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Signos filosóficos

versión impresa ISSN 1665-1324

Sig. Fil vol.12 no.24 Ciudad de México jul./dic. 2010

 

Artículos

 

La vida del yo: el problema del sujeto en Ortega

 

Eduardo Álvarez González*

 

* Profesor de la Universidad Autónoma de Madrid, eduardo.alvarez@uam.es

 

Recepción: 23/02/10
Aceptación: 07/10/10

 

Resumen

Este artículo trata la cuestión del sujeto en la obra de Ortega y Gasset, cuya discusión atiende al carácter central de su noción de la vida humana, de la cual el proyecto del yo es sólo un ingrediente. Se considera igualmente su posición fenomenológica, así como la tensión de su pensamiento entre la tendencia ilustrada y la del misticismo romántico.

Palabras clave: autenticidad, fenomenología, proyecto, vida humana, yo.

 

Abstract

This paper is a study about the question of subject in the work of Ortega y Gasset, the discussion of which takes an interest in the concept of human life and in the project of self, which is just an ingredient of life. It is also thought about its phenomenological position, as well as the conflict into his philosophy between the tendency to Enlightenment and the romantic mysticism.

Key words: authenticity, phenomenology, project, human life, self.

 

LA VIDA HUMANA

Como se sabe, José Ortega y Gasset decide servirse del término vida para referirse a la realidad humana y a toda la esfera del espíritu, caracterizada enfáticamente por él como vida humana. Pero el uso del término en cuestión no responde a ningún reduccionismo de tipo biologista, pues Ortega procura destacar la ruptura que introduce el hombre en relación con el mundo orgánico. Entonces, ¿por qué hace tanto hincapié en la noción de la vida, aunque ésta venga luego adjetivada como vida humana?

La respuesta a esta cuestión, desde mi punto de vista, exige atender a varias consideraciones.1 En primer lugar, Ortega no es ajeno al prestigio de este concepto tanto en el campo científico como en el de la filosofía desde Friedrich Nietzsche hasta Wilhelm Dilthey. Este último en particular mostró a sus ojos cómo las ciencias del espíritu se fundan en esa forma peculiar de la vida que denominamos vivencia (Erlebnis), que tiene la virtud de permitir un acceso al conjunto de la experiencia humana libre del intelectualismo que nunca se cansó de repudiar. Pero si la vivencia es el modo en que se nos aparece el mundo —ya sea como objeto de nuestro conocimiento, o como el difuso medio que envuelve a nuestras emociones, o incluso como resistencia a nuestras voliciones—, lo cierto es que éste se nos presenta siempre en la perspectiva de un yo que protagoniza dicha experiencia, se trata siempre de lo vivido por : "Una vida es lo que es para quien la vive y no para quien, desde fuera de ella, la contempla" (Ortega y Gasset, 1947: VII, 551).2

La formación fenomenológica de Ortega le induce a contar siempre con un ego, que —al igual que en el planteamiento trascendental de Edmund Husserl— se encuentra en cierto modo ya siempre constituido como condición de toda experiencia que se pueda calificar de humana. Lo cual no quiere decir que dicho sujeto —en tanto vive y se nutre de nuevas experiencias— no esté él mismo también sometido a un proceso constante de constitución como consecuencia de su tráfago con el entorno. Pero, ¿cómo puede constituirse un sujeto que está de algún modo ya siempre constituido? Ésta es una posición clásica de la fenomenología, que Ortega formula en su célebre sentencia "yo soy yo y mi circunstancia" (1946: I, 322), en la que el yo se anticipa de algún modo (a saber: de la forma que caracteriza a la filosofía fenomenológica en su versión trascendental) a aquello que le constituye a él —su mundo como conjunto de circunstancias— y frente a lo cual él mismo está siempre ya situado de antemano. Por eso, la continuación de la sentencia dice: "y si no la salvo a ella no me salvo yo", lo que quiere decir que la circunstancia en que me encuentro, en tanto le busco un sentido, es de alguna manera reabsorbida por mí y sólo de ese modo puedo entenderme como sujeto. Así que en aquella fórmula, y siguiendo el orden de la enunciación, el primer yo representa la totalidad de mi vida, mientras que el segundo se refiere al componente de actividad subjetiva que existe como ingrediente de la misma. Y es en este sentido en el que ha de comprenderse que lo más inmediato, o —como dice Ortega— el dato primero de la realidad, es siempre una vivencia en la que un yo está en relación con las cosas, de modo que la realidad radical es mi vida, que siempre se desenvuelve en un medio.

Pero, siguiendo con la respuesta a la pregunta inicial acerca de por qué insiste Ortega en el término vida, hay que decir además que ésta consiste siempre en una trama. En efecto, en el mundo orgánico encontramos al viviente siempre en un entorno, fuera del cual no es capaz de desarrollarse ni de ejercer sus funciones vitales, de modo que sólo desde la consideración de esa trama, constituida por el viviente y su medio, es posible entender el modo en que aquél se desenvuelve. Pues bien, Ortega extiende esa consideración también al hombre, cuya vida es una trama en la que destacan un yo y una circunstancia como elementos de una totalidad fuera de la cual no se sostienen por sí mismos. Ya que lo primero no es el yo ni la circunstancia, sino esa totalidad que es mi vida, constituida por la dialéctica de ambos.3 En los términos de esta concepción antiintelectualista, inspirada en Dilthey, Ortega reformula la teoría fenomenológica que arranca siempre de la estructura "la conciencia-de un fenómeno-de", considerada como el dato absolutamente primero —que Martin Heidegger por su parte reinterpreta en el sentido del "Dasein que es-en-el-mundo"—, tratando de eludir el enfoque trascendental de Husserl, que es preferentemente cognitivo. Pero la concepción de Ortega del "yo y mi circunstancia" como estructura de mi vida, a pesar de su intención contraria al idealismo intelectualista, no renuncia —a diferencia de Heidegger— a una idea del sujeto que entronca, aunque sea de manera original, con toda la tradición moderna.

