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Tópicos del Seminario

versão On-line ISSN 2594-0619versão impressa ISSN 1665-1200

Tóp. Sem  no.50 Puebla Jul./Dez. 2023  Epub 23-Jun-2023

 

Presentación

Presentación

César González Ochoa1 

1Universidad Nacional Autónoma de México


La noción de cultura visual se puede entender al menos en dos modos diferentes; el primero es el del habla cotidiana, donde se denomina así a la cultura basada en medios visuales, en oposición a la cultura oral e impresa, que se asienta en el lenguaje verbal, donde la primera se expresa verbalmente, mientras que la segunda lo hace por medio de la escritura. Esa primera acepción del término “cultura visual” se refiere a manifestaciones que provienen de épocas muy antiguas, ya que las evidencias muestran pinturas de por lo menos 27 mil años, y que pueden ser de objetos, de figuras humanas, de animales y de otros símbolos. Esto no quiere decir que los seres humanos que las hicieron no hayan tenido un lenguaje verbal, pero los registros de su cultura eran visuales. Lo que sí es más claro es que la cultura escrita es muy posterior a esas evidencias de cultura visual.

Podemos hablar de tres desarrollos tecnológicos a partir del siglo XIX que provocaron un cambio profundo en la cultura, y que nos condujeron de una cultura impresa, basada principalmente en palabras, a una cultura cada vez más basada en imágenes, es decir, a una cultura visual. El primero de ellos es la fotografía. Sabemos que, para mediados del segundo milenio de nuestra era, ya se usaba la reproducción de imágenes en una “cámara oscura” a través de una abertura en una de sus paredes, por la cual pasaba la luz para crear en la pared opuesta una imagen invertida de un objeto situado al otro lado; la calidad de esa imagen fue mucho mejor cuando posteriormente se añadió una lente para permitir un enfoque más preciso. Sin embargo, esas imágenes producidas no podían permanecer y no había manera de preservarlas, aunque se sabía desde tiempo atrás que la luz dejaba una huella en ciertas superficies y objetos. En 1839, el pintor francés Daguerre desarrolló una técnica para su preservación, por lo que se le acredita el descubrimiento de lo que vendría a llamarse “fotografía”. Su contemporáneo, el inglés Fox Talbot, inventó de manera independiente una técnica similar, y el astrónomo inglés John Herschel consiguió unos años después fijar la imagen fotográfica en un medio recubierto con sal de plata; Herschel también propuso el término “fotografía” en lugar del de “dibujo fotogénico” dado por Talbot, y también llamó “negativo” a lo que se llamaba “copia invertida”.

El segundo desarrollo tecnológico llegó con la introducción del cine, de la imagen en movimiento en la última década del siglo XIX. El cine generó una enorme industria y una forma de arte construida sobre esa innovación tecnológica que dominó el siglo XX. En un principio, la expresión cinematográfica era puramente visual, pero alrededor de 1930 se consiguió incorporar el sonido; la combinación de ambos, sonido e imagen en movimiento, produjo un medio híbrido que unía la cultura visual con la verbal. La tercera innovación que consolidó la cultura visual fue la televisión, desarrollada entre las dos grandes guerras, aunque su carácter masivo lo adquirió a partir de los años cincuenta. El conjunto de esos tres desarrollos tuvo un efecto profundo, tanto en el pensamiento como en el comportamiento humano.

En los años sesenta, McLuhan (1994) señaló que “las consecuencias personales y sociales de cualquier medio, es decir, de cualquier extensión de nosotros mismos, son resultado de la nueva escala que se introduce en nuestros asuntos por cada extensión de nosotros mismos o por cualquier nueva tecnología” (p. 7). Los medios visuales de este momento modificaron la forma en que los humanos se percibían y se comprendían tanto a ellos mismos como al mundo y, con ello, cambió el tipo de interacciones que se podían sostener con el mundo. Por ello un medio no es sólo algo pasivo del cual podemos tener un control total, sino un agente activo que determina, hasta cierto punto, cómo se vivirá la vida humana en relación con ese medio y en respuesta a él, lo que permite ciertas relaciones y prohíbe otras.

En las sociedades de cultura oral, todo el saber, los mitos y las leyendas, así como el conocimiento necesario para la vida humana, era transmitido a través de la palabra; allí, los roles más importantes, además de los del gobernante, eran los del poeta y el contador de historias, quienes mantenían la cultura por medio del recitado de la tradición. La llegada de la escritura provoca cambios profundos, porque el lenguaje escrito es una forma de tecnología con sus propios determinantes ya que, como señala Robert Logan (2004), “un medio de comunicación no es simplemente un conducto pasivo de transmisión de información sino más bien una fuerza activa en la creación de nuevos patrones sociales y nuevas realidades” (p. 24).

