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Signos filosóficos

versión impresa ISSN 1665-1324

Sig. Fil vol.11 no.21 Ciudad de México ene./jun. 2009

 

Artículos

 

El sentido de la historia entre el optimismo doctrinario y el pesimismo relativista: apuntes introductorios

 

H. C. F. Mansilla*

 

* Academia Nacional de Ciencias de Bolivia, hcf_mansilla@yahoo.com

 

Recepción: 18/11/08
Aceptación: 02/04/09

 

Resumen

El texto muestra la complejidad de la discusión en torno al sentido y la dirección de la historia, en especial, la dificultad mayor de una dotación de sentido en favor del desarrollo histórico en el mundo actual. El ensayo reconstruye brevemente la posición pesimista de la Escuela de Frankfurt sobre este tema, posición que representa una respuesta al optimismo convencional del liberalismo y del marxismo, desde una crítica de los resultados debidos a la tecnología y a la vista de los problemas ecológicos. Finalmente se esboza el escepticismo moderado de Karl Löwith como un compromiso aceptable.

Palabras clave: evolución histórica, leyes del desarrollo, marxismo, metas históricas.

 

Abstract

The text displays the complexity of the discussion about the sense and the direction of history, specially the great difficulty of endowing any sense to historical development in the present world. The essay reconstructs briefly the pessimist position of the Frankfurt School, which represents a response to the conventional optimism of liberalism and marxism, response conceived from a critique of the results due to technology and considering ecologic problems. At last the essay sketches the moderate scepticism of Karl Löwith as an acceptable compromise.

Key words: historical evolution, development laws, marxism, historical goals.

 

Durante la mayor parte de la historia universal, las creencias religiosas y las construcciones de los teólogos brindaron a la humanidad una explicación que parecía coherente acerca de la meta y el sentido de su propia historia, pese a las penurias cotidianas. Hasta las teorías circulares del desarrollo histórico —la eterna repetición de los ciclos vitales— podían ser percibidas como portadoras de un sentido pleno si una época, el destino de una nación y hasta los avatares de una persona encajaban dentro de las tradiciones religiosas e intelectuales del momento y del lugar. Posteriormente y a partir del siglo XVIII y de la Ilustración, enfoques racionalistas sobre la evolución brindaron a la historia un claro carácter teleológico, un designio universal que tenía la meta de un orden regido por la razón y la libertad, lo que sería el mejor argumento para aseverar que la evolución humana posee un sentido racional y evidente.

El despliegue sociohistórico del Hombre a través de los siglos se ha encargado de socavar o, por lo menos, de relativizar esta convicción. Frente a la amenaza mundial que constituye la humanidad organizada para los propios seres humanos, sería, según Theodor W. Adorno, una actitud cínica el presuponer que estaríamos construyendo de forma premeditada y sistemática un modelo estable de convivencia razonable. La historia universal no conduce del salvaje a la humanidad bien lograda, aseveró Adorno (1966: 312), pero sí de la honda primitiva a la bomba atómica (textualmente dice megabomba). El pensamiento adorniano culmina con la tesis de que la Ilustración (un fenómeno burgués) confundió la libertad con el instinto de autopreservación, tesis postulada sin matices y que representa probablemente una exageración premeditada de Theodor W. Adorno y Max Horkheimer con un objetivo pedagógico–histórico: el evitar la repetición de la barbarie organizada de acuerdo con parámetros técnico–científicos. En el marco de la temprana Escuela de Frankfurt, el progreso y la civilización son equiparados sin más a una "huida ante la necesidad" (Horkheimer y Adorno, 1947: 54 y ss.). Hay, por cierto, ya en el siglo XX, suficientes elementos para avalar esta concepción mediante la terrible crónica de los acontecimientos históricos (sobre todo: la instauración de regímenes totalitarios y técnicamente adelantados), pero ella es totalmente inaceptable en su desmesura, aunque se trate de una argucia literaria con un loable fin didáctico.

Tres conjuntos de factores cuestionan la convicción de que el decurso de la historia universal posee un sentido positivo y que avanza sostenidamente hacia un progreso creciente signado por el racionalismo y la democracia:

(1) Durante el siglo XX se abrió una brecha cada vez mayor entre el núcleo optimista de esta posición y los padecimientos de todo tipo que sufrieron innumerables pueblos y grupos en casi todo el planeta. Max Horkheimer, retomando una idea de origen teológico, señaló que el desarrollo histórico, aunque terminase en un final feliz, no puede resarcir los agravios y la injusticia que tuvo que soportar la humanidad (1968: 47 y 1930: 92). Se pueden, evidentemente, explicar las causas de la angustia y el desconsuelo individuales y sociales, pero sería irracional el atribuir a la evolución histórica un sentido universal que justifique ese sufrimiento y que, más aún, lo califique de imprescindible para construir y legitimar un plan salvífico que integre los padecimientos en una totalidad positiva y exculpe exitosamente todas las huellas del dolor humano.

