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Tópicos del Seminario

On-line version ISSN 2594-0619Print version ISSN 1665-1200

Tóp. Sem  n.26 Puebla Dec. 2011

 

Quelle est cette langueur qui pénètre mon coeur*

 

Noé Jitrik

 

Universidad de Buenos Aires. Director del Instituto de Literatura Hispanoamericana de la Facultad de Filosofía y Letras en la Universidad de Buenos Aires. 25 de Mayo 221, Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Argentina. Teléfono: + 5411 4373 0895. Correo electrónico: noelico@hotmail.com

 

Resumen

A partir de una imagen más poética que rigurosamente antropológica, el autor centra el tema de la lentitud en el origen del movimiento de los grandes animales prehistóricos. Un primer emergente de ello es la paciencia, noción que se liga estrechamente con la de la lentitud y muy pronto se hace casi moral. Una noción de ritmo se impone y ese movimiento habría sido el natural para los predecesores de los humanos. Desde luego, ni en ese momento ni cuando ya la lentitud está instalada como propia de ciertos desplazamientos puede entenderse si no es en relación con la velocidad: de ese juego, aquel esbozo de concepto, el del ritmo, toma forma y se impone paulatinamente hasta regir no sólo toda vida, la individual y la social, sino hasta hacer inteligible todo transcurso.

 

Abstract

From a more poetic than a strictly anthropological image, the author focuses the theme of slowness on the origin of movement of the large prehistoric animals. A first result of this is patience, a notion that is closely linked to that of slowness and very soon becomes moral. A notion of rhythm is set and that movement would have been natural for the predecessors of humans. Of course, not at that moment nor when slowness is seen as typical of certain movements can it be understood if it is not in relation to speed. From this interplay, that sketch of the concept, that of rhythm, takes shape and is gradually imposed until it governs not only all life, individual and social, but also until it makes all passing of time intelligible.

 

Résumé

À partir d'une image plus poétique que rigoureusement anthropologique, l'auteur centre le thème de la lenteur à l'origine du mouvement des grands animaux préhistoriques. On en tire une première constatation, la patience, notion qui est étroitement liée à la lenteur et qui devient rapidement presque morale. Une notion de rythme s'impose et ce mouvement aurait été naturel aux prédécesseurs des êtres humains. Il est évident que ni à cette époque lointaine ni lorsqu'elle fait partie de certains déplacements, la lenteur ne peut être comprise qu'en relation à la vitesse : à partir de ce jeu, cette ébauche de concept, celui du rythme, prend forme et s'impose petit à petit jusqu'à régir non seulement l'intégralité de la vie, aussi bien la vie individuelle que sociale, mais encore jusqu'à rendre intelligible tout parcours.

 

La gran familia Neandertal recorrió partes del planeta durante, al parecer, más de 40 000 años; los Homo sapiens, después, o contemporáneamente, perduraron un tiempo similar. Aunque éstos morían jóvenes, tal vez no se daban cuenta de tan desgraciada y frustrante circunstancia; lo que se llama la vida transcurría en forma de gotas temporales, no de cascadas y, por añadidura, seguramente no habían establecido una relación, que todavía es fuente de angustia, entre cuerpo y tiempo, como ocurrió después. No obstante, y para ser justos, sus predecesores descubrieron algo importante: la lentitud, de la cual derivaron un concepto fundamental, hoy todavía iluminador: la paciencia.

Por fin, como esas centenas son muchas aun en el pleistoceno, es posible conjeturar, si no es un abuso mencionar la razón para momentos de poca luz, de tormentas siniestras, de animales pesados e incomestibles, que esos seres, razonablemente cansados y llenos de temores y de dudas que no podían ni siquiera formularse, dieron paso a especies —de forma laboriosamente humana, nuestros remotos precursores— que empezaron a emplear diversos mecanismos para enfrentarse a esos peligros y turbaciones. Uno, al que podemos calificar de semiótico, fue el de la similitud; si antes las bestias monumentales se movían con torpeza, a los ancestros de los humanos no se les ocurría que ellos pudieran desplazarse de otro modo, con diferente ritmo, de manera que ahora, con bestias más ágiles, que se movían con presteza y elegancia, las nuevas especies, humanoides o humanas, miraron con otros ojos y al observar a esos animales supusieron que podían hacer algo semejante: emular el movimiento y sus encantos, así que los imitaron y alteraron por consecuencia la primitiva lentitud; eso les permitió ir descubriendo algunos artilugios que sus presumibles predecesores, a causa de sus limitadas capacidades de interpretación, habían dejado en las tinieblas asemióticas.

