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Signos filosóficos

versión impresa ISSN 1665-1324

Sig. Fil vol.11 no.21 Ciudad de México ene./jun. 2009

 

Artículos

 

El tratamiento agustiniano del problema del mal: una vindicación frente a las críticas secularistas

 

Juan Cordero Hernández*

 

* Profesor de la Facultad de Filosofía y Letras, Universidad Nacional Autónoma de México,juancorderoster@gmail.com

 

 

Recepción: 23/01/09
Aceptación: 02/04/09

 

Resumen

El problema del mal sigue inquietando la conciencia humana, lo que hace indispensable revisar las fuentes de nuestro entendimiento de esa terrible dificultad. Agustín de Hipona suele ser considerado el primer filósofo en encarar este problema desde una perspectiva sistemática. Sin embargo, la solución privacionista que presentó, siguiendo directrices neoplatónicas, es considerada como un artefacto más teológico que filosófico. La solución agustiniana, de enorme influencia en la historia de la filosofía, ha sido acusada de ser una concepción metafísica y falta de claridad, de suerte que no contribuye a aclarar el origen y naturaleza del mal. En este ensayo presentaré las líneas generales de la solución agustiniana y mostraré su solidez conceptual y su importancia en la solución del problema del mal.

Palabras clave: Agustín, mal, privacionismo, metafísica, teodicea.

 

Abstract

Augustine of Hippo is usually regarded as the first philosopher to affront this problem from a systematic point of view. Nonetheless, the privationist solution he offered, forged in neoplatonic terms, is considered a theological, rather than a philosophical, device. Despite its enormous influence, Augustinian solution has been accused of being both metaphysical and misleading, because it cannot provide an adequate approach the origin and nature of evil. This essay intends to expose the main lines of the Augustinian solution, its internal steadiness and import as solution to the problem of evil.

Key words: Augustine, evil, privationism, metaphysics, theodicy.

 

EL PROBLEMA DEL MAL Y EL PENSAMIENTO POSMETAFÍSICO

El mal ha sido uno de los objetos permanentes de investigación filosófica. De manera tradicional, se ha considerado que el mal consiste esencialmente en la negación de cualquier realidad sustancial al mal: es privación, ausencia de bien y de ser, impotencia e infertilidad. El bien es ser, actividad y potencia, identificándose en última instancia su plenitud con Dios mismo (cfr., Agustín, 1964: VII, 10 y 16). Esta concepción de las relaciones entre el bien, el ser y lo divino se remonta, en la tradición occidental, a la obra de Agustín de Hipona, quien sentó los principios básicos de la reflexión acerca del mal para toda la tradición filosófica, desde una perspectiva inequívocamente teológica.

Sin embargo, los acontecimientos atroces del último siglo han forzado una reconsideración completa de estos supuestos.

Según sus recientes críticos, el elemento religioso de lo que llamaremos teoría privacionista, se manifiesta en lo que se conoce como teodicea: el esfuerzo por demostrar que la existencia del mal es compatible con la existencia de un Dios omnipotente, omnisciente y perfectamente bueno. Dicha empresa, cuyo origen se identifica con la propia concepción privacionista en la obra de Agustín de Hipona,1 es acusada de extraviar la discusión del mal, entregándola a una tarea puramente apologética, desentendiéndola de la tarea de pensar el mal en sí mismo. Al procurar la reconciliación de las creencias religiosas con el mal, la teoría privacionista sucumbe a una estetización neutralizadora del mal, convirtiéndolo en un efecto del principio de plenitud que orienta la acción de Dios en su creación.2

Evidentemente, continúan los críticos, si el interés primario de la teodicea es exculpar a Dios de cualquier responsabilidad del mal, pocos esfuerzos se harán para entender la naturaleza y variedades del mal, y menos para mostrar compasión por sus víctimas, porque la teoría de la privación funde de manera incoherente fenómenos claramente distintos, como las catástrofe naturales, la enfermedad o la muerte, que están fuera del control humano y no pueden ser descritos en términos de responsabilidad o libertad, como el genocidio, el gulag o el terrorismo, que sólo pueden describirse usando el lenguaje moral.3

