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versión On-line ISSN 2594-0619versión impresa ISSN 1665-1200

Tóp. Sem  no.45 Puebla ene./jun. 2021  Epub 01-Mar-2021

 

Artículos

Los secretos patógenos en las familias, y más allá…

The Pathogenic Secrets in Families, and Beyond...

Les secrets pathogènes dans les familles, et au-delà...

Serge Tisseron* 

Traducción:

Verónica Estay Stange

*Universidad de París VII Denis Diderot. serge.tisseron@gmail.com


Resumen

Para abordar, desde el punto de vista de la psicología, el tema de los secretos de familia —fuente íntima de lo que, a escala colectiva, puede tomar la forma de la “posmemoria”—, fue preciso introducir renovaciones teóricas en relación con el papel del preconsciente y el subconsciente, con el clivaje, con la simbolización que opera de un modo sensorio-afectivo-motor, y con la realidad social. Desde principios de los años 80, esas renovaciones me permitieron aprehender los secretos patógenos en torno a tres conceptos: el Secreto (con mayúscula) como hecho psíquico, los “rezumos” del secreto, y sus “rebotes” a través de las generaciones. Estas herramientas me permitieron comprender mejor la importancia de los secretos patógenos no sólo en las familias sino también en las instituciones, las cuales pueden considerarse como uno de los eslabones que hacen posible el paso de la memoria individual a la memoria social e histórica.

Palabras clave: secreto patógeno; secreto psíquico; transmisión generacional; psicoanálisis

Abstract

In order to approach, from the point of view of psychology, the subject of family secrets —the intimate source of what, on a collective scale, can take the form of “post-memory”—, it has been necessary to introduce theoretical renovations in relation to the role of the preconscious and the subconscious, to cleavage, to the symbolization that operates in a sensorial-affective-motor mode, and to social reality. Adopting these renovations, from the beginning of the 1980s I proposed to apprehend the pathogenic secrets around three concepts: the Secret (with a capital letter) as a psychic fact, the “oozing” of the secret, and its “bouncing” through generations. These tools allowed me to better understand the importance of pathogenic secrets not only in families but also in institutions, which can be considered as one of the links that make possible the passage from individual to social and historical memory.

Keywords: pathogenic secret; psychic secret; generational transmission; psychoanalysis

Résumé

L’approche des secrets de famille — source intime de ce qui, à l’échelle collective, peut prendre la forme de la « post-mémoire » —, a nécessité plusieurs renouveaux théoriques : sur les places du Préconscient et de l’Inconscient, sur le clivage, sur la symbolisation opérant sur un mode sensori-affectivo-moteur, et sur la réalité sociale. Ces renouveaux m’ont permis, dès le début des années 1980, de construire une compréhension des secrets pathogènes autour de trois concepts : le Secret comme fait psychique (écrit avec un « S » majuscule), les suintements du secret et enfin leurs ricochets sur plusieurs générations. Ils permettent aussi de mieux comprendre l’importance des secrets pathogènes dans les institutions, chaînon dont on peut considérer qu’il garantit le passage de la mémoire strictement familiale à la mémoire sociale et historique.

Mots clés : secret pathogène; secret psychique; famille; suintement; ricochets; psychanalyse

Para estudiar las consecuencias de los secretos de familia a lo largo de las generaciones desde el punto de vista de la psicología, fue necesario introducir varias renovaciones teóricas. Las primeras se debieron a los terapeutas sistémicos. En particular, Boszormenyi-Nagy (1965) propuso atribuir un lugar central, en la dinámica familiar, a la noción de deuda, comenzando por aquella que cada quien adquiere respecto a sus padres por la vida misma que le han dado. Este enfoque, que reconoce al mismo tiempo las dimensiones de la culpabilidad y del deseo de reparación, ejerció una influencia importante en una gran cantidad de trabajos posteriores (Ferreira, 1977). En el campo del psicoanálisis, la reflexión en torno a los secretos de familia fue más tardía, y requirió también avances teóricos importantes. Los psicoanalistas Nicolas Abraham y Maria Torok (1978) desempeñaron al respecto un papel fundamental.

1. Renovaciones teóricas para pensar los secretos

Las renovaciones en el ámbito del psicoanálisis se abocaron a cuatro aspectos: el lugar del preconsciente en la vida psíquica, el papel del clivaje en las situaciones traumáticas, la importancia de las formas no verbales de la simbolización en la transmisión, y el papel de la realidad social.1

