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Signos filosóficos

versão impressa ISSN 1665-1324

Sig. Fil vol.10 no.19 Ciudad de México Jan./Jun. 2008

 

Artículos

 

Posguerra, realismo figural y nostalgia. La experiencia de Malvinas

 

Verónica Tozzi*

 

* Profesora de la Universidad de Buenos Aires (UBA) y de la Universidad Nacional de Tres de Febrero (UNTREF), e Investigadora del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET), veronicatozzi@fibertel.com.ar

 

Recepción: 11 de agosto de 2007
Aceptación: 17 de octubre de 2007

 

Resumen

La sensación de la imposibilidad de alcanzar la versión definitiva del pasado resulta en la urgencia a tematizar los discursos que se arrogan su representación. En respuesta a las guerras de los discursos, la filosofía de la historia en el siglo XX examina centralmente el lenguaje en el que se expresa nuestra relación con el pasado. En este espíritu, abordaré de un modo polémico y a propósito de las Malvinas, las contribuciones de dos grandes teóricos del lenguaje histórico, Frank Ankersmit y Hayden White, con el objeto de ofrecer un marco pragmático para orientarse crítica y creativamente en las disputas de representación acerca de la experiencia de guerra.

Palabras clave: experiencia, historia, limbo mnémico, posguerra, privilegio espistémico.

 

Abstract

The idea of the impossibility of getting the final version of the past, leads us to the need of carrying out a research on those kinds of discourses that try to represent it with the truth. In answer to war discourses, the Twentieth Century's Philosophy of History analyzes the language through which we express our relation with the past very carefully. In this spirit, I will approach two great contributions to the nature of historical language from two important philosophers of history, Frank Ankersmit and Hayden Whitein order to give a pragmatic frame to discuss the representation of the experience of war and after–war.

Key words: experience, history, mnemic limbo, poswar, epistemic privilege.

 

La presencia incómoda del ex –soldado y su irritante propensión a salirse
del juego, una vez más había recordado, en un ambiente a veces algo
saturado de conceptos, representaciones y teorías, la presencia bruta de los
sentimientos, de los hechos, de los cuerpos muertos.
(Gamerro, 2007: 16)

 

Estas enmudecedoras palabras expresan intuitivamente lo que considero la marca definitoria de cualquier abordaje del pasado, esto es, su carácter controversial. La disputa y la necesidad de reformular, reexpresar, decir o mirar de otra manera, en suma, continuamente reescribir y promover la reescritura de las versiones que nos vienen de los sucesos pasados (sea por historias escritas o por historias sugeridas en documentos y testimonios) me han llevado reiteradamente a afirmar que la aproximación a la historia de cualquier acontecimiento o proceso histórico nos sumergirá en la historia de la historia de ese acontecimiento. La sensación de la imposibilidad de detener el debate historiográfico acompañada del convencimiento (aunque no lamento) de la imposibilidad de alcanzar la versión definitiva, no menos que un cierre aceptable, consensuable y justo acerca del pasado resulta en la urgencia de tematizar los discursos que se disputan su representación. Es entonces en respuesta a esta increpación de las "guerras" de los discursos que la filosofía de la historia en el siglo XX, se ha visto llevada a tematizar centralmente el lenguaje en el que se expresa nuestra relación con el pasado. En este espíritu que en el presente trabajo, abordaré de un modo polémico y a propósito de Malvinas, las contribuciones de los dos grandes teóricos del lenguaje histórico que ha dado la nueva filosofía de la historia, Frank Ankersmit y Hayden White, con el objeto de ofrecer un marco pragmático para orientarse crítica y creativamente en las disputas de representación sobre la experiencia de guerra y sus postrimerías.

Siete apartados componen el presente escrito. En el primero ofrezco una breve introducción a los debates actuales en la disciplina. En el segundo asiento mi propia apreciación del estado de la cuestión de las Malvinas hoy en el marco de un pretendido giro experiencial. En el tercero propongo una manera de pensar críticamente los peligros del giro experiencial en general y en el caso de la experiencia de los ex soldados en las Malvinas en particular. El cuarto nos sumerge en la intrincada y llamativa radicalización de la experiencia invocada por Frank Ankersmit, uno de los más importantes teóricos del lenguaje histórico junto con White y Arthur Danto. En el quinto apartado critico la propuesta de Ankersmit en contraste con la obra de Danto del cual se pretende deudor. En el sexto propongo una aplicación pragmática de la noción realismo figural de White a las controversias acerca de la experiencia de guerra y la guerra de las Malvinas. En el apartado final contrasto la propuesta de Ankersmit con la de White, de quien él quiere escapar con el objeto de mostrar que es desde esta perspectiva que obtenemos un instrumento más poderoso de evaluación política y epistémica de las representaciones en disputa.

 

GIRO LINGÜÍSTICO Y AIRE NUEVO PARA LA FILOSOFÍA DE LA HISTORIA

No es ocioso recordar una vez más la aparición en 1973 de Metahistory. The Historical Imagination in the Nineteenth Century, de Hayden White, extenso recorrido teórico–histórico por las aún vigentes obras de los grandes historiadores y los grandes filósofos de la historia del siglo XIX que tiene por objeto develar los mecanismos poéticos profundos que guiaron la escritura de sus obras, mediando entre el campo histórico sin pulir, otras interpretaciones y su audiencia (White, 1992: 16).1

Gracias a Metahistoria la filosofía de la historia alcanza su giro lingüístico dando lugar a lo que, siguiendo a Ankersmit (2004), llamamos hoy la nueva filosofía de la historia. En ella, la noción de explicación, como concepto clave para dar cuenta del estatus del conocimiento histórico, es desplazada por el concepto de narración con profundas consecuencias. Por un lado, se abandona la indagación en la estructura lógica de las explicaciones dadas por el historiador, con el objeto de evaluar su conformidad o no con el modelo de las ciencias naturales. De este modo, se da cabida a una consideración holista de la interpretación histórica, es decir, su sentido y aceptabilidad será irreductible, en tanto totalidad discursiva, al significado y verdad de los enunciados singulares que la componen. Por el otro, la decisión de caracterizar la interpretación histórica en términos de narración tiene menos que ver con la sospechada familiaridad de la historia con la literatura, que con la atención a los procesos de producción de todo tipo de discurso acerca de lo humano. Es decir, se emprende la indagación sistemática de los mecanismos lingüísticos que dan lugar a aquel tipo de discurso típicamente humano que es el histórico, cuya vocación y designio es el de ofrecer una articulación verídica y significativa de la compleja relación de pasado, presente y futuro.

Este desplazamiento de preocupaciones y problemas se dio en forma paralela al giro lingüístico y al giro histórico–pragmático en la filosofía de las ciencias. El primero se caracteriza por su interés en los instrumentos lingüísticos en sí mismos. El segundo aboga por investigaciones concretas de por qué los historiadores, en un contexto determinado, prefieren una interpretación a otra y ciertos usos lingüísticos en lugar de otros. Gracias a esta apertura hacia las prácticas discursivas contextuadas nos es posible destacar dos aspectos de la nueva filosofía de la historia. En primer lugar, al haberse liberado de discutir el estatus cognitivo de la historiografía en términos de su relación con las ciencias naturales se atiende con mayor profundidad y detalle aquello que es lo específicamente histórico. En segundo lugar, se abre el espacio para que una diversidad de tradiciones (fenomenología, hermenéutica, pragmatismo y hasta la nueva filosofía de las ciencias) y de disciplinas (teorías del arte y teorías literarias) participen en dicha tarea.

