de poder juzgarlo como algo superior para nosotros. Desde luego, podemos intentar argumentar que, hasta donde se puede decir, ninguno de los placeres del cerdo se puede considerar superior en ese sentido. Pero entonces quizás es que sólo para nosotros, seres humanos satisfechos, los placeres inferiores son algo vicioso. Mientras la paja siga siendo fresca, los cerdos nunca perderán el entusiasmo por frotarse en ella.

Considero que este punto sobre la naturaleza esencialmente relacional al bien se puede generalizar a otros criterios: no tiene ningún sentido juzgar a los seres humanos como superiores o mejores que los demás animales con criterios sólo aplicables a los seres humanos. Pero si decidimos hacerlo, no tiene sentido decir qué sería mejor para el cerdo, si fuera Sócrates, ¿significa esto renunciar a valorar nuestra propia habilidad de apreciar la poesía? Y, por la misma razón, ¿podemos valorar nuestra propia naturaleza humana, sea como un don, o como algo que debemos merecer, sin dejar de pensar que un cerdo podría ser mejor, si tuviera también una naturaleza moral?

Esta pregunta retoma el tema inicial del trabajo. En "La Fórmula de la humanidad de Kant" y en Las fuentes de la normatividad, he planteado que hay un sentido en el cual debemos valorar nuestra naturaleza moral. En esta última, en particular, planteé el argumento según el cual ésta debe ser valorada como lo que llamo una forma de identidad práctica, una descripción bajo la cual nos valoramos a nosotros mismos y encontramos valiosa nuestra vida. El argumento se desarrolla más o menos así: afirmamos nuestro valor como portadores de una identidad práctica cuando actuamos con base en las razones a las que da lugar, nuestra naturaleza moral —la capacidad de darnos a nosotros mismos leyes— es la fuente de la fuerza normativa de todas nuestras razones (Korsgaard, 1996b: § 3.4). Así, cuando actuamos apoyados en razones, afirmamos nuestro valor como seres morales. Pero, ¿cómo podemos valorar nuestra naturaleza moral si no podemos pensar en ella como un don, ni tampoco como un mérito?

No obstante, no se sigue del rechazo al argumento de Mill que no podamos valorar nuestra naturaleza moral. Cuando afirmamos valorar algo, son varias las cosas que podemos pretender decir. Una de ellas es que colocamos ese objeto dentro del dominio en donde se aplica el criterio de lo que es importante para nosotros —permítaseme llamar a éste un dominio de evaluación—. En ese sentido, el valor otorgado por nosotros a la poesía se expresa igualmente en nuestro desdén por los versos prosaicos, como nuestra admiración por Emily Dickinson y John Donne. Un segundo sentido en que valoramos algo, desde luego, es cuando tenemos una actitud positiva hacia algún objeto porque se ajusta a los criterios de algún dominio de evaluación en el cual se inserta.

Valorar en el primer sentido, esto es, colocar algo en el dominio de evaluación, no es solamente una cuestión de creer que tales objetos pueden ser sujetos a criterios de evaluación, sino más bien, que necesitamos aplicar ese criterio activamente como una norma para nosotros mismos. Alguien puede pensar de una cierta actuación —digamos, de ballet o de boxeo— que, cada una en su tipo, se realizó bien o mal y no ocuparse más del asunto en el sentido de que para ella no existe una circunstancia imaginable en la cual actuaría de manera diferente en relación con esa valoración. Pero, exactamente, cómo se transforma el criterio en una norma para uno, depende, tanto de la naturaleza del objeto, como de nuestra relación con éste. El valor que le otorgamos a la poesía puede ser expresado a través de actividades como escribirla, leerla, apreciarla, reseñarla —incluido el escribir reseñas mordaces de las composiciones prosaicas—, o bien, tratar de preservar los grandes poemas del pasado. Pero el valor otorgado a la poesía no exige que la consideremos superior, por ejemplo, a la prosa, o bien, a la música. Y de la misma forma, el valor que le otorgamos a la vida gobernada por principios morales no exige considerar a la vida gobernada por los instintos y las sensaciones como una forma de vida inferior. Ciertamente en el caso de una criatura llamada por su naturaleza a realizar una vida gobernada por los principios morales, si decide vivir una vida gobernada en lo posible por sus instintos y sensaciones, esa vida es inferior, pero es así porque para tal criatura sólo puede representar una elección pobre acerca de lo que es valioso.

