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versión On-line ISSN 2594-0619versión impresa ISSN 1665-1200

Tóp. Sem  no.36 Puebla jul./dic. 2016

 

Artículos

Modos y grados del creer

Believing modes and degrees

Modes et degrés du croire

Raúl Dorra1 

1Profesor e investigador del Programa de Semiótica y Estudios de la Significación de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla. 3 Oriente 212 (altos), Centro Histórico, CP. 72000, Puebla, Puebla, México. Teléfono + 52 (222) 229 55 02. Correo electrónico: rauldorra@yahoo.com.mx


Resumen:

El artículo ofrece una reflexión sobre los diferentes modos y grados del creer, enfocando la problemática, en primer lugar, en la relación entre el creer y las creencias; posteriormente, entre creer que y creer en, así como en las diferentes intensidades y grados de los modos de creer transitivos e intransitivos. A partir de textos poéticos, filosóficos, así como de los postulados de la semiótica, el autor va desplegando, también, diferentes figuras relacionadas con el creer, las cuales se han presentado en la cultura occidental y en el ámbito cristiano.

Palabras clave: creer; creencia; gradualidad; cristianismo

Abstract:

This article reflects upon the different modes and degrees of believing. It focuses, first, on the relationship between believing and beliefs. Then, it explores the relationship between believing that and believing in, as well as the various intensities and degrees of believing modes, both transitive and intransitive. Drawing on poetic and philosophical texts, as well as on semiotic postulates, the author displays several believing-related figures, which are part of Western culture and the Christian world.

Key words: believing; belief; graduality; Christendom

Résumé:

L'article offre une réflexion sur les différents modes et degrés du croire. La problématique se centre tout d'abord sur la relation entre le croire et les croyances, postérieurement sur le fait de croire quoi et en quoi, de même que sur les différentes intensités et degrés des modes du croire transitifs et intransitifs. À partir de textes poétiques, philosophiques ainsi que des postulats de la sémiotique, l'auteur expose également différentes figures en lien avec le croire qui sont présentes tant dans la culture occidentale que dans le domaine chrétien.

Mots-clés : croire; croyance; gradualité; christianisme

1. El creer como continente y el creer como contenido

¿Es que los hombres saben lo que dicen? En una de sus Cartas a un joven poeta1 —la cuarta—, Rainer María Rilke se refiere al universal impulso de reproducción de la vida al que los amantes se entregan en las noches aun sin saber que sus abrazos son, profundamente, un llamado al porvenir. En esa profundidad tiene lugar el misterio de la gestación y la mayoría de los hombres que, por mantenerse en la superficie, viven “falsa y torpemente”, pasan sobre él ignorándolo. Pero lo ignoran sólo para ellos mismos pues de cualquier modo los hombres lo retransmiten como mensajes cerrados que algún otro leerá. Quien conozca el pensamiento de Rilke podrá deducir sin dificultad lo que esa carta nos sugiere: tales mensajes serán leídos por quien tenga la mirada de poeta, que es el que sabe llegar a esa profundidad donde “todo se vuelve ley”. Vistas las cosas desde esta perspectiva, la mayoría de los hombres ignora —ignoraría— el sentido de lo que hacen y el contenido de lo que dicen. En consecuencia, el que quiera saber lo que hay en esa profundidad debe escuchar la palabra del poeta. La pregunta, entonces, que se impone para el interés del presente trabajo es si al ignorar el sentido de lo que hacen y el contenido de lo que dicen, ignoran también aquello que profundamente creen.

Por su parte, José Ortega y Gasset, en su breve y revelador artículo “Ideas y creencias”,2 al referirse a estas últimas —o más bien a la creencia— sostiene una posición que en cierto modo se aproxima y en cierto modo se diferencia radicalmente de la de Rilke. Más que la profundidad, para Ortega y Gasset la creencia es el suelo o, mejor dicho, el “continente de nuestra vida”.3 Es en ese continente donde nuestra existencia asegura su permanencia. Habitamos y nos sostenemos en la creencia —creemos, por ejemplo, que estamos aquí haciendo lo que hacemos y que la tierra que pisamos es garantía de firmeza— y de ello sólo se toma consciencia cuando alguna circunstancia inesperada hace evidente que estamos, que estábamos, asidos a la, o a una, creencia. Un hombre en su casa —ejemplifica Ortega y Gasset— se dispone a salir. Esta decisión se basa en una serie de inamovibles creencias: caminará hasta la puerta, la abrirá, tendrá ante sí la calle. Sólo si al abrir la puerta en vez de la calle se encontrara frente a una montaña o un abismo tomaría consciencia de que aquello en que con tanta naturalidad había confiado era una creencia falsa. Pero entonces su existencia, su estar en el mundo, sufriría un fuerte trastrocamiento. Toda su existencia se concentraría entonces en una pregunta: ¿Cómo es esto? Obviamente, aquí Ortega y Gasset se refiere a lo que yo llamaría la creencia elemental, una creencia que podemos asimilar a la memoria elemental, la que nos hace continuamente reconocer las cosas que vemos, orientarnos en ellas (puesto que ya las conocemos o al menos conocemos cosas de su misma clase con las que podemos asociarlas), y aun reconocernos a nosotros mismos: estar, permanecer en el sí mismo de nosotros. Sin estos elementales soportes o anclajes —creencia, memoria— el mundo sería una entidad irreconocible, esto es, no habría mundo.

Para el caso de la creencia (y volviendo a las reflexiones de Ortega y Gasset), si le preguntáramos a este filósofo dónde buscar explicaciones al tema de la creencia, él nos daría una respuesta radicalmente diversa a la de Rilke: en el habla callejera. Es el hombre de la calle, nos recuerda Ortega, el que dice: “Estoy en la creencia” y no, por ejemplo: “Tengo la creencia”, puesto que lo que se tiene son las ideas, mientras que la creencia nos tiene. “Las creencias no son ideas que tenemos sino ideas que somos”,4 afirma nuestro filósofo. Así, la creencia no sería un contenido sino un sostén, o, como ya se dijo, un continente. De modo tal que aun en el caso de que, al hacerse consciente, se transforme o modifique el contenido de la creencia, siempre se mantendrá la creencia en cuanto tal. Incluso en la duda, señala Ortega y Gasset, necesitamos mantener la creencia, en este caso la creencia en nuestra duda para que ésta sea verdadera duda y nosotros persistamos en el continente de la creencia. La duda, claro está, hace del contenido de la creencia una zona incierta en la que el sujeto no hace pie. Por eso el hombre de la calle, acosado por la duda, dirá que se encuentra inmerso “en un mar de dudas”.

Pero al llegar a este punto, sin apartarnos de la reflexión de Ortega y Gasset sino acaso completándola, diremos que aquí nos enfrentamos a una situación ambigua, o más bien desdoblada, en que lo acuoso se separa de lo sólido pero sin abandonarlo: es decir, si el contenido de la creencia es ahora la duda, lo acuoso de la duda, la creencia como tal creencia deberá seguir siendo un suelo firme, terroso, para que, precisamente, esa zona acuosa se haga presente a la consciencia, paradójicamente, como una duda firme, afirmada. El “mar de dudas” al que se refiere el hombre común alude, efectivamente, a una experiencia de lo acuoso, una experiencia cierta. Y si esto es así, las ideas —y las creencias— del hombre común tanto como las ideas del filósofo o del científico (¿y del poeta?) se asentarán sobre el suelo de la creencia, serán contenido de este continente.

A esta altura, entonces, podemos avanzar sobre esa ambigüedad detectada en el pensamiento de Ortega y Gasset. Su artículo se titula “Ideas y creencias” pero en él se refiere más a la creencia (continente) que a las creencias (contenido) aunque sin dejar de hablar de éstas. Por lo tanto, tendríamos que distinguir una de otras pues en un caso estamos ante una creencia-continente y en el otro estamos cada vez ante una creencia-contenido; y, en esa lógica, tendríamos que preguntarnos si son simplemente dos clases, o dos formas de la creencia o si hay entre ellas una diferencia radical que nos obliga a pensar la creencia de dos modos tan diversos que no nos permite asociarlos en una clasificación. Podríamos decir, por lo pronto, que la creencia-continente es un estado —el estado del creer— que, al igual que la memoria según San Agustín, es un donde (espacio para Agustín, suelo o continente para Ortega y Gasset) en el que la vida transcurre y permanece. Nada hay que no esté en la memoria, asegura Agustín. No se puede existir sino en la creencia, afirma Ortega y Gasset. Pero entonces habría no sólo que distinguir sino aun separar la creencia —en la que siempre permanecemos cual(es)quiera sea(n) su(s) contenido(s)— de las creencias las cuales, por más firmes que sean o parezcan, siempre pueden modificarse o desaparecer: creemos que el suelo que pisamos es siempre confiable, pero un terremoto nos saca bruscamente de esa creencia y nos instala en otra; creemos que una puerta por la que se sale siempre nos pone ante una calle, pero esto puede no ocurrir y eso nos saca de una creencia pero no del estado del creer.

