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versão On-line ISSN 2594-0619versão impressa ISSN 1665-1200

Tóp. Sem  no.23 Puebla Jun. 2010

 

La antropología y el sentido*

 

The Anthropology of Meaning

 

Miguel Costilla

 

Profesor de la Facultad de Humanidades de la Universidad Nacional de Salta, Avenida Bolivia 51560, Salta, Argentina. Teléfono: (+ 54) 0387 425 5458. Correo electrónico: migleocos@gmail.com

 

Resumen

En el presente trabajo se trata el problema del símbolo y de su sentido en la antropología simbólica. Puesto que ésta no conforma una unidad disciplinaria, se toman tres autores, quienes han conformado perspectivas típicas respecto de este problema: Claude Lévi–Strauss, con una visión que enfatiza el carácter cognitivo del simbolismo; Clifford Geertz, quien ha defendido la relación entre símbolo y experiencia; y Mary Douglas, quien pone el acento en la relación entre símbolo y sociedad. Propondré que los tres abordajes encuentran un punto de cruce en una noción de símbolo centrada en la exploración del carácter concreto de las formas de comunicación y de aprehensión de la realidad opuestas a las formas científicas caracterizadas por la utilización de conceptos abstractos especializados. De acuerdo con esto, las teorías expuestas pueden ser entendidas en términos de las dimensiones de ese sentido concreto que caracterizaría al símbolo. A partir de los trabajos de James Fernández y de Víctor Turner intentaré precisar algunas de las características del sentido simbólico.

 

Abstract

In this work we treat the problem of symbol and its meaning in symbolic anthropology. Since that this does not make up a disciplinary unit, we take three authors who have formed typical perspectives with respect to this problem: Claude Lévi–Strauss, with a vision the emphasizes the cognitive character of symbolism, Clifford Geertz, who has defended the relationship between symbol and experience, and Mary Douglas who accents the relationship between symbol and society. I will propose that the three approaches find a common point in the notion of the symbol centered on the exploration of the concrete character of the forms of communication and the grasp of reality, which are the opposite of the scientific forms characterized by the use of specialized abstract concepts. According to this, the theories given can be understood in terms of the dimensions of that concrete meaning that would characterize the symbol. Starting from the works of James Fernández and Victor Turner I will attempt to specify some of the characteristics of symbolic meaning.

 

Résumé

Ce travail abordera le problème du symbole et de son sens dans l'anthropologie symbolique. Etant donné que celle–ci n'est pas une unité disciplinaire, nous avons choisi trois auteurs ayant établi des perspectives typiques de ce problème : Claude Lévi–Strauss, avec une vision qui renforce le caractère cognitif du symbolisme ; Clifford Geertz qui a défendu la relation entre symbole et expérience ; et Mary Douglas qui met l'accent sur la relation entre symbole et société. Nous proposerons que les trois rapprochements se rencontrent à un point d'intersection sur la notion du symbole, centrée sur l'exploration du caractère concret des formes de communication et d'appréhension de la réalité, opposées aux formes scientifiques caractérisées par l'utilisation de concepts abstraits spécialisés. Selon ce qui précède, les théories présentées peuvent être comprises en termes de dimensions de ce sens concret qui caractériserait le symbole. A partir des travaux de James Fernández et de Victor Turner, nous essaierons de préciser quelques–unes des caractéristiques du sens symbolique.

 

Introducción

Cuando entre colegas de diferentes disciplinas discutimos sobre los trabajos que realizamos, creo que nos sorprendemos mutuamente respecto de las diferentes posiciones que las ciencias sociales y las ciencias del lenguaje asumen acerca del sentido y de cómo éste se conforma. En principio, durante buena parte de la historia de la disciplina, la antropología ha hecho una presunción en lo concerniente al sentido. Para la antropología, podríamos decir, que el sentido se objetiva en símbolos. Al hacer semejante afirmación indicamos un punto en el que convergen las más diversas prácticas y productos: el lenguaje, el ritual, el conocimiento folk, el arte, etc. son todos ellos prácticas y productos que la antropología llama simbólicos. Ahora, ¿qué significa aquí simbólico?

Tomo una definición de símbolo: "es la dimensión que adquiere cualquier objeto (artificial o natural) cuando éste puede evocar una realidad que no es inmediatamente inherente" (Carretero, 1996: 2). Observemos de paso que el símbolo no representa necesariamente una materia especial (lingüística o de otro tipo) sino una dimensión que, en principio, puede pertenecer a cualquier objeto sea éste natural o manufacturado, o a cualquier comportamiento. En realidad la antropología no toma como objetos a los símbolos sino a las prácticas y a las obras a las que llama simbólicas. Volveremos más adelante sobre esto, por ahora nos acercaremos a otro aspecto de la definición: "la representación de una realidad". Si somos cuidadosos tenemos que distinguir aquí dos funciones, dos conjuntos de relaciones comprendidas por la noción de símbolo (Ducrot y Todorov, 1983). En primer término, podemos entender el símbolo como una relación de referencia entre el signo y la realidad, de modo que, de un concepto, es posible indicar si éste es verdadero o falso; en segundo término, podemos asumir que el signo produce imágenes mentales en los usuarios de tal suerte que, en la mente de los agentes, los signos se vinculan entre ellos por relaciones tales como el parecido y la contigüidad; así pues, podemos hablar de relaciones de representación. En cualquiera de los dos casos, el símbolo encuentra su lógica en una articulación con el mundo de los usuarios: sea su mundo empírico o sea su mundo imaginado.