(2) La expansión de la razón instrumental ha generado frutos ambivalentes, muchos de los cuales son responsables de las calamidades contemporáneas. La explosión demográfica, la destrucción del medio ambiente, las migraciones masivas, la estulticia del consumismo, la maleabilidad del individuo y otros fenómenos propios del orden contemporáneo son impensables sin los avances tecnológicos, sin la democratización y expansión de la información y sin el desencantamiento del mundo (como lo llamó Max Weber), es decir, sin la pérdida del carácter religioso y mágico atribuido antiguamente a la naturaleza y a algunas actividades humanas. El desencantamiento del mundo fue indispensable para la emancipación del Hombre, pero trajo consigo la devastación de la naturaleza, el empobrecimiento del imaginario intelectual y artístico y la soledad del individuo. Si el mundo deja de ser sagrado, si la Tierra se convierte sólo en la base y cantera para los designios humanos, entonces el Hombre puede y debe usarla y gastarla sin grandes miramientos. La racionalidad instrumental ha promovido la consolidación del mundo administrado (Max Horkheimer), la carrera armamentista, la destrucción de los bosques tropicales, la proliferación de la violencia política, las guerras civiles y la pérdida de sentido en las vidas individuales de los seres humanos. Es, entonces, arduo hablar de la evolución histórica como un camino siempre ascendente en pos de un progreso ilimitado.

(3) Las reglas éticas de carácter universalista y las grandes normativas sociopolíticas provenientes del racionalismo y la Ilustración funcionan muy bien en la esfera de la teoría, pero exhiben una naturaleza precaria cuando son confrontadas con las peculiaridades de la cultura y la historia de las naciones extra–europeas. A finales del siglo XX y comienzos del XXI, simultáneamente con el despliegue más notable de la ciencia y la tecnología a nivel mundial y de manera paralela a la modernización de casi todos los espacios geográficos del planeta, se expanden varios fenómenos que no son congruentes con la visión racional–positiva de la historia y con los valores de la ética universalista. Estas corrientes tienen un origen variado y no pueden ser explicadas satisfactoriamente por medio de un solo enfoque teórico. A su modo representan una especie de impugnación del proceso de modernización y occidentalización del mundo, puesto que este decurso contiene también muchas implicaciones negativas para las culturas extra–europeas. Entre estas tendencias se hallan el fundamentalismo religioso, diversos modelos de populismo (a veces con elementos autoritarios), reivindicaciones nacionalistas y el renacimiento de orientaciones particularistas. Este ámbito, que de manera inexacta podemos llamar premoderno, ha exhibido una resistencia inesperadamente fuerte contra la globalización capitalista y, de paso, contra las mencionadas creaciones de la civilización occidental —como la moral universalista—, que constituyen sin duda uno de los logros más eminentes de la evolución humana. Su impugnación de parte de dilatados sectores sociales, credos religiosos y movimientos políticos es algo especialmente doloroso para todo espíritu esclarecido. Y, sin embargo, hay que hacer un considerable esfuerzo racional buscando comprender las causas profundas del renacimiento de los particularismos.

Los grandes experimentos socialistas, como el que duró de 1917 a 1991, exhibían una pretensión altiva y vigorosa de encarnar la racionalidad histórica y de acercarse intencionada y sistemáticamente al fin discernible de la historia universal: la sociedad sin clases y el Reino de la Libertad. La doctrina que subyace a estos enfoques de filosofía de la historia, sobre todo al marxista, presuponía (y presupone) un movimiento perenne li–near–ascendente de la evolución humana, a la cual sólo se le podía atribuir un sentido racional, unívoco y progresista. El desempeño práctico no muy promisorio mostrado por los modelos socialistas hasta 1989–1991 y también la desilusión intelectual generada por ellos condujeron a la declinación del marxismo ortodoxo y al surgimiento de nuevos enfoques socialistas que ahora integran, aunque sea parcialmente, los productos teóricos del llamado mundo occidental. Pero también los fracasos derivados de la globalización capitalista abren a comienzos del siglo XXI un camino para reavivar la tradición socialista, pero con una tónica diferente y con ayuda de enfoques que parten de la pluralidad de paradigmas evolutivos. Entre las doctrinas relativamente novedosas que han aparecido se hallan ante todo los intentos de combinar socialismo con populismo (Laclau, 2005). Estos enfoques teóricos niegan "el esencialismo de la concepción mesiánica del proletariado" (Puerta, 2005: en especial 118–121) y rechazan asimismo un solo sentido claro de la historia universal.1 Estos socialismos contemporáneos, denominados por sus autores hermenéuticos, posmodernos, pluralistas, multiculturalistas, participativos y solidarios, se adhieren al mismo tiempo a las doctrinas actuales del posmodernismo sobre el descentramiento del sujeto, afirman tener una nueva visión crítica de la racionalidad técnico–científica, aplauden la irrupción del género y de los movimientos sociales y finalmente propugnan una perspectiva relativista y anti–historicista (Lanz, 2005).2 Es debatible si estos enfoques logran formular nuevamente una alternativa socialista–marxista que sea sólida y de largo alcance. Es importante mencionar este aspecto porque en este campo teórico saltan a la vista los problemas y las consecuencias de doctrinas que desdeñan el universalismo, que rehúsan toda idea de evolución como historia progresiva, sucesiva y con acumulación cognoscitiva y que, por ende, cuestionan todo sentido discernible de la historia. Si la nueva opción socialista–populista es sólo una voluntad política entre muchas otras y si articula únicamente un interés contingente y fortuito, este "socialismo en clave postmoderna" se convierte, en el mejor de los casos, en "una pulsión ética de dignidad" (Puerta, 2005: 119 y 121), que carece de un objetivo y un carácter específicamente políticos. La actividad público–social toma entonces la forma de una representación aleatoria de intereses momentáneos (como es en el fondo la realidad de la mayoría de los llamados movimientos sociales en América Latina), que están en una pugna ambigua y cambiante en pos de metas que no pueden ser definidas nítidamente y que no aspiran a tener una fundamentación allende la existencia del momento. La opción socialista–populista (como la propugnada por Ernesto Laclau), que a menudo apoya y legitima los movimientos sociales, pierde así la pretensión de verdad y el derecho a encarnar una alternativa que se diferencie sustancialmente de otras líneas ideológicas.