El desarrollo de la fotografía hizo posible la emergencia de una cultura de masas basada en la imagen, puesto que la anterior cultura visual había sido superada por la unión de la cultura verbal y la escrita. Sin duda, se habían producido muchas innovaciones en el dibujo y la pintura, y las imágenes se usaron ampliamente antes de la fotografía; pero su uso dependía de la habilidad y percepción del hacedor de imágenes. Hacer o mandar hacer un cuadro pictórico era caro, además de requerir mucho tiempo y trabajo; incluso una simple copia necesitaba el mismo minucioso proceso de dibujo a mano por parte de artistas expertos. La fotografía no dependía de la habilidad, sino del aprendizaje del oficio técnico de esta forma expresiva. El uso de lentes permitía hacer líneas y discriminaciones más finas que las que hacía el dibujante más hábil. Además, era una tecnología más rápida y relativamente más barata.

La televisión es, con mucho, el más importante desarrollo tecnológico y cultural de los que surge la cultura visual. Aunque se basa en la fotografía, utiliza imágenes en movimiento junto con el sonido, pero su poder y su influencia son muy superiores que los de los otros medios visuales. Sin embargo, en el mismo siglo veinte surge un cuarto desarrollo tecnológico que impulsa la cultura visual que aparece en los años ochenta y con un rápido ascenso en los noventa llega a convertirse en algo ubicuo en nuestras vidas y nuestra conciencia; se trata de la pantalla de computador y de las imágenes digitales junto con el procesamiento digital de texto, imágenes y sonido. La computadora es en realidad un medio híbrido que combina cultura visual y cultura oral y escrita. Como tiene una pantalla, es como la televisión; se usa para gran cantidad de aplicaciones visuales, pero también para proceso de texto. La computadora se usa tanto para la presentación y el procesamiento de sonidos y de imágenes, tanto fijas como en movimiento.

La segunda manera de entender la frase “cultura visual” se relaciona con el estudio de lo visual y de la cultura que asume este nombre. De hecho, esta segunda acepción de cultura visual es muy anterior a la primera, originada en el siglo XIX, pues desde siempre la imagen se ha planteado como un enigma, y los esfuerzos por definirla son tan antiguos casi como la pregunta sobre qué es la imagen. Probablemente, uno de los primeros que intentaron abordar esa pregunta fue Platón (1988). En uno de sus libros más complejos y enigmáticos, la República, dice: “Llamo imágenes, en primer lugar a las sombras, luego a los reflejos en el agua y en todas las cosas que, por su constitución son densos, lisos y brillantes, y todo lo de esa índole” (510a). Esta manera de entenderla ha tenido profundos efectos hasta nuestra época; desde entonces, una imagen se considera como equivalente a la representación de algo, sea un ser humano, un animal o una cosa, y entre “todo lo de esa índole” estaría también el caso de las imágenes que se realizan en nuestros días por medio de procedimientos gráficos, plásticos, fotográficos o cinematográficos o digitales. Todavía, una de las más difundidas maneras de entender la imagen es aquella que la considera como una representación o una reproducción de alguna cosa; y este hecho se apoya por consideraciones etimológicas ya que la palabra “imagen” proviene del latín imago, que designaba las máscaras mortuorias, moldeadas a partir de la cera de abeja sobre el rostro de una persona muerta con el fin de conservar los rasgos, como si fuera un retrato; esa máscara eventualmente serviría para producir un molde. De acuerdo con el filósofo medievalista Olivier Boulnois (2008), “en el mundo romano, imago designaba un retrato del ancestro en cera, colocado en el atrio y que se llevaba al funeral. El derecho a las imágenes, reservado a las personas nobles, les permitía establecer y conservar su linaje. Por su etimología, la imagen figura, por tanto, el retrato de un muerto” (p. 13).

Desde tiempos prehistóricos, mucho tiempo antes de que los seres humanos soñaran con edificar templos y tumbas, ya se colocaban imágenes sobre las bóvedas de las grutas; muchos milenios antes de que apareciera la escritura, la imagen ya estaba presente. De allí que el mismo Boulnois añada que la imagen ha sido considerada desde esos tiempos como un medio con el que se puede suprimir el tiempo y el espacio, para concluir que la imagen es “lectura instantánea y presencia inmediata del mundo. El hombre se reconoce a través de ella; por ello, su riqueza es ambigua y su poder de alienación es extremo. La imagen sirve de verdad. Se ofrece a todos y se rehúsa a cada uno” (Boulnois, 2008, p. 13).