Estas razones justifican, por lo tanto, el uso del término vida por parte de Ortega. Aunque debe señalarse, a continuación, que nunca dejó de insistir en la fractura que el hombre introduce en el mundo orgánico, debido precisamente a su condición de sujeto. Si la alteración —nos dice— es el estado que caracteriza en todo momento la vida del animal, en cuanto su conducta pende de aquello que no es él, sino que constituye su entorno; el hombre dispone, en cambio, de la posibilidad de ensimismarse, es decir, de desatender en ocasiones al mundo exterior para refugiarse dentro de sí, en el espacio de su interioridad. Eso significa para él que, al menos en parte, se ha desenredado de la trama del mundo orgánico —que exige el cumplimiento inmediato de las necesidades—, para hacerse capaz de invertir momentáneamente la dinámica de la vida: a partir de ese espacio interior donde el sujeto se ha recogido y que le permite adoptar frente a las cosas una actitud contemplativa, se produce una torsión en la lógica vital, pues su actividad no será ahora mera reacción ante el imperativo del entorno, sino que podrá afluir también desde dentro hacia afuera, como acción que el hombre hace brotar desde sí mismo hacia las cosas.4 Pero esto quiere decir que la vida humana no es para Ortega una mera prolongación del mundo natural, sino que hace irrumpir en él una nueva realidad, la esfera del espíritu. Sin embargo, esta visión es difícilmente compatible con los conocimientos actuales en el campo de la etología animal y, en general, con el gradualismo que se desprende de la teoría de la evolución, en la cual no encaja de ningún modo la idea de una inversión en la lógica de la vida. Dejando ahora esto de lado, es interesante la tesis de que la irrupción del sujeto comporta la posibilidad de la acción, es decir: la posibilidad de dar principio a algo, de iniciar algo nuevo. Pues si ser objeto significa, en última instancia, estar siempre expuesto a padecer todo tipo de fuerzas y procesos, la noción del sujeto estará necesariamente asociada con la de un principio de actividad que hace nacer algo nuevo en el mundo o que es capaz, al menos, de reorientar desde sí mismo algo ya preexistente.

 

EL ENFOQUE FENOMENOLÓGICO: EL YO EN LA PERSPECTIVA DE MI VIDA

Pensamos que toda la reflexión antropológica de Ortega se debate en una tensión nunca resuelta, de manera definitiva, entre motivos opuestos, como a menudo ocurre en un gran pensador. Pues, por un lado, se vuelve una y otra vez en contra del viejo idealismo de la tradición alemana en la que se formó, para señalar que la realidad primera no es la conciencia —ni, por supuesto, el ser—, del mismo modo que tampoco el conocimiento es la vía privilegiada de acceso a aquélla. Por el contrario, nos dice, el absoluto acontecimiento es la vida, en la que siempre me encuentro en la perspectiva que hace de ella mi vida, y cuya unidad dramática se me aparece en el desdoblamiento de un dinamismo mutuo, pues consiste en ese acontecer yo a las cosas al tiempo que éstas me acontecen a mí:

Lo que verdaderamente hay y es dado es la coexistencia mía con las cosas, ese absoluto acontecimiento: un yo en sus circunstancias [...] A mí me acontecen las cosas, como yo les acontezco a ellas, y ni ellas ni yo tenemos otra realidad primaria que la determinada en ese recíproco acontecimiento. La categoría de "absoluto acontecimiento" es la única con que, desde la ontología tradicional, puede comenzarse a caracterizar esta extraña y radical realidad que es nuestra vida. La vieja idea del ser que fue primero interpretada como sustancia y luego como actividad —fuerza y espíritu— tiene que enrarecerse, que desmaterializarse todavía más y quedar reducida a puro acontecer. (1962: VIII, 51-52)5

De tal modo que el yo y la conciencia se subordinan siempre a esa totalidad dinámica que es mi vida, en la cual, además, la inteligencia es tan sólo una de sus funciones, como lo son también el comer o el dormir —y, desde luego, no la más básica—, todas las cuales tienen el sentido de ser reacciones a las que la vida nos obliga (1947: V, 22 y 23). En este sentido, de clara inspiración nietzscheana, escribe, por ejemplo, lo siguiente:

El pensamiento es una función vital, como la digestión o la circulación de la sangre. Que estas últimas consistan en procesos espaciales, corpóreos, y aquélla no, es una diferencia nada importante para nuestro tema [el tema de la cultura] [...] En mí, como individuo orgánico, encuentra, pues, mi pensamiento su causa y justificación: es un instrumento para mi vida, órgano de ella, que ella regula y gobierna. (1947: III, 164)

Pero, junto a este tipo de afirmaciones de una orientación aparentemente antiidealista, encontramos otras referidas a la fractura que representa la vida del espíritu:

La vida del hombre —o conjunto de fenómenos que integran el individuo orgánico— tiene una dimensión trascendente en que, por decirlo así, sale de sí misma y participa de algo que no es ella, que está más allá de ella. El pensamiento, la voluntad, el sentimiento estético, la emoción religiosa, constituyen esa dimensión [...] La vida humana se presenta como el fenómeno de que ciertas actividades inmanentes al organismo trascienden de él. La vida, decía Simmel, consiste precisamente en ser más que vida; en ella lo inmanente es un trascender más allá de sí misma. (1947: III, 166)

Siguiendo esta última línea argumental, en otros textos se presenta a un sujeto que —como hemos visto— trasciende la condición animal haciéndose capaz de ensimismarse; o que dispone de un poder técnico con el que trata no sólo de vivir y sobrevivir, sino de imponerse a la naturaleza introduciendo en ella una especie de lujo mediante la producción de lo superfluo (1947: V, 324 y 325); o que es caracterizado en sentido antidarwiniano como animal inadaptado y tránsfuga de la naturaleza.6 En estas afirmaciones se reintroduce de nuevo la tesis idealista, que parecía ponerse en cuestión, expresada ahora en los términos antropológicos según los cuales la vida humana es invención de sí misma. Pero se trata además de una tesis que convierte la vida que estudian los biólogos en algo secundario: en un concepto científico del que se ocupan algunos hombres en su vida, considerando ésta ahora en su sentido biográfico. Porque, en términos fenomenológicos, aquélla sólo puede aparecer en el horizonte de ésta.

