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Tópicos del Seminario

On-line version ISSN 2594-0619Print version ISSN 1665-1200

Tóp. Sem  n.24 Puebla Dec. 2010

 

Presentación

 

César González Ochoa

 

No puede abordarse el estudio del espacio de manera separada del de otras nociones tales como las de lugar, territorio, frontera, vecindario, comunidad, región, nación, entre otras, y este camino conduce a la compleja noción de identidad. Si se puede asociar el espacio con nociones tan variadas como la de la identidad, también es posible enfocarlo desde múltiples puntos de vista y disciplinas. Muchas personas, desde la teoría social o la filosofía, por ejemplo, han reconocido que el espacio es una idea básica para la experiencia y el ejercicio de la imaginación; por otro lado, antropólogos, geógrafos, historiadores del arte, etc., sin mencionar aquí a quienes lo usan o, tal vez puede decirse, a quienes lo construyen, como es el caso de los urbanistas, arquitectos y diseñadores en general, todos ellos, se interesan en mayor o menor medida en las diversas facetas del espacio. No es, pues, extraño que los estudiosos de la semiótica, desde las distintas escuelas teóricas y perspectivas, intenten aproximarse a esta omnipresente entidad: la escuela greimasiana y sus desarrollos posteriores en el campo de la semiótica tensiva, los trabajos de Lotman, especialmente los que tratan la noción de frontera, algunos ensayos recientes dentro de la línea de Peirce, etc.

Los artículos que conforman esta edición de Tópicos del Seminario abordan, desde diferentes ángulos, la cuestión del espacio. Dos tienen como tema la relación entre los espacios urbanos y la literatura. En el primero, Laura Elina Raso analiza algunos procedimientos de exclusión por medio de la dicotomía adentro/afuera con relación a los fraccionamientos privados de Argentina (llamados countries) y en la manera como éstos construyen una noción del "nosotros" que, por medio de límites excluye la noción de "los otros"; allí se estudia cómo se manifiestan estos aspectos en una reciente novela de ese mismo país. En el segundo, Raquel Guzmán pone en relación la poesía con la ciudad; allí se hace una analogía entre un libro de poemas de Juan Gelman y la ciudad de Buenos Aires en la época de la dictadura militar. Su lectura es un recorrido por calles y rincones en la cual aparecen personas, lugares, escenas de dolor, etc., donde todos ellos forman una red de relaciones; en esa red aparece una de las claves de la ciudad y del libro: la esquina, elemento que quiebra el orden de la ciudad. El tercer artículo que aquí se publica, escrito por Ivan Darrault–Harris, trata del espacio psicoterapéutico; allí se parte del supuesto de que, como la dimensión espacial está presente en todas las actividades y producciones humanas, lo está también en la del cuerpo y de sus cuidados. De esta manera, se postula la existencia de un espacio del cuidado terapéutico, específicamente del psicoterapéutico, el cual se divide en dos tipos, uno visible, habitable, y otro invisible, que es el del marco del proceso analítico, el del encuadre. Un cuarto trabajo, de César González Ochoa, se refiere a la concepción de espacio como una experiencia propiamente humana que sostiene que lo que cotidianamente llamamos realidad, último reducto de la práctica humana, no es sino el conjunto total de sistemas del mundo percibido y representado. Ese espacio es histórico ya que cada época produce no una representación del espacio sino el espacio mismo. En quinto lugar aparece el ensayo de Eric Landowski, que se basa en la idea de que como el concepto de espacio es poco útil por su generalidad y su indefinición, es necesario reflexionar de modo menos general; por ello propone cuatro órdenes espaciales, que son más bien maneras de vivir el espacio, cuatro regímenes que configuran un sistema. La categoría elemental que le sirve como punto inicial es la formada por lo continuo y lo discontinuo. En el siguiente artículo en el orden adoptado en la revista, Juan Alonso Aldama, desde una perspectiva que se inscribe en la semiótica tensiva, analiza algunas nociones de la misma constelación que la de espacio, como las de frontera y territorio. Allí, el criterio principal para definir la espacialidad es el del límite que separa el interior del exterior; este límite, lugar de estructuras polémicas y contractuales, no se entiende sólo como una línea divisoria sino que se extiende al espacio limítrofe, la zona de frontera, que es lugar de negociación y de interpretación. Esta zona está definida por términos que poseen una naturaleza subcontraria: ni aquí ni allá, ni interior ni exterior. Ese carácter es responsable de la tensión y la inestabilidad en esa zona. El último de los trabajos, cuyo autor es Bernard Lamizet, relaciona el espacio con la mediación. Se parte de considerar el espacio como una categoría que estructura el pensamiento y la identidad; y su significación se inscribe en tres mediaciones: entre lo singular y lo plural, entre lo real, lo simbólico y lo imaginario, y entre lo estético y lo político. En el espacio es donde se ejercen los poderes, por lo que hay en él una dimensión política; es en relación con el poder como se expresa una identidad. El territorio es el espacio sometido al poder; una manera de estructurarse es por medio de las fronteras, que son las que dan identidad a un país. Las fronteras son algo así como los signos de puntuación que hacen legible un territorio, que permiten distinguir la pertenencia de los sujetos.

