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versión On-line ISSN 2594-0619versión impresa ISSN 1665-1200

Tóp. Sem  no.50 Puebla jul./dic. 2023  Epub 23-Jun-2023

 

Artículos

Bildwissenschaft y cultura visual digital

Bildwissenschaft and Digital Visual Culture

Bildwissenschaft et la culture visuelle numérique

Sergio Martínez Luna1  *

1Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED). sermarti@fsof.uned.es


Resumen

El artículo analiza algunas de las principales líneas de investigación de la ciencia de la imagen alemana (Bildwissenschaft) en el contexto de las transformaciones de la cultura digital y su impacto en la condición actual de la imagen. Después de hacer una comparación entre las aproximaciones de los estudios visuales anglosajones y de la Bildwissenschaft a la cultura visual y a la imagen, se resumen los enfoques de tres de los teóricos más destacados de este campo de estudio: Gottfried Boehm, Horst Bredekamp y Hans Belting. Finalmente se estudia el alcance de los desarrollos teóricos de estos pensadores para abordar la cultura visual digital, atendiendo a las cuestiones del concepto de imagen, de la agencia icónica y de los medios.

Palabras clave: Bildwissenschaft; cultura digital; imagen; agencia icónica; medios

Abstract

This article analyses some of the main lines of research in German image science (Bildwissenschaft) in the context of the transformations of digital culture and their impact on the contemporary status of the image. After a comparison between the approaches of Anglo-Saxon visual studies and Bildwissenschaft to visual culture and image, the approaches of three of the most prominent theorists in this field of study - Gottfried Boehm, Horst Bredekamp and Hans Belting - are summarized. Finally, the scope of the theoretical developments of these thinkers for dealing with digital visual culture is assessed, by addressing the questions of the concept of image, iconic agency, and media.

Keywords: Bildwissenschaft; digital culture; image; iconic agency; media

Résumé

L'article analyse certains des principaux axes de recherche de la science allemande de l'image (Bildwissenschaft) dans le contexte des transformations de la culture numérique et de leur impact sur le statut actuel de l'image. Après une comparaison entre les approches de la culture visuelle et de l'image des études visuelles anglo-saxonnes et de la Bildwissenschaft, les approches de trois des théoriciens les plus éminents de ce domaine d'étude - Gottfried Boehm, Horst Bredekamp et Hans Belting - sont résumées. Enfin, la portée des développements théoriques de ces penseurs pour traiter de la culture visuelle numérique est explorée, en abordant les questions du concept d'image, de l'agence iconique et des médias.

Mots-clés : Bildwissenschaft; culture numérique; image; agence iconique; médias

Introducción

A menudo consideramos nuestra relación con las imágenes según el modelo de la contemplación estética, es decir, el de un espectador pasivo frente a una imagen fija que está nítidamente separada, gracias al marco, de su entorno y de su espectador. Sin embargo, con las imágenes digitales este paradigma muestra sus limitaciones. A los espectadores de la cultura digital se les entiende como usuarios activos con la capacidad de interactuar con las imágenes. Las relaciones de los espectadores digitales con las imágenes están gestionadas por tecnologías y sistemas de representación, dirigidas a la gestión de la visión y las mediaciones de la pantalla. A pesar de la retórica que insiste en la participación como rasgo central del usuario de Internet, dotado de agencia y de coherencia, aquella no es necesariamente una participación democrática, sino que más bien está sometida a las lógicas de consumo y de la extracción de datos. Aquellos son en realidad espectadores regulados por tecnologías y representaciones a través de las mediaciones de las interfaces visuales en las que se han convertido las pantallas (White, 2006). Estas ya no se reconocen en la metáfora de la ventana porque se han convertido en tableros interactivos en los que la contemplación de una realidad acotada queda relegada en favor de la interactividad (Cassetti, 2013).

Atisbamos un momento donde no existe ninguna estrategia visual proveniente de la cultura visual humana que permita intervenir de manera evidente en el contexto de la visión maquínica (Paglen, 2019). El carácter reproducible de la fotografía llevó a la imagen a abandonar el marco para interpelar al receptor, satisfaciendo así el deseo de las masas por aproximarse a las cosas, quitar la envoltura a cada objeto y triturar su aura (Benjamin, 2003). Ese proceso de acercamiento ha pasado a formar parte de una estrategia de alienación del objeto, en cuanto que exceso de una representación automática e invisible. El objeto representado se repliega sobre la superficie que lo constituye como representación. La imagen conforma un mundo ontológicamente autosuficiente en la superficie de su representación, de manera que nada del objeto queda fuera de su representación técnica (Yáñez Tapia, 2010). La imagen algorítmica es un programa que funciona para implementar un régimen que pugna no tanto por mostrarlo todo como por mostrar sin dejar nada fuera.