Siendo así las cosas, quedamos en condiciones de postular que, por un lado, tenemos un suelo, o un continente, inalterable —el creer en sentido básico— y, por el otro, contenidos de creencia que admiten gradaciones que van de lo más firme y duradero a lo más endeble o efímero. Para este otro ámbito del creer, diríamos que de un extremo a otro se extiende una línea que se mueve entre la creencia y la credulidad y que, en este vaivén, se encuentra con las fluctuaciones ocasionadas por la duda. Si no nos limitáramos a asociar el término creyente con el universo de lo religioso podríamos decir que un creyente es alguien cuyas creencias son firmes, durables, alguien que mantiene una actitud de resistencia al cambio al punto de poner en juego su vida para defenderlas. Y que, en el otro extremo, un crédulo es alguien que va con facilidad de una creencia a otra, alguien cuyas convicciones son poco consistentes y por lo tanto inestables, incluso efímeras. El creyente persiste volcado hacia su mundo interior mientras el crédulo está siempre abierto a lo que viene de fuera. A este par de opuestos les podríamos agregar, situándolas en ambos extremos, las figuras del inocente y del escéptico. El inocente sería el que cree sin saber, el que ignora con naturalidad su(s) propia(s) creencia(s) y el escéptico sería el que suspende consciente y voluntariamente la creencia porque la pone sistemáticamente a prueba. Desde luego, un mismo sujeto puede cumplir más de un rol e incluso todos, o puede quedar situado en posiciones intermedias: se puede ser creyente respecto de ciertos postulados y crédulo ante ciertas argumentaciones; se puede ser un inocente que en ciertos casos duda, o un escéptico que confía en que al abrir la puerta tendrá ante sí la calle.

Si después de estas reflexiones volviéramos a la pregunta con que iniciamos este trabajo pero ya no referida al saber de los hombres acerca de sus propios dichos sino acerca de sus creencias, podríamos decir que ese saber progresa del inocente al escéptico: mientras el primero no sabe lo que cree el segundo sí lo hace pues el escéptico es el que des-cree, y no se puede descreer sin tener consciencia de que se descree. Y si entre ambas figuras tenemos la del creyente y la del crédulo diríamos que el primero se hace consciente de su creencia cuando la pierde o cuando ésta se pone en riesgo, mientras el crédulo está prácticamente obligado a conocerla —así se trate de un conocimiento débil— puesto que vive en un continuo proceso de adquisiciones y de pérdidas. Estas reflexiones, que hemos referido a sujetos individuales, pueden también referirse a sujetos colectivos ya sean comunidades o grupos sociales. En efecto, una comunidad o un grupo social puede ser alternativa o simultáneamente inocente (creer de manera espontánea que el sol se levanta en la mañana y se pone en la tarde), creyente (el alma de los difuntos regresa en determinadas circunstancias), crédulo (vulnerable a los mensajes publicitarios) y/o escéptico (los políticos nunca son confiables). Por cierto, también en estos casos necesariamente se presentan gradaciones: poco, mucho, bastante, demasiado.

2. El creer transitivo

En “Le savoir et le croire: un seul univers cognitif”,5 un artículo magistral —porque nos muestra el método semiótico como una suerte de geometría—, Algirdas Julien Greimas postula que el saber y el creer forman parte de un universo cognitivo en el que se relacionan oponiéndose y correspondiéndose término a término y grado por grado. La oposición saber-creer no implica contradicción sino una correlación gradual y, en términos más generales, nos pone frente a “deux formes de rationalité”.6 Estas formas operan sobre el eje paradigmático en el que encontramos las variantes lógica (para el saber) y fiduciaria (para el creer), como también operan sobre el eje sintagmático en el que las relaciones causales pueden leerse o bien en un movimiento regresivo (“de droite à gauche”) que es un retorno a la “présupposition logique” o bien, siguiendo el encadenamiento “naturel”, esto es de izquierda a derecha según el movimiento propio de la narratividad y característico del pensamiento mítico. Ello nos llevaría a “deux grandes types de rationalité syntagmatique”:7 una racionalidad técnica, algorítmica, basada en una necesidad modal objetivante, y una racionalidad práctica, verosimilizante, que responde a un impulso de la subjetividad individual o colectiva. Esta serie de oposiciones paralelas, así como los avances o retrocesos graduales (como “présumer, prétendre, supposer, supçonner, conjecturer, adméttre”, y sus pares negativos)8 pueden quedar recogidos en un cuadrado semiótico cuyos términos contrarios son “affirmer”-“refuser”, cuyos subcontrarios son “admettre”-“douter”, y cuyos contradictorios son “affirmer”-“douter” y “refuser”-“admettre”.9 Dicho cuadrado ofrece una incesante variedad de lecturas pues puede leerse tanto desde la perspectiva del saber como desde la perspectiva del creer, además de que sugiere recorridos de la intensidad que se extienden entre la certeza, la incertidumbre, la probabilidad o la exclusión, los cuales podrían tomar como punto de partida cualquiera de estos términos.

Así, el saber y el creer se mantendrían siempre próximos pues cualquiera de estos términos puede quedar situado en una forma de racionalidad tanto como en la otra: la persuasión, por ejemplo, puede conducir al saber si procede según una argumentación lógica, o al creer si procede según una manipulación afectiva.

En el comienzo de este artículo, Greimas observa que la expresión je pense que es la exteriorización de un je crois, mientras que la expresión ils disent que es la principale source du savoir comuniqué,10 lo cual supone que mientras el creer tiene su soporte en un discurso interior, el saber lo tiene en una falta de certeza o de confianza en los enunciados sobre los objetos del mundo. Se puede deducir entonces que tales soportes, más bien débiles, proyectan al sujeto hacia la búsqueda de un creer o de un saber suficientemente sólido como para satisfacer su necesidad de sosiego en lo que hace a sus estados de consciencia o en su relación con los objetos del mundo.