Aunque las perspectivas y los supuestos son diferentes, todos los autores de los artículos de este número concuerdan, sea que se asuma como una condición, sea como un resultado, en que el espacio es construido: ya sea desde el punto de vista de un poeta, ya sea por la interacción de un analista y un analizado en la situación psicoterapéutica, o ya sea en el trazo de las fronteras de un territorio. Esta concepción del espacio no permanece igual en el transcurso del tiempo ni permanece neutral respecto al poder; de hecho, es por su mediación como los poderes se ejercen sobre los individuos y contribuye a su conformación. Es decir, está asociado con la identidad, tanto individual como colectiva. Por tanto, espacio, territorio, poder e identidad configuran una entidad difícil de estudiar si se sigue considerando sus partes de manera separada, especialmente en nuestro mundo moderno. Vamos a esbozar a continuación algunas ideas sobre estos temas con el propósito de buscar alguna coherencia en los trabajos reunidos en este número de Tópicos del Seminario.

La primera pregunta que surge en este caso es qué es el espacio, pero ésta remite inevitablemente a la otra cuestión fundamental asociada, a la del tiempo: ¿son el espacio y el tiempo cosas o ideas?; ¿son formas del mundo real o son más bien categorías del entendimiento?; ¿son el reflejo de las propiedades de lo real o manifiestan las relaciones entre los seres humanos y la realidad? Desde la antigüedad, las nociones de espacio y de tiempo han sido temas constantes de reflexión; y en todas las épocas encontramos intentos de respuesta, desde los filósofos presocráticos, aunque de manera más sistemática a partir de Platón, hasta la física contemporánea.

Las preguntas por el espacio y por el tiempo no pueden evitar las intervenciones de la filosofía y, sobre todo, de las ciencias físicas; no importa desde dónde se plantee el problema, tarde o temprano tiene lugar el enfrentamiento tanto con la primera como con las segundas; sin embargo, un replanteamiento del problema puede permitir al estudioso al menos posponer este abordaje científico o filosófico. Éste consistiría en asumir que lo que queremos investigar no es tanto el espacio en sí mismo, sino lo que produce en nosotros, los sentidos que genera; es decir, no el espacio físico o la extensión, sino el espacio vivido, el representado; en otros términos, el espacio construido o producido, que algunos llaman simplemente espacio social.

Así, si se aborda no el espacio en general sino las representaciones del espacio, sobre todo la noción de espacio culturalmente construido, rápidamente se comprueba que las diferentes épocas y culturas poseen distintos modos de concebirlo, distintos modos de construirlo y representarlo. Por esto las respuestas acerca de la naturaleza del espacio no pueden encontrarse solamente en la especulación filosófica o en el acercamiento científico sino en relación con las acciones humanas, con eso que algunos autores llaman (o llamaban) la práctica social. No es posible plantear el espacio como un a priori o como un absoluto sino que aparece como una relación entre sujetos y objetos, y existe porque tales sujetos y objetos se relacionan.1 De allí que el problema pertinente sea por qué distintas prácticas sociales producen distintas concepciones del espacio, o de preguntar por qué cada época o cada cultura tiene su propia noción del espacio y produce sus propias formas, sean arquitectónicas, de los objetos cotidianos o de cualquier otro tipo. Este cambio en los planteamientos, este cambio de terreno, permitiría dejar de lado ciertos supuestos del sentido común, como aquellos que ven el espacio como una realidad neutra, previamente dada, en la cual se inscriben realidades de otro orden, como las relaciones o los acontecimientos.