Hay un peculiar retorno de la experiencia de devolución de la mirada por parte de las imágenes, que Walter Benjamin consideraba que enfrentaba su decadencia con la reproducción técnica. Tus imágenes, advierte Trevor Paglen (2019), están mirándote, pero no para desplegar el juego entre cercanía y distancia propio del aura, sino para localizar, clasificar y decidir las formas de subjetividad y de socialización. Aquella afirmación de Paul Klee, cuando anunciaba que los objetos lo percibían, se vuelve, observó Paul Virilio (1998), objetiva y verídica. Cuando se hace una búsqueda de imágenes en Internet lo que se nos ofrece es un mosaico heterogéneo de imágenes generado desde la correlación entre los metadatos y las palabras que se han escrito en el buscador (Rubinstein, 2014). El flujo de imágenes interconectadas arrastra a la imagen más allá de ella misma y la anula al incluirla en un flujo hipermediado que impide percibirla y pensarla en su singularidad (Henning, 2018). Las condiciones por las que se configura lo que aparece como parte de lo común, el mundo, la subjetividad, resultan de una operación informática que establece que lo que aparece se produzca y se gestione como dato cuantificable. La imagen no quiere ser contemplada, quiere ser comentada y participada, revinculada y puesta en circulación. La imagen es invasiva porque recolecta datos de sus espectadores usuarios y, a la vez, evasiva, porque trabaja solo para aquellos ojos, no necesariamente humanos, que sepan leerlas, traducirlas y gestionarlas (Marzo, 2021). De este modo, la cuestión ya no es la de la verdad o la falsedad de las imágenes, sino si son eficaces o ineficaces al interior del aparato tecnosocial que las produce (Celis Bueno, 2019).

Los procesos de digitalización se tomaron como una superación de las limitaciones de la materialidad y del cuerpo. Pero en la cultura digital vienen a tramarse tanto los mundos digitales como los analógicos, al igual que en la imagen digital vienen a reunirse efectos de representación y de presencia, simbólicos, sociales y materiales. La respuesta a la pregunta de qué es una imagen va a la zaga de los cambios acelerados en el universo de lo icónico. Las ontologías de la imagen mutan y las condiciones de su producción, reproducción y consumo recorren caminos muy diferentes a otros momentos históricos. La teoría de la imagen, con todo, permanece en la tensión entre perspectivas históricas y transhistóricas. ¿Cabe incluir en un marco universalista la capacidad de las personas para percibir, comprender e interactuar con las imágenes, más allá de unas u otras formaciones históricas? La cuestión toca al problema de si las imágenes son objetos en sí mismos que reclaman una aproximación ontológica o si deben abordarse desde las formas sociales, económicas y técnicas por las que son mediadas para pasar a ser parte de las políticas de la identidad y la socialización.

No puedo abordar todas las líneas que parten de esas distintas aproximaciones. Una forma de resumirlas es volver sobre los encuentros y desencuentros entre los estudios visuales anglosajones y la ciencia de la imagen alemana (Bildwissenschaft) (García Varas, 2014 y 2015). Estos se han venido produciendo desde que W. J. T. Mitchell (2009) anunciara un giro visual (pictorial turn) en las humanidades y, en un primer momento en paralelo, desde que el pensador alemán Gottfied Boehm (1994) se hiciera la pregunta de qué es una imagen y desarrollara el concepto de giro icónico (ikonische Wende).1 Los estudios visuales parten de la heterogeneidad de enfoques, metodologías y disciplinas (de la sociología a la historia del arte, del psicoanálisis a la teoría de los medios) que heredan de los Cultural Studies. Los estudios visuales beben de la crítica ideológica de la representación (qué hay detrás y alrededor de las imágenes, social, política o culturalmente) concentrándose en fenómenos y casos específicos que ponen a prueba su aparato teórico (García Varas, 2015). La visualidad es el concepto clave aquí, en la medida en que apunta hacia la construcción social de la visión y la construcción visual de lo social, eje sobre el que se configuran modos de vida, identidades, subjetividades y colectividades (Mitchell, 2003). Por tanto, el primer objeto de crítica de la visualidad es subrayar que no existe algo así como una visión natural, pues se encuentra mediada por fuerzas históricas y sociales que deciden, dentro de un cierto régimen escópico, qué es un hecho visible, qué puede verse, a qué es legítimo mirar y de qué es normativo apartar la mirada. Esto no significa que la pregunta por la imagen desaparezca en este enfoque. Es obvio que las imágenes ocupan un lugar relevante dentro de la cultura visual. Pero la definición de la imagen no se enunciará sin antes dar un rodeo por las políticas de la mirada o el estudio de las prácticas visuales tecnosociales, la crítica ideológica y las políticas de la identidad y la diferencia.

Por su parte, la ciencia de la imagen alemana tiene a la imagen como su explícito objeto de estudio. Despliega, en sus distintas y heterogéneas formulaciones, una orientación ontológica que sí formula la pregunta acerca de qué es una imagen.2 La ciencia de la imagen se interesa por la definición de las imágenes y, en especial, de sus formas de significación y sus maneras de crear sentido (dialogando tanto con las teorías filosóficas del lenguaje, la hermenéutica y la fenomenología como con la teoría y la historia del arte) en el marco de un giro visual en el pensamiento. Este reclama atender a las nuevas posibilidades de la imagen y de las representaciones no verbales (García Varas, 2014, 2015; Lumbreras, 2010). Voy a centrarme en tres de los más notables pensadores de la ciencia alemana de la imagen. En primer lugar, esbozaré sus principales argumentos brevemente, luego me preguntaré si sus propuestas son capaces de explicar las trasformaciones de la cultura visual digital.