Tomándome de estas últimas reflexiones, y centrándome en el tema del creer que es el tema de este trabajo, quisiera observar que el creer que comienza por un je pense que, conduce a una forma transitiva de la creencia, esto es a un “yo creo que”. Pero, de manera más general, en tanto el saber es siempre un saber algo [saber que...],11 si se establece una asociación correlativa con el creer, siempre se estará aludiendo a un creer igualmente transitivo, es decir a un creer que, del cual, por otra parte, el sujeto siempre será consciente, lo que quiere decir que siempre sabrá lo que cree puesto que el creer, en este caso, se ubica en la línea del saber y, como vimos, comparte en cierto modo su naturaleza. Por ejemplo, Luis Villoro, en su libro Creer, saber, conocer,12 sostiene que la respuesta a la pregunta por el creer también debería aclararnos la naturaleza del saber en tanto ambos son procesos mentales correlativos: “Parece que algo debe pasar en el sujeto cuando cree y, por ende, cuando sabe. La creencia sería el componente 'subjetivo' del saber”.13 Así pues, la creencia, o mejor dicho el creer, nos remiten a una actitud o una disposición del sujeto. “Creer sería —sigue diciendo Villoro— un acto mental de una cualidad peculiar” y agrega que esta manera de concebir la creencia es la más antigua y más común, si bien los que la alimentaron con sus reflexiones (René Descartes, John Locke, David Hume, Franz Brentano, Edmund Husserl, William James o Bertrand Russell, entre los más prominentes) varían en el modo de concebir este acto, el cual puede asociarse a la voluntad o a la afectividad, así como a un cierto comportamiento de la inteligencia que conduce a un asentimiento. De una o de otra manera, para estudiar la creencia habría que examinar, dice enseguida Villoro, no “lo creído sino el acto de creer”. En tanto procesos correlativos, el estudio del creer nos instala en los dominios del sujeto mientras el estudio del saber conduce la atención a los dominios del objeto o, en todo caso, a la lógica con que el sujeto produce un saber sobre el objeto. Desde luego, Villoro no sólo se refiere a las reflexiones de los pensadores de los últimos siglos sino que se remonta a los pilares de la tradición occidental comenzando por Platón y deteniéndose en momentos históricos en los que el tema del creer, y su relación con el saber, ocupó un lugar protagónico, y por ello no podía dejar de referirse al pensamiento medieval, tan preocupado por dar una solución radical a las conflictivas relaciones entre la razón y la fe. Según la lectura que hace Villoro, estas relaciones están mediadas por el pensamiento o la voluntad, o bien por ambas facultades. En Tomás de Aquino la creencia se relaciona con la voluntad y con el entendimiento (voluntad para asentir, entendimiento para juzgar), mientras en San Agustín la razón es una precondición de la creencia.14 De cualquier modo, y hablando en términos generales, en tanto el creer es del dominio del sujeto sus razones pueden, y suelen, no ser explicables lógicamente sino deducibles de sus actitudes y comportamientos. Para creer existen, según Luis Villoro, razones y motivos: las primeras constituyen el origen de la creencia mientras los motivos son los que mueven al sujeto que procura alcanzar un fin; en este sentido podría decirse que las razones pertenecen más bien al orden de lo patémico y los motivos al orden de lo pragmático. Pero también es verdad que si bien la creencia puede mostrarse como una negación del saber, en otras ocasiones se presenta como un saber no confirmado, como una deriva racional en curso y cuyo objetivo es alcanzar la certeza de un saber. En este último caso, el sujeto que cree puede argumentar de manera lógica qué es lo que lo induce a una determinada creencia: por ejemplo, si ha desaparecido un dulce que la madre guardó en la alacena y ella tiene un hijo goloso que en otras ocasiones ha incurrido en las mismas conductas, puede argumentar con una lógica impecable que cree que el autor de esa sustracción es ese hijo. Por cierto, en este caso tal vez más que de creencia podemos hablar de sospecha, conjetura, o deducción, es decir operaciones que, para volver al artículo de Greimas, estarían precedidas por la expresión Je pense que.

3. El creer intransitivo

No me detendré en el libro —minucioso y exhaustivo— de Luis Villoro porque mi intención es sólo mostrar que, en lo que hace al creer, este autor y los que él cita sobre todo al comienzo, piensan al creer como un creer que. Más bien aprovecharé esta última alusión al ya citado artículo de A. J. Greimas para agregar que, si bien a lo largo de sus páginas el creer aparece asociado al saber y por lo tanto nos pone frente a un creer que, este autor no deja de observar que hay situaciones en que “ces deux termes —el saber y el creer— non seulement se chevauchent souvent sans se confondre, mais arrivent à s'opposer carrément”,15 como cuando se dice —es el ejemplo que pone Greimas—: “Todos sabemos que vamos a morir pero no lo creemos”. Esta oposición, que bien puede considerarse una fausse dichotomie es pensada por Greimas como una anomalie. Para apoyar su reflexión, Greimas recuerda que Georges Dumézil ha llamado la atención sobre el hecho de que antiguamente el término latino credere cubría los campos de significación “de croyance et de confiance” que actualmente han quedado separados. Esta separación —a la cual Greimas describe como una “schizie fondamentale”— sería característica de la civilización europea que confronta lo sagrado y lo profano.16

Si esto es así, podemos suponer que dicha separación se ha instalado de tal modo en la lengua que, en el uso, nos hemos familiarizado con un creer intransitivo que ya no es un creer-que sino un creer-en el cual tendría que ver con la “confiance” que invoca Greimas. Pero, a diferencia de lo que afirma Greimas, asumo que este creer-en no se nos presenta ya como una esquicia. Por el contrario, para el hablante este modo del creer se presenta como un creer en el sentido fuerte del término. En efecto; cuando alguien dice “yo creo” uno tiende a suponer de inmediato que está hablando de un creer-en antes que de un creer-que, y lo asocia a la confianza. Incluso si esa afirmación se realiza de manera suficientemente grave o enfática, lo que sugiere ya no es sólo confianza sino un creer absoluto. El creer en progresa en una línea que va de la confianza a la fe: en algo, en alguien, en una promesa, en una causa, en un proyecto, en un partido, en una Iglesia. Pero el creer en un sentido absoluto refiere a un estado religioso del espíritu, a una religación del sujeto —individual o comunitario— con una dimensión trascendente que se realiza en la inmanencia. La religación es un modo del creer en el que se reúnen la trascendencia con la inmanencia y donde, por lo tanto, ambas se anulan. Esta religación está ligada —valga la doble redundancia— al creer religioso en general, es decir, al creer de toda comunidad religiosa, incluyendo las religiones sin dios —como el budismo— o las variadas religiones politeístas.

En el universo religioso más próximo a nosotros, esto es, en el universo cristiano, este creer se da en las distintas confesiones del cristianismo, dentro o fuera de la institución eclesiástica cuya misión consiste en administrar la fe pero no necesariamente en promoverla. En el citado capítulo “Razones para creer”, Luis Villoro, al describir la posición de San Agustín con respecto a las relaciones entre razón y fe, cita una conocida frase suya que parece fijar esa posición: “No quieras tratar de comprender para creer sino cree para comprender”. En efecto, esta frase está dirigida a los racionalistas (más propiamente llamados deístas) y es complementaria de otra, inversa, dirigida a los fideístas, esto es, a los que sostienen que toda comprensión racional es incompatible con la fe; a estos últimos, Agustín les dice: “Trata de comprender para creer”. Lo que a nosotros nos interesa decir acerca de la posición equilibrada que procura San Agustín es que, en ambas afirmaciones, él está invocando un creer en y, más aun, un creer absoluto, no un creer que. Si Luis Villoro no lo notó se debe sin duda a que esta cuestión, importante para nosotros, no tenía mayor interés para su investigación.

Por su parte, A. J. Greimas, al referirse a esta confrontación entre saber y creer en la que ambos términos “arrivent à s'opposer carrément”, se detiene un momento para advertir el grado de radicalidad que puede alcanzar esta oposición, por ejemplo en la conocida frase latina credo quia absurdum, frase que “nous oblige à constater non seulement que le savoir installé no parvient pas à expulser le croire, mais que le croire repose parfois, et se consolide même, sur la négation du savoir”.17 Esta frase latina (que se traduce como: “creo porque es absurdo”), que Greimas parece atribuir al pensamiento medieval, tiene una tradición considerablemente más larga pues recoge otra frase de sentido equivalente que provendría del siglo II y cuya autoría es atribuida generalmente a Tertuliano: “Prosus est credibili quia ineptum est” (“Resulta creíble porque es absurdo”). Tal frase, que tuvo una secular descendencia en el fideísmo a que dio lugar, es desarrollada o bien explicada desde tres posiciones: a) una que podría describirse como débil (la verdad de fe se basta a sí misma y cualquier explicación, o intento de explicación racional resulta irrelevante, si es que no engañoso); b) otra que podría describirse como intermedia (la verdad de fe no puede ser alcanzada por la razón y es inútil intentarlo); y c) una posición fuerte (la verdad de fe se muestra como tal en la medida en que resulta inaccesible a la razón; si la razón puede explicarla entonces no es una verdad de fe). Y, más allá de esta última, existe todavía una posición extrema según la cual la fe es por naturaleza insensata y se manifiesta como una locura. Esta posición extrema se reclama inspirada en la Primera Carta de Pablo a los Corintios, donde, en 1-21, se lee: “Pues ya que en la sabiduría de Dios el mundo no conoció a Dios mediante su sabiduría, agradó a Dios salvar a los creyentes por la locura de la predicación”; y poco más adelante, en 1-25: “Porque lo insensato de Dios es más sabio que los hombres y lo débil de Dios es más fuerte que los hombres”.18 Desde luego, el fideísmo encontró eco en la doctrina protestante, particularmente luterana, que sostiene la idea de la salvación por la fe. Y con posterioridad a las afirmaciones del protestantismo, en los pensadores modernos hallamos por doquier afirmaciones asimilables a la posición fideísta. Los Pensamientos (Pensées) de Blaise Pascal están sembrados por la convicción de que Dios, sobre todo el “Dieu caché” —o el Deus absconditus—, es inaccesible al pensamiento racionalista: “C'est le cœur qui sent Dieu et non la raison. Voilà ce que c'est la foi. Dieu sensible au cœur, non à la raison.”19 En efecto, la razón, que procede analíticamente, no tiene la pasividad atenta que requiere “La espera de Dios” (para citar el nombre de un libro de Simone Weil, una autora a la que podríamos incorporar en esta lista),20 o sea la espera de una revelación directa, inmediata; ni tampoco, en su avance siempre mesurado, la razón podría volar “tan alto, tan alto” como se requiere, según San Juan de la Cruz, para dar “a la caza alcance”.21