Algunas disciplinas sociales, tales como la geografía o la economía, asumen en parte la tarea de estudiar el espacio; sin embargo, en términos generales lo consideran como preexistente, como algo dado de antemano; ambas lo ven de una manera fundamentalmente empírica: la geografía lo reduce a un conjunto de datos empíricos acerca de la naturaleza sin alcanzar a realizar el trabajo teórico necesario para su construcción conceptual; la economía, por su parte, lo ve también como algo dado previamente, como un "espacio homogéneo e isotrópico, neutro, en el cual se desarrollan los hechos económicos".2

Este empirismo respecto a las maneras tradicionales de entender el espacio va paralelo con la concepción del mismo por parte del sentido común, que, de igual manera que el tiempo, es considerado como una realidad neutra, previamente dada, en la cual se inscriben otro tipo de realidades, tales como las relaciones sociales y los acontecimientos. Toda realidad material posee tanto una dimensión temporal como una dimensión espacial; igualmente las relaciones sociales, las cuales, al tener una forma material de existencia, poseen por tanto esas dos dimensiones. La concepción empirista del tiempo ha sido estudiada y criticada por muchos autores; tal vez el primero haya sido Althusser, quien desde hace casi medio siglo, criticó sobre todo su versión hegeliana y concluyó que ya no era "posible pensar en el mismo tiempo histórico el proceso de desarrollo de los diferentes niveles del todo [...] a cada nivel debemos asignarle un tiempo propio". Esos diferentes tiempos tienen una especificidad diferencial "puesto que está fundada sobre las relaciones diferenciales existentes en el todo entre los diferentes niveles".3 También la concepción empirista del espacio ha sido analizada sobre todo por estudiosos del urbanismo como Lefevbre y sus continuadores. La noción de espacio ha preocupado a los filósofos de todas las épocas, desde los presocráticos y los pitagóricos, pero obtiene una formulación precisa en uno de los últimos diálogos de Platón: el Timeo, donde se pregunta por el origen del mundo.

Es en ese contexto, dice Platón, que "existe el ser absoluto, el lugar donde nace el ser relativo, y lo que nace, tres términos que existen de tres maneras diferentes y que nacieron antes que el cielo".4 Al ser absoluto le corresponden las formas ejemplares o Ideas, caracterizadas como inmutables, no generadas y que son indestructibles, pero no perceptibles por medio de los sentidos; lo que puede ser percibido es lo que nace, lo que está sujeto al devenir; es decir, lo generado que es siempre cambiante. Entre estos dos extremos, entre las ideas–forma que están más allá del mundo, y el devenir que es el mundo sensible, existe

un tercer género eterno, el del lugar [el espacio], que no puede morir, que proporciona una sede a todos los objetos que nacen. Éste no es perceptible más que gracias a un razonamiento bastardo, que de ninguna manera acompaña a la sensación: con dificultad podemos creer en él. Es ciertamente lo que percibimos como en un sueño, cuando afirmamos que todo ser está necesariamente en alguna parte, en un cierto lugar, ocupa un cierto espacio, y que lo que no está ni sobre la tierra o en alguna parte del cielo simplemente no existe.5

El espacio, pues, desde un punto de vista platónico, es una mediación: se sitúa entre el ser, que es inmutable, y el devenir cambiante; ese espacio, además, al ser eterno e indestructible "proporciona una sede a todo lo que posee un origen"; es el receptáculo, donde todo tiene su lugar, donde se sitúan las cosas y los seres; sin embargo, como añade Platón, sólo es posible captarlo "por medio de un razonamiento bastardo". En esto es diferente de las Formas, que se alcanzan por medio del uso de la razón, sin "ayuda de la percepción sensible"; y también diferente del devenir, el cual se puede captar por los sentidos pero no por la razón. Así, se localiza en un lugar intermedio entre la razón y los sentidos, pero fuera de ambos. Así entendido, el espacio carece de figura o de forma, pero es la condición de posibilidad, el marco necesario para poder distinguir y delimitar toda forma o figura.

Aunque esta idea de espacio es muy abstracta, concebible sólo dentro de una reflexión cosmológica y que se aprehende por medio de un razonamiento matemático, su formulación se hace a partir de la experiencia de las formas del habitar, y en este aspecto son muy importantes las formas de construcción o las formas de la arquitectura puesto que, desde las épocas más remotas, en todas las sociedades humanas ha sido fundamental la cuestión del refugio, de la seguridad, del hogar. Los productos resultantes de la actividad constructiva o de la arquitectura constituyen uno de los primeros ejemplos de espacio construido.