El valorar nuestra naturaleza moral como una forma especial de identidad práctica —según he argumentado— está implícito en la noción de identidad práctica, pues valoramos las distintas formas de esa identidad al vivir a la altura de los criterios que establecemos para nosotros. Así, valorar nuestra naturaleza moral, esto es, nuestra identidad práctica como seres morales, es considerar que lo más importante es vivir a la altura de esos criterios, los cuales son morales. En ese sentido, podemos valorar nuestra naturaleza moral sin necesariamente pensar que somos unas personas extraordinarias, sólo por poseerla, así como un hombre puede otorgarle un valor muy alto a su papel como padre sin devaluar por ello a otros hombres que no lo son. Desde luego, cuando algo cae dentro del dominio de evaluación, lo evaluamos en el segundo sentido si coincide con los criterios de ese dominio y lo desaprobamos cuando no coincide con éstos. Aquí, sin duda, hay espacio para pensar en algún tipo de superioridad: un ser humano bueno es, en un sentido reconocible, superior a uno malo. En consecuencia, desaprobamos a los malos padres, aun cuando no desaprobamos a los que no son padres, por no serlo, y de la misma forma desaprobamos a las personas que no viven a la altura de los criterios implícitos de su identidad moral.

Así pues, una manera de valorar nuestra humanidad o naturaleza moral es considerar nuestras acciones como propias de un dominio de evaluación y tomar ese hecho como algo normativo a través de vivir acorde con los criterios que aplicados a éstas. Pero esa manera de valorar nuestra naturaleza moral no nos compromete ni a pensar que somos superiores a los otros animales, o que hemos sido bendecidos en comparación con ellos. Nos compromete a preocuparnos por ser buenos, a admirar a las buenas personas precisamente por su bondad, y a desaprobar a los seres humanos, incluidos nosotros mismos, cuando se comportan mal. Sin embargo, todo ello no implica ninguna actitud particular hacia el valor de los demás seres no morales.

Sin embargo, valorar nuestra naturaleza moral en este sentido, claramente, no agota todo lo que está implícito en valorar nuestra humanidad. El mismo argumento para la Fórmula de la humanidad conduce hacia un sentido diferente en el que Kant nos conmina a valorar nuestra humanidad. Empero, este sentido requiere de agregar algunas distinciones de las cuales me ocuparé enseguida.

 

VALORAR A LAS PERSONAS

Cuando decimos que valoramos nuestra humanidad, en el sentido de Kant, estamos usando valorar de una manera distinta a las hasta ahora mencionadas. En ocasiones, valorar algo no tiene nada que ver con ubicarlo dentro de un dominio de evaluación, sino con verlo normativamente en un sentido positivo, como exigiendo de nosotros algún tipo de reconocimiento. Esta noción de valorar es desafortunadamente un tanto oscura, porque hay acciones y actitudes positivas muy diferentes, por ello no distingo exactamente cuáles caerían dentro de lo que sería valorar algo. Lo único claro, como afirmé antes, es que debe haber una circunstancia imaginable en la cual podríamos haber actuado de manera diferente en razón del valor. De cualquier modo, valorar a las personas —y a los demás animales— es al menos esto: adoptar una postura favorable hacia los intereses y los objetos de su preferencia. Valorar a las personas implica promover sus intereses y respetar sus elecciones, lo cual se logra o bien contribuyendo para consegir los objetivos de su elección, o bien, simplemente evitando obstaculizarlos. En mi ensayo más reciente, intenté expresar esta idea diciendo que al tomar nuestras propias elecciones, para conferirles valor a los objetos de esas elecciones, estamos, en efecto, confiriéndole un tipo de valor al poder de la elección racional en sí misma. Pero de hecho hay (al menos) dos formas en las cuales podemos comprender qué implica esto. De manera interesante, aunque un tanto burda, ambas aparecen en los argumentos casuísticos que Kant usa para ilustrar las implicaciones morales de la Fórmula de la humanidad.

