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versión On-line ISSN 2594-0619versión impresa ISSN 1665-1200

Tóp. Sem  no.24 Puebla dic. 2010

 

Regímenes de espacio*

 

Regimes of Space

 

Eric Landowski**

 

** Director de investigación del Centre National de la Recherche Scientifique (CNRS). 10 rue de la Chaise, 75007, París, Francia. Correo electrónico: elandowski@hotmail.com

 

Resumen

Conducida a partir del modelo general de la interacción, el presente análisis intenta dar cuenta de la diversidad de los modos de aprehensión del espacio en el plano de la experiencia vivida. Desemboca en la definición de cuatro configuraciones espaciales que corresponden a un mismo número de regímenes de relaciones con el mundo. El espacio convencional de la circulación de los valores toma la forma de la red (representada por internet). El espacio operatorio del dominio sobre las cosas es el del manejo de los objetos en un ambiente material visto como un tejido de relaciones estables e inteligibles. El espacio experimentado del movimiento de los cuerpos, al que podemos dar como emblema la voluta, traduce la dinámica de las relaciones sensibles entre uno mismo y el otro. El espacio existencial de la presencia en el mundo es el de nuestra relación con un universo sin límites que nadie puede representarse, propiamente hablando, pero que no cesa de obsesionar al arte y al pensamiento: su figura es el abismo.

 

Abstract

Starting from a general model of interaction, this analysis tries to provide an account of the diversity of ways of understanding space on the plane of the lived experience. It ends in a definition of four spatial configurations that correspond to the same number of regimes of relations with the world. Conventional space of the circulation of values takes the form of a network (represented by the internet). Operatory space of the dominion over things is the handling of objects in a material environment seen as a weaving of stable and intelligible relations. The experienced space of corporal movement, to which we can give the scroll as its emblem, translates the dynamics of the sentient relations between one's self and the other. The existential space of presence in the world is that of our relation with a limitless universe that no one can truly imagine, yet does not cease in obsessing art and thought: its figure is the abyss.

 

Résumé

Conduite à partir d'un modèle général de l'interaction, la présente analyse tente de rendre compte de la diversité des modes d'appréhension de l'espace sur le plan de l'expérience vécue. Elle débouche sur la définition de quatre configurations spatiales correspondant à autant de régimes de rapports au monde. L'espace conventionnel de la circulation des valeurs prend la forme du réseau (incarné par internet). L'espace opératoire de l'emprise sur les choses est celui du maniement des objets dans un environnement matériel vu comme tissu de relations stables et intelligibles. L'espace éprouvé du mouvement des corps, auquel on peut donner pour emblème la volute, traduit la dynamique des rapports sensibles entre soi et l'autre. L'espace existentiel de la présence au monde est celui de notre relation à un univers sans limites que nul ne peut pas à proprement parler se représenter mais qui n'en hante pas mo ins l'art et la pensée : sa figure est l'abîme.

Traducción de Raúl Dorra

 

El tejido

"El cielo se extiende sobre el tejado": borde a borde, todo se toca.

Es el mundo cerrado, saturado y tranquilizador, de la contigüidad de las cosas, aquello que demandan los fervorosos mirones de escaparates dominicales, prestos a maravillarse por lo que a lo largo de sus paseos se presenta ante ellos a cada paso, o, más prosaicamente aun, en la hilera de estantes de los supermercados.

Pero cuando en la superficie todo se toca, hay grandes posibilidades de que, al mismo tiempo, en la masa todo se sostenga orgánicamente, o mecánicamente como en un reloj. O una cerradura: "Tira del pomo y la clavijita cederá". O un castillo de naipes. Tira uno solo, y de a poco todo se vendrá abajo. Efectos previsibles. Según la misma lógica, se sabe que, de una cosa a la otra, un agitar de alas (de mariposa) puede él solo transformar todo el universo. Basta con conocer las leyes que lo hacen posible.

 

La voluta

Las configuraciones efímeras que se despliegan bajo la batuta del director de orquesta o en los pases ondulados del torero —o el vuelo giratorio de los martinetes bajo el cielo azul— son como las constelaciones que giran sobre ellas mismas en el interior de las cuales de tanto en tanto las singularidades dinámicas "cuajan" por ajuste entre formas en movimiento, autónomas pero afines.

Y alrededor de estos torbellinos que no se dejan ver sin que uno mismo corra el riesgo de sentirse arrebatado por su impulso, el resto del mundo: materiales de relleno comparativamente escasos de sabor.

 

El abismo

Delante, "siempre recomenzado", el mar. El horizonte. Y atrás, como un rumor confuso, todo un continente. Al contrario del mundo bien circunscrito y saturado de paseantes de domingo, o del relojero, un universo sin límites, asediado por el vacío. Por un vacío que, al no existir en él distancias que recorrer para llegar a buen puerto (como lo sería para el mensajero o el comerciante), se impone en la medida en que en sí mismo constituye la más paradójica de las presencias. Una presencia por definición irrepresentable.

Y sin embargo, Turner, los rollos chinos, o todavía, de Caspar David Friedrich, El viajero sobre el mar de brumas.

 

La red

"Todos los caminos conducen a Roma". Éste es el mundo de la comunicación y especialmente del comercio. La tierra se asemeja a un mapa: un semillero de puntos (puertos, estaciones, mercados, casas de bolsa, nudos informáticos) interconectados por líneas a lo largo de las cuales circulan a toda prisa informaciones y bienes —valores— mercancías o mensajes.

Su intercambio supone una distancia que separa a expedidores y receptores. Una pura distancia transparente y casi abstracta, sin rostro —sin paisaje— pues la lógica del sistema tiende a anularla en tanto extensión física, reduciéndola a una medida de tiempo, la del tiempo necesario para ir del punto ab quo al punto ad quem, en función de la velocidad.

*

Ni el curioso ni el comerciante, y menos aun el pintor o el director de orquesta hablan de "espacio". En la medida en que designa un concepto demasiado abstracto para serles verdaderamente útil, esta palabra casi no forma parte de su vocabulario e incluso nosotros mismos por otra parte, y por razones análogas, no lo tomaremos sino "con pinzas", es decir a menudo entre comillas, casi como un indefinido.1 No queda sino que cada uno de ellos cree su propio espacio mediante el tipo de uso del mundo que privilegie2 y, al hacerlo, concrete una variante posible de este concepto.

Y a juzgar por estos pocos esbozos que acabamos de presentar, las variantes son del todo heterogéneas. Como si cada uno de los que las produce habitara un mundo diferente. ¿Tenemos entonces que deducir que si referencialmente, ontológicamente, el mundo es uno (o quizá es lo que se supone) de ello resulta que no existe constricción alguna relativa a la manera de aprehenderlo y que de ahí se sigue que no hay ningún límite a la diversidad de mundos que podemos forjarnos, unos y otros, en función de nuestras culturas respectivas o de nuestros centros de interés en la vida? En cualquier caso, ¿por qué no retener aquí sino cuatro posibilidades, éstas más bien que otras, en las cuales, con un poco de imaginación o de saber antropológico, sin duda bien hubiéramos podido pensar?

¿O bien podríamos justificar esto que no es todavía más que una simple intuición, a saber que, bajo la apariencia de un catálogo más o menos arbitrario, estamos en este caso ante maneras de vivir el espacio y, por lo mismo, de configurarlo: maneras que son en realidad inter definibles sobre la base de criterios comunes? Y que en consecuencia las configuraciones particulares que de aquí resulten, tomadas en conjunto construyen un todo coherente y también, quizá, más exhaustivo a su nivel. Suficientemente coherente, en todo caso, para autorizar a pensar que si se llega a desprender los principios subyacentes según los cuales las llamadas configuraciones se desmarcan las unas de las otras, se podría de golpe esperar también que se comprenda cómo ellas se entrelazan y, si así se puede decir, dialogan entre ellas a través de sus propias diferencias.

Para avanzar en esta dirección, recurramos a un modelo que por otra parte hemos construido con el objeto de dar cuenta de la diversidad de los modos de emergencia del sentido, correlativo a la pluralidad de regímenes de interacción concebibles entre el mundo y los sujetos.3 Ese modelo de alcance general nos parece en efecto pertinente para dar razón, en particular, de la diversidad de los regímenes de espacio en el marco de los cuales interactuamos con el mundo volviéndolo, por este hecho, "significante".

Intuitivamente y a título de hipótesis, ordenaremos a continuación las cuatro variantes señaladas distribuyéndolas de la manera correspondiente a los cuatro ángulos del modelo en cuestión:

Entre las denominaciones empleadas para designar los regímenes de interacción que este modelo pone en relación, se habrá notado que sólo el del ajuste y, en rigor, el de la manipulación (con la condición de tomar esta palabra en su sentido literal de maniobra),4 evocan la idea de relaciones dinámicas entre elementos situados en el espacio. Al contrario, ni el término programación ni el de asentimiento remiten a priori a un orden espacial, cualquiera sea éste. El primero evoca más bien un ordenamiento de operaciones escalonadas en el tiempo,5 y el segundo una actitud de orden psicológico o moral ante eso que pasa —lo que arriba—, ahí aún, en el tiempo.

