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Signos filosóficos

Print version ISSN 1665-1324

Sig. Fil vol.12 n.24 Ciudad de México Jul./Dec. 2010

 

Artículos

 

Función, adaptación y diseño en Biología*

 

Gustavo Caponi**

 

** Universidade Federal de Santa Catarina CNPq, caponi@cfh.ufsc.br

 

Recepción: 10/09/09
Aceptación: 26/01/10

 

Resumen

El gran malentendido que está por detrás de la concepción etiológica del concepto de función es haber confundido este último con el concepto de adaptación. Las explicaciones por selección natural no justifican imputaciones funcionales: ellas explican la configuración de determinada estructura orgánica en virtud de consideraciones que incluyen referencias al desempeño funcional de esa estructura. Por eso, la mejor forma de caracterizarlas tal vez sea diciendo que ellas son explicaciones de diseño. Pero, para formular claramente esa idea de diseño, será necesario adoptar una concepción de las imputaciones funcionales que evite las dificultades de la concepción etiológica. Para ello es necesario recurrir a la concepción sistémica de función.

Palabras clave: adaptación, diseño, exaptación, función, selección natural

 

Abstract

The main misunderstanding of the etiological conception of the concept of function is to confuse the later with the concept of adaptation. The explanations by natural selection do not justify functional imputations: they explain the configuration of an organic structure by considerations that include references to the functional performance of this structure. That's why the best way of characterizing them, is to say that they are design explanations. But, for correct formulation of the idea of design, it will be necessary to adopt a conception of the functional imputations that could avoid the difficulties of the etiological conception. For this it will be necessary to resort to the systemic conception of function.

Key words: adaptation, design, exaptation, function, natural selection

 

PRESENTACIÓN

Pese a su carácter injustificadamente restrictivo, la concepción etiológica del concepto de función, inicialmente esbozada por Larry Wright (1972; 1973) y retomada más tarde por Karen Neander (1998; 1999) y Ruth Millikan (1998; 2002), ha conseguido preservar su hegemonía en el campo de la filosofía de la biología (cfr., Hardcastle, 1999: 27; Buller, 1999: 19; Lewens, 2007: 530). Amparada en el merecido prestigio de la Teoría de la selección natural, ella se ha sostenido no obstante el flagrante error implicado en el cuestionamiento de cualquier imputación funcional que no esté fundada en una explicación seleccional. Ese cuestionamiento, en efecto, sólo puede aceptarse si se desconoce cómo son legitimadas esas imputaciones en esos dominios de las Ciencias de la vida en los que ellas son más habituales: la fisiología y la auto-ecología. Considero, sin embargo, que el error fundamental de dicha posición no es ése. Pienso, y eso es lo que sostendré en este articulo, que hacer depender las atribuciones funcionales de explicaciones seleccionales está errado porque implica desconocer que estas últimas ya presuponen la aceptación de atribuciones y análisis funcionales.

Las explicaciones seleccionales no son análisis funcionales: ellas no explican cómo algo opera o funciona. Ellas explican la configuración de determinada estructura orgánica, o los atributos de ciertos seres vivos, en virtud de una serie de consideraciones que incluyen referencias al desempeño funcional de esa estructura o a las exigencias que esos seres vivos deben responder. Por eso, la mejor forma de caracterizarlas tal vez sea diciendo que son explicaciones de diseño: ellas explican por qué los seres vivos están diseñados como de hecho lo están (cfr., Dennett, 1990: 187 y 1996: 213). Con todo, para que esa idea de diseño biológico pueda ser correctamente formulada y, entre otras cosas, se eluda su superposición con la idea de diseño teológico, será necesario adoptar una concepción de las imputaciones funcionales que evite las dificultades de la concepción etiológica; para ello apelaré a algo muy próximo de su retadora oficial: la concepción sistémica del concepto de función defendida por Robert Cummins (1975). Aunque, en realidad, mi comprensión de dicho concepto se deriva, en efecto, de la lectura de la obra de Margarita Ponce (1987).

 

EL ERROR FUNDAMENTAL DE LA CONCEPCIÓN ETIOLÓGICA

Asumiendo la concepción etiológica de las imputaciones funcionales, si hablamos de una parte o pieza que integra un aparato diseñado por un ser humano, o por cualquier otro agente intencional, se dirá que la función de la misma no es otra que el efecto sobre el funcionamiento o desempeño total del aparato que ese agente buscaba cuando decidió colocar ahí ese elemento (Lawler, 2008: 332). Desde esta perspectiva, ese caño de la bicicleta en el cual, en la infancia, llevábamos a un acompañante, tendría como función hacer más robusta la estructura general del vehículo y no la de transportar un pasajero extra. Es decir: no obstante el uso ocasional que se le pueda dar a esa parte de la bicicleta, su función, en sentido estricto, su función propia, es aquella efectivamente prevista y procurada en el proceso de diseño del vehículo. Así, tanto en este caso como en el de una estructura biológica, la perspectiva etiológica lleva a pensar que una atribución funcional siempre obedece a este esquema que Wright (1972: 211 y 1973: 161) ya había destacado al afirmar que la aceptación del enunciado 'la función de x (en el sistema o proceso z) es y' presupone que: [1] x produce o causa y; y que [2] x está ahí (en z) porque produce o causa y.

En el caso de que z sea un sistema o proceso diseñado y construido por un agente intencional, [2] querrá decir que ese agente diseñador colocó y/o configuró a x, en z, de la forma en que lo hizo, debido a que él esperaba o deseaba que el efecto fuese efectivamente producido. Por lo tanto, llevar un pasajero extra no sería, en sentido estricto, una función propia del caño de la bicicleta: ella es, en todo caso, una función accidental que el fabricante, en el momento de responder por la garantía, no debería enterarse que esa pieza estaba ejerciendo en el momento de romperse. Mientras tanto, en el caso de sistemas o procesos biológicos no intencionalmente proyectados, [2] aludirá al proceso de selección natural que configuró a z y a x, premiando la producción de y. Así, en el contexto de las ciencias de la vida, las atribuciones funcionales, según sostienen los defensores de la perspectiva etiológica, tienen que obedecer a esta variante o especificación particular del esquema de Wright, según la cual, decir que 'la función de x (en el sistema o proceso z) es y' supone aceptar que [1] x produce o causa y; y que [2] x está ahí (en z) porque la selección natural premió la realización de y en las formas ancestrales de z.

Sin embargo, y por obvio que parezca a primera vista, este modo de entender las imputaciones funcionales entraña serias dificultades ya mencionadas por diversos autores. Ellas tienen que ver básicamente con su carácter extremamente restrictivo: al asumir esa perspectiva etiológica, muchas imputaciones funcionales que aparecen en el discurso de las ciencias biológicas quedan deslegitimadas. Pero, aunque conocidas, pienso que conviene tener esas dificultades en mente para entender mejor lo que yo considero constituye el error fundamental de dicha concepción etiológica. La primera de esas dificultades es el hecho de negar la posibilidad de atribuir funciones a estructuras no seleccionadas para cumplirlas; y la segunda tiene que ver con el hecho de hacer depender las atribuciones funcionales de la Teoría de la selección natural, sin considerar que dichas atribuciones han sido hechas, y continúan siéndolo, en momentos y contextos del desarrollo de las ciencias biológicas en los cuales esa teoría no existía o en los cuales ella no era considerada. Las dos dificultades, sin embargo, están indisolublemente vinculadas.