Para mostrar esta idea retomo una objeción recurrente al planteamiento kantiano. Las personas en ocasiones se preguntan: ¿por qué no puedo limitarme a valorar mi propia humanidad? Aun aceptando el hecho de que perseguir mis propios fines muestra que valoro mi propia capacidad de elección racional, ¿qué me obliga a valorar la de los otros? Esta objeción está basada en la idea de Kant cuando habla de la humanidad como un fin en sí mismo; ahí se está refiriendo a la humanidad o a la capacidad de elegir fines como propiedades en las cuales depositamos un valor superior, en el sentido de que nos importa tener esa propiedad, o pensar que preservarla es algo valioso, o que debemos desarrollarla en las formas adecuadas, y demás. Pero también Kant parece querer decir algo un tanto diferente: debemos ver a la humanidad, o bien, al poder de determinar nuestros fines, como una propiedad que confiere un cierto tipo de postura normativa y, con ella, facultades normativas al ser que la posee.

Llamaré a estas dos cosas, la postura de la propiedad evaluadora (valuable property view) y la postura normativa (normative standing view) respectivamente. Para apreciar la diferencia entre ambas considero algunos ejemplos. En primer lugar, supóngase que nuestra inteligencia es una propiedad a la cual le conferimos un alto valor. En consecuencia, podemos hacer cosas para desarrollarla, por ejemplo, no tomar drogas que causen un daño cerebral; en contraste, podemos hacer cosas para desarrollarla, por ejemplo, resolver problemas matemáticos. E incluso es concebible que pudiéramos valorar nuestra propia inteligencia de esta forma sin preocuparnos de la de los demás.20

Pero ahora supóngase que alguien me pregunta, "¿en virtud de qué tiene usted el derecho de votar aquí?", a lo cual respondo, "soy ciudadana de este país". La ciudadanía, tal y como la entiendo, es una forma de postura normativa: confiere a su poseedor ciertos poderes morales o normativos. La persona en cuestión me podría responder a su vez, "bueno, yo también soy un ciudadano, así que tengo el mismo derecho que usted de votar aquí". Nótese que no tendría sentido para mí responder "no, mi ciudadanía tiene esa implicación normativa —pero hasta donde sé— la suya no la tiene". El argumento de Kant acerca de la Fórmula de la humanidad entiende la humanidad, o el poder de hacer elecciones racionales, como si nos dotara de una especie de postura normativa. Kant pregunta, "en virtud de qué tenemos el derecho de tratar nuestros fines como buenos, esto es, de conferirles un valor normativo y, por ende, en efecto, legislar valores", y responde "de nuestra humanidad". Así, este argumento confiere una postura normativa en virtud de nuestra humanidad, de la misma forma como la postura normativa nos es conferida por el hecho de haber nacido en algún país. De hecho, la analogía es exacta: Kant piensa que nuestra humanidad nos hace legisladores en el reino de los fines. Aunque la manera como Kant lo señala es diciendo que debemos valorar nuestra propia humanidad como un fin, esto no quiere decir que debemos valorar nuestra humanidad o nuestra racionalidad de la misma forma en que la persona valora su inteligencia en el ejemplo ofrecido, sino que debemos respetar la postura normativa de las personas, en virtud de su humanidad.