Pero esta noción es solamente un punto de partida. Creo que no es excesivamente polémico decir que en el caso de la antropología ese simbolismo es, parafraseando a Dan Sperber (1988), el sentido menos lo racional–instrumental: ritual, mito, arte, magia e incluso elementos del lenguaje tales como las taxonomías (en tanto se alejan de las taxonomías científicas) han permitido a algunos antropólogos construir el dominio de la cultura (al menos parcialmente) como dominio del simbolismo.

El simbolismo toma como su punto de partida, como definición preliminar que permite reconocerlo en un trabajo de campo etnográfico, al conjunto de productos y comportamientos que se encuentran más allá de la racionalidad que Max Weber llamaba con arreglo a fines.1

Beattie, hablando de la conducta, indicaba que la única manera de identificar el elemento simbólico de la cultura es la distinción entre la actividad instrumental, que se dirige a realizar un estado de cosas deseado y la actividad expresiva no orientada a un fin, sino a decir, a expresar una idea o un estado de ánimo. De acuerdo con esto, las prácticas llamadas simbólicas no pueden ser consideradas instrumentales en su intención. La magia, por ejemplo, no es una ciencia errónea, como se pensaba a comienzos del siglo XX, más bien debemos considerar aquello que la magia dice, la articulación de elementos de muy diverso orden que la conforman; y sus efectos, más que sus objetivos (John Beattie, cit. en Cantón, 2009: 191; Leach, 1978). Pero tal vez el problema sea más profundo que esto, porque si los símbolos dicen, si expresan, o si representan, los contenidos de sentido manifestados de ese modo no son comprendidos por el antropólogo. Así las cosas, parece más preciso indicar que el antropólogo presume un decir, presume un sentido transmitido, a partir de aquello que aparentemente carece de razón: no sólo se trata entonces de que en el símbolo se reúnan todos aquellos objetos y prácticas no utilitarios, sino también aparentemente irracionales.

Por lo mismo, esta diferencia entre expresión e instrumentalidad, entre una dimensión de la acción que dice y otra dimensión orientada a los resultados prácticos, no se encuentra necesariamente en el objeto, sino en la mirada etnográfica. Ernst Cassirer propuso que lo simbólico es una manera, específicamente humana, de adaptación al ambiente, una función que da sentido a la diversidad de las apariencias sensibles. El símbolo es una invención humana que mediatiza nuestra relación con la realidad creando una nueva realidad (Cassirer, 1968). Más tarde Paul Ricoeur criticó esta identificación de lo simbólico con el común denominador a todas las maneras de objetivar, de dar sentido a la realidad. Proponía en su lugar llamar simbólico

a las expresiones de doble o múltiple sentido cuya textura semántica es correlativa del trabajo de interpretación que hace explícito su segundo sentido o sus sentidos múltiples (Ricoeur, 1990: 15).

No es mi interés criticar estas perspectivas. De hecho, han sido extremadamente importantes en el desarrollo de lo que es una perspectiva antropológica acerca del símbolo. Simplemente insisto en que para la antropología la primera operación acerca de lo simbólico es una experiencia de irracionalidad. Lo simbólico es lo llamado tal en el curso de una experiencia etnográfica. Lo llamado simbólico, pues, no pertenece al objeto, discurso, práctica sino a la perplejidad del etnógrafo. En ese sentido podemos concederle a Ricoeur que es una textura semántica correlativa de un trabajo de interpretación. Entonces, lo ambiguo, el múltiple sentido, o la irracionalidad, no pertenecen a los agentes sociales que sufren el verse estudiados por un antropólogo. Pertenecen a este último.

Sin embargo, hay un aspecto que puede ser atribuido al objeto: la perplejidad del etnógrafo encuentra su raíz no en el hecho puro y simple de una irracionalidad sino en la naturaleza colectiva de ésta; esta irracionalidad no se predica de un agente aislado sino de un colectivo que pertenece a la especie humana. Y con esto no me refiero únicamente al hecho de que sea compartida sino que, de algún modo compromete al colectivo, lo involucra, porque involucra a cada agente.

Ahora bien, si el simbolismo se reconoce por ese carácter de irracionalidad aparente en el que se reúnen el mito, el ritual, las imágenes sagradas, los emblemas colectivos, la ideología... lo que sea su sentido es algo que está abierto a una discusión muy amplia. Para algunos el sentido es sólo aquello que dicen los agentes sobre él, la exégesis que sobre los símbolos hacen los propios usuarios. Para otros el sentido del símbolo queda más allá de los agentes, y se identifica con la inferencia que realiza el antropólogo, sea porque expresa las especificidades de los colectivos, sea porque toma la forma de un conjunto de operaciones inconscientes sobre componentes relativamente definidos. En ambos casos parece ser pertinente la observación de Lévi–Strauss respecto de que significar alude a la posibilidad de que cualquier tipo de información sea traducida en un lenguaje diferente, a un nivel diferente:

No fim de contas, esta tradução é a que se espera de um dicionário —o significado da palavra em outras palavras que, a um nível ligeiramente diferente, são isomórficas relativamente à palavra ou à expressão que se pretende perceber (Lévi–Strauss, 1987: 15).