Dios se revela en la experiencia sensible: a esta convicción Sören Kierkegaard ha vuelto una y otra vez, sobre todo en Temor y temblor —libro que los fideístas modernos citan con frecuencia— y también en las páginas de su Diario íntimo en el que, por ejemplo, en una anotación de 1844 leemos lo siguiente:

Dios sólo puede manifestarse para el hombre en el milagro; es decir que verlo significa ya presenciar un milagro. El hombre no puede ver el milagro por sí mismo, pues el milagro consiste en su propio aniquilamiento. Los judíos expresaban esto mismo al decir: “Ver a Dios y morir” (Éxodo 33-20). Más exacto sería decir que la visión de Dios o del milagro ocurre en virtud del absurdo, puesto que toda razón queda de hecho descartada.22

Estos pensadores son hombres y mujeres que vieron en la fe una tensión espiritual que reúne la búsqueda con la espera, y cuya intensidad trastorna, arrebata, o bien anonada. A ellos habría que sumar a pensadores y poetas románticos que hicieron de la experiencia poética una forma de la fe religiosa. Siguiendo esta dirección no podríamos olvidarnos de Novalis, quien afirmó: “El sentido poético tiene muchos puntos en común con el sentido místico. Representa lo irrepresentable, ve lo invisible, siente lo insensible, etc. El poeta es literalmente insensato”.23 Y, en la continuación de esta deriva, seguramente podremos encontrar muchas muestras de este tipo de experiencia radical en donde incluso el creer en aparece sobrepasado pues esa experiencia nos pone, más que ante una creencia, ante un estado —diríase terminal— del espíritu. El libro de Rudolf Otto, Lo santo, resulta muy ilustrativo a este respecto.24 En estas experiencias, siempre se sabe aquello en que se cree si bien aquello en que se cree tiene tal naturaleza que resulta con frecuencia indecible.

El fideísmo suele asociarse al tradicionalismo, una corriente del pensamiento cristiano que sostiene que la verdad ha sido revelada por Dios directamente a los hombres al comienzo de los tiempos —incluso antes de que Dios se manifestara en las Sagradas Escrituras— y desde entonces ha quedado impresa en la consciencia de los seres humanos, quienes la recogen y transmiten de generación en generación. Esta corriente se hizo particularmente fuerte en el siglo XIX, y alcanzó tal vez su punto más extremo en el pensamiento de Robert de Lamennais. Lamennais postuló que, si bien el cristianismo es la religión que mejor interpreta la teoría de que la revelación se localiza en el principio de los tiempos, ésta tiene un carácter universal pues ha sido hecha para la sociedad humana en su conjunto y constituye el sentido común de los hombres, quienes están y estuvieron siempre de acuerdo en los principios fundamentales que llevan a distinguir lo bueno de lo malo, lo justo de lo injusto. Y, por lo mismo que alcanza a todos, esto vale tanto para los que leyeron las Sagradas Escrituras como para quienes no las leyeron por ser fieles de otras religiones pues todos participan de un sentido común en el que se reúne la sociedad universal de los hombres. O casi todos: Lamennais afirma que los deístas, así como los ateos, son hombres que han renunciado al sentido común y por lo tanto se han apartado de la sociedad humana. Este pensador cristiano parece haber llevado a su máxima expresión la fórmula Vox populi, vox Dei. Todo ello explica que Lamennais se haya dedicado también a la política y haya sido un precursor del socialismo. A nosotros el pensamiento de Lamennais25 (condenado por la Iglesia) nos interesa por un doble motivo: constituye una posición fuerte sobre los modos del creer y también una respuesta a la pregunta con que iniciamos este artículo: “¿Es que los hombres saben lo que dicen?” En este caso, a dicha pregunta podría responderse que, en lo fundamental, los hombres saben lo que dicen aunque no siempre sean conscientes de ello pues el que habla en ellos es el propio Dios.

4. Creer-que vs. creer-en

Hacia fines del siglo pasado, varios años después de haber atravesado una juventud fervorosa caracterizada por su militancia católica, y luego de haber tomado distancia de la Iglesia —aunque sin haber renegado nunca de ella— siguiendo sus intereses filosóficos y políticos, Gianni Vattimo, decide escribir un libro autobiográfico y por momentos confesional en el que relata su progresivo retorno a esos antiguos y jamás desestimados valores a los que ahora ve con una mirada nueva. A ese libro lo llamó Credere di credere y se tradujo al español como Creer que se cree.26 El título remite a un episodio narrado en el capítulo “Los contenidos de la fe”. Dicho episodio es la experiencia de un desacomodo: en una tarde de calor agobiante, y desde la cabina telefónica de una heladería de Milán situada en una parada de la autopista, Gianni Vattimo llama al profesor Gustavo Bontadini para hablar de una cuestión académica de tipo doméstico. Bontadini es un destacado representante del pensamiento aristotélico-tomista, un colega respecto del cual Vattimo no tenía afinidad en el orden filosófico pero sí aprecio y admiración personal. En cuanto recibe la llamada, y antes de entrar al tema, Bontadini le pregunta a Vattimo si todavía cree en Dios. Vattimo se siente turbado por la pregunta y también porque la debió escuchar en esa cabina telefónica desde la que podía ver a “señoras sofocadas” que “al lado del teléfono, comían helados y bebían naranjadas”. En esas circunstancias, refiere Vattimo, “Respondí que creía creer”.27 Aunque referida la respuesta de manera indirecta, parece fácil deducir que, literalmente, Vattimo tuvo que haber dicho “Creo que creo”, esto es: “Io credo di credere”. Y que con esa respuesta, intentaba salir rápidamente del paso pero sin dejar de decir la verdad.

Dicha respuesta tiene gran interés para nosotros porque reúne en una frase el saber transitivo con el saber intransitivo y también por el matiz que adquiere este último. Si, considerados aisladamente, el modo transitivo del saber —el creer que— tiene normalmente un sentido débil, mientras el modo intransitivo —el creer en— tiene un sentido fuerte, y hasta radical, al reunirse en una sola frase, esto es, al ser el segundo el objeto directo del primero, las fuerzas quedan invertidas. Ahora el creer en es un creer incierto, indeterminado, un creer que expresa debilidad. La frase Yo creo que creo no puede dejar de impresionar como la confesión de alguien que no está seguro de creer y que lo que está expresando es más bien el deseo de creer. Pero tratándose de Vattimo, y dejando de lado la circunstancia en que formula su respuesta, estaríamos quizá mejor encaminados si pensamos que no se trata de una creencia a la que le falta fortalecerse sino una forma del creer propia de la ontología débil que, según él, caracteriza a la posmodernidad. Una ontología que se inscribe en la huella filosófica de Nietzsche y sobre todo de Heidegger quienes, al analizar el nihilismo en que ha desembocado la metafísica occidental, anuncian el fin del reinado de la ontología fuerte, esto es, de los sistemas filosóficos racionalistas, del positivismo científico y de la técnica como garante del progreso. Puesta en crisis la metafísica, vulnerado el cientificismo que pensó a la subjetividad y a la espiritualidad religiosa como formas residuales, una y otra volvieron a la escena y ello propició, según Vattimo, un retorno del cristianismo. Pero no de un cristianismo institucionalizado o autoritario sino secularizado: abierto al mundo. Para Vattimo, lo que retorna en el espíritu de la posmodernidad es la posibilidad de un cristianismo al que ya no debe pensarse como basado en el sacrificio —el sacrificio del Hijo— sino basado en la encarnación pues la encarnación implica, por parte del Hijo, un despojamiento de su majestad divina, un vaciamiento o —para usar una palabra que Vattimo reitera a lo largo de sus páginas— una kenosis que lo deja abierto al mundo. La kenosis muestra al antiguo dios omnipotente y violento convertido en un “amigo” del hombre. Se trata pues, de una divinidad asentada sobre el debilitamiento de toda rigidez estructural o doctrinal, lo que da paso no a una fe débil sino a una fe sustentada en el debilitamiento. Este cristianismo, insiste Vattimo, es una “transcripción” de la posmodernidad en la que él y su generación fueron formados.