1. Gottfried Boehm y la pregunta por la imagen

De acuerdo con Boehm (García Varas, 2011), el objetivo de una ciencia de la imagen es el estudio de la lógica propia de la imagen, es decir, de sus mecanismos distintivos, no subordinados a modelos verbales o lingüísticos, para producir sentido. El giro icónico reclama otro tipo de pensamiento capaz de clarificar las posibilidades cognoscitivas que hay en las representaciones no verbales y que han permanecido latentes en la filosofía de la modernidad. Se plantea la posibilidad de un tipo concreto de pensamiento, que reclama una revisión crítica de los presupuestos de otras disciplinas y, a la vez, señala la necesidad de una ciencia de la imagen como legítimo campo de estudio (García Varas, 2014 y 2015). Es necesario poner en cuestión las dependencias del análisis con categorías lingüísticas y con modelos semióticos que reducen la imagen al texto y a la semiosis, de forma que sea posible componer una compresión más ajustada del sentido de las imágenes, con base en las dimensiones icónicas que les son propias. Contrastando con la diferencia semiótica de Saussure, la diferencia icónica subraya la dificultad de traducir sin resto la experiencia de las imágenes, porque entiende que una imagen es una unidad de sentido en sí misma, distintiva frente al lenguaje. Es una aproximación que quiere mostrar las limitaciones del giro lingüístico, a la aproximación semiótico-textual a la imagen, pero a la vez, como subrayaremos, sigue tomando como modelo a ese giro para perfilar sus posiciones. Las estrategias de reducción de la imagen y lo visual a lo retórico y lo semiótico deben ser contestadas. Para entender las imágenes debemos partir de la irreductibilidad de la imagen a las prácticas discursivas y la inconmensurabilidad que define la relación entre imagen y mirada, como una mediación distinta a las que explican las teorías del lenguaje (Mersch, 2016; Purgar, 2017).

La diferencia icónica implica que la imagen no conforma sus significados desde la similitud con el mundo sino, al igual que las palabras, desde sus oposiciones internas. La imagen no está constituida por su identidad, sino por un juego de contrastes visuales. De acuerdo con Boehm, la diferencia icónica se refiere en primer lugar a la oposición entre el soporte material y el significado o sentido (Sinn). Estas relaciones diferenciales internas entre los trazos o líneas y la figura que forman, o entre la figura y el fondo, modelan primordialmente la diferencia icónica (Cárdenas, 2018). De aquí surge también la diferencia entre la representación y su modelo, su referente o su original. La diferencia con lo real compone la lógica imaginaria de lo icónico por la que la imagen se remite a algo que se encuentra ausente. Entender la imagen como una entidad con sus lógicas y sentidos propios es un enfoque esencialista, pero matizado por el hecho de que la caracterización de la imagen de Boehm no se fundamenta en formas de agencia afectivas o perceptivas, dogmas o significantes exclusivos de la imagen, sino en las diferencias constituyentes de lo icónico (Purgar, 2017). La producción de sentido de la imagen surge de un juego entre relaciones diferenciales, y en cuanto que es propia de lo icónico, se distancia de las facultades del sujeto (Cárdenas, 2018). El sentido de la imagen no cristaliza en el significado, sino en la vitalidad icónica que interpela al espectador.

2. Horst Bredekamp y la acción icónica

La vitalidad icónica, el poder de las imágenes, la Bildmagie, es central en la obra de Horst Bredekamp y Hans Belting. Las imágenes, según Bredekamp (2017), tienen una capacidad de actividad —enárgeia— que no proviene de dinámicas miméticas ni empáticas, sino de una vida propia, por la que muestran autonomía y agencia. El poder de las imágenes es su capacidad para actuar de manera autónoma, desprendiéndose tanto de las intenciones de su creador como de los significados y usos a los que una cultura las asocia. No es tanto que estos desaparezcan arrastrados por la vitalidad icónica como que los anhelos de sentido que los espectadores y usuarios proyectan sobre la imagen encuentran en ese poder un límite, dibujado desde la misma tendencia humana a entender las imágenes como entidades animadas con deseos propios (Lumbreras, 2010). El poder de la imagen supone una relación específica con sus espectadores, que muda históricamente, pero que sucede tanto con la imagen cultual como con las imágenes electrónicas. Por tanto, una primera aproximación a la historia de la imagen se conformará como una historia de los distintos actos de imagen. La tipología de estos actos compuesta por Bredekamp es inevitablemente incompleta, pero sobre todo hay que subrayar que en esa perspectiva histórica se diluye una articulación teórica de los actos icónicos capaz de medirse con la complejidad de las distintas manifestaciones del poder de las imágenes, incluidas las digitales. De nuevo, se trata de acceder a un modelo de análisis que no esté determinado por lo textual o lo semiótico y que permita entender cómo la imagen genera sentido de forma visual.

La representación no es un asunto de duplicación de la realidad, sino de sustitución, la presencia de una ausencia (Lumbreras, 2010). La configuración formal de la imagen no es sólo su apariencia, sino su potencia retórica para crear significado y conmover al espectador. Bredekamp (2017) concibe la forma como interpelación al espectador por parte de la imagen, más allá de sus funciones y contenidos simbólicos, religiosos, políticos o morales. La agencia de las representaciones visuales se trama en la organización formal de la materia y de las superficies provocando una quiebra entre lo que se espera que la imagen diga, o deba decir, y lo que hace o consigue por sí misma (Lumbreras, 2010). La imagen despliega su poder inmanente sobre el espectador al desmarcarse a sí misma de las expectativas y obligaciones culturales, cultuales o sociales proyectadas sobre ella, es decir, al trastocar el régimen de representación en el que está incluida. Esta experiencia dibuja una continuidad entre las imágenes y prácticas visuales del pasado y las actuales.