Me interesa tener en cuenta, en lo que sigue, tres posibilidades respecto de lo que podemos llamar simbolismo y sentido del simbolismo. Estas posibilidades no son exhaustivas, pero son aproximadamente representativas de las respuestas dadas por la antropología moderna y, no obstante sus divergencias, pueden ser reunidas (lo que haré en las conclusiones de este trabajo) en una problemática común de la que parten los desarrollos más contemporáneos.

1. En la primera perspectiva no hablaremos tanto de símbolo como de simbolismo, entendido como un proceso específico de conocimiento que guarda una distancia con las formas lógicas, racionales, o científicas de conocer el mundo. Tomo aquí a Lévi–Strauss y la función simbólica del mito y del ritual cuya especificidad descansa en una materia sobre la que se ejercen operaciones que son siempre las mismas porque pertenecen al género humano.

2. En la segunda perspectiva, que es la de Clifford Geertz, hablaremos de símbolos, y de un sentido que no es tanto una operación de la mente humana —aunque las consideraciones al respecto no estén por completo ausentes— sino una relación compleja mantenida con la acción social. La semántica del símbolo y el sentido de la acción conformarán la cultura en lo que tiene de particular.

3. El simbolismo, en la tercera perspectiva, no se identifica con el entendimiento humano, aunque remita a las formas de conocimiento. No está ausente tampoco la relación entre símbolo y acción, pero lo que importa aquí es que el primero es el vehículo de las normas sociales que regulan la segunda al regular la organización del mundo; el simbolismo es aquí el componente de formas, de órdenes, de conocimiento y de comunicación que mediatizan las normas sociales.

 

1. Lévi–Strauss: el pensamiento de los mitos a través de los hombres

Lévi–Strauss intenta, en sus propias palabras, "un inventario de los reductos mentales", una suerte de geografía de las condiciones intelectuales de toda experiencia humana. El etnólogo parte de la observación empírica de los entendimientos colectivos divergentes de las formas de pensamiento propias de su sociedad, formas que se encuentran objetivadas en los sistemas concretos de representaciones. A partir de allí avanza operaciones de traducción de esos sistemas al suyo propio que le descubren imposiciones fundamentales y comunes. Esas operaciones de traducción se hallan conformadas por el

sistema de los axiomas y postulados que definen el mejor código posible capaz de dar una significación común a elaboraciones inconscientes debidas a mentalidades, sociedades y culturas elegidas entre las separadas por distancias mayores (Lévi–Strauss, 1978: 21).

Así pues, se trata de una investigación sobre nuestro particular modo de conocer, nacido de la constitución de la mente humana. Al respecto, al menos dos características de la mente son importantes de tener en cuenta en este proyecto.

En primer término, la mente humana es productiva, imprime cierta codificación a los datos que provienen de la naturaleza a través de la sensibilidad; y la sensibilidad misma es ya una operación intelectual cuyas reglas provienen en parte de la herencia y en parte del medio cultural. En otros términos, los datos perceptibles están codificados por el sistema nervioso central y porque son elementos del lenguaje; finalmente esos datos sensibles son reunidos en aquellos elementos con los que las sociedades preliterarias han clasificado el mundo; son esos elementos, esas categorías empíricas, las que podemos aquí llamar símbolos, aunque Lévi–Strauss no usa ese término. En El pensamiento salvaje recibirán el nombre de signos; para evitar ambigüedades los llamaremos signos–imágenes, que organizan el mundo en términos de una lógica basada sobre todo en criterios estéticos, "una explotación reflexiva del mundo sensible en cuanto sensible" (1984: 35):

La imagen está fijada, ligada al acto de conciencia que la acompaña; pero el signo y la imagen que se ha tornado significante, si carecen todavía de comprensión, es decir de relaciones simultáneas y teóricamente ilimitadas con otros seres del mismo tipo —lo que es privilegio del concepto— son ya permutables, es decir, pueden mantener relaciones sucesivas con otros seres, aunque en número limitado y [...] a condición de formar parte de un sistema (Lévi–Strauss, 1984: 41).

Esta manera de operar de la mente humana a través de reorganizaciones de elementos del lenguaje que son signos imágenes (categorías empíricas tales como lo crudo, lo cocido, lo fresco y lo podrido) nos lleva a su otra característica, a través de las cuales las categorías empíricas se conforman en herramientas abstractas, encadenadas en proposiciones (Lévi–Strauss, 1978: 11).

La mente humana —y esta es su segunda característica importante— es autónoma, se justifica ella misma sin el recurso a ninguna otra dimensión de la realidad, ni a la de las instituciones sociales a cuyas exigencias respondería (1978: 19) ni tampoco a las de la realidad natural que harían del orden que la mente produce un pasivo registro fotográfico (1976: 621). Al respecto, de entre todos los objetos de los que se ocupa la etnología, es en el mito donde las condiciones del entendimiento se revelan, en tanto en ellos la mente dialoga consigo misma, sin ninguna otra referencia que la arquitectura del espíritu que los elabora.