Pensemos primero en estructuras no seleccionadas que pueden resultar funcionales o, mejor todavía, en estructuras que pudieron ser seleccionadas en virtud de una determinada función pero, también cumplen otra para la cual no fueron seleccionadas. Eso es lo que está implicado en el concepto de exaptación propuesto por Stephen Gould y Elisabeth Vrba en su artículo de 1982; aun cuando en ese escrito se siga a George Williams (1966: 9), reservando el término función para designar el efecto seleccionado de un rasgo (Gould y Vrba, 1998: 520), considero que la idea de que pueden existir estructuras heredadas que resultan útiles en el cumplimiento de cierto rol biológico —incluso capaces de incrementar la aptitud de sus portadores, pero que no han sido labradas por la selección natural en virtud de dicho rol— indica que es sólo por una decisión terminológica, y no por algún compromiso teórico más profundo, que no se habla ahí de una función no seleccionada (cfr., Gould y Vrba, 1998: 522). Tal sería el caso, por ejemplo, del clítoris hipertrofiado de la hiena moteada. Esta estructura, aparentemente, cumple una función relevante, un papel importante, en los rituales de apareamiento de esa especie; pero su evolución puede ser un efecto secundario de presiones selectivas de otra índole que premiaron hembras con más secreción de andrógenos en virtud del mayor tamaño que ellas podían alcanzar (cfr., Gould y Vrba, 1998: 529).

Se dirá, claro, que esa función secundaria o accidental no es su función propia: se dirá que ella no es una función seleccionada de ese clítoris prominente. Pero, aun para introducir esa diferencia, es necesario suponer un concepto de función más general que el de función como efecto seleccionado (cfr., Davies, 2000: 36, nota 8; 2001: 55 y 2009: 141; también Rosemberg y McShea, 2008: 92). Sin ese concepto más general de función, me atrevo a decir, la propia idea de exaptación no tendría mayor sentido. Porque ella no surge para dar cuenta del hecho de que las estructuras biológicas produzcan efectos no seleccionados, como la reacción alérgica que, en mí, ocasiona el pelo de gato, o como el ruido que produce el corazón al latir. La idea de exaptación surge para calificar esos efectos que, aun no siendo seleccionados, son funcionales en algún sentido que, evidentemente, no es captado por la concepción etiológica de función (cfr., Ginnobili, 2009: 9).

Más evidente que esa primera dificultad de la concepción etiológica, es la derivada del hecho de hacer depender las atribuciones funcionales de las explicaciones por selección natural. Esto, como ya ha sido observado, implica negar o desconocer todo lo que ocurre en el campo de la fisiología (cfr., Nagel, 1998: 221; Davies, 2001: 112); y para ver eso no es necesario que nos remitamos a los remotos y predarwinianos esfuerzos de William Harvey (1963: 40, 103 y 105) por determinar el rol o la función del corazón. Desde Claude Bernard en adelante, los biólogos funcionales no han dejado de trabajar conforme esta regla metodológica, que también era la de Harvey: Para todo proceso o estructura normalmente presente en un ser vivo se debe mostrar cuál es el papel causal que él o ella cumple, o tiene, en el funcionamiento total del organismo (cfr., Caponi, 2002a: 70; Gayon, 2006: 486); y es justamente a ese papel causal que los biólogos funcionales llaman función sin esperar una justificación darwiniana, y menos aún teológica de sus conclusiones (veáse Ghiselin, 1997: 286-287 y Weber, 2004: 36-38).

Por eso, si como Ruth Millikan (1998: 297-298) pretende, el análisis del concepto de función tiene que adecuarse a los marcos teóricos vigentes (cfr., Lewens, 2007: 535), ese tipo de atribución funcional también debe ser considerado. Si un fisiólogo moderno descubre que la excreción de una sustancia maloliente permite que cierto animal elimine sustancias tóxicas presentes en su dieta, él no esperará una justificación evolutiva para decir que esa excreción tiene la función de desintoxicar el cuerpo de dicho animal. En todo caso, ensayará una contraprueba a la Bernard (1984: 91), intentado impedir esa excreción para determinar si el animal efectivamente se intoxica cuando esa operación no se realiza (cfr., Schaffner, 1993: 145; Delsol y Perrin, 2000: 142). Si la desintoxicación fue realmente la función seleccionada de esa excreción, o si ella fue seleccionada como recurso defensivo para ahuyentar depredadores, será algo que, en definitiva, tendrá al fisiólogo sin mayor cuidado. Para éste, si el organismo se intoxica y muere cuando ese proceso de excreción es impedido, entonces esa desintoxicación es una de las funciones de dicho proceso. Por eso, los artículos de fisiología no suelen abundar en conjeturas darwinianas.

Lo interesante, por otro lado, es que esas conjeturas también pueden estar ausentes en las observaciones de los naturalistas que trabajan en el dominio de la auto-ecología. Si un ecólogo de campo analiza las condiciones de vida del animal del ejemplo anterior y establece que éste se sustenta comiendo plantas tóxicas que lo envenenarían de no mediar esa excreción, dirá que ha descubierto un importante papel o rol biológico, en el sentido de Walter Bock y Gerd Wahlert (1998: 131), de dicha operación. Pero como estos dos autores lo reconocían, ahí también se podría usar la palabra función. Ella puede servir como sinónimo de rol biológico (Bock y Wahlert, 1998: 125) para designar ese importante papel que la excreción de esas substancias tóxicas cumple en la historia de vida, o en el ciclo vital, de nuestro animal. Por otro lado, ese mismo ecólogo también podría descubrir que esa excreción sirve, al mismo tiempo, para espantar depredadores; entonces diría que ha descubierto una segunda función, sin comprometerse a decidir, por un estudio evolutivo, cuál de esas dos funciones fue la inicialmente seleccionada. Considero que algo análogo se podría decir de las inferencias funcionales en Paleontología (cfr., Rudwick, 1998 y Turner, 2000).

Aunque ahí las atribuciones de roles biológicos sean mucho más difíciles de justificar que en auto-ecología (Bock y Wahlert, 1998: 132; Gans, 1998: 560), ellas siguen apuntando a la función que se podría pensar que una estructura cumplía en la historia o ciclo de vida del organismo estudiado. Ellas hablan de un momento pasado; pero no necesariamente lo hacen remitiéndose a un momento todavía anterior. Conjugado en pretérito, ahí también se cumple lo que Niko Tinbergen (1985: 168) dejó siempre muy claro: una cosa es preguntarse cómo una estructura contribuye, o contribuyó en su momento, a la pervivencia de un ser vivo; y otra diferente es preguntarse por su historia evolutiva (cfr., Lewens, 2004: 116).