3. Hans Belting y los medios de la imagen

Atendamos ahora a la antropología de la imagen de Hans Belting (2007), que advirtió que era apremiante una iconología crítica a la altura del inédito poder alcanzado por los medios de masas. Ahora bien, la era digital no supone una ruptura en la historia de las imágenes. Belting se ha propuesto elaborar una teoría unificada de la imagen desde una preocupación ontológica que parte de la premisa de que toda imagen —artística o religiosa, material o mental, analógica o digital— necesita de un medio para hacerse visible. Es central aquí la relación entre imágenes endógenas (internas, mentales) y las exógenas (externas, físicas). Las ambivalencias, encuentros y desencuentros entre ambas sustancian la praxis humana de la imagen. Belting propone una antropología de la imagen (Bild-Anthropologie) capaz de dar cuenta tanto de las imágenes internas como las externas. Al articular imágenes endógenas y exógenas, los medios quedan reubicados en sus dimensiones materiales, corporales y humanas. La medialidad de la imagen no se corresponde con la teoría de los medios o con las ciencias de los medios (Medienwissenschaften) porque, a diferencia del propósito de estudiar a las imágenes en el contexto de los medios de comunicación, la ciencia de la imagen analiza los procesos de mediación constitutivos de la experiencia de la imagen (Rubio, 2018). Estos no son reducibles al papel que juega la imagen en los procesos masivos de comunicación, sino que son propios de la imagen. Hay que distanciarse tanto del enfoque centrado en las técnicas de producción de imágenes como en el que busca componer un concepto ideal y abstracto de imagen. El fundamento antropológico de lo icónico residiría entre lo humano y lo técnico, pero es irreducible a ambas instancias. Ese territorio es el de la praxis vital de la imagen que modela la producción y la recepción de las imágenes como experiencias originarias de la cultura que atraviesan las divisiones históricas entre arte y no arte. La experiencia de la imagen está conformada por prácticas de percepción y simbolización que tienen su sede en el ser humano, como el lugar de las imágenes. Frente a los dualismos que implican tanto las aproximaciones idealistas como las técnicas, Belting (2007) propone la triada imagen, medio y cuerpo. La pregunta por la imagen se desdobla en la pregunta por el cuerpo humano que percibe, recuerda y produce imágenes y en la pregunta por el medio anfitrión o portador de las imágenes.

Es así posible un concepto de imagen desde la idea de su asociación a un medio y de las trasformaciones que sufre al pasar de un medio a otro. El medio no es exterior a la imagen. El medio portador, como medio visual, forma parte de la naturaleza visual de la imagen y, así, de su propia definición. De este modo, no hay una separación entre imágenes materiales y mentales provocada por los distintos medios que puedan habitar unas u otras. Tampoco lo hay entre imágenes digitales y analógicas. Existen continuidades y diferencias sólo en el marco de las relaciones diversas que se establecen entre medio e imagen. Sólo de manera indirecta es enunciable una definición de la imagen porque ésta no existe por sí misma. No es, sino que se da, tiene lugar. Las imágenes ocurren en las relaciones variables entre medios y cuerpos (Lumbreras, 2010).

El medio es un medio material, no una noción abstracta y conceptual que se separa de la esfera fenomenológica, de lo visible y de lo sensible. Es decir, tiene una dimensión corporal que está tramada con la percepción y la producción de imágenes y que muestra así las interdependencias cambiantes a lo largo del tiempo, ajenas a cualquier presupuesto dualista que separe las imágenes mentales (Abbilder) y las imágenes materiales (Vorbilder) o, acudiendo a una distinción inexistente en alemán, entre images y pictures (Lumbreras, 2010). Una imagen es más que un producto de la percepción. Es resultado del conocimiento y de la intención personal y colectiva. Todo lo que aparece a la mirada o a la mente puede ser trasformado en imagen: los seres humanos comprendemos el mundo en imágenes. Así, el concepto de imagen sólo puede ser antropológico, hasta el punto de que las condiciones de posibilidad de la producción icónica son idénticas a las condiciones de posibilidad de la existencia humana consciente (Wiesing, 2010). La imagen es, en consecuencia, un objeto de estudio no sólo de la historia del arte sino del conjunto de las ciencias de la cultura. No es suficiente entenderla como un problema conceptual abstracto ni como objeto de interpretación estética. Es la triangulación entre imagen, medio y cuerpo, como inscrita en la producción de imágenes en el espacio social, la que habilita entrar en la complejidad de la imagen. Esto requiere dejar atrás las preguntas acerca del qué y el porqué de la imagen para centrarse en el cómo de la imagen. Entre ambas preguntas, el qué y el cómo, se anuda su esencia. El cómo está conformado por el medio visual en el que una imagen reside. La iconología estudia la unidad y la distinción entre imagen y medio, entendido como medio anfitrión. La visibilidad de la imagen depende de su medialidad particular, que regula la percepción del espectador. Por eso la pregunta acerca de qué es una imagen se dirige a los artefactos, a las obras en imagen, a la transposición de imágenes y a los procedimientos con los que se obtienen imágenes. El qué de la imagen no puede ser comprendido sin el cómo por el que aquella se convierte en imagen. El cómo es “la comunicación genuina, la verdadera forma del lenguaje de la imagen” (Belting, 2007, p. 15).