Ortega concilia la tesis según la cual el pensamiento es una función vital, que encuentra en el organismo su última causa y justificación, con aquella otra que sostiene que el pensamiento y, en general, todo lo específicamente humano trasciende aquel plano vital del que procede. De tal modo que, según eso, el hombre pertenece al mundo orgánico, y eso quiere decir que todo cuanto hace debe comprenderse en última instancia a partir de la presión de la vida y de las vías y posibilidades que ésta despliega a través de él; pero, al mismo tiempo, el hombre se aleja de aquella presión en cuanto convierte la vida que le define y le traspasa en objeto para él, es decir: se sitúa frente a su propia vida erigiéndose así en sujeto que toma posición respecto de esa realidad vital que él mismo es y que, de ese modo, toma ahora a su cargo. Por eso, para el hombre, la vida es siempre su vida, y esto en un doble sentido: en cuanto se trata siempre de la vida de un individuo concreto, pero también —en un sentido más profundo— en cuanto ese individuo se encuentra siempre confrontado a aquello que él es. En este sentido, la vida es su vida. De este modo, Ortega recoge el viejo paradigma moderno de la autoconciencia, pero reinterpretándolo de manera original, en el sentido antiintelectualista de una filosofía de la vida humana.

Ortega desarrolla su enfoque original debatiéndose entre la crítica al idealismo de la filosofía alemana y su compromiso con la tradición del humanismo moderno. Me parece que esta tensión en el pensamiento de Ortega, en relación con el idealismo y el naturalismo, reproduce en la forma de una filosofía original y brillante la paradoja que atenaza a la fenomenología fundada por Husserl, en la cual el yo es parte del mundo y al mismo tiempo es condición trascendental del mismo, pues se anticipa a aquello que le produce y es así, a la vez, constituyente y constituido.7 En este sentido, la filosofía de Ortega es de corte trascendental, pues en ella hay una condición última de posibilidad: la totalidad comprendida como mi-vida-con-la-circunstancia, en cuyo seno se presenta el yo. Sin embargo, esa totalidad, aun cuando tiene también una raíz objetiva, la circunstancia, está en cierto modo toda ella afectada de subjetividad, en sentido fenomenológico, en cuanto dicha circunstancia es la mía, no sólo en el sentido de ser la parte del mundo que se cierne sobre mí, sino en cuanto todo lo que me acontece está ya interpretado desde mi perspectiva, perfilado por mí. Por lo tanto, el yo se anticipa de algún modo a la circunstancia en la que está. Pero, ¿de qué modo? Éste es el problema. Porque anticipación no significa en ningún caso el primado de un yo que se tuviera a sí mismo como pensamiento —en el sentido cartesiano— con antelación a su encuentro con las cosas. Por el contrario, Ortega señala que mi vida no es mía, sino que más bien yo soy de ella. Por eso, escribe:

"Encontrarse", "enterarse de sí" [...] es la primera categoría de nuestra vida, y [...] no se olvide que aquí el sí mismo no es sólo el sujeto sino también el mundo. Me doy cuenta de mí en el mundo, de mí y del mundo —esto es, por lo pronto "vivir" [...] Pero ese "encontrarse" es, desde luego, encontrarse ocupado con algo del mundo. Yo consisto en un ocuparme con lo que hay en el mundo. (1947: VII, 428)

Es decir, sólo reparo en mí mismo —y puedo incluso, yendo más lejos, llegar a elaborar una idea del yo— a partir de mi trato con las cosas, con las cuales me encuentro ya siempre enredado de un modo práctico. En este sentido, esta concepción se asemeja a la que desarrolla Heidegger en Ser y tiempo, aunque ni uno ni otro, me parece, logra librarse del enfoque trascendental asociado a una cierta noción del sujeto (cosa de la que Ortega era consciente, pero no Heidegger, al menos en la década de 1920). En otro texto encontramos expresada de diferente manera esa subordinación del sujeto:

La vida no es el sujeto solo, sino su enfronte con lo demás, con el terrible y absoluto "otro" que es el mundo donde al vivir nos encontramos náufragos. No creo que haya imagen más adecuada de la vida que esta del naufragio [...] De aquí que vivir obligue constante y esencialmente a ejecutar actos para sostenerse en ese elemento o, lo que es igual, para convertirlo en medio positivo. (1947: V, 420-421)

 

EL PROYECTO

Así pues, en contra del primado asignado al sujeto en sentido cartesiano, la anticipación a la que nos referimos tiene otro sentido que equivale a la posición trascendental de la conciencia en Husserl, sólo que Ortega desintelectualiza la posición de éste y su noción de la intencionalidad de la conciencia reinterpretándola mediante otra noción que él denomina proyecto. En efecto, aun cuando el yo es un ingrediente de mi vida y todo se me da en la perspectiva que ésta delimita, la prefiguración de mi horizonte vital la constituye mi proyecto. Y es así porque el hombre —dice Ortega— no puede dejar de proyectar planes, de establecer fines, de prefigurar su vida (1947: IV, 342). Pero aunque estas expresiones parecen apuntar a una especie de conciencia planificadora, debemos entender la idea de Ortega en un sentido más profundo y no necesariamente consciente (de hecho, como veremos, el proyecto va siempre por delante de la conciencia): la definición de la vida humana como proyecto recoge el momento de subjetividad que redefine el significado de aquélla en su totalidad en cuanto introduce en ella una dimensión nueva y determinante de todo su sentido, que no existe en el nivel meramente orgánico. Pues proyectarse sobre las cosas significa predelinear el horizonte en el que éstas se me hacen presentes, anticipando de algún modo lo que ellas son para mí. Por eso, la circunstancia de que habla Ortega es siempre mi circunstancia y no una realidad objetiva con un significado propio que se me imponga. Por otro lado, esto último ni siquiera podría tener sentido a partir del planteamiento fenomenológico, aunque ciertamente heterodoxo, de Ortega, para quien la realidad es lo que se ofrece en perspectiva a mi vida y —como parte de ésta— a mi yo, como ingrediente subjetivo que hace que en su totalidad se ilumine ante el foco de mi proyecto. Eso no quiere decir que desaparezca el momento de alteridad que encuentro en las cosas, del mismo modo que en Husserl el fenómeno no se reduce tampoco a las operaciones intencionales y constituyentes de la conciencia. Pero incluso ese momento de alteridad no puedo dejar de vivirlo como algo en cierto modo mío (o de darse a la conciencia haciendo su trascendencia inmanente a ella, diría Husserl), pues tenemos también como parte de nuestra vida la experiencia de lo ajeno e independiente de nosotros. Y si Husserl pretende reducir —en el sentido de la reducción fenomenológica— esa alteridad al ser trascendental de la conciencia, Ortega, por su parte, considera que las cosas sólo pueden ser algo para mí en la perspectiva en que se me hacen presentes, es decir, del modo en que mi proyecto se encuentra con ellas y les presta un sentido. Quizá nuevas experiencias me hagan ver que antes me equivocaba con ellas (no sólo en cuanto a su conocimiento, sino en el trato más general con las mismas), pero entonces eso redundaría en una modificación del modo de proyectarme hacia ellas que cambiaría el horizonte en que se me aparecen. Y no es posible salir de ese proceso donde el yo y su circunstancia se constituyen y transforman, que es un proceso dialéctico, aunque Ortega lo interprete más bien desde el enfoque fenomenológico, tributario del idealismo trascendental de Husserl, a pesar de su esfuerzo por desmarcarse del idealismo.