1.1. Preconsciente e inconsciente

En los años de posguerra, la mayoría de las investigaciones psicoanalíticas se centró en el lugar que ocupa el inconsciente dentro de la vida psíquica. Pero, si nos limitamos al inconsciente, pronto estaremos tentados a pensar que el niño al que se le oculta algo lo adivina y lo reprime; ¡bastaría entonces con hacerlo trabajar sobre esa represión para que descubriera, en sí mismo, el secreto que se le quiso ocultar! Pero las cosas están lejos de ocurrir de esta manera. La existencia de un secreto en la familia crea en el niño que crece en ella un grave conflicto psíquico cuyo lugar es el preconsciente. Por un lado, se le dice que nada se le oculta, pero al mismo tiempo él percibe muy bien, a través de los gestos, mímicas o dudas de sus padres, que algo le está siendo ocultado. La actualización brutal e inopinada, en la comunicación parental, de algunas de esas distorsiones, le impone al hijo un trabajo psíquico particular. Si el niño está ya lo suficientemente grande, puede percibir el carácter discordante de esas situaciones, viéndose entonces dividido entre el deseo de entender y la prohibición que siente pesar sobre sus hombros. Pero, si es pequeño, crecerá interiorizando esas dos posiciones parentales inconciliables, y las experiencias relacionadas con ellas, bajo el modo del clivaje: una parte de su personalidad estará convencida de que nada se le oculta y de que sus padres no le mienten, pero al mismo tiempo desarrollará síntomas que evocan el secreto. Por ejemplo, un niño cuyo padre está preso por estafa y cuya madre lo oculta, puede empezar a efectuar pequeños robos. Pero casi siempre ese clivaje conlleva síntomas que no son simples reproducciones de lo que está oculto. La repetición de modo idéntico es pues una excepción. Cada cual construye, en efecto, su propia vida psíquica en interacción con la de sus padres, pero también con la de sus pares y los múltiples referentes que va encontrando en el camino: abuelos, tíos, tías, hermanos y hermanas, profesores, etc. Dentro de los síntomas de un niño sometido a un secreto familiar grave, la inseguridad, la culpabilidad y la vergüenza están siempre presentes, pero en primer lugar se encuentran sus propias respuestas personales, distintas para cada cual (Tisseron, 1985; 1989; 1992). Por otra parte, precisemos que es precisamente el clivaje lo que explica que ciertos pacientes hayan podido llevar a cabo un largo psicoanálisis sin abordar nunca un secreto de familia que presentían y que había marcado su vida, porque pensaban que aquello no los concernía, y porque su analista nunca los orientó por ese camino.

1.2. Clivaje y represión

La segunda renovación teórica que se impuso a los psicoanalistas frente a los secretos de familia tuvo que ver con los lugares respectivos de dos mecanismos de defensa privilegiados de los que dispone el ser humano: la represión y el clivaje. Si la primera protege de los peligros de vienen de adentro —las pulsiones sexuales—, el segundo protege de aquellos que vienen de afuera: los traumas que corren el riesgo de abrir brechas en la personalidad. Las experiencias sometidas al mecanismo de la represión tienen que ver con los deseos sexuales culpabilizados, mientras que las experiencias sometidas al clivaje son de naturaleza traumática. Hasta los años 80, el único mecanismo tomado en cuenta por una gran cantidad de psicoanalistas era la represión. Pero ambos mecanismos no sólo se abocan a peligros distintos, sino que también actúan de modo muy diferente. La represión actúa empujando fuera de la conciencia los contenidos psíquicos difícilmente aceptables. En cierta forma, los empuja fuera de las fronteras del Ego, hacia un país extranjero y desconocido llamado inconsciente. Por su parte, el clivaje opera encapsulando los contenidos problemáticos, un poco a la manera en que se crea un enclave en un país, o en una provincia. Se puede también pensar en esos virus que infectan nuestras computadoras, y que los antivirus ponen “en cuarentena” sin eliminarlos: se los “encapsula” para volverlos inofensivos. Dicho de otro modo, todo lo reprimido es inconsciente, pero no todo aquello que es inconsciente está necesariamente relacionado con el mecanismo psíquico de la represión.

Volvamos a los secretos de familia. La mayoría de ellos —por no decir todos— tienen que ver de entrada con situaciones traumáticas. Eso no significa que la represión no intervenga, pero lo hace principalmente bajo la forma de la represión del deseo de comprender que motiva al niño. En suma, podemos decir que el hecho de privilegiar lo sexual y la represión en detrimento del trauma y el clivaje durante mucho tiempo les impidió a los psicoanalistas comprender los secretos de familia.

1.3. Las formas no verbales de la simbolización y la transmisión

La tercera renovación teórica exigida por el análisis de los secretos de familia consistió en el reconocimiento de tres formas complementarias de simbolización. Nuestra vida psíquica está, en efecto, sometida en todo momento a datos sensoriales —en particular visuales (por medio de imágenes),2 emotivas, motrices y verbales— de los cuales resultan tres formas complementarias de simbolización (Tisseron, 1985).