¿Supone la digitalización un cambio en la definición y en la ontología de la imagen? Las máquinas de visión, en un proceso que comienza al menos con la fotografía y el cine, pueden ya ver por los seres humanos. Si bien podemos ver a través de dispositivos como las cámaras automáticas, los detectores de movimiento, los robots equipados con sensores visuales o los dispositivos de reconocimiento facial, estos no necesitan del involucramiento humano para percibir la realidad, configurar imágenes y trasmitirlas. La imagen digital no es sólo un conjunto de datos y bits. Cuando en las imágenes operan los algoritmos como dispositivos para la gestión de la mirada y la visualización y formas prescriptivas de relación con el mundo, muta la imagen, pero también el concepto de ser humano como productor y consumidor de imágenes (Hoelz y Marie, 2017). Es necesaria una revisión de la definición de una imagen que, capaz de reunir, computar, gestionar y presentar una infinidad de datos en tiempo real, ya no se ajusta a los marcos subjetivos humanos.

4. Bildwissenchaft y cultura digital

Lo que quiero preguntarme es hasta qué punto los modelos de explicación de la Bildwissenschaft alcanzan a dar cuenta de estas trasformaciones. Volvamos sobre nuestros pasos. En primer lugar, a Gottfried Boehm. Este pensador entiende la imagen como un medio para contar algo acerca del mundo, porque aquello que es garantizado por el logos debe ser garantizado también por la imagen, si bien a su propia manera (Boehm, 1994). El logos parece extenderse más allá de los límites de la palabra adquiriendo un nuevo, hasta ahora descartado, potencial icónico. Si, en efecto, el logos es más que verbal y si más allá del decir se encuentra el mostrar (Elkins, 2010), ¿cuáles son los modos de producción de sentido propios de la imagen? La experiencia de la imagen no se ajusta a un horizonte de discontinuidades y potencialidades que quedan integrados en la unidad del objeto que se da en la experiencia. Al contrario, la producción icónica de sentido se encuentra en lo que no es continuo y en lo que no sigue la lógica del lenguaje tradicional: el logos como producción no continua de sentido se abre a campos ajenos al lenguaje (Cárdenas, 2018). La raíz hermenéutica de esta filosofía de la imagen se evidencia cuando el sentido depende de una interpretación de las estructuras que lo posibilitan en la superficie del soporte material. Hay que entender las condiciones de la percepción visual desde los mecanismos que la conforman, con origen en la diferencia icónica, en el contraste entre fondo y figura, entre la superficie y los elementos que la pueblan, entre la totalidad y sus partes. El sentido icónico es la configuración de lo visible en su articulación con un modo interpretativo de ver, es decir, con una mirada activa que conforma y es conformada en su encuentro con la imagen. El desafío es definir esa relación en un dominio no reglado por el lenguaje. Si lo que manda en la imagen es la mediación que el lenguaje establece entre la idea incondicionada, la forma pura, y la imagen sensible, ésta queda enredada en las dualidades metafísicas de ascendencia platónica entre copia y original que condenan a la apariencia como una pseudorrealidad que debe ser trascendida. ¿Posibilita el giro icónico superar el orden de mediaciones del lenguaje para entender la imagen en sus propios términos? Podríamos plantear si el giro icónico no es sino una nueva versión de la subsunción de la imagen bajo el signo (el logos), porque después de todo la imagen sigue siendo un modo de hablar y de pensar, no en palabras sino en imágenes (Beyst, 2010). Boehm defiende que es la crítica a los dualismos de la metafísica clásica la que desbroza el terreno para una filosofía de la imagen, situando a la ontología en una posición de no superioridad con respecto a la realidad sensual. Pero el modelo sigue siendo el del giro lingüístico, porque es el lenguaje el que determina las relaciones que mantiene la imagen tanto con la sensibilidad como con las ideas. Estos dualismos latentes son contestados en el mundo digital, que ya no es un mundo de imágenes y signos, porque está atravesado por los simulacros en el sentido deleuziano: una multiplicidad de series paradójicas a través de las que los conceptos de modelo y copia, lo Mismo y lo Uno, lo Idéntico y lo Similar, dejan de ser reducibles dentro de principios jerárquicos de la unidad y la autoidentidad (Rodowick, 2001).