Pero, al cabo, como los artilugios tardaban en producirse y los progresos en materia de interpretación eran casi imperceptibles, hasta el olvido mismo, igual que el recuerdo, que tan útiles son para interpretar, habían cambiado muy poco; lo habían hecho tan pausadamente como engruesan los troncos de los grandes árboles, con desesperante lentitud, así, pues, lo poco que los seres sabían no volvía ni se iba, permanecía con una pesadez tal que hacía difícil el aprendizaje; a fuerza de querer recordar, pero sin conseguir olvidar lo poco, se tardaba en conocer lo mucho que estaba esperando afuera, anhelante y peligroso. Se diría que en la insignificante cifra de los últimos 5 000 años más o menos el olvido y el recuerdo pudieron desarrollarse un poco; se fueron sacando de encima la lentitud y, firmando una suerte de convenio con el movimiento, favorecieron esa especial dialéctica que permite la historia así como el desarrollo de una inteligencia de la que la especie humana se jacta y no sin motivo.

El primitivo mecanismo de la similitud, por su lado, siguió dando frutos: no es extraño, por ejemplo, que en algún preclaro momento nuestros predecesores, porque ya sentían el cuerpo y sus limitaciones y aun su caducidad, hayan establecido una relación entre movimiento, con cada vez mayor capacidad de realizarlo, y fatiga y, de ahí, que hayan descubierto el descanso lo cual no sólo les permitía recuperar fuerzas sino reducir el pánico a la oscuridad; comprendieron, de paso, que en la noche regresaba, pero menos temible, la más antigua lentitud, puesto que todo, incluso los peligros, se detenía pero ya no como fatalidad corporal sino como elemento constituyente de un ritmo que permitía la vida misma y la hacía más grata.

Entre desplazamiento, pues, diurno, y lentitud, nocturna, debe haberse establecido un modo de comprensión de un estar y, si apuramos un poco las cosas, de un ser acorde con el movimiento terrestre mismo, acorde, va de suyo, con lo sideral, astronómico. De lo cual se deriva un principio de sentido en la medida en que uno, la rapidez a que lleva el movimiento, y otro, la lentitud que lo detiene, son indiscernibles, no conceden ni siquiera pensarse por separado.

De los alcances que ofrecería una reflexión sobre la rapidez se podría hablar también, por cierto en estos términos, pero para ello no hemos sido convocados; ahora importa la lentitud, aunque está claro que no se termina de entender su lugar, como ya se ha dicho, si no es en contraposición con el movimiento y su hijo predilecto, la rapidez. Ilustra esta relación, se diría que dramáticamente —no podría ser distinto considerando la potencia de la poesía de aproximarse al fundamento—, la visión de Guillaume Apollinaire cuando escribe "Comme la vie est lente / et comme l'espérance est violente". Vale la pena detenerse un poco en estas líneas, en absoluto fuera del tema. Contrapone, desde luego, en la primera sentencia ("La vie est lente") dos instancias, una, gracias al verbo est, se lee como una verificación que pide un complemento (lente), otra, como una suposición, de algo, no dicho, que sería lo opuesto (transcurso); pero, cuando el enunciado se completa ("l'espérance est violente"), también surgen dos contrastes: en lo inmediato la vida, que sería un máximo y, enfrente, la esperanza, como una zona de deseo; pero luego, la oposición entre lente —que suscita tal vez la impaciencia, la demora, la insatisfacción— y vio(lente) —que implica el movimiento, atributo de la fuerza, del desborde— y que, al contener la lentitud en la palabra misma, propone quizás, por lo tanto, la cifra de una dialéctica, ese íntimo vaivén entre rapidez y lentitud con el que entendemos o interpretamos los plurales registros de la realidad y que está tiñendo este razonamiento.

Como nuestra experiencia nos lo enseña, la rapidez del movimiento ganó históricamente la partida y la lentitud fue enclaustrada, condenada, pero no derrotada; subsiste con menos prestigio en la vida ordinaria y corriente, todo quiere que pasemos y salgamos de la escena, nos resistimos, lentificamos, y si la presión de la urgencia —un subproducto de la rapidez— se impone, la rapidez termina por aceptar, sin embargo, a regañadientes, un freno supremo, la muerte, donde la lentitud reina indiscutiblemente, tanto que desaparece como concepto, ya no es más lentitud sino para algunos desaparición, para otros perpetuidad, eternidad si se quiere, magma inmóvil, indefinición, razón por la cual no cuenta aunque tiene una última y lánguida presencia en la lenta marcha, de los que siguen atados al movimiento, hacia el sepulcro, de pasos retardados, como si esa marcha en apariencia cansina pero en realidad patética fuera la última esperanza de una perduración. Pero esa lentitud no cuenta, es desesperada y sabe que será derrotada. ¿Qué lentitud cuenta?