En ese sentido, el carácter extraño de las cosas, de las vidas ajenas y, en general, del mundo objetivo que se impone al individuo, no impide nunca que exista siempre un primer movimiento de proyección de sí mismo hacia las cosas que integran aquella extrañeza en una vivencia con un lugar en relación con el propio proyecto. En cualquier caso, aunque se altere el proyecto, éste nunca es el mero resultado de las determinaciones operantes sobre el sujeto, que él se limita a registrar pasivamente. Aun cuando no pueda imponerme a la dinámica objetiva de los acontecimientos que marcan los límites de mi vida y pueden truncar su desarrollo en cualquier momento, y aunque el trasiego del mundo pueda inducir en mí un estado de confusión y aturdir mi capacidad de decidir, mientras yo sea humano —dice Ortega— siempre subsistirá en mí el impulso subjetivo a interpretar lo que me pasa y a acogerlo desde mi actividad proyectiva. En este sentido, el límite de la vida humana vendría dado por aquella situación que privara al individuo de toda capacidad para hacer proyectos, siquiera estén referidos al momento inmediatamente posterior. Si mi vida es la coexistencia recíproca del yo y su circunstancia, y está tejida de actividad y pasividad, parece que —según Ortega— es la actividad del sujeto la que la hace humana.

Pues si mi acción tiene que contar siempre con un momento de pasividad, en tanto está ya en su origen afectada por las circunstancias que debe tomar en consideración y en función de las cuales se orienta, eso sólo es un indicativo de la finitud del yo, la cual no anula su carácter como principio activo; mientras que, por el contrario, la situación que constriñe y constituye mi pasividad puedo integrarla en mi proyecto que se encuentra con ella o al menos interpretarla desde él. Y es verdad que éste puede surgir como reacción ante esa situación, pero eso significaría a lo sumo que un proyecto anterior mío se ha trastocado como respuesta a las circunstancias, reinterpretadas ahora de ese nuevo modo. A esa anticipación la denomina Husserl intencionalidad constituyente de la conciencia, y Jean-Paul Sartre la reinterpreta como la negatividad del Para-sí; pues bien, Ortega la concibe en los términos de una filosofía de la vida humana al calificar como proyecto la realidad radical que es mi vida; o como dice Julio Bayón interpretando a Ortega: la vida humana individual consiste en la realización que un hombre hace de sí mismo con arreglo a un proyecto y con una determinada circunstancia (Bayón, 1972: 20 y 21).

Por eso, me parece que la imagen del náufrago no es la metáfora más adecuada para expresar sintéticamente la teoría de Ortega sobre el hombre, a pesar de que sus propias palabras recurren a dicha imagen, pues ésta no es fiel a dicha teoría. En efecto, el náufrago bracea con el único propósito de seguir viviendo y eso significa que carece de todo proyecto, pues mantenerse a flote y sobrevivir son formas de comportamiento que tienen un sentido puramente negativo (no hundirse, no morir), mientras que la vida humana, según el propio Ortega, encierra siempre un momento de creación o invención de sí misma: vivir para el hombre no se reduce nunca a sobrevivir. Y ese momento positivo de actividad, que no logra transmitir la figura del náufrago, es lo que Ortega llama proyecto. Por lo tanto, la noción del proyecto significa que el yo, aun siendo en principio sólo un componente, reviste con su manto de subjetividad activa a la totalidad a que pertenece y que, sin embargo y paradójicamente —siendo como es, sólo una parte dentro de ella—, se impone reinterpretándola desde sí mismo. Pero eso no quiere decir que ese sujeto no esté radicalmente limitado o condicionado por la situación que le constriñe, pues la circunstancia, aun siendo mía y reinterpretada en el horizonte de mi vida, nunca pierde su carácter de realidad extraña en cuanto se presenta ante mí como resistencia. Ahí está la materia del mundo, el curso propio de las cosas, las vidas ajenas... con su propia dinámica objetiva que no puedo dominar. En este sentido, Ortega resalta siempre que la vida humana está marcada por la finitud, la menesterosidad, la limitación. Esa finitud radical de la vida humana se manifiesta, en primer lugar, en cuanto se trata siempre de la vida de un individuo, insuperablemente sujeta a todo tipo de condicionantes y a los caprichos del azar, aparte de su delimitación temporal. En ella irrumpen además todo tipo de realidades sociales e históricas que el individuo asimila y convierte en parte de sí antes de que pueda advertirlo su conciencia, e incluso a costa de ésta. A este respecto es ilustrativa la sociología filosófica que desarrolla Ortega en El hombre y la gente, con las consideraciones que allí hace acerca del modo de ser social del hombre, cuyos actos se acogen a los usos sociales establecidos. Y es igualmente expresiva de esa finitud la concepción que en un plano psicológico habla de un yo en busca de sí mismo y que no sabe lo que quiere. Ese yo psíquico se configura en el trato con las circunstancias y, a partir de su realidad social e histórica, llega a hacerse consciente de sí.