Pese a la sofisticación teórica característica de las reflexiones acerca de la naturaleza de la historización no menos que de la historización misma de los sucesos del pasado reciente, nada más incómodo que su exhibición pública frente o ante aquellos que fueron parte involuntaria, o al menos desprevenida, de los sucesos mismos y víctimas de sus terribles consecuencias. Como ha denunciado recientemente Ewa Domanska (2005),2 en contingente sintonía con Carlos Gamerro, las disputas historiográficas típicas en torno a cómo representar el ausente pasado, focalizadas o, de manera más precisa, atrapadas en cuestiones epistemológicas acerca de la posibilidad de conocer un pasado que ya no está, son hábiles al pesimismo escéptico e incitan a la manipulación ideológica como única salida (cfr., Domanska, 2005: 404). Por mi parte abordaré las disputas actuales por la historización de las experiencias de guerra y posguerra de los ex conscriptos en las Malvinas radicalizando su estatus lingüístico como relato y no como registro de un acceso no mediado a un evento límite. Específicamente, propondré abordar la "nueva filosofía de la historia" y su compromiso con el giro lingüístico, desde una aproximación pragmática: por atender a la práctica concreta de la historiografía en su contexto situacional, y heurística, por promover y estimular la investigación. Dicha estrategia será la única que no se atemoriza ni paraliza por el carácter polémico de las diversas miradas al pasado reciente, por el contrario, encontrará la ocasión para poner a prueba la imaginación histórica en la propuesta de nuevas miradas que susciten más interrogación a un punto crítico tal como para que merezca la pena reescribir su historia.

 

LA GUERRA Y SUS POSTRIMERÍAS

El 2 de abril de 1982, una fuerza militar combinada argentina de 500 efectivos (ejército, marina y aviación) recuperó, ocupó o invadió las Islas Malvinas. El objetivo: recobrar un territorio que según la historia de nuestro país había sido arrebatado 149 años antes (1833) por los británicos.3

Entre el 14 y 16 de junio de ese año una serie de comunicados del Estado Mayor Conjunto anunciaban un cese al fuego de las operaciones en el Atlántico Sur (léase rendición).4 El conflicto armado con Gran Bretaña fue tristemente único para los argentinos por tres razones: 1) los embarcó en la única guerra internacional durante el siglo XX en la que Argentina participó como contendiente principal de una de las principales potencias mundiales; 2) alcanzó un amplio consenso cívico militar —extraordinario para un país signado por golpes militares de estado—; 3) involucró conscriptos civiles de entre 18 y 20 años de edad.5 Hoy el número de suicidios supera el de los muertos durante esos 74 días.6

El 25 aniversario del regreso argentino a suelo malvinense sacó a la luz una tensión persistente en la Argentina posdictatorial. Por un lado, la experiencia muda y sin voz de jóvenes soldados reclutados para ganar una guerra devenida en derrota, a quienes lo primero que les prohibieron a su regreso fue hablar. Por otro lado, una no exagerada pero importante producción discursiva fundamentalmente periodística, político–diplomática y militar acerca de la guerra. La experiencia que, como dice Edgardo Esteban,

[...] los partió en dos arrastrándolos al comienzo de un camino doloroso, los sentimientos destrozados por el horror vivido y el porvenir que ya no sería el mismo dando lugar a una lucha interior en cada uno de los que estuvieron allí (Esteban, 2007: III),

coexistió con sendos trabajos dedicados a analizar: la trama secreta de la guerra, las causas de la derrota y las relaciones entre el desenlace bélico y el final de la dictadura.7

Malvinas demanda hacernos cargo de esa experiencia de posguerra. La derrota resultante fue vivida por la sociedad civil como el comienzo del fin del régimen militar, desafiándonos a conformar una justa imagen de aquella experiencia bélica sin legitimar concomitantemente los discursos marciales de la dictadura. Hasta la derrota nadie consideraba seriamente la posibilidad de cuestionar la entrega de sus hijos por alrededor de un año al cuidado e instrucción de las fuerzas armadas. Tras la derrota no sabemos si quienes estuvieron en las Malvinas son exsoldados, chicos, exsoldados combatientes, excombatientes, veteranos, en suma, si en tanto sobrevivientes, clasificarlos como víctimas o como héroes. Los nombres no son inocentes, disputan cómo contar la historia de la guerra de Malvinas, la personalidad que deben expresar las conmemoraciones posteriores del evento; debates, en fin, acerca de cómo recordar esos 74 días en los que un país se unió para enviar a sus hijos a morir.

25 años después debemos apreciar con cierto alivio la incipiente literatura argentina y británica al rescate de testimonios de esa experiencia. Sin embargo, el dilema originado en la distancia entre una experiencia que demanda voz y un discurso que al dársela la distorsiona, no ha sido resuelto ni disuelto. Mi objetivo será disolver este falso dilema, por ello el desafío es dar respuesta a la siguiente pregunta: ¿Qué significa para aquellos preocupados por la historia reciente contar con los testimonios de aquellos que atravesaron una experiencia límite tal como una guerra bajo el mando de una dictadura y que culminó en una derrota?

Una respuesta tal vez obvia, sería que en el caso específico de la investigación historiográfica, ellos cumplen una función epistémica para darnos acceso, aunque no directo, a lo que sucedió y una función política por ser demandas vivas de escuchar la voz de los afectados. Como es bien sabido, los reclamos de atender a la experiencia de los directamente afectados en eventos límite no son novedosos. Eclosionaron en los estudios del trauma de las políticas de la identidad y el poscolonialismo. No obstante, la marca compartida por aquellos involucrados en la lucha por el reconocimiento histórico y político de nuevos sujetos y nuevos actores, y por aquellos involucrados en la representación histórica y conmemorativa de los diversos genocidios que han aquejado al siglo pasado, es el rechazo a la historiografía académica tradicional. Lo que les resulta inaceptable de la historia científica es que en su afán de producir interpretaciones comprehensivas y a gran escala del pasado, con el supuesto de alcanzar la máxima objetividad, ha sido cómplice (voluntaria o no) de contribuir al silenciamiento o distorsión de las experiencias de los sujetos víctimas de la postergación o de la opresión. Esto es, tanto las acciones de los perpetradores como las experiencias de las víctimas quedan subsumidas o absorbidas en la explicación general de los procesos de los que han sido parte. En este sentido, los actos de perpetración resultan comprensibles (y en cierto modo excusables), en tanto epifenómenos de las condiciones generales que ocasionaron los sucesos en los que dichos actos tuvieron lugar. Por otro lado, las experiencias de las víctimas son desplazadas por irrelevantes para la conformación de una consideración explicativa potente de tales fenómenos.8 La historia profesional, en suma, comete el pecado político y epistémico de silenciar la experiencia de las víctimas y contribuir al olvido de la perpetración. No demoró mucho en darse a notar, desde las entrañas mismas de la militancia feminista, queer y poscolonialista, la desconfianza en esta idea de experiencia, velada por el lenguaje académico, esperando liberación.9 No obstante, el cambio de siglo vuelve a la carga con el llamado a deshacernos de la prisión del lenguaje y dar nuevamente lugar a la experiencia como nuestra guía en el camino a la libertad.10

Mi intento en el presente escrito no es despreciar ni enaltecer la experiencia, sino mediar entre dos estrategias que esta noción suscita: aquella, aparentemente sugerida por la queja de Gamerro, pero que orienta sin ambigüedades todo el libro de Ankersmit, cuya consecuencia es la creación de un absoluto otro del lenguaje al que nos liga la nostalgia de la pérdida.11 O, por el contrario, una opción más humilde y tal vez menos poética dirigida a investigar los discursos de experiencia con el fin de desentrañar cómo el término ha funcionado en diferentes contextos políticos y académicos, pero que en su tenor descriptivo–enumerativo no ofrece criterios para preferir ciertas consideraciones en lugar de otras.12 Mi propia posición sugiere que la clave reside en involucrarnos en un análisis pragmático y heurístico de la relación entre experiencia–testimonio–escritura histórica, por sus ventajas políticas y epistémicas al involucrar al testimoniante como interlocutor crítico y autocrítico acerca de la representación de la guerra y no como mero testificador de sufrimientos pasados. Antes de ello, será relevante reconstruir algunos argumentos en favor de este giro experiencial.