Lo primero se hace observando cómo el ser vivo en cuestión interactúa con su medio, cuáles son los problemas que tiene que resolver para poder vivir y reproducirse, y cuáles son los recursos con que cuenta para resolverlos; o se hace, en todo caso, intentando reconstruir esas interacciones y esos problemas. Lo segundo, en cambio, siempre es más complicado y exige otro tipo de indagación. Aunque los problemas de supervivencia que una estructura resuelve en un momento determinado tal vez puedan darnos una pista importante sobre su historia evolutiva, también es posible que esa función actual resulte un indicio engañoso. Puede ocurrir que el rasgo en cuestión sea sólo una exaptación para el papel biológico detectado y eso nos oculte la verdadera naturaleza de las presiones selectivas involucradas en su evolución. El clítoris hipertrofiado de las hienas moteadas sería un buen ejemplo de ello y las placas del estegosaurio podrían ser otro (cfr., Lewontin, 1982: 145).

No diría, sin embargo, que hacer depender las atribuciones funcionales de las explicaciones por selección natural esté errado sólo por el hecho de ser una tesis demasiado restrictiva. Considero que el error va más allá de eso. Hacer depender las atribuciones funcionales de explicaciones seleccionales está errado, antes de cualquier otra consideración, porque ya presuponen atribuciones funcionales (Davies, 2001: 55-57; Ginnobili, 2009: 7-8). Asumiendo el marco de la Teoría de la selección natural, la frecuencia de un rasgo se explica por su desempeño en el cumplimiento de una función y la configuración del mismo se explica por las exigencias derivadas de dicho desempeño; esto exige que el desempeño funcional sea identificado antes de que la explicación seleccional sea construida. Una vez que la función está establecida, se analiza si el rasgo en estudio es una adaptación que evolucionó por las exigencias derivadas de ese ejercicio, o si evolucionó por otras razones; y así se decide si, para esa función, el rasgo constituye una verdadera adaptación o una mera exaptación.

Puede afirmarse, por eso, que el gran malentendido que está en la base de la concepción etiológica del concepto de función es haber confundido este concepto con el de adaptación, sin percibir que éste es lógicamente posterior a aquél. Primero hay que establecer la función de una estructura para después determinar si ella es o no una adaptación relativa a esa función; es decir, si ella evolucionó por selección natural en virtud de las exigencias derivadas de ese desempeño funcional, o si lo hizo en virtud de otras exigencias funcionales que también deben identificarse. Las explicaciones seleccionales, para decirlo brevemente, no justifican imputaciones funcionales, las suponen, o las exigen; y, a partir de otras consideraciones (cfr., Brandon, 1990: 165), dichas explicaciones permiten a un rasgo el estatuto de adaptación. Es esta atribución, y no la atribución funcional, la que tiene un carácter etiológico.

Es necesario, por eso, que busquemos una elucidación del concepto de función que sea independiente y anterior a la Teoría de la selección natural (Ginnobili, 2009: 21); y eso puede ser hecho pensando en modo consecuencial (cfr., Garson, 2008: 537) y no en modo etiológico. Es decir, en lugar de intentar delimitar el concepto de función en virtud de la génesis del ítem funcional, debe hacerse en virtud del efecto o consecuencia que la operación u ocurrencia de ese ítem produce (cfr., Garson, 2008: 538); y es así como puede llegarse a un concepto biológico de función que supere las dificultades y malentendidos de la concepción que acabo de examinar. Para hacer eso, sin embargo, tendré que proceder en dos pasos: primero, delimitar un concepto general de función; y después presentar el concepto biológico de función como una especificación particular de ese concepto más abarcador.

 

FUNCIONES Y CICLOS VITALES

El concepto general de función al que estoy aludiendo es, en realidad, una formulación más amplia del concepto de función como papel causal propuesto por Robert Cummins (1975); y, al asumirlo, se acepta decir que la 'función de x (en el proceso o sistema z) es y' sólo exige suponer que: [1] x produce o causa y; y que [2] y tiene un papel causal en la ocurrencia, o en la operación (o funcionamiento), de z. Así, dado cualquier proceso causal, tal como el funcionamiento de una máquina, un fenómeno fisiológico, la explosión de un avión al despegar o el movimiento de las mareas, se puede afirmar que un elemento tiene una función dentro de ellos, si y sólo si, la operación o presencia de ese elemento tiene un rol o un papel causal, alguna incidencia efectiva en la ocurrencia o cumplimiento de los mismos.

Si el movimiento de los pedales se trasmite del piñón grande al chico y éste mueve la rueda trasera, impulsando a la bicicleta, diré que la función de los pedales es impulsar la bicicleta. Si el movimiento cardiaco hace circular la sangre dentro del organismo, diré que esa es su función en el sistema circulatorio. Y, si una chapa que estaba por descuido en la pista de un aeropuerto, fue succionada por la turbina de un avión que despegaba, haciéndolo explotar, entonces diré que esa chapa tuvo una función en el accidente. Por fin, si determino que, en virtud de la atracción gravitacional que ella puede ejercer sobre las grandes masas de líquido, la luna incide en el flujo y reflujo de las mareas, también diré que ella tiene una función, un papel causal, en dichos procesos.

No se está diciendo, sin embargo, que la chapa estaba en la pista para producir ese accidente y que había sido puesta ahí por un grupo terrorista de escasos recursos. Ni tampoco se dice, claro, que la razón de ser de la luna sea producir las mareas y que fue creada o puesta allí para ello.1 Simplemente se dice que la luna interviene en dicho proceso análogamente a como la chapa pudo haber tenido un papel causal en la explosión del avión; y es sólo por referencia a esos procesos en particular que les atribuimos una función a dichos objetos. Dado un proceso mayor, un proceso o evento particular cobra una relevancia funcional al interior del mismo; sin que eso implique pensar que él estaba ahí en virtud de dicha participación. Desde esta perspectiva, la atribución funcional no supone ninguna hipótesis sobre el origen o construcción del sistema funcional; y hacer tal atribución tampoco implica negar que, dado otro proceso de referencia, el evento o ítem que fue objeto de ella, pueda ser objeto de otra, o de ninguna, atribución funcional.

Como es obvio, este modo de entender las atribuciones funcionales supone que éstas pueden hacerse en relación con cualquier proceso causal y no sólo a procesos orgánicos o artefactos construidos por agentes intencionales; esto ha motivado la objeción de que este concepto de función es demasiado tolerante (cfr., Kitcher, 1998: 494; Amundson y Lauder, 1998: 346; Walsh, 2008: 353; Perlman, 2010: 61). Asumiéndola, en efecto, se puede hablar, como de hecho muchas veces se hace, de la función de las nubes en el ciclo del agua o de la función del movimiento de las placas geológicas en el sistema tectónico. Pero esto, para los defensores de la noción de función como papel causal, no es una dificultad: ello muestra que este modo de entender dicha noción contempla todos los variados contextos en los que podemos realizar, y de hecho realizamos, imputaciones funcionales (cfr., Davies, 2001: 85). Las imputaciones funcionales, las imputaciones de papeles causales, son ubicuas porque el mundo es una red de procesos causales que pueden ser funcionalmente analizados.