Como anotó Sir Karl R. Popper, la historia real de los regímenes socialistas contribuyó a confirmar la opinión pesimista de que la evolución práctico–política representaría en realidad "una cadena de crímenes y masacres de índole internacional" (1976: 318). La historia como el sinsentido universal de la crueldad y la estulticia es una creencia de larga data en la historia de las ideas (con un probable núcleo en el gnosticismo primigenio), pero también fue compartida por algunos ilustrados del siglo XVIII, como Edward Gibbon (1963: 72). Esta concepción pesimista sobre la historia —y, en realidad, sobre los asuntos humanos— se muestra escéptica ante un sentido transparente, positivo y progresista de la evolución universal. En sus versiones más desilusionadas este enfoque presupone que la depravación humana se ha convertido en una práctica cotidiana inescapable, que es visualizada religiosa y popularmente como la perennidad del mal en el mundo. Pese a la enorme cantidad de datos empíricos que la sustentan, no se puede aceptar que esta posición extrema y extremista sea la única explicación válida de la historia universal.

Por otra parte, hay que mencionar que destacados pensadores —como los pertenecientes a la Escuela de Frankfurt, sobre todo en su primera etapa— han postulado la tesis que por debajo del proceso de la civilización fluye un desarrollo subterráneo que conlleva una servidumbre del cuerpo y del espíritu, la introversión del sacrificio, que puede alcanzar un alto grado de refinamiento. La conclusión de esta doctrina termina en el teorema de que "la historia es renuncia" (Horkheimer y Adorno, 1947: 71). Aunque muy elemental, esta concepción ha sido compartida por distintas tendencias del racionalismo, entre las que se halla el psicoanálisis freudiano. Si esto es así, significaría que todo desarrollo puede ser visto también como un empobrecimiento sistemático y permanente de una naturaleza humana potencialmente más rica. Una interpretación actual de esta concepción de Horkheimer y Adorno en el campo de la ecología asevera que todo intento por domeñar la naturaleza provoca reacciones de la misma que derivan en desarreglos crecientes del medio ambiente.3 Llevada a su última consecuencia, esta doctrina nos conduciría a la pasividad total. Aunque existen muchísimos testimonios para apuntalar esta opinión, se puede asimismo construir una serie de argumentos sólidos para sostener lo contrario o, más adecuadamente, para matizar ambas posiciones.

La discusión en el campo de la filosofía de la historia, que dista mucho de haber arribado a resultados unánimes, nos muestra lo arduo que es postular una dirección clara y un sentido discernible de la historia mundial, pero también lo irrisorio que es negar todo progreso patente y toda jerarquía aceptable en la constelación de los modelos civilizatorios. El mismo hecho de que exista un largo e intenso debate sobre el sentido y el fin de la historia nos sugiere que hemos alcanzado un estadio más rico en intentos de autocomprensión que en épocas anteriores, cuando, por ejemplo, la humanidad luchaba por la mera supervivencia física. Los avances en la ciencia médica —unidos a una innegable prolongación de la esperanza de vida—, una buena parte de los adelantos científicos y técnicos y el mayor espacio alcanzado por la vigencia de los derechos humanos representan factores (escogidos en este texto aleatoriamente) que podrían sustentar la idea de un progreso modesto, pero manifiesto en la historia universal. Esta tesis vale sobre todo para un segmento temporal de la evolución humana —particularmente a partir del siglo XVIII—, pero no alcanza para postular un plan predeterminado válido para todo espacio y tiempo.

En este contexto es útil mencionar que a las doctrinas racionalistas les va muy bien cuando se consagran a la fundamentación de normas abstractas, pero en la praxis cotidiana y en la comprensión de conflictos generados por factores histórico–culturales, estas teorías no pueden ocultar sus limitaciones. Hasta los esfuerzos más notables del racionalismo contemporáneo, como los enfoques de Jürgen Habermas (1996 y 1991) y Axel Honneth (1996), poseen insuficiencias evidentes cuando se las contrasta, por ejemplo, con los datos empíricos de la evolución de los países en vías de desarrollo. Las carencias teóricas y los motivos prácticos derivados del proceso de globalización han coadyuvado, a veces indirectamente, al florecimiento de las concepciones posmodernistas y afines. Cuando las normas universalistas, fundamentadas por el discurso racionalista e ilustrado, son confrontadas con graves dilemas multiculturales y conflictos interculturales de vieja data, no contribuyen a encontrar soluciones adecuadas a la naturaleza compleja, ambigua y cambiante de los conflictos, particularmente en el Tercer mundo. Las normas universalistas pueden evidentemente ayudar a resolver problemas en sociedades democráticas, pero su aplicación práctica es dificultosa en aquellos países donde las normativas racional–democráticas tienen una presencia exigua. Estas normativas racional–democráticas sólo pueden ser útiles en sociedades donde las tradiciones culturales ya están impregnadas del espíritu racional–democrático: la aplicabilidad de este discurso presupone la vigencia básica de las normativas racionalistas, como aseveró Benjamin Schwenn (2003: 99 y 131).