 

UNA FORMA DE RETORNO A LA EXPERIENCIA: EL PRIVILEGIO EPISTÉMICO DE LAS VÍCTIMAS

En trabajos anteriores he utilizado la expresión limbo mnémico13 para bautizar diversas formas de olvido que acechan y obturan la representación de eventos límites, ya sea por ausencia de representación o por imposición de representación clausurante y redentora. En el esfuerzo de evitar el deslizamiento de una velada clausura del conflicto, a una exculpación de los perpetradores o al silenciamiento de las voces de las víctimas es que se ha considerado crucial otorgar el privilegio epistémico a sus experiencias para dirimir representaciones en conflicto.14 Ahora bien, como Malvinas me ha ilustrado, el privilegio epistémico es una de las caras del limbo mnémico, pues considerar al testimonio como registro de una experiencia privilegiada y directa de los hechos tiene diversas consecuencias, reprochables de manera indeseable. En primer lugar, resulta no sólo epistémico, sino también políticamente ingenuo: esto es, no sólo desconoce el carácter teóricamente cargado de toda experiencia subjetiva, sino que también oculta a su vez la problematicidad de lo registrado–no registrado por ella. En segundo lugar, pasa por alto el hecho de que los relatos testimoniales no son otra cosa que géneros discursivos o literarios como las novelas, las tragedias o las comedias. Por último y definitivamente inaceptable es que tras la donación de privilegio epistémico se condena al testimoniante y a su testimonio a funcionar como no más que un registro verídico no interpretado de los hechos, privando a dichos testigos de participar mediante sus intervenciones discursivas en la discusión pública acerca de cómo dar sentido, cómo comprender, cómo ofrecer nuevas preguntas de lo que sucedió.15 Justo, para los argentinos, el limbo mnémico en el que se ha sumergido la experiencia de aquellos que estuvieron en el teatro de operaciones adquiere un tono incómodamente original, no sólo por la impudicia de una sociedad que pasó sin solución de continuidad del apoyo festivo al repudio intransigente, sino también por ser la inversión del privilegio epistémico donado a la experiencia de la víctima. Puesto que se supone que la experiencia es irrevisable e incontestable, en lugar de problemática, conflictiva y narrativa o teóricamente constituida, se evita escuchar o dialogar con aquellos con los que no compartimos la angustia de la derrota y la reivindicación de la gesta.

Haciéndose eco de los reclamos de reconocimiento de una identidad trasvasada por una vivencia o experiencia traumática, Ankersmit describe esta tensión entre olvidar y recordar en términos de trauma 1 con el objeto de destacar que tras la pérdida en el background del inconsciente, la identidad del individuo traumatizado queda intacta.

La tensión [admite] puede resolverse a través de la subsunción de la experiencia traumática exitosamente subsumida en el relato de una vida, tal como es ejercido en la práctica psicoanalítica. (Ankersmit, 2005: 323)

Podemos acompañar a Ankersmit en su admisión del papel positivo que el lenguaje cumple en estos casos, concretamente, en la posibilidad de una elaboración de la experiencia traumática a través de su narrativización, no obstante, de manera explícita se aleja de las estrategias teórico–historiográficas desarrolladas por los Trauma Studies.16 Como veremos a continuación, el holandés encuentra la ocasión para el reingreso de una experiencia radicalmente no lingüística, en su recomendación a los historiadores de que confíen en su subjetividad, si es que su experiencia no ha sido infectada por la disciplina historiográfica epidémica que infecta a sus colegas (cfr., Ankersmit, 2005: 67 y 283).

 

LA RADICALIZACIÓN DEL GIRO EXPERIENCIAL, ANKERSMIT Y LA NOSTALGIA

Tal vez con el objeto de dislocar a sus lectores en su bienvenida de la finalmente llegada del giro lingüístico a la filosofía de la historia, Ankersmit nos sorprende con la flamante publicación de Sublime Historical Experience.17 El libro aparece como completando la trilogía iniciada por Historical Representation y Political Representation18 en las que en forma complementaria se ofrecía una teoría antireferencialista de la representación considerándola como un sustituto de la realidad.19 Explícitamente su objetivo es iluminar la relación entre todo tipo de representación (lingüística o no) y la realidad sin apelar o interesarse por la evidencia, la experiencia o cualquier otra noción epistémica valorada por la filosofía de la historia pre–giro lingüístico. No obstante, su marco de reflexión para el estatus de la representación histórica no será la teoría literaria (a la White) interesada en la historia como discurso, sino las teorías de la representación artística que permiten concebir al texto histórico, en analogía con las obras de arte, como cosas en el mundo susceptibles de erigirse en sustitutos representacionales. Veremos este punto con detalle para luego evaluar la viabilidad de su giro a la experiencia.

Una representación histórica es o debe ser entendida en analogía con las obras de arte, cuya particularidad es la de ser tanto una cosa en el mundo como un vehículo representacional. Al arrojar la representación histórica (narratios) al mundo de las cosas, Ankersmit expande su ontolo–gía, las narratios son una cosa más en el mundo al igual que aquellas cosas a las que representan. La equivalencia ontológica entre lo representacional y lo representado permite que cualquier cosa pueda representar cualquier otra sin necesidad de manifestar semejanza al modelo ni relacionarse referencialmente con él. Una representación funciona como un sustituto para un ausente representado. Las narratios son análogas a las metáforas, sugieren un punto de vista desde el cual mirar algo en la realidad o en el pasado, no refieren al mundo, sino que son acerca de algo (lo sustituido). Como ha sostenido ya desde su temprano Narrative Logic (1983), tienen un estatus lógico distinto al de los enunciados singulares empíricos que las componen (los cuales refieren y son evaluables veri–tativamente).

Si nos detenemos un momento en lo que acabamos de exponer advertiremos que la lógica narrativa de Ankersmit sostiene una consideración holista de la significación y de la evaluación al nivel de la narratio, la cual como un todo, es una metáfora o sugerencia de un punto de vista, de ver como si, pero es correspondentista al nivel de los enunciados singulares. Ahora bien, la función de los enunciados singulares que componen la narratio es la de individualizarla (una narratio se define por los enunciados singulares que la componen y se distingue de otras compuestas por otra serie, aunque pueden solaparse), de ningún modo, dichos enunciados cumplen algún papel epistémico en ella. Si bien estos enunciados son evaluables veritativamente, no son la base para verificar o refutar narratios. La relación entre narratio y sus enunciados singulares es analítica, pues la definen, no la contrastan empíricamente.

Sin abandonar esta ontología del texto, Sublime Historical Experience, no obstante, dará ingreso a una experiencia pura del pasado, suficientemente poderosa como para dar lugar a la representación misma. Ankersmit, ¿un Nuevo Filósofo de la Historia?, según sus propios términos, explora la elucidación de una experiencia inmediata y no contaminada por el lenguaje, con la intención de escribir la historia de la experiencia histórica, esto es, cómo el hombre occidental experimentó el pasado a través de los siglos, independientemente de cómo lo narró (cfr., Ankersmit, 2005: 13). Dos interrogantes se suscitan aquí. ¿Cómo podríamos experimentar en el presente aquello que por definición no está más: el pasado? ¿Cómo evitaríamos distorsionar el pasado o la experiencia del pasado a través de alguna escritura de la historia de la experiencia? Con la intención de provocar perplejidad Ankersmit cree poder hablar de una experiencia misma del texto:

[...] eliminado este diafragma trascendentalista a través del cual los rayos del significado tengan que pasar antes de entrar a la cámara oscura de las mentes del historiador, (éste se) encontrará a sí mismo inmerso en el texto nuevamente, estará en el texto, experimentará el texto y los significados serán tan difusos e inestables como las formas de las nubes. (Ankersmit, 2005: 94)20

Una combinación de una noción de experiencia estética pragmatista (PAE, por sus siglas en inglés), derivada de John Dewey y su peculiar teoría de la representación histórica, pretendidamente derivada de la teoría de la representación artística de Danto, nos guiará a lo que denomina una reinfantilización de la filosofía y al rescate de la experiencia de la prisión del lenguaje.21 Esta combinación de pragmatismo clásico prelingüístico y filosofía analítica del lenguaje ordinario (sustentada por un filósofo como Danto, que rechaza al pragmatismo como una de las tantas instancias de escepticismo histórico) es la apertura a "aquella experiencia de ruptura con el contexto que heredamos del pasado o el cambio mismo de la experiencia" (Ankersmit, 2005: 124). El pasado mismo sobrevive, para el autor, en ciertos objetos, obras de arte y textos, y la práctica del historiador guía a ese pasado.