Al fin y al cabo —aseveración que Lévi–Strauss sostenía en su artículo de 1955— los mitos se encuentran "liberados" de la cultura por lo menos en el sentido de que

[...] el valor de la fórmula traduttore traditore tiende prácticamente a cero. En ese sentido, el lugar que ocupa el mito en la escala de los modos de expresión lingüística es el opuesto a la poesía, pese a lo que haya podido decirse para aproximar uno a la otra [...]. El valor del mito como mito [...] persiste a despecho de la peor traducción. Sea cual fuere nuestra ignorancia de la lengua y de la cultura de una población donde se lo ha recogido, un mito es percibido como mito por cualquier lector, en el mundo entero (1995: 233).

El mito es una pura realidad semántica, desprendido de su soporte lingüístico, por lo menos por comparación respecto del habla cotidiana.

Así pues, el hecho de que la mente humana sea productiva, que los datos sensibles se codifiquen en una operación intelectual, se revela en las clasificaciones empíricas en tanto hechos del lenguaje. Por su parte, el mito, construcción discursiva despojada de toda referencia práctica, muestra la autonomía de la mente. A la vez, tanto las clasificaciones como los mitos demuestran que los pueblos sin escritura, en su reflexión están movidos por un deseo de comprender el mundo, natural y social en el que se desenvuelven. La productividad y la autonomía de la mente son movimientos del espíritu desinteresado de cualquier consideración práctica utilitaria: pensar es pensar desinteresadamente, de manera similar a la de la ciencia, sólo que por otros medios y con un objetivo más ambicioso: el pensamiento mítico es totalizante, si no se puede comprender todo no se puede explicar cosa alguna (Lévi–Strauss, 1984). Finalmente, la organización que el pensamiento impone al mundo establece relaciones lógicas entre las discontinuidades que el mismo pensamiento produce; los razonamientos míticos exploran las relaciones entre los elementos clasificados, a través de las propiedades inteligibles que son añadidas al mundo sensible (natural y social) por el hecho de la clasificación.

Sin embargo, la constitución del espíritu no pertenece sólo al orden del pensamiento. Lévi–Strauss insistirá en una doble coacción de la naturaleza humana: pensar y vivir (Lévi–Strauss, 1976). Si pensamos, en tanto que especie, en términos del desarrollo de las contradicciones, oposiciones, discontinuidades producidas por la actividad del entendimiento que organiza y reorganiza los componentes del mundo, debemos reconocer que también vivimos en términos de la experiencia de un flujo vital que se quiere continuo. El simbolismo, entonces, se desenvuelve entre el orden del pensamiento, de la generación de discontinuidades organizantes y organizadas, y la conformación de la continuidad de la experiencia vivida (Pérez Cortés, 1991). El primer movimiento corresponde al mito; el segundo, al ritual.

El entendimiento medita sobre las antinomias básicas provocadas por el mismo funcionamiento del intelecto. En efecto, para Lévi–Strauss el entendimiento por su misma naturaleza produce cortes y rupturas en el mundo vivido; su actividad es analítica, a través de sus operaciones segmenta, establece contrastes y categorías, a la vez que opera laboriosamente nexos y articulaciones entre esas discontinuidades.

En el intento humano de aprehensión de esas discontinuidades se encuentra la emoción. De allí la risa y la angustia, ambas efectos particulares de la operación de la función simbólica en relación con discontinuidades que son experimentadas. La primera, al lograr de un golpe una articulación entre campos semánticos cuya reunión parecía exigir un esfuerzo mucho mayor; la segunda, al fallar en esa reunión, no obstante los intentos esforzados de una función simbólica llevada a su límite. En el primer caso, la energía para la aprehensión de una discontinuidad que se esperaba como costosa y que es captada de inmediato, en el chiste o en la adivinanza graciosa, es descargada directamente sobre el cuerpo en forma de risa. Lo contrario sucede en el caso de la angustia: es la energía de la función simbólica la que se agota al intentar una mediación pensada como imposible y sin embargo exigida como urgente (Lévi–Strauss, 1976).

El ritual ocupa una posición respecto del mito, similar a la que la emoción mantiene con el pensamiento. Para poder definir su especificidad es necesario construir una suerte de objeto puro, un ritual que se oponga al lenguaje como herramienta de conocimiento sobre el mundo —del mismo modo que el objeto "mito" está despojado de las condiciones de su enunciación. Este objeto está conformado por actos, objetos y palabras, estas últimas reducidas sólo a su calidad de actos para los cuales la pregunta acerca de qué es lo que se dice ha sido reemplazada por cómo se dice (Lévi–Strauss, 1976).