Vayamos por otro lado: si bien, como está dicho, rapidez y lentitud se integran y generan lo fundamental de la existencia humana, lo que la hace comprensible en su ser y en su devenir, el ritmo, no admitirían pensarse como si una y otra pudieran llegar a sus extremos, imposibles desde luego: así, en la hipótesis de un en sí, en el máximo de su alcance, o sea en un absoluto, la rapidez podría confundirse con la fusión —que es lo que ocurre cuando se alcanza la velocidad de 300 001 kilómetros por segundo (lo cual no ha sido logrado todavía); es decir, un poquito más que la luz—, por lo cual necesita que la detengan para que sea entendible; por esa razón no puede ser sino relativa, aunque los humanos, pese a las limitaciones que impone esa relatividad, quieren ir siempre más allá, superar las medidas, autos y aviones cada vez más veloces, competencias cada vez más dramáticas, la aceleración como filosofía de la vida y muchas otras manifestaciones igualmente ambiciosas; pero como de una u otra forma no es posible que la rapidez se salga con la suya, aunque quiera imponerse, admite la lentitud, quiéralo o no, con ganas o sin ellas y eso genera diversas figuras interpretables; una de ellas , muy notoria, es la de la prohibición de circular a más de... por las calles y carreteras. Correlativamente, la lentitud en sí, en el extremo que podemos designar como inmovilidad, nunca, salvo si se trata de la muerte, llega al absoluto, de manera que la inmovilidad sólo sería relativa y tendría también consecuencias y figuras, pero diferentes de lo que resulta del extremo de la rapidez: de este modo, lo inmóvil absoluto no, pero lo inmóvil relativo puede llegar a ser resonante y significativo, y si no es contradictorio señalarlo, también sería equivalente a la nada, pero no, semióticamente hablando, por fuerza a la "nada nada". Como lo veremos, eso que llamamos la nada encierra al menos la ausencia y eso ya es resonante, semióticamente hablando, no es vacío puesto que la inmovilidad no puede ser sino relativa.

De estas dos posibilidades que ofrecería la inmovilidad como extremo de la lentitud —sólo teniendo en cuenta la lentitud relativa en toda su gama de posibilidades, la lentitud absoluta escapa a la semiótica y apela, acaso, a la metafísica, la nada por un lado y, por el otro, la inmovilidad resonante y significativa— hay que hablar.

Para comenzar entonces en este aspecto, ya sea si se trata de "resonancia significativa" o si se trata de "nada", pero hay que ver lo que de cada uno de estos emergentes se puede sacar. Una lectura oportuna puede mostrar que en ambos casos se instaura un ritmo, que no es el ya señalado, básico y primordial, sino otro, en otro y más profundo plano, cuya semiosis propia hay que descubrir, como sería en realidad lo que toda lectura que sea tal debería descubrir.

En cuanto a la nada, que en principio sería lo inerte, podemos, atendiendo a algunas de sus prolongaciones, atribuirle el valor, activo, que se le atribuye sin dificultad a la negación (desde Hegel en adelante) como algo que viniendo de la nada la genera, así sea sólo porque la hace presente y, complementariamente, hallar en la riqueza y variedad de las representaciones que se hacen de ella algunos rasgos semiotizables; la literatura, rica en situaciones psicológicas, individuales, carcelarias, sociales, enseña mucho al respecto: numerosos textos intentan dar cuenta de relieves y matices de la inmovilidad, como colmo o aberración de la lentitud. Bartleby dice que no, Mallarmé ("nadie en el salón vacío") imagina un blanco, el protagonista de La odisea del espacio termina en medio de una luz enceguecedora y en un espacio abstracto y así siguiendo.

Por otra parte, porque asumen la lentitud en su aspecto de negatividad como principio activo de una manera más compleja y ambigua, hay manifestaciones en las que la inmovilidad, que se presenta como hieratismo en el arte pregótico, está en la índole misma de prácticas como la escultura, la pintura y las conexas, aunque representen el movimiento y la rapidez. En la música por ejemplo, que rechaza la inmovilidad total, la nada, la lentitud entra en la estructura cuando se encarna en el movimiento denominado lento, que, situado entre dos allegros, aparece como un necesario repliegue, un llamado a la intensidad, un instante en el que las pasiones se detienen y decantan, o sea que posee un alto valor semiótico. A su vez, en la poesía, al menos la postmallarmeana, la lentitud que emana de una ausencia de argumentación, lo cual impresiona como si se tratara de un discurso detenido, autoriza a pensar en una "resonancia significativa": un final abierto, una rima vibrante, o una imagen poética inconclusa que dejan temblando la enunciación.