Lo que es dado en pae y en la experiencia histórica, es el rico y variado contenido de nuestra experiencia de la obra de arte (o del pasado) [...] en su cuasinoumenal desnudez con inmediatez y directez inusual, el objeto se descontextualiza del pasado y del historiador. (Ankersmit, 2005: 258 y 125)

La experiencia estética se distingue de la experiencia contextualizada por su integración interna y satisfacción.

Ankersmit celebra la imposibilidad de que esa experiencia inmediata sea capturada por el escrito histórico, es por ello que introduce la noción de sublime experiencia histórica (véase la reseña crítica de Roth, 2007). La experiencia sublime se asocia, por un lado, a un tipo de olvido, al que sucede cuando el ingreso en un nuevo mundo involucra concomitantemente el abandono o pérdida de uno previo. Por el otro, a un tipo de trauma, denominado trauma 2 para distinguirlo del anterior, aquel que involucra el tránsito a una nueva identidad. Sublime Historical Experience nos invita a erigir un escudo de representación entre el yo anterior que hemos llegado a ser ahora (cfr., Ankersmit, 2005: 325 y 347).22

Debo advertir mis recelos hacia su esfuerzo por evitar que esta combinación de, por un lado, una radical autonomía de la experiencia respecto del lenguaje y, por el otro, un papel crucial para ella en el cambio representacional no sea más que un simple resabio positivista. Tal vez sea su teoría representacional a la Danto, la que nos da la salida. Aparentemente, el antirreferencialismo representacional admite que una experiencia no lingüística (diversa de la experiencia contrastadora de enunciados singulares) disrumpa y sustituya una narratio por otra o, redundantemente, sustituya un sustituto por otro. La experiencia histórica, en tanto ocurre en la interfase de encuentro entre historiador y pasado, ofrece un contacto inmediato y superficial entre ellos, pero de contenido complejo (cfr., Ankersmit, 2005: 121).23 La violencia de la sublime experiencia histórica da lugar a una nueva representación acerca de que ahora somos lo que ya no somos más. La nueva representación histórica cargará entonces con la frustración de la inasibilidad lingüística de la experiencia histórica y la nostalgia de la identidad perdida e irrecuperable.

 

DE LA INMEDIATEZ DE LA EXPERIENCIA A LA REESCRITURA DE EXPERIENCIA

No exige un esfuerzo crítico sofisticado advertir que diarios, películas, historias y novelas sobre las Malvinas nos hablan de la necesidad de recuperar algo. El sentimiento de pérdida así como la nostalgia por lo que ya no somos, porque ya no estamos donde estuvimos, por la identidad dejada en las Islas se extiende en todas aquellas expresiones artísticas, conmemorativas e incluso analíticas del fenómeno cualificando para aminorado análogo de la experiencia histórica sublime de Ankersmit. A propósito de su viaje a las Malvinas, la periodista Julieta Vitullo relata con autocrítica que:

[...] para un argentino o argentina no hay nada que se asemeje a la experiencia de ir a Malvinas. ¿Acaso no creía yo que desde mi distancia crítica podía evadir por completo la mirada nostálgica sobre ese espacio otro que nunca se tuvo, mirada que es —en realidad— la mirada sobre un tiempo otro que nunca existió? [...] menudo engaño si creía yo que iba a librarme de esa nostalgia, un engaño casi tan penoso como el de creer que las Malvinas son argentinas [...] nostalgia por el falso terruño. Nostalgia del guardapolvo blanco. Nostalgia barata. (Vitullo, 2007: 29)

Lo que rápidamente se nos revela aquí es que el discurso de la experiencia inmediata, sea sublime o traumática, es inherentemente nostálgico y alienta políticas de restauración, pues trabaja en la ficción esencialista de una identidad perdida y esto en los dos sentidos diferenciados por Ankersmit. Es alentada en la búsqueda de aquella identidad que continúa la misma a través de su devenir, pero que debe luchar para que las disrupciones experienciales no la fragmenten. Serán las narrativizaciones las que vendrán en auxilio para reconciliar experiencia e identidad (cfr., Ankersmit, 2005: 323). Es también alentada en el reconocer la esencia propia en aquella identidad en definitiva desplazada por la luz cegadora de la experiencia sublime, un cambio ruptural de intensidad tal en la que una esencia es sustituida por otra cuya esencia es no ser más. En ambos casos se navega por la nostalgia de la identidad, de la identidad en peligro, en el caso de trauma 1, o en la identidad definitivamente perdida en el trauma 2.

Debemos ser cuidadosos en este punto y evaluar con cierto detalle esta apropiación nostálgica de la influyente teoría de la representación artística de Danto. Ya desde La transfiguración del lugar común (2004), Danto propone una definición esencialista de la obra de arte de tono antiestético e independiente de la experiencia. Sólo a la obra de arte (las Brillo Boxes de Andy Warhol) y no a sus análogos sensorialmente indiscernibles (las Brillo Boxes del supermercado) les podemos atribuir propiedades semánticas: el tener un tema y un modo de presentación del mismo. Estas dos condiciones necesarias de la representación artística tienen dos consecuencias fundamentales, ambas incompatibles con las pretensiones de Ankersmit, de combinar con su giro experiencial. En primer lugar, al igual que Ankersmit, Danto rechaza cualquier intento de elucidar la relación representacional en términos de semejanza entre representación y representado, pero a diferencia de él, Danto abjura de las tradiciones filosófica y crítico–artística que encuentran la esencia del arte en sus cualidades estéticas o en nuestra experiencia de ellas. Para este último, estas estrategias siempre han conducido a consideraciones excluyentes del ingreso de nuevos artefactos al mundo del arte. Su esencialismo antiestético por el contrario, resulta fabulosamente pluralista: cualquier cosa puede ser una obra de arte mientras tenga un tema y un modo de presentación; y, en los términos de las pretensiones anteriores de Ankersmit, dilucidar las condiciones generales de cualquier tipo de representación independiente de la semejanza, permitirá que cualquier cosa, en términos ontológicos, pueda representar cualquier otra. La cuestión de la identificación o categorización ontológica de las representaciones como distintas de las meras cosas, es independiente de las cuestiones que tienen que ver, según sea el tipo de representación, con las evaluaciones o valoraciones comparativas, esto es, valoraciones estéticas para el arte, o epistémicas para la historia o la ciencia. Por otra parte, a la hora de involucrarnos en la valoración, las determinaciones histórico–contextuales entrarán en juego.