 

LA VOCACIÓN Y EL IMPERATIVO DE LA AUTENTICIDAD

A esto último se refiere Ortega con sus lucubraciones acerca de la vocación y de la misión, nociones con las que se refiere a aquello que de algún modo singularizaría a los individuos, de tal modo que cada uno de ellos se encontraría constituido por un fondo que le distingue y que él está llamado a realizar. Cada individuo, si sigue el imperativo de la autenticidad, ha de escuchar el motivo principal que se abre camino dentro de él y es esto lo único que inviste a sus actos de un sentido que corresponde en verdad a su persona. Y, en esa línea argumental, estas nociones de la vocación y de la misión parecen apuntar a uno de los temas característicos del sujeto moderno: aquél que lo asocia a un principio de algo que nace con él y que, en tal caso, explicaría que esté investido de una misión o que pueda escuchar una voz que brota en su interior:

[...] el yo de cada uno de nosotros es ese ente extraño que, en nuestra íntima y secreta conciencia, sabe cada uno de nosotros que tiene que ser [...] Esa íntima conciencia [...] nos lo dice con una misteriosa voz interior que habla y no suena, una voz silente [...] que nos susurra el mandamiento de Píndaro: "llega a ser el que eres" [...] en suma, la voz de la personal vocación. El yo de cada hombre es su vocación. (1962: IX, 513-514)

Sin embargo, dichas nociones operan en parte también en contra de aquella concepción moderna, pues ponen de manifiesto la falta de transparencia del sujeto, cuya relación consigo mismo se nos revela —según eso— inicialmente marcada por la opacidad, de tal modo que sólo entre las cosas y a través del trato con los otros puede llegar a descubrir quién es él. Lo cual, a su vez, apunta a la idea de que también el yo —y no sólo la circunstancia— se me aparece desde la perspectiva de mi vida, de tal modo que sólo a partir de ella y del comercio con las cosas me hago consciente de mí y de lo que soy: la conciencia de sí parece ir siempre a la zaga y tener un carácter secundario en relación con el conjunto de mi vida. Porque eso que soy en cuanto vocación, ese impulso del yo, no me resulta claro desde el principio, pues se trata de un querer anterior a la conciencia, al que ésta puede escuchar y elegir como la voz más real de entre las muchas que resuenan en ella y para ella. Por eso, la elección con la que el hombre va delineando su vida no puede decirse que sea consciente sin más, pues la conciencia se aviene a realizar algo que de algún modo se le impone y que ella va descubriendo. Está, por lo tanto, doblemente sometida: en primer lugar, a la voz que ella escucha, pero también, en segundo lugar, está en cierto modo sometida —en un sentido vagamente moral— al imperativo de la autenticidad, según el cual el hombre tiene que justificar ante sus propios ojos la elección que hace descubriendo sobre la marcha...

[...] cuál de sus acciones posibles en aquel instante es la que da más realidad a su vida, la que posee más sentido, la más suya [...] [y esa elección que hacemos] a su vez depende [...] de la figura general de vida que nos parece ser la más nuestra. De suerte que cada acción nuestra nos exige que la hagamos brotar de la anticipación total de nuestro destino y derivarla de un programa general para nuestra existencia [...] Esta llamada que hacia un tipo de vida sentimos, esta voz o grito imperativo que asciende de nuestro más radical fondo, es la vocación. (1947: V, 211-212)

Es decir, el hombre está obligado en conciencia a elegir conforme a su vocación, si no quiere falsificar su propia realidad. Pero esa vocación tiene que descubrirla, hallando lo que él tiene que ser, es decir, su misión. Pues al hombre...

[...] le es, no impuesto, pero sí propuesto, lo que tiene que hacer. Y la vida adquiere, por ello, el carácter de la realización de un imperativo. En nuestra mano está querer realizarlo o no, ser fieles o ser infieles a nuestra vocación. Pero ésta, es decir, lo que verdaderamente tenemos que hacer, no está en nuestra mano. Nos viene inexorablemente propuesto. He aquí por qué toda vida humana tiene misión. Misión es esto: la conciencia que cada hombre tiene de su más auténtico ser que está llamado a realizar. (1947: V, 212)

Así pues, según Ortega, el yo —el cual, según antes veíamos, es tan sólo un ingrediente de esa totalidad que es mi vida— consiste en la llamada hacia un tipo de vida que oscuramente se anticipa como vocación a la conciencia, la cual por su parte, al tiempo que la descubre, la convierte —si elige de manera auténtica— en la misión que debe realizar, en cuyo caso querrá ser aquello que debe ser. Pero repárese bien en lo que dice Ortega, a saber: el yo es esa llamada hacia un tipo de vida, eso a lo que yo estoy llamado en cada momento y, por lo tanto, aún no es yo. Si yo estoy llamado a ser yo, si yo soy lo que tengo que ser, eso significa que en cierto modo no soy mi yo. De esta manera, Ortega recoge el tema del yo que parece duplicarse o refractarse, un tema de largo recorrido en la filosofía moderna, desde Hegel hasta Sartre. Esa aparente separación del yo respecto de sí mismo es la que se expresa de otra manera en la famosa fórmula de las Meditaciones del Quijote "yo soy yo y mis circunstancias", ya comentada, que se refiere igualmente a un yo que parece desdoblarse. Ahora bien, este desdoblamiento sólo pertenece, en rigor, a la conciencia y no al yo como tal, pues éste es en cada momento algo único, mientras que la conciencia, por el contrario, es ese ámbito de nuestra subjetividad donde se hace patente la escisión entre lo que tengo que ser y lo que mi vida en cada instante es, escisión o distancia que define, de manera precisa, a la conciencia como tal y que ella misma puede momentáneamente salvar si quiere —según el imperativo de la autenticidad— que mi vida sea (y esto sí depende de su elección, que será así consciente) aquello que tiene que ser (ese yo que ella no elige, sino que en este sentido se le impone). Pues bien, aunque Ortega no lo explica de este modo, debemos decir que es la conciencia la que refracta al yo, pues la conciencia de sí consiste precisamente en ese desdoblamiento por cuya virtud el sujeto parece anticiparse a lo que es, o bien ir en busca de lo que aún no es, sin coincidir nunca consigo mismo. Ahora bien, Ortega no plantea el asunto en estos términos, más propios de una filosofía de la conciencia como la de Sartre, sino en los de una filosofía de la vida humana en cuya dinámica atribuye un relieve vagamente moral a la distinción entre lo que soy y lo que se me impone como el yo auténtico que debo ser.