En la concepción de Platón, materia y extensión o lugar es lo mismo, pero Aristóteles hace del lugar la envolvente del cuerpo y no el cuerpo mismo; esa envolvente tiene un lugar definido en el mundo inmutable, mientras que los cuerpos se mueven y cambian de lugar. Las ideas de Aristóteles permanecieron sin cuestionar durante muchos siglos hasta que Descartes postula que no puede existir el lugar sin la sustancia y que la extensión (longitud, altura y profundidad) no puede tener existencia más que como parte de una sustancia material. Spinoza concuerda con este punto de vista pero distingue dos extensiones: la que se da a los sentidos y se representa a la imaginación y la que se percibe por el entendimiento; la primera es divisible e indefinida como los cuerpos son infinitamente numerosos, la segunda es indivisible y plenamente infinita, y constituye de hecho la propiedad esencial del ser.

Newton, sin embargo, no asume la primera noción de extensión, es decir, el espacio de las cualidades sensibles y mensurables, sino que para él el espacio es un absoluto —así como el tiempo— es decir, es algo que existe en sí, independiente de la materia, y que funciona como marco de referencia inmutable para toda la escena del mundo y de los acontecimientos físicos que en él se desarrollan, sin relación con las cosas exteriores. Es cierto que para él hay una representación sensible del espacio, la posición relativa de los cuerpos, unos respecto de los otros, y las formas de los cuerpos sólidos, pero ésta no se confunde con el espacio inmóvil. Sólo así puede construir una descripción del movimiento y relacionar esos movimientos con causas llamadas fuerzas bajo la forma de enunciados o de ecuaciones entre vectores del espacio euclidiano. Cuando quiere justificar la existencia del espacio absoluto o del tiempo, independientes de las cosas materiales, Newton dice que espacio y tiempo no pueden preexistir al hombre y a la materia más que ligados a Dios; es decir, que espacio y tiempo son atributos divinos, consecuencia necesaria de su omnipresencia y de su eternidad. Es decir, el problema epistemológico se sustituye por un postulado metafísico.

Kant tiene como programa delimitar los dominios del saber y la fe y, con ello, fundar una teoría del conocimiento sin apelar a préstamos metafísicos; por ello no puede aceptar el acercamiento de Newton. Para Kant, espacio y tiempo no necesitan preexistir a la materia o al ser humano sino que basta entender que existen a partir de una relación recíproca de las cosas y los hombres. La cosa en sí, dice, que se distingue de las cosas que se perciben, no está ni en el espacio ni en el tiempo; el espíritu humano, en el acto de la percepción, asume las categorías de espacio y tiempo como propias y sin las cuales la percepción no sería posible; éstas no son ideas puras, sino que se imponen al espíritu humano en un contacto empírico con la naturaleza; por tanto, no son tampoco arbitrarias. Las cosas en sí (los noumena) constituyen el mundo real; los fenómenos, únicos objetos de conocimiento, constituyen el mundo mediado por el espacio y el tiempo, formas a priori de la sensibilidad. Al no estar ni en el espacio ni en el tiempo, las cosas en sí no están verdaderamente sometidas al determinismo de la mecánica. Por tanto, el espacio y el tiempo están en algún lugar entre los noumena y los fenómenos, entre las cosas y la mirada del hombre que se apropia de ellos en el acto de percepción; más cerca del hombre, ciertamente, que de las cosas. Pero en su mirada sobre los fenómenos, el hombre puede ver estructuras o figuras puras, que en su pureza no le pertenecen, y que no puede atribuir más que al espacio mismo, lo que explica que este último parezca prefigurar los objetos: tal es el caso de la geometría, y de allí el por qué la matemática sea, a ojos de Kant, la más pura de las ciencias.

Los desarrollos de la mecánica ponen en segundo plano las especulaciones filosóficas sobre la naturaleza del espacio y del tiempo. Las objeciones de Descartes, Leibniz y Spinoza, a los ojos de los físicos, se solucionan por las respuestas de Kant, pero, a fines del siglo XIX, Mach reveló el carácter dogmático de la posición kantiana, sobre todo a partir de que la noción de espacio absoluto se había consolidado y sustancializado bajo la forma de éter, un concepto útil para admitir filosóficamente las acciones a distancia y para hacer comprensibles varios fenómenos, como la propagación de la luz y las acciones eléctrica y magnética, entre otras.

Einstein se dio cuenta de que en la teoría física se requería de un concepto de espacio opuesto al del espacio kantiano y propone considerar que el espacio y el tiempo son creaciones de la inteligencia humana, instrumentos del pensamiento que deben servir para establecer una liga entre las experiencias. Es cierto que esas construcciones del espíritu se apoyan, como es el caso de muchos conceptos, en un sustrato empírico, pero las nociones de tiempo absoluto y de espacio ordenado según la geometría euclidiana se revelan a sus ojos como extrapolaciones injustificadas sobre la base de ese sustrato empírico. De allí que intente remplazar la física de Newton y sus conceptos fundamentales (espacio y tiempo absoluto, fuerza de gravedad, etc.) por una geometría, de tal modo que las leyes de la naturaleza se expresen en proposiciones simples de naturaleza geométrica. La posición de la física relativista es que el espacio y el tiempo, tal como se utilizan por la teoría, son productos de la inteligencia humana para describir ciertas propiedades, ciertas relaciones dinámicas entre los objetos, propiedades o relaciones cuya realidad objetiva no puede ser puesta en duda.