La simbolización bajo el modo sensorio-afectivo-motor incluye los movimientos del cuerpo que constituyen la base de los vínculos sociales, pero también los gestos, las mímicas y los gritos. La particularidad de esta forma de simbolización reside en su gran cercanía con el cuerpo. El sujeto se ve envuelto en ella, produciéndola al mismo tiempo. La importancia de este tipo de simbolización ha sido demostrada por las derivas en el uso del “kit manos libres”, concebido en su origen para que los automovilistas pudieran hablar y conducir simultáneamente. Hoy en día, cada vez más personas lo utilizan para poder mover las manos mientras hablan. Ello tendería a demostrar que los gestos que se hacen con las manos al hablar sirven para proporcionarse a sí mismo representaciones personales de lo que uno dice, más que para comunicarse con su interlocutor, ya que en este caso no se lo ve. Del mismo modo, se ha demostrado (Havas, 2010) que las inyecciones de Botox —esa toxina utilizada para paralizar ciertos músculos faciales con la finalidad de atenuar las arrugas de la expresión— disminuyen también la receptividad a las propias emociones, y ello de modo selectivo. Las inyecciones de Botox en los músculos de la frente que permiten expresar la tristeza o la rabia reducen de 5 a 10 por ciento la comprensión de un texto destinado a suscitar esas mismas emociones. Otras experiencias han demostrado que la inyección de Botox reduce la actividad de ciertas regiones del cerebro implicadas en la percepción de las emociones. Lo cual pone en evidencia el hecho de que las mímicas son sólo de modo secundario un soporte de comunicación emocional. Su función primera es darnos la posibilidad de ofrecernos a nosotros mismos representaciones de lo que pensamos y sentimos.

La simbolización por medio de imágenes permite, por su parte, proporcionarse a sí mismo representaciones de un acontecimiento. Se trata desde luego de imágenes mentales, pero con frecuencia ellas son facilitadas por soportes materiales como fotografías o películas. El acontecimiento está presente a través de su huella, que constituye una forma de distanciamiento: está presente en su ausencia, a través de su representación.

Por último, la simbolización de modo verbal corresponde a la puesta en palabras.3 Esta forma de simbolización implica un doble distanciamiento respecto al acontecimiento simbolizado. Por un lado, este último es puesto a distancia por el hecho de ser formulado en su ausencia, y por otro, esa formulación hace intervenir una forma de encodaje de la información que es totalmente arbitrario: la palabra silla nada tiene que ver con el objeto “silla”, ni la palabra jirafa con el animal que lleva ese nombre.

Esta tercera forma de simbolización no reemplaza a las anteriores. La prueba es que se podemos haber simbolizado un duelo por medio de palabras, pero eso no impide que cada año vayamos al cementerio para poner flores en la tumba del muerto, derramando unas cuantas lágrimas. Necesitamos palabras para distanciarnos de los recuerdos, pero también gestos e imágenes para mantenerlos vivos. Todos esos recursos participan en el trabajo psíquico de la simbolización.

Cada uno de estos procedimientos opera una distanciación física y psíquica del acontecimiento; distanciación máxima en el caso del lenguaje hablado, y mínima en el caso del gesto. Puede decirse que la simbolización en modo verbal “distancia”, mientras que la simbolización en modo sensorio-afectivo-motor “instancia”. Ahora bien, el trabajo psíquico de simbolización se basa tanto en la “instanciación” como en la “distanciación”, del mismo modo que el ser humano se apoya en sus dos piernas para caminar. Las cosas no advienen psíquicamente sino en la medida en que reciben a la vez una puesta en palabras de su existencia y una puesta en escena de su presencia. Eso es justamente lo que falla cuando una generación vivió una situación traumática que no pudo ser completamente elaborada.

Sin embargo, nada queda insimbolizado. Cuando la simbolización asocia los tres medios de los que dispone el ser humano —las palabras, las imágenes y el conjunto de gestos y mímicas correspondientes—, el acontecimiento vivido por una generación encuentra naturalmente su lugar en la familia, al mismo tiempo bajo la forma de relatos, de conmemoraciones y de imágenes que dan cuenta de él. Pero, cuando un acontecimiento no ha podido ser correctamente simbolizado, se hace presente a través de una sola forma de simbolización, por ejemplo emociones o gestos privados de toda formulación explícita y por eso mismo perturbadores para el entorno. La persona que los manifiesta expone ante sus hijos su secreta herida por medio de ciertas modalidades de simbolización —en particular emocional y conductual—, no obstante es incapaz de evocarla con palabras. A esas formas parciales de simbolización las he llamado (Tisseron, 1989) los “rezumos” del Secreto. El problema no reside en su existencia, sino en el hecho de que, cuando no se acompañan de referencias explícitas que permitirían a los niños comprender su sentido, están condenadas a seguir siendo enigmáticas.

En resumen, para pensar los secretos de familia, fue necesario pasar de un psicoanálisis centrado en los fantasmas y el lenguaje a otro que tomara en cuenta el papel del cuerpo como soporte de simbolización y comunicación.

