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versión On-line ISSN 2594-0619versión impresa ISSN 1665-1200

Tóp. Sem  no.30 Puebla jul./dic. 2013

 

Entrambas a porfía

 

..."entrambas a porfía"

 

..."entrambas a porfía"

 

Noé Jitrik

 

Director del Instituto de Literatura Hispanoamericana de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. 25 de Mayo 221, Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Argentina. Teléfono: + (54) 11 4373 0895. Correo electrónico: noelico@hotmail.com

 

Resumen

Vista como composición instrumental, la literatura presenta tanto consonancias como disonancias. Estas últimas se hacen más visibles si se parte de la enunciación, en la que pueden encontrarse diversos registros que dependen de las diferentes formas de aparición del yo. La pregunta es si esos yoes siempre deben acordar entre sí o si también se relacionan de manera disonante. Sabido es que, sobre todo en las composiciones poéticas de linaje clásico, suele haber una búsqueda, diríase porfiada, del acorde. ¿Pero también se puede hablar de una literatura de la disonancia, de una voluntad de rehuir el acorde, por ejemplo en obras como las de Joyce? ¿O como cuando, en el ejercicio de la escritura, la mano parece tomar su propio curso y rehuir el querer del autor que, entregado a su tarea, siente que es su misma mano la que porfía en introducir cambios de tono?

Palabras clave: disonancia, armonía, enunciación, porfía, confluencia.

 

Abstract

Seen as instrumental composition, literature presents both consonances and dissonances. These become more visible from the point of view of the enunciation, in which different registers can be found depending on the different forms of appearance of the self. The question is if those selves must always agree among themselves or if they are also related in a dissonant manner. It is known that, especially in the Classic poetic compositions, there is usually a search, one might say, obstinated, for the chord. But also one can speak of a literature dissonance, with a desire to shun shirk the chord, for example in some works like those of Joyce? Or when, in the exercise of writing, the hand seems to take its own course and shun the will of the author who, dedicated to his task, feels that it is his very hand which contends to introduce changes in tone?

Keywords: dissonance, harmony, enunciation, obstination, confluence.

 

Résumé

La littérature, considérée comme une composition instrumentale, offre à la fois des consonances et des dissonances. Ces dernières sont plus évidentes si l'on prend comme point de départ l'énonciation dans laquelle on peut trouver différents registres en fonction des différentes formes d'apparition du moi. La question est de savoir si ces moi doivent toujours s'accorder entre eux ou bien s'ils coexistent de façon dissonante. Comme nous le savons, surtout en ce qui concerne les compositions poétiques de type classique, nous avons à l'origine une recherche acharné de l'accord. Mais peuton parler d'une littérature de la dissonance, d'une volonté de s'éloigner de l'accord, par exemple dans des œuvres comme celles de Joyce ? Ou bien encore lorsque dans l'exercice de l'écriture la main semble suivre son propre cours et s'écarter du vouloir de l'auteur qui, tout à sa tâche, sent que c'est elle qui s'acharne à introduire des changements de ton ?

Mots-clés: dissonance, harmonie, énonciation, acharnement, confluence.

 

Un acorde, concepto esencialmente musical o de uso musical, consiste en un conjunto de tres o más notas diferentes, obtenidas en uno o varios instrumentos, que suenan simultáneamente o en sucesión y constituyen una unidad armónica. En música este concepto se puede entender, aunque percibirlo no es lo mismo, pero en literatura es otro cantar, hecha la salvedad de que podría encontrarse la vía para su aplicación o entendimiento —ése es el sentido de esta propuesta— sin que el gesto sea artificioso o arbitrario o responda a una tendencia interdiscursivizante que en ocasiones parece forzada, como cuando, según irónicos críticos, teóricos del psicoanálisis recurren a las matemáticas, o críticos de arte o de literatura a la psiquiatría o a la teología.