Las críticas a la teodicea conciernen, pues, a su carencia de poder explicativo respecto a fenómenos que inequívocamente pertenecen a la esfera del mal, al tiempo que niegan al mal su propia condición maligna, funcionalizándolo en aras de la plenitud de la totalidad. Los males dejan de serlo una vez que se los contempla desde la altura y perspectiva divinas, en donde aparecen como elementos necesarios para la realización de los propósitos más elevados o como simples efectos secundarios inevitables del funcionamiento de la realidad.4

El origen común de la teodicea y sus males filosóficos es atribuido a la condición metafísica de la teoría privacionista. En efecto, la doctrina de la privación relaciona inevitablemente los dos conjuntos de fenómenos antes descritos, pues ambos son comprendidos como formas de negatividad y ausencia de bien.

La teoría privacionista origina la teodicea en la medida en que identifica ser supremo y bien sumo con Dios mismo. Siendo Dios el ser en sí mismo, la perfección de su existencia es inasequible a las criaturas, las cuales están limitadas por la nada y, situadas en el ámbito intermedio de lo contingente, desposeídas de su propio ser, son incapaces de evitar el mal (Agustín, 1964: VII, 11 y 17).

Resulta, entonces, que la propia estructura finita de la realidad (su condición metafísica) es la responsable de la aparición del mal: la infinitud divina es insusceptible de cambio y degradación, no así las criaturas, que no pueden evitar los roces de la interacción mutua y la tendencia a la nada que es constitutiva de su modo de ser finito.

La neutralización del mal, es decir, su redención y abnegación en la totalidad de lo real, es consecuencia de esta precedencia de la estructura ontológica sobre las acciones: la naturaleza padece la violencia que resulta de las limitaciones inevitables de su propia condición, en tanto que los agentes racionales no pueden superar las condiciones en las que aparece su propia capacidad de querer y actuar. De acuerdo con la teoría privacionista, si sólo se puede querer el bien, y todo lo que existe es bueno en la medida en que existe, el mal resulta, entonces, de querer un bien inferior y someterse a él. El fallo de la voluntad en querer el bien que le corresponde resulta de su finitud: la voluntad se halla cautiva de una estructura ontológica, previa a su existencia particular y condicionante de sus decisiones.5

En consecuencia, el llamado problema del mal aparece cuando se encuentra la causa del mal en la finitud y ésta de la finitud en lo infinito, o sea, de la criatura en Dios.

Los críticos no pueden menos que rechazar contundentemente la teodicea y la doctrina privacionista en la que se apoya, negándose tanto a aceptar que el mal sea mera ausencia como a reconciliarse con él, aceptándolo como parte inevitable de la estructura de lo real. Por el contrario, buscan formas de conceptualizarlo que reconozcan el origen del mal en la actividad libre de los agentes racionales y su pertenencia a la esfera moral.6

Pese a la contundencia de estas críticas, es necesario revisar la tradición en sus fuentes y decidir, a partir de ese examen, si todos los cargos levantados en su contra son irrefragables. En otro lugar (Cordero, 2008) he mostrado cómo, en su origen, los primeros tratamientos del problema del mal, elaborados desde una perspectiva estrictamente religiosa, no podían ser considerados teodiceas en sentido estricto, surgiendo éstas en la temprana modernidad, abandonando la profundidad de la solución teológica. En lo que sigue, refutaré, mediante la revisión de los temas principales del tratamiento agustiniano del problema del mal, que las acusaciones de confusión conceptual y neutralización del mal resultan de malentendidos surgidos justamente de menospreciar la interacción entre las dimensiones religiosa y propiamente filosófica de la propuesta privacionista.

 

LOS CONTENIDOS DE LA SOLUCIÓN AGUSTINIANA AL PROBLEMA DEL MAL

La doctrina fundamental de Agustín respecto al problema del mal es la famosa idea de éste como privación. Al concebirse al mal en estos términos, se le despoja de toda entidad o sustancialidad propia y, simultáneamente, se excluye la responsabilidad de Dios, creador de todo, de su existencia.

En el contexto de su tratamiento del mal, Agustín parte de la premisa, religiosa a la vez que metafísica, de la absoluta bondad de Dios, lo que implica necesariamente la imposibilidad de que Él sea responsable por el mal.7 Esto significa que, el origen del mal debe ser buscado en otra parte.