Ahora bien; si ponemos frente a frente el modo de creer de Gianni Vattimo y el del profesor Bontadini tendremos que la del primero es una fe expandida, indeterminada y que se revisa a sí misma reconociendo que hace pie sobre una ontología débil (en el sentido que acabamos de señalar) mientras la del segundo —consolidada en el pensamiento aristotélico-tomista— es una fe fuerte y precisa. La pregunta de Bontadini se refería a una creencia en Dios y la respuesta alude a un creer genérico aunque limitado al cristianismo. Ambos, pues, son cristianos pero no de la misma manera. Si le preguntáramos a Bontadini qué representación se hace de Dios, sin duda nos contestaría con una precisión que responde a un saber y a un querer decididos que desembocan en una fe apoyada en lo intelectivo y lo volitivo: la fe que es entendimiento y voluntad. Y si le preguntáramos a Vattimo qué representación se hace de Dios, qué evoca en su espíritu esa palabra, sin duda daría una respuesta vacilante porque su fe se apoya en un pensamiento sostenido en la afectividad. Se trata de una fe subjetiva que, más que de una voluntad, proviene de un deseo de reencontrarse con ese Jesús amigo, al que se refiere el Evangelio de Juan;28 ese amable confidente que espera y que comprende: “porque hemos sido educados por la tradición cristiana para pensar a Dios no como dueño sino como amigo, para considerar que las cosas esenciales no han sido reveladas a los sabios sino a los pequeños...”29 Este Dios cercano, despojado, que ha dejado de ser “el dios amenazante y arbitrario de las religiones naturales” no es precisamente el Dios de Bontadini porque no habla a los sabios —digamos, a los filósofos— sino a los hombres comunes. Y aquí encontramos nuevamente una respuesta a la pregunta del comienzo, una respuesta semejante a la del tradicionalismo: los depositarios de la palabra verdadera no son hombres escogidos entre un grupo selecto, sino los hombres en general.

5. Creer, dudar, descreer

Por lo que llevamos visto y por lo que se muestra como una evidencia en nuestra cultura, el creer-en, sobre todo el creer entendido como fe encuentra su espacio más propicio en la espiritualidad religiosa, aunque no siempre en una doctrina pues en una doctrina encuentra su lugar también el creer-que y aun el dudar y el descreer. Los relatos evangélicos —para seguir en el universo familiar del cristianismo— lo muestran con cierta abundancia al menos para la mirada de alguien que trate de leerlos con distancia crítica. Según tales relatos, a Jesús lo seguía un grupo de hombres, sus discípulos, y un grupo de mujeres, sus servidoras. El grupo de hombres estaba conformado por una suerte de vanguardia protagónica —Pedro, Juan, Santiago, en ese orden— y otros de identidades borrosas y actuaciones inciertas, salvo, hacia el final, Judas Iscariote, el que consumó la “traición”; pero lo que sabemos con más certeza es que los hombres en total sumaban doce. Por su parte, las mujeres conformaban un grupo a la vez compacto y difuso, un grupo acaso más reducido a pesar de que Lucas —en 8,3— después de llamar por su nombre a tres de ellas —María Magdalena, Juana y Susana— agrega: “y otras muchas que le servían de sus bienes”. Lo que sí sabemos es que la más notoria de estas mujeres, sin duda la única destacada y destacable, es María Magdalena. Pues bien; si caracterizáramos el modo de creer de cada grupo podríamos decir que el segundo se caracteriza por su inamovible creer en [la persona de Jesús] mientras el primero, el que integran los Doce, abarca prácticamente todas las opciones pues de un extremo al otro se mueve entre el creer en y el descreer, pasando por la duda y aun el desconcierto, para no hablar del caso Judas. A pesar de la trascendental misión que Jesús les encomienda, y de los poderes que les anuncia (“todo lo que atéis en la tierra será atado en el cielo y todo lo que desatéis en la tierra será desatado en el cielo” Mt 18,18), los discípulos pocas veces dan señas de estar a la altura de tanta responsabilidad. Más bien desorientados y torpes, con frecuencia muestran no entender la palabra del Maestro, la dirección de sus movimientos o la dimensión de su persona. Eso explica los frecuentes reproches que Jesús les dirige, el desencanto que una y otra vez manifiesta, y, en el extremo, sus explosiones coléricas. “Hombres de poca fe”, “duros de corazón” son algunas de las fórmulas con que Jesús los define, pero otras veces descarga sobre ellos su ira desafiante: “¿No os he elegido yo a vosotros, los Doce, y uno de vosotros es diablo?”, o al propio Pedro lo increpa con estas terribles palabras: “¡Quítate de delante de mí, Satanás: me eres escándalo porque no pones tu mira en las cosas de Dios sino en la de los hombres!”(Mt 16,23 y Mc 8,33).30

Acaso esta disparidad entre el grupo de mujeres silenciosas que nunca dejaron de creer en Jesús ni aun después de su muerte, y estos hombres que, de confusión en confusión, ven y no creen, oyen y no entienden, se exprese con más nitidez en los relatos de resurrección. Según estos relatos las primeras señales de la resurrección y las primeras apariciones de Jesús resucitado fueron hechas ante mujeres las cuales, en todos los casos, iban en pos de los varones para comunicárselas pero a ellos, asustados y defensivos, “les parecían locuras las palabras de ellas y no las creían” (Lc 24,11); tal resistencia encuentra su extremo en el crudo realismo de Tomás, quien sólo es mencionado en los evangelios por su tristemente famosa obstinación en someter el cuerpo de Jesús a la prueba del tacto, en querer llegar con sus dedos hasta “el lugar de los clavos” (Jn 20,24) para saber si debía conservar o suspender su escepticismo.

Pero tal vez el más aleccionador relato acerca de la cambiante fe de los discípulos y su relación con Jesús a este respecto, sea el de los dos discípulos que caminan desilusionados de regreso a Emaús y que refiere Lucas en 24,13-35. El prolongado relato de Lucas sitúa los hechos en el mismo día de la resurrección. Ambos discípulos caminan comentando los acontecimientos que habían presenciado y “Sucedió que mientras hablaban y discutían entre sí, Jesús mismo se acercó y caminaba con ellos”. Ellos no lo reconocen y Jesús les pregunta de qué están hablando y por qué se muestran tan tristes, y uno de ellos se sorprende pensando que quien hace esa pregunta es el único forastero en Jerusalén que ignora las cosas que habían ocurrido. “¿Qué cosas?”, pregunta Jesús y ellos le explican que venían hablando “de Jesús Nazareno, que fue varón profeta, poderoso en obras y en palabras delante de Dios y de todo el pueblo”; y le describen con detalle su prendimiento y muerte por crucifixión, y luego agregan desencantados: “Pero nosotros esperábamos que él era el que había de redimir a Israel, y ahora, además de todo esto, hoy ya es el tercer día que esto no ha acontecido”. Luego se refieren al asombroso relato de unas mujeres que decían haber visto un ángel en el lugar de la tumba aunque ellos luego fueron y nada vieron. Entonces Jesús los increpa: “¡Oh insensatos y tardos de corazón para creer todo lo que los profetas han dicho! ¿No era necesario que el Cristo padeciera estas cosas y que entrara en su gloria?” Los discípulos oyen esa recriminación pero no dan muestras de haberla entendido porque no se inmutan; ambos prosiguen su camino sin reconocerlo y más tarde, llegados a la aldea de Emaús, aquellos hombres le piden al desconocido que se quede “porque se hace tarde y el día ya ha declinado”. Jesús acepta, se sienta con ellos a la mesa, toma un pan, lo abre, lo bendice y se los da, y “Entonces les fueron abiertos los ojos y lo reconocieron; mas él se desapareció de su vista”. Los discípulos en ese momento recapacitan, reconstruyen las palabras que habían oído sin entender; ahora las entienden, ahora creen y entonces, jubilosos, regresan a Jerusalén en busca de los otros para anunciarles que, efectivamente, Jesús había resucitado.