Pero estas denominaciones son en cierta medida engañosas. Retenidas por ser palabras de la lengua usual y por lo tanto en principio pasibles de una inmediata interpretación en términos de modos de relación entre actores cualesquiera, ellas impiden ver la categoría elemental, por definición más abstracta, que ha servido de punto de partida al trabajo al cual nos referimos y que nos ha permitido llegar, sobre el plano que nos interesaba específicamente —el de las figuras de interacción— a las distinciones entre los cuatro regímenes que designan tales etiquetas. Esta categoría es la que opone lo continuo a lo discontinuo.6 Así, aunque Greimas la ubica entre las "indefinibles" ("a verter en el inventario epistemológico") nosotros sabemos, y él mismo lo ha mostrado, que puede dar lugar, sobre el plano aspectual, no solamente a una gran variedad de ordenamientos "temporalizados" sino también —y acaso en primer lugar— a toda suerte de figuras "espacializadas".7

De ahí que uno no tendría que asombrarse por el hecho de que un modelo fundado sobre tal primitivo pueda aplicarse, por decirlo así, como un guante, a una problemática de los espacios vividos. La razón es, simplemente, que las variantes colocadas entre comillas en el esquema precedente, así como en el siguiente, no hacen sino traducir en la superficie, sobre una isotopía particular, la de la espacialidad, los términos de la categoría de base que, una vez proyectada sobre el cuadrado semiótico, provee la armadura de un modelo él mismo interaccional en su generalidad:

Queda por mostrar, para cada una de las cuatro posiciones mencionadas, por cuáles mediaciones se pasa de nivel a nivel y cómo, lo que, en lo profundo, no es sino virtualidad, se concreta y se especifica al manifestarse en la superficie.

*

Comencemos por el fin: por la "red" y el régimen que la subtiende, la "manipulación". Al introducir este vocablo en el metalenguaje semiótico, Greimas le dio una acepción técnica que se separa a su vez de la definición literal dada por el diccionario de lengua, y del uso hoy más frecuente. "Manipular", hablando en términos de gramática narrativa, no es manejar físicamente las cosas ni disponer de las personas sin delicadeza o inmoralmente. Es "hacer hacer". En términos menos lapidarios, es obrar, yo, sujeto, frente a otro sujeto y hacerlo de tal manera que él se sienta llevado, de buen o de mal grado, a obrar como yo lo deseo.

Entendiendo que tal modo de relación intersubjetiva excluye el recurso directo a la fuerza (pues recurrir a ella sería justamente pasar a un simple manejo del otro, reducido al estatuto de cosa y ya no considerado como un sujeto), todo lo que puedo "hacer" en ese contexto es esforzarme por persuadir a mi interlocutor; es decir, darle, cognitivamente, razones suficientes para que en respuesta él se resuelva a darme, pragmáticamente, satisfacción. La manipulación, desde este punto de vista, se lleva a cabo como un caso particular del hacer, concebido él mismo como una transferencia de objetos provistos de valor entre sujetos. En este caso, se trata, para el manipulador, de hacer saber o hacer creer x a su destinatario con el fin de hacerle querer o convencerlo de un deber hacer y. Dicho de otro modo, hay que "conjuntar" el interlocutor con un conjunto adecuado de valores "modales". Así toda comunicación de valores entre sujetos, y a fortiori toda puesta en circulación de objetos, implica la existencia de un espacio.

Hay, pues —y es a lo que queremos llegar— un espacio inmanente a la sintaxis manipulatoria (y más generalmente un "esquema narrativo" donde toma lugar junto a la "acción" y a la "sanción"). Pero este espacio es, a decir verdad, lo que hay de más evanescente. Tal espacio no se constituye sino como el presupuesto lógico de las operaciones llamadas juntivas por las cuales los sujetos, al comunicarse valores, transforman recíprocamente sus competencias o sus estados. En suma, este "espacio" no es otra cosa que la distancia necesaria entre dos posiciones para que algo pueda transitar de la una a la otra. No hay pues en sí ninguna consistencia palpable y en consecuencia no se puede definir sino en negativo, como la negación o la superación de una discontinuidad presupuesta o, lo que acaba siendo lo mismo, como la afirmación, muda por así decir, de una no discontinuidad: como el entredós —el "blanco"— que en una red de comunicación separa al mismo tiempo que pone en relación, las partes concernidas en el intercambio de mensajes (o de objetos de cualquier clase).

Nosotros lo llamaremos el espacio convencional de la circulación de los valores.

Si "existe", es en efecto por convención. Primeramente por convención entre nosotros, semiotistas, porque lo que lo constituye es la alternativa de dar cuenta del sentido a partir de una modelización que se asienta sobre la idea de junción entre sujetos y objetos, opción teórica fundadora de la gramática narrativa —versión estándar— en su conjunto.

Pero este "espacio" paradójico, sin extensión ni volumen (salvo "ropaje discursivo" ulterior) presenta, formalmente, grandes semejanzas con otro espacio de convención que, aunque no sea él también más que el producto derivado de una sintaxis (y por lo tanto no más cargado a priori de sustancia que nuestros modelos gramaticales), se ha convertido en apenas algunos decenios, para muchos si es que no para la mayoría de nuestros contemporáneos, en lo más pregnante, lo más caro, e incluso lo más "real" de todo lo que constituye nuestro entorno cotidiano: se trata del extraño espacio de la Red. Y va de suyo que hablamos de "navegar" en busca de información porque para eso ha sido concebida. Pero, ¿al precio de qué mutaciones en la manera de ser–en–el–mundo se arriba tan fácilmente a sentirse en ella como "en casa" —casi como si el resto del mundo ya no existiera—, a habitarla tan naturalmente que ciertos sociólogos se inclinan a ver en ella la forma misma de la "bios posmoderna" en cuyo interior estaríamos destinados a vivir de aquí en adelante?8

Hasta hace poco tiempo, los sistemas de comunicación existentes dejaban ver sobre el mismo suelo, bajo la forma de una multitud de infraestructuras materiales, la inmensidad del esfuerzo y la amplitud del equipamiento necesario para permitir que un punto cualquiera de la tierra se uniera eficazmente a otro: grandes caminos reales de antaño con postas de relevo convertidas hoy en autopistas con estaciones de servicio y casetas de peaje; hileras de postes telegráficos o telefónicos plantados a través del campo para servir como medida de la distancia a recorrer entre una población y otra; antenas hertzianas en las alturas que reemplazan a los antiguos semáforos; y, desde luego, vías férreas con sus balastos, sus travesaños, sus señalizaciones, sus cambia–agujas, sus catenarias, sus estaciones; líneas marítimas con sus puertos, sus faros, sus balizas, o corredores aéreos sucediéndose de una torre de control a la siguiente.

Sin convertir en algo completamente obsoleto esta pesada cuadriculación de la tierra, la tecnología sobre la cual se asienta la interconexión numérica parece, por el contrario, capaz de poner en relación a la gente de un extremo al otro del planeta prescindiendo de cualquier soporte equivalente. Sin duda, esto no es más que una apariencia. Pues aunque esta Red —también llamada la "Tela" (¡ironía de las denominaciones!) se nos aparece, a los que la utilizamos, como una pura red de relaciones virtuales que podemos, con entera libertad, actualizar según nuestra fantasía; ella funciona, en realidad, desde el punto de vista técnico, no sólo mediante rigurosas programaciones sino también porque el globo ha sido cubierto por una verdadera "tela", una madeja inextricable de hilos tendidos a través de los continentes y hasta el fondo de los océanos, un verdadero tejido de conexiones físicas, dando a este término, muy exactamente, la acepción que aquí hemos retenido desde el inicio y que explicaremos un poco más adelante. Pero sabiendo hacer invisible su armadura de fibras y nudos, enterrando sus cables y ocultando lo mejor posible sus antenas de enlace (en lo más alto de los campanarios de las iglesias, si fuera necesario), se disimula tan bien la geografía de sus innumerables soportes (y esto, al parecer, en gran parte por una elección estratégica) que es como si desdeñara el espesor del mundo hasta casi hacernos olvidar que entre aquí y allá, que entre usted y yo, dondequiera que usted se encuentre hay —hay todavía, ¡incluso hoy!— el "espacio".

Se retiene habitualmente de todo esto solamente las comodidades que de aquí se obtienen: gracias a la densidad de la red, a la casi instantaneidad y al alto rendimiento de las transmisiones que asegura, el mundo se ha vuelto "enteramente pequeño" en el sentido en que todo parece quedar al alcance de la mano. Cierto, ¡y qué podría ser más práctico! Pero navegar ocasionalmente en la superficie en busca de informaciones puntuales no es en general sino una primera etapa; la siguiente es la verdadera inmersión en las profundidades. Entonces, cuando se navega ahí como pez en el agua al punto de hacer de ese medio su nuevo "bios", se entra en cuerpo y alma en un mundo diferente, donde el espacio mismo es otro. Es un espacio en el que, según todas las apariencias, las referencias del sentido común se borran, comenzando por aquello que ordinariamente nos sirve para distinguir el aquí del allá y lo próximo de lo lejano: un espacio que no provee, pues, subjetivamente, de ninguna forma de anclaje. Y es un mundo en el que cualquier información (o casi) parece tan cómodamente accesible, y donde cada uno resulta tan fácilmente encontrable con un simple clic que la extensión misma parece abolida, la cual, sin embargo, repartida entre las cosas, había, desde siempre, inexorablemente separado a unos de otros (aunque en contrapartida, protegiendo de todos modos nuestra intimidad).