Para evitar un malentendido, me permito repetir el argumento de este acápite con otras palabras. La evolución histórica no tiene probablemente una línea positiva de ascenso perenne hacia periodos siempre mejores, ascenso orientado por una meta discernible como sentido pleno de todo el desenvolvimiento humano. Las filosofías de la historia de origen hegeliano, comtiano y marxista partían de este concepto central. Se pueden detectar tanto aspectos positivos como negativos durante el despliegue histórico, siendo muy difícil sopesar la influencia y la relevancia de ambos a largo plazo. No hay duda de la existencia de los elementos positivos y progresistas en numerosos procesos evolutivos, pero estos se dan paralelamente a muchos aspectos negativos y retrógrados. Por ejemplo: la revolución neolítica (para no hablar de otras grandes cesuras históricas) significó el comienzo de la agricultura y del carácter sedentario del ser humano, lo que posibilitó decisivamente lo que después se llamó civilización. El surgimiento del neolítico, que puede ser considerado como el corte más importante en toda la evolución humana, trajo consigo asimismo elementos negativos o, por lo menos, ambivalentes: el incipiente dominio sobre la naturaleza condujo a su depredación; el surgimiento de jerarquías sociales generó envidia y miedo como sensaciones básicas del Hombre; y el principio de la territorialidad transformó a los seres humanos en criaturas agresivas, autoritarias e intolerantes (para esta teoría cfr. Paul, 1978: 260). En el desenvolvimiento evolutivo de los grandes sistemas religiosos Claude Lévi–Strauss (1978: 404 y ss.) percibió también una regresión permanente; en una de las religiones más jóvenes, el Islam, se daría la conjunción obligatoria e inescapable del orden mundano con el ámbito religioso y por ello el gran retroceso histórico que es la transformación reductora y simplificadora de política en teología.4

Para hablar de modo conveniente acerca del sentido de la historia o para negarlo fehacientemente, esta última debería haber concluido como totalidad. Sólo si se tratase de algo cerrado y terminado, podríamos ponderar adecuadamente sus logros y aciertos y analizar todas sus consecuencias, incluyendo sus irradiaciones sobre periodos posteriores. La pregunta por el sentido de la historia universal (o su rechazo bien fundamentado) presupone, entonces, conocer exhaustivamente su totalidad. Y una historia que merezca genuinamente ese nombre debería incluir todos los esfuerzos y los sufrimientos de los seres humanos, y no una selección de los mismos, siempre arbitraria, lo que resulta ser una construcción teórica entre otras. Y, por último, quien perciba y comprenda cabalmente esa historia universal debería estar fuera de la evolución y poseer un saber que podríamos llamar atemporal (Litt, 1948: 16 y cfr., la obra clásica Thyssen, 1970).

Basados en esos factores —la existencia de varias historias, la imposibilidad de una perspectiva extratemporal y los infortunios de la evolución que hubo hasta ahora—, Theodor Litt (1948: 30 y ss.), Karl R. Popper (1976: 317) y una larga lista de ilustres pensadores afirmaron que no se podía atribuir un sentido discernible a la historia universal en cuanto recuento global de todo lo acaecido. Y si no hay un sentido positivo y rescatable, tampoco se puede hablar de un fin o de una intención racional de la evolución en su totalidad (cfr. Reinisch, 1974; Danto, 1980 y Schapp, 1981). El postulado de leyes y periodos obligatorios y también la prescripción de tareas ineludibles del desarrollo histórico (ocupaciones centrales de casi todas las variantes del marxismo)5 quedan entonces sin ninguna base lógica. La doctrina marxista ortodoxa,6 prevaleciente en el llamado socialismo real, consideró que cualquier cuestionamiento del sentido y del progreso de la evolución humana sería una muestra de un detestable pesimismo histórico y una manifestación obvia de la crisis general del capitalismo (cfr., la obra de la ortodoxia canonizada, Klaus y Schulze, 1967: 103).

Pero aun si la historia universal no tiene sentido, podemos atribuirle uno a determinados espacios y a ciertos esfuerzos políticos, sociales y culturales de la evolución humana. La vocación del Hombre es tal vez brindar un sentido provisorio a un universo sin sentido aparente, aunque esta opinión debe ser igualmente relativizada y sometida al tamiz de la crítica. Asimismo podemos y debemos manifestar juicios valorativos en torno a etapas históricas más o menos delimitadas y realizar comparaciones entre diferentes vías del desarrollo. Basados en conocimientos que podemos verificar (y rectificar) y asimismo en esfuerzos teóricos sometidos al escrutinio de la ciencia, podemos analizar críticamente los procesos transcurridos hasta hoy. Karl Löwith sostuvo que la renuncia estoica a admitir un sentido de la evolución universal y, por lo tanto, el abandono de una certidumbre absoluta acerca de nuestro devenir, nos abre la posibilidad de perspectivas de sentido no dogmáticas, restringidas a periodos y espacios determinados.7 Esto no es un débil consuelo para compensar la pérdida de pautas de orientación seguras y confiables, pero constituye un camino más o menos aceptable hacia análisis y comparaciones históricas y hacia el establecimiento de metas parciales dentro de un espíritu racional y humanista. Los muy distintos modelos de convivencia humana que han surgido hasta el presente, donde la desilusión es el factor predominante, deben ser percibidos según una visión pragmática, que pueda juzgar sus resultados concretos según su éxito o fracaso para facilitar la vida humana cotidiana y no de acuerdo con la cercanía o distancia que dichos fenómenos tengan respecto a un objetivo de la historia preestablecido de antemano.