Hay dos razones por las que considero necesario entender a Kant en este sentido. La más obvia es simplemente diciendo que la habilidad de determinar nuestros fines a través de la razón, siendo una propiedad valiosa, no contribuye en absoluto para explicar por qué nos resultan valiosos en sí mismos nuestros propios fines. Por esta razón pienso que el argumento de la Fórmula de la humanidad empieza preguntando ¿por qué consideramos buenos a los objetos de nuestras inclinaciones? Y esto me lleva a la segunda razón que tomo textual. Kant responde:

[...] la naturaleza racional existe como fin en sí misma. Así se representa el hombre necesariamente su propia existencia, y en esa medida es por tanto un principio subjetivo de acciones humanas. (1999: 4.429)

Conforme repaso el argumento, veo con claridad que, para Kant, cuando nos representamos a nosotros mismos como fines en nosotros mismos, vemos nuestros fines como buenos a pesar de no ser intrínsecamente buenos. Y al hacerlo, mostramos que nos vemos a nosotros como fines. Kant prosigue de la siguiente manera:

Pero así se representa también cualquier otro ser racional su existencia según precisamente el mismo fundamento racional que vale también para mí*; es por tanto a la vez un principio objetivo. (1999: 4.429)

En una nota al pie de página, Kant agrega "el mismo fundamento racional que vale también para mí", la cual dice: "*Establezco aquí esta proposición como postulado. En la última sección se encontrarán los fundamentos para ella (1999: 4.429 nota).

Supongo que lo relevante acerca de esta última sección de la Fundamentación III, es la introducción de una manera de concebirnos a nosotros mismos como miembros de un mundo inteligible que, según afirma Kant, aporta legalidad al mundo de los sentidos (1999: 4.453-454). En ese caso, la nota al pie afirma que el fundamento racional de nuestra representación de nosotros mismos como fines en sí es nuestra concepción de nuestra voluntad racional como legislativa —esto es, normativa— referida a lo que hacemos y también, en la medida en la que depende de nosotros, a lo que acontece en el mundo de los sentidos. Cada uno de nosotros reclama la postura de un legislador en el reino de los fines, con el derecho a votar sobre lo venidero, derecho que ejercemos cada vez que hacemos una elección.

Desde luego, son muchas las posibles preguntas a ser formuladas acerca de la viabilidad de este argumento. Por el momento, sólo hablo acerca de cómo Kant lo intenta. Si lo hace de la forma sugerida, la tesis de que somos fines en nosotros mismos no equivale a que la capacidad de elegir racionalmente es una propiedad valiosa; sino a la afirmación según la cual esta capacidad nos coloca en una posición normativa —la de legislar el valor de nuestros propios fines—. Y eso nos compromete a asignarle la misma posición a todo otro ser racional y, en consecuencia, a respetar sus elecciones y contribuir con la realización de sus fines.

Sin embargo, existe un problema con esta forma de entender su razonamiento. La cuestión es que en algunos de sus argumentos casuísticos, Kant parece decir que también deberíamos de considerar la capacidad de elección racional como una propiedad valiosa. Las dos diferentes concepciones de un fin en sí mismo aparecen en los argumentos casuísticos. Los dos casos que Kant emplea para ejemplificar nuestros deberes para con los otros —el deber de ayudar a los demás, o de promover sus fines, y el deber de no hacer promesas falsas— pueden ser mejor explicados desde la postura normativa. Debemos promover los fines de los otros en reconocimiento del hecho de que ellos, al igual que nosotros, mantienen la misma posición por la cual otorgan valor a los fines que eligen. Debemos evitar todo uso de la fuerza, coerción y el engaño como formas de interferencia sobre los esfuerzos de otros para ejercer sus derechos como legisladores. Emplear la fuerza equivale a evitar que alguien ejerza su voto; la coerción y el engaño como formas de interferencia equivalen a manipular su voto. Pero, cuando Kant se ocupa de los deberes para sí mismo, las consideraciones a las cuales nos insta son entendidas más naturalmente como surgiendo de la idea de que la capacidad de la elección racional es una propiedad valiosa. Debemos desarrollar nuestros talentos y capacidades como ayudas de la elección racional; debemos evitar el alcohol y las drogas, conforme al argumento de Kant en la Metafísica de las costumbres, porque nos incapacitan para la acción racional. Estos deberes no parecen estar relacionados con mi postura. Son las actitudes y las acciones de quien ve la elección racional como una propiedad valiosa. Para Kant resulta obvio que cometer suicidio equivale a tratarnos a nosotros mismos sólo como medios, pero si entendemos el enunciado de que la humanidad es valiosa, en el sentido de que nos confiere una posición normativa, realmente no es claro por qué tendría que verlo así. ¿Por qué razón un ser humano no debería estar en posición de conferirle valor a su propio destino —como a todo lo demás que desea— concediendo que no ha infringido ningún otro deber? Kant está pensando en el suicidio simplemente como el deshacerse de algo valioso. Y eso equivale a pensar el valor de nuestra humanidad como una propiedad, nada hay sobre la postura que adoptamos nosotros.