Para Lévi–Strauss, el ritual condensa, de manera concreta y unitaria, procedimientos que sin ellos habrían sido discursivos. Los objetos manipulados y los gestos que realiza son recursos que el ritual se otorga para evitar una expresión analítica. En vez de esto, las operaciones rituales son de naturaleza sintética. Gestos, objetos y palabras son articulados a través de dos procedimientos: fragmentación y repetición. Respecto del primero, en el interior de la clase de gestos y de los tipos de objetos, el ritual distingue hasta el infinito y atribuye valores discriminadores a los más mínimos matices. No se interesa por nada en general, sino que por el contrario, vuelve sutil las variedades y sub–variedades de todas las taxonomías. Respecto del segundo, el ritual se entrega a un derroche de repeticiones, reproduce hasta que se pierde de vista un mismo enunciado. Estos dos procedimientos sólo son opuestos en apariencia: la fragmentación al crear diferencias casi infinitesimales tiende a confundirse en una casi identidad y, por lo tanto, se acerca a la repetición (Lévi–Strauss, 1976).

Así considerado, mito y ritual son dos modos complementarios en los que la función simbólica se ejerce: la separación impuesta a lo vivido por el mito debe ser restablecida para que la vida sea comprendida tal como se nos presenta, en un flujo continuo y sin fallas; es aquí donde la función simbólica debe reconstruir la unidad dañada por el entendimiento y colmar lo que aparece en todo caso como una angustia: la necesaria resistencia que la vida ofrece al pensamiento:

Esta ansiedad atañe entonces al temor de que las divisiones operadas en lo real por el pensamiento discreto con vías a conceptualizarlo no permitan ya regresar a la continuidad de lo vivido... porque resulta que lo pensado, por el hecho puro de ser pensado, abre una separación creciente entre el intelecto y la vida. El ritual no es una reacción al intelecto y la vida, es una reacción a lo que el pensamiento ha hecho de ella; no responde directamente ni al mundo, ni a la experiencia del mundo; responde cómo el hombre piensa el mundo. Lo que en definitiva se trata de superar no es la resistencia del mundo al hombre sino la resistencia al hombre de su pensamiento (Lévi–Strauss, 1976: 615).

 

2. Clifford Geertz: el símbolo en la experiencia

En el caso de Clifford Geertz, no se trata tanto de hablar de simbolización como de símbolo, y éste no es tanto un vehículo de sentidos múltiples, como de sentido, o de sentidos consistentes. Veamos esto más detenidamente: la acción social supone que el mundo en el que actuamos es relativamente coherente; que tenemos cosas en común con un colectivo de personas a las que no conocemos (condición que asegura la complementariedad de expectativas en la acción social) y cosas que nos separan de otros colectivos de personas (que esperamos que actúen de manera diferente e incluso inadecuada). Ahora bien, si estas condiciones no son meras ilusiones, debe haber algo, digamos un orden, que afecte tanto a la acción como al mundo; que asegure tanto la coherencia del mundo como la consistencia entre mundo y acción (Parsons, 1949; Kuper, 2001). A la vez, ese orden debe encontrarse como fundamento del carácter peculiar, distintivo —local, diría Geertz—, del mundo y de la acción que en él se desarrolla. El sentido de la acción humana, entonces, debe articularse tanto con la estabilidad de las relaciones sociales como con el hecho de que la condición humana es cultural y por lo tanto enormemente variada (Geertz, 1987c).

Pero para entender el sentido de la acción en los términos arriba expuestos es necesario considerarla como un texto. Esto significa —indica Geertz, tomando la perspectiva de Paul Ricoeur— oponer el acontecimiento del decir, a su inscripción como algo dicho; es a través de la atención que presta a lo dicho que el etnógrafo sale de los límites de la situación: "El etnógrafo —escribe Geertz— "inscribe" discursos sociales. Los pone por escrito y al hacerlo se aparta del hecho pasajero que existe sólo en el momento en que se da y pasa a una relación de ese hecho que existe en sus inscripciones y que puede volver a ser consultada" (Geertz, 1987d: 31).

Desde el punto de vista de la hermenéutica de Ricoeur, que la acción sea un texto, inscriba su sentido como texto, significa que el sentido se ha proyectado más allá de los límites de la situación y se ha colocado en el plano de la historia, abriendo, por lo tanto, el universo de las interpretaciones posibles. Lo que se "textualiza" de la acción es su contenido proposicional y las relaciones que la conforman (formulables, por ejemplo, en términos de las reglas constitutivas de Searle) en tanto ambas son irreductibles a las intenciones de los actores (Ricoeur, 1986).

Sin embargo, ésta no es la única manera posible en que aquella inscripción se realice, pues también puede ser sincrónica, y ya no histórica, sólo que en este caso el mundo se clausura en sus interpretaciones potenciales: las relaciones constitutivas de los tipos de acción y el contenido proposicional deben encontrarse respaldados por algo que permita su proyección más allá del hic et nunc de las situaciones particulares. Ése es el papel del símbolo.

Refiriéndose a las religiones universales, Geertz señala:

Cualesquiera que sean las fuentes más profundas de la fe de un hombre o de un grupo de hombres, es indiscutible que ésta se sostiene en este mundo mediante formas simbólicas y construcciones sociales. Lo que una religión dada es —en su contenido específico— se halla corporeizado en las imágenes y metáforas que usan sus fieles para caracterizar la realidad; como dijo en su momento Kenneth Burke, hay una gran diferencia entre concebir la vida como un sueño, un peregrinaje, un laberinto o un carnaval. Pero semejante discurrir de una religión —su recorrido histórico— descansa a su vez sobre las instituciones que permiten que estas imágenes y metáforas sean asequibles para los que las emplean de tal modo (Geertz, 1994c: 18–19).