A este respecto, la actitud aparentemente radical de Margarita Ponce me parece la más correcta y coherente. Según ella, en un análisis funcional la entidad funcional:

[...] es, simplemente, el fenómeno o el hecho que comprendemos en virtud de sus consecuencias en cada caso de explicación; y la función es el efecto de la cosa funcional que contribuye a la consecución del estado de cosas o del fenómeno por cuyas causas inquirimos en ese mismo proceso explicativo. (Ponce, 1987: 106)

Yo, sin embargo, preferiría expresar esa idea diciendo que en un análisis funcional la entidad funcional no es otra cosa que el fenómeno o elemento cuya contribución o intervención en la ocurrencia de un proceso particular se quiere entender o destacar; y la función es la contribución o intervención de dicha entidad en el mencionado proceso. Donde haya explicaciones causales, se puede decir, habrá siempre análisis y atribuciones funcionales posibles; porque esos análisis y esas imputaciones, como de algún modo también lo dice Ponce (1987: 103), no son más que el reverso de esas explicaciones y atribuciones causales.

En cambio Ponce, conviene recordarlo, va más allá de una simple legitimación generalizada de los análisis e imputaciones funcionales. En realidad, su objetivo es una plena rehabilitación de las ideas de teleología y de explicación teleológica. Para ella, el fin de un proceso o sistema no es otra cosa que:

[...] un estado de cosas que el sujeto destaca en virtud de sus intereses cognoscitivos [y es esa presunción que también le permite afirmar que] no sólo los seres vivos, sino cualquier hecho o cualquier fenómeno puede explicarse teleológicamente. (Ponce, 1987: 106-107)

Así, si se acepta esta manera de entender la teleología que Ponce propone, y yo no veo ningún inconveniente en hacerlo, también se podría desestimar la pretensión de que la noción de función como papel causal esté desprovista de todo carácter o compromiso teleológico (cfr., Cummins, 2002: 158; Cummins y Roth, 2010: 75). Aunque, aclaro, eso no redundaría en una impugnación y sí en una mejor comprensión de dicha concepción.

De todos modos, aunque no se acepte esa caracterización débil de la teleología propuesta por Ponce, estimo que aún puede aceptarse que lo único que limita las atribuciones funcionales es el interés del investigador en analizar cierto proceso en particular en lugar de otro (cfr., Ponce, 1987: 106). Si el ruido que produce un corazón al latir no parece una función de dicho movimiento, es porque se da por supuesto que el proceso en cuestión es la circulación sanguínea. Pero, si se piensa en el adormecimiento de un bebé cuando está en el regazo de su madre, es posible decir que ese ruido, acompasado y regular, tenga algo que ver, tenga una función, en dicho proceso. En realidad, y a diferencia de las relaciones causales que son binarias (x es causa de y), las relaciones funcionales son siempre ternarias (y es la función de x en el proceso z); y si no perdemos de vista eso, se verá que las imputaciones funcionales están siempre restringidas y ordenadas por ese carácter ternario inherente a la relación funcional.

Eso es lo que nos impide pasar de la ubicuidad a una promiscuidad indiscriminada: tener una función es siempre tener una función al interior de un determinado proceso o sistema de referencia; y cuando el proceso de referencia es el ciclo vital de un organismo, llegamos al concepto de función biológica. Así, si se permite decir que la meta inherente, intrínseca y definitoria de todo organismo es establecer y preservar su autonomía organizacional frente a las contingencias y perturbaciones del entorno, y si se acepta llamar a ese proceso que también incluye a la reproducción de autopoiesis (Maturana y Varela, 1994: 69), se podrá también afirmar que el concepto de función biológica siempre alude a la contribución o papel causal de una estructura o fenómeno en la realización de esa autopoiesis. En este sentido, decir que la 'función biológica de x es y' simplemente supondría aceptar que:

[1] x forma parte de un proceso o sistema autopoiético z.

[2] x produce o causa y.

[3] y tiene un papel causal en z; o es una respuesta a una perturbación sufrida por z.

Pero, si por alguna razón, el término autopoiesis no resulta conveniente o del todo adecuado, es posible sustituirlo por el de auto-re-producción propuesto por Gerhard Schlosser (1998). Los organismos, en efecto, pueden ser caracterizados como sistemas auto-re-productivos complejos [complex self-re-producing systems] (Schlosser, 1998: 329 y 2007: 122): sistemas que se autoproducen y se autopreservan y, al hacerlo, también se reproducen; desde esa perspectiva, cabe caracterizar como funcional a cualquier efecto de una estructura o proceso que, siendo parte del fenotipo en sentido extendido de dichos sistemas (Dawkins, 1999), contribuya a su autosustentación y reproducción (Schlosser, 2007: 123).

Se puede apelar, de todos modos, a un lenguaje más clásico; y, en lugar de usar las expresiones autopoiesis y sistema auto-re-productivo, podemos recurrir al término ciclo vital y usarlo como Eduard Stuart Russell (1948: 20) lo usaba en La finalidad de las actividades orgánicas. En ese caso, el esquema general de las imputaciones funcionales biológicas podría ser presentado de una forma que dejaría más claro el hecho de que dichas imputaciones no sólo aluden a fenómenos relacionados con la fisiología y el desarrollo de un ser vivo; sino que ellas también pueden aludir a esos procesos y estructuras, generalmente estudiados por la auto-ecología, que, como las coloraciones miméticas, aseguran o facilitan el ajuste de un organismo a su medio. En ese caso, decir que la 'función biológica de x es y' supondría aceptar que:

[1] x forma parte del ciclo vital z.

[2] x produce o facilita y.

[3] y tiene un papel causal en la realización de z, o es una respuesta a una perturbación o amenaza sufrida por z.

Pero insisto: sólo se trata aquí de distintas versiones de una misma idea sobre las atribuciones funcionales que ocurren en las ciencias biológicas. Una idea que, por otro lado, puede ser caracterizada como clásica: ella ya está explícitamente formulada en los escritos de Claude Bernard (1878: 370). Aunque, como es de esperarse, en este caso ella sólo parece aludir a las funciones en un sentido estrictamente fisiológico: desarrollo y ecología están ahí fuera de toda consideración, aunque en el viejo diccionario de Michael Abercrombie, Charles Hickman y Michael Johnson (1961: 108), la misma aparece enunciada en toda su generalidad. En biología, dicen estos autores, el término función designa por lo general "la función de una parte del organismo en el sentido en que esa parte coadyuva en el mantenimiento de la vida y en la capacidad de reproducción" (Abercrombie, Hickman y Johnson, 1961: 108); y se hubiese ganado mucho si las actuales discusiones sobre el concepto de función hubiesen comenzado por ahí y no por la concepción etiológica de Wright.