Si aceptamos que valorar la humanidad de hecho significa concebirla como una fuente de nuestra postura normativa, y no solamente como una propiedad valiosa, ¿debemos abandonar la idea de que existen estos deberes para con nosotros mismos? No considero necesario hacerlo. Aunque no pretendo defender la prohibición de Kant sobre el suicidio, sin embargo, pienso que los otros deberes para con nosotros mismos pueden salvarse. Las dos maneras de pensar respecto del valor de la humanidad antes diferenciados podrían combinarse si suponemos que estamos dispuestos a entender nuestra posición normativa en sí misma como la propiedad valiosa en cuestión. Y si es correcto mi argumento según el cual debemos concebir nuestra naturaleza moral como una forma de identidad práctica, entonces es así exactamente como debemos proceder en este punto: tener una identidad práctica no es sólo el valorarnos a nosotros mismos como los poseedores de una propiedad, sino más bien el valorar nuestra realización de ese papel. En consecuencia, debemos valorar nuestra identidad humana, como seres racionales y como legisladores del reino de los fines. En tal caso, desarrollar los talentos y capacidades equivaldría a ser un votante bien informado; evitar el exceso de alcohol y drogas equivaldría a no acudir a votar en estado de ebriedad. Estos deberes son expresiones de respeto, no hacia la racionalidad en tanto propiedad, sino hacia la posición que nos confiere el ser legisladores.

 

VALORARNOS A NOSOTROS MISMOS

Quizá Kant tuvo en mente algo así: valoramos nuestra propia posición en tanto forma de identidad práctica. Pero aun así, hay algo que se queda fuera —una manera mucho más simple en la cual el acto de elección racional expresa el valor que nos otorgamos a nosotros mismos—. Después de todo, la posición de legisladores nos otorga el derecho de votar por —esto es, conferir valor a— lo que sea; no debe ser dirigido a satisfacer nuestros deseos y necesidades naturales. Pero Kant da por sentado que al elegir, al menos cuando la moralidad lo permite, satisfacemos nuestros intereses y deseos naturales, y de aquellos a los que amamos. Cuando ejercitamos nuestra capacidad de legisladores otorgamos valor no a nosotros como sujetos de esas capacidades, sino como sujetos de ciertos intereses naturales —algunos de los cuales compartimos con todo ser vivo y sensible—. Y eso nos provee de un sentido muy diferente a cómo nos vemos a nosotros mismos —o como nos representamos subjetivamente, como lo diría Kant— en tanto fines en nosotros mismos.