El estudio de la imagen ha estado dominado por una serie de ideas, entre las que estaba, en primer lugar, la de representación: hasta ahora se sigue pensando que una imagen representa alguna otra cosa (que puede ser un objeto o un ser vivo, aunque también un concepto). Y un procedimiento normal para su definición ha sido por medio del uso de múltiples dicotomías; por ejemplo, la que distingue las imágenes naturales, tales como una sombra o un reflejo, de las imágenes artificiales, como una pintura o una fotografía o una escultura; otra es aquella que establece la separación entre las imágenes materiales, que son perceptibles por la visión, y las imágenes mentales; otra dicotomía es la que separa las imágenes fijas, como la fotografía, de las imágenes en movimiento, como las propias del cine; también se ha definido por la relación que las imágenes puedan tener con lo que representan, y que puede ser de semejanza directa o puede ser una relación de tipo convencional. En épocas posteriores, más cercanas a la nuestra, surge otro acercamiento a las imágenes que ha sido muy difundido y es aquel que las considera como producto de un lenguaje específico.

La representación se puede realizar de acuerdo con varios criterios; uno de los más conocidos y usados es a través de la noción de analogía, que ocurre cuando existe una relación de semejanza, es decir, una relación analógica entre la imagen y lo que representa, aunque algunas representaciones pueden tener una relación de analogía con su objeto sin que exista una semejanza física. Una extensa gama de investigaciones sobre esta línea ha estado presente durante las últimas décadas del siglo XX, aunque tiende gradualmente a perder interés. La noción de analogía, junto con otras nociones como semejanza, parecido, similitud, copia, etc., fue el núcleo de los problemas que cubrieron el campo de estudios acerca de la imagen hasta las últimas décadas del pasado siglo; allí también se encontraban los trabajos que tenían como objetivo el estudio del ojo y de sus funciones, así como su explicación por medio del mecanismo de la cámara fotográfica. Otra noción presente en estos estudios era la de imagen mental.

Los estudios acerca de la imagen mental prácticamente han dejado de estar presente en este campo, sobre todo a partir de las últimas décadas del siglo XX, pero su persistencia como problema se debe principalmente a los trabajos desarrollados a partir de los años cincuenta, sobre todo en los sesenta bajo el impulso de los primeros teóricos de la cognición, entre ellos Piaget. Aunque la expresión “imágenes mentales” (también conocidas como imágenes psíquicas) hace referencia a las representaciones cerebrales que se construyen sin la intervención de algún estímulo visual directo y que no aluden a algún resultado directo de la percepción, sí formaba parte del campo de estudio de la imagen porque se basa en una actividad visual previa, combinada con la facultad imaginativa que produce nuevas imágenes mentales. De allí que las imágenes mentales se consideren también como representaciones, tanto de objetos físicos, pero también de ideas o de conceptos.

Algunos de sus estudiosos también proceden por medio del establecimiento de dicotomías más o menos obvias; por ejemplo, dividen el grupo de imágenes mentales en otros dos: las imágenes mentales conscientes y las no conscientes. Las primeras son las que se pueden recuperar de un modo intencional desde la memoria o a través de la acción de la imaginación; es decir, los recuerdos de visiones anteriores reconfiguradas de acuerdo con las expectativas y deseos del momento. En el grupo de las imágenes mentales no conscientes estarían aquellas imágenes cuya aparición o desaparición no se controla directamente, aunque también tengan su origen en todo lo que ha almacenado la actividad cerebral como reserva de imágenes perceptivas y reconstruidas, conscientes o inconscientes.

Las operaciones psíquicas propias de las imágenes mentales ponen en juego las mismas estructuras neurales que las que se usan en la percepción visual directa y, a la inversa, cualquier actividad perceptiva moviliza toda la imaginería mental acumulada en los diferentes estratos de nuestra memoria. Por tanto, los diferentes tipos de imágenes no funcionan de forma aislada según sus características, sino que, por el contrario, están en constante interferencia entre sí.