1.4. El rol de la realidad social

Una última renovación teórica que se impuso a los psicoanalistas para poder abordar los Secretos de familia tiene que ver con el papel de la realidad. Detrás de cada Secreto existe una realidad vivida, aun cuando sea difícil separar esa realidad justamente de los fantasmas que la acompañaron en la experiencia de los testigos directos o de sus descendientes.

Durante mucho tiempo, el hecho de que un paciente se interrogara sobre un eventual secreto de familia era objeto de una doble condena por parte del terapeuta. Por una parte, hablar de los propios padres y de lo que se podía imaginar en torno a ellos era considerado como una defensa contra el peligro de hablar de sí mismo; y, por otra, se suponía que todas las hipótesis sobre la vida de los padres tenían que ver con la “novela de familia”, es decir con una construcción imaginaria destinada a resolver la propia ambivalencia4 del individuo respecto a ellos. La idea de profundizar en la historia familiar en busca de un trauma mal elaborado y por eso mismo capaz de proyectar sus sombras sobre el sujeto simplemente no tenía sentido.

Para entender este fenómeno, los psicoanalistas tuvieron que confrontarse al mismo tiempo con la dinámica de los grupos y con las consecuencias de los traumas. En ambos casos, las investigaciones condujeron a integrar la realidad social para la comprensión de la vida psíquica, con el objetivo de promover una “tercera tópica” que se sumó a las dos tópicas freudianas. En efecto, Freud pensó primero la vida psíquica a través de la oposición entre consciente y subconsciente, para luego introducir la dinámica del Ego, el Ello y el Superego. La tercera tópica, cuyas bases fueron sentadas por Abraham desde fines de los años 60 bajo el nombre de “tópica realitaria”, atribuye un lugar central a la vida social y a la intersubjetividad. Ya que los secretos de familia siempre han abierto dos puertas: una, hacia el traumatismo vivido por una determinada persona en determinado momento, y otra hacia el modo en que una sociedad gestiona sus catástrofes y sus mentiras.

Al respecto, no olvidemos que la cultura del secreto genera una gran inseguridad en las personas que están sumergidas en ella, en la medida en que nunca saben qué pensar ni qué decir respecto a lo que observan. Ella fomenta así la tentación del conformismo, y este último promueve a su vez la adhesión de cada cual a la mentira, en un círculo vicioso sin fin. La cultura del secreto permite efectivamente creer que los actos cotidianos de violencia y cobardía realizados por conformismo —y que cada uno puede reprocharse a sí mismo— permanecerán siempre ignotos para la gente cercana y para las generaciones siguientes. La mayor parte de la población se ve sumergida en un estado de trance en el que resulta imposible percibir el alcance de los actos y los silencios. El acto de observarse para conformarse a la norma reemplaza totalmente al acto de observarse para conocerse. No hacerse notar, pasar inadvertido, fingir que no se comprende lo poco que se comprende, y esforzarse incluso por olvidarlo cuanto antes para no correr el riesgo de complicarse la vida… tales son algunas de las consecuencias de los regímenes totalitarios. El espíritu de iniciativa y el deseo de éxito se ven, desde luego, afectados, salvo para aquellos que deciden hacer carrera en las instancias del partido oficial, ¡pero al precio de un conformismo aún mayor! Si los secretos que remiten únicamente a acontecimientos pasados son ya bastante problemáticos, lo característico de las dictaduras es el hecho de generar incesantemente nuevos secretos: desapariciones inexplicadas de vecinos o dirigentes, “verdades” oficiales que muchos suponen falsas pero que están obligados a creer…

El cambio no puede entonces producirse sino a partir de la minoría que trató de preservar la lucidez, mientras que la mayoría sale de la dictadura como se despierta de un mal sueño, preguntándose cómo pudo manifestar durante tanto tiempo su adhesión a un sistema a fin de cuentas tan contrario a sus intereses. Lamentablemente, ello no basta para liberarla del yugo. Muchos continúan pensando y sintiendo del mismo modo que estaban obligados a hacerlo durante la dictadura. La historia muestra que los secretos que las dictaduras necesitan para sobrevivir se enlazan en una ronda macabra de la que no se puede salir sino abriendo todas las brechas posibles para que puedan surgir destellos de verdad.

2. Secretos, rezumos y rebotes

Volvamos pues a lo que decíamos sobre las razones que llevan a alguien a guardar silencio en torno a un acontecimiento importante o grave en el cual participó o del cual fue testigo. Al respecto, existen dos posibilidades: o bien el sujeto no desea hablar de ello, o bien no puede.