Los dos puntos recién señalados sobre el argumento de Kant para la Fórmula de la humanidad están relacionados. Los deberes hacia los demás nos exigen respetar la posición normativa de las demás personas al respetar sus elecciones y al mirarlas como actos de un legislador, esto es, actos con fuerza normativa. Por ello se supone que debemos propiciar los fines de los otros y evitar la fuerza, la coerción y el engaño para plegar a los demás a nuestra voluntad. Pero los deberes hacia nosotros mismos no consisten en respetar nuestras propias elecciones —después de todo, debemos hacer esas elecciones antes de que puedan ser respetadas, y los deberes de autorespeto deben ser una guía en el momento de elegir—. Como acabo de sugerir, el respeto por nosotros mismos en tanto seres racionales exige que nuestras elecciones coincidan con nuestro papel de legisladores morales. Y un indicador de que aspiramos a cumplir este papel nos debería llevar a reflexionar acerca de que los seres humanos hacemos racionalmente lo que los demás animales hacen de forma natural: perseguir nuestros propios intereses y los intereses de aquellos que nos importan, como si esas cosas hubieran sido establecidas como buenas. Así, la concepción de nosotros como fines en sí, en tanto un principio subjetivo de acción racional, tiene dos vertientes. La acción racional abarca la idea de que somos fines en nosotros mismos en la medida de que tenemos el derecho de conferir valor a nuestros propios intereses naturales. Pero también abarca la idea según la cual nuestros propios intereses naturales son dignos de que se les confiera valor. Y aunque no he argumentado en favor de esto aquí, esa idea puede extenderse para incluir los intereses de otros seres con los cuales compartimos el mundo (Korsgaard, 2005; 2011).

Concluyo que valorar nuestra humanidad supone una cantidad considerable de cosas muy diferentes. Supone apreciar nuestra naturaleza moral, no en el sentido de congratularnos a nosotros mismos por ella, sino de tomar en serio los criterios que establece para nosotros y hacer todo lo posible para vivir conforme a ellos. Supone respetar las elecciones racionales de otras personas y ponernos en forma para tomar decisiones racionales a través de desarrollar y preservar nuestras capacidades racionales. Y también supone, simplemente, cuidar de nosotros mismos y unos a otros, no sólo como seres racionales, sino naturales, cuyos intereses expresados a través de nuestra legislación moral merecen ser realizados, promovidos y perseguidos. Pero no supone considerarnos superiores a otros seres vivos ni requiere de nosotros el limitar nuestra preocupación moral sólo a los seres humanos. Quizá no hay una mejor forma de expresar el valor que le otorgamos a nuestra humanidad que extendiéndola hasta alcanzar una preocupación moral más allá de la propia humanidad.

 

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NOTAS

* Traducción del inglés de Teresa Santiago. Revisión técnica de la traducción Juan Carlos Mansur Garda.

*** Hay versión en español. N. de la T.

1 "Atribuir a nosotros mismos" es aquí deliberadamente ambiguo. En la época en que escribí el artículo en cuestión, me inclinaba a pensar que con este argumento se podía establecer que la humanidad tiene algo así como un valor intrínseco; más adelante, decidí que, desde el punto de vista de Kant, todo valor debe ser conferido por agentes capaces de valorar, o bien, para ponerlo de otra forma, que el valorar es anterior al valor.

2 La propiedad puede ser solamente un valor intrínseco en sí mismo, como es concebida por George Edward Moore, o bien, la propiedad de ofrecer razones para la acción, en lo que Thomas Michael Scanlon llama la postura de transferir el valor (buck passing). Para la concepción de Moore, véase 1922 [hay versión en español. N. de la T.] y 1912. Para la de Scanlon véase, 1998: cap. 2.

3 Las referencias a las obras de Kant están incorporadas al texto usando los números de volumen y página de la Academia que se emplean universalmente en las traducciones de éstas. [Las traducciones al español de la obra de Kant que utilizo aparecen en la bibliografía. N. de la T.]

4 Para mis argumentos sobre la distinción humano/animal, véase 2009a: cap. 6; 2009b: § 4, 30-32; 2010: §§ 4-5, 16-23 y 2011b: § 6, 100-103.

5 Para caracterizaciones de este realismo sustantivista y los argumentos en su contra, véanse Korsgaard, 1996b: cap. 1; 2009a: §§ 1-3, 23-30 y 2009b: § 4.2, 64-67.