Un argumento que justificaba la inclusión de las imágenes llamadas mentales en el tratamiento de la imagen en general es que, si limitamos la cuestión de la imagen únicamente a las imágenes reproducidas materialmente sobre un soporte físico, olvidamos que nuestra actividad de operar con imágenes incluye su percepción a través de la visión directa, pero también las múltiples imágenes mentales conscientes e inconscientes que se producen sin estímulo. De allí que en algunos casos se hablara de cuatro dominios: imaginería mental consciente, imaginería mental inconsciente, visión natural y visión de representaciones; esos dominios permanentemente interfieren entre sí y están determinados por toda la historia de nuestras miradas, tanto en sus dimensiones culturales colectivas (historia de la representación, del arte, y demás) como las individuales (experiencia singular, recorrido personal de nuestra mirada, etc.).

Las imágenes que han recibido mayor atención por parte de los estudiosos son las producidas por la visión, generadas por la acción directa de estímulos visuales, que algunos llaman imágenes perceptivas (pero ésta es una denominación obvia y no necesaria). Si se usa aquí el mismo procedimiento de establecer oposiciones, las imágenes perceptivas se pueden dividir también en aquellas que corresponden a la visión natural o que son reproducidas a través de un soporte mediador, y aquellas imágenes materiales, que se llaman simplemente representaciones. Las primeras, las producidas por la visión natural, constituyen la fuente primera de la actividad de imaginación y han sido estudiadas exhaustivamente durante siglos a través del análisis de los mecanismos de la visión, los cuales son de gran complejidad pues hacen intervenir múltiples elementos, además de hacer participar en su procesamiento diferentes zonas del cerebro. Sabemos que la visión no es ni un fenómeno innato, ni preestablecido por la herencia genética, sino que es resultado de una construcción neuronal que comienza con la primera mirada del recién nacido y que continúa sin dejar de transformarse con nuestra actividad visual cotidiana.

Por ello, cuando se habla de imágenes en general, casi siempre se hace referencia a este segundo grupo de las imágenes perceptivas, que es el de las representaciones o imágenes materiales. Desde los primeros dibujos en las cavernas de nuestros lejanos antepasados hasta las imágenes de nuestros días hechas por computadora, pasando por la pintura, la fotografía, el cine y la televisión, la historia de la representación a través de la imagen es muy larga y sus usos son múltiples. A lo largo de esa historia han aparecido diferentes técnicas de reproducción de las imágenes, aunque se entiende que el hecho de que llegue una técnica nueva no invalida las precedentes.

La imagen comenzó a estudiarse como un objeto del mismo tipo que los productos de la lengua, de los textos orales y escritos. Sin embargo, a partir del momento que el estudio de la imagen adquirió algunos derechos frente a la multitud de investigaciones acerca de la palabra y el texto, se manifestó una dificultad, pues nos dimos cuenta de que el estudio de la imagen en general es una empresa casi imposible, incluso que era difícil hablar en términos de una ciencia o una teoría de la imagen. Esto por varias razones, en primer lugar, porque las condiciones técnicas de su producción y de su uso no son nunca las mismas, sino que presentan amplias diferencias; en segundo, también porque toda imagen siempre remite a otras imágenes procedentes de otras épocas o culturas, que pueden usar diferentes técnicas de representación; el resultado de esto es que la historia de la imagen no es más una sucesión de técnicas de representación, en la que cada una permanece como si fuera un estrato geológico que contribuye a dar nuevas formas al relieve de nuestro paisaje visual. Ello hace que, en una época y un lugar dados, predomine un rasgo específico y otro rasgo en otro espacio o época. Desde las imágenes de Altamira o de Lascaux hasta las actuales, como las digitales, nuestra mirada es el resultado complejo del encuentro de nuestra percepción visual con el inmenso conjunto de representaciones producidas en esos milenios.

En toda reflexión acerca de la noción de imagen ha estado siempre presente la dificultad para abordarla: desde los primeros intentos hemos sabido, o al menos intuido, que la imagen es un objeto que se puede estudiar desde varios ángulos o desde muchos enfoques, por lo que de allí se ha concluido que se trata de un objeto transdisciplinario, pasible de ser analizado al menos desde tres grandes esferas del conocimiento: desde la estética, desde la semiótica y desde las llamadas ciencias de la comunicación. Y no solamente desde esos tres campos del saber, sino que también se ha considerado desde otras perspectivas como la sociología, la historia o el psicoanálisis, entre otros.