En segundo lugar, el tema y el modo de presentación específico de cualquier obra de arte adquieren carnadura a través de un trabajo de contextualización histórica que nos permite dar la interpretación lingüística adecuada. Nadie más que Danto ha enaltecido la práctica historiográfica historicista, contextualista e interpretativa en sus ya conocidos análisis del lenguaje histórico. El lenguaje para Danto y el lenguaje histórico contextuado, nunca es una prisión, por el contrario, es nuestro lenguaje el que establece para nosotros la forma de la experiencia que tenemos del mundo, el cual es para nosotros lo que se manifiesta a través de nuestro lenguaje. En definitiva, parece casar mal con la teoría representacional dantoniana esta invocación a la subjetividad, esta convocatoria a la reinfantilización de la disciplina a desprenderse de aquello que ha llegado a formar parte de la práctica como recursos disponibles para utilización, reutilización y crítica. Parece que no casa mal con la teoría dantoniana por sus consecuencias en cierto sentido elitistas que desprecian aquello que es de acceso común.

Ahora bien, mi renuencia a sumarme al giro experiencial no me licencia a eludir las dos demandas con que el historiador se enfrenta a la hora de contribuir a la representación del pasado reciente: evitar el limbo mnémico sin disfrazar el carácter controversial de la historia tras alguna representación pseudoconsensuada, clausurante y redentora. Por tanto, la pregunta obligada es cómo elegir entre las distintas redes conceptuales en las que aparece entramada la noción de experiencia histórica, pero no con el objeto de hacer irónicamente un experimento crucial acerca de su autenticidad o adecuacidad (vía por supuesto excluida tanto por los protagonistas del giro experiencial a la Ankersmit, como por los críticos de la evidencia de la experiencia). Mi objetivo será más bien, evaluar qué práctica historiográfica y política es promovida por cada una de ellas. Es en este punto que debo volver a Hayden White de cuya herencia trata Ankersmit de escapar.

 

LA HISTORIA COMO PROMESA DE REESCRITURA DEL PASADO

La noción whiteana de realismo figural es la que me permitirá dar cuenta de un modo más promisorio de las sustituciones de las representaciones históricas o, como preferiré denominarlas, de las reiteradas reescrituras del pasado. Como veremos en seguida, relacionar historiografías en disputa en términos de reescritura será más adecuado tanto en el caso de lo que Ankersmit denomina trauma 1, en el que se disputa la conformación de la identidad personal o de un colectivo en peligro, como en lo que ha introducido como trauma 2, en el que se refigura la nueva identidad total a la manera de las revoluciones científicas kuhnianas. En varias de sus obras, White describe las disputas historiográficas como la lucha y la promesa por parte de los historiadores de alcanzar, más nunca lograr, la representación realista y significativa del pasado, tarea que exige gran imaginación para apropiarse de la manera más prolífica de las convenciones lingüísticas disponibles con el objeto de mediar entre otras interpretaciones, los documentos y la audiencia.

La propia obra de White puede leerse como un recorrido diacrónico y sincrónico por las diversas historiografías con el objeto de develar los recursos lingüísticos utilizados en sus intentos de representar, de forma realista la realidad pasada. Y, en este sentido, es que me sumo a su actitud apropiacionista de la práctica histórica previa, de su aprendizaje de la experiencia de la escritura histórica, en lugar de convocarnos a olvidarla y atender a la propia subjetividad. La exposición más sugerente de esta alternativa la encuentro en su "Auerbach's literary theory. Figural causation and modernist historicism" (White, 1999: 93–96), porque, en primer lugar, nos da una clave para tomar cada nueva representación de la realidad (literaria o histórica) como proponiéndonos a mirar desde otro aspecto los acontecimientos pasados. Se nos insta a asumir otra perspectiva, con la promesa de que desde esta nueva mirada la realidad se verá mejor. En segundo lugar, cada nueva propuesta es hecha siempre desde algún contexto (disciplinar y/o político) y es el contexto el que legitima la significación alcanzada. Finalmente, y más importante aún para el tema que nos ocupa, las diferentes propuestas también se relacionan entre sí de manera figural, pero aquella que haga la representación que promueva nueva investigación, que deje más preguntas abiertas, en suma que no clausure la búsqueda y la disputa, será considerada mejor.24

En un intento de articular estas tres sugerencias o prescripciones metodológicas puedo decir que es justamente el contexto, en el sentido de la experiencia que los intérpretes tienen de él, el que los lleva a sugerir una nueva apropiación del pasado que se ofrece a su vez a las generaciones por venir para que se apropien a su vez de ella, pero que de manera obligada será reapropiada y así sucesivamente. Será de suma relevancia profundizar con algún detalle en estas tres prescripciones.

La primera sugerencia metodológica permite en la situación presente de debate sobre el pasado reciente apreciar los testimonios —no menos que las representaciones históricas académicas, investigaciones periodísticas, representaciones literarias y artísticas— en tanto propuestas de relación de acontecimientos pasados con los posteriores como esperando alcanzar en algún futuro su plena significación. Sólo en términos de la renovada promesa de representar desde el presente su experiencia pasada, es que podemos hacernos cargo de la ambigüedad temporal propia de este tipo de experiencias postraumáticas.

La segunda sugerencia nos advierte que testimonios, representaciones históricas académicas, investigaciones periodísticas, representaciones literarias y artísticas, todas son, en cuanto representaciones, apropiaciones de un pasado desde un presente específico, con sus recursos lingüísticos y simbólicos disponibles. Al igual que la noción de oraciones narrativas de Danto, esto no involucra pérdida ni distorsión, sino la esperanza de alcanzar nuevas miradas relativas y relevantes para su contexto. La relatividad al contexto y la dilucidación del mismo en términos de recursos lingüísticos es la respuesta a la conciencia acerca de la dificultad de configurar representaciones realistas del pasado, por ello mismo, debemos evitar reducir este análisis a un determinismo lingüístico cultural simplista en el que algunas figuraciones necesariamente legitiman ciertas políticas. Más aún, la asunción o autoconciencia de la falta de criterios fácticos para desestimar o legitimar figuraciones debe, por otra parte, evitar combinar tan extremo determinismo con una cierta libertad de manipulación por parte de agentes históricos e historiadores de los recursos lingüísticos disponibles (combinación claramente inconsistente). Tal combinación inconsistente soslaya tres importantes aspectos de la práctica historiográfica y de su relación con su contexto. En primer lugar, que la producción o realización concreta de imágenes efectivamente eficaces es algo que puede ser evaluado sólo en retrospectiva. El problema de saber para quien se escribe la historia, leer la demanda en la sociedad es también una empresa de figuración, imaginación y crítica. En segundo lugar, tampoco se aprecia que las aseveraciones whiteanas acerca de la conexión entre la metahistoria compartida por historiadores y público remite al hecho de que cualquiera que se apropie de su pasado desde su presente no lo hace ex nihilo o por mera introspección en su experiencia preteórica, por ello se hace necesario un análisis formalista de los recursos culturales disponibles (lo que no significa determinantes) para la construcción de los trabajos históricos. En tercer y último lugar, asumir la demanda pública de representación por parte de un grupo es necesariamente una tarea tanto autocrítica, ya que quien se arroga dicho rol debe tomar decisiones acerca de cómo utilizar los recursos, como crítica, porque atender demandas no implica satisfacerlas servilmente o asumir la postura del que reclama.