Contenidos corporeizados que definen la realidad en términos vitales e instituciones que toman a su cargo la accesibilidad de los símbolos son los que conforman la posibilidad de inscripción textual de la acción social.

¿Qué significa que los símbolos vehiculen ideas o, si se quiere, un contenido similar a lo que Ricoeur llamaba el contenido proposicional? Como vehículos de conceptos, los símbolos conforman sistemas o conjuntos relativamente sistemáticos, institucionalmente codificados (códigos legales, sistemas de denominación, obras, doctrinas religiosas) que circulan en los espacios que conforman la vida pública. La cultura precisa de las instituciones en ese doble sentido, como orden del universo, del tiempo, de la autoridad, etc. y como contextos relacionales (el mercado, las asociaciones religiosas o seculares, la asamblea de un pueblo) en donde los símbolos circulen, sean utilizados y exhibidos por los actores. De acuerdo con ello, en su existencia concreta, los símbolos conforman las zonas definidas y regladas de los colectivos humanos. Sin embargo, es necesario matizar lo anterior.

Cualquier sociedad compleja abarca colectivos heterogéneos y, sin embargo, esa heterogeneidad no da lugar a una dispersión. Podríamos decir que a cada diferencia colectivamente pertinente le corresponden símbolos que por su similitud temática forman parte del mismo sistema: los símbolos son integradores, entonces, no por su nivel de abstracción o de generalidad, sino por la atención social a las diferencias.2

Pero el contenido vehiculado, hecho accesible públicamente por los símbolos no se entiende únicamente como ideas, sino también como patrones de conducta, como modelos de comportamiento (Geertz, 1987c; 1987b), así que es necesario conceptualizar la relación entre estas dos formas de definir aquello que los símbolos vehiculan como contenido.

Muy esquemáticamente, podríamos decir que los símbolos son construcciones institucionales dotadas de autoridad y, por lo tanto, pueden expresar en términos de ideas o conceptos, religiosos, ideológicos o de sentido común, concepciones que van en la misma dirección (práctica, estética, existencial, ética) que las intenciones, las motivaciones y los estados anímicos de los agentes. De este modo los símbolos explicitan, y, en ese sentido, la exposición de los actores a ellos es parte de la incorporación de modelos de conducta. Y viceversa: esas construcciones institucionales encuentran su validación en las intenciones de los agentes, en sus motivaciones y estados de ánimo. Experiencia explicitada por los símbolos, símbolos validados por la experiencia, el sentido de los símbolos como orientación y objetivación de la acción social depende de ambos procesos (Geertz, 1994a; 1987b).

En La religión como sistema cultural (1987a) la relación compleja entre acción y sentido aparece en términos de la relación recíproca que, a través de los símbolos sagrados, mantienen el ethos y la cosmovisión. En los símbolos religiosos (sean obras, prácticas o discursos) el ethos deviene en "algo intelectualmente razonable [...] puesto que es representado como un estilo de vida consistente con el estado de cosas descrito en la cosmovisión". A la vez, la cosmovisión se hace "emocionalmente convincente" por esa misma consistencia con el estilo de vida representante del ethos. Las acciones humanas, como estilos de vida, son proyectadas al plano cósmico, a la vez que la representación del cosmos es colocada en la experiencia humana, "y así cada instancia se sostiene con la autoridad tomada de la otra" (Geertz, 1984a: 89).

En estas dos direcciones los símbolos expresan un orden compartido, o menos ambicioso que eso, una atmósfera del mundo común a un colectivo humano. Atmósfera sólo imprecisamente explicitable (de allí que el contenido proposicional de la inscripción textual se encuentre siempre en defecto respecto de las exigencias de la descripción) de acuerdo con esos dos componentes; de un lado los conceptos y del otro los estados subjetivos vinculados a ellos. Pero además, deben ser, digamos, eficaces modeladores de las experiencias allí donde surgen problemas de significación, sea en relación con el mundo empírico y los hechos inexplicados, sea en la relación de los actores con el sufrimiento, o, finalmente, en su relación con la injusticia del mundo. Y lo que hacen los símbolos al ser aplicados en estos contextos de la vida humana es orientar motivaciones y estados de ánimo para

afirmar, o por lo menos [...] reconocer, el carácter ineludible de la ignorancia, del sufrimiento y de la injusticia en el plano humano, y al mismo tiempo [...] negar que esas irracionalidades sean características del mundo en general. Y tanto esta afirmación como esta negación pueden hacerse en términos de simbolismo religioso, un simbolismo que pone en relación la esfera de existencia del hombre con una esfera más amplia en la cual descansa la otra (Geertz, 1984a: 104).

 

3. Mary Douglas: la organización social del conocimiento

Los símbolos, para Douglas, son, sobre todo, formas de conocimiento, pero el conocimiento es parte del modo en que se construye el orden social. Así pues, el modo en que el mundo es organizado por las operaciones de conocimiento expresa el modo en que el mundo social se provee de una organización. La acción colectiva como organización social de los comportamientos es solidaria de las formas de conocimiento y el sentido de los símbolos se encuentra en la expresión que hacen éstos del orden social.