Incluso si se dejan de lado esos otros enfoques y la atención se centra sólo en los primeros tres campos, la consideración de que las dimensiones estética, comunicativa y semiótica están presentes en cada imagen de manera simultánea en diferentes dosis, ha producido una gran cantidad de estudios, los cuales pueden estar atravesados por otros saberes, otros campos teóricos, de acuerdo con la situación, el contenido o la historia particular de un determinado objeto visual. Sin embargo, la mayor parte de las obras teóricas sobre este objeto se reducen a uno solo de esos aspectos y se cierran a otras consideraciones, a otros saberes, a otras teorías. Lo peor es cuando esta univocidad va acompañada de reduccionismos que sólo llevan a simplificar y distorsionar, como los enfoques comunicativos simplistas, que ven la imagen sólo como un mensaje que va de un emisor a un receptor. Se puede decir que la diversidad de enfoques puede ser al mismo tiempo una riqueza y una fuente de incomprensión y reduccionismo.

El enfoque semiótico dominante durante muchos años ha sido también el origen de muchos de esos intentos de simplificación, de los que señalaremos sólo uno, el que está asociado con la expresión “lectura de la imagen” y que ha generado muchos malentendidos. Si por “lectura” se entiende aquella operación que consiste en apropiarse del contenido de un objeto presentado al entendimiento, entonces es verdad que existen similitudes cognoscitivas entre las diferentes formas de lectura. Pero, si por “lectura” se entiende que la imagen podría leerse como si fuera un texto, entonces aparece la ambigüedad. Leer un texto presupone la existencia de una lengua formada por un conjunto de signos arbitrarios y de reglas de construcción compartidos por una misma comunidad lingüística; por tanto, la lectura de un texto escrito, es decir, el recorrido de las líneas de la página, está a cargo del propio texto porque está guiado por la sintaxis propuesta por el autor, aun cuando cada lector tenga una cierta libertad de modificarla. Pero en una imagen, la “lectura”, el recorrido de la mirada, pertenece básicamente al sujeto que “mira”, incluso si algunos elementos contenidos en la imagen la condicionan. Lo reductor de la expresión “lectura de la imagen” es que presupone que se tienen que aplicar a la imagen las mismas consideraciones de la lectura del texto, que son de tipo lingüístico; esta visión ha sido objeto de muchas críticas, incluso ha llegado a considerarse como una faceta de lo que se ha llamado imperialismo lingüístico que, entre otras cosas, es lo que ha impedido parcialmente el desarrollo de una ciencia de las imágenes.

Si quisiéramos conservar la expresión “lectura de la imagen” sin las ataduras a esa perspectiva lingüística, tendríamos que pensarla como el recorrido consciente e intencional de la mirada realizado sobre la imagen. Si asumimos que la percepción es global y casi instantánea, la mirada sería el acto voluntario mediante el cual se trata de extraer sentido de la información visual percibida. De esa manera, la mirada sería una fase de construcción posterior a la percepción que supone y que requiere tiempo. Si no fuera éste el caso, habría que asumir que la mirada “barre” la imagen como el haz de electrones de una cámara de televisión; pero no es así, pues la mirada es capaz de detenerse sobre algunos elementos particulares y, si hace esto, es porque ya tenemos un conocimiento global de la imagen y entonces esa detención de la mirada en un elemento se referiría al refinamiento, a la confirmación, o a la búsqueda consciente de la primera percepción.

Los estudios sobre los movimientos oculares y el recorrido de la mirada frente a una fotografía muestran que el sujeto “fija” su acción de mirar en determinados puntos que le parecen especialmente importantes (rostro, ojos, determinados colores, etc.) y puede saltar de un detalle a otro. Si no hubiera un conocimiento previo de estos puntos, el sujeto que mira no tendría la posibilidad de jerarquizar y organizar el recorrido, y esto es porque existe una anterioridad de la percepción global que el trabajo de profundización puede continuar. Por tanto, las reflexiones que asimilan la “lectura de la imagen” a la del texto escrito son incompletas pues sólo consideran el fenómeno de la imagen más allá de su percepción, y así se saltan la primera etapa, la que conduce a la mirada; buscan el sentido sólo en la temporalidad de la mirada, sin considerar que lo esencial de la información visual ya está contenido en la percepción. Esto de ninguna manera significa que no existan recorridos de lectura en la imagen producidos por su autor para este propósito.