Ciertamente, uno tendría motivos de regocijo: ¡provistos de nuestras computadoras, en adelante podemos estar en todas partes al mismo tiempo! Pero también uno puede —es una cuestión de gustos— sentir aflicción por los efectos de esta ubicuidad: interlocutores una vez manipuladores y otra manipulados, adheridos sin cesar a nuestros celulares o fijados a alguna pantalla (cuando no ocurren ambas cosas a la vez), presentes hasta el otro extremo del mundo a través de toda suerte de programas, de sitios y de redes (sociales, profesionales u otras), de hecho jamás estamos, propiamente hablando, en ninguna parte. Y para quien permanece adherido a su anclaje espacial en tanto dimensión constitutiva del sentido de su propio ser–en–el–mundo, la borradura del trivial sentimiento de espacialidad, ligada a la experiencia empírica del mundo de todos los días, representa una pérdida que nada podría compensar.

Epistemológica o semióticamente hablando, es cierto que, cualesquiera sean nuestras preferencias ideológicas en la materia, este espacio, sin casa ni hogar donde todo el mundo tiene su dirección pero nadie una localización, es un espacio —uno entre los otros— del mismo modo que el "espacio empírico" de los buenos y viejos tiempos. Y aun es posible que este último al que, para simplificar, llamamos globalmente así (aun cuando muy pronto podría verse de qué modo se diversifica) no deba el apego particular que le dedicamos sino al hecho de que haya sido, y aún siga siendo, como dice la canción, "el dulce país de nuestra infancia". No es sin embargo acordarle indebidamente un estatuto privilegiado el preguntarnos si abandonarlo con el fin de instalarnos en el espacio convencional de la junción en estado puro —éste "de papel" de nuestros sabios modelos, o aquel on line de la internet— es todavía vivir de verdad sobre la tierra.

*

Para volver sobre esto, retomemos el tema desde su comienzo: el mundo como un "tejido".

Observar el mundo según esta perspectiva es producir el nacimiento de un espacio "tejido" por la conexión de las cosas entre sí. Mientras el ideal de la red es aparentemente producir un mundo en el que la discontinuidad, permaneciendo siempre presupuesta, no será dentro de poco más que un vago recuerdo, la opción de la que procede la visión del mundo como tejido es la de conocer y dominar lo real como continuidad. "El espacio" cesa entonces de ser esa nada en que tiende a convertirse, a fuerza de progresos técnicos, a los ojos de los navegadores, tan bien interconectados que ya no sienten que el espacio se interponga entre ellos como un obstáculo. Por el contrario, ahora vamos a ver de qué manera el espacio se deja tomar en tanto positividad —como un pleno— como la realidad palpable del mundo–objeto tal cual éste se presenta ante nosotros desde que nos tomamos el tiempo de observarlo.

Se le puede llamar el espacio operatorio del dominio de las cosas.

La forma que adopta varía de una cultura o de una época a la otra —la de Galileo no era ya la de Aristóteles y la nuestra es, evidentemente, asimismo diversa. Su forma depende en efecto en primer lugar del conocimiento que se tiene (o se crea tener) de los elementos que componen el tejido del mundo pero también, o sobre todo, de la idea que uno se haga de las regularidades que rigen sus relaciones, y finalmente del grado de maestría práctica que se haya podido adquirir en su manejo, suave o forzado, tendido hacia fines "desinteresados" o utilitarios, es decir en vista a su exploración o explotación. Tratándose de un espacio que, en consecuencia, se configura mediante la experiencia de nuestras relaciones con las cosas mismas y por las relaciones que ellas establecen entre sí, y ya no sobre la base de las relaciones que los sujetos mantienen los unos frente a los otros por la intermediación de los objetos que ellos se comunican, el régimen de sentido del cual depende ya no puede ser el de la junción (lo que, desde luego, no quiere decir que esta noción pierda su interés en relación a su dominio de pertinencia propia).

Sin embargo, las cosas ciertamente también pueden estar juntas las unas con las otras (reunidas) o conjuntas consigo mismas (dicho de otro modo, enteras, a la manera de un caballo "completo"); o bien disjuntas, separadas las unas de las otras; o bien fragmentadas, separadas ellas mismas. Y yuxtaponer o superponer dos objetos, más aun abrocharlos en última instancia, atarlos, atornillarlos, soldarlos unos a otros, o incluso volver a pegar un objeto cuyas partes han sido disociadas, es seguramente proceder a operaciones "conjuntivas", del mismo modo que arrancar, desprender una cosa de la otra, o extraerla de ella (como el automóvil de la cochera o el niño del vientre de su madre) o quebrar, desgarrar, y por cierto cortar (el pan o la cabeza del condenado), es, evidentemente, "disjuntar" ¡Pero ya no en el mismo sentido de un momento antes! La conjunción y la disyunción se definen ahora como operaciones que se efectúan en el espacio empírico, o sobre elementos dotados de propiedades materiales precisas de las cuales depende la posibilidad misma de ejercer sobre ellos nuestro control, nuestra "captura", de manejarlos, en particular desde una perspectiva cuantitativa, uniéndolos o dividiéndolos, reuniéndolos o dispersándolos.

Dado que esto nada tiene que ver con el "hacer juntivo" definido más arriba como transferencia de objetos de valor entre sujetos, es necesario concebir en este punto una nueva sintaxis. La que nosotros proponemos está centrada alrededor de las nociones de operación y de dominio.9 Precisemos que se trata de agregar estas nociones a las de manipulación y de junción, y de ningún modo de sustituirlas pretendiendo que aquéllas explican mejor las mismas cosas. El objetivo, en efecto, no es el de reconstruir la semiótica sino, a lo más, de completar la panoplia de instrumentos conceptuales de los que ya disponemos, y esto con el objetivo preciso de analizar una dimensión del sentido y un modo de interacción, y, en seguida, también un régimen de espacio que la problemática juntiva clásica no permite, a nuestro entender, tratar de una manera satisfactoria,10 lo que explica que ahí haya todo un campo que ha permanecido casi completamente ignorado hasta el presente.

Casi, es decir no totalmente: tomaremos como prueba una rápida comparación entre dos libros que se encuentran en la obra del pionero y —a nuestros ojos— principal semiotista en la materia, Manar Hamad: Lire l 'espace, y su muy reciente Palmyre.11 En el primero, que reagrupa análisis fechados en su mayor parte entre 1970 y 1980, el espacio por "leer" es aún el de la junción en el sentido del esquema narrativo "canónico". Por ejemplo, si en el interior de una sala de seminario —tema de uno de sus capítulos— la cabecera de la mesa otorga al que la ocupa un agregado de autoridad, es, se nos explica, porque esa posición "conjunta" a quien la ocupa con más "valores modales" que las otras posiciones. Y si ello es así, se debe a que la geografía de los lugares disponibles traduce, en el plano de la expresión espacial, una distribución ya convenida del "poder", del "saber" y del "deber"; y por esa vía contribuye a la estabilidad de las relaciones jerárquicas entre los participantes. De manera semejante, en la casa japonesa tradicional, la diferenciación de los recorridos que autoriza la distribución de las habitaciones permite al anfitrión expresar de manera no verbal la naturaleza de las relaciones sociales que él mantiene con cada uno de sus visitantes.

De modo más general, estamos ante un espacio a la vez topológicamente modalizado y posicionalmente modalizador que no tiene aparentemente —a los ojos del investigador que lo describe y también, según la dirección que adopte, a los ojos de los sujetos cuya manera de vivir ahí él estudia— otra función e incluso otra realidad que la de constituir el soporte de las manipulaciones intersubjetivas destinadas a ejercerse en ese ámbito. Una vez planteado esto, y aun supuestamente admitido, faltaría sin embargo, con el fin de operacionalizar el avance, explicar exactamente cómo —con la ayuda de qué dispositivos sensorialmente perceptibles— el estatuto modalizado y el poder modalizante de los elementos constitutivos de un espacio así articulado se traduce en formas manifiestas inmediatamente "legibles" o por lo menos intuitivamente captables12 para cualquier sujeto. Pues a menos que se suponga que los habitantes, los visitantes o los usuarios que allí se desempeñan sean todos semiotistas capacitados para hacer un análisis actancial y modal en buena y debida forma, para que el espacio en cuestión pueda, en tanto tal, manipularlos eficazmente, es necesario en primer lugar que de una o de otra manera él les hable de sí mismo por su sola organización material. En otros términos, ¿a partir de qué modulaciones concretas en lo que hace a las cualidades sensibles de los elementos espaciales, o mediante qué operaciones con capacidad para explotar sus propiedades físicas, el poder modalizante de un determinado espacio empírico se construye y se ejerce prácticamente?