Un ejemplo de la primera posibilidad es el de los hombres que pierden el empleo y que comentan el problema con sus colegas, pero deciden mantenerlo en secreto frente a sus hijos. Yo mismo he tenido la oportunidad de observar varias situaciones de este tipo en las cuales el niño que no puede acceder al secreto de pronto deja de trabajar en la escuela. En todos los casos, presintiendo que su padre había dejado de trabajar, mediante su actitud le lanzaba un anzuelo a este último para retomar el diálogo. De cierta manera, es como si le dijera: “Papá, no debe darte vergüenza no trabajar, ni hablar de ello. Mira, yo tampoco trabajo.”

La segunda posibilidad —la del padre o la madre que no puede contarle a nadie lo que ha vivido— es con frecuencia más grave. No es que los acontecimientos que generan estas situaciones sean necesariamente más dramáticos que en el caso anterior, pero la carga emocional que los acompañó es mucho más grande. Encontramos un ejemplo en la experiencia de los deportados durante el nazismo. Cuando sus hijos les hicieron preguntas acerca de los campos de concentración, algunos de ellos negaron haber vivido los horrores que sin embargo habían efectivamente padecido. Estos deportados no eran en absoluto partidarios de las tesis negacionistas, pero en esas condiciones espantosas sólo habían podido sobrevivir al precio de un atrincheramiento de la conciencia de las sensaciones, emociones y estados del cuerpo que los habían acompañado. Habían decidido olvidar para sobrevivir. Jorge Semprún (1994) explica muy bien esta situación. Relata que en 1945, cuando el campo de concentración al que había sido deportado fue liberado, los prisioneros se reunieron para decidir si acaso evocarían o no, a su regreso a casa, lo que habían vivido. Se dividieron entonces en dos grupos: algunos declararon que sólo podrían sobrevivir si hablaban, pero otros dijeron que sólo podrían readaptarse si olvidaban. Semprún (1994) cita incluso el ejemplo de un deportado que afirma: “guardaré todo lo que viví aquí en un cofre; lo cerraré con llave, lo enterraré, tiraré la llave y olvidaré dónde se encuentra.” Ese intento de olvidar un trauma corresponde exactamente al clivaje. Se trata de la principal fuente de los secretos de familia. Al mismo tiempo, podemos percibir bien que los secretos de este tipo no son comparables a las pequeñas situaciones de secretos que a veces creamos en torno a acontecimientos cotidianos, casi siempre para proteger nuestra intimidad. Por eso, con la finalidad de facilitar la comprensión de la naturaleza de los primeros, he concebido tres puntos de referencia complementarios: el Secreto, los rezumos y los rebotes (Tisseron, 1985; 1996).

2.1. El secreto como fenómeno psíquico

En trabajos anteriores (Tisseron, 1985) propuse designar el Secreto en tanto fenómeno psíquico utilizando una “S” mayúscula para distinguirlo de los secretos relacionales comunes, con minúscula. El Secreto está constituido por palabras no dichas, imágenes y emociones inexpresables, actos de constricción imposibles de realizar. La existencia de un secreto guardado de manera voluntaria no necesariamente se acompaña de una organización psíquica marcada por el clivaje. Pero lo que caracteriza al Secreto, es el hecho de que todas las experiencias que tienen que ver con él se encuentran “clivadas” en relación con el resto del funcionamiento psíquico. Por lo tanto, permanece intacto durante toda la vida, a diferencia de los recuerdos comunes, que pierden su carga afectiva con el paso del tiempo y que se van transformando conforme entran en contacto con nuevas experiencias del mundo.

2.2. Los rezumos del Secreto

Los Secretos “rezuman”… Entendamos por ello que las heridas psíquicas mal cicatrizadas se traducen en manifestaciones visibles, del mismo modo que las heridas físicas. En la práctica, eso significa que cuando el contenido de un Secreto psíquico aflora a la conciencia de su portador, este último se siente perturbado, experimenta emociones o estados del cuerpo particulares que se expresan a través de gestos, mímicas, entonaciones… Pero, por otra parte, esa persona es incapaz de relatar el acontecimiento traumático que vivió. Sus actitudes y gestos pueden entonces entrar en contradicción con sus palabras, pero también entre ellos, y pueden incluso estar totalmente desfasados en relación con la situación. Por ejemplo, una madre que mira sonriendo a su hijo y de repente se ensombrece, o bien un padre que sienta al niño en sus rodillas mientras mira la televisión y de pronto se tensa, alejándolo de él. Esos cambios brutales tienen siempre una causa. Por ejemplo, esa madre puede haber percibido en los ojos del niño algo que le recordaba la mirada de su hermano cuando abusaba de ella; y ese padre que miraba tranquilamente la televisión con su hijo quizás se sintió contrariado por una palabra o una imagen que le trajo algún recuerdo desagradable de su historia pasada. Esas son las manifestaciones que he llamado “rezumos” del secreto. El niño las percibe, pero no dispone del “instructivo” para interpretarlas, encontrándose entonces en un gran desamparo psicológico.