El mal no es más que la corrupción o pérdida de las características que constituyen a todo ser. Es el daño que sufren las criaturas en virtud de su vulnerabilidad radical, daño que prueba su bondad ontológica (Agustín, 1964: VII, 12, 18 y 13, 19; 1982a: III, 13, 36).

El mal no es un ser, no tiene realidad independiente, es parasitario del bien, pues se define como un elemento accidental, mera afectación de la criatura. La corrupción o daño es un defecto contra la naturaleza, es decir, es un perjuicio contra el orden y las demás perfecciones de la criatura. En el universo, dominado por la ley eterna, todas las criaturas deben someterse a los principios de la justicia y mantener el buen orden; por eso no todas las formas evidentes de corrupción son censurables. Así, el hecho de que las criaturas decaigan y desaparezcan se justifica en virtud de su débito existencial con la Divinidad: en cuanto el ser le pertenece a Dios, las criaturas tienen que devolverlo, haciendo posible que otros entes gocen de la existencia, y permitiendo el despliegue óptimo de la belleza del cosmos, que de otra forma se vería impedido (Agustín, 1982a: III, 25, 42). No hay tampoco nada censurable en la degradación que unos seres hacen de otros para satisfacer sus necesidades (como cuando se alimentan de ellos) o para hacer reparaciones al orden mancillado (Agustín, 1982a: III, 25, 40), pues la ley eterna determina que los seres más fuertes se impongan a los más débiles, siendo este arreglo enteramente acorde con la justicia. Las aparentes fallas del mundo, como el hecho de que las criaturas tengan que morir o que haya desigualdad entre las diversas clases de seres, al ser unos más hermosos o más útiles que otros, o que seamos capaces de concebir realidades mejores que aquellas que experimentamos, son simplemente resultado de nuestra miopía, de nuestra incapacidad de ver las cosas desde la perspectiva global para la cual fueron creadas y de no reconocer la necesidad racional de la existencia de diferentes órdenes en la realidad, en los que cada tipo de criatura encuentra su propio lugar (Agustín, 1982a: III, 5, 13–17, donde se desarrolla el principio de razón suficiente).

Aparentemente un motivo estético domina este aspecto de la solución agustiniana: los males, vistos desde la perspectiva divina —asequible a los humanos en tanto que seres racionales— aparecen integrados armoniosamente en el conjunto global del cosmos. Lo que desde una perspectiva limitada y egoísta, centrada exclusivamente en nuestros intereses inmediatos, es experimentado como sinsentido,8 debe verse en realidad como un motivo para la alabanza de Dios, cuya creación aparece como "un hermoso poema con sus antítesis y contraposiciones" (Agustín, 1998: XI, 18). De manera que los males no están desvinculados del orden cósmico, sino sometidos a él, contribuyendo al decoro del universo en una composición artística de luces y sombras:

Así como contraponiendo los contrarios a los contrarios se adorna la elegancia del lenguaje, así se compone y adorna la hermosura del Universo con una cierta elocuencia, no de palabras, sino de obras, contraponiendo los contrarios. (Agustín, 1998: XI, 19. Cfr., 1979a: I, 7, 18)

Así pues, la corrupción de los seres naturales nunca es culposa, porque ocurre cuando son usados naturalmente para satisfacer ciertas necesidades y, por tanto, para dar lugar a bienes que de otra forma no existirían (Agustín, 1982a: III, 14, 39–40). Los seres naturales que se corrompen se ven privados de la perfección que les es propia en virtud de sus tratos con otros seres, los cuales se sirven de ellos siguiendo la ley eterna, y de cuyo uso surgen bienes que no podrían realizarse de otra forma. El mal natural está, pues, supeditado a fines específicos que no únicamente lo justifican, sino que lo hacen indispensable y parte del orden del mundo. La corrupción de naturalezas terrenas irracionales no está fuera del orden, por lo que propiamente no puede ser llamada corrupción. En contraste, los seres humanos deben su corrupción a sí mismos y tal privación es además viciosa (una genuina corrupción), pues consiste en una pérdida que atenta contra la naturaleza misma del ser que la padece (Agustín, 1982a: III, 14, 41).