En este contexto hay que señalar que la cuestión misma del sentido de la historia ha sufrido enormes modificaciones en el curso del tiempo. Los griegos, como nos recuerda Löwith, renunciaron sabia y modestamente a indagar si la historia tenía un sentido discernible, puesto que estaban conmovidos por el orden visible y la belleza del cosmos natural. En contraposición a este sentir griego, el pensamiento teológico judío y cristiano introdujo tempranamente, según Löwith (1967), la cuestión desmesurada en torno al sentido de la historia (hay algunas observaciones dispersas en Löwith, 1993: passim).

Junto con el concepto de historia es innegable que la idea grecorromana de cosmos ha sufrido también una notable transformación a través del estudio de la Biblia, especialmente detectable en los escritos de San Pablo y San Juan; San Agustín se dedicó a fundamentarla exhaustivamente con medios filosóficos. La belleza visible del cosmos fue sacrificada al invisible logos divino, que sólo podía ser escuchado, es decir, intuido e interpretado. El mundo fue reducido al mundo del Hombre: el universo, que existe por derecho propio, que surge y desaparece y renace por sí mismo, fue insertado en un proceso sacro y reducido a una creación temporal y perecedera, que sucede por y para el ser humano y no por fuerza propia. El universo, por lo tanto, sería la base material para el progreso linear de nuestra historia. Esta gran concepción ha sido considerada por Löwith como básicamente teológica. Pero a partir de los siglos XVII y XVIII esta doctrina ha sido secularizada, en el sentido de que el progreso económico–tecnológico ha pasado a ser el credo central del mundo contemporáneo y el eje de casi todas las teorías históricas modernas. La redención mesiánica se ha convertido, de igual modo, en una dimensión profana, según Löwith, en el marxismo y en sus escuelas sucesorias, el Reino de la Necesidad concluirá invariablemente dando paso a un periodo esencialmente mejor: el Reino de la Libertad. De acuerdo con la tesis más conocida de Löwith (1967), el marxismo sería la historia redentoria escrita en el lenguaje de la economía política (para una crítica histórico–dialéctica a esta posición, véase Habermas, 1963b: 352–370).

La secularización de concepciones históricas de origen mítico–religioso ha contribuido desde el siglo XVIII a instituir en el ámbito de la cultura occidental una idea generalizada acerca del progreso perpetuo de la humanidad, progreso que manifiesta connotaciones de positividad, desea–bilidad e inevitabilidad, y que suministra los presupuestos teóricos a corrientes tan diferentes como las fundadas por G. W. F. Hegel, Augusto Comte y Karl Marx. Las sociedades no occidentales han adoptado el concepto histórico–linear seguramente después de haber entrado en contacto permanente con las potencias europeas a partir del siglo XVI; a esto ha ayudado no poco el hecho de que la civilización occidental resultara tan exitosa a escala mundial en el terreno tecnológico y, derivado de este aspecto, en el campo militar.

No poseyendo los países ahora llamados periféricos una tradición autóctona en el amplio plano intelectual que culminase en concepciones históricas de carácter linear y en ideas de progreso perpetuo y material, se puede postular la tesis de que las nociones contemporáneas de desarrollo en América Latina, Asia y África no cuentan con un desenvolvimiento esencialmente autónomo, máxime si estos territorios estuvieron vinculados en forma estrecha con Europa Occidental y han seguido recibiendo toda clase de influencias en la esfera de las pautas de comportamiento y de los patrones culturales. Paradójicamente aquellas concepciones llamadas occidentales y su origen heterónomo han suministrado los criterios definitivos, de acuerdo con los cuales se juzga el nivel evolutivo alcanzado por cada país: retraso/progreso, estancamiento/crecimiento, tradicional/moderno, estática/dinámica. El parámetro central de todos ellos es: subde–sarrollo/desarrollo, concretizado en la facultad de crecimiento económico–tecnológico.

En la actualidad esta secuencia, que va del desdeñado subdesarrollo al anhelado desarrollo, es la que otorga un sentido positivo y una dirección clara a la evolución histórica en el Tercer mundo. A pesar de notables diferencias ideológico–políticas, las grandes corrientes de opinión en el Tercer mundo concuerdan en conceder cualidades positivas y la calificación de viables sólo a aquellos regímenes y países que crecen económicamente, que incorporan las innovaciones tecnológicas a su desarrollo, que exhiben dinamismo y que van adoptando ostensiblemente los rasgos de las naciones modernas, es decir, exitosas, encarnadas hoy en día por los centros metropolitanos (problema señalado tempranamente en Apter, 1968: 334). En esta constelación se comprende con facilidad que el pesimismo de muchos enfoques filosóficos no tiene razón de ser para las opiniones prevalecientes hoy en el Tercer mundo.