Durkheim y Mauss habían propuesto que los criterios de formación de clases con los que cada colectivo humano organizaba su mundo mostraban su origen extralógico en la organización de la sociedad:

Una especie de cosas no es simple objeto de conocimiento, sino que ante todo corresponde a una cierta actitud sentimental. Las cosas son en primer lugar sagradas o profanas, puras o impuras, amigas o enemigas, favorables o desfavorables. Las diferencias y las semejanzas que determinan el modo de agruparse de las cosas son más afectivas que intelectuales. Cambian en tanto afectan en grados diferentes a los sentimientos de los grupos (Durkheim y Mauss, 1970: 71).

De este modo, la clasificación no operaba tanto con conceptos como con productos del sentimiento: "el puro entendimiento" no podía articularse con las relaciones sociales. Las operaciones de conocimiento del mundo, puesto que no estaban dirigidas por un conocimiento desapasionado, extraían la energía necesaria para la puesta en orden de la carga emocional de la interacción entre grupos sociales. Al fin y al cabo las relaciones sociales no se desenvuelven en una neutralidad afectiva, y las emociones anejas a la vida en sociedad inciden en los comportamientos respecto de los objetos del mundo (Mauss y Hubbert, 1979).

Mary Douglas sostendrá que este movimiento, desde las fuerzas sentimentales de la sociedad hasta la estructuración de un orden más amplio e inclusivo, al cargar de energía social a los objetos y fenómenos del mundo, transforma el universo en una organización de poderes que inciden en la vida social humana. Algunos de esos poderes son controlables; otros, incontrolables. Algunos se desarrollan en defensa del orden social; otros, se desarrollan en su contra. Algunos más son exitosos; otros, acarrean fracasos para quien los utilice. Como sea el caso, estos poderes surgen particularmente de la relación entre orden y desorden dentro de cualquier sistema. Si bien el desorden es una materia cuya clasificación es problemática, los sistemas de clasificación deben tener en cuenta su existencia para que los agentes puedan lidiar con él. De allí una serie de categorías importantes: lo sucio, lo impuro, lo peligroso. Pero orden y desorden no son propiedades absolutas sino relativas a las posiciones en una situación social. Lo sucio, lo impuro, lo peligroso, debe ser considerado, entonces, en términos del modo en que las sociedades y las posiciones sociales conforman el orden social y el del mundo en un contexto donde el desorden siempre es una posibilidad (Douglas, 1991). Siendo formas de clasificación del desorden que se encuentra en el mundo, son también formas de clasificación de aquellos componentes de la sociedad que ponen en peligro su ordenamiento: orden y desorden, puro e impuro, limpieza y suciedad muestran claramente que las clasificaciones del mundo toman a su cargo las tensiones de la organización social (Douglas, 1991).

Entonces, las clasificaciones sociales son resultado de lo que los psicólogos llamarían un investimiento.3 La expansión de la lógica de las relaciones sociales hasta un mundo lleno de entidades, objetos, acontecimientos, debe colocar a todos ellos en ejes articulados a partir del poder y del peligro. Estos términos son los que obran de punto de conexión entre las clasificaciones del mundo y las relaciones sociales. Es en términos de esta organización de poderes que a las relaciones sociales les pueden corresponder objetos y fenómenos investidos, como así también prácticas rituales (magia, brujería, y, en general nuestros comportamientos rituales). Y todo esto significa que los sistemas de clasificación responden no tanto a problemas cognitivos o emocionales sino, sobre todo, a problemas relacionales (Gluckman, 1978), es decir, surgidos como intentos de lograr la estabilidad de las relaciones sociales asumiendo el carácter dinámico, conflictivo y turbulento de la vida en sociedad.4

A partir de ese marco de un orden social que incorpora el conflicto en su reproducción, la energía emocional transferida de las relaciones sociales al orden del mundo queda institucionalizada, en tanto, recordada una y otra vez por las clasificaciones del mundo natural y del mundo social. Para explorar esta extensión de las categorías desde las relaciones sociales hasta el orden del universo, se recurre a lo que es propio de la construcción categorial, es decir, las operaciones de oposición y su expansión a través de la metáfora. Por supuesto, estamos aquí en la conocida fórmula A:B::C:D, donde el primer par relacional representa una relación social y el segundo su extensión, sea en términos de cosmología o sea en términos de sociológica, es decir de construcción de agrupamientos de entidades sociales —por ejemplo, clases de objetos, divisiones en el espacio, clases de propiedades, clases de actividades— utilizando una y otra vez el mismo esquema de oposición (Douglas, 1996a).

El punto de partida relacional de los esquemas clasificatorios coloca la clasificación del mundo y del mundo social en términos de la estructura social, pero tal como ésta es experimentada desde un punto de vista situacional.5 En otros términos, las operaciones clasificatorias tienen como centro al propio agente/ posición en el interior del orden del mundo y del mundo social, en su construcción de afectos y rechazos. Es esa posición en relación con el resto de las posiciones en la estructura social la que es naturalizada.

Pero todo esto es aún muy general, y por lo tanto no nos permite indicar organizaciones de sentido en las que las relaciones sociales y la cosmología se articulen una con otra de manera específica.