Parece entonces que el mal propiamente dicho es únicamente el mal moral, pues el llamado mal físico sirve a los propósitos de la providencia y no es nunca el resultado de una injusticia. Sin embargo, los seres irracionales no pueden ser responsabilizados de su degradación, ya que ésta es inherente a su naturaleza. Podríamos decir que la tendencia creatural a la nada es inevitable en la criatura irracional, pero no en la racional. La proclividad humana al mal es inextirpable en la medida en que expresa su insuperable condición caída, pero la naturaleza de los seres humanos no se caracteriza por la necesidad, sino por la libertad. El mal propio de los seres humanos, tal como se explica en el marco del pensamiento agustiniano, es la privación del bien específico de la criatura racional, cuya posesión es la felicidad y la plenitud: Dios. Por tanto, aunque el mal moral se puede caracterizar en términos puramente metafísicos, no remite a la condición finita de las criaturas racionales, sino a la orientación trascendente de su libertad.

Así pues, la caracterización del mal, tanto en las criaturas no racionales como en los seres humanos, no es de tipo sustancialista: en ambos casos se entiende como una privación de un bien específico de la clase de ser que padece el mal, pero resulta de la interacción de las criaturas unas con otras y, en el caso de los seres racionales, de su libertad en la relación con Dios.

Es por ello que Agustín concede efectivamente una especial atención al mal moral y a sus consecuencias (el sufrimiento, la proclividad al pecado, la debilidad humana, etcétera). En esta perspectiva se comprende mejor el carácter básicamente no–metafísico del tratamiento del mal en El Hiponense: las criaturas no racionales se gobiernan siempre por la ley eterna, en tanto que los seres racionales pueden desviarse de ella.9

Si Dios no obra el mal y si las criaturas son en sí mismas buenas, la causa del mal debemos encontrarla en la libre voluntad de las criaturas racionales. Son ellas la única causa del mal, a través de un abuso de su libertad, es decir, del desvío del bien o perfección al que se orientan por la propia voluntad. En el orden del ser, las criaturas racionales (específicamente los seres humanos) están orientadas a los bienes de orden inteligible, a la felicidad que sólo Dios les puede proporcionar (Agustín, 1979b: 4, 23–36). Las criaturas racionales, como el universo todo, están organizadas de modo jerárquico: son cuerpo, alma sensitiva y motriz, y mente o razón. La vida humana auténtica es la que posee conciencia de sí misma, "la vida más elevada y pura consiste en la ciencia, que sólo pueden alcanzar los dotados de inteligencia" (Agustín, 1982a: I, 7, 17). El justo ordenamiento de los seres humanos consiste en que su razón sea el centro rector de su ser:

Cuando la razón, mente o espíritu gobiernan los movimientos irracionales del alma, entonces y sólo entonces, es cuando se puede decir que domina lo que debe dominar, y domina en virtud de la ley que dijimos era la ley eterna. (Agustín, 1982a: I, 8, 18)

Ya que la mente ocupa una posición de excelencia respecto a las pasiones (Agustín, 1982a: I, 10, 20), es más fuerte que ellas. Ningún cuerpo, ninguna pasión y ni siquiera otra mente son capaces de doblegar a la razón, en virtud de su constitutiva excelencia ontológica. Lo único que puede llevar a la mente a deponer su alta dignidad a los pies de la concupiscencia es el libre albedrío (Agustín, 1982a: I, 11, 21).

Este movimiento voluntario del alma, que abandona los bienes más elevados para adherirse a los inferiores, es justamente el mal en sentido estricto: "el mal consiste en su [del ser humano] aversión del bien inmutable y en su conversión a los bienes mudables" (Agustín, 1982a: I, 19, 53). Tal moción del alma es claramente un desorden, en cuanto violenta la jerarquía de los seres, tratando injustamente a los bienes de orden superior al preterirlos respecto de los de orden inferior.

La preferencia de los seres humanos por las realidades creaturales inferiores es paradójica en su obvia violación de la ley eterna: por su propia constitución ontológica, las realidades espirituales son más activas y poderosas que las materiales, ¿cómo, entonces, se explica que los seres racionales se sometan a criaturas inferiores? La respuesta reside en la concepción agustiniana de la voluntad y de la acción humana.