Pero, sin entrar en mayores detalles, incluso sin definir el espacio físico, podemos entender que existen estrechas relaciones entre éste y el espacio social, que, como se dijo antes, es siempre una producción, y el espacio percibido y representado. Es la sociedad la que produce el espacio social a través de la apropiación de la naturaleza, de la división del trabajo y de la diferenciación puesto que todas las representaciones del espacio físico son construcciones sociales operadas por los diversos grupos sociales; la misma noción de espacio físico o natural es una construcción del imaginario individual y colectivo. El concepto de espacio social se usa en el campo de los estudios de las disciplinas sociológicos, sobre todo para designar el campo de inter–relaciones sociales; todo el sistema de relaciones se inscribe en un espacio en el que se asocian el lugar, lo social y lo cultural. Según Bourdieu, la sociología puede pensarse como una "topología social" en la medida en que representa "el mundo social en forma de un espacio (de varias dimensiones) construido sobre la base de principios de diferenciación o de distribución constituidos por el conjunto de las propiedades que actúan en el universo social considerado".6 El espacio social es entendido, en esta perspectiva, como un campo de fuerzas donde los agentes sociales se definen por sus posiciones relativas; así, el mundo humano se vuelve un espacio de relaciones construido de acuerdo con los lugares que ocupan los actores sociales y con la evaluación que hacen de ellos mismos.

Las más profundas estructuras de una sociedad son las que corresponden a las del espacio y del tiempo pues la vida humana se desarrolla en el marco de coordenadas espacio–temporales. El espacio y el tiempo son factores determinantes de la constitución y desarrollo de los grupos sociales y a este proceso están ligadas tanto la producción de cultura y de civilización como la constitución del medio ambiente. De hecho, no existe estrictamente una naturaleza bruta; por tanto, el análisis del espacio social tiene como condición ver el modo como la naturaleza es moldeada por la actividad colectiva.

En general, la reflexión sobre el espacio así como las intuiciones desarrolladas en los trabajos que aquí publicamos, nos llevan a destacar dos ideas fundamentales que subyacen en la concepción del espacio. La primera es que la producción de nuestro entorno y nuestra propia realización como seres humanos constituyen dos caras de un mismo proceso.7 La otra es que el espacio, entendido como espacio social, no existe previamente a la intervención de los agentes humanos sino que se constituye a través de su propia acción; es decir, que el espacio social es un producto del hacer humano. Estos dos postulados tienen incidencia sobre todo en la acción de los profesionales de la producción del espacio: arquitectos, urbanistas y diseñadores, ya que todas las formas espaciales que son construidas y diseñadas tienen un carácter no arbitrario. La producción del espacio así entendido requiere de una materia prima, que sería el territorio, la extensión territorial, o sea un 'lugar' con características geográficas o topográficas, pero que, en tanto que 'lugar', esas características son solamente el soporte de una trama de relaciones sociales. Son esas relaciones sociales las que configuran el espacio. Si es así, entonces todo espacio construido será portador de una cierta visión de mundo, de una cierta manera de ver y entender la realidad que nos rodea; y no sólo es portador sino que una de las funciones de ese espacio es la de inculcar esa visión, enseñar o imponer esa manera de ver; en suma, educar a los demás.

Con respecto a algunas construcciones que se han identificado y reconocido a lo largo de la historia, formas arquitectónicas tales como el templo en la cultura griega, la pirámide, el dolmen, el minarete, el nouraghe de Cerdeña, etc., Gillo Dorfles se hace la pregunta de por qué estos objetos tuvieron "aquellas formas precisamente, que no eran, desde luego, las más simples ni las más comunes".8 Y esa pregunta la podemos extender no solamente a esas formas particulares sino a todas las que podamos reconocer; ¿por qué todas ellas han estado configuradas así y no de otra manera?; aunque ahora nos resultan familiares, no son ni obvias ni simples ni comunes. Esa pregunta puede servir aquí para plantear la cuestión más general y más abstracta, que es buscar las relaciones entre una forma y la función que desempeña, y entre la forma y el sentido o el significado del cual es vehículo.