 

LAS LIMITACIONES DE LA CONCEPCIÓN CONSECUENCIAL

Lo cierto, sin embargo, es que este modo consecuencial de entender las atribuciones funcionales no parece satisfacer algunos requisitos que los defensores de las concepciones etiológicas han apuntado como ineludibles para cualquier elucidación del concepto de función. La acusación de promiscuidad ha sido aquí contestada aludiendo al hecho de que toda atribución funcional es relativa a un determinado proceso y apuntando que las funciones biológicas son siempre relativas a esos procesos que llamamos ciclos vitales. Pero eso no es suficiente para responder la acusación de que las concepciones consecuenciales permiten atribuciones funcionales que no satisfacen estos tres requisitos que algunos insisten en considerar como inherentes a ese tipo de enunciados (cfr., Lewens, 2004: 88-89; y 2007: 530-531):

• Las atribuciones funcionales deben tener valor explicativo: ellas deben servir para explicar por qué el ítem funcional está ahí y, hasta cierto punto, por qué es como es.

• Las atribuciones funcionales deben ser distintas de la atribución de un efecto accidental benéfico.

• Las atribuciones funcionales deben revestir un cierto carácter normativo.

Lo primero, claro, no podría ser nunca satisfecho por una concepción general de las atribuciones funcionales. Para éstas, la relación funcional es el reverso de una relación causal en tanto que considerada como parte de un proceso; y, en ese sentido, atribuirle a algo una función implica aceptar que, en cierto modo, la operación de ese algo explica, por lo menos en parte, tanto la ocurrencia del efecto funcional como la ocurrencia del proceso total que le da sentido a esa atribución funcional (Buller, 1999: 14). Sin embargo, a diferencia de lo que supuestamente ocurriría con la concepción etiológica de función (Buller, 1999: 13), la operación explicativa implícita en ese concepto general nada dice sobre la proveniencia y el proceso de configuración del ítem funcional (cfr.,Gayon, 2006: 485); y esto también ocurre en el caso de las atribuciones de funciones específicamente biológicas.

Contrariando lo que Walsh (2008: 356) dice a este respecto, considero que de la mera individualización de la función que el corazón cumple en la economía orgánica, no se infiere nada sobre cómo fue que llegaron a existir seres dotados de corazón; como tampoco se infiere la historia de una máquina del simple análisis de sus mecanismos de retroalimentación. Dichos análisis, es cierto, pueden darnos indicios esenciales para reconstruir la historia de los diseños de máquinas y organismos; pero estas explicaciones no se siguen inmediatamente de esos análisis funcionales. Por eso, si se ha de atribuirles un cierto carácter legítimamente teleológico a los análisis funcionales de la fisiología o la auto-ecología, eso no dependerá, contrariando una vez más a Walsh (2008: 356), del hecho de que dichos análisis entrañen alguna información sobre la historia del ítem funcional en cuestión y sobre la historia del sistema analizado.

En todo caso, si esos análisis pueden ser considerados teleológicos, será por el simple hecho de que evidencian la contribución del putativo ítem funcional en la consecución o preservación de lo que consideramos la meta o estado privilegiado del sistema analizado (cfr., Goldstein, 1951: 340; Merleau-Ponty, 1976: 215; Polanyi, 1962: 360; y 1966: 40). Pero ahí se trata de la clásica teleología intra-orgánica que Claude Bernard (1878: 340), siguiendo a Kant (1992: § 66),2 ya reconocía como un elemento constitutivo de la perspectiva fisiológica (Caponi, 2002a: 70). Teleología que, en última instancia, también cabe considerar como un elemento fundamental de los análisis auto-ecológicos centrados en lo que, como se observó, Bock y Wahlert llamaban roles biológicos (Caponi, 2002a: 75). Una teleología que, en ambos casos, es independiente de cualquier consideración etiológica retrospectiva y que, en realidad, no tendría por qué repugnarle a Cummins, pues ella sólo alude a la contribución causal que un ítem o proceso funcional hace en la preservación o consecución de la meta intrínseca de un sistema.3

En este sentido, la concepción biológica de función que aquí fue presentada parece debilitar, en efecto, el poder explicativo de las imputaciones funcionales. Cosa que no ocurre con la concepción etiológica. Para ésta, como se observó, atribuir una función a una estructura implica poder dar una explicación sobre la historia de esa estructura (cfr., Gayon, 2006: 485). Por ese mismo motivo, la concepción aquí defendida tampoco permite distinguir entre la función propia de una estructura y el efecto accidental, aun benéfico, que esa, u otra estructura cualquiera, pueda traer para el sistema en análisis (cfr., Ginnobili, 2009: 6). Esto es obvio, por lo pronto, en el caso de la noción de concepción general de función que se supuso cuando, para explicar un accidente aeronáutico, se le atribuyó un papel causal, o función, a la succión que la turbina del avión hizo de una chapa dejada por descuido en la pista de despegue. Esa noción, por sí sola, no implica, ni supone, ninguna distinción entre funciones propias, buscadas o seleccionadas, y efectos accidentales de un supuesto ítem funcional. Pero la situación no es del todo diferente en el caso de la imputación de una función biológica.

Cuando pensamos en un ciclo vital se podrá afirmar, o negar, que un fenómeno cualquiera tenga una función dentro de él; pero, si se constata esa función, dicha constatación no permitirá decir si esa función es o no un efecto sólo accidentalmente benéfico. Si la excreción de ciertas sustancias presentes en la dieta de un animal, mantiene a éste desintoxicado; de allí no puede inferirse nada respecto de si ese efecto benéfico fue lo que la selección natural premió en la conformación anátomo-fisiológica que permitía dicha operación, o si lo premiado fue el posible efecto que la excreción de esas sustancias producía en los depredadores de dicho animal. Una vez más, la concepción de función aquí defendida parece debilitar el valor cognitivo de las imputaciones funcionales; esto, dirían los defensores de la concepción etiológica, también se vería en el hecho de que el punto de vista consecuencial aquí sostenido tampoco permitiría discriminar entre el mal o buen desempeño de un ítem funcional.

Atribuir una función a una estructura, dicen los defensores de la concepción etiológica, supone poder formular juicios sobre el buen y mal funcionamiento de dicha estructura (Perlman, 2010: 54); y esa discriminación, en el caso de muchas atribuciones causales consideradas como válidas en la concepción general de función, no es posible. Si una chapa dejada accidentalmente en la pista de despegue no fuese succionada por la turbina de un avión al despegar por el hecho de ser demasiado pesada, no parece tener sentido decir, en este caso, que la chapa no funcionó bien o que no cumplió su función destructora (cfr., Walsh, 2008: 354; Krohs y Kroes, 2009: 9; McLaughlin, 2009: 95). En cambio, si el sistema de frenos de un avión falla en un aterrizaje, y esto produce un accidente, cabrá decir que no funcionó o que no funcionó correctamente; lo cual, dicen los defensores de la concepción etiológica, es así porque estamos suponiendo que el sistema de frenos fue diseñado y estaba allí para cumplir con esa función que de hecho no cumplió (cfr., Lawler, 2008: 334). Es decir, la concepción etiológica, a diferencia de la concepción general (o irrestricta) de función, permite hablar de funciones legítimamente adscriptas, pero circunstancialmente no cumplidas.