En efecto, aunque las cosas inferiores no tengan en sí mismas ningún poder sobre la voluntad, ésta puede alienarse en ellas, situando en ellas su propia fuerza motivadora. Es así como opera el amor: el objeto amado impone ciertas demandas sobre el amante que no podría tener a menos que éste se lo permita. Siempre tiene la libertad de actuar de otra manera, pero determina el orden de sus prioridades de manera que su acción se supedita a las demandas de aquello en lo que ha decidido centrar su vida. Desde una correcta ordenación de las preferencias del alma, el ser racional se verá impulsado hacia el Bien y la autorrealización de su propio ser; con una ordenación incorrecta, la voluntad desviada correrá hacia su propia mengua: la actividad es en ambos casos libremente consentida, pero las consecuencias son dispares: de un lado, la plenitud del propio ser; del otro, la autodestrucción que Agustín, llama "castigo" (1982a: I, 11, 22).

El castigo no es el resultado de un diseño específico por parte de Dios y, mucho menos, de una intervención divina específica y puntual. Aparece como tal desde nuestra perspectiva y como resultado de la capacidad racional que poseemos de relacionar las condiciones de nuestra vida con el orden ínsito del mundo. El mal, en su condición negativa, es últimamente autodestructivo, de manera que aparece ante nuestros ojos como una reintegración vindicativa del orden, contribuye a la perfección del Todo mediante el mismo procedimiento de integración artística de los contrarios del que tratamos antes.10 El castigo de la criatura pecadora, como acabamos de ver, es el sufrimiento. La desgracia y las desventuras de la vida humana son la justa retribución por el abandono del orden o, mejor dicho, por la autodegradación de las criaturas racionales, ya que el castigo somete al orden al pecador, haciendo imposible que algo quede fuera del gobierno providente de Dios (Agustín, 1998: XI, 18).

 

LA FINITUD Y LOS LÍMITES DE LA RESPUESTA AGUSTINIANA

Se ha visto cómo, de acuerdo con Agustín y en contra de sus críticos, el mal es responsabilidad de la criatura racional, la cual introduce el desorden en el cosmos al volverse hacia los bienes de naturaleza inferior, prefiriéndolos a los bienes inmutables. No hay, pues, confusión conceptual en el uso de la noción de mal: el mal propiamente dicho es el mal moral, que resulta de la libertad humana desviada, en tanto que los males físicos, no son propiamente casos de corrupción culposa, pues no violentan el orden impuesto a la realidad, aun cuando afecten a seres particulares, pues contribuye a la realización y el estado óptimo de todo. Este es el único caso en el que opera de verdad la neutralización estética del mal.

Sin embargo, al explicar Agustín el mal propiamente dicho como resultado del albedrío errado, no parece superar en verdad las trampas de la finitud, pues dicha explicación del problema del mal tiene como punto de partida la presunta metafísica de un cosmos que era perfecto hasta la irrupción del pecado. Como teodicea del libre albedrío parece asumir la existencia de un estado original incorrupto, de modo que la aparición del mal se deba a la causa deficiente de la libre voluntad (Agustín, 1998: XII, 6), es decir, a la nada, ya que toda la Creación es buena y no puede ser ella la causa del desvío de la voluntad.

Si la criatura racional, buena por sí, se encontraba en medio de una Creación también buena, es imposible entender por qué cayó de su estado original de inocencia. Así podemos reformular, en términos agustinianos, las críticas a la doctrina del mal como privación: primero, devuelve la responsabilidad del mal a Dios, pues, como ya vimos, toda criatura es mezcla de ser y no ser; su finitud, por tanto, es la razón de que se vea privada de sus perfecciones y pueda corromperse; de este modo, en el caso de la criatura racional, sería su propia condición creatural la responsable de su caída, pues no siendo ser en plenitud, es corruptible.

En segundo lugar y como consecuencia de lo anterior, es necesario que la voluntad de la criatura racional se corrompiera, ya que su finitud creatural no permite la total perfección, propia de la sustancia divina. Así pues, la finitud de la voluntad, atribuible en última instancia a Dios, es la causa del mal.