2.3. Los rebotes del Secreto

Los traumatismos mal elaborados por una generación son pues la fuente de comportamientos inadaptados a las situaciones. El niño pequeño los interioriza por imitación motriz, imitación mímica, atención conjunta e imitación verbal. El niño más grande no sabe qué significado atribuirles a ciertos comportamientos extraños que uno de sus padres adopta a veces, bajo la influencia de su traumatismo enterrado. Ese chico corre entonces el riesgo de reaccionar desarrollando rasgos de personalidad y modelos de comportamiento perdurables, aun cuando en ciertos casos las construcciones psíquicas que en ellos subyacen sean luego olvidadas. En particular, esas personas aprenden a funcionar con una psique escindida: por un lado, deben reconocer la existencia de un Secreto doloroso en su padre o madre para no correr el riesgo de removerlo con algún comentario; pero, por otro, están obligadas a hacer como si nada hubieran visto ni escuchado. La primera y principal consecuencia del clivaje para el portador de un Secreto es pues su tendencia a incitar a aquellos que lo rodean, y en particular a sus hijos, a escindirse a su vez. Para estos últimos, la percepción de sí mismos quedará definitivamente marcada, sobre todo porque lo que imaginan es a veces mucho peor que la realidad. Hoy en día sabemos, por ejemplo, que la mayoría de los niños que fueron fruto de historias de amor entre mujeres francesas y soldados del ejército alemán de la ocupación, creyeron después de la guerra, frente al silencio que rodeaba las circunstancias de su nacimiento, que habían sido producto de una violación, lo cual afectó su desarrollo de manera mucho más grave que si hubieran tenido acceso a la verdad que se decidió ocultarles “por su bien”.

Afortunadamente, no es únicamente con sus padres (ambos o uno de ellos) que un niño establece relaciones privilegiadas. Tiene también abuelos, tíos, tías, primos, primas; profesores y compañeros de colegio. Esta influencia es pues mucho menos intensa de lo que la teoría podría hacernos pensar. Pero a veces su huella puede atravesar tres generaciones.

A ello se refiere el escritor Jean-Claude Snyders (1966). Su padre, que nunca logró elaborar el trauma de la deportación, educó a sus hijos en torno a la idea de que la violencia no existía, y que el mundo era bueno. Se trataba para él de una manera de evitar toda representación de la violencia, y por lo tanto de mantener lejos de la conciencia los recuerdos terribles de lo que había vivido. Así pues, su hijo descubrió tardíamente la realidad de la violencia, sin haber podido familiarizarse progresivamente con la del padre ni con la de las personas que lo rodeaban. Snyders cuenta que sufrió varios trastornos en relación con el hecho de haberse ocultado a sí mismo durante demasiado tiempo la violencia de la que pudo ser víctima en distintos momentos, así como los afectos violentos que, a su vez, él mismo experimentó. Ya que, si una buena integración social implica no manifestar la violencia a través de los actos, también supone poder pensarla, ¡y sentirla! Siendo ya adulto y padre, Snyders decide entonces ahorrarles esas dificultades a sus propios hijos. Pero su amargura es tan grande y la educación que recibió tan caricatural, que no puede evitar caer en el extremo opuesto: no deja de hablarles continuamente a los niños de violencia, llegando incluso a comprarles pistolas de plástico antes de que se lo pidieran. Los chicos no tardan en tener problemas: se angustian sin razón y desarrollan comportamientos obsesivos, invadidos como están por el resentimiento, la culpabilidad y la violencia de su padre. Si se quisiera caricaturizar esta situación, podría decirse que son víctimas colaterales de la deportación de su abuelo. Pero, en realidad, son también víctimas de la sociedad que no quiso escuchar los relatos de los deportados sobre lo que habían vivido durante su cautiverio, y que contribuyó a que un gran secreto se instalara en torno a ella. Es lo que he llamado “los rebotes” del Secreto; los cuales, como vemos, implican a una gran cantidad de protagonistas, mucho más allá de la familia.

Las palabras Secreto, rezumo y rebote remiten pues exactamente a lo mismo, pero en momentos distintos. El Secreto reside en el clivaje psíquico de una personalidad herida. Los rezumos son los efectos tangibles de esta herida que con frecuencia provoca un clivaje psíquico en el niño; efectos distintos de los padecidos por el padre, ya que provienen de experiencias diferentes. Por último, los rebotes del Secreto designan las consecuencias de los rezumos en los hijos de la persona que guarda un Secreto. Esos niños se organizan en función de los clivajes que han desarrollado para poder lidiar con los comportamientos incomprensibles de su padre o madre en torno a historias que ellos mismos se contaron para tratar de explicar lo que observaban.