Sin embargo, esta debilidad de la concepción general de función parece menos evidente en el caso de una función biológica. Esta noción permite distinguir entre ítems funcionales que contribuyen en la realización del ciclo vital de un organismo, e ítems disfuncionales que positivamente conspiran contra esa realización. Puede decirse que un tumor es disfuncional sin saber nada de su etiología. Pero, además de eso, una vez que se ha determinado la contribución, tal vez accidental, que una estructura presta en la realización del ciclo vital de un organismo individual —sea en su metabolismo, en su desarrollo, o en sus interacciones con el ambiente—, aun cuando sea en una situación muy particular y se trate de una estructura totalmente nueva o única; si ocurre que dicha estructura deja de dar esa contribución, o lo hace de un modo menos eficiente, diré que esa estructura perdió la función biológica que antes tenía o que está dejando de cumplirla con la misma eficiencia (cfr., Walsh, 2008: 356). Inevitablemente, nuestras evaluaciones tendrán que fundarse en análisis comparativos; pero esas comparaciones no serán arbitrarías, sino que serán relativas a la contribución que esos ítems funcionales hacen en el cumplimiento del ciclo vital del organismo en cuestión (cfr., Cummins y Roth, 2010: 79).

 

ETIOLOGÍA DE LA ILUSIÓN

Esto también se cumpliría en el caso de estructuras que tienen funciones semejantes en organismos con ciclos de vida también semejantes, sean ellos de una misma especie o no. Dada esa función que se supone semejante o idéntica, se podrán establecer comparaciones entre el desempeño funcional de ambas estructuras; lo cual es esencial en la construcción de explicaciones seleccionales, porque éstas, justamente, suponen esas diferencias y esas comparaciones de desempeño funcional entre las variantes de una estructura en organismos de una misma población, cuya historia de vida es, en consecuencia, básicamente la misma. Aquí se observa, una vez más, que lejos de dar sustento a los análisis funcionales, las explicaciones seleccionales suponen su preexistencia (cfr., Davies, 2001: 55). Lo cual es igual a repetir lo que también se dijo en la crítica de la concepción etiológica de función: la noción de adaptación supone la noción de función y ésta es independiente de aquélla (véase Ginnobili, 2009: 20-21).

Así, vistas a la luz de estas últimas consideraciones, las supuestas ventajas de la perspectiva etiológica se esfuman como una ilusión. Porque, si bien es innegable que, al pensar los análisis funcionales en referencia a ciclos vitales, nos resignamos a perder la supuesta capacidad explicativa que a dichos análisis les atribuyen las concepciones etiológicas, y se acepta que los mismos no permiten discriminar entre estructuras accidentalmente benéficas y adaptaciones, o entre funciones accidentales y funciones propias; lo cierto es que para poder hacer esto último tampoco se puede prescindir de dichos análisis. Sin análisis funcional, repito, no hay explicación seleccional; y en realidad, son estas últimas las que permiten explicar la historia de algunas estructuras funcionales y discriminar entre genuinas adaptaciones y meras exaptaciones. Los defensores de la concepción etiológica superponen y confunden esas explicaciones seleccionales (que necesariamente se basan en análisis funcionales consecuenciales fundados en la idea de función biológica), con supuestos análisis funcionales etiológicos; y es por eso que les atribuyen a éstos las capacidades de explicar la historia de esas estructuras funcionales y la de permitirnos discriminar entre adaptaciones y exaptaciones.

Sin embargo, si se evita esa confusión y se reconoce que las explicaciones seleccionales y los análisis funcionales son operaciones cognitivas diferentes que apuntan a objetivos cognitivos también diferentes, podrían aceptarse esas supuestas limitaciones de la concepción biológica de función; y podría hacerse porque se sabría que a los análisis funcionales no les compete, ni dar a conocer una historia de los sistemas analizados, ni permitir discriminar entre adaptaciones y meras exaptaciones. Esto es asunto de esas explicaciones seleccionales que explican el diseño de las estructuras orgánicas apoyándose, aunque no exclusivamente, en el conocimiento de su funcionamiento; y lo que hay ahí es una perfecta complementación entre dos operaciones cognitivas diferentes: las explicaciones seleccionales del diseño orgánico, permitiendo un conocimiento que es inaccesible desde una perspectiva puramente funcional, y los análisis funcionales, sirviendo de base para esas explicaciones. La explicación seleccional se construye sobre el análisis funcional y permite establecer etiologías y discriminaciones que a este análisis no le compete establecer.

Los defensores de la perspectiva etiológica tienen razón en suponer que en biología hay algo más que meros análisis funcionales sobre la contribución que una estructura orgánica puede cumplir en la realización de un ciclo vital; también tienen razón en suponer que cabe explicar la historia de esas estructuras distinguiendo entre adaptaciones y exaptaciones. Sin embargo, se equivocan al no ver que eso es asunto de otra operación cognitiva llamada explicación seleccional. Pero considero que también se equivocan los defensores de las concepciones consecuenciales de función que, como Cummins (2002: 162), no quieren reconocer la legitimidad y la viabilidad de este último tipo de indagación que, por su naturaleza y objetivos, es irreductible al mero análisis funcional.

Sin incurrir en el pluralismo sobre las nociones de función —propuesto por autores como Godfrey-Smith (1998), Amundson y Lauder (1998), Beth Preston (1998), la propia Millikan (1999), Robert Brandon (1999) y Mark Perlman (2009)— debe reconocerse que adaptación y función son nociones diferentes y obedecen a operaciones cognitivas también diferentes. Si la primera es propia de la biología evolucionaria, la otra es clave en la biología funcional y en la auto-ecología.

 

EXPLICACIONES E IMPUTACIONES DE DISEÑO

Las explicaciones seleccionales no son análisis funcionales: ellas explican las configuraciones y no el funcionamiento de los seres vivos, por eso propuse caracterizarlas como explicaciones de diseño; su objetivo no es explicar cómo funcionan los seres vivos o cómo interactúan con el ambiente, sino explicar por qué los seres vivos son como son, por qué tienen la forma que tienen y no alguna otra, e incluso por qué interactúan con el ambiente del modo en que lo hacen. Para alcanzar ese objetivo las explicaciones seleccionales apelan, aunque no exclusivamente, a análisis funcionales que permiten inferir las presiones selectivas capaces de explicar los perfiles orgánicos.

En cierto sentido, se podría también decir que las explicaciones seleccionales son explicaciones morfológicas. Ellas, después de todo, explican la configuración de los diferentes linajes de seres vivos, y optar por esa expresión evitaría posibles malentendidos: aunque la idea de diseño biológico es moneda corriente en el discurso de la biología moderna (véase Wainwright et al., 1980; Weibel et al., 1998), esas penúltimas peripecias de la teología natural que hoy apelan al diseño inteligente para explicar los perfiles de lo viviente, parecen haber vuelto a tornar incomodo el uso de esa palabra.4 Prefiero, con todo, continuar utilizando la expresión explicación de diseño. Las preguntas sobre los perfiles orgánicos que responden las explicaciones por selección natural, como Dennett (1996: 212-213) lo ha mostrado, promueven una hermenéutica de lo viviente (cfr., Caponi, 2007) que guarda un claro y significativo isomorfismo con la ingeniería reversa:5 en uno y otro caso se parte de la idea de que cada rasgo de un organismo o artefacto resultó seleccionado en virtud de que, en un momento dado, dicho rasgo fue la mejor alternativa, efectivamente, disponible para el cumplimiento de una determinada función (véase Ruse, 2009: 166).