Hay una inmensa desproporción entre la acción de la libre voluntad y las consecuencias que de tal acción se derivan, pues lejos de mostrar el orden y la perfección del mundo, parecen más bien perpetuar los horrores y aumentar la discordancia. Si admitimos que los primeros padres pecaron con plena conciencia de los terribles males de pena que atraerían sobre sus descendientes, tendremos que considerarlos culpables; pero no más que a Dios, quien diseñó el universo de tal suerte que dichos males dolorosísimos tuvieran lugar en caso de una transgresión cualquiera.11

Podemos contestar estas críticas valiéndonos de lo que sabemos ahora de la respuesta agustiniana. En primer lugar, la solución agustiniana no es puramente filosófica ni, por ende, como se ha insistido en numerosas ocasiones, es una teodicea en el sentido corriente. La solución de Agustín es de carácter religioso y surge del reconocimiento de los límites de la mera reflexión racional. Su punto de partida no es la reiteración neoplatónica de la vacuidad del mal, ni la identidad abstracta del Bien y el Ser, sino la guía existencial de la fe que permite la identificación de la plenitud con la fuente y principio de toda existencia, ratificada en la propia tradición filosófica, donde la búsqueda de sabiduría era siempre y en primer término una búsqueda de felicidad.

La fe orienta y corrige el impulso de la vida interior de los hombres, llevándolos a la identificación del objeto de deseo con la Soberanía del bien y la plenitud de la realidad.

Evidentemente, si el bien y la plenitud del ser coinciden no sólo teóricamente, sino experiencialmente también, el origen del mal es incomprensible. Pero la opacidad racional del mal no es una objeción seria a la doctrina privacionista: si bien no podemos propiamente comprender el mal, somos situados en una narrativa de su origen y, aún más determinante, a través de esta narración podemos afrontarlo con esperanza. La tradición religiosa cristiana sitúa al mal en un contexto que hace justicia a la complejidad de la acción malvada, que se resiste a la comprensión, y la necesidad de afrontar el mal activamente. La solución dualista maniquea era insatisfactoria porque, si bien causaba la impresión de explicar de manera satisfactoria el origen del mal, lo hacía al costo de omitir la complejidad de las motivaciones de la acción, al tiempo que dejaba al yo de los sujetos morales como algo impoluto e inasible, incapaz de responder por (y en contra de) la irresistible fuerza de la oscuridad.

La tradición cristiana, en cambio, reconoce la actividad del alma en la persecución de su fin último: la beatitud. Como criaturas, los seres humanos participamos de la realidad suprema y la reconocemos como nuestra propia e inalienable plenitud. Toda nuestra realidad y sustancia estriban en la persecución del infinito de inefable belleza y profundidad que es llamado Dios incluso en la tradición filosófica. El célebre argumento noológico (Agustín, 1982a: II, 3–15 y 1964: VII, 17, 23) es una muestra de dicha búsqueda: no es una demostración puramente racional, sino la codificación y el despliegue de la íntima convicción, arraigada en lo más profundo de nuestro ser, de que somos en el movimiento mismo de nuestro ascenso a Aquella realidad cuya desirabilidad mueve a la acción. La finitud misma no es limitación, cerrazón sobre sí de una cosa que sólo puede ser lo que ya es, sino el movimiento de la perfección de cada criatura, en el deseo de su propio ser, hacia el infinito. La finitud es siempre dinámica de autosuperación, vocación de trascendencia.

La plenitud de la libertad radica, entonces, en el perfecto seguimiento de este movimiento que somos y que nos hace más nosotros mismos, en la medida en que nos saca de nosotros y nos empuja hacia lo que es más y mejor. La pérdida de esa libertad es, sin duda, un daño terrible, y eso es justo el pecado y, al mismo tiempo, su propio castigo. Porque si el corazón mismo de la finitud es la irrefrenable ascensión a lo infinito, el desvío de esta meta no puede ser sino una forma de autolimitación dañina. La voluntad y el entendimiento, vinculados por su propia naturaleza a la realización de la infinitud como sustancia misma de lo finito creatural, acaban empobrecidos si reniegan de esta su naturaleza: esta situación es justo el castigo al que se refiere Agustín y se trata de una situación enteramente autoinfligida.