Todos los relatos de resurrección nos muestran la diferencia en la fe de las mujeres y de los hombres pero este último, más extenso y concatenado, puede ser leído como un relato de transformaciones en los modos del creer donde se despliega un proceso circular que comienza y termina en el creer en pasando por los distintos matices del descreer desencantado y luego el progresivo regreso al creer, proceso en el cual acontece un creer que (Jesús había resucitado) que da paso a la plena recuperación del creer en. En este relato, ejemplar por varios motivos, se muestra la versatilidad de la fe de los varones que siguieron a Jesús. Por el contrario, el relato, también extenso que puede leerse en el capítulo 20 del Evangelio de Juan, el cual abarca desde el primer versículo hasta el decimoctavo y donde se describe el desconsolado pero sobre todo obstinado llanto de María Magdalena ante el sepulcro vacío de Jesús, ejemplifica la inalterable fe que caracteriza a las mujeres.31 Las mujeres no hablan porque a ellas les basta con creer pero los hombres hablan y se confunden, no saben lo que ven, no saben qué decir y por momentos se parecen más al crédulo que al creyente.

6. Del creer con riesgo al creer confiado

Según el libro de los Hechos, después de su resurrección y antes de ascender al cielo, Jesús se estuvo cuarenta días apareciéndose ante sus discípulos para instruirlos acerca del reino de Dios y de su misión en la tierra. Luego, tal como Jesús se los anunciara, en Pentecostés el Espíritu bajó y entró en ellos para darles la potestad de hablar lenguas y predicar a los varones y las mujeres de todas las naciones. Pedro —y queda sugerido que con él los otros once— se volvió un hombre de palabra firme y elocuente por lo cual se dio a hablar aquí y allá proclamando con ardor la nueva fe. Este cambio operado en los apóstoles permite aceptar con naturalidad que fueran ellos los primeros —después de Jesús— en establecer las verdades de fe, según las cuales los que adherían a su predicación podían reconocerse entre sí, y hace creíble la tradición de que los apóstoles reunieron estas verdades en un Credo que fue llamado El Credo (o el Símbolo, porque se trataba de signos o señales de reconocimiento) de los Apóstoles, el cual consistía en una enumeración, a la vez exhaustiva y sintética, de las verdades esenciales. La enunciación de estas verdades era, pues, una contraseña para distinguir a quienes pertenecían a la fe y separarlos de quienes eran ajenos a ella, total o parcialmente. La tradición que hace remontar la composición del Credo a los propios apóstoles es del siglo V y se basa en sugerencias hechas por Rufino y San Ambrosio. Actualmente esa tradición —según los redactores de la Enciclopedia de la Biblia—32 es considerada una leyenda aunque se puede suponer que ya en las primeras épocas, o épocas de formación del cristianismo, el rito bautismal comprendía la declaración de principios de fe considerados esenciales para ser admitido en la comunidad de los creyentes. Y con anterioridad a esa tradición del siglo V, ya en el Concilio de Nicea (de 325) se consideró la necesidad de formular un cuerpo de verdades que definieran la ortodoxia y corrigieran las afirmaciones heréticas como las del arrianismo cuyo fundador, Arrio, negaba la eternidad del Hijo proclamando que éste había sido creado por el Padre. Las formulaciones del Concilio de Nicea fueron completadas por las del Concilio de Constantinopla (de 381) en el que, entre otras verdades de fe, se proclamó la consustancialidad del Padre y del Hijo y se determinó que éste fue “engendrado y no creado”. El Credo que se elaboró entonces es conocido como Niceanceno-cosmopolitano, y más tarde, cuando en el siglo V se dio a conocer el Símbolo de los Apóstoles, un Credo que, comparado con el anterior, resultaba más sintético, la Iglesia, o mejor dicho las Iglesias, optaron por uno o por otro, o mantuvieron ambos, y a uno se lo llamó Credo Corto (el de los Apóstoles) y al otro Credo Largo (el de los concilios). A través de siglos y de vicisitudes, ambos Credos han llegado hasta el presente.

En realidad lo que aquí esbozo es una torpe simplificación de los hechos históricos: además de que hay otras redacciones surgidas de otras Iglesias cristianas, y de que en muchos casos este cuerpo de verdades se confiaba únicamente a la memoria, pues si pasaba a la escritura se corría el riesgo de que un profano lo leyera, la redacción de estos Credos se fue modificando conforme se modificaba la doctrina y entonces se incorporaban nuevas fórmulas como las referidas al descenso de Jesús a los infiernos, o a la naturaleza y función del Espíritu Santo pues no hay que olvidar que el misterio de la Trinidad fue objeto de arduas discusiones y dio lugar a numerosas afirmaciones que en uno u otro momento fueron declaradas heréticas y, por lo tanto, debieron ser corregidas.33

Lo que me importa en este artículo es mostrar brevemente cómo una institución religiosa necesita asentarse sobre un cuerpo de verdades de fe que puedan enunciarse a partir de la expresión “Creo en”. Comenzar un enunciado de fe por esa expresión es disponer al alocutario a escuchar una aserción radical, definitiva; una aserción que pone un límite entre los salvados en la verdad y los perdidos en el error. También me interesa decir que no sólo la redacción —las distintas redacciones— del Credo tiene(n) una historia sino que la disposición para pronunciarlo y las consecuencias que eso podría acarrear también la tienen. Pronunciar, dejar de pronunciar, o pronunciar con alguna variación una sola fórmula en la enumeración de verdades de fe del Credo podía significar persecución, condena, excomunión o alguna otra calamidad semejante. Por lo tanto, era necesario tener una consciencia clara, una decisión y una voluntad firmes pues la formulación del Credo era siempre una formulación de riesgo. No sé si la historia de este riesgo ha sido hecha. Lo que puedo decir, a grandes rasgos, es que el riesgo debió de haber ido, en el interior del mundo cristiano, seguramente de más a menos y, junto con ello, la distinción de cada enunciado que comienza por la expresión “Creo en”. Si esto es así, la consciencia en la pronunciación del Credo ha ido moviéndose de lo puntual a lo genérico, de lo articulado a lo difuso. Por ejemplo, si la distinción entre engendrado y creado resultaba de imprescindible conocimiento para permanecer o separarse de una comunidad, hoy esa distinción prácticamente se ha borrado, al menos para los fieles comunes. Hoy, también, pocos saben que el “infierno” al que se refiere originalmente el Credo no es un lugar donde las almas se queman entre el olor del azufre, sino un lugar de sombras y silencio al que los judíos llamaban Seol, donde los muertos habitan, deambulan y esperan: pocos lo saben y a pocos les parece que es importante saberlo. El Credo se ha vuelto una suerte de letanía en la que se destaca la reiteración —adormecedora— del “Creo en”, expresión cuya fuerza ha ido degradándose. Actualmente, un niño que estudia el catecismo debe aprender el Credo memorizándolo hasta poder repetirlo de manera automática, esto es, sin detenerse a pensar en lo que está repitiendo. Así —recurriendo a un modo de decir que no sería del agrado del Apóstol Pablo—, para repetir adecuadamente el Credo lo que se necesita es fidelidad a la letra, no al espíritu. En la consciencia de un niño —y, por qué no, del adulto— que recita el Credo, sea el largo o el corto, todo aquello que repite se le presenta como una única y difusa verdad a la que debe adherir —a la que está adhiriendo— en bloque. La recitación del Credo es una suerte de cheque en blanco que el niño otorga sin saber exactamente a quién: si a sus padres, si a su comunidad cercana, si a la Iglesia a la que está destinado a ingresar. Y esto no sólo ocurre con los niños sino con los “fieles” en general. Resulta de mucho interés observar, respecto del Credo, estas variaciones en la intensidad del creer en, variaciones no sólo de orden diacrónico sino también sincrónico. También resulta de interés observar, en la historia que aquí hemos reconstruido a partir de las narraciones evangélicas y del libro de los Hechos, un doble movimiento entre el saber y el ignorar lo que se dice. Mientras los apóstoles pasaron de ser sujetos desorientados e ignorantes en cuanto a lo que decían o escuchaban, y confusos en cuanto a lo que creían, a ser hombres decididos y seguros, hombres que no sólo sabían lo que decían y creían sino que pretendían que los seguidores de Jesús alcanzaran las mismas certezas, de manera inversa, los recitadores del Credo pasaron de ser sujetos que sabían exactamente lo que decían en cada fórmula iniciada por la expresión “Creo en”, a sujetos pasivos situados frente a un hablar genérico en el cual —salvo que se está creyendo en algo homogéneo y tranquilo, confiable— no se sabe lo que se dice, porque no hay en principio nada puesto en riesgo. ¿Qué quiere decir, exactamente que el Hijo “fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo” y qué riesgo se corre al ignorar este misterio? Diríamos que, en las circunstancias que estamos describiendo, las fórmulas del Credo circulan como mensajes cerrados que sólo un teólogo —ya no un poeta— está en condiciones de abrir.