A este respecto, Lire l 'espace no aporta muchos elementos para una respuesta pues ése no es en verdad su objetivo. En cambio, Palmyre trata directamente esta cuestión procediendo a un análisis, no propiamente de la dimensión sensible —es decir plástica o "estésica" que, según nosotros, debería constituir el objeto de uno de los dos ángulos de una problemática semiótica de la materialidad bien entendida— sino de la dimensión operatoria que representa a nuestros ojos el otro ángulo indispensable. Reduciendo bruscamente a una sola frase la materia de un volumen de casi doscientas páginas, se podría formular de la manera siguiente la cuestión central que él plantea a propósito de este segundo ángulo: ¿cómo diferentes propiedades materiales inherentes a una serie de elementos presentes y operantes en el "espacio físico" de una ciudad se convierten en funcionalmente pertinentes desde el punto de vista de la constitución de esta misma ciudad en tanto "espacio social", es decir haciendo sentido? Se ve aquí en qué el recorrido de Manar Hammad, hablando en términos de problematización semiótica del espacio, se distingue del que ha llevado a cabo en particular Jean–Marie Floch sobre el mismo campo. Partiendo los dos de una perspectiva esencialmente modal, uno, como lo vemos ahora, se orienta hacia el ángulo "operatorio" (para nosotros, el del "dominio" y de la "programación"), mientras el otro se fue volviendo gradualmente, de manera cada vez más neta, durante los diez o quince últimos años de su vida, hacia la exploración de la otra dimensión igualmente inherente a las configuraciones espaciales que él tomaba como objeto de sus análisis: la de lo "sensible" (para nosotros, principio de base del régimen del "ajuste" y también, como lo veremos más adelante, del espacio "voluta").13

De cualquier manera, con Palmyre, se está ante una realidad eminentemente concreta, un espacio de tipo propiamente operatorio, al que se ve tomar forma: no ya una red de figuras actanciales en papel sino el tejido de un mundo verdadero hecho de arena, de piedra y de sal, con corrientes de agua y vergeles, rastros, relieves, un clima. A partir de un análisis muy detallado de los restos de la antigua ciudad, el estudio reconstituye las fases de su evolución en un período de alrededor de cinco siglos y muestra admirablemente que incluso si son, ciertamente, hombres los que la construyeron y la transformaron en el curso de las edades en función de motivaciones religiosas, económicas, políticas o militares determinadas, ellos no lo hicieron jamás sino sacando partido de una lógica primaria, de orden puramente pragmático, que los supera: la de la "fuerza de las cosas", expresión gastada de la cual sin embargo uno puede en esta ocasión servirse sin que se trate de una pura y vulgar retórica. De esta lógica se desprenden "mecanismos" independientes de las peripecias de la historia, los cuales regulan de manera rigurosa las interacciones que tienen lugar en los propios elementos con la ayuda de los cuales los hombres fabrican su espacio. Y, en este cuadro, como si los datos naturales, comenzando por el relieve y la hidrografía, se entendieran directamente con los elementos arquitectónicos independientemente de los sujetos que los construyen, muy pronto aparecen verdaderas regularidades sobre diversos planos.

Las necrópolis, por ejemplo, que "buscan, todas, el agua", "atraen" sistemáticamente las murallas defensivas "rechazando" decididamente los vergeles de los oasis. Igualmente, cumpliendo un papel de polo de atracción o repulsión en el interior de un campo en el que se entrecruzan fuerzas de naturaleza diversa, cada uno de los otros elementos puestos en acción ejerce (si bien Hammad no utiliza este término) una forma particular de dominio sobre aquellos que forman su entorno. Y es precisamente esto lo que permite a los constructores tener otros tantos operadores a su disposición, y, por decirlo así, aun a su servicio: en este caso, operadores de "junción" en el sentido estrictamente espacial del término, o mejor —como diría un electricista— de disyuntores–conjuntores (o "acopladores") encargados de dejar pasar o impedir el paso de la "corriente", abriendo o cerrando tal o cual circuito, el de las mercancías o de las procesiones, canales de irrigación o ejércitos, etc. Así se ve en particular instalarse en tal punto de la ciudad un arco monumental que tiene la función de "soldar", una a una, dos vías preexistentes, y en otra parte una avenida de columnatas encargada de "suturar" los bordes de dos barrios hasta entonces separados mientras que el uadi, "operador proveniente de la naturaleza", realiza una operación semejante entre otras dos zonas. De la densidad y de la fuerza de estos lazos entre elementos materiales agarrados los unos de los otros resulta la forma cambiante del "tejido urbano" (término éste, por el contrario, recurrente a lo largo del libro).

A partir de aquí podemos precisar en qué sentido hay que entender la idea de continuidad que hemos asociado a la de espacio operatorio. Con toda evidencia, "continuo" no puede significar aquí ni indiferenciación ni ausencia de articulación entre los elementos de un campo de observación o de interacción puesto que, como se sabe, el mundo en que vivimos, el de la experiencia empírica, no nos es perceptible, no toma sentido ni se ofrece concretamente a nuestra captura sino justamente en razón de diferencias que nos permiten discernir sus elementos pertinentes (tomando en consideración, caso por caso, a una práctica de exploración o de explotación determinada).14 Sea que se trate de las ruinas de una ciudad cuya interpretación queremos emprender, de una sala de seminario en cuyo interior el lugar reservado al hipotético querer enseñar de uno se separa de los que han sido asignados al poder discutir o al simple deber escuchar de los otros, de las vidrieras que escruta el amante del shopping que hemos evocado al comienzo, o incluso, por ejemplo, en un orden completamente diferente —para un cirujano— las profundidades del cuerpo que se explora con la ayuda de sondas, o se arremete armándose de catéteres, el espacio operatorio de nuestras investigaciones o de nuestras conductas intersubjetivas, se presenta siempre a la vez como diversificado y pleno. Tejido tornasolado o, si se prefiere, continuidad modulada, la diversidad de esto del cual él está lleno (y aun, a menudo, saturado) se convierte en unidad desde el momento en que forma el plano sobre el cual estamos operando.

Como un cuadro holandés de interior en el que, entre dos objetos, no hay nunca "nada" sino al menos la blancura de un muro significante él mismo, es en efecto un espacio donde toda cosa colinda con cualquier otra cosa respecto de la cual difiere. En este sentido, nada cambia el hecho de que los elementos que llenan la escena —o, se podría decir, que fijan por su puesta en relación la "isotopía" de su lectura— puedan parecer unas veces apretados los unos contra los otros hasta sofocarse como en un Vuillard, y otras veces raleados como en una tela de Boudin en el que la primacía la ostenta un "fondo" sobre el cual se destacan de tanto en tanto algunas siluetas. Pues este fondo es entonces él mismo, positivamente, "cualquier cosa" —cielo, mar o playa—, justo lo suficiente como para que desde el punto de vista del observador todavía se trate, global y semánticamente, de un espacio continuo en este sentido del todo elemental, que simplemente permanece sin vacío: de un borde a otro, todo es aquí juntivo y significante.

De aquí el hecho de que la continuidad que caracteriza este tipo de espacio se ofrezca para ser captado también sobre otro plano, más abstracto. Ver el mundo como un tejido de cosas contiguas —"de una sola pieza"— es efectivamente, al mismo tiempo comprenderlo como un tejido de relaciones constantes: como un mundo uno, donde no solamente se va —"poco a poco"— de una cosa a la siguiente sin "solución de continuidad" sino también, más profundamente, donde todo se sostiene pues aquí, "de una cosa a la otra" todo está prendido sobre todo.15 De lo infinitamente grande a lo infinitamente pequeño, el universo aparece entonces como una sola inmensa isotopía íntimamente articulada, como un "espacio de espacios"16 en el cual cada uno, a su nivel, ofrece regularidades propias (astrofísicas, termodinámicas o electromagnéticas, mecánicas, biológicas, sociales, intersubjetivas, etc.) interactuando a la vez con aquello que contiene tanto como con aquello que lo engloba.

Desde este punto de vista el "tejido" constituye el elemento mismo de todo análisis. Pues someter a eso que se llama un análisis objetos tales como un espacio urbano, un cielo estrellado o un mapa meteorológico, o incluso la "escena política" o el "paisaje mediático" de un país, o desde luego un texto (eventualmente rebautizado para esta ocasión, un "espacio textual"), es en una primera etapa formular la hipótesis de que a pesar de lo que tales objetos pueden presentar de diverso en la superficie (y, en tal sentido, de discontinuo), ellos, en el fondo, constituyen un todo (y en este sentido un continuum). Luego, en una segunda etapa, es cambiar de escala y prestar atención a los elementos discretos (es decir, discontinuos) que componen el objeto considerado, identificar sus elementos, "recortarlos", describirlos uno por uno, compararlos entre sí y estudiar las relaciones que entre ellos mantienen. En fin, en una tercera etapa y en un nuevo cambio de escala, es extraer de las relaciones que se acaba de hacer aparecer entre elementos constituyentes, una lógica que permita dar cuenta de la cohesión del conjunto. Esto puede consistir o bien en explicar aquello que hace la unidad funcional (esto es, en términos estáticos, la necesidad, y, en términos del proceso, la previsibilidad), o bien en comprender lo que hace la unidad estructural (esto es, lo que determina el sentido y, llegado el caso, el valor, por ejemplo estético). Tales son las dos formas posibles de lo que entendemos por "continuidad" en el plano de lo inteligible. En este sentido, todo dominio (material o intelectual) sobre las cosas pasa por su análisis en tanto tejido, lo que no excluye la posibilidad de otras formas de "aprehensión" fundadas sobre principios interaccionales, y por lo tanto regímenes de captura diferentes.17

De modo que no hay nada sorprendente en el hecho de que, bajo este régimen de construcción del "espacio", la programación se imponga como una forma de interacción privilegiada. Ésta no consiste, en efecto, más que en la operacionalización del saber —teórico o práctico— de la cual se dispone en lo que se refiere a las relaciones constantes, a los mecanismos, a las cadenas de causalidad y, más generalmente, a los "programas" de todo tipo que gobiernan la manera previsible en que los elementos del tejido continuo del mundo actúan relacionándose entre sí según la escala donde uno se sitúe.