Queda, de todos modos, lo esencial: que la lentitud se entiende en relación con el movimiento puesto que no siendo uno ni otro absolutos se intersectan y es el choque de ambos el fundamento de toda articulación humana. Una de ellas, que interesa particularmente, radica en la literatura; si en la poesía escrita predomina la lentitud por disminución de la representación lo cual incide en el transcurrir de la lectura, en el relato lentitud y movimiento conviven en diferentes instancias y generan la estructura; así, un comienzo (aunque también lo sería para un poema y cualquier acto de escritura) es por fuerza rápido, es una irrupción en una página que encarna un cambio de estado, de una genotextualidad semiformada e informulada a una fenotextualidad visible; lo mismo pero en una dirección inversa, ocurre con un final y en todo cierre que, sea como fuere, corta un flujo. En cambio, el desarrollo —que es como un puente que liga dos puntos— es lento porque es un espacio de negociación témporo–espacial: el necesario encadenamiento verbal, que sostiene el desplazamiento, o sea la sintaxis, tiene horror a la premura, necesita de una estabilidad, innumerables momentos de detención, toda la paciencia de una elaboración para que no sea una mera exhalación semejante a una disolución.

Pero, si volvemos a la figura de la lentitud relativa en sí misma podremos acercarnos, rescatando la dimensión adjetiva que parece inherente a su sema, a la diversidad de modos que adopta en las acciones a las que se les aplica el adjetivo; es decir, que son consideradas lentas pero, por supuesto, desde una mirada que las juzga por comparación. Ante todo, las acciones que tienen lugar en lo físico: el moverse con pausas, de personas o vehículos, susceptibles de ser estudiadas (el trabajo a reglamento** por oposición a pautas productivas, el acecho del espía, el deslizarse en la sombra de los ejércitos, la controlada calma del asaltante, los gestos rituales en las ceremonias religiosas, ciertos momentos de la danza, la firmeza en la auscultación médica, las posturas en la meditación oriental), o involuntarias (la espera en los hospitales, los desplazamientos en los sueños, el paso de la tortuga, la digestión, el efecto de ciertas drogas, el desplazamiento de los viejos en relación con la agilidad de los jóvenes, las demoras de los medios de transporte, las rutinas carcelarias, las filas interminables en el acceso a la atención, las pausas cardíacas) . Todas esas acciones, cada una a su manera, persiguen diferentes efectos; los positivos: sugieren, seducen y contradicen los ruidosos y ostentosos excesos de la velocidad sin belleza (aunque la velocidad también la tiene en múltiples ocasiones); las involuntarias, en cambio, tienen el carácter irritante de la interrupción, una de ellas, la cardíaca, puede llevar a la muerte, y convocan a un deseo de cese y al correlativo pedido de recuperación del movimiento. Que no es escuchado porque los modos involuntarios están en el orden de la desdicha: el ejemplo supremo es el de quien olvida lentamente las palabras y lucha para recuperarlas, asediado por el olvido y, más todavía, el de quien las ha olvidado por completo y yace en una zona de silencio semejante a un vacío en el que ya no hay semiosis sino sólo triste objeto de la neurología.

En otro plano, son más complejos los modos de la lentitud que se dan en el orden verbal o discursivo; igualmente, la distinción entre los que resultan de deliberación y los que son involuntarios; en cuanto a los modos deliberados de la lentitud, los primeros que hay que señalar son los que resultan de la obediencia a retóricas: la cesura en la poesía, los silencios en el teatro, los blancos entre párrafos en la escritura, el suspenso dramático y el de los discursos políticos; todo eso constituye la materia del enigma que presenta ese conjunto de operaciones que llamamos "literatura". Los involuntarios, por su lado, se producen por fallas en la ilación, por súbitos olvidos que interrumpen un transcurso y hacen un respingo, por indecisión o fuga de ideas y todo lo que genera lentitud cuando lo que se prevé es desplazamiento, movimiento y continuidad.

Pero el silencio es también el tributo pagado a la lentitud en el pensamiento y en la poesía. ¿Es pensable un pensamiento que no se detiene sobre sí mismo y atenúa el encadenamiento? ¿Se advierten las zonas de silencio, de isla desierta sólo perturbada por lejanos aleteos, cuando brota en palabras que intentan en su organización hacer presente esa potencia de contención que parece ser la condición misma de la navegación mental? Y en la poesía, cuyo lenguaje tiene en el silencio su punto de llegada, el lugar en el que se detiene el saber invasor y se abre una sima, pone en evidencia que la lentitud ha triunfado sobre el decir, se ha hecho respiración y ha tornado real el milagro de la lectura que sin lentitud es remedo, es la otra nada, la de la ausencia de significación.

 

Nota

* Agradecemos a Dominique Bertolotti las traducciones al francés de los resúmenes, y a Marsha J. Way las versiones en inglés.

** Ejecución de las tareas de un empleo con lentitud por razones gremiales. A veces la demora es resultante del cumplimiento estricto de las disposiciones reglamentarias (p. ej. la detención, junto al borde de la acera, y exactamente en el punto indicado que corresponde, de un vehículo de transporte colectivo).

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