Estas inquietudes iniciales acerca de un tema tan complejo como el de la imagen muestran que el abordaje de este tema revela la existencia de muchas interrogantes, en especial acerca de la pregunta fundamental, que quiere saber qué son las imágenes, y después la que surge del modo de abordarlas, de cómo estudiarlas. La primera pregunta, la que interroga acerca de su naturaleza y de sus rasgos, podría ser, en épocas anteriores a la nuestra, sobre todo en relación con las imágenes religiosas, una cuestión no exenta de peligros; en nuestra época, esa misma pregunta, si bien no entraña ya algún riesgo, nos remite a un conjunto de problemas aparentemente muy bien delimitados. Uno de los más conocidos teóricos de la imagen, W. J. T. Mitchell (1984), escribe sobre estas preguntas un ensayo que constituye el inicio del nuevo enfoque sobre las imágenes. Es otro enfoque, pero no se debe a que el problema de la imagen haya perdido importancia en nuestra cultura, ni por haber disminuido su influencia sobre nosotros (de hecho, esa influencia ha aumentado); tampoco a que actualmente hay mayores conocimientos o métodos de análisis más poderosos; más bien se podría decir que es lo contrario: tenemos ahora la certeza de que, como señala Mitchell (1984), ahora sabemos que las imágenes tienen “una apariencia engañosa de naturalidad y transparencia que oculta un mecanismo de representación opaco, distorsionador y arbitrario, un proceso de mistificación ideológica” (p. 504); y que no sólo tenemos certeza del gran poder de la imagen, sino también de la gran complejidad que su estudio plantea.

Mitchell habla de muchos tipos de imágenes y cada uno habla de un conjunto de objetos que se estudia desde una disciplina específica; por ello concluye que el nombre de “imagen” abarca una gran variedad de fenómenos cuya unidad parece imposible y que, aunque todas sean imágenes, no por eso tienen algo en común. Incluso si reducimos esta noción para abarcar sólo las percibidas visualmente, nos encontramos con un término muy poco preciso, a pesar del lugar común de hablar de nuestra cultura como una cultura dominada por la imagen. Este predominio nos haría pensar que sabemos muy bien de qué estamos hablando al referirnos a la imagen. A pesar de la omnipresente operación de creación de imágenes que caracteriza nuestro mundo, el mismo autor, en otro ensayo de 1994, llega a la conclusión que todavía no sabemos qué son.

Si bien se puede pensar que algo como cultura visual ha existido desde que se habla de cultura en general, la frase “cultura visual” se ha usado en las últimas décadas para referirse a un componente específico de la cultura, a un conjunto de prácticas visuales y a una disciplina académica, por lo que se trata de un hecho bastante reciente. El campo de la cultura visual sería así un espacio de investigación que se niega a dar por resuelta la cuestión de la visión, que insiste en verla como un problema, no como una solución. El presente volumen de Tópicos del Seminario pretendía orientarse hacia el estudio de este componente de la cultura pero que, por razones que escapan al control, no pudo ser así, sobre todo los primeros de los ocho trabajos incluidos, con lo que iniciamos la descripción. Vamos a concluir con un breve abordaje de los ensayos incluidos.

Abre este volumen el artículo de Begoña Souviron López, titulado “Josep Renau. Un arte para el pueblo”, que trata del personaje del título, un artista del siglo pasado, a quien la autora llama “figura clave de la cultura española del siglo XX” y que con toda justicia se le puede considerar como uno de los primero legítimos integrantes de la sociedad de la imagen de ese siglo; se ocupó de muchas de las actividades que ahora veríamos como propias del diseñador gráfico, además de pintor: ilustrador, cartelista, fotomontador y muralista. Su producción gráfica comienza en España en los primeros años treinta, donde su labor se centró en algunas revistas, hasta 1939, que se exilió en México, donde trabajó con pintores como Siqueiros y Diego Rivera, así como en el diseño y producción de carteles cinematográficos. Regresó a Europa en 1954 (a España sólo lo hace en 1976, después de la muerte de Franco) y vivió en Alemania, donde hizo dibujos animados para la televisión, además seguir con su carrera de ilustrador y pintor de murales.

El siguiente trabajo de este volumen es “Una perspectiva gradualista para el abordaje semiótico de las imágenes visuales”, de José Luis Caivano. Este artículo toma como punto de inicio la crítica a la semiótica visual porque, según dice el autor, las propuestas teóricas de ésta se han orientado hacia el desarrollo de modelos de análisis que proyectan ciertas categorías que se formulan por medio del lenguaje verbal; por esa razón —continúa— su acción se reduce a describir el mundo visual en términos de oposiciones, con lo cual lo único que se consigue es su reducción y simplificación; pero, en su opinión que todos compartimos, no es necesario analizar los rasgos de lo visual en término verbales para su comprensión. Esta crítica a lo que sea que se entienda allí por “semiótica visual” no se sostiene actualmente, pues sólo se aplicaría a visiones como la de Barthes (1967) tal como se expone en El sistema de la moda. No es casual que Caivano tenga como referencia un libro precisamente de 1967 (Sémiologie du langage visuel, de Saint-Martin) y otro también de una antigüedad cercana a los cuarenta años (Bertin, Semiologie graphique). Hace referencia a autores posteriores, como Greimas, de quien dice que su propuesta “es útil para muchos casos, pero resulta inoperante cuando es necesario dar cuenta de tipos de semiosis no binaria más complejos, como suele ser el caso de la semiosis visual”; esa idea la extiende al desarrollo de la posición de Greimas de la semiótica tensiva. El autor propone, para subsanar esa deficiencia de la “semiótica visual”, otra perspectiva semiótica, que sería la que se basa “en una concepción gradualista”, pues por medio de ella se podrían tratar las complejidades presentes en los estudios visuales.