En su ensayo titulado Goya incluye Ortega un parágrafo sobre el proyecto que es el yo, en el cual se extiende sobre este mismo asunto. Allí escribe:

[...] nuestro yo es en cada instante lo que sentimos "tener que ser" en el siguiente [...] No es por tanto el yo ni una cosa material ni una cosa espiritual [...] sino una tarea [...] Esa tarea, ese proyecto, no los hemos adoptado con deliberación ni albedrío: a cada cual le es impuesto su yo en el momento mismo en que es yo [...] El yo es, pues, lo más irrevocable en nosotros. (1947: VII, 549)

Y continúa explicando que ese yo actúa en regiones mucho más profundas que nuestra voluntad e inteligencia, pues la voluntad se mueve en el plano de la deliberación, mientras que el yo es inexorable espontaneidad que se nos impone:

La voluntad se apoya siempre en "razones". El yo, en cambio, nos manda a nosotros, manda sobre nuestra voluntad [...] Manda sin apelación y no se funda en razones ni se digna justificarse. Está ahí, sin más, previo a todo el resto de cuanto constituye nuestra realidad. (1947: VII, 549)

En un sentido similar, leemos también en El espectador que hay un yo profundo e insobornable, que en cuanto tal no podemos elegir, pues él es en cierto modo el destino que nos constituye y distingue como individuos. Pero sí podemos fingir que no escuchamos su recóndita voz para poder acogernos así a una falsa figura de nosotros mismos. Tal es el caso del farsante, que constituye el arquetipo de la inautenticidad y también, en un grado menor, el caso del hombre puramente convencional. Frente a eso, el imperativo de autenticidad se presenta como un modo de veracidad que exige cumplir la vocación como si se tratara de un destino que nos llama (vocación es un derivado de voz), pues dicho imperativo promueve en nosotros la misión de (o sea: nos destina a...) hacer que el lado externo sea expresión adecuada del interno, que nuestro gesto corresponda fielmente a nuestro yo íntimo.8

Es interesante este planteamiento de Ortega porque pone de manifiesto un cierto conflicto no resuelto en su obra. Por una parte, coincide en un aspecto esencial con Heidegger, quien en Ser y tiempo elabora esta noción de la autenticidad en un sentido antimoderno o, más bien, romántico, que recupera un viejo principio de la sabiduría pindárica que ordena: "llega a ser el que eres". La modernidad ilustrada tiende, por el contrario, a comprender el yo en la perspectiva del concepto de autonomía, según el cual el hombre es el legislador que establece la norma de su vida, tanto en un plano teórico como en uno práctico, de modo que paradójicamente se puede decir que en cierto modo se hace a sí mismo.

Es decir, el principio fundamental de la modernidad concibe al hombre no como aquél que llega a ser el que es, sino como aquél que es lo que es como resultado de que ha llegado a serlo. La libertad, en cuanto autonomía, se atraviesa así en la relación que el yo establece consigo mismo. Sin embargo, y en contraste con esto último, la noción de autenticidad presume la existencia en nosotros de un yo que no hemos elegido, sino que se nos impone como un destino que nos llama, de manera que nuestra elección se limita ahí a asumir y dar realidad externa al yo que hemos de ser: es una elección sin deliberación.

Sin embargo, a diferencia de Heidegger, Ortega no llega a romper el vínculo con la modernidad ilustrada, sino que se mantiene en una posición ambigua. Así como en el análisis de Heidegger no queda sitio alguno para la deliberación racional y consciente que pudiera preceder a la decisión (según él, la conciencia se presenta más bien como la voz culpable que, ante la muerte, nos llama para que nos resolvamos a ser quien auténticamente somos), por el contrario, en Ortega la cuestión se mantiene en una cierta indecisión, que en el fondo refleja su posición ambigua, que se debate entre la razón ilustrada y el misticismo romántico. Pues, por un lado, y en oposición a la gran tradición moderna, la filosofía de Ortega no es una filosofía de la conciencia, en el sentido de que ésta se ve desplazada del centro, el cual corresponde más bien a la vida (a mi vida como proyecto), respecto de la cual la conciencia es tan sólo un ingrediente como también lo es el yo. Y en cuanto a su consideración de la vida auténtica, el papel de la conciencia parece limitarse más bien a la función de acoger y transmitir sin deliberación alguna la oscura voz que me llama a cumplir la misión a la que mi vida me destina. Pero eso a lo que estoy destinado es a realizar el yo auténtico, es decir, a elegir ser-el-que-tengo-que-ser, de modo que eso que cae bajo mi poder de elegir se refiere a algo que como tal cae fuera de mi elección, pues me es impuesto. Me parece, sin embargo, que se trata ya, no de una paradoja, sino de un razonamiento circular: el yo que tengo que ser —aquello que se me presenta como el fin de mí mismo— se comprende también al mismo tiempo como la única palanca capaz —a modo de causa final— de promover la búsqueda de mí mismo. Éste es el elemento de mistificación presente como componente en el pensamiento de Ortega, el cual recoge la tendencia romántica a entender la vida como misterio.