De modo que más allá de que tal vía pueda ser felizmente descubierta, la frase "es otro cantar", de sabio uso dialógico en situaciones en las que las respuestas son arduas o peligrosas, embarazosas, o bien cuando una observación se aleja de un punto controversial porque permite salir cortésmente del paso con cierta discrecionalidad, devuelve no obstante, por pura terminología, a la posibilidad de que también, así sea "otro cantar", en el canto, que es emitido por otro y muy especial instrumento, haya acordes, ya sea si es en una sola voz o ya si es en más de una, un dueto o un trío, que semejan un diálogo, o un coro, encuentros de voces en los que debe ser más fácil percibir si operan por acordes, sin duda más claramente en este último. Pero si se trata de un cantar, de una sola voz, acaso, aunque hay que pensarlo, las variantes acordadas deben ser entre varios registros confluyentes; quizás, por lo tanto, los músicos dirán, la voz, en los solos, se vale también de acordes: sería, en todos los casos, más que cuestión del instrumento, del resultado y, desde luego, de la creatividad del compositor, de la virtud del cantante y de la percepción del oyente.

En la mente de quien razona sobre este término queriendo atribuirle una virtud semiótica, está la definición inicial de acorde y su valor en la música llamada clásica, mejor dicho académica, de modo que vale la pena detenerse un momento sobre cómo esta noción puede ser considerada; por de pronto, dicha definición fue formulada seguramente después de observar cómo esa música tomaba forma, pero si el acorde tiene o ha llegado a tener categoría de concepto debería poder verse también en otros tipos de música, de los más variados colores, la que recibe el nombre de moderna o contemporánea, por no hablar de la que sigue las pautas de la clásica, llamada popular y que por lo tanto dejo de lado. En consecuencia, y como primera e inquietante cuestión, puesto que la música moderna y contemporánea saca su identidad y su fuerza de la disonancia, que sería lo contrario de la armonía, ¿podría hablarse en ese caso de acorde? ¿Disonancia como, fatalmente, sinónimo de desacorde?

Pero cuando hablamos del "otro cantar", en realidad nos estamos dirigiendo a la literatura, que en sus diversos registros, un poema, una narración o lo que sea, parece ser, por el desarrollo de la enunciación que le es propia, un solo instrumento, o sea una sola voz. ¿En dónde, entonces, residiría la posibilidad de ver algo en la literatura que podría ser considerado un acorde como fundamento de una armonía? Lateralmente, ¿qué sería la armonía para la literatura? No es que no se perciba: la perfección de la forma —un soneto por ejemplo— daría cuenta de su entidad, así como el respeto a esas cualidades fundamentales que, inolvidablemente, destacó Italo Calvino como condiciones de una armonía, equivalente, a su vez, a sentido de lo literario.

Pero, volviendo a la idea del instrumento que sería la enunciación, es claro que ni poema ni narración ni lo que sea es en realidad sólo la enunciación sino un más allá de la forma, un estallido de prolongaciones o, como creo, algo que palpita debajo de la superficie visible, o legible desde luego. Por otra parte, si un texto no es sólo la enunciación, tampoco es necesariamente una sola voz, tal como los hábitos corrientes de lectura lo suelen entender, sino varias o plurales, metafóricamente comparables con instrumentos. Supongamos que sabemos cuáles son esas plurales voces; en un poema, por ejemplo, la del yo poético, la del yo del enunciado, la del yo del autor, las de los dieciséis que enumeraba sorprendentemente Meschonnic.1 Sin duda, esas voces acuerdan esos yoes en alguna parte y el acorde que se produce se concreta. ¿En qué? En una imagen tal vez, en un ritmo, en una detonación que se evade, como una sombra, del poema y se prolonga. ¿Y qué hay de lo que también podemos considerar como voces, la de la sintaxis, la del habla, la de las figuras?

¿No se puede pensar que hay acordes entre todas ellas? Si los hay la lectura lo percibe y la crítica discrimina el papel que en el acorde desempeña cada una: más o menos sintaxis, más o menos lenguaje, más o menos figuras.

Estoy, sin duda, abriendo una posibilidad para que este concepto se entienda en la literatura, pero quedan flotando restricciones que podrían impedir no sólo tal lectura que persiga el acorde sino también un acercamiento más penetrante a lo que se trama en un texto en su interior más íntimo y secreto, me refiero al concierto de tales plurales voces, para muchos imperceptibles, que desaparecen en beneficio de un brillo que se reconoce, admirable o indiferente.

Pero ¿cuáles serían esas restricciones? La principal, quiero creer, es relativa a una traducción que no parece posible o que tiene que valerse de metáforas: de un código bien visible y operante, el de la música, a uno cuyas leyes tienen un fundamento muy diferente y otro alcance.