La tenaz opacidad a la razón que tanto nos impresiona en el mal queda, asimismo, apropiadamente situada, no desaparece, mas pierde su carácter gratuito: no hay nada que pueda desviar la atención de la voluntad y la mira de la inteligencia de la meta suprema de la felicidad; sin embargo, así ocurre, y es imposible dar una razón. Aquello en función de lo cual la finitud es desviada de lo que constituye su propia realidad es, necesariamente, una no–existencia, una mentira. A diferencia, sin embargo, del mero error que los platónicos atribuían al mal, este engaño es sostenido por la propia voluntad del pecador: su dinamismo finito se dirige ahora a mantener la sustancia misma de este engaño.

La voluntad se quiere a sí misma independiente y autónoma, genuinamente libre más allá de las restricciones aparentes de un mundo cuya hechura le es ajena. La ilusión de autodeterminación se fortalece alimentándose de su propio impulso, pues cuanto más se obstina en permanecer en sí, tanto más se cree capaz de alcanzar esa definida libertad.

En lugar de encontrar algo ajeno al pecador que explique su defección del bien, nos encontramos con una voluntad que por amor a sí se recrea en un orden salido de sí y para sí encaminado, cuya falsía se manifiesta en su condición autodestructiva. El pecado original de la tradición religiosa es la figura primigenia de esta ordenación egocéntrica, cuyo doloroso fracaso no debe entenderse como el producto de un seguimiento punitivo y un diseño carcelario del universo, sino de la propia constitución de las cosas, que no consienten el desdén de su naturaleza implicado por el pecado. La pérdida autoprovocada de la proximidad de lo Divino sólo impulsa el desvío del dinamismo de la finitud hacia la nada a través de la debilidad y la ignorancia.

De este modo, se invalida la crítica que atribuye el fallo de la voluntad libre a su precedente e inevitable condición finita, pues lo finito sólo es en la medida en la que se orienta a lo infinito. Asimismo se refuta la acusación de reconciliar el mal con la realidad, pues siendo aquél estrictamente inexplicable, no pertenece a ningún orden, sino que únicamente puede ser combatido para restaurar ese orden manifiesto en nuestro rechazo al mal.

Siendo inexplicable —e incondonable— semejante deserción del bien, su pura irracionalidad, que desafía a nuestra mente y que va más allá de la razón; también en cuanto es sostenida por la voluntad, debe ser compensada con una acción restauradora del mismo tipo: la gracia. Pero la manifestación de esa gracia sólo puede proporcionarse en los términos de la actividad inmanente de la criatura, como una reconexión con esa fuente de sentido y vida que una vez fue rechazada. Lo que comprendemos, en esta reflexión que inevitablemente sigue a la fe y que se sostiene y orienta en ella, no es el mal, sino el bien; y lo que recibimos a cambio es la esperanza de una salvación definitiva, no la certeza de una pureza inactiva ni la reiteración de una autonomía que al afianzarse en sí misma se hace aún más impotente, así como la convicción de que nuestra propia actividad ha conducido al mal, y que la Exterioridad a la que nos debemos graciosamente suplementará nuestra debilidad y restituirá nuestro ser en su dinamismo constituyente.

Así, el sufrimiento y el mal son el resultado de la acción deficiente de la criatura racional, la cual se involucra en un patrón de acción que por su propia naturaleza es autodestructivo. La libertad humana, concebida en el sentido propio, no es más que la realización de la propia naturaleza dentro del orden divino; la defección del mal es siempre causa del sufrimiento de las criaturas racionales, en tanto que el mal sufrido por las criaturas desprovistas de razón está siempre supeditado a las necesidades de otros seres y del universo como totalidad bondadosa.

¿Cómo explicar, entonces, el sufrimiento inmerecido? ¿Qué decir de aquellos que sufren sin culpa? Lejos de minimizar el dolor injusto de este mundo, la desproporción de bienes y males, la injusta distribución de las penas, la prosperidad del malo y la desventura del bueno no hacen sino resaltar la profunda falibilidad del mundo postadámico. Nada puede ni justificar ni resarcir este mal, al menos de este lado de la vida. La imposibilidad humana de racionalizar, compensar o superar el mal, si bien representa un obvio triunfo teórico de los enfoques privacionistas, no puede ser considerado meramente un intento por superar a las teorías secularizadas del mal, sino una muestra de la necesidad de completar los esfuerzos teórico–racionales con los prácticos y afectivos.