Sin embargo, según decíamos, la posición de Ortega es ambigua, porque esa tentación hacia la deriva irracionalista, que está enraizada en la noción de la vida considerada en términos románticos, se ve compensada en él por la tendencia opuesta, que busca dar razón de aquélla siguiendo así el imperativo principal de la modernidad ilustrada. Y en este sentido hay que interpretar también la importancia que concede Ortega a la elección como clave de la vida humana: vivir es elegir, aunque la autonomía del hombre esté limitada por la circunstancia y —habría que añadir— por esa anticipación comprensiva de la totalidad de su vida que le indica lo que él auténticamente es.9 Y esto quiere decir que Ortega recoge a su manera el modelo de subjetividad elaborado por la filosofía moderna, no en lo que se refiere a la conciencia, pero sí en cuanto la vida es concebida por él como proyecto: el proyecto que es el yo. Y la distancia en que éste siempre se encuentra respecto al yo que tengo que ser es la manera peculiar con la cual Ortega acoge en su reflexión filosófica esa distancia respecto de sí mismo, destacada por la filosofía del sujeto que ha sido también designada como la escisión o la no-identidad de la conciencia.

 

VITALIDAD, ALMA, ESPÍRITU

Por otra parte, las consideraciones anteriores no implican que el yo no varíe con el tiempo. Por el contrario —dice Ortega—, experimenta mutaciones a veces radicales y que no provienen de nuestro albedrío, sino que se producen en él motivadas por la experiencia de la vida, la influencia del mundo externo en él. Esto quiere decir que Ortega parece vacilar, llevado de aquella tensión ya mencionada entre idealismo y antiintelectualismo que se halla en el núcleo de su pensamiento: por un lado, se entrega a una especie de misticismo, que hace del yo un oscuro poder preexistente ya en el individuo con antelación a su choque con la realidad que le circunda; pero, en otras ocasiones, parece reconocer en el hombre tan sólo una especie de impulso que se confundiría con su vitalidad, pero que no llegaría a definirse como yo más que en el terreno del intercambio social generado por la esfera del espíritu, tan sólo en la cual se constituiría y singularizaría el yo humano. En este último sentido, señala por ejemplo que el mundo social, constituido por los otros hombres, pero también por creencias y opiniones, modos de sentir, valoraciones de las cosas, gustos, costumbres, etcétera, de los que ningún individuo determinado es responsable, entra a formar parte del yo auténtico que somos, pues no podemos dejar de concebirnos sino sobre el trasfondo de esos usos sociales que llegan a formar parte de nosotros mismos (1962: IX, 514). En este punto la posición de Ortega también difiere de la de Heidegger, para quien la existencia auténtica no es permeable a los usos sociales, sino que más bien se define por oposición a los mismos y en el más completo aislamiento respecto de las formas de la sociedad.

En relación con este asunto de la mediación social del yo, es interesante la posición que aparece bosquejada en unas brillantes páginas de El espectador, que llevan por título "Vitalidad, alma, espíritu" (1946: II, 451 y 452). En ese texto Ortega ofrece el apunte, sin apenas desarrollar, de una antropología que se interesa por las zonas de la personalidad. Aunque lo plantea con esa intención que parece limitarse al plano psicológico, de su breve desarrollo se deducen consecuencias que desbordan ampliamente lo que ese propósito promete. Pues, a pesar de la brevedad del texto, hay en él numerosas indicaciones y sugerencias de enorme interés referentes al lugar del sujeto en relación con la discusión sobre el espíritu y la vida. Estas ideas se pueden resumir así:

a) La vitalidad —dice en primer lugar— es esa región básica y más carnal de nuestra personalidad en la que la psique se encuentra como infusa en el cuerpo, de modo que en ella se funden lo somático y lo psíquico, aunque de ella emanan y se nutren. En esa oscura, latente e inconsciente base de la persona nada se presenta de modo diáfano. Pues bien, según Ortega, cada individuo es ante todo una fuerza vital de la cual depende el resto de su carácter.

b) El espíritu, por el contrario, constituye la capa más elevada y transparente, la cima de nuestra personalidad. En cuanto tal, está constituido por el conjunto de los actos íntimos de los que cada uno se siente verdaderamente autor y protagonista: la voluntad, el pensamiento..., en definitiva: el yo. Es lo más personal en nosotros, pero no lo más individual, porque no es lo que ante todo nos separa como individuos.

c) El alma, por su parte, se extiende entre la vitalidad y el espíritu. Se trata de todo el campo de los sentimientos y emociones, de los deseos, impulsos y apetitos. Por eso, el recinto anímico es más claro que el de la vitalidad, pero menos que el espiritual. Y lo que en él ocurre —los estados y movimientos del alma, así como los afectos e inclinaciones en general— es algo mío, pero no soy yo (1946: II, 463).

A partir de este bosquejo, insiste Ortega en alguna de estas consideraciones. Así, señala por ejemplo que en el dolor me duele mi cuerpo y que la tristeza está en mí, pero ni uno ni otra provienen de mi yo. Por el contrario, pensar o querer son actos míos, pero —ahora sí— en el sentido de que nacen de mi yo. Y, a partir de esa división tripartita de la intimidad, sostiene que lo que propiamente convierte al hombre en persona no es lo más individual en él. Porque lo que en verdad nos individualiza, lo que más nos separa o aísla como individuos es ese interior nuestro que se cierra sobre sí mismo y denominamos alma: ese ámbito amurallado que distingue a los hombres por sus impulsos, les aísla en la soledad de sus emociones y permite además ocultarse de los otros encerrándose entre sus afectos e inclinaciones. El espíritu, en cambio, nos arranca de nuestra individualidad separada permitiendo —nos dice— la unión con los demás, de tal manera que lo que nos desindividualiza no es necesariamente aquello que nos deshumaniza, pues esa comunicación con los otros nos constituye precisamente como hombres. Y es que el espíritu, a diferencia del alma, tiene también, aunque no sólo, un arraigo social, como ya había indicado Hegel con su célebre distinción entre el espíritu subjetivo y objetivo. Así que es el espíritu y no el alma lo que culmina la definición del hombre como persona y le hace propiamente capaz de decir "yo", pues este término no designa en el hombre sólo aquello que le encierra en su recinto anímico y le aísla de los demás, sino también lo que le permite trascender de sí mismo hacia los otros y ,a través del pensamiento, elevarse a lo más universal. Por su parte, la vitalidad también nos desindividualiza y, a través del cuerpo, nos sumerge —en la orgía, por ejemplo— en la vitalidad universal. Sin embargo, el alma del individuo es lo que le hace poseer un centro aparte y suyo, desde el cual —concluye Ortega— vive sin coincidir con el cosmos; vive de manera excéntrica. Porque el alma es precisamente vida excéntrica que nos hace sentir nuestra individualidad separada.