Esa restricción no es la única: la música, sean cuales fueren sus direcciones, descansa sobre una materia, los sonidos, y lo común a todas sus manifestaciones es que ella misma, la música, y los sonidos que le dan consistencia muestran sus potencias y se desarrollan en la temporalidad, lo mismo que su captación o escucha aunque, sin embargo, en algunas instancias de su estructuración, requiere de la escritura; la literatura, en cambio, es letra y se desarrolla en la espacialidad, se erige en los trazos que ocupan un espacio como lo que es común a todas sus opciones pero, del mismo modo, apela a la temporalidad ya sea en la lectura —instancia que según ciertas maneras de ver redefinen la literaturidad—, ya en los ritmos que resultan de la enunciación, ya en las virtudes sonoras de las palabras: las palabras escritas, señala sensatamente Raúl Dorra, desde luego también suenan, son trazo, de alguna manera audible así sea porque nos resuenan en otra parte, no sólo vibran en los ojos. Pero en ambos casos, pese a esos deslizamientos de una categoría a otra, se trata de predominios categoriales que devienen marcas, diferencia; una de ellas es que a la temporalidad de la música la representación le es ajena mientras que la espacialidad de la literatura parece convocarla, admitida con naturalidad o combatida según sea el propósito.

Por otro lado, y también restrictivamente, los conceptos que se generan en una tienen un sentido inequívoco, son casi siempre indicaciones, ligadas a estructuras matemáticas y, por lo que vamos viendo, no serían claramente propios de la otra, más operacionales y ligados a propósitos filosóficos. Podría decirse que esa práctica que recibió el nombre de literatura no se planteó históricamente saltar por encima de la restricción, ni siquiera por analogía, pero eso no quiere decir que no haya habido aproximaciones poéticas a lo que estamos buscando. Lo apuntó por ejemplo, luminosamente, Fray Luis de León, en algunos de cuyos versos es posible reconocer una intuición analógica: "Y como está compuesta / de números concordes, / luego envía consonante respuesta; y entrambas a porfía / se mezcla una dulcísima armonía", dice en la "Oda a Salinas", como si se hubiera anticipado en varios siglos a esta perturbadora cuestión. Desde luego, esos versos tienen como objeto lo que sucede en la música, pero el hecho de que vengan en un poema sugiere un deslizamiento que autoriza la intuición de que un concepto musical, con-cordes, alimente también un objeto poético.

Eso que llamamos literatura es, se sabe, un colectivo, un conjunto de formulaciones muy diversas que obligarían a determinar en cuál de sus partes, es decir, en cuál de sus gestos discursivos, traducibles por decisiones que nacen en escondidos lugares, se podrá encontrar eso que estamos buscando, acordes definibles y precisos, que no sean pálidas aplicaciones de lo que en música es claramente comprensible.

Sin embargo, nada impide que se piense que si otras interacciones teóricas han sido posibles y fructíferas para el desarrollo de la crítica, psicoanálisis y literatura por ejemplo, por qué una interacción entre un concepto musical y un objeto literario no lo sería por principio; nada está vedado, los caminos de las interacciones son recónditos y secretos, sólo hay que descubrirlos sin forzar las concomitancias ni desbordarse en las interpretaciones. Es claro que en otro nivel, de puro referente o contenido, tal interacción ha sido formulada y en algún momento aceptada como una poética renovadora y activa: de la musique avant toute chose, esa prometedora consigna verlaineana, idea básica del simbolismo finisecular y del modernismo latinoamericano, preconizaba indirectamente que la armonía del poema era asimilable o comparable o comprensible por la vía de la música que, a su vez, en el llamado impresionismo musical, se reconocía en la poesía (Debussy y Mallarmé que se encuentran en La siesta de un fauno).

No sólo eso sino también en el plano estructural de un relato; no es difícil considerar que un relato se mantiene en una tensión constante con variantes reconocibles que pueden ser asimilables a los tiempos musicales; así, una introducción explicativa puede ser semejante a una obertura o, si no se trata de ópera, a un allegro; una descripción de situaciones o de caracteres a un andante; un diálogo a un allegretto, una reflexión a un largo y un remate a un allegro finale. Buen ejemplo de ello encontramos en un texto, al menos, de Alejo Carpentier, Los pasos perdidos, en el que dichas variantes están acompañadas por la escucha de una sinfonía de Beethoven que puntúa, a modo de iluminación, una trama narrativa. El mismo Carpentier, sin duda interesado en la relación música-literatura escribió La música en Cuba, un ensayo que tiende a encontrar la cifra de una probable interacción aunque más bien de explícito apoyo, como ocurre con la música que añade a una acción en un filme, sea para dar más fuerza a una situación o para crear una atmósfera.