Por último, la propia relación entre representaciones sucesivas y/o coexistentes de los acontecimientos que se dirijan a destacar diferentes aspectos de los mismos, la tercera apropiación metodológica, resulta también iluminada en términos del realismo figural. Es decir, los aspectos destacados por las representaciones posteriores tienen una función renovadora de los destacados por las representaciones anteriores, en el sentido de que aquéllas tratan de cumplir promesas incumplidas por éstas, renovando la promesa de alcanzar la representación. Ahora bien, como me ha sugerido Berver Bevernage, esta lectura del realismo figural habilitaría dar un paso más y "asumir que pasado y presente(s) son (como entidades temporales) construidos a la vez que se muestra que estas construcciones pueden fracasar. Más específicamente, sugiere Bervenage, en este desenmascaramiento del presente (y del pasado como lo ausente) la 'promesa de la historia' debería ser situada". Justamente, en este punto la consideración de la representación como una promesa más que como un logro es la asunción de su falibilidad inherente en conjunción con la promoción a otros a emprender el trabajo de una mejor representación y así sucesivamente. La observación de Bevernage es motivada por su preocupación por evitar un cierto "'privilegio ético' que sería violado cuando yuxtaponemos pasado y presente; o concebimos nuestra relación con el pasado en términos de distancia".25 Por mi parte, y como ya he mostrado en otros trabajos, mi crítica al privilegio epistémico nunca ha devenido ni se ha camuflado en un rechazo del privilegio político o ético. La discusión es interna a las historiografías clara y militantemente embanderadas en las políticas de la identidad o en las demandas de justicia de sucesos traumáticos del pasado reciente. El punto es justamente inverso, evitar que el privilegio político que motiva a los movimientos feministas, poscolonialistas, antirraciales, etcétera, a abordar los estudios culturales e históricos como parte de su militancia, devenga en, o sea disfrazado como, privilegio epistémico. Pues, allí rehabilitaríamos los sueños fundacionistas y dogmáticos que son otro de los factores que contribuyen a la conservación del status quo (véase Tozzi, 2005b).

Para finalizar, es oportuno señalar que mi lectura pragmatista del realismo figural es una buena explicitación de una noción tratada tempranamente por White en Metahistoria, al limitar su análisis tropo lógico a aquellas apropiaciones del pasado cognitivamente responsables, entendiendo por ello, aquellas propuestas políticas de acción futura que suponen que deben apoyarse en la historia para su legitimidad (White, 1992: 22). En suma, el realismo figural describiendo la práctica de historizar como promesa siempre renovada, pero nunca cumplida, de representar realistamente el pasado, explica por qué no se puede, ni importa, alcanzar la versión definitiva del pasado. Esta caracterización me permite evitar finalmente trazar la historia de la historiografía de una manera sustitutoria y monádica a la Ankersmit por disrupciones de experiencias fuera de contexto.26

 

LA RESISTENCIA ¿ONTOLÓGICA? DEL NO–AUSENTE PASADO

Es esta valoración heurística y pragmática de las reescrituras de la experiencia, en la que debemos pensar a la hora de entablar un diálogo con los relatos de experiencia de Malvinas. Mi punto es evitar leerlos como expresiones de una disputa por la mejor aproximación a una experiencia inmediata, en última instancia inasible, con la finalidad de buscar en ellos las preguntas que suscitan en nosotros, su auditorio.

Es justamente con este sentido que deseo leer el llamado al giro ontológico que Ewa Domanska invoca a la hora de pensar situaciones liminales como la de los desaparecidos en la Argentina; situaciones paradigmáticas para el mundo y para Malvinas. Domanska reclama virar a la arqueontología del cuerpo muerto como un pasado no–ausente, esto es, cuya ausencia es manifiesta. Según la autora, este giro ontológico se erige como instancia de superación del giro lingüístico y del giro experiencial. La conceptualización del cuerpo muerto como "un pasado que es no–ausente (es decir, cuya ausencia es manifiesta) como distinto de un pasado meramente no–presente (es decir, cuya presencia es no manifiesta)" (Domanska, 2005: 404), evadiría, en primer lugar, deslices escépticos resultantes de la focalización de la atención de los historiadores a cuestiones en torno a la posibilidad de alcanzar un conocimiento acerca de algo que ya no existe. Por otra parte, situaría la existencia de los restos ausentes en el espacio del pasado no–ausente, puesto que sólo su ambivalente y liminal estatus lo protegen contra los discursos totalizantes de los vivos (cfr., Domanska, 2005: 405). El cuerpo muerto se nos abre como evidencia del crimen y objeto de luto (ser–rastro) y de los restos ausentes que refieren al "pasado absoluto" irrepresentable (Domanska, 2005: 407). En las propias palabras de Domanska:

[...] sostener la condición liminal de los desaparecidos era importante para quienes estaban más interesados en 'crimen, culpa y castigo' (juicio y castigo a los culpables) que en 'luto, perdón y olvido' (aliviar recuerdos y construir juntos una nueva realidad) [...] El cuerpo muerto es testigo ('un testigo del más allá de la tumba') y evidencia al mismo tiempo. Es también una forma alternativa del testimonio. En esta forma sirve a los vivos y llega a ser el espacio de conflicto entre diferentes intereses del poder, del conocimiento y lo sagrado. El cuerpo es politizado, llega a ser una institución y lo muerto mismo llega a ser un hecho político más que una experiencia individual. (Domanska, 2005: 403)

Pues bien, es precisamente en este punto que Domanska me habilita a permanecer en el giro lingüístico y no dar el giro ontológico. En guisa wittgesteiniana, los abordajes de la naturaleza de la apropiación del pasado en términos del lenguaje en el que nos llegan permiten una más clara articulación de sus dimensiones políticas, cognitivas y estético–expresivas irreductibles e insoslayables.27 La clave de mi propia elección yace en la propia expresión desaparecido, la misma que Domanska analiza, pues dicha noción no remite a la materialidad ni a la ontología del no ausente pasado, sino al poder político del discurso de la justicia. La conceptualización del cuerpo muerto como presente no ausente es una opción política y legal de resistencia a la identificación de los restos como punto final a la búsqueda de los desaparecidos.

Mi opción por esta mirada pragmática y heurística del giro lingüístico no remite al hecho de que sea una estrategia más verdadera que el giro ontológico, pero sí más económica. Concretamente, al evitar el desvío a la metafísica en general (y la metafísica de la experiencia en particular) podremos abordar, de una vez por todas, el juego de poder entre inclusiones y exclusiones en las políticas de la historia y en especial del pasado reciente. Toda conceptualización del pasado (narrativa o no) es resultado del trabajo con los recursos disponibles para mediar entre el campo histórico, otras versiones y la audiencia. La arqueontología del cuerpo muerto no está menos expuesta a lidiar entre ellos, por tanto su fuerza y su promesa como recurso fundamental para la historia y la memoria le vienen de su investidura del lenguaje legal. Es por ello que una tal sugerencia de conceptualización en los casos de sucesos límites del pasado reciente, mostrará su temple en tanto promueva nuevas miradas desde las que dichos sucesos se verán mejor, que estimulen mayor investigación y que inviten a nuevas reescrituras de los mismos.

En trabajos anteriores he explotado el marco teórico que presenté, esta lectura pragmática del realismo figural whiteano para analizar con detalle ciertas representaciones (fílmicas, literarias e históricas) de las experiencias de los ex soldados en Malvinas con el objeto de criticar el privilegio epistémico de los testimonios de experiencia por ser otra forma de limbo mnémico.28 En esta oportunidad me concentraré en una instalación encargada por los familiares de caídos en las Malvinas, primordialmente orientada no a traernos los relatos de experiencia de aquellos que volvieron, sino a situarnos en la incómoda presencia del cuerpo muerto.