A partir de aquí quiero destacar dos aspectos. Primero, la concepción de los media como máquinas de inscripción, que atiende al nivel de su capacidad matemática de registro, transferencia y archivo de datos. Es la perspectiva de teóricos como Friedrich Kittler (1999), los ordenadores, y otros artefactos técnicos (gramófonos, máquinas de escribir, cámaras fotográficas) producen una memoria tecnologizada. Los significados son generados al interior de un marco tecnológico concreto. Es decir, la codificación digital es un lenguaje abstracto independiente del campo social de las significaciones, pero que, a la vez, lo fundamenta y lo posibilita. La objeción habitual a este enfoque es que cae en el tecnodeterminismo. Pero también perfila un marco en el que los fenómenos de la agencia material y técnica siguen expuestos a su asimilación al lenguaje, ahora como forma abstracta de gestión de la información ordenada en secuencias lógicas que sustenta las apariencias generadas por las máquinas. Los afluentes fenomenológicos de la filosofía de la imagen, incluida la de Boehm, la distancian de esa concepción de la autonomía de los procesos técnicos en favor de la corporalidad y la performatividad de la praxis vital y de la construcción subjetiva e intersubjetiva de sentido y presencia (Rubio, 2017). El procesamiento de información se encuentra con la resistencia de la experiencia sensible a ser reducida a términos lingüísticos, que ahora toma la forma de las inscripciones y codificaciones computacionales. Pero con ello se está oponiendo el paradigma de medialidad de la corporalidad vivida a aquel que representa el ordenador (Rubio, 2017). Me pregunto si a los dualismos arriba señalados no se suman los de la mente y el cuerpo (o máquina y cuerpo). Ello impide elaborar una explicación de los procesos del pensamiento y la acción como situados, incrustados (embedded) e incorporados (embodied), en el contexto de la cultura digital. Es decir, la inscripción y la incorporación están tramadas con las relaciones entre teoría y práctica, entre representación y agencia, entre percepción y corporalidad (Hansen, 2004). Reconfiguradas en la cultura digital, la experiencia corporal y la materialidad no se reconocen en ninguna lógica binaria, sino en una diferencial, para la que las nociones que entienden aquella como descorporeizada y abstracta dejan de ser funcionales (Munster, 2006).

Segundo, Boehm tiene una concepción antimimética de lo icónico dependiente de una noción de mimesis que ancla la discusión en los nudos metafísicos platónicos porque sigue identificándola con la imitación. Este reduccionismo, también alentado por el impulso antiimitativo de la vanguardia histórica, impide comprender la historicidad y la complejidad del concepto de mimesis, que no es una copia pasiva de la realidad, y que se relaciona con fenómenos y prácticas ligadas a la magia, la catarsis y el cuerpo poseído. Michael Taussig (1993) apoyado en autores como Walter Benjamin o Roger Caillois señala que la mimesis implica quedar atrapado en las redes pegajosas de la copia y el contacto, de la imagen y de la implicación corpórea del que percibe en la imagen. La mimesis expone una relación entre visión y contacto: percibir es establecer un contacto sensual y corporal. Entender la mimesis como copia obtura aquella otra dimensión que le es también propia, a saber, la de la identificación no reglada con el mundo, que nos asoma al vértigo de ir más allá de nosotros mismos, de los límites psíquicos y corporales (Sarikartal, 2005). Esta acepción de mimesis late en el corazón de las transformaciones sociales, técnicas y perceptivas de la modernidad como una capacidad para contestar a sus derivas alienantes. Quiero señalar que los modos de participación ligados a ese significado de la mimesis retornan en la cultura digital visual contemporánea. Cuando la imagen digital se muestra como interpelante y responsiva, la centralidad de lo lingüístico y lo interpretativo entra en crisis. Reemergen dimensiones corporales, sensoriales y táctiles impulsadas por la presentación visual de formas prelingüísticas, gestos corporales y expresiones faciales que comprometen al conjunto del cuerpo tecnocultural dentro de la praxis comunicativa e intersubjetiva. Si al ajustar los procesos de inscripción al lenguaje y permanecer en una noción de mimesis como copia se pierden las dimensiones táctiles, afectivas, propioceptivas y corporales de los medios visuales digitales, me pregunto si no sucede que a la hora de aplicar la teoría de la imagen de Boehm a la imagen digital no estamos sino reproduciendo el olvido de tales dimensiones.

Tampoco está claro que estemos en un ámbito propio de la imagen no condicionado por el lenguaje si seguimos los argumentos de Horst Bredekamp (2017). Él también parte de la apropiación de un modelo lingüístico, en este caso, la teoría de los actos de habla. Haciendo un paralelismo con esta, sitúa a la imagen en el lugar del hablante, a diferencia de las teorías pragmáticas de la imagen que ubican a la imagen en el lugar de la palabra. De este modo la imagen no es sólo un medio o instrumento de la comunicación, sino también, “un sujeto de creación de sentido” (Zimmer, 2019, p. 102). En reciprocidad con el acto de habla, el acto icónico suscita la pregunta acerca de “qué fuerza capacita a la imagen para, al observarla o tocarla, pasar de la latencia a la exteriorización del sentimiento, el pensamiento y la acción” (Bredekamp, 2017, p. 36). Con ello Bredekamp ataca al prejuicio que concibe a las imágenes como pasivas frente al espectador, pero no articula teóricamente las formas específicas de interacción entre personas e imágenes que están más allá de la analogía lingüística de la que parte. Lambert Wiesing (2010) ha advertido que atribuir a las imágenes una vitalidad puede derivar en una antropomorfización de los procesos causales que las personas realizan como agentes. Esta confusión se debe a que Bredekamp no aborda el tipo de acción concreta que las imágenes llevan a cabo, arriesgándose al error categorial de proyectar a las imágenes capacidades y funciones humanas. Los atributos de vitalidad y poder permanecen en el ámbito de una especie de pensamiento mágico si no se elaboran los conceptos teóricos adecuados que justifiquen las formas en que las imágenes actúan y establecen relaciones con quienes interactúan con ellas (Cárdenas, 2018).