En todo caso, tan sólo quizás, en especial respecto de la novela, se trate de maneras de decir o un añadido de análisis que abre a una percepción más fina de la estructura de un relato: resultados críticos han podido registrarse en esta dirección.

Pero relaciones entre música y literatura de esta índole no van al asunto: lo que va es la perplejidad que produce la necesidad ¿o la voluntad?, de que la noción o concepto de acorde pueda ser determinada y expuesta en un hecho literario con convicción y pertinencia. En ese sentido, y yendo por esa vía, se diría que considerando que en la poesía de corte clásico la relación equilibrada de diversos planos produciría un acorde que, a su vez, generaría una sensación de armonía, no en el sentido musical sino de ejecución literaria, faltaría, solamente, poder precisarlo: así ninguna nota falsa, ninguna crispación, ningún desencuentro entre forma y enunciación, entre voz poética y enunciado podrían ser puntos de tal precisión. Creo que podemos decir que sentimos eso, y seguramente no sólo yo, con toda exactitud en un soneto de Góngora en el que el lenguaje, como campo de trabajo —eso que se designa como barroco o conceptismo— aporta al poema la misma carga que la reflexión y que la retórica, lo cual produce un resultado que podemos reconocer como armónico sin forzar las cosas.

Supongamos que conocemos y comprendemos los diferentes registros que en un texto acordarían, o sea en los que podrían verse acordes; el movimiento hacia el acorde sería, entonces, manifestación de una necesidad natural inherente al modo que asume un entramado literario de cualquier índole, según se le dé primacía a una función del lenguaje más que a otras; responder a tal necesidad permite que intervenga una intención.

Vale también la pena detenerse en este concepto que parece muy justificado, vehículo del querer que, a su vez, es un transporte del deseo y, sin eso, nada se emprendería, ni siquiera la escritura llamada automática, proclamada por el surrealismo, ni siquiera, tampoco, la de los dementes que pueden parecer, en otros órdenes, inintencionales. Pero la intención no es algo unívoco, tiene su tectónica: en un piso primero o más básico el querer se manifiesta, en un sentido general, por medio de un gesto, un ir de un lado a otro pero, si el acento se pone en una intención que tiene por objeto la escritura, ese gesto viene acompañado por una mano que la llevará a concretarse. Eso no es todo: la intención es también voluntad o necesidad de decir al mismo tiempo que de decirse, doble plano al que el enunciador nunca renuncia; más que de una idea o de una imagen y como dándole sustancia, hay un qué del decir, en el que todo parece explicarse, y la sombra del qué del decirse: ambos qué residen en un campo saturado de saberes de los que surgen, memoria o experiencia son su fuente. En cuanto al qué del decir es equivalente a un expresar de una idea o de una imagen por medio de la transcripción y, al mismo tiempo, expresarse, como vehículo del decirse, respecto de algo exterior a él, mundo o realidad o alteridades. Coronando este edificio, la intención es también de un querer que haya un destino para lo que se busca, un efecto, por decirlo brevemente. Es obvio que estamos hablando de escritura y su realización más alta, la literatura.

La intención, por lo tanto, es una red que está en el fundamento de un acto de escritura pero no lo define por completo, no tiene un imperio absoluto: es interferida. Fuerzas no controladas, que llamamos pulsiones, hacen imprevisible la forma y el alcance, en el caso, de la escritura y la completan. En otras palabras, podría decirse que entre intención y pulsiones transcurre la escritura y el acuerdo que se da entre ambas, el acorde, es la condición de la literatura.

Pero también está la instancia de la llegada de las pulsiones al acto de escritura y no se puede dejarla de lado: no sólo las pulsiones residen en eso que se denomina imprecisamente inconsciente, inmanejable y emergente, sino que vienen en el mismo hecho físico de la escritura, o sea en la mano —a la que le atribuimos un papel en el gesto de ir de un lugar a otro— que traza los signos y que no es sólo un agente, destinado a tal fin, preparado y listo para ejecutar una orden; la mano, por el contrario, sin por ello poseer una autonomía completa, nunca obedece del todo tales órdenes, la mano tiene su propia memoria que no necesita ser convocada para fluir en la ejecución del trazo, de modo tal que la intención en algo siempre se frustra, es como si en lugar de ser fiel ejecutora la mano se resistiera y tomara un camino propio obedeciendo más bien a los dictados de su memoria que bien puede no ser idéntica a la memoria de los saberes sobre los que se funda en parte la intención. Esa memoria de la mano es la puerta de salida de las pulsiones que alteran la intención y que, junto con ellas, le dan sentido a la escritura.