7. A modo de cierre

Aunque para otros propósitos hubiera sido interesante, teniendo en cuenta los del presente trabajo no nos hemos detenido sobre el querer, el deber y el poder creer pues esas formas modalizantes no son propiamente modos del creer. Tampoco nos hemos detenido sobre el pronominal creerse pues lo hemos considerado parte del creer en, si bien este pronominal suele asociarse a una actitud frívola del sujeto (“Es un necio que se cree sabio”, “Es un creído”), su significación no deja de moverse entre la confianza y la fe, aunque en los ejemplos que hemos escogido se alude a un exceso de confianza derivada de una actitud presuntuosa. Sin embargo, en una frase como: “Me creo capacitado para aprobar el examen porque me he preparado con disciplina y perseverancia”, la confianza deviene seguridad, y en otra como: “Y al oír la voz de Dios se creyó salvado de todos los peligros”, se alcanza el extremo de la fe. En estos casos, la forma pronominal, más que indicar grados de intensidad en la creencia, indica grados de justificación del creer.

Pero en este trabajo hemos puesto el acento en la diferencia entre el creer transitivo y el creer intransitivo, diferencia para nosotros radical aunque no siempre haya sido observada de ese modo dada la frecuencia con que el creer se ha asociado al saber, lo que motivó que la atención se haya prácticamente focalizado en el creer que. Por nuestra parte, hemos preferido centrar la atención en lo que Greimas describió como una schizie fondamentale aunque hemos interpretado que esa esquicia separa no el saber del creer sino el creer transitivo del creer intransitivo. Pero antes de concentrarnos en esa separación, hemos distinguido, a partir de la lectura de un artículo de Ortega y Gasset, dos formas de la creencia a la que, siguiendo a este autor, hemos nombrado como creencia-continente y creencia-contenido. En relación con ellas —y tal vez desarrollando o tal vez modificando el pensamiento de Ortega y Gasset— hemos postulado que, más que dos modos o clases de creencias, se trata de dos perspectivas radicalmente diferentes desde las que pensamos el creer. La creencia-continente es la pura inmanencia y tiene una radicalidad que podría ser equivalente al, o bien ocupar el lugar del, cogito cartesiano. Al “Pienso, luego existo” podría oponérsele el “Existo porque creo”, y aun: “Hay la existencia porque creo”, y todavía: “Hay (lo que hay) porque creo”. El creer estaría en el origen y a la vez sería el horizonte, el siempre actual horizonte, y en ese sentido sería equiparable a la memoria según la pensó San Agustín, como consta en el libro X de sus Confesiones.

En cuanto al creer transitivo, el creer que, lo que nos ha interesado mostrar son sus articulaciones y sobre todo su gradualidad. Esta última es la que muestra su correspondencia con la gradualidad del saber, como lo ha señalado A. J. Greimas cuando habló de deux grandes types de rationalité syntagmatique: una racionalidad técnica, algorítmica, basada en una necesidad modal objetivante, y una racionalidad práctica, verosimilizante, que responde a un impulso de la subjetividad individual o colectiva. De ahí que en ambos casos podamos hablar en términos de presunción, conjetura, probabilidad, sospecha u otros semejantes, lo cual supone que el creer también procede por análisis si bien puede iniciarse en una intuición más o menos clara o más menos difusa, una intuición que de cualquier modo impulsa al sujeto a buscar una justificación racional aunque no logre encontrarla. Un estado de consciencia que pudiera expresarse en la fórmula “Intuyo que” crea una insatisfacción en el sujeto, un estado de alerta que no se satisface sino cuando esa intuición se convierte en evidencia. La fórmula “Intuyo que” señala la presencia, en el sujeto, de una actividad de búsqueda. Como en el caso del saber, en el caso del creer transitivo nos ubicamos, para su cabal comprensión, en un punto de partida que da pie a un proceso cuya consumación se alcanzaría en el momento de una confirmación plena. Ello quiere decir que tanto el saber como el creer transitivo están movilizados por una energía teleológica.

En cuanto al creer intransitivo, el creer en, hemos sugerido que reposa en la confianza y que puede medirse según la intensidad,34 lo que quiere decir que se mueve entre la escasez (tibieza) y la demasía (fanatismo) pasando por lo bastante (fe). El punto de equilibrio entre los extremos del creer intransitivo es la fe pues sobre la fe es que pueden sostenerse las instituciones de la creencia (la tibieza las debilita, la demasía las pone en riesgo). Desde luego, la propia fe tiene grados de intensidad y por ello las instituciones a que dan lugar necesitan de un cuerpo de doctrinas y de autoridades que controlen la ortodoxia aunque ellas no garanticen el control de la propia fe. Esta necesaria tendencia a una ortodoxia la encontramos tanto en las instituciones políticas, sociales o religiosas, así como en las científicas pues todas ellas en última instancia reposan sobre el creer en. En el caso de la ciencia, si bien lo que procura es un saber disciplinado y riguroso y por lo tanto sus afirmaciones se construyen a partir de una hipótesis (asimilable a un creer que) que culmina en una tesis (esto es, un saber que) todo el proceso se construye sobre la fe en que la ciencia es la proveedora de afirmaciones verdaderas. Esto se ve especialmente en las ciencias naturales que comenzaron su desarrollo en Europa hacia fines de la Edad Media. Tales ciencias debieron constituirse como una fe en el sentido fuerte del término, como una fe orgánica y resistente por el doble motivo de que necesitaron organizarse en un cuerpo de leyes y de que esa organización debía hacerse en contra de la ortodoxia eclesiástica. En particular el juicio seguido por el Santo Oficio contra Galileo y la condena en que desembocó ilustran con bastante claridad sobre este conflicto entre dos instituciones de la fe, una ya secularmente consolidada y otra en proceso de consolidación. El Santo Oficio condena a Galileo no por su saber —pues el saber no está en su programación, y acaso tampoco en su interés— sino por su creer y por la doctrina que, a partir de ese creer, amenaza la doctrina de la Iglesia. En este juicio se acusa a Galileo de haberse hecho “vehementemente sospechoso de herejía, esto es, de haber creído y sostenido la doctrina —que es falsa y contraria a las Sagradas y divinas Escrituras— de que el Sol es el centro del mundo...”, acusación condenatoria que lo obliga a abjurar de su “doctrina” en términos como estos: “... juro que he creído siempre, y que creo ahora, y que, Dios mediante creeré en el futuro, todo lo que sostiene, practica y enseña la Santa Iglesia Católica Apostólica Romana”.35 Si bien, según señala Arthur Koestler, tanto la Acusación-Condena del Santo Oficio, como la Abjuración de Galileo fueron el resultado de una negociación (dentro de la propia Iglesia la “doctrina” de Copérnico tenía un número creciente de adherentes que presionaban para buscar un punto de equilibrio y por ello Galileo, si bien enfermo y desgastado, cumplió una condena sólo formal que le permitió seguir trabajando en habitaciones confortables), no por eso fue menos evidente que, más allá de las afirmaciones puntuales que dieron lugar al juicio, se trataba de un conflicto entre creencias. En ese juicio ejemplar, se enfrentaron la ciencia y la teología como dos formas de la fe. Ciertamente, las ciencias de la naturaleza no llegaron a formular un Credo pero sí a consolidar una ortodoxia. En este sentido, y si se quiere paradójicamente, tendencias tan expandidas y proliferantes a lo largo del Renacimiento —y aun en el llamado Siglo de las Luces—36 como la alquimia o la magia y en general las teorías herméticas o las doctrinas esotéricas, fueron consideradas heréticas a la vez por teólogos ortodoxos y científicos positivistas. Giordano Bruno fue condenado a la hoguera por el Santo Oficio por sus afirmaciones relativas al dogma teológico; pero también sus atrevidas especulaciones cosmológicas fueron vistas como atentatorias del dogma científico.