3. Cuando las instituciones fabrican secretos patógenos

La fabricación de los Secretos patógenos es a veces producto de las propias instituciones terapéuticas. En efecto, hay situaciones que pueden generar secretos problemáticos entre los terapeutas y sus pacientes. Se trata, sobre todo, de informaciones que los primeros pueden leer en los expedientes antes de empezar las consultas. Por ejemplo, un terapeuta descubre en el expediente de un chico con el que va a empezar una psicoterapia que este último ignora haber sido concebido a través de una fecundación in vitro en la que participó un donante anónimo. O bien un terapeuta familiar se entera a través del correo de un colega que, en la pareja que va a recibir, el marido engaña a su mujer sin que ella tenga la menor sospecha…

¿Pero cómo puede un terapeuta acompañar a personas sobre las cuales sabe cosas que ellas no saben que él sabe, y que muchas veces ellas mismas desconocen? El que lo hace corre el riesgo de encontrarse en una situación semejante a la de un padre que le oculta un secreto a su hijo, es decir, dividido entre el deseo de comunicarle lo que sabe, y la angustia de hacerlo de modo desatinado. Así pues, como ese padre, el terapeuta puede adoptar gestos, actitudes o mímicas incómodas, e incluso hacer interpretaciones fuera de lugar cada vez que su paciente se acerque a ese terreno que supuestamente desconoce y que sin embargo presiente. Por lo tanto, los terapeutas deberían saber rechazar el acompañamiento de los individuos sobre los cuales poseen informaciones que estos últimos desconocen. O bien, si a pesar de todo aceptan tratarlos, es necesario que comiencen por darles a conocer esas informaciones. Del mismo modo, deberían siempre comunicarles a sus pacientes lo que consignan en sus expedientes.

La cuestión del secreto médico no sólo confronta al terapeuta a las diversas instancias de control de sus actividades, sino que lo atraviesa enteramente a través del desafío que supone, con cada nuevo paciente, la gestión de situaciones que a veces implican conflictos entre lo que se comenta y se escribe sobre él, por un lado, y lo que efectivamente se le dice, por otro. En suma, como ocurre en torno a todos los secretos, es preciso aprender a elegir entre el deseo de control que conduce a ocultar, y el deseo de reciprocidad que incita a compartir las informaciones.

4. La función del legislador

Imposible concluir estas reflexiones sin abordar el papel que juega el legislador. Él es quien permite que sean revelados secretos de Estado tales como la existencia de la tortura tras la caída de la dictadura que la había instaurado. Pero su papel tiene que ver también con los secretos propios de cada familia. La modalidad de adopción de niños llamada adopción plena, que consiste en borrar los rastros del acto inscribiendo al niño como “nacido” de sus padres adoptivos, es una verdadera mentira avalada por el Estado. Hoy en día ocurre lo mismo con las nuevas condiciones de procreación a través de la donación de esperma, óvulos o embriones congelados. Lo que debemos temer en estos casos, no es que ciertas prácticas hasta hace algunos años inimaginables se vuelvan parte de la vida cotidiana, sino que los legisladores hagan depender únicamente de la iniciativa de los padres la libertad de establecer (o no) las referencias simbólicas que son la condición necesaria —aunque no suficiente— del adecuado desarrollo psíquico del niño. Los padres que no lo logren, no podrán evitar que sus hijos interpreten su silencio incómodo como la prueba de un acontecimiento inefable y vergonzoso relacionado con ellos mismos (Tisseron, 1992). Y, si esos niños logran un día descubrir la verdad que se pretendió ocultarles, a su vergüenza inicial se sumará la de una situación que les parecerá tanto más vergonzosa cuanto que no estará inscrita en ninguna parte. Para un niño, la diferencia que opone lo “no inscrito” a lo “no inscriptible” es en efecto difícil de percibir: desde su punto de vista, lo que no puede ser nombrado ni escrito corre fácilmente el riesgo de ser percibido como vergonzoso. Y es probable que esa vergüenza muy tempranamente padecida lo lleve a una marginalidad psíquica de la que le costará mucho deshacerse en el futuro, aun cuando haya comprendido los pormenores de su nacimiento.

Frente a ese problema, la responsabilidad no puede ni debe recaer exclusivamente en los padres. El legislador tiene que ayudarlos, y paliar de antemano las dificultades que algunos de ellos podrían experimentar al hablarle al niño acerca de sus orígenes. Ello requiere varias medidas. En primer lugar, es indispensable que cada cual pueda tener acceso a sus propios orígenes, si es que estos últimos se conocen. En una época en que la “trazabilidad” es omnipresente, resulta inaceptable que se le niegue ese derecho a una persona cuando sus orígenes son conocidos. En segundo lugar, para que los niños insertos en las nuevas prácticas familiares dispongan de los medios para reconocerse en ellas, la presentación de documentos administrativos deberá tarde o temprano integrar explícitamente los cuatro componentes de toda condición parental: el componente biológico, que se basa en la filiación genética; el componente educativo, que se construye a través de los vínculos afectivos e intelectuales entre el niño y el adulto que se ocupa de él; el componente genealógico, relacionado con el reconocimiento a través del nombre; y el componente —que aún debe ser definido— relacionado con la práctica de la gestación en lugar de alguien más.