Las imágenes son entidades dotadas de una fuerza generativa que reclama la interacción con ellas. Debería atenderse a la agencia de la imagen en el contexto de las trasformaciones tecnosociales de la digitalización. Al igual que la modernidad industrial generó un retorno del fetichismo encarnado en la forma mercancía, ¿no son la Inteligencia Artificial, los algoritmos, el Internet de las cosas, la computación ubicua o la visión automática la muestra de que la enárgeia de la imagen está mediada histórica, técnica y políticamente? El peor fetichismo es el que olvida que el capital económico, político y cultural procede de prácticas sociales concretas. Los algoritmos son modelados por la presión de las fuerzas sociales, no son objetos autónomos (Pasquinelli, 2011). Si, según Bredekamp, el poder de la imagen proviene del desajuste entre forma y contenido, entendido este último como anclado en la representación y en los contextos significativos, ¿cómo se realiza ese desplazamiento cuando la imagen converge con la pantalla en una superficie autosuficiente, cuando, como señalamos, el objeto representado queda sedimentado en la superficie que lo constituye como representación invisible y automática? ¿Qué formas de crítica y práctica visual posibilitarían ese desajuste en el contexto de esta relación entre forma y contenido?

Y vuelvo finalmente a la antropología de la imagen de Hans Belting. El medio da a la imagen el cuerpo del que ella no disfruta y el cómo media el qué de la imagen. Las imágenes pueden ser medios de conocimiento, pero sólo se hacen visibles mediante técnicas y programas que son los medios portadores. Los medios son los anfitriones que las imágenes requieren para volverse visibles. La experiencia del mundo está ligada a la experiencia de la imagen, pero, a la vez, la experiencia de la imagen está tramada con lo medial, es decir, con los medios que la (so)portan. La cuestión de los medios es una cuestión que toca a la historia de los medios. Las teorías acerca de la imagen son finalmente teorías de los medios. Si seguimos los razonamientos de Belting, la digitalización no conlleva una ruptura en la historia de la imagen y de los medios. El lecho de roca de una antropología de las imágenes sigue siendo el concepto de medio portador, que garantiza que con la digitalización continúa la historia de la imagen.

La convergencia entre medio e imagen se está cumpliendo técnicamente en la cultura visual digital. Reconocer esto no es apostar por una orientación tecnocentrada en el estudio de la imagen, sino atender al hecho de cómo esa convergencia modifica nociones como las de la agencia, la incorporación y, no en último lugar, la de medio. La convergencia mediática digital ha sido entendida a menudo desde la tendencia hacia la desmaterialización y la descorporización de la información. Cuando los textos, las imágenes, las palabras o los sonidos son codificados como paquetes de datos y puestos a circular en las redes digitales, decaen las distinciones entre los distintos medios que hasta entonces conservaban una cierta autonomía. Los medios se convierten en interfaces que posibilitan la entrada puntual en los flujos de información desmaterializada. Pero con esa convergencia entra en crisis la centralidad de la percepción humana. En la condición posmedia ese flujo de datos no necesita adaptarse a las estructuras perceptivas humanas. En consecuencia, podría concluirse que la visualidad digital se encuentra descorporeizada. La propuesta de Belting recuerda pertinentemente que en aquella siguen actuando dimensiones corporales que no son reducibles al poder abstracto de la mirada, porque el cuerpo sigue jugando un papel central como medio para la imagen.

Ahora bien, no se trata de contraponer la visión humana a la artificial —sea para lamentar las nuevas formas de dominio que esta impulsa o para celebrar la superación de las limitaciones corporales y cognitivas humanas— como de posicionar a lo humano como parte de los “complejos ensamblajes de la percepción en que distintos agentes orgánicos y maquínicos se unen y separan por razones funcionales, políticas y estéticas” (Zylinska, 2017, p. 14). Nos preguntamos si la antropología de Belting da cuenta de la variabilidad de esos ensamblajes. Al proponer como característico de la experiencia de la imagen la percepción y la simbolización, Belting se distancia de la explicación centrada en las técnicas de producción y reproducción visual. Pero al plantear ese desplazamiento, su teoría remonta la imagen hacia una integridad previa a la representación. La precedencia de la imagen frente a ésta hace coincidir a la imagen con las funciones que el logos, la palabra o la voz, desempeñaba en los modelos de significación lingüística, de modo que desembocamos de nuevo en una especie de trasunto o híbrido icónico del logocentrismo. La materialidad de la tecnología queda subsumida en el dominio del pensamiento por mucho que éste se encuentre incorporado en el medio anfitrión. Las imágenes, ajenas a cualquier obligación con el discurso modernista de especificidad del medio, parecen poder transitar entre distintos medios, sirviéndose de ellos para materializarse puntualmente (Cabello, 2013; Wood, 2004). La separación entre imagen y medio sólo tiene lugar en el acto de la percepción que anima a la imagen distinguiendo lo que ella representa de su medio, como si fueran dos cosas distintas. Permanecemos en un dualismo que por un lado tiende a reesencializar la imagen y, por otro, a invisibilizar el medio. La existencia primordial de la imagen organiza la triada imagen, medio, cuerpo, según una serie de oposiciones binarias entre esos elementos. La misma relación entre los dos modelos de animación de la imagen, a saber, aquella basada en el cuerpo físico, en la estructura de la subjetividad encarnada que actúa y percibe y, por otro lado, aquella basada en el cuerpo simbólico, que tiene su ejemplo primero en la dialéctica entre ausencia y presencia y los procesos de sustitución simbólica que ponen en juego los ritos funerarios, ¿son compatibles? ¿cómo se articulan entre sí? (Rubio, 2018). Se corre el riesgo de socavar cualquier teoría del medio, estrechando la posibilidad de interpretar la imagen como artefacto ya formado en relación con unas u otras mediaciones (Cabello, 2013). ¿Cuál es el alcance crítico de esta posición con respecto a las tecnologías digitales? Éstas están trastocando los fundamentos de nuestra experiencia sensorial, alterando las dinámicas de la percepción, la agencia y la incorporación. ¿Son los elementos de la triada imagen, medio y cuerpo categorías ahistóricas? ¿Son las imágenes previas a cualquier mediación o son el resultado de estas?