Aproximadamente durante los 74 días en los que se conmemoraron los 25 años de la escalada bélica, el país se pobló (bastante discreto diría yo) con actos, inauguraciones de monumentos, publicaciones nuevas, suplementos temáticos en los diarios, documentales y programas televisivos especiales en torno a Malvinas. De todo ello, lo que más llamó mi atención fue la muestra Malvinas, islas de la memoria. Imágenes públicas, objetos privados, realizada por la Comisión de Familiares de Caídos en Malvinas e Islas del Atlántico Sur en el Centro Cultural Recoleta (en el corazón de Buenos Aires). La muestra contrastaba duramente con las diversas apariciones públicas de algunas de las organizaciones de excombatientes —ya en conmemoraciones, ya en manifestaciones, ya en transportes públicos obligados a pedir dinero— vestidos con sus uniformes de combate y blandiendo en muchos casos simbología nacionalista, numerosas veces provocando involuntariamente el rechazo velado de la sociedad (la incómoda presencia del ex soldado). Por el contrario, la instalación de los familiares invitaba al recogimiento (la incómoda presencia del cuerpo muerto). El visitante ingresa a un gran galpón tenuemente iluminado y ambientado con grabaciones de voces relatando escenas de guerra como sonido de fondo, pero es atraído al fondo del mismo por la visión de cientos de cruces de madera blancas que se elevan al techo. Es imposible respetar el orden de las diversas estaciones de la exposición; nos sentimos impelidos hacia las cruces para dejarnos envolver por la espiral ascendente en la que están dispuestas. Lucen gastadas, carcomidas, portan todo tipo de objetos personales: rosarios, medallas, flores de plástico, fotos, birretes, cartas. La religiosidad de la escena es a primera vista chocante. El shock deja paso a la consternación y la tristeza en cuanto nos anoticiamos de que son las cruces originales de las primeras tumbas poco después de la derrota.29

Sería mezquino limitar la incómoda presencia del cuerpo muerto, el pasado no–ausente a las demandas de justicia y reparación. Creo, por el contrario, que es la ocasión para reabrir la polémica (o al menos no disimular su clausura) acerca de Malvinas, de su aura de sueño de unidad nacional en una tierra lejana, de las cuentas pendientes de Argentina, son, en suma, la ocasión para ejercitar nuestra crítica teórico–conceptual y creatividad discursiva. Mi reclamo no es un juego académico banal, por el contrario, el trabajo de articulación epistémica, política y estético–expresiva propio del discurso histórico es de urgencia insoslayable.

La exposición de las cruces en la muestra del Recoleta contrasta en tierra firme la impotencia e indignación denunciada por Federico Lorenz a propósito de su reciente viaje a las islas y el obligado recorrido por el cementerio erigido recientemente en Darwin en el que se ha visto enfrentado una y otra vez a la leyenda "soldado argentino sólo conocido por Dios": si Dios los conoce ya no es preciso escribir sus historias. Más aún, acusa, en un país en donde el terrorismo de Estado ha dejado un saldo de 30 000 desaparecidos, delegar en Dios la identidad de los caídos de las Malvinas no es más que otro acto de irresponsabilidad estatal y, yo agregaría, de anomia social. Como dice Lorenz, "quienes fueron a Malvinas tenían nombre y apellido" (2007: 31) sufrieron, temieron, rieron y construyeron, durante los pocos días que duró la guerra para ellos, lazos comunitarios, protagonizaron anécdotas. Vidas, breves vidas que merecen ser narradas.

En oposición a la tumbas sin nombre que hoy se erigen en las islas, las carcomidas cruces del Recoleta, vestidas y rodeadas de objetos personales, reúnen en sí mismas esas historias. Pero la centralidad de las cruces en la muestra es un signo del clamor, no por menos, sino por más y más historia (en el sentido heurístico y pragmático que me ha sugerido el realismo figural). Las historias sugeridas por las cruces despintadas de las Malvinas no son sólo ocasión de luto y melancolía, no son sólo ocasión para la reconstrucción de la vida de un soldado particular bajo bandera, sino que también son, y deben ser, ocasión de interrogación acerca de las diferencias y diferimientos del cuerpo muerto, respecto de las diferencias de clase, de religión, de procedencia cultural que no dejaron de funcionar ni en el reclutamiento, ni en la asignación de destinos y funciones,30 ni en las islas, ni en la posguerra, ni en la dictadura, ni en la democracia. Se trata de la necesidad de escribir la historia de las diferencias en la recuperación, la reinserción o el suicidio; historia que es diferida en las Malvinas como símbolo nacional de unificación.

Como se habrá podido advertir, mi aproximación ha evadido la tradicional distinción entre historia y memoria, suponiendo que una es el reino de la objetividad y la neutralidad y la otra el ámbito habilitado para las disputas de las políticas de la identidad, reparación y reconocimiento. Y es justamente en la vinculación entre memoria política e identidad que se habilita el espacio para la nostalgia por la identidad perdida. No obstante, como vimos en detalle en el giro experiencial ankersmistiano, su sublime experiencia histórica pretende revitalizar la representación nostálgica de la identidad perdida en el espacio de la práctica historiográfica, esa nueva identidad que se reconoce en no ser más. Pero, no podemos eludir que toda identidad supone exclusión a un punto tal que la nostalgia por la identidad perdida inevitablemente es nostalgia por la exclusión perdida y nostalgia por ese mundo que oficiaba de contexto para que dicha identidad se reconociera. La sensibilidad nostálgica soslaya, en suma, tanto el carácter conflictivo, dinámico y abierto de los términos identitarios, como la necesidad de adherir a la presuposición de un cierto privilegio e inmediatez de parte del sujeto individual en su acceso en el pasado a su esencia identitaria.

En definitiva, no se trata de que la presencia del cuerpo muerto no nos incomode, sino de que no paralice nuestra imaginación teórica creativa. No se trata tampoco de evadir la nostalgia respecto del verdadero o falso terruño, del espacio que alguna vez o nunca tuvimos. En suma, no se trata de promover políticas negacionistas. Más bien, se trata de indagar en la nunca agotada posibilidad de formas alternativas de narrar esas experiencias de participación en acontecimientos límite, de promover escrituras que motiven más preguntas, más investigación como rechazo a los intentos de establecer versiones definitivas de la identidad y de la historia. Que motiven en definitiva a quien quiera o quien sea a la participación en el juego del lenguaje de la reescritura de la historia.

 

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NOTAS

1 Para una detallada exposición de su teoría véase Tozzi, 2003 y 2006b. El lector no familiarizado con el decurso que tomó la filosofía de la historia en el último cuarto del siglo XX puede introducirse en ella a través de Ankersmit y Kellner, 1993 y Ankersmit, 1986.

2 La autora reclama un giro ontológico hacia una arqueología del Cuerpo Muerto, no a propósito de las Malvinas, sino de los desaparecidos durante la última dictadura militar. Su trabajo es relevante por el hecho de que no podemos eludir sin analizar no sólo el secuestro y desaparición de personas sino también la escalada bélica en las Malvinas en el marco del terrorismo de Estado que signó la última dictadura militar argentina (1976–1982). Profundizaré estos aspectos en los apartados finales.

3 Dos excelentes aproximaciones periodísticas a los eventos del conflicto son Cardoso, Kirschbaum y van der Kooy, 1983 y Terragno, 2002.

4 Comunicados 163 a 165 (Terragno, 2002: 405–408).

5 Guber, 2004: 13. Desde 1904 la Argentina contaba con un servicio militar obligatorio para varones de 21 años. En 1973 se establece como edad de reclutamiento los 18 años (coincidente con la finalización del colegio secundario e ingreso al mercado laboral o a los estudios superiores), de modo que los soldados destinados a la misión rondaban entre los 19 y 20 años. En 1994, tras la muerte de un conscripto por vejaciones de sus superiores, el presidente constitucional Carlos Saúl Menem decretó su fin.

6 Cantidad aproximada total de efectivos: 10 000–12 000 (siendo el 50% conscriptos civiles); heridos: 1 100; caídos: 650 (323 por el hundimiento del Crucero ara General Belgrano); suicidios posguerra: 350.

7 Si bien la derrota tuvo en el terreno jurídico internacional el resultado claramente negativo de anular al corto plazo la posibilidad de recuperación del archipiélago por vía diplomática, a la vez profundizó la crisis (económica y financiera) que atravesaba la dictadura militar, acelerando su caída al poner al descubierto su absoluta impericia como militares profesionales sostenidos gracias a un elevado presupuesto estatal y su perversa eficacia como fuerza parapolicial de represión interna. Tras la derrota comienza a hacerse pública en Argentina la dimensión de la represión: alrededor de 30 000 detenidos desaparecidos, resultado del secuestro ilegal y detención en campos clandestinos de concentración, lo que desafortunadamente hablaba de un claro ejemplo de terrorismo de Estado.