La ortodoxia de las ciencias de la naturaleza mantuvo su fortaleza durante algunos siglos, una fortaleza que, según Vattimo, ya en la posmodernidad había dado paso a una ontología del debilitamiento. Pero parafraseando lo que Barthes dijo de la retórica como institución, nosotros podríamos decir que en absoluto es seguro que ese debilitamiento la haya llevado a la muerte.

Para finalizar, nos queda agregar algunas palabras con las que quisiéramos referirnos al descreer, que es una confianza negativa si pensamos el descreer como escepticismo, o bien es una negación de la confianza que también se mueve en una línea de intensidades de lo poco a lo mucho: descrédito, desenmascaramiento, desencanto. De otro modo, podría pensarse el descreer como activo o pasivo, según el grado de afectación que el descreer provoque en el sujeto: frustración, dolor, desilusión o simplemente olvido. En los extremos, el descreer puede ser el método usado por el detective, puede ser la experiencia de una liberación o la causa de una depresión irreversible. Pero éste ya sería un tema por desarrollar en otro artículo.

Agradecimientos

Agradecemos a Dominique Bertolotti la traducción del resumen al francés.

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1Rainer María Rilke, Cartas a un joven poeta, trad. de Federico Keller, Buenos Aires, Macondo Ediciones, 1977. Hay numerosas ediciones de estas cartas. Aquí se menciona ésta porque de ella se han extraído las citas.

2Este artículo de Ortega y Gasset integra el libro del mismo nombre editado por Espasa Calpe en Buenos Aires en 1940. Posteriormente el libro fue reeditado por la Revista de Occidente. También puede leerse como documento electrónico en formato PDF dispuesto en la red por la Biblioteca Virtual Omegalfa. Es de este documento —numerado de 1 a 15— que haremos las citas para el presente trabajo.

3Ibid., p. 2.

4Loc. cit.

5Greimas, Algirdas Julien, “Le savoir et le croire: un seul univers cognitif” [“El saber y el creer: un solo universo cognitivo”], Du sens II, París, Seuil, 1983. Ésta y todas las traducciones del francés que el lector encontrará en el presente trabajo son de mi autoría.

6Dos formas de racionalidad. Ibid., p. 128.

7Dos grandes tipos de racionalidad sintagmática. Ibid., p. 129.

8Presumir, pretender, suponer, conjeturar, admitir. Ibid., p. 123.

9Afirmar, negar, admitir, dudar. Ibid., pp. 120-121.

10Se dice que [es] la principal fuente del saber comunicado.

11Es claro que ocasionalmente el saber puede referirse a un saber absoluto o genérico, esto es un saber que no es saber de algo sino un saber sobre todas las cosas, como cuando uno dice de alguien que sabe, dando a entender que es un hombre dotado de sabiduría, que es un sabio.

12Villoro, Luis, México, Siglo XXI, 1999.

13Ibid., p. 25.

14Para más detalles, puede consultarse, en este libro, el capítulo “Razones para creer”.

15Estos dos términos no sólo se superponen sin confundirse sino que llegan a oponerse francamente. Ibid., p. 116.

16Ibid., p. 125.

17Nos obliga a constatar no sólo que el saber instalado no llega a expulsar el creer sino que el creer a veces reposa, y aun se consolida, sobre la negación del saber. Ibid., p. 125.

18Según la traducción de Casiodoro de Reina y Cipriano de Valera. Por su parte, la Biblia de Jerusalén traduce necedad en lugar de locura y necio en lugar de insensato.

19“Es el corazón el que siente a Dios y no la razón. He aquí lo que es la fe. Dios sensible al corazón, no a la razón”. Blaise Pascal, Pensées, París, Gallimard (Folio Classique), 1932, p. 137.

20Simone Weil, Espera de Dios, trad. de María Eugenia Valentié, Buenos Aires, Sudamericana, 1954.

21San Juan de la Cruz, “Tras un amoroso lance”, Poesías completas, México, Aguilar, 1976, p. 45. (“Tras un amoroso lance / y no de esperanzas falto, / volé tan alto, tan alto / que le di a la caza alcance”).

22Sören Kierkegaard, Diario íntimo, trad. de María Angélica Bosco, Buenos Aires, Santiago Rueda, 1955, p. 129.

23Apud Albert Beguin, El alma romántica y el sueño, trad. de Mario Monteforte Toledo, revisada por Antonio Alatorre y Margit Alatorre, México, FCE, 1954, p. 259. Esta cita, con pequeñas variantes en su traducción, también aparece en una edición de la librería El Ateneo, de Buenos Aires, titulada: Novalis, Los fragmentos. Una extraña edición precedida por una Introducción de Mauricio Maeterlink, sin fecha, y sin nombre del traductor.

24Rudolf Otto, Lo santo. Lo racional y lo irracional en la idea de Dios, trad. de Fernando Vela, Madrid, Alianza Editorial, 1985. De este libro me he ocupado con detenimiento en mi artículo “¿Qué es, entonces, lo sagrado?” , publicado en el núm. 22 de Tópicos del Seminario, Puebla, BUAP, 2009.

25Para conocer con más detalle el pensamiento de Lamennais (y de otros que lo siguieron como Louis-Eugène Bautain) puede consultarse la magna obra en tres tomos Filosofía cristiana en el pensamiento católico de los siglos xix y xx, compuesta bajo la dirección de Emerich Coreth SJ, Walter M. Neidl y Georg Pfligersdorffer y publicada en Madrid por Ediciones Encuentro, 1993. Las páginas dedicadas específicamente a Félicité-Robert de Lamennais (444 a 461) se localizan en el Tomo I, Segunda Parte: “El mundo en lengua francesa”.

26Vattimo, Gianni, Creer que se cree, trad. de Carmen Revilla, Barcelona, Paidós, 1996.

27Ibid., p. 85.

28“Yo no os llamaré siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor; pero os he llamado amigos, porque las cosas que oí de mi Padre, os las he dado a conocer”. Jn 15,15.

29Ibid., p. 47.

30En el capítulo 5 (“El sábado y el hombre”) de mi libro Profeta sin honra, México, Siglo XXI-BUAP, 1994, se describe con detalle la relación de Jesús con sus discípulos. Véase, en este capítulo, el apartado “¿Ayudantes u oponentes?”

31De este relato, y en general de la actitud de las mujeres que siguieron a Jesús, me he ocupado en el capítulo 9, “El cuerpo amado”, de mi citado libro Profeta sin honra.

32Enciclopedia de la Biblia, obra en seis volúmenes dirigida por Alejandro Díez Macho y Sebastián Bartina, Barcelona, Ediciones Garriga, 1963. Véase la entrada “Credo” en el segundo volumen.

33Para un conocimiento detallado de la compleja historia de las distintas y prácticamente innumerables versiones del Credo, consúltese el libro de J. N. D. Kelly, Primitivos credos cristianos, trad. de Severiano Talavero Tovar, Salamanca, Ediciones Secretariado Trinitario, 1980.

34Aunque la intensidad y la gradualidad pueden ser ambas imaginadas sobre una línea o sobre un eje, distinguimos la primera de la segunda imaginando que en el primer caso se trata de una línea continua y en el segundo de una línea compuesta por magnitudes discretas. Es claro que la intensidad también puede medirse por grados pero tales grados resultan de decisiones convencionales: por ejemplo, los grados de calor o de intensidad de un terremoto, que pueden medirse aplicando escalas diferentes.

35En las Notas al capítulo II, de la Quinta Parte de su libro Los sonámbulos, A. Koestler reproduce íntegramente el texto de la Condena del Santo Oficio (Nota 42) y el de la Abjuración de Galileo (Nota 43). Ver Arthur Koestler, Los sonámbulos, trad. de Alberto Luis Bixio, Buenos Aires, Editorial Universitaria de Buenos Aires, 1963. La Nota 42 se localiza en pp. 573-575, y la Nota 43 en pp. 575-576.

36La inclasificable obra de Emanuel Swedenborg —quien aseguraba que la materia de su libro Sobre el cielo y sus maravillas y el infierno provenía del diálogo que mantuvo con los ángeles durante trece años—fue escrita en pleno siglo XVIII.

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