Por otro lado, la expresión explicación de diseño deja más clara la idea de que la selección natural es algo diferente de un simple proceso físico generador de formas, tal como la erosión eólica al moldear una piedra, o el juego de fuerzas físicas que forma una burbuja de aceite en un vaso de agua. La selección natural no sólo configura las estructuras biológicas, sino que las labra incrementando su desempeño funcional; es por eso que debe ser considerada como un proceso productor de diseño. Un proceso cuyos pasos tienen una razón de ser que no es una necesidad puramente física, como la que rige la conformación de una nube, la estructura de un cristal o, incluso, una reacción hormonal. La biología evolutiva formula y responde preguntas acerca del por qué de los fenómenos que ella estudia y no encuentran parangón ni en la física ni en la biología funcional; y es la Teoría de la selección natural que legitima esas preguntas y permite responderlas (cfr., Mayr, 1976: 360; Dennett, 1996: 129; Caponi, 2001: 24).

Además, es preciso aclarar que lo que entiendo por explicación de diseño es diferente de lo que Arno Wonters (2007) designa con esa expresión. Para este autor, una explicación de diseño es una operación cognitiva que no alude a la historia del sistema o ítem funcional en estudio, sino a una correlación entre sus partes. De acuerdo con Wonters (2007: 72), una vez establecido que un determinado sistema debe cumplir ciertas funciones, la razón de ser de algunos de sus perfiles o elementos, o de su configuración total, puede ser entendida, o bien mostrando que, sin esos perfiles o elementos, o sin esa configuración general, dicho sistema no podría cumplir con esas funciones que le atribuimos, o bien mostrando que esas funciones serían cumplidas con menos eficacia si el diseño del sistema fuese algún otro; a lo cual propone llamar explicación de diseño. Así, la presencia del ítem funcional, o la configuración general de un sistema, es entendida o explicada, como Polanyi (1962: 360) apuntó en Personal Knowledge, en virtud de su necesidad para el cumplimiento de una función sin que allí entren en juego consideraciones etiológicas.

No pretendo, con todo, que Wonters no esté destacando una operación cognitiva, un tipo de análisis muy importante en las ciencias biológicas; mismo que produce conocimiento biológicamente relevante y que aún no ha sido debidamente considerado en las discusiones sobre las categorías de diseño y función. Sólo digo que no debe perderse de vista que esos análisis de diseño no constituyen genuinas explicaciones causales, etiológicas, del porqué los seres vivos son como son; por ello conviene reservar la expresión explicación de diseño para las explicaciones seleccionales darwinianas. Los análisis de diseño a los que Wonters alude explican, en todo caso, por qué ciertos organismos, o ciertas estructuras orgánicas particulares, tienen que ser como son; pero ellos nada dicen del por qué esos organismos y estructuras orgánicas llegaron a ser como de hecho son. Esos análisis de diseño permiten entender el diseño de un organismo o de una máquina, pero no dicen por qué se llegó hasta él.

Wonters (2007: 79) dice con razón que esos análisis permiten conocer los requerimientos que han de ser satisfechos por lo viviente, para poder vivir. Ellos, usando el lenguaje de George Cuvier (1817: 6), muestran las correlaciones entre estructura y función que deben satisfacer los seres vivos para tener condición de existir (cfr., Caponi, 2008: 41); pero no por eso explican por qué fue que esas condiciones llegaron a ser satisfechas del modo particular en que de hecho lo fueron por algún linaje particular de seres vivos. Así, aunque sea obvio que órganos como los pulmones son necesarios para la respiración aérea, sin saber que dichas estructuras derivan de la vejiga natatoria de los peces, nunca se podría explicar ni por qué los pulmones son cómo son y están donde están ni por qué hubo linajes de peces que evolucionaron hacia ese modo de respiración. Esos son, precisamente, los asuntos que las explicaciones seleccionales darwinianas procuran esclarecer.

Por eso, aunque sea cierto que esos análisis, pertinentemente destacados por Wonters, sean una condición fundamental para esas explicaciones etiológicas o evolutivas, también es cierto que ellos no las sustituyen (cfr., Lauder, 1998: 514): una necesidad funcional nunca es suficiente para explicar un diseño. Esto es así por varias razones: porque las propias condiciones que imponen esas necesidades pueden ser eludidas, debido a que no siempre hay un único modo de atender esas necesidades; y porque las alternativas disponibles para ello dependen, básicamente, de la propia historia del diseño orgánico que se está estudiando. Los insectos, por ejemplo, ejercen la respiración aérea sin pulmones.

Por otro lado, además de permitir explicar los orígenes de los diseños biológicos, las explicaciones seleccionales también permiten justificar atribuciones de diseño. Son ellas las que permiten decir, no que una estructura cumple una función, o incluso que ella es una condición necesaria para su cumplimiento, sino que dicha estructura evolucionó para poder cumplirla o para cumplirla de un modo más eficiente. Son ellas, en suma, las que permiten decidir si una estructura es o no una genuina adaptación; y decir eso, definir una estructura como una adaptación, es justamente formular una atribución de diseño; es afirmar que esa estructura está naturalmente diseñada: que ella es como es porque evolucionó en virtud de factores, de presiones selectivas, que, alguna vez, premiaron el incremento de su desempeño funcional.

Como Collin Allen y Marc Bekoff (1998: 578) mostraron, es posible caracterizar una estructura x como estando (naturalmente) diseñada para hacer y, si se cumplen las siguientes condiciones: [1] y es una función biológica de x, y [2] x es el resultado de un proceso de cambio (anatómico o comportamental) debido a la selección natural que condujo a que x sea superior o mejor adaptada para hacer y que sus versiones ancestrales. Pero a diferencia de Allen y Bekoff (1998: 574), considero que para que esa caracterización del concepto de diseño sea satisfactoria, se debe evitar el error de aceptar una concepción etiológica de función. De hacerlo, además de tornar redundante la cláusula [2], se lastraría la definición de objeto naturalmente diseñado con las dificultades y malentendidos que aquejan a esa definición de función. Contrariando a Ulrich Krohs (2009: 73), pero también a Philip Kitcher (1998: 479), considero que la noción de diseño se puede definir a partir de la de función sin incurrir en pleonasmo. Para eso es necesario abandonar la perspectiva etiológica y asumir una concepción consecuencial del concepto de función como la que aquí fue propuesta.

Si puede establecerse que algunos de los perfiles de una estructura orgánica cualquiera fueron seleccionados en virtud del mejor cumplimiento de alguna función relevante para el ciclo vital de sus portadores, entonces puede decirse que esa estructura esta diseñada en razón del cumplimiento de esa función. Así, aunque una estructura orgánica cualquiera desempeñe una función relevante en la realización del ciclo vital de un determinado organismo, si ella no fue seleccionada para el cumplimiento de esa función, o si sus perfiles no fueron modificados en virtud de ese desempeño, no podrá decirse que está diseñada para cumplirla. Esto es lo mismo a decir que ella, en lugar de ser una adaptación, es una mera exaptación para esa función. Estar diseñado no es lo mismo que ser conveniente o adecuado para el cumplimiento de una función: estar diseñado implica haber sido modificado o construido en virtud de ese cumplimiento; y por eso se puede decir que las estructuras vestigiales que hoy no cumplen ninguna función son también estructuras diseñadas.