La idea central de la tradición cristiano–occidental sobre el progreso permanente es complementada por una visión del cosmos y de la naturaleza que tampoco se ha conocido como propia fuera del ámbito de la cultura occidental y que tiene hoy día una importancia capital para comprender las posiciones generalizadas en el Tercer mundo respecto a los problemas ecológicos. En contraste con religiones y credos paganos y animistas, la fe judía y las corrientes cristianas establecieron un dualismo marcado entre el Hombre y la naturaleza, dentro del cual esta última adquiere un valor claramente secundario y subordinado. La base para esta construcción teórica está dada por uno de los dogmas principales del judaísmo y el cristianismo: el Hombre ha sido creado a semejanza de Dios y es el telos, el objetivo del proceso universal. Esta situación privilegiada de la especie humana, principio de la Biblia (explicitado en el Génesis), corresponde a una dignidad ontológica inferior y dependiente atribuida a la naturaleza en su conjunto. El carácter y la función subordinados de la naturaleza implican que ésta, por su esencia misma, no tiene otro destino que estar al servicio del Hombre; de ahí se deriva el conocido mandato divino a los hombres de crecer, multiplicarse y hacerse dueños y señores de la Tierra. Esta misión de dominio total se traduce en la tarea de controlar y explotar el mundo natural para cumplir fines humanos y para mayor gloria de los mortales, sin que, durante esta operación secular, se piense en la conservación de la naturaleza como una meta razonable (Amery, 1972: 16–19). Por ello, la naturaleza pierde todo aspecto mágico, toda facultad de ser considerada como un ente con derechos y fines propios, y se convierte en mero terreno de caza, en campo de actividad para las necesidades y para la codicia ilimitada del Hombre. Hasta el lema socialista de modificar el mundo es impensable sin la secularización del principio judeo–cristiano de que la naturaleza sólo es el suelo para los designios humanos. Un antiguo concepto de origen teológico ha sido secularizado y transformado en la teoría moderna de que el Hombre no sólo puede comprender todas las leyes naturales, sino que debe usar esta capacidad para exprimir a la naturaleza el último gramo de sus riquezas.

La índole subordinada de la naturaleza ha pasado, como credo profano, a conformar el cimiento de doctrinas muy diferentes —desde el liberalismo hasta el marxismo—, a posibilitar el menosprecio por la problemática ecológica y a exaltar el valor de los éxitos materiales. En este sentido, corrientes muy divergentes, pero enraizadas firmemente en la tradición occidental, como el utilitarismo y el marxismo, generan obstáculos similares que dificultan toda política ecológica seria. Todas ellas premian el éxito, el dinamismo, los procedimientos enérgicos y eficientes como valores en sí mismos, y tienden a ver en la historia una batalla de la producción y la productividad. Su concepción sobre la necesidad de dominar toda la creación, basada en la profanidad total de la naturaleza, las lleva a realizar la apertura completa de la Tierra y la consiguiente explotación de recursos hasta su agotamiento. La disponibilidad del universo —como señaló Carl Amery— está en estrecho vínculo con la idea optimista de un futuro brillante y de un equilibrio ecológico básicamente continuo, entorpecido de vez en cuando por incidentes que pueden ser controlados fácilmente (Amery, 1972: 122–126).

Si para el utilitarismo liberal la naturaleza es sólo un factor de cálculo y un objeto de especulación, se podría pensar que las tendencias que lo combaten han desarrollado un concepto diferente. Sin embargo, el marxismo y todas las corrientes que se remiten a la obra teórica de Marx parten también de un antropocentrismo liminar y dominante: el Hombre no es el hijo de la naturaleza, sino el producto excelso de la sociedad, el centro y la medida del mundo (Marx, 1964a: 339–341). Para Marx la naturaleza es asimismo un ente sin derechos, resultando absurdo hablar de la naturaleza en cuanto tal. Según el marxismo, el Hombre sólo puede reflexionar adecuadamente sobre aquello con lo que tiene relaciones, y el establecer vínculos con la naturaleza significa apropiarse de ella y trabajarla para sus propios fines.8 Los factores que según Marx cuentan son el Hombre y su trabajo, el capital y el proletariado. La naturaleza es lo obvio y sobreentendido, lo que no requiere de una problematización específica. La preocupación por la materia se refiere al dominio efectivo que el Hombre puede alcanzar sobre la naturaleza: en la relación entre los humanos y el mundo, lo único importante es el papel del Hombre en cuanto dominador de todas las formas y los aspectos de la materia. En El Capital, Marx (1964c: 660 y ss.) afirmó categóricamente que la Tierra y los fenómenos naturales no tendrían ningún valor porque no incluirían trabajo objetivizado. En un conocido pasaje de los Manuscritos económico–filosóficos, Marx aseveró que la naturaleza, vista de manera abstracta, es decir, separada de su relación con el Hombre, es igual a la nada y que, por lo tanto, no es digna de consideración (1964b: 285).

Los recursos naturales han sido para las escuelas marxistas meras variables históricas, que se modifican temporalmente con el nivel de las fuerzas productivas. Por lo tanto, los recursos naturales no son un factor limitante para el desenvolvimiento de la humanidad, aunque en ciertas etapas históricas puedan condicionar el marco general de la riqueza humana. Pero es de justicia mencionar, aunque parezca anacrónico, que en las últimas décadas se han dado varios intentos serios de demostrar que, en el fondo, Karl Marx era un genuino ecologista avant la lettre.9 La culminación del desarrollo humano —"la solución verdadera de la lucha del Hombre contra la naturaleza y contra sí mismo"— fue vista por Marx como un retorno del Hombre a sí mismo, como una auténtica solución de la contienda entre sociedad e individuo, es decir, como un naturalismo completo, idéntico, por lo demás, a un humanismo perfecto; también él creía que el fin más noble de la evolución humana consistiría en la armonía del Hombre con la naturaleza (Marx, 1964b: 235). En otro plano está, por supuesto, la triste realidad medioambiental del antiguo mundo socialista, que se caracterizaba por el menosprecio práctico de la protección a los ecosistemas naturales y el descuido de medidas conservacionistas pertinentes.