Este enfoque responde a una clara inspiración fenomenológica en cuanto adopta como punto de partida aquél en donde el hombre se encuentra con sus vivencias y en el que todo se le hace presente, compareciendo ante él en la perspectiva de su vida. Y desde ese supuesto hay que entender también la distinción entre el alma, considerada como el recinto que encierra al individuo en su intimidad, y el espíritu, que representa para él su conexión con los demás y el mundo que se genera entre todos, del cual él se siente también protagonista. Y, por otro lado, parece que esta distinción entre alma y espíritu, en los términos que se plantea, pone de manifiesto en la obra de Ortega aquella actitud indecisa entre la tendencia romántica a invocar un yo auténtico —reflejada en el aislamiento del alma— y la tendencia ilustrada a concebir la conciencia en términos de autonomía y de razón —que se reflejaría en la dimensión del espíritu—. Pero, según me parece, estas consideraciones incurren en cierta mistificación, sostenida en los conceptos de una especulación metafísica con la que se trata de justificar esa ruptura entre el interior del individuo y el universo social del espíritu. Pues, aunque es cierto que los afectos y las inclinaciones del hombre le hacen volverse sobre su propia condición individual, el mundo del espíritu, sostenido siempre sobre la vitalidad, pero también sobre las condiciones materiales de la vida humana en común, consiste en una dialéctica de lo individual y lo social con una realidad objetiva anterior a la subjetividad del hombre, aunque éste no lo viva así o no sea consciente de ello. Pues también los impulsos, las inclinaciones e incluso las vivencias emocionales están mediados por la dinámica social y cultural, como ha demostrado Norbert Elias (1989).10 Y es cierto que en su sociología filosófica, Ortega llama la atención sobre la manera en que los usos sociales se imponen a los individuos y a las relaciones entre ellos, pero me parece que el subjetivismo que aqueja en general a la tradición fenomenológica le impide extraer todas sus consecuencias de aquella posición, y por eso su teoría de la vida humana convierte el proyecto del yo en un principio que parece anticiparse a los procesos objetivos de la realidad social y cultural.

 

BIBLIOGRAFÍA

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Bayón, Julio (1972), Razón vital y dialéctica en Ortega, Madrid, España, Revista de Occidente.         [ Links ]

Elias, Norbert (1989), El proceso de civilización. Investigaciones sociogenéticas y psicogenéticas, México, México, Fondo de Cultura Económica.         [ Links ]

 

NOTAS

1 La bibliografía crítica más reciente no ha dejado de ocuparse tanto de éste como de los demás problemas que aquí trato. Sobre ello se pueden consultar las publicaciones de la Fundación José Ortega y Gasset, tales como los números de la Revista de Occidente o los títulos publicados como Estudios Orteguianos. Mi análisis, sin embargo, tratará intencionadamente de desenvolverse a partir de la confrontación directa con la obra de Ortega.

2 A partir de aquí, para las obras de Ortega y Gasset sólo se anotará el año, el tomo y la página. Por la paginación el lector podrá identificar de qué obra se trata.

3 El profesor Julio Bayón ha insistido precisamente en esta estructura dialéctica conforme a la cual concibe Ortega la vida humana, que es actividad y pasividad en cuanto consiste en la coexistencia recíproca del yo y su circunstancia, de tal modo que estos dos elementos que la constituyen no se pueden separar de la totalidad en la que siempre se hallan, ni se encuentran tampoco estáticamente el uno frente al otro, sino en actividad recíproca. Véase su excelente libro Razón vital y dialéctica en Ortega (1972).

4 Veanse Ensimismamiento y alteración (1947: V, 295 y 296) y también El hombre y la gente, (1947: VII, 79 y 80).

5 Véase también 1947: VII, 402-403.

6 El mito del hombre allende la técnica y En torno al "Coloquio de Darmstadt, 1951" ambos textos se hallan en Pasado y porvenir para el hombre actual (1962: IX, 623 y 640, respectivamente). Sobre el carácter específico de la vida humana, presentada además como anterior a la vida de la que se ocupan los biólogos, véase también 1947: IV, 341.

7 Esta paradoja se hace particularmente patente en las consideraciones de Husserl acerca del tiempo.

8 Véase El espectador-I: El fondo insobornable (1946: II, 83 y 84). Ortega desarrolla esta reflexión a propósito de Pío Baroja, a quien atribuye una actitud íntima ante la vida caracterizada por el afán de sinceridad frente a la farsa, que le parecía a éste ser una de las notas imperantes en su mundo.

9 Esto último, en relación con la autonomía, se puede interpretar en el sentido de que ésta empieza una vez que el yo ya existe, y en consecuencia éste no elige autónomamente quién es él, sino que elige a partir de lo que ya es.

10 Entre los trabajos que dedica Elias a esta cuestión, véase sobre todo su obra principal: Über den Prozess der Zivilisation. Sociogenetische und psychogenetische Untersuchungen.

 

INFORMACIÓN SOBRE EL AUTOR

Eduardo Álvarez González: Profesor Titular del Departamento de Filosofía de la Universidad Autónoma de Madrid, donde imparte clases de antropología filosófica, así como cursos de doctorado y monográficos acerca de los temas que constituyen su materia de investigación: la tradición del pensamiento dialéctico (Hegel, Marx, Adorno) y fenomenológico (Husserl, Heidegger, Sartre, Merleau-Ponty), la cuestión del sujeto, el debate sobre el humanismo, la modernidad y la condición del individuo. Entre sus publicaciones, destacan los libros: El saber del hombre. Una introducción al pensamiento de Hegel (Madrid, Trotta, 2000), La teoría del concepto en la filosofía de Hegel (Madrid, Servicio de Publicaciones de la UAM, 1992); es editor del libro: La cuestión del sujeto. El debate en torno a un paradigma de la modernidad" (Madrid, Servicio de Publicaciones de la UAM, 2007). Además es autor de diversos artículos acerca de la herencia de la modernidad, Heidegger, Sartre, la discusión sobre el humanismo, etcétera.

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