*

De las dos configuraciones que acabamos de examinar, al pasar de una configuración a la otra, el espacio cambia de lugar, si se puede recurrir a esta expresión. Mientras que desde la óptica de la red éste se presentaba como un vacío para llenar entre los sujetos; cuando el mundo es reconfigurado como tejido, se convierte en un lleno instalado ante ellos.

Sin embargo, a pesar de este cambio, adoptar una perspectiva o bien la otra es siempre conferir implícitamente al espacio el mismo estatuto: el de uno ya dado que resulta posible pensar, por así decirlo, de arriba, y mirar a distancia. Eso, no obstante el hecho de que según otro punto de vista esté permitido considerar que los sujetos que piensan u observan de este modo "el espacio", se encuentran necesariamente incluidos ellos mismos "dentro" de él: ¿es que no son, acaso, al mismo tiempo sujetos que allí viven? Pero por el momento, independientemente de la pregunta sobre lo que puede significar exactamente (en términos alejados de las trivializaciones) estar en el espacio, subrayemos solamente que haciendo de "el espacio" ya sea un soporte para la circulación de objetos–valores (como en la red), ya sea un campo de observación y de acción sobre el cual operar (como ocurre en el otro régimen), uno se da mentalmente un espacio "objetivo", el que puede ser considerado con la clase de desprendimiento epistémico que uno tiene ante las cosas, cualesquiera sean ellas, desde que se las conciba como realidades "en sí", cuya existencia, forma o comportamiento nada deben a aquel que las piensa, las observa o se sirve de ellas en un plano práctico.

Sin ninguna duda, un desprendimiento semejante constituye una de las condiciones de posibilidad del modo de acción "positivo" y "racional" al que todo hace que tienda a ser valorado según su eficacia en nuestra sociedad obsesionada por la productividad y la rentabilidad. De hecho, sin distancia objetivante, sin conocimiento científico ni domesticación de la naturaleza, ninguna "conquista del espacio", y quizá tampoco el descubrimiento de América, hubiesen podido ocurrir. Pero no es ésta, no obstante, la única postura epistemológica posible, la sola manera pensable de estar–en–el–mundo, y nada dice que sea la más vivible en términos de "calidad de vida". Ni desde un punto de vista antropológico, esa postura es tampoco la única, como se advierte en el momento en que se dirige la mirada hacia otras sociedades, o aun cuando uno observa la nuestra juzgándola desde el punto de vista de la experiencia individual vivida. Resumiendo, existen otras posturas.

Por elección axiológica tanto como por atención a la completud teórica, es a ellas que queremos conceder su derecho acordándoles, en lo que sigue, a las dos configuraciones que quedan por describir, la voluta y luego el abismo, la misma importancia que hemos dado a las dos precedentes. Que se nos objete que ellas no están en el "aire del tiempo", que ellas no evocan sino ensoñaciones de esteta, de poeta o de místico, que ellas, por lo tanto, pueden ser tenidas por marginales y superadas, o quizá de un día para otro declaradas insalubres (como las volutas del tabaco), no sería sorprendente en el contexto actual. Retomemos de todos modos el hilo de nuestros esquemas. Dicho de otro modo: del "continuo" que acaba de ocuparnos, pasemos a su negación, el "no continuo".

Ahí se encuentra lo que bautizaremos como el espacio experimentado del movimiento de los cuerpos.

Le acordamos el carácter de emblema a la voluta, forma genéricamente reconocible sobre planos y en contextos extremadamente diversos: en las espirales de piedra esculpida que ornan el capitel de columnas de los templos griegos así como las cornisas de las iglesias barrocas; en la ola que naciendo de la marejada en las cercanías de la costa, estalla durante algunos instantes y viene a quebrarse ahí; en el humo que sale volando de su cigarro o de mi pipa cuando, con permiso o sin él, nos decidimos por el placer de encenderlos; en las figuras sin cesar cambiantes que, de un extremo al otro del cielo, pasean la multitud giratoria de estorninos en vuelo o, en los trópicos, el torbellino de polvo y de hojas arrancadas por la ventisca; en los recorridos ajustadamente mezclados que dibujan sobre el escenario de la ópera la bailarina y su caballero, o, en el centro de la arena, los pases que entrelazan al toro y al torero.

Para simbolizar espacialmente la relación que une a los interactantes en el marco del régimen del ajuste, habíamos retenido en un primer tiempo no la figura de la voluta sino la del entrelazamiento. Ella también evoca con bastante exactitud el tipo de coordinación dinámica que articula el hacer juntos, a la vez concomitante y recíproco, de dos o más compañeros (o adversarios) en un movimiento en el que cada uno siente el sentir del otro (o de los otros) a favor de una relación directa, cuerpo a cuerpo, y reúne (por contagio) sus mociones, su ritmo, su hexis misma.18 Pero, ¿la voluta no está a menudo hecha, justamente, de entrelazamientos? Se podría encontrar en particular en Roger Caillois, muchos otros ejemplos extraídos del reino mineral tanto como del vegetal o del animal.19

En todos los casos de este género, cualquier cosa se enrolla sobre sí, se desenrolla y se despliega. Puede tratarse de una materia inorgánica trabajada por el hombre (como la piedra) o no (como el humo), o de una materia viva —los cuerpos humanos (los de los danzantes), o de los animales (los pájaros)— o incluso de una combinación de elementos provenientes de más de uno de esos órdenes diversos. Como lo notaba Valéry a propósito de la concha, ésta resulta siempre una figura notable en este sentido ya que por su "gracia arremolinada" ella "se destaca del desorden ordinario del conjunto de las cosas sensibles".20 De hecho, formación auto suficiente enrollada sobre sí misma y creando la impresión de algo que está en proceso de abrirse, de realizarse plenamente por el solo juego de sus propios constituyentes, la voluta se destaca del resto, como si se emancipara de la contigüidad que vincula las demás cosas, unas con otras. Más radicalmente, se puede incluso decir que se hace "rebanada" en relación con su contexto o, mejor aun, que literalmente ella lo rebana. Separándose, rompiendo abruptamente la continuidad, ella lo disjunta. Crear localmente, como ella lo hace, un microespacio más notable que el que la rodea —un islote de sentido autónomo o, para parafrasear a Valéry, un "orden extraordinario"— es efectivamente romper la monotonía del tejido e introducir una zona crítica cargada de un plus de valor: dicho de otro modo, hacer de un continuo un espacio en adelante no continuo.

Pero hay más, pues una voluta no tiene solamente la gracia, es decir un valor estético. La voluta tiende también a establecer una pregnancia estésica por el hecho de que es movimiento. Aun si fuera piedra, y por lo tanto perfectamente estática, debido a su forma espiralada, no dejaría de ser la figuración sensible de un movimiento, y más precisamente de una rotación que va desplegándose. Y más aun cuando se presenta como el efecto de algún proceso interaccional en acto, como es el caso de la voluta de humo o el movimiento trazado por los danzantes. Desde el punto de vista del efecto producido sobre quien observa los entrelazamientos de formas que se dibujan entonces en el aire o sobre el escenario, poco importa que, por un lado, los círculos de humo sean fenómenos físicos "programados" (por las leyes de la mecánica de los fluidos), mientras que, por el otro, los círculos formados por las piernas de los danzantes sean más bien el fruto de ajustes felices (entre compañeros estéticamente en armonía). Pues el régimen interaccional del que depende la producción de una configuración espacial determinada, en nada pre–juzga la naturaleza del régimen susceptible de presidir su recepción y su uso. Así —ya lo hemos notado a propósito de la internet— el hecho de que para los ingenieros que la han concebido así como para los técnicos que aseguran su mantenimiento y aun para nosotros que la analizamos, se trate de un perfecto tej ido programado (de una Tela), ello no impide de ningún modo —por el contrario, hace posible— que a los ojos de sus usuarios se presente, semióticamente hablando, con todas las características de un espacio manipulatorio (de una Red).

Igualmente, el régimen interaccional del cual depende la generación de una voluta determinada, es decir la producción de una forma pregnante dibujada por un cuerpo, o por el entrelazamiento de una serie de cuerpos en movimiento, tampoco predetermina el régimen según el cual ella será aprehendida. Por relación con su movimiento, siempre será posible oscilar entre dos actitudes distintas y aun opuestas. O bien aplicarse a seguir sus evoluciones y tratar de leer la manera según la cual ellas se desenvuelven, lo que nos lleva a la perspectiva anterior que hacía del mundo un tejido observable, legible a distancia y totalmente diseñado para devenir rápidamente un verdadero campo operatorio. ¿No es acaso según este modo que los astrónomos escrutan las órbitas de los cuerpos celestes? O bien dejarse atrapar por la pregnancia del movimiento que anima al objeto considerado y, según una expresión que tomamos de Bachelard, vivir su dinámica, "vivirla integralmente, interiormente" por una "participación realmente activa" que el autor se dice tentado a llamar una "inducción".21

De un "finalismo práctico", prosigue, se pasa entonces a un "finalismo poético", oposición que nosotros traducimos semióticamente al interdefinir dos "maneras de hacer" o dos distintos "usos del mundo": por un lado la utilización, por el otro la práctica.22 Pasar de la primera a la segunda es dejar de construir el mundo como un espacio con vocación únicamente operatoria, estructurado a partir de la vista y destinado a futuras utilizaciones programadas; y, correlativamente, es darse "en cuerpo y alma" a otro espacio que, "por la intimidad de lo real puede elevar nuestro ser íntimo"23 a un espacio sinestésicamente probado a través de prácticas estésicamente ajustadas al movimiento de las cosas, es decir a la dinámica del otro, cualquiera sea éste. El espacio–voluta deviene entonces el espacio del cuerpo propio.