Los estudiosos de la arquitectura y las artes plásticas reconocen desde hace mucho tiempo la dificultad de hablar del espacio; dice un especialista en esas áreas que cuando se habla acerca del espacio no se hace referencia a la realidad objetiva, definida, como una estructura estable, sino a un concepto, es decir, a una idea que tiene un desarrollo histórico propio y cuyas transformaciones son expresadas o en parte, por las formas arquitectónicas en particular y por las formas artísticas en general.9

Por tanto, en el análisis de este concepto —continúa— se tendrían que buscar las partes que lo constituyen, y "un componente esencial de este concepto es la concepción del mundo, de la naturaleza en su relación con el individuo y con la sociedad".

Es decir, que se trata de un problema muy complejo que requiere un tratamiento más profundo. Lo primero que se comprueba cuando se empieza a pensar acerca del espacio es que de él sólo podemos percibir sus contenidos: acontecimientos, objetos, personas pero no el espacio en sí mismo. Los griegos postularon una visión abstracta de la naturaleza y sus formas, que es la geometría como una manera de percibir el espacio. El nacimiento de la geometría es parte de la concepción racional del conocimiento, cuyo resultado es la sustitución de un sistema mítico de representaciones por un sistema donde las matemáticas y el número ocupan un lugar central.10 Fueron, pues, los griegos quienes, más allá de las nociones míticas del lugar (topos) y de la casa —primero de la casa habitación y luego de la casa del soberano hasta llegar al templo, la casa de los dioses— acuñaron la idea de espacio, la cual se convirtió en una de las mayores categorías del pensamiento occidental.11 La idea de espacio requiere de la actividad configuradora de la mente racional y matemática; sólo con esa base ha sido posible la existencia de los usos literarios, plásticos o musicales —es decir, estéticos— de esa actividad intelectual.

La transformación en la concepción del espacio (así como la del tiempo) ha sido mucho más notoria en la época que llamamos modernidad; de hecho es la separación del espacio y el tiempo, característica de esta época, el mecanismo responsable por el dinamismo de la modernidad, es decir, ese estilo, costumbre de vida o de organización social que se impuso en Europa a partir del siglo XVI y que tuvo influencia en todo el mundo. El sociólogo inglés Anthony Giddens postula la tesis de que lo que proporciona dinamismo al mundo moderno es precisamente la separación entre tiempo y espacio y su posterior recombinación en formas que permiten el recorte espaciotemporal de la vida social.12

Antes de esta época, había mucha mayor vinculación entre tiempo y espacio. Antes de la difusión del reloj mecánico a fines del siglo XVIII, las maneras imprecisas y variables de medir el tiempo siempre vinculaban con el lugar: era imposible decir la hora del día sin hacer referencia a ciertos marcadores espaciales; es decir, el "cuándo" estaba casi universalmente conectado con el "dónde"; hasta que se uniformó la medición del tiempo por medio del reloj, el tiempo estuvo conectado con el espacio y con el lugar y esto coincide con la expansión y consolidación de la modernidad en el siglo XX. El uso del reloj "expresaba una dimensión uniforme del tiempo 'vacío' cuantificado de manera tal que permitía la designación precisa de 'zonas' del día, como por ejemplo de la jornada de trabajo".13

La existencia de ese tiempo vacío, propiciado por el reloj, es condición para la aparición de un espacio vacío, que puede comprenderse por la separación entre espacio y lugar, entendido éste como el escenario físico de la actividad social. En las sociedades anteriores a la modernidad, espacio y lugar coinciden en la medida en que las dimensiones espaciales de la vida social estaban determinadas por la presencia; es decir, las actividades estaban localizadas: la modernidad, por el contrario, separa el espacio del lugar y fomenta las relaciones entre otros "ausentes", localmente distantes de la interacción cara a cara; es decir, el lugar se hace cada vez más fantasmagórico pues es penetrado y moldeado por influencias sociales distantes.

El carácter dinámico de la época moderna se debe a la separación entre el espacio y el tiempo y a su formación en dimensiones estandarizadas "vacías" las cuales cortan las conexiones entre la actividad social y su inserción en las particularidades del contexto de presencia. Las instituciones modernas aumentan la distancia entre tiempo y espacio. Esa separación proporciona los mecanismos de engranaje para la organización racionalizada, rasgo distintivo de la moderna vida social. Las organizaciones de la sociedad (donde se incluyen los estados modernos) tienen un efecto transformador pues pueden conectar lo local y lo global y con eso afectan la vida de grandes grupos de personas. Además, la historicidad asociada con la modernidad depende de ciertos modos de inserción en el espacio y en el tiempo que no existían en épocas anteriores.