La tendencia prevaleciente en Marx y en sus discípulos ha sido, sin embargo, un antropocentrismo bastante marcado. Desde el siglo XIX, los pensadores y los políticos marxistas han exigido el desarrollo más intenso posible de las fuerzas productivas por todo el tiempo necesario hasta que la carestía y la pobreza dejen de ser las condiciones para el trabajo humano. Por otra parte, al concebir el adelanto científico–tecnológico como un proceso primordialmente positivo y la evolución de las fuerzas productivas como principal motor de la historia, la teoría marxista abrió las puertas para interpretaciones del sentido de la historia centradas en torno a criterios de desarrollo y crecimiento como factores fundamentalmente benéficos, ejemplares y prioritarios, en detrimento de puntos de vista extra–económicos y ecológicos. La dominación de la naturaleza en la amplitud más extensa y en la intensidad más estricta representa, por lo tanto, una premisa implícita del pensamiento marxista, el cual clausura así la posibilidad de analizar críticamente aspectos regresivos del adelanto científico–tecnológico y los derivados de la violación incesante de la naturaleza. El marxismo no ha podido excluirse de una postura de admiración un tanto ingenua por el mundo de la tecnología, heredada del siglo XIX, que considera el avance científico–tecnológico como un proceso exclusivamente benéfico. El desarrollo histórico basado en este avance, como ha sido la evolución de Europa Occidental desde la Revolución Industrial a más tardar, se convierte entonces en el modelo ejemplar de desarrollo histórico para el resto del mundo. En el núcleo de la concepción marxista, explicitada en el prólogo a El Capital de Marx, se halla la valoración claramente normativo–positiva del proceso de industrialización y modernización, tal como éste se dio en el Occidente europeo y más concretamente en Gran Bretaña.

Ambos momentos: la idea de la índole subordinada de la naturaleza y la valoración determinante de las fuerzas productivas como motor de la historia, han motivado que las corrientes marxistas exhiban un interés muy limitado por la problemática ecológica y han consolidado una visión filosófica en la que el sentido de la evolución es básicamente idéntico al progreso económico. Los regímenes socialistas en la praxis han llevado esta tendencia del marxismo primigenio hasta su última consecuencia al practicar un economicismo severo, promocionando exclusivamente los avances materiales y tecnológicos (con resultados muy mediocres), posponiendo indefinidamente la edificación del Reino de la Libertad, libre de todo fenómeno de alienación.

Hasta muchos de los críticos marxistas más lúcidos que han analizado los modelos socialistas existentes en la realidad, permanecen dentro de un marco de economicismo básico y de culto al dinamismo utilitarista. Lev D. Trockij, por ejemplo, en una impugnación inflexible del estalinis–mo, fundamentó la superioridad del socialismo en sus éxitos materiales:

El socialismo demostró su derecho a la victoria no en la páginas de El Capital, sino en una arena económica que constituye la sexta parte de la superficie terrestre; no lo demostró en el lenguaje de la dialéctica, sino en el del hierro, del cemento y de la electricidad. (Trockij, 1968: 12)

Trockij (1968: 47) no estaba ciertamente solo al afirmar de modo categórico que no existen fronteras para las posibilidades técnicas y productivas, y que la tecnología es el impulsor principal de todo progreso. Ningún partidario de la economía de libre mercado criticaría a Trockij cuando afirma que "en última instancia, la fuerza y consistencia de un régimen están determinadas por la rentabilidad relativa del trabajo" (1968: 50), máxime si él mismo postulaba la tesis de que la tarea central de la Unión Soviética consistía en alcanzar y superar a los países capitalistas en el plano económico–tecnológico (Trockij, 1968: 49 y cfr., Riegel, 1979: 109 y ss.). ¿Por qué esta larga mención dedicada a un pensador comunista olvidado y superado por la historia y el propio desarrollo del marxismo? El referirse a su obra sucede únicamente por motivos de contraste: los escritos de Trockij representan un marxismo relativamente crítico y diferenciado, alejado del mecanicismo y del maniqueísmo que impusieron las ortodoxias respaldadas por el poder y la burocracia. La inmensa mayoría de literatura que se llama marxista tiende aún más abiertamente a adoptar una línea utilitarista y economicista. Los resultados de estas posturas para determinar el sentido de la historia y el contenido del debate ecológico no necesitan ser mencionados en detalle.

Finalmente: el optimismo doctrinario respecto a un sentido unívoco y evidente de la historia, junto con inclinaciones economicistas y el desdén por aspectos ecológicos del desarrollo, han fomentado el surgimiento de regímenes totalitarios (cfr. la excelente compilación Hermet, 1984 y Backes y Jesse, 1985), en los que el siglo XX fue particularmente rico. El optimismo doctrinario, que cree conocer el verdadero sentido de la historia y que prescribe modelos políticos congruentes con esta concepción, ha sido favorecido por la concepción que postula la existencia de una unidad fundamental de todo fenómeno, unidad derivada de un propósito universal, abstracto e idealizado. Las filosofías de la historia que sostienen el progreso permanente de la especie humana pertenecen a estas doctrinas. En la praxis política estas corrientes —construcciones de una lógica pan–englobante— terminan justificando el sacrificio del individuo y de lo individual en favor de los grandes proyectos y los fines colectivos. Estos credos monistas, como los llamó Sir Isaiah Berlin, satisfacen una necesidad imperiosa del Hombre, absolviendo sus preguntas, ofreciéndole la paz del espíritu y la sensación de haber encontrado un lugar seguro en el cosmos (1980a: 180–182, 189–194, 202, 210, 226 y 1980b: 248). Pero los resultados en la praxis política cotidiana han resultado ser simplemente desastrosos. Los grandes sueños utópicos se reducen a menudo a ser versiones secularizadas del Apocalipsis.