El siguiente trabajo es “Diálogo sobre la visualidad en la pintura”, de Víctor Ruiz, en el cual, para usar sus palabras, pretende “hacer dialogar a la semiótica y la fenomenología, como disciplinas, con los estudios de la cultura visual”. Usa la metáfora de Mieke Bal de los conceptos viajeros, de conceptos que viajan de una disciplina a otra; por tanto, el diálogo entre disciplinas sería el puente por el cual transita el concepto de visualidad. El paso entre una disciplina y la otra presupone concebir la imagen como valor de equivalencia entre la visualidad y lo verbal; y en este punto, según el autor, hay coincidencia con la semiótica, aunque también divergencia porque —asegura— los estudios de la cultura visual se enfocan en una teoría de la imagen y no en una teoría acerca de las formas perceptuales, y con ello dejan de lado que “la visualidad es forma y valor de la percepción”, frase enigmática que permanece en su texto sin explicación. La presencia de la fenomenología aportaría a los estudios de cultura visual la posibilidad de “circunscribir el concepto de percepción visual”.

Los siguientes tres artículos optan por una perspectiva semiótica, específicamente en el sentido de los desarrollos contemporáneos de la escuela greimasiana. Dentro de este enfoque, a partir de la semiótica de las pasiones, Joyce do Nascimento Lopes analiza en el artículo “El plano de la expresión pasional en el cine: análisis de la película Elena”, el documental con ese nombre. Allí, su directora relata algunos hechos de su relación con el personaje que da nombre al film, su hermana. Por medio de la narración en primera persona, la directora construye una obra muy subjetiva, cargada de afecto, que da por resultado un trabajo pasional, manifestado a través de la organización específica del lenguaje cinematográfico. Su propuesta es que el tono pasional de la obra, la afectividad, se produce en gran medida por el trabajo en el plano de la expresión, por los recursos expresivos que crean efectos de sentido relacionados con las pasiones. La fuerza expresiva hace que el espectador no solamente comprenda el contenido inteligible, sino que también sienta los afectos y las pasiones.

El artículo “De la imagen como enunciado a la imagen como escritura: el material turn en semiótica visual”, de Maria Giulia Dondero, explora la manera como se expresan las formas visuales en las diferentes sustancias de la imagen, y para ello analiza las nociones de soporte y de gesto de inscripción; este estudio ayudaría, dice, a alcanzar un mejor nivel de descripción semiótica de las imágenes pictóricas, en especial de las fotografías, tanto analógicas como digitales, para trazar con ello una nueva vía en semiótica visual. En un breve recorrido histórico de la semiótica greimasiana en su estudio de la imagen, señala que, en una primera aproximación, la imagen se estudió como un enunciado, es decir, como el resultado de un acto de enunciación. El salto ocurrió cuando comenzó a usarse la teoría de la enunciación para analizar las imágenes que hizo aparecer los modos en que la imagen pone en escena los dispositivos de producción y de observación. La teoría de la enunciación, junto con el análisis plástico, la lleva a plantear preguntas relativas, por ejemplo, a las huellas en la imagen de su proceso de producción. Un lugar importante es la textura, es decir, la materia que emerge de su superficie; atender este tema es considerar la pintura como escritura, a la forma como inscripción de trazos sobre un soporte, por lo que participa el cuerpo de su productor. La cuestión de la textura se vuelve problemática para la fotografía, que es lo que la autora trata en este trabajo, pues el cuerpo y los gestos del productor no se tratan de igual manera que en la pintura, sino que aquí la gestualidad remite al lugar y al movimiento del fotógrafo, así como a las condiciones de la toma. La inscripción de esos gestos en la fotografía digital es un tema de gran interés en este trabajo de Dondero.