Derivado de la misma raíz latina que voluta, el inglés involve y más aun el portugués envolver, expresan implícitamente esta unión entre la figura espacial y dinámica de un movimiento "en torbellino" que envuelve, y la fuerte implicación del sujeto tomado, imbricado, mezclado, comprometido en un proceso interaccional. El hecho de que estos verbos no tengan equivalente directo en francés*** no se convierte en un obstáculo para el desarrollo de configuraciones que provienen del mismo imaginario espacial en tanto dimensión constitutiva de la "subjetividad". Como ilustración podemos recordar un ejemplo notable en un conocido pasaje de En busca del tiempo perdido —la descripción del "ballet" de los campanarios de Martinville diríase escrita por Marcel en automóvil— al que hemos tenido ocasión de confrontar, en un trabajo precedente, con otra descripción espacial no menos célebre, debida a Lévi–Strauss: la de una puesta de sol vista desde el puente de un barco, en pleno mar.24 Retomaremos aquí algunos elementos de esa comparación con el objeto de mostrar de qué manera la construcción de un "espacio–voluta", al cual nos enfrentamos en el primer caso, contrasta con los procedimientos de montaje de un "espacio–tejido" en el segundo.25

Como si aplicara una teoría de la relatividad avant la lettre, lo que describe el "pequeño fragmento" de Proust no es un dato que estaría emplazado ante el narrador sino una interacción dinámica en la cual él mismo, observador, tomaría parte: una suerte de juego de escondidas con algunos elementos pertinentes del paisaje, esencialmente tres campanarios. Al dar cuenta de los movimientos relativos de este conjunto de elementos, narrador incluido, el texto permite comprender la emergencia de efectos de sentido efímero, fuertemente cargados de valor afectivo, y ligados todos ellos a la variación de las relaciones espaciales: inesperado sobresalto cuando "de un solo golpe, en un giro del automóvil" en relación a los campanarios, Marcel queda depositado "a sus pies"; sentimiento de separación cuando, "después de haber(lo) acompañado", ellos agitan en signo de adiós sus cimas iluminadas por el sol"; impresión de un retorno a la serenidad cuando él los ve "tímidamente buscar su camino y, después de algunos incómodos tropiezos [...] apretarse los unos contra los otros".

En Lévi–Strauss el objeto descrito se presenta, por el contrario, como un espectáculo ofrecido desde el escenario de un teatro. En comparación con el precedente, el sistema perceptivo, y perspectivo, emplazado traduce una concepción mucho más clásica, preeinsteniana si así se puede decir, de la reunión sujeto–objeto en la relación de observación. Las nubes, el sol, toda clase de formas y colores en movimiento ocupan una posición con respecto a un punto fijo —el ojo del que mira— punto de referencia que permite describir la manera en que las cosas se desplazan las unas en relación con las otras, indiferentes a la presencia del observador. La metáfora de la representación dramática está perfectamente justificada puesto que se encuentra en el teatro la misma separación entre objeto observado y sujeto observante —entre actores acantonados en el espacio del escenario y supuestamente actuando entre ellos como si no tuvieran ninguna conciencia de la presencia del público, y los espectadores no demandaran nada mejor que permanecer tranquilamente sentados en sus butacas.

En otros términos, mientras que en Proust la movilidad de la captación de la mirada va a la par de una mirada implicada en y por lo que mira —y que al mismo tiempo lo mira— por el contrario, en el otro texto, la inmovilidad del observador, dueño del panorama, funda una mirada estrictamente despegada, la mirada del sabio, conforme a la definición convencional de las reglas de la observación científica. Se trata, pues, en el fondo, de una diferencia de orden epistemológico que en este caso separa dos estéticas del espacio. Por una parte, la estética clásica, toda ella basada en el orden, la transparencia y la claridad, que distingue y organiza en series los elementos, que realza su aparición, sus desplazamientos, que registra y analiza la evolución de sus relaciones, poniendo así la totalidad del sentido y del valor en objetos radicalmente separados del observador. Y, por el otro lado, en Proust, una estética —¿diríamos barroca?— que da la primacía, en lo que pueden tener de más contingente, a los efectos de sentido que surgen no ya de la movilidad de elementos observados uno a uno o en sus relaciones, sino de las fluctuaciones de la relación misma entre el observador y lo que éste observa.

De uno a otro texto, no faltan, pues, los paralelismos y las inversiones de este tipo, y esto con toda coherencia de una parte y de la otra. Es necesario, por ejemplo, que la navegación dé la impresión de inmovilidad ("5000 kilómetros de océano presentan una faz inmutable") porque el espacio, visto desde el puente, se deje percibir como un tejido homogéneo. En estas condiciones la mirada puede efectivamente barrer la escena sin obstáculo ni deformación abarcando sucesivamente "los cuatro rincones [del] horizonte". A la inversa, basta que el automóvil que lleva al narrador del lado de Martinville siga "a rienda suelta" para que se forme entre él y los campanarios este entrelazamiento dinámico —esta voluta— donde el desplazamiento tiene como efecto metamorfosear el espacio–tiempo mensurable y lineal del texto precedente en un medio de densidad variable, anisótropo, ofreciendo resistencia en ciertos lugares y en otros, un poco a la manera de las "bolsas de aire" en los viajes aéreos, bajas de tensión donde el movimiento se acelera súbita e inopinadamente.

Correlativamente, el pasaje de Lévi–Strauss está dominado por la figura de un enunciador que goza de un poder de visión en cierto modo de segundo grado cuya fuente no nos es indicada pero que, desde que desenmascara alguna "superchería" en el espectáculo que describe (dicho de otro modo, sobre el plano textual del "mundo–enunciado"), le permite restablecer prontamente la "verdad" (metatextual) de las cosas. A la inversa, en Proust no hay necesidad de ningún metasujeto cognitivo trascendente para decidir "desde arriba" sobre el valor veridictorio de efectos de sentido que, con el pretexto de que ellos no provienen más que de lo vivido, podrían ser ilusorios. Bien por el contrario, puesto que en virtud del régimen mismo de sentido que preside en su caso la captura del mundo en tanto espacio significante, son precisamente las variaciones de las relaciones proxémicas entre el observador y lo que éste observa, sus "entrelazamientos" que, hic et nunc y en tanto tales, devienen constitutivos del sentido experimentado. Los campanarios no tienen pues solamente "el aspecto de" aproximarse o alejarse pero uno de ellos, el de Vieuxvicq, viene efectivamente —"por una vuelta atrevida"— a colocarse en frente de los otros, alcanzarlos para luego apartarse. De una relación trascendental con lo vivido, se ha pasado a una inscripción del sujeto en la inmanencia de las cosas presentes. Lo real ya no está oculto bajo la apariencia de los fenómenos perceptibles sino que se confunde con la interacción que está en desarrollo. En cuanto a la misma palabra "espacialidad", ella no es más que uno de los nombres, sin duda no el mejor, que se puede dar a los efectos inteligibles de la copresencia —a la vez sensible e interactuante— de actantes cuyos movimientos relativos determinan el ajuste de unos sobre otros.

Lo que resalta de esta confrontación de textos, es que las manifestaciones "espaciales" a las cuales remiten, por más que puedan ser tenidas por inmediatamente hablantes en el plano de la experiencia empírica, ellas no adquieren significación, no hacen sentido, sino en función de los dispositivos de observación específicos puestos en acción de una y de otra parte, dispositivos que desembocan en la construcción de dos "espacios" radicalmente diferentes, uno de tipo relativista, acentrado, inmanentista, interaccionista, el otro de tipo logocéntrico. A escala de las ciencias del universo es posible que la teoría de la relatividad haya puesto de manifiesto la caducidad (en ciertos aspectos) de la teoría precedente, la física de Newton. Esto no interesa en nuestro dominio, el de las ciencias sociales. Dado que su vocación no consiste en tomar las cosas mismas como objetos de modelización, sino en dar cuenta de los modos antropológicamente demostrados de construir el mundo como universo de sentido, ellas no tienen que elegir entre teorías sucesivas o coexistentes sino analizarlas a todas otorgándoles la misma validez, con la esperanza de comprender cómo, en su diversidad, las unas se articulan con las otras en tanto son formas de la inteligibilidad.

No es menos cierto que a propósito, muy especialmente, del concepto de "espacio", el campo de la investigación semiótica es hoy el lugar de una confrontación comparable —toda proporción guardada— a la que condujo a la transformación de la física. A una aproximación clásica todavía ampliamente dominante que permanece muy adherida a la tradicional problemática "textual", se opone una aproximación más cercana al avance fenomenológico, que puede calificarse de "modular".26 Así, igual que el texto, visto como uno y lineal, constituye metodológicamente (y no sólo desde el punto de vista etimológico) una de las formas por excelencia del tejido, la "modulación", la "modularidad" y el módulo pueden ser considerados como una traducción nocional de la voluta. Es decir, por una parte, la gran generalidad de estas figuras, ya que aparentemente ellas estructuran también nuestro "espacio teórico", y, por otra parte, la necesidad de una metateoría, o de una semiótica ampliada cuya tarea sería articular, sobre el plano epistemológico, nuestros propios regímenes de construcción del sentido de espacialidad.