De este contexto argumentativo se pueden extraer algunas conclusiones provisionales. El pensamiento cosmológico de la Antigüedad clásica fue desplazado y luego disuelto por las concepciones teológico–mesiánicas de origen judío y cristiano, cuya influencia perdura hasta hoy, aunque en forma secularizada. Las teorías evolutivas más relevantes de los siglos XIX y XX —como las inspiradas por Karl Marx— son doctrinas materialistas que, bajo un manto profano y secular, mantienen el fuego de la esperanza redentoria y mesiánica. En el Tercer Mundo estas concepciones se han mezclado con programas de desarrollo técnico–económico acelerado, centrados en torno a los tres grandes objetivos de modernización, urbanización e industrialización. La esperanza de una pronta redención se manifiesta hoy en la exigencia de resultados materiales alcanzables a la brevedad posible, lo que otorga a estas concepciones una enorme significación práctico–política. Es innecesario añadir que estos programas brindan un sentido pleno a los esfuerzos sociopolíticos que en todo el Tercer Mundo intentan apresurar consciente y sistemáticamente el proceso histórico.

No es posible, por ende, responder categóricamente si la historia posee o no un sentido discernible y, en cierta manera, obligatorio para todos los seres humanos. El optimismo doctrinario que lo afirma puede ser utilizado para legitimar regímenes autoritarios que se autodefinen como la culminación deliberada de un importante periodo de la evolución sociopolítica. Pero también el pesimismo a ultranza puede llevar a un relativismo total de valores que acaba, no pocas veces, en la obediencia y la justificación del modelo que existe casualmente, pues éste es igual de bueno o de malo como cualquier otro. A lo largo de su obra Karl Löwith (1967: 11) insistió en que es imposible escrutar el sentido último de la historia,10 pero esta restricción deja abierta la posibilidad de examinar el sentido de fenómenos sociopolíticos delimitados y hasta de otorgar sentido a esfuerzos específicos en pro del mejoramiento de sociedades humanas determinadas.

 

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NOTAS

1 "La deconstrucción de todo universalismo" incluye la crítica de la "noción moderna de la Historia (única, progresiva, sucesiva, acumulativa)" (Puerta, 2005: 118).

2 Estas concepciones están basadas en Ryan, 1982 y Butler et al., 2004.

3 "Por supuesto, lo trágico es que, pese a todo, no tenemos más remedio que combatir la coacción natural para sobrevivir. En esta figura puede resumirse la condición del hombre contemporáneo" (Esparza, 2005: 12).

4 En la única mención del Islam en la obra de Theodor W. Adorno (y probablemente de toda la Escuela de Frankfurt), se critica en el seno de esa "religiosidad militante" la reconciliación inmediata de "espíritu y existencia" (Horkheimer y Adorno, 1947: 31).

5 Para una versión diferente véase Habermas, 1963a: 211 y ss. Habermas afirmó que según el marxismo original la historia no sería un proceso cerrado. El sentido de la misma se abriría y se exhibiría teóricamente cuando los seres humanos puedan conformarla con voluntad y consciencia. Y así la filosofía de la historia demostraría a posteriori la legitimidad de sus presuposiciones. Cfr. también Fleischer, 1969: passim.

6 Ortodoxia establecida con ayuda del poder político y de las armas. Es decir: ortodoxia como prestigio enteramente convencional..., pero muy efectivo a lo largo de muchas décadas.

7 Löwith, 1997: passim. Sobre la vida y obra de Karl Löwith véanse Ries, 1992 y la celebrada biografía intelectual Donaggio, 2006.

8 Cfr. los estudios que no han perdido vigencia: Laulan, 1974: 11 e Inge, 1973: 175–186.

9 El más notable de ellos es la obra de Iring Fetscher (1980). Cfr. Schmidt, 1962 y Vitale, 1983.

10 La historia aparece como sin sentido sólo si esta pregunta se refiere al sentido último de la totalidad de la evolución histórica.

 

INFORMACIÓN SOBRE AUTOR(A)

H. C. F. Mansilla: estudió Ciencias Políticas y Filosofía en universidades alemanas. Hizo su doctorado en 1973 (magna cum laude). La Universidad Libre de Berlín le confirió la venia legendi en 1976. Ha sido profesor visitante en universidades de Alemania, Australia y Suiza. En España fue catedrático visitante del Instituto de Altos Estudios José Ortega y Gasset de la Universidad Complutense. Desde 1999 es catedrático visitante de la Universidad de Zurich (Suiza). Es miembro de número de la Academia de Ciencias de Bolivia y correspondiente de la Real Academia Española. Escritor independiente. Ha publicado varios libros sobre sociología política, crítica de mentalidades autoritarias y ecología política.

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