El espacio y el tiempo no son solamente temas de constante especulación filosófica, científica o del sentido común sino que también, dada su estrecha relación con la construcción de la noción de lugar, el tiempo y el espacio son factores fundamentales en la definición que individuos y colectividades hacen de ellos mismos. No sorprende entonces que tales conceptos se encuentren en el núcleo mismo de las discusiones acerca de la identidad. Cuando se habla de identidad,

se trata de quiénes somos y de dónde venimos. Como tal, constituye el trasfondo en el que nuestros gustos y deseos, y opiniones y aspiraciones, cobran sentido. Si algunas de las cosas a las que doy más valor me son accesibles sólo en relación a la persona que amo, entonces esa persona se convierte en algo interior a mi identidad.14

El mismo autor dice que la cuestión de la identidad está asociada con los espacios que habitamos, a los cuales asignamos significado; son los lugares con los que nos identificamos:

Defino quien soy al definir desde dónde hablo, en el árbol familiar, en el espacio social, en la geografía de los status sociales y funciones, en mi íntima relación con los que amo, y también crucialmente dentro de los cuales defino y vivo mis más importantes relaciones.15

Mientras algunos críticos de la sociedad, como el citado Giddens o Foucault, reconocen como primaria la noción de espacio para la experiencia y la acción, otros estudiosos, sobre todo los geógrafos, ponen más énfasis en la noción de lugar; en general, se mantienen más alejados de la de espacio o las relaciones espaciales y se inclinan por la asociación de lugares. De hecho, ellos invierten la concepción común entre las ciencias humanas de pensar el espacio como un lugar al cual se ha asociado un o unos significados. En ese sentido, tratan de entender la espacialidad de la vida social en el contexto de los diferentes lugares y cómo, desde allí, aparece la noción de identidad: no son los espacios los que dan identidad sino los lugares. Según se sugiere en un estudio de la identidad desde la perspectiva del lugar, se produce o genera una identidad cuando las personas se comprometen en la construcción de éste, es decir en la forma en que los seres humanos transforman los lugares en que se encuentran en lugares en los que viven.16 El lugar se construye dentro de realidades particulares, socialmente construidas y en escalas espaciales diferentes: espacio de alojamiento, espacio de la comunidad y espacio de la nación.

De acuerdo con estas consideraciones, la primera pregunta que cada uno se plantea no es la de quién soy sino la de dónde estoy, y sólo a partir de ésta se puede plantear aquélla. En este paso del dónde estoy al quién soy se encuentran marcos de referencia que posibilitan el apego al lugar que crean fronteras de diversos tipos, las cuales dibujan territorios que se vuelven indispensables para la supervivencia física y psíquica. La fortaleza o vulnerabilidad de las fronteras que separan el grupo del "nosotros" del grupo de "los otros" es la condición para dicha supervivencia. Las diferentes fronteras, sean socioeconómicas, geopolíticas o psicológicas, desempeñan un importante papel en la construcción de la identidad pues representan fuerzas estructurales opuestas, ya que, por un lado, dan unidad a un país pero, por el otro, lo impulsan en diferentes direcciones; aun cuando tales fuerzas son contradictorias, son las responsables por la creación de un país.17 Lugar e identidad son interdependientes y ambos se definen por fronteras.

Así, pues, la construcción del lugar y la construcción de la identidad están relacionadas, y esa asociación produce el territorio; por tanto, el espacio y el comportamiento se fundamentan en la territorialidad. Esta noción, entendida como la expresión geográfica básica, es la que eslabona la sociedad, el espacio y el tiempo. El territorio, que es una construcción social, siempre posee límites, fronteras, que pueden ser ya sea sociales, económicas, geográficas, religiosas, étnicas, etc. Northrop Frye, uno de los mayores estudiosos de la cultura canadiense, investigó también las cuestiones relativas a la identidad de ese país y una de sus conclusiones es que, en un país tan grande y diverso, la identidad no se refiere tanto a lo nacional como a lo regional: "la identidad es local y regional, enraizada en la imaginación y en palabras de cultura; la unidad es nacional en referencia, internacional en perspectiva, y con raíces en el sentimiento político".18 Es Frye quien plantea que la tensión entre unidad nacional e identidad regional hace que la cuestión importante para los canadienses no sea "¿quién soy?" sino más bien ¿"dónde es aquí?", y esa pregunta da dimensión geográfica a la cuestión de la identidad canadiense, anclada en la experiencia territorial.