El apéndice, en ese sentido, puede ser considerado una adaptación aun cuando se concluya que ahora no cumple ninguna función biológica (cfr., Sterelny y Griffiths, 1999: 217-218). Esa estructura cumplía una función en el pasado de nuestro linaje y su forma evolucionó en virtud de esa función. Por eso se puede decir que ella está diseñada como un hacha paleolítica, que ya nadie usa para golpear, pero que cumplía función; y, en contrapartida, aunque una estructura orgánica pueda cumplir una función en el ciclo vital de un organismo, no se dirá que está diseñada para dicha función en tanto no sea establecido que evolucionó, y fue modificada, en virtud de un cumplimiento más eficaz de su papel causal al interior de ese proceso. Incidentalmente, el aroma que produce una planta al metabolizar una sustancia tóxica que contamina el terreno en el cual crece, puede ayudarla a ahuyentar insectos que acaban de invadir la región; y, en ese caso, se podrá decir que ese aroma acabó teniendo una función importante en el ciclo vital de la planta. Pero, aun así, no puede decirse que la capacidad de producir ese aroma sea una característica diseñada: no se puede decir que sea una adaptación.

Esa capacidad no surgió como respuesta a la presión selectiva resultante de la presencia de la plaga; por eso, aunque ella sea útil como protección, esa capacidad no podrá ser considerada como una adaptación para tal función. En lo referente a esa función puede concluirse que sólo será una mera, aunque oportuna, exaptación. Luego, si la plaga se torna una presencia constante y la capacidad de generar ese aroma protector presenta una variabilidad hereditaria, tal que hace que algunas plantas sean capaces de producir un aroma más intenso y más eficaz como repelente de insectos que el producido por las otras, entonces, se estará ante el surgimiento de una presión selectiva que irá premiando cualquier modificación metabólica hereditaria que incremente esa capacidad,6 esas modificaciones, al ser promovidas por una presión selectiva, podrán ser consideradas como adaptaciones, es decir, como rasgos naturalmente diseñados.

 

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Notas

* Este artículo es resultado de la discusión sostenida en ocasión de mi conferencia "Explication fonctionelle et explication sélective" que proferí el 20 de junio de 2006 en una sesión del Séminaire Structure et Fonction – L'inférence fonctionnelle organizado por Jean Gayon y Philippe Huneman en el Institut d'histoire et philosophie des sciences et des techniques de la Sorbonne. Para ambos organizadores, y para todos los que participaron en la discusión, mi sincero agradecimiento. También tengo que agradecer, por otra parte, las valiosas observaciones de los evaluadores anónimos de Signos Filosóficos: ellas me permitieron mejorar sensiblemente mi trabajo.

1 El concepto de función no debe confundirse con el de razón de ser. Contrariamente a lo que presuponen los defensores de la concepción etiológica, no siempre la razón de ser de algo se confunde con su función.

2 Sobre este aspecto del pensamiento de Kant se puede consultar Rosas, 2008.

3 A primera vista, la idea de teleología orgánica, fundada en la presunción de metas intrínsecas a los seres vivos, resulta más restrictiva que la noción de teleología propuesta por Margarita Ponce porque supone que el fin en cuestión no depende de una mera elección teórica y sí de algo propio o inherente al objeto de estudio. Con todo, si aceptamos que el reconocimiento de que un sistema físico es un organismo, presupone un análisis funcional de sus partes en el que éstas son consideradas en virtud de su contribución causal a la operación y constitución del todo, esa diferencia se diluye (cfr., Kant, 1992: § 66; Merleau-Ponty, 1976: 216; Polanyi, 1962: 359 y 1966: 42). La teleología orgánica, en todo caso, podría pensarse como un caso especial de esa teleología generalizada apuntada por Ponce.

4 Como se sabe, el vocablo inglés que usan los actuales cultores del diseño inteligente, al igual que el usado por los teólogos como William Paley, es design: una expresión cuya traducción a las lenguas latinas no deja de ser problemática. En el castellano, como en el portugués y en el francés, la misma puede ser traducida de dos formas: por designio o por diseño, en el caso del castellano, por desígnio o por desenho, en el caso del portugués; y por dessein o dessin, en el caso del francés. En los tres casos, la segunda alternativa sirve para designar tanto el proceso por el cual se produce el modelo de alguna cosa como el resultado mismo de ese proceso; e igualmente en los tres casos, la primera alternativa equivale a intención o a plan. Design, en suma, es un término definitivamente equívoco y esa equivocidad ha sido secularmente explotada por los defensores del argument from design porque refuerza la proximidad entre las ideas de propósito y diseño. Felizmente esa superposición no es forzosa en nuestras lenguas: distinguiendo entre diseño y designio en castellano, al igual que en portugués y en francés, se puede pensar, o por lo menos hablar, de la producción de un diseño sin un designio que la oriente. Para nosotros, en suma, la idea de que la selección natural diseña los organismos sin designio alguno, no tiene la apariencia inmediata de un contrasentido; Francisco Ayala y Rosaura Ruiz (1999: 312) le han dado una formulación feliz a dicha idea al hablar de diseño sin proyecto.

5 Analicé y desarrollé las ideas de Dennett sobre este asunto en Caponi, 2002b.

6 Nótese cómo es que son necesarios dos factores para la existencia de una presión selectiva: por un lado el factor ambiental, que puede ser una amenaza o una oportunidad para los seres vivos involucrados; y por otro lado, la existencia de variantes hereditarias, que propician respuestas mejores o peores a esa amenaza, o un aprovechamiento mayor o menor de esa oportunidad. Las variables ecológicas, por sí solas, no configuran presiones selectivas. Un veneno que mate indiscriminadamente, o un recurso del que todos se pueden valer por igual, constituyen variables importantes del ambiente ecológico de una población; pero ellos no definen el ambiente selectivo que orienta la evolución del linaje al que esa población pertenece.

 

INFORMACIÓN SOBRE EL AUTOR

Gustavo Caponi: Se graduó en Filosofía en la Universidad Nacional de Rosario, Argentina, en 1984; y obtuvo el título de Doctor en Lógica y Filosofía de la Ciencia en la Universidad Estadual de Campinas, Brasil, en 1992. Desde 1993 es profesor de la Universidad Federal de Santa Catarina; y actualmente también es becario del Consejo de Investigaciones del Brasil (CNPq). Además de una veintena de capítulos en diversas antologías, publicó más de medio centenar de artículos en revistas especializadas latinoamericanas y europeas. La mayor parte de esos trabajos son sobre temas de Filosofía e Historia de la Biología. En 2008, la Universidad Nacional Autónoma de México publicó su libro: Georges Cuvier, un fisiólogo de museo.

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