8 Como ejemplo extremo de esta crítica, véanse los diversos artículos de la ya clásica compilación de Friedlander, 1992. Para una relación completa de las consecuencias epistémicas, estéticas y políticas de estos debates, en especial dentro del feminismo y del poscolonialismo, veáse Berkhofer, 1995. Trabajé este tema en Tozzi, 2005a.

9 Scott, 1991: 773–797. Trabajé con profundidad este tema en Tozzi, 2005b.

10 Ambiciosa propuesta del último libro de Ankersmit (2005: 84) y que será criticada en este ensayo: "Quiero explicar cómo quedamos atrapados en la prisión del lenguaje y espero hacerlo en forma tal de sugerir cómo podríamos liberarnos de nuevo y en qué forma la noción de experiencia puede funcionar como guía en nuestro camino a la libertad".

11 "Tenemos el lenguaje para no tener experiencia, él es nuestro escudo para evitar los temores y los terrores que son típicos de la experiencia" (Ankersmit, 2005: 11).

12 Esta es la estrategia seguida por Jay (2005) quien reconoce los obstáculos de producir una consideración más general de la experiencia. Más aún, el autor advierte que probablemente el término ni siquiera sea un caso de lo que Ludwig Wittgenstein denominó concepto de parecidos de familia guiando algún uso regular del mismo (cfr., Jay, 2005: 308). No abordaré la consideración de este autor pues su naturaleza descriptivo–enumerativa me deja sin elementos teóricos interesantes a la hora de intervenir en el concreto debate acerca de la representación de la experiencia de guerra en las Malvinas.

13 Desarrollé esta noción en Tozzi, 2006a.

14 En Tozzi, 2005b, discuto la recuperación del privilegio epistémico desde el realismo pospositivista de Mohanty, 1997.

15 Dicha concepción es producto de la asociación del testimonio a su función legal (testigo en juicio), obligando al testigo, sobre todo a aquel que ha sido víctima de violencia, a revelar una verdad privada. Véanse Gilmore, 2001 y Kusch, 2002: part. I, <<Testimony>>.

16 Véanse LaCapra, 2001, 2004 y Caruth, 1995.

17 El capítulo 8, que particularmente tendré en cuenta, fue previamente publicado en 2001.

18 Ambos de 2002, ver bibliografía al final.

19 Ankersmit ha intentado seguir a Goodman, Danto y Gombricht en su rechazo a desplegar la relación entre representación y representado en términos de la semejanza de apariencia entre ellos. Esta consideración que reabre la puerta a la teoría de la representación en términos de la sustitución que el representante cumple para lo representado permite poner en la misma égida a la representación histórica (texto y pasado) y a la política (parlamentarios y ciudadanos).

20 Debe quedar bien claro que la representación no es sustituto de la experiencia, no la representa (la experiencia sublime es irrepresentable) ni tampoco cumple un valor epistémico de control de adecuación de la representación del pasado.

21 "Recobrar algo de la ingenuidad inocente del niño y ser totalmente abiertos a lo que el mundo tiene para ofrecernos" (Ankersmit, 2005: 106).

22 "El origen de las grandes representaciones históricas reside en la heterogeneidad radical entre nuestro intento de conocer el pasado y el pasado que siempre se nos resiste [...] La conciencia histórica moderna surge de la experiencia de esta discrepancia entre la perspectiva del pasado y la del presente [...] en este espacio lógico entre experiencia traumática y un lenguaje que aun tiene una inmediatez y directez en su relación con el mundo —y luego en un gesto de insight en sí mismo, se empuja hacia fuera como siendo siempre inadecuada a su tarea" (Ankersmit, 2005: 336, 357 y 359).

23 Por el contrario, la experiencia cotidiana, puntual y diferenciada, es una respuesta a las presiones del contexto y de la tradición y por tanto mediada, de manera que nos da una relación indirecta con el mundo.

24 He desarrollado este criterio heurístico y pragmático de preferir la proliferación de interpretaciones y la promoción de más investigación en Tozzi, 2006b y Tozzi, 2005c. La propuesta es original de Thomas Nickles (1989). Lo recomendable no es la proliferación a secas de interpretaciones, sino de nuevas líneas de investigación, que inspiren nuevas preguntas y estimulen nuevas articulaciones interdisciplinares. Sostengo que ésta invitación al diálogo y al trabajo de investigación es la respuesta política y epistémicamente mejor para evitar echar un manto de olvido sobre las demandas del pasado reciente. Por el contrario, son aquellos que no cejan en la búsqueda de la versión definitiva o aquellos que denuncian moralmente la tarea de búsqueda de representación del pasado o aquellos que otorgan privilegio epistémico a las víctimas, quienes, en su oclusión del diálogo crítico y la polémica contribuyen a su olvido o negación.

25 Debo estas palabras textuales a comentarios que Bevernage hizo a mi trabajo. Para acceder al desarrollo completo de su propuesta véanse, Bevernage 2007.

26 No puedo dejar de expresar aquí mi disconformidad con la analogía trazada por Ankersmit entre su noción de experiencia de ruptura y las anomalías kuhnianas. Para Ankersmit (2005: 128): "La experiencia histórica es un don, llega sin anuncio inesperadamente y no puede repetirse a voluntad". "[...] la experiencia histórica puede yacer en la base del escrito histórico más revolucionario. O, en términos kuhnianos, una experiencia histórica puede funcionar como la 'anomalía' que es excluida por un "período de ciencia normal y que puede disparar una "revolución cientifica" (Ankersmit, 2005: 127). En su invocatoria a volver a la subjetividad, Ankersmit aboga por una privatización del pasado como resistencia a las consideraciones lingüísticas (y públicas) que erigen un escudo que impide experienciar lo sublime. Por el contrario, nada más lejano de una experiencia pura y privada para caracterizar la percepción por parte de los científicos de una anomalía. El interjuego de enigmas y anomalías de un paradigma no remite a algo no lingüístico ni subjetivo, sino a planteamientos de problemas que no han sido expresados en el lenguaje o los términos del paradigma. La anomalía no es no lingüística, sino no tamizada por el lenguaje consensuado en la ciencia normal.

27 Frente a aquellas que indagan en la fenomenología de la experiencia con el objeto de vislumbrar indicios narrativos o prenarrativos que justificarían al menos formalmente su configuración simbólica como narrativización.

28 Véase Tozzi, 2006a, donde analizo comparativamente la utilización de los testimonios en la película Iluminados por el fuego, los libros Partes de Guerra (Graciela Speranza y Fernando Cittadini) y Las Guerras por Malvinas (Federico Lorenz).

29 En 2004, los familiares pudieron construir un cementerio en Darwin, reemplazar las cruces por otras más resistentes y trajeron las originales al continente.

30 Es bien conocido el racismo y clasismo de las fuerzas armadas argentinas que tras la fachada nacionalista no perdió ocasión de ejercer su favoritismo arbitrario a la hora de asignar posiciones.

 

INFORMACIÓN DE AUTOR(A)

Verónica Tozzi: es doctora en filosofía por la Universidad de Buenos Aires. Profesora adjunta en filosofía de la historia en la misma universidad. Coordinadora del Posgrado en Epistemología e Historia de la ciencia, UNTREF. Entre sus últimas publicaciones destacan: "Figuring Malvinas war experience. Heuristic and history as an unfulfilled promise", en Domanska Anskermit y Kellner, Re–Figuring Hayden White, Stanford, 2008. "Tomándose la historia en serio. Danto, esencialismo histórico e indiscernibles", Revista de filosofía, UMC España, 2007.

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