Sólo para la modernidad la cuestión de la identidad es un problema, ya que en las sociedades tradicionales este problema prácticamente no existe, en particular el de la identidad individual; como Taylor lo ha hecho ver, en esas sociedades, los individuos, al menos la gran mayoría, se pensaban como miembros de un grupo; dice Taylor que la palabra misma identidad es un anacronismo en las culturas premodernas.19 No solamente en lo privado sino también en lo público, la identidad se relaciona principalmente con las filiaciones: la identidad dependía del lugar atribuido a cada individuo sea por su nacimiento, su linaje o su grupo. Es fácil entender por qué la cuestión de la identidad aparece como una reacción a la disolución de las redes sociales y la desaparición de los puntos de referencia tradicionales que vienen junto con la modernidad; además, está directamente relacionada con la emergencia de la noción de individuo en el mundo occidental.

En síntesis, la cuestión de la identidad es definitivamente un fenómeno moderno; se desarrolló en el Siglo de las Luces, sostenida por el individualismo burgués originado en la valoración cristiana del alma, en el racionalismo de Descartes, en el privilegio de la vida ordinaria y de la esfera privada, y finalmente en la teoría de Locke, que favorece el albedrío individual sobre las obligaciones sociales.

No nos es posible, por diversas razones, continuar el argumento ni pretender agotarlo dentro de los estrechos límites de esta introducción. A pesar de que todos los artículos que aparecen a continuación se inscriben en el territorio que tradicionalmente se reconoce como el de la significación, pensamos que el problema de las relaciones entre el espacio y la significación rebasa ese marco tradicional que se reconoce como el de la semiótica para atravesar el conjunto de las ciencias humanas y compartir terrenos con las ciencias físicas.

 

Notas

1 David Harvey, Urbanismo social, México, Siglo XXI, 1973, p. 5.         [ Links ]

2 Alain Lipietz, El capital y su espacio, México, Siglo XXI, 1979, p. 18.         [ Links ]

3 Louis Althusser, Para leer El capital, México, Siglo XXI, 1974, pp. 107 y 110.         [ Links ]

4 Platón, Oeuvres complètes, t. X, Timée–Critias, trad. A. Rivaud, París, Societéd'Édition "Les BellesLettres", 1970, 52d.         [ Links ]

5 Ibid., 52b.

6 Pierre Bourdieu, Langage et pouvoir symbolique, París, Points, 2001.         [ Links ] El concepto de espacio social fue inicialmente postulado por Georg Simmel (Sociología, Madrid, Alianza Editorial, 1986, pp. 643–740, publicado originalmente en 1908) y utilizado posteriormente por Raymond Ledrut (L'espace social de la ville, París, Anthropos, 1968).

7 No obstante, el modo particular como la conciencia asume la realidad espacial tiene una influencia decisiva en la configuración de esa realidad; de allí que ese proceso, que no puede sino considerarse como un factor de autorrealización, puede ser también un factor de alienación.

8 Gillo Dorfles, Del significado a las opciones, Barcelona, Lumen, p. 236.         [ Links ]

9 Giulio Carlo Argan, El concepto de espacio arquitectónico desde el barroco a nuestros días, Buenos Aires, Nueva Visión, 1980, p. 13.         [ Links ]

10 Cfr., Michel Serres, Los orígenes de la geometría, México, Siglo XXI, 1996.         [ Links ]

11 Cfr., César González Ochoa, La polis. Ensayo sobre el concepto de ciudad en Grecia antigua, México, UNAM, 2004.         [ Links ]

12 Anthony Giddens, The Consequences of Modernity, Londres, Polity Press, 1991.         [ Links ]

13 Ibid., p. 21.

14 Charles Taylor, La ética de la autenticidad, Barcelona, Paidós, 2002, p. 70.         [ Links ]

15 Charles Taylor, The Sources of the Self: the Making of the Modern Identity, Cambridge, Harvard University Press, 1989, p. 35.         [ Links ]

16 L. Schneekloth y R. Shibley, Placemaking: the Art and Practice of Building Communities, Nueva York, John Wiley, 1995.         [ Links ]

17 Randy William Widdis, "Borders, borderlands and canadian identity: a canadian perspective", International Journal of Canadian Studies / Revue international d'études canadiennes 15, 1997.         [ Links ]

18 Northrop Frye, The Bush Garden: Essays on the Canadian Imagination, Toronto, Anansi, 1971.         [ Links ]

19 Charles Taylor, The Sources..., op. cit., p. 65.

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