De este modo, y para retomar el razonamiento, lo que consideramos literatura clásica sería aquélla, Boileau mediante, en la cual la armonía se presentaría como un acuerdo —un acorde— entre intención, instrumentos —normas y leyes retóricas— y pulsiones, como un efecto apreciable, socialmente reconocido y sancionado, acaso, en la línea de Boileau, por ser nada más que fiel a tales instrumentos. Pero, atribuir únicamente a una literatura clásica la obtención de la armonía gracias a ese acorde no deja de ser limitativo: en manifestaciones literarias de otro alcance, románticas, realistas o simplemente actuales, las tres patas del acorde están también presentes aunque con diferente gravitación, lo cual hace sentir o creer que el acorde no existe; sólo es cuestión de encontrarlo. Así, entonces, y simplemente como ejemplo, en un texto muy asible, como Otra vuelta de tuerca, de Henry James, la confluencia de tema, trazado de los personajes, recato del narrador, economía en los tiempos de la estructura, generan una impresión de orden, como si se hubiera llegado a un equilibrio, o sea una armonía lograda aunque no responda a la ideología clásica. No obstante, acaso predomine lo que podemos reconocer como tema —que sería una manera de canalizar la intención—junto con la acción del narrador actuando como un bajo continuo —lo no controlado— y la estructura —un modo particular de retórica, aunque no regida por reglas rigurosas— como el instrumento.

A partir de un razonamiento de este tipo, y como una consecuencia inevitable, podría afirmarse que el acorde sostiene toda clase de textos; si así se pensara y admitiera, el concepto sería tan general que dejaría de ser relevante, pues lo que explica todo termina por no explicar nada. ¿Explicaría textos que se fundan en la disonancia —¿hay intención de armonía en Finnegan 's Wake, de James Joyce?—, como analógicamente lo señalamos al comienzo, en el desacorde, miembro a su vez de un familia en la que se destaca la discordancia? Es tentador detenerse en esos parentescos semánticos: acorde (musical), acuerdo (verbal y social), disonancia (musical y comunicacional), desacorde (inarmonía), discordancia y discordia (política), todos hijos del corazón —cor— pero nada más que eso, lo cual no nos aclara acerca de si en una literatura de la disonancia la noción de acorde revela algo, le es constitutiva o, desde un interés analítico nos puede ayudar.

¿Qué sería una literatura de la disonancia? Por supuesto una que renuncia a la armonía, eso es visible aunque tal vez nunca del todo desprendida de ella pero, en efecto, si un texto elige chirridos de diverso tipo para constituirse y proponerse como alternativa de escritura la armonía se repliega, e incluso desaparece, y la música de las esferas, en la que se sostenía, da paso al rugido de la tierra.

¿No produciría eso —por algo surgió un movimiento llamado estridentismo, aunque por cierto no renunciaba por entero a la seducción que toda armonía persigue— otra clase de armonía de difícil acceso, hechos como estamos a la armonía celeste? Es posible que no comprendamos completamente cómo en tales propuestas de disonancia podríamos aplicar conceptos que de entrada, y voluntariamente, le son antagónicos. ¿Qué tendrían en común una poética simbolista y una poética de lo horrible? En los tiempos que corren la convivencia se ha hecho aceptable pero las preguntas subsisten. Y el acorde sigue ahí, indeciso como concepto, quizás en acción como necesidad, como que sin lo que proporciona el imaginario no tiene por dónde empezar.

 

Nota

1 En Critique du rythme, París, Verdier, 1982.         [ Links ] Por otra parte, tales distinciones del yo podrían ser vistas como funcionales en un texto: el yo del autor está fuera, el yo del enunciador es operativo, es el que ejecuta el discurso dentro del discurso, el yo lírico está investido de una gestualidad o una tonalidad que parece una marca de ese discurso, el yo poético establece una conexión con un modo reconocible de articularlo.

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