La religión sitúa el mal dentro de un contexto narrativo que permite considerar su eliminación final y la posibilidad de combatirlo exitosamente, una vez reconocida tanto la responsabilidad humana por su origen como la incapacidad humana para superarlo. La paradójica situación de un mal terrible cuyo origen es el hombre, que lo afecta pero no puede dejarlo atrás; es en verdad insoluble. Pero esta antinomia, lejos de anular el crédito de la visión religiosa del mal, la incrementa, pues advierte que la única forma en que la razón caída puede seguir siendo razón, y los seres humanos pueden mantener su genuina humanidad, es aceptando la inconmensurable gratuidad de Dios mismo en su sacrificio y actuando, dentro de la comunidad eclesial, como si la reparación del mal ya hubiera tenido efecto.

 

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NOTAS

1 La paternidad agustiniana de la concepción privacionista y la teodicea es uno de esos tópicos filosóficos que normalmente se transmiten sin cuestionamiento. Si bien los neoplatónicos fueron los primeros en negar la sustancialidad del mal, fue su influencia en el neófito Agustín lo que garantizó su impresionante posteridad filosófica.

2 Cfr. Lara, 2001: 240. María Pía Lara está citando la descripción de Michael Peterson (1998) de la "teodicea" de Agustín de Hipona. Aunque ella reconoce que el término "teodicea" es moderno (lo encontramos, como se sabe, en Leibniz), el programa apologético se remonta usualmente a Agustín, en quien podemos encontrar, en efecto, una solución estética que, sin embargo, no niega la condición del mal ni permite anularlo sin más. Véase infra, pp. 175 y ss.

3 Para una expresión de estas críticas, véanse la "Introduction" de Lara (2001: 1–2) y también Bernstein, 2001: 2.

4 Éste es el sentido del "mejor de los mundos posibles" de la teodicea leibniziana.

5 Esta restricción puramente ontológica como causa del mal se ha acuñado de diferente manera a lo largo de la historia: ha sido la materia entre los griegos.

6 En las obras antes citadas se encontrará una rica panoplia de tratamientos posmetafísicos del mal, los más de los cuales remiten a estructuras narrativas e históricas que permitan dar cuenta de las acciones humanas.

7 "Siendo Dios bueno, como tú sabes o crees, y ciertamente no es lícito creer lo contrario, es claro que no puede obrar mal" (Agustín, 1998: I, 1, 1). Aquí conviene señalar que Agustín cree que Dios no obra el mal, pero que esto no excluye que Él sea agente causal de una forma de mal, a saber, el mal de pena. Simplemente Agustín quiere dejar bien asentado que ninguna acción de Dios es mala, ya que el castigo que impone a los humanos es justo y no puede, por tanto, ser visto como una instancia de mal moral.

8 Agustín, 1982a: III, 5, 13 y 17; 1979a: I, 2, 2. Hay que insistir en la doble valoración de las cosas: utilidad y valor intrínseco. La primera se corresponde al orden inteligible divinamente provisto; la segunda, a los intereses humanos. El mal consiste en tomar esas necesidades e intereses como absolutos y uniformemente vinculantes; es decir, en el egocentrismo y la usurpación humana del lugar central que sólo puede corresponder a Dios.

9 Por supuesto, el que las criaturas racionales elijan equivocadamente no implica que rompan el orden divino. Como se vio antes, el castigo previsto al mal de culpa restaura el orden infaliblemente, de manera que aun los infractores voluntarios contribuyen al sostenimiento de dicho orden.

10 "Se le obliga de este modo a formar parte del orden del universo, quedando así reparado el desorden del pecado por la pena correspondiente" (Agustín, 1982a: III, 9, 26).

11 Véanse las interesantes reflexiones al respecto de Marilyn McCord Adams (1999).

 

INFORMACIÓN SOBRE AUTOR(A)

Juan Cordero Hernández: nació en la Ciudad de México. Estudió la licenciatura en filosofía en la Universidad Autónoma Metropolitana–Iztapalapa y se doctoró en la Universidad Nacional Autónoma de México con una tesis acerca del problema del mal. Se especializa en filosofía de la religión y está particularmente interesado en la posición del discurso religioso en el mundo postsecular.

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