Hoy en día, ya sea que los padres callen o hablen, el Estado les da la libertad de manejar a voluntad esas informaciones. Ello resulta aún más difícil si se considera que una gran cantidad de padres y madres desean acumular tres papeles: biológico, genealógico y educativo. Por otra parte, cuando la institución decide que la identidad de un donante de gameto o embrión debe permanecer oculta, ciertos padres basan en eso los argumentos para no hablarle al niño de las condiciones de su concepción. Una vez más, ¡el secreto atrae al secreto! Frente al secreto que se nos impone o del cual se nos exige ser cómplices, reaccionamos con otro secreto, fabricado por nosotros mismos. Al secreto que se nos escapa, le sumamos aquel que creemos poder controlar.

El Estado debe pues poner a disposición de los interesados, una vez que sean mayores de edad, las informaciones que posee, y ello por tres razones. Primero, porque todo ciudadano tiene derecho a conocer sus orígenes; segundo, porque el hecho de no tener acceso a sus orígenes biológicos siendo estos conocidos contribuye a la idealización del componente genético de la filiación en relación con los demás componentes; tercero, porque ese secreto mantenido por el Estado conduce a su vez a ciertos padres a ocultarles otros secretos a sus hijos.

Para concluir, recordemos que, si bien ninguna verdad es terapéutica, los Secretos son ciertamente patógenos. Tal es la paradoja con la que debemos lidiar, y que responde por cierto a la paradoja a la cual se ve confrontado todo niño que crece en una familia donde existe un secreto grave. Por un lado, siente el deseo de comprender —a veces con la intención de aliviar a sus padres si percibe en ellos algún sufrimiento— y, por otro, debe organizar su personalidad respetando la prohibición de saber que le ha sido impuesta. De ahí se desprende una tensión, y en algunos casos una verdadera escisión de la personalidad. Lo que resulta terapéutico es la desaparición de esa escisión, ese clivaje, y no el contenido del Secreto en sí mismo. La enunciación de la verdad —o de lo que se cree que es la verdad— no es más que un elemento del desenmarañamiento de un Secreto; pero esa enunciación es rara vez el factor más importante, y a veces ni siquiera es necesaria. Decirle a un niño que existe en su familia un secreto doloroso relacionado con acontecimientos vividos por su padre o madre, o por sus ascendientes, constituye ya un paso considerable. A condición, sin embargo, de precisarle que el sufrimiento que percibe a veces en sus padres (o en sus abuelos) sin entender la causa, nada tiene que ver con él, y está relacionado únicamente con ese acontecimiento.

Agreguemos, por último, que la confirmación de la existencia de un secreto y, mejor aún, de su contenido, no libera automáticamente a los diferentes protagonistas de las cadenas mentales y relacionales que se han impuesto a sí mismos para vivir con él. Para algunos, todo seguirá como antes porque aprendieron a funcionar con una psique dividida y no desean confrontarse al desafío de aprender a funcionar de otra manera. Pero, para aquellos que lo desean, esa revelación o esa confirmación les permitirá empezar a cambiar y a construir su vida psíquica sobre nuevas bases. Una psicoterapia puede serles entonces muy útil; mucho más de lo que habría podido serlo antes de que conocieran explícitamente la existencia de ese Secreto doloroso que marcó su historia —y con frecuencia también, a escala colectiva, la Historia.

Referencias

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1En torno al vasto ámbito del psicoanálisis transgeneracional, pueden consultarse las siguientes referencias: Eiguer et al. (1997); Eiguer, Granjon & Loncan (2006); Faimberg (1993); Ferenczi (1970); Fonagy (2004); Käes et al. (1993); Mijolla (1986); Nachin (1993); Tisseron & Torok et al. (1995); Tisseron (2005); Winnicott (1974).

2El término preciso en francés es (données) imagées, adjetivo que no existe en español pero que remite a aquello que está representado por medio de imágenes (N. de la T.).

3A propósito de la importancia del relato en esta forma de simbolización, véase Ricœur (1983).

4Recordemos que Freud empleaba este término para designar las fantasías que el niño construye en torno a la idea de que los padres que se ocupan de él podrían no ser sus “verdaderos” genitores.

Recibido: 05 de Agosto de 2019; Revisado: 15 de Enero de 2020; Aprobado: 18 de Febrero de 2020

Serge Tisseron,

psiquiatra y psicoanalista, es autor de más de 40 libros, entre ellos, Les secrets de Famille (2011) y Psychanalyse de l’image (1995). Sus ejes de investigación son las nuevas tecnologías, nuestra relación con las imágenes y los secretos de familia. En torno a este último tema, ha realizado aportes fundamentales al psicoanálisis transgeneracional.

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