*

En L 'espace du rêve El espacio del sueño—, magnífico libro de las viejas ediciones Phébus que presenta "mil años de pintura china", se encuentran muchas vistas de montañas a las cuales el autor, François Cheng, aplica esta expresión de uso: "al borde del abismo".27 Esto se hace especialmente notorio en el caso de una obra de Hung Jen (1610–1663), "Los pinos de las cimas" (museo de Shanghai):

Vértigo de las alturas. El sabio, advierte Chiang–Tseu,debe poder danzar en la cima de las rocas más escarpadas. El Vacío para él no es una entidad hostil que invita a la caída, es más bien el lugar necesario, "abierto", de toda asunción. Entonces se explica el singular poder de atracción de esas construcciones "en el borde del abismo", tan frecuentemente utilizadas por los pintores desde la época de los Sung del Sur sobre todo. El paisaje, sin comienzo ni fin, no es aquí sino un "instante" arbitrariamente aislado entre dos infinitos que se abren sobre el mismo Vacío. Espacio repentinamente convertido en Tiempo, Tiempo bruscamente cristalizado en extensión: imagen de una perfección "suspendida" en perpetuo estado de cumplimiento.

No se podría decir nada mejor. Pero si este texto nos habla, ¿no es porque antes de leerlo aquello de lo que habla nos es ya familiar? No la pintura de la que habla pues muy bien podemos no haberla visto jamás, sino la experiencia misma de la cual el autor nos dice que ella, esa pintura, habla: experiencia trivial de un espacio en el cual, esta vez sin ninguna duda, estamos o, en todo caso, donde podríamos encontrarnos, dado que las alturas y las rocas escarpadas en cuestión forman parte del mundo empírico que nosotros también habitamos; pero al mismo tiempo experiencia inaudita de un espacio percibido como "sin comienzo ni fin" y que no podemos, entonces, propiamente hablando, ni verdaderamente representárnoslo y ni siquiera pensarlo. "Vértigo"... y sin embargo, como dice François Cheng, "asunción" de este "instante", es decir de un Espacio y de un Tiempo suspendido "arbitrariamente" (¿por accidente?) "entre dos infinitos" (¿en el éter?).

¡Se entiende que éstas son materia para una discusión filosófica más bien que semiótica! Tratemos sin embargo, de precisar.

Si como ya lo hemos formulado a manera de hipótesis, las unidades que describimos —esto es nuestros cuatro "regímenes de espacio"— forman un sistema, debe ser posible deducir formalmente las características del cuarto a partir de las definiciones que hemos dado de los tres precedentes. Es el procedimiento que trataremos de seguir, de modo que la configuración espacial que hemos puesto bajo el signo del "abismo" debería poco a poco dibujarse por contraste. Y dado que esos "Pinos de las cimas", al igual que el comentario a que dieron motivo, nos parece que ponen esto de relieve ejemplarmente, nos serviremos de ellos tomándolos como una suerte de corpus de referencia.

Respecto de la categoría que funda toda nuestra tentativa de modelización —lo "continuo" vs. lo "discontinuo"— la figura del abismo se ubica del mismo lado que la voluta, a distancia de la red y del tejido. Dicho de otro modo, nos encontramos en presencia de dos metaespacios ideológicos opuestos. Uno de ellos se caracteriza por la valorización del polo positivo de la categoría, el continuo, sea actualizado bajo la forma de un espacio pleno y saturado —a la manera del tejido— sea —en lo que concierne a la red— haciendo de él la forma virtual de espacio hacia el cual tiende por la negación de las discontinuidades (aquellas que separan a sujetos comunicantes). Inversamente, las otras dos figuras tematizan y privilegian lo discontinuo, también en dos grados diferentes: mientras la voluta, al romper, como se ha visto, la monotonía del tejido, se limitaba, en suma, a crear la no continuidad, bien por el contrario es una discontinuidad radical la que aparece con el abismo: "entre dos infinitos que se abren sobre el mismo Vacío" flota un mundo sin ataduras —el nuestro— "imagen suspendida", "instante aislado".

Como lo indica el texto de François Cheng, esta discontinuidad puede ser valorada en dos sentidos opuestos. Todo depende de que uno sea "sabio", o no lo sea.

De entrada, disfóricamente: en general, no se "danza" "en la cima de las rocas". El sentimiento ordinario sería más bien el "vértigo". Pues contrariamente a los caminos planos trazados sobre el tejido del mundo (y a los hilos que se encargan de conectar los puntos de una red), aquí, sobre las alturas, los caminos no llevan a ninguna parte. "Escarpados", ellos se interrumpen bruscamente, dejando al viajero en presencia de una "entidad hostil": el "Vacío". En consecuencia, vértigo del cuerpo. Pero también vértigo de la razón pues la misma oposición entre los dos espacios juega igualmente sobre este plano. Frente al mundo visto como tejido, la contigüidad de las cosas invitaba, y más aún autorizaba a descubrir, por un esfuerzo de análisis de las relaciones inteligibles, un sentido o al menos regularidades. Al contrario, frente al abismo la razón explicativa e incluso la facultad de comprensión son tomadas en falta. La racionalidad de lo real, lo necesario, hace lugar a lo contingente y a lo "arbitrario": ¡vértigo propiamente existencial que, en tanto tal, no depende de la altura!

Las siguientes reflexiones de dos filósofos de los llanos a propósito de este mismo tema lo atestiguan, en este caso sobre el modo de la irrisión:

Así, nuestro mundo no es sino un punto en el conjunto de las cosas, y el universo impenetrable a nuestro conocimiento, una porción de una infinidad de universos [...]. Les parecía estar en un balón, de noche, con un frío glacial, llevados en una carrera sin fin, hacia un abismo sin fondo, y sin otra cosa alrededor de ellos más que lo inasequible, lo inmóvil, lo eterno. Era demasiado fuerte. Renunciaron.28

Pero el sabio, él, justamente, no renuncia. El "abismo sin fondo" es, a sus ojos, positivamente, "el lugar necesario 'abierto' de toda asunción". Aquí, ciertamente, entendemos el término asunción en su sentido, usual, de: "acción de asumir", "tomar a cargo".29 Es por tal razón que esta configuración remite a lo que llamamos, con un término casi sinónimo, el régimen del asentimiento. Fundado sobre el principio de la imprevisibilidad, el régimen interaccional del asentimiento no hace sino uno con aquello que en trabajos anteriores hemos llamado régimen del accidente. La elección de la denominación no depende más que de la perspectiva que se adopte: ya sea una perspectiva objetivante que insiste sobre el carácter inmotivado de lo que es (o aleatorio con respecto a lo que adviene); ya sea el punto de vista del sujeto que consiente, ante lo incierto de la suerte, ante la impenetrabilidad de los fenómenos en relación con nuestro entendimiento, o ante la posibilidad del sinsentido.30

Los sabios visionarios de esta forma de espacio no residen, claro está, todos en China. Claudel por ejemplo, aunque no haya hecho jamás otra cosa que pasar por ahí, nos parece que expresa, frente a una de las grandes variantes figurativas del abismo —la inmensidad marina— la experiencia de un asentimiento comparable:

¡Nada sino el mar a nuestros costados, nada sino esto que

se eleva y desciende!

¡Basta de esta constante espina en el corazón, basta de estas

jornadas gota a gota!

¡Nada sino el eterno mar por siempre, y todo a la vez

de un solo golpe! ¡El mar y nosotros permanecemos dentro!31

O también este otro poeta, que jamás ha ido allí:

Así tras esta

inmensidad se anega el pensar mío:

y me es dulce el naufragio en este mar.32

Este espacio–abismo que está ahí, este "Vacío" en el cual, precisamente en tanto vacío, estamos física y "metafísicamente" presentes, constituye simplemente nuestro estar–ahí en el mundo. ¿Será que no somos suficientemente "poetas" para decirlo? ¿Tampoco lo bastante sabios para poder, ahí, consentirnos y reconocernos? ¿O simplemente demasiado ocupados por otras formas de espacialidad, ya sea convencionales (esas constantes espinas), operatorias (esas jornadas gota a gota) o aun experimentadas, para percibir que ése es en definitiva el único "espacio" en el cual no hemos elegido alojarnos y el único del cual no nos podríamos sustraer?

Esto no nos impide asociarle, por afán de homogeneidad, una fórmula de enfoque sintético, como a los tres anteriores. Desgraciadamente, teniendo en cuenta los elementos que en este caso se trata de asociar, resulta difícil evitar que ella tome un giro algo pomposo.

Digamos no obstante que se trata del espacio existencial de nuestra presencia en el mundo.

*

En definitiva, se ve que los cuatro regímenes de los que hemos hecho inventario forman un todo a pesar de su aparente heterogeneidad y, como lo dijimos al comienzo, ellos "dialogan", verbo a la moda y de buen tono. En efecto, quizá hubiera sido necesario decir más bien que "se entienden", aunque inmediatamente debemos precisar: como ladrones en feria, tan pronto actuando como verdaderos cómplices, tan pronto como los peores enemigos del mundo (y en ocasiones de las dos maneras a la vez, es decir, hablando en términos semióticos, actuando según un modo "polémico–contractual"). Así, haciendo camino, hemos extraído al menos un ejemplo en cada sentido.