Conclusiones

Las trasformaciones ligadas a la digitalización reclaman reformular estas preguntas. En el capitalismo digital la cuestión no es la de las imágenes, advierte José Luis Brea (2010), como “emisarios o mediadores de algunos entes otros (el sistema de los objetos en cuanto que llevados a la forma valor, en cuanto trasfigurados a la de las mercancías) a los que ellas remplazarían, por los que hablarían” (p. 72). Las imágenes electrónicas alcanzan, según este teórico, una autonomía operativa, siendo de este modo sus propios mediadores, sustitutos, en todo caso, y únicamente de sí mismas. El proyecto de una ontología de la imagen, la dilucidación de los modos propios de producción de sentido de las imágenes, debe atender a estas mutaciones. No estoy diciendo que las posiciones de la Bildwissenschaft no sean válidas a la hora de abordarlas. Al contrario, como campo de estudio vivo y en formación sigue planteando claves relevantes. La necesidad de una teoría de la imagen que atienda a las capacidades distintivas de lo icónico para producir sentido más allá de modelos lingüísticos (Boehm) muestra su pertinencia a la hora de abordar la imagen digital en referencia a los códigos algorítmicos y a los procesos de transcodificación e inscripción informáticas. También es crucial la cuestión del poder de la imagen y de la acción icónica (Bredekamp) cuando este se encuentra impulsado y regulado por las tecnologías digitales informáticas que remodelan la imagen como una entidad con agencia, responsiva e interpelante, una forma de inteligencia exteriorizada que debe tramarse con las relaciones sociales en las que toma parte. Y finalmente está el problema de la reconfiguración de las relaciones entre imagen, medio y cuerpo (Belting) en el marco de las nuevas formas de mediación digital.

Es cierto que una orientación epistemológica conforma su propio campo de estudio, produciendo así su objeto y conocimiento disciplinar sobre éste. Pero ese objeto nunca es pasivo, participa de tales procesos. Más aún en el caso de la imagen, un objeto complejo con cualidades afectivas y materiales propias, resultado y a la vez productora de mediaciones, condiciones que se encuentran intensificadas y problematizadas con la digitalización. Con la imagen digital no se interrumpe la historia de la imagen, pero se requiere una síntesis distinta a la que efectuaban los medios analógicos, por lo que debería establecerse una nueva historia de la representación, afirma Belting (2007), remitiéndose a Bernard Stiegler, “como historia de los portadores de imagen” (p. 16). Pero ¿es esa historia una historia de, sobre, las imágenes, o más bien participada por ellas, como capaces de modelar, reorientar y rebatir a los discursos que se les aplican y las cualidades que les atribuimos? En ello la imagen no deja de demandar una ontología a la altura de su propia complejidad. La verdad de la imagen no se encuentra fuera de ella, ni espera al final de la implementación de una determinada metodología. Las imágenes no son objetos sobre los que pensamos, sino con los que pensamos y actuamos (este es un punto en el que coincidirían las distintas versiones de la Bildwissenschaft) capaces de interactuar con investigadores, espectadores y usuarios, y de modificar, cuestionar y responder a sus acciones e interpretaciones.

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1El diálogo epistolar entre Mitchell y Boehm está recogido en Ana García Varas (2011). Linda Báez Rubí ha traducido al castellano el volumen Wie Bilder Sinn erzeugen. Die Macht des Zeigens (Boehm, 2016), así como otro importante texto del pensador alemán (Boehm, 2014).

2La recepción de este planteamiento desde los estudios visuales ha sido tomada, sin ir más lejos, por W. J. T Mitchell (2017), como un recordatorio acerca de que la atención a la representación y a sus funciones sociales e ideológicas pueden conducir al olvido de las capacidades de acción y de las propiedades materiales de las imágenes.

Recibido: 02 de Octubre de 2021; Revisado: 26 de Noviembre de 2021; Aprobado: 02 de Mayo de 2022

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Sergio Martínez Luna es profesor de Estética y Teoría del Arte del Departamento de Filosofía y Filosofía Moral y Política de la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED, España). Sus líneas de investigación son: los estudios de cultura visual, la filosofía y la teoría de la imagen y las transformaciones de la visualidad en el contexto de la digitalización. Ha publicado el libro Cultura visual: la pregunta por la imagen (Sans Soleil, 2019), y artículos en revistas como Kepes, Espacio, Tiempo y Forma, Re-visiones, Accesos, Third Text, Revista de Occidente o la Revista Iberoamericana de Antropología. También ha participado en volúmenes colectivos como Digital Labour, Society and the Politics of Sensibilities (Palgram Macmillan, 2019), Imágenes en acción: Relaciones sociales y poder icónico (Plaza y Valdés, 2019), o Página y pantalla: interferencias metaficcionales (Trea, 2019).

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