6 Korsgaard, 2009a: § 4.2.4, 67; o bien, para una versión más reciente del argumento, 1996a: cap. IV, 321-325. En este capítulo hablo acerca de si al agente le interesa, por ejemplo, ser prudente y hacerse de los medios, o bien, si el agente cree que hay una razón para ser prudente y hacerse de los medios; en cualquier caso, el argumento es el mismo —la cuestión es hasta qué punto la fuerza de estas consideraciones depende o no de los compromisos de carácter circunstancial del agente.

7 Para una crítica de esta postura sobre razones sustantivas, véase Korsgaard, 2009b: § 3, 26-30. La alternativa consiste en creer que toda razón sustantiva puede identificarse a través de la aplicación del imperativo categórico, o bien, de algún otro principio de racionalidad formal hacia el cual el agente está comprometido en virtud de su racionalidad, más allá de sus propias y explícitas creencias y compromisos. En ese caso, sólo necesitamos relativizar sus razones subjetivas a su conocimiento de hechos no normativos.

8 En realidad, desde luego, el asunto es un tanto más complicado, pues si la persona sostiene otras creencias acerca de razones de las cuales se sigue ésta, y podemos entonces en principio convencerlo de la existencia de esa razón, todavía hay un sentido en el que él tiene la razón, así sea subjetivamente. No alcanzo a ver con claridad si Scanlon supone que todas las razones están dentro del alcance del argumento en este sentido. Para abundar sobre este punto, veáse la manera en que Scanlon (1998: 64-72) da cuenta de cómo aprendemos acerca de las razones que tenemos y su discusión de la defensa de Bernard Williams del internalismo en relación con las razones (1998: 363-373). Debido a estas complicaciones, aquellos que mantienen esta postura característicamente rechazan en su totalidad la idea de razón subjetiva.

9 No queda claro cuáles son las implicaciones para los animales con formas de cognición más refinadas como las que supuestamente poseen las cucarachas, pero que no poseen pensamientos acerca de razones. Pienso que depende de lo que puede considerarse como una habilidad para pensar acerca de qué debemos hacer. Por ejemplo, pensemos en un animal con la capacidad de prevenir futuras consecuencias las cuales modifican de alguna manera sus deseos —no porque aplique algún tipo de principio o lleve a cabo un razonamiento, sino de forma casual— respondiendo a lo que le puede suceder en el futuro, de acuerdo con esa previsión. Supongamos, también, que el animal tiene el hábito de prevenir consecuencias futuras, actuando así de manera regular y eficazmente prudente. ¿Cuenta esto como pensar en lo que debería hacer?

10 Nagel afirma que "son las creencias y las actitudes lo que es objetivo en un primer sentido" (1986: 4).

11 Para ampliar la discusión acerca de esta disparidad (disanalogy) véase Korsgaard, 2009b: § 2, 25-26; para dar cuenta de por qué un constructivista no necesita aceptar la disparidad, véase 2009b: §§ 6-7, 35-39. Nagel tiene otra ruta para llegar a la afirmación de que algunas razones pertenecen a ciertos individuos. Según Nagel (1986: cap. 9) algunas razones son relativas al agente —esto es, tienen fuerza normativa sólo para la persona cuyos deseos o cuya condición las ha generado—. Podría pensarse que las razones relativas al agente son tenidas por individuos en un sentido especial. Pero no es este el sentido que estoy buscando aquí: ese sentido mantiene un contraste entre las razones que cualquiera tiene y las que sólo algunas personas tienen, sin decirnos qué es para cualquiera de nosotros tener o carecer por completo de razones. La idea de que las razones se originan de los deseos o de la condición de seres particulares sugiere, sin embargo, otro sentido en el cual las razones son tenidas por individuos: las razones que se originan en algo acerca de mis deseos o mi condición pueden pensarse como mías de una manera especial, aun si son neutrales en el sentido de que pueden servir como razones para otros agentes. Exploro esta idea y llamo la atención a las dificultades que origina el sostenerla en 2009a: § 9.5, 197-200.