Situándonos del lado de la complicidad, no es necesario volver sobre la manera en que el espacio–internet articula íntimamente un espacio–tejido con un espacio–red, una organización programática y un funcionamiento manipulatorio. A lo sumo agreguemos que son los enormes provechos que genera la red manipulatoria los que permiten financiar el perfeccionamiento del tejido programático.. que a su vez condiciona el desarrollo de manipulaciones cada vez más sofisticadas y por lo tanto cada vez más eficaces. Este intercambio de servicios casi contractualizado, este entrelazamiento y, hasta se podría llegar a decir, esta forma de ajuste entre mecanismos que provienen de dos regímenes diferentes que mutuamente se sustentan —especie de burbuja tecnológico–financiera— tiende incluso a tomar el aspecto de una verdadera voluta, configuración siempre amenazante para los tejidos que la rodean, como también lo hemos hecho notar.

Al punto que de la complicidad se pasa entonces fácilmente a la guerra, otra forma del "diálogo". Pues no se hace la guerra solamente por el control de los espacios territoriales; también se confrontan los partidarios de regímenes de espacio diferentes. Y es sin duda en una guerra de este género en la que estamos embarcados: la voluta internet, convertida en tornado, al asalto de cualquier otra forma de vida sobre la tierra. De suerte que, para aquellos que permanecen aferrados a las telas antiguas —a menos que ya no haga falta decir a los jirones de eso que hasta hace poco se llamaba, con una cierta consideración, "el tejido social"— y, más aun, para quien todavía aspirara aunque fuese a un diminuto espacio de libertad, íntimo o político, estético o existencial, no programado y fuera de manipulación, la última hora parece aproximarse.

¿Divertida o triste época?

 

Agradecimientos

Agradecemos a Dominique Bertolotti las traducciones al francés de los resúmenes, y a Scott Hadley, las versiones en inglés.

 

Notas

* Título en francés: Régimes d'espace

*** Pero sí la tienen en español [N. del T.].

1 Para la justificación de estas reservas, ver E. Landowski, "Estados de lugares", en Présences de l'Autre, París, PUF., 1997, p. 87–89.         [ Links ] [Trad. al español de Desiderio Blanco, Presencias del otro, Lima, Fondo Editorial de la Universidad de Lima, 2007].

2 Cfr., N. Bouvier, L'usage du monde, Ginebra, Droz, 1963.         [ Links ]

3 Cfr. E. Landowski,Les interactions risquées, Limoges, pulim, 2005.         [ Links ] [Trad, al español de Desiderio Blanco y Verónica Estay, Interacciones arriesgadas, Lima, Fondo Editorial de la Universidad de Lima, 2010].

4 Según el Petit Robert, 1970: "Manipular. 1° Palpar con cuidado cuando se trata de experiencias o de operaciones científicas o técnicas. Manejar y transportar" –"Manejar. [... ] 2° Dar forma, modelar con la mano. 3° Tener entre las manos siempre desplazando, removiendo. Utilizar teniendo en mano."

5 Como Greimas lo muestra ejemplarmente en "La soupe au pistou ou la construction d'un objet de valeur", Actes Sémiotiques–Documents, I, 5, 1979; reed. en Du sens II, París, Seuil, 1983.

6 Les interactions risquées, op. cit., 11–12, y anteriormente E. Landowski, Passions sans nom, París, Presses Universitaires de France, 2004, p. 51–55.         [ Links ]

7 Cfr., A. J. Greimas y J. Courtés, "Continu", Sémiotique. Dictionnaire raisonné de la théorie du langage, París, Hachette, 1979 [         [ Links ]Trad. al español de Enrique Ballón Aguirre y H. Campodónico Carrión, Madrid, Gredos, 1982].

8 Cfr., M. Sodré, "Sobre a episteme comunicacional", MATRIZes, 1, São Paulo, 2007,         [ Links ] y nuestro comentario en E. Landowski, "Da integraçâo entre comunicaçâo e semiotica, en A. Primo et al. (eds), Comunicaçâo e interaçôes, Porto Alegre, Sulina, 2008.

9 Cfr., E. Landowski, Avoir prise, donner prise, Nouveaux Actes Sémiotiques, [http://revues.unilim.fr/nas]. Trad. it., "Avere presa, dare presa", Lexia 3–4, Turín, 2009, pp. 139–202 [         [ Links ]En español podría traducirse: Tener control, permitir control].

10 A propósito de estas reservas, cfr., Avoir prise, II parte, 1.3, "Manipuler ou manoeuvrer? "

11 M. Hammad, Lire l 'espace, comprendre l'achitecture. Essais sémiotiques, París–Limoges, Geuthner–Pulim, 2006, 372 p.         [ Links ]; Palmyre. Transformations urbaines. Développement d'une ville antique de la marge aride syrienne, París, Geuthner, 2010 [de próxima aparición].

12 Acerca de la distinción entre "lectura" y "captura", cfr., E. Landowski, "Vettura e pittura: dal utilizzo alla pratica", en S. Jacoviello et al. (eds), Testure. Scritti per Omar Calabrese, Siena, Protagon, 2009, pp. 289–302.         [ Links ]

13 De J.–M. Floch, sobre todo el aspecto "modal", ver "La génération d'un espace commercial", Actes Sémiotiques, IX, 87, 1987, y en lo que hace al aspecto "sensible", Une lecture de "Tintin au Tibet", París, PUF., 1997, así como sus notas publicadas póstumamente en J.–M. Floch, J. Collin, Lecture de la Trinité de Roublev, París, PUF., 2009.

14 Cfr., A. Beyaert Geslin, "La photographie aérienne, l'échelle, le point de vue", Protée, 37, 3 (Regards croisé         [ Links ]s sur les images scientifiques), 2009.

15 Cfr., Avoir prise, doner prise, op. cit., cap. II, <<Dédoublements >>.

16 Expresión tomada en préstamo a P. Jevsejevas, Bookstore spaces, tesina, Universidad de Vilnius, Departamento de semiótica y de teoría de la literatura, enero 2010.

17 Cfr., Avoir prise, op. cit., cap. 1, II, 3, << En deçà de toute emprise, la prise >> y 3, II << Opérer sans savoir >>.

18 Les interactions risquées, op. cit., pp. 88 et 91.

19 Cfr., R. Caillois, "La dissymétrie", París, Gallimard, 1973 [         [ Links ]reed. in Cohérences aventureuses, París, Idées/Gallimard, 1976].

20 P. Valéry, "L'homme et la coquille", in Oeuvres I, París, Gallimard/Pléiade, 1957, p. 889 et 887.         [ Links ]

21 G. Bachelard, L 'aire et les songes. Essais sur l 'imagination du mouvement, París, Corti, 1943, p. 16 [         [ Links ]El aire y los sueños, México, FCE ].

22 Avoir prise, cap. I, "Façons de faire"; "Vettura e pittura: dal utilizzo alla pratica", art. cit.

23 L'air et les songes, p. 16.

24 M. Proust, Du côté de chez Swann, París, Gallimard (coll. Pléiade), 1955, p. 179–182 [Por el camino de Swann]; Cl. Lévi–Strauss, Tristes Tropiques, París, Plon, 1955, p. 54–61 [Tristes Trópicos].

25 Cfr., Passions sans nom, op. cit., p. 294–305.

26 Cfr., especialmente los trabajos de J. Geninasca, en particular La parole littéraire, París, PUF, 1997. "¿Por qué el sentido, el espacio, el tiempo, la percepción...? "Modular", en suma, me conviene bastante bien. El término puede comprender, aun si no remite ahí especialmente, la hipótesis de una pluralidad de modos del sentido o de las racionalidades; esto no excluye sin embargo, aunque no lo precise, las condiciones y las modalidades de una mirada integradora" (correspondencia particular, 17 de mayo del 2005). En la misma línea, cfr., E. Landowski, "Unità del senso, pluralità di regimi" in AA.VV., Narrazione ed esperienza. Intorno a una semiotica della vita cuotidiana, Roma, Meltemi, 2007.

27 Fr. Cheng, L 'espace du rêve. Mille ans de peinture chinoise, París, Phébus, 1980, 250 p.         [ Links ]

28 G. Flaubert, Bouvard et Pécuchet (1881), en Oeuvres II, París, Gallimard (coll. Pléiade), pp. 902–903.         [ Links ]

29 Ver entradas "Asunción" y "Asumir" en María Moliner, Diccionario de uso del español, Madrid, Gredos, 1998 [         [ Links ]N. del T.].

30 Cfr.,Les interactions risquées, op. cit. v. 3 << Le régime de l'accident >>, y E. Landowski, << Assentiment >>, in D. Ablali et al., Vocabulaire des études sémiologiques, París, Champion, 2009.

31 P. Claudel, << Ballade >>, [1917], Oeuvres poétiques, París, Gallimard (coll. Pléiade), 1957, p. 518.         [ Links ]

32 G. Leopardi, "L'infinito", Idilli [1825], en C. Segre, Antologia della poesia italiana, Roma, Editoriale L'Espresso, 2004, vol. 4, p. 238.         [ Links ]

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