El tercer trabajo en esta línea semiótica es “Formatos técnicos y tecnopercepciones de las imágenes. La semiótica visual a la luz del trabajo artístico de Gerhard Richter”, de Enzo D’Armenio, el cual está muy relacionado con el artículo previo, pues también aborda el papel que desempeña la sustancia de la expresión en el estudio de las imágenes. En este trabajo se plantea un diálogo entre dos tipos de producción de imágenes, la pintura y la fotografía, y se toma como caso la producción pictórica del artista mencionado, que pinta, pero que el resultado se asemeja a una fotografía. D’Armenio considera que, junto a la dimensión composicional de las imágenes relacionada con las configuraciones cromáticas, eidéticas y topológicas, está presente otra, relativa al soporte, a la sustancia de la expresión y los dispositivos de producción. A esa segunda dimensión la llama “mediática” y trata de describir la manera en que sus componentes contribuyen a la significación de las imágenes, en función de una superposición entre las características técnicas y las características semióticas. Por ello el diálogo que entabla entre los dos tipos de producción artística no solamente es intersemiótico sino también intermediático.

Los dos artículos que cierran el volumen se orientan de manera más específica al tema general propuesto: los estudios de cultura visual. Como hemos dicho antes, aunque se podría decir que “cultura visual” es una noción que existe desde que se habla de cultura en general, esta frase se ha usado en los últimos treinta años para hablar tanto de un conjunto de prácticas visuales como de una disciplina académica. La utilización de este término es importante puesto que indica un cambio histórico en la importancia de la visión misma que ha conducido a replantear lo relativo a lo visual. Toda la reciente discusión acerca de las imágenes se ha desarrollado de maneras diferentes según el contexto y la tradición en que aparece. En el mundo de habla inglesa se desarrolla junto a la tradición de los estudios visuales, y en el contexto alemán surge dentro de la llamada ciencia de la imagen, o Bildwissenschaft; son dos escuelas de estudio y discusión sobre la imagen, cada una con sus formas propias de institucionalización y con un desarrollo también particular. En los dos mundos se insiste en hablar de un giro hacia la imagen, pero, mientras que en el primero se habla de “giro pictorial”, en el segundo se habla de “giro icónico”; en todo caso, lo que se quiere hacer notar es el papel de la imagen como elemento generador de sentido.

De los dos artículos orientados hacia los estudios de cultura visual, el primero es el de César González Ochoa, titulado “Hacia la constitución del campo de estudios de cultura visual”; allí se analiza la introducción del término “cultura visual” en los estudios sobre la imagen, en especial en el mundo de habla inglesa. Para aclarar en qué consiste ese giro hacia lo visual y los cambios que introdujo, el autor hace un breve recorrido del panorama de los estudios sobre la imagen hasta antes del giro hacia la imagen. Más adelante, describe de manera más concreta el concepto de cultura visual, en primer lugar, los orígenes de la cultura visual como disciplina académica emergente, que se asoció entonces a los estudios culturales.

El artículo con el que se cierra este volumen es “Bildwissenschaft y cultura visual digital”, de Sergio Martínez Luna, quien compara las aproximaciones de los estudios visuales en Estados Unidos e Inglaterra con la alemana, llamada ciencia de la imagen, Bildwissenschaft, que toma la imagen como objeto de estudio explícito y, para ello, despliega, en sus distintas formulaciones, una orientación hacia la pregunta de qué es una imagen. Este enfoque se interesa por definir las imágenes, especialmente sus formas de significación y sus modos de generar sentido en un diálogo con las vertientes filosóficas del lenguaje, hermenéutica y fenomenología, así como con la teoría y la historia del arte. Finalmente, otro aspecto de interés en este trabajo es el abordaje de la cultura visual en especial en sus manifestaciones digitales.

César González Ochoa

Referencias

Barthes, R. (1967). Système de la mode. París. Seuil. [ Links ]

Boulnois, O. (2008). Au-delà de l'image. Une archéologie du visuel au Moyen-Age Ve-XVIe siècle. París. Seuil. [ Links ]

Logan, R. K. (2004). The Alphabet Effect: A Media Ecology. Understanding of the Making of Western Civilization. Nueva York. Hampton Press. [ Links ]

McLuhan, M. (1994). Understanding Media. The Extensions of Man. Cambridge, MA. The MIT Press. [ Links ]

Mitchell, W. J. T. (1984). What is an image? New Literary History, 15(3), 503-537. [ Links ]

Platón. (1988). Diálogos IV, República. Traducción y notas de C. Eggers Lan. Madrid. Gredos. [ Links ]

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