12 Tomo el ejemplo de lo que actualmente es la quinta Conferencia Locke de Scanlon. Estas Conferencias Locke saldrán publicadas por Oxford University Press como Being Realistic about Reasons. El pasaje que Scanlon cita de mi obra está en Las fuentes de la normatividad (1996b: § 1.4.8, 44).

13 Esto se acerca a la postura de Nagel: en este sentido fuerte, tener razones depende de si se puede saber que se tienen. Scanlon dice no tener objeciones en contra de la forma que adopta aquí la dependencia mental.

14 Estas diferentes condiciones —la existencia de un punto de vista y la capacidad de actuar conforme a las consideraciones generadas por éste— son sugerentes en cuanto a qué tipo de relación es R (p, c, a), o acerca de las condiciones bajo las cuales se obtiene.

15 No pretendo negar que los otros animales son amigables, pero no requieren del respeto mutuo de la misma manera como sucede con la amistad humana. Daré un ejemplo de este tipo de respeto en el siguiente apartado.

16 Las tesis de Hume a las cuales me refiero pueden verse en 1978: III, 619-620 y 1975: II, 278-284. Los señalamientos en el texto resumen la interpretación de Hume que expuse en 1996b: §§ 2.2.1-2.2.7, 51-66.

17 De hecho afirma que es mejor ser un ser humano insatisfecho, a ser un cerdo satisfecho, y aún mejor, ser Sócrates insatisfecho que un tonto satisfecho. Me permito mezclar sus afirmaciones tomando a Sócrates como el mejor ejemplar humano en este contexto (1979: 10).

18 Grandin y Johnson describen lo siguiente: "Los cerdos están obsesionados con la paja. Cuando arrojo unas cuantas pajuelas de trigo en el corral de los más jóvenes, se frotan a un ritmo vertiginoso [...] Hasta donde se sabe, nadie ha encontrado algo que pueda competir con la paja en cuanto al interés y la atención de los cerdos" (2009: 185-186).

19 Kant afirma: "justamente llamamos a éstas las alegrías y los placeres más refinados, porque se hallan, más que ningún otro, en nuestro poder, no se desgastan, fortalecen el sentimiento para poder gozar aún más otros placeres de esa clase y, mientras deleitan, cultivan" (2001: 5.24).

20 De hecho, podemos albergar dudas al respecto —y este es uno de los puntos en los cuales se muestra la oscuridad de esta concepción de lo que es valorar—. La duda es si podemos valorar nuestra inteligencia sin, al mismo tiempo, valorar la inteligencia como tal, en el mismo sentido en el cual se valora la poesía por sí misma en el ejemplo utilizado anteriormente. Si al menos asumimos que estamos hablando acerca de alguien que valora su propia inteligencia no como medio para otra cosa —pues le reditúa, digamos, placer al ejercitarla, o cierto poder, o un sentimiento de superioridad—, sino por sí misma, parece que, por lo menos, esto le llevaría a apreciarla cuando observa su ejercicio en los demás y quizá deplore su ausencia, aun cuando no pueda hacer nada para protegerla o preservarla. ¿Puede haber alguien que sólo sienta aprecio por su propia poesía? Ésta me parece una idea bastante extraña.

 

INFORMACIÓN SOBRE EL AUTOR

Christine M. Korsgaard: Actualmente ocupa la Cátedra de Filosofía Arthur Kingsley Porter y es directora de los Graduate Studies in Philosophy en la Universidad de Harvard, en donde es profesora desde 1991. Trabaja temas de ética y su historia, razón práctica (especialmente Kant), identidad personal, normatividad y la relación ética entre los seres humanos y los animales. Además de innumerables artículos en revistas especializadas, ha publicado los siguientes libros: The Sources of Normativity (Cambridge, Cambridge University Press, 1996); Creating the Kingdom of Ends (Nueva York, Cambridge University Press, 2006); The Constitution of Agency (Nueva York, Oxford University Press, 2008) y Self Constitution: Agency, Identiy and Integrity (Oxford, Oxford University Press, 2009).

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