Podemos pensar la estructura social —tal es el argumento de Douglas en Símbolos Naturales (1988)— en términos de un gradiente de intensidad, es decir, de presión que se desenvuelve entre dos polos: en un caso está centrada en el ego, es decir son las personas (en realidad algunas personas) dentro de la estructura social las que ejercen presión sobre el colectivo. Inversamente, en el otro polo, las presiones son colectivas, los agentes deben plegarse a las exigencias del grupo.

Para que sea el ego el que conforme el orden social deberíamos tener una organización competitiva. Aquí la estructura social sería el resultado de los proyectos prácticos de los agentes en busca de dominio, poder, gloria o riqueza. En el otro polo, la presión colectiva debería corresponder a una organización rígida y jerárquica conformada por posiciones estables y roles definidos (es decir, no la sociedad segmentada de Durkheim, sino su sociedad con división del trabajo).

Sin embargo, las cosas pueden complejizarse más allá de la pura dicotomía. Podemos, por ejemplo, establecer una diferencia entre el grupo de los competidores en una sociedad centrada en el ego, y los agentes que no son protagonistas de esa competencia, sino que más bien se pliegan, obedecen, se subordinan a sus participantes. Así, en cuanto a la presión social, en cuanto al control, nos desplazamos desde el control centrado en el ego (Douglas le da el nombre de control personal) al control sufrido por el resto de los agentes en su relación con los primeros. Insistamos sobre este punto: la estructura social, y por lo tanto también el control social, es una cuestión de perspectivas asociadas a posiciones. Para estas posiciones el control social es una experiencia siempre presente que oscila entre la esperanza de una mejor posición, una experiencia de éxito relativamente precaria y una experiencia de fracaso.

Alejándonos de esa sociedad competitiva podemos pensar en un grupo reducido, en una comunidad, la que bien puede ser parte de la sociedad con presiones colectivas fuertes, pero no necesariamente. Aquí el control colectivo es débil pero también lo es la competencia: una tensión constante entre una autoridad débil y las tensiones que genera su ejercicio. Como consecuencia de esto los roles son confusos y su articulación está mal definida.

Finalmente, podemos considerar a los excluidos de la sociedad jerárquica. Si bien la presión que reciben puede ser mucha, el tejido social del que participan es bastante laxo, alejados como están de las responsabilidades sociales. Esta participación precaria significa también que los reveses de la vida tienen para ellos consecuencias más decisivas que para las posiciones integradas, protegidas como están por la densidad de sus relaciones.

Ahora es necesario incluir los esquemas de clasificación particulares de estas organizaciones: ¿en relación con el control social, qué características podemos prever en las clasificaciones en cada uno de estos colectivos? Nuevamente es necesario establecer un gradiente en los sistemas de clasificación, similar al que hemos propuesto respecto de la estructura social. En ese caso lo que permitiría establecer contrastes asociados a las formas sociales es la dimensión de la claridad en la clasificación, su capacidad de proveer una clasificación coherente, sistemática. Podemos, pues, interpretar las zonas de confusión como reducciones del ámbito de clasificación (Douglas, 1988: 78).

Entre ambos extremos podemos ver cómo varía la organización simbólica. En qué situaciones el universo es una entidad moral, en cuáles surge el problema de la pureza ritual y en cuáles el problema del mal, etc. En otros términos podemos utilizar estas dos dimensiones como una heurística acerca del funcionamiento social de los sistemas simbólicos a la vez que se simbolizan los sistemas sociales.

En ese sentido, si prestamos atención a la zona social en la que se desarrollan los proyectos prácticos, nos encontramos con que, como parte de las formas de control social centradas en el ego, dentro de contextos relacionales competitivos, hallamos universos simbólicos lo suficientemente indefinidos para habilitar las operaciones y para aceptar las modificaciones de sentido debidas a esos proyectos. En otros términos, si enfocamos nuestra atención en este punto deberíamos esperar un universo simbólico neutral en el que la preocupación no es la moralidad sino el éxito, la preeminencia y el fracaso, por lo tanto, son impersonales y, puesto que habilitan la preeminencia también legitiman la subordinación informando las intenciones de los agentes, en posiciones subordinadas, de ingresar instrumentalmente en los proyectos prácticos de las posiciones "protagonistas".

Desplazándonos de esta arena de competencia, podemos prestar atención a los conjuntos sociales jerárquicos. La jerarquía, obviamente, necesita del orden provisto por las categorías clasificatorias; si ambas se apoyan mutuamente la autoridad es estable, a la vez que conservadora. Los cambios que redistribuyen la autoridad disminuyen la coherencia del sistema simbólico. Pero esta coherencia inmanente a una jerarquía exige cierto grado de clausura. Las razones de esto habían sido propuestas por Douglas en Pureza y peligro. Allí había defendido que mientras más rígido sea un sistema clasificatorio, más debe confrontarse con el hecho de que el mundo ocasionalmente desafía sus supuestos. Así pues, los sistemas clasificatorios producen anomalías. En las sociedades con una clasificación coherente y con un control colectivo intenso esas anomalías son confrontadas a través de los rituales de pureza: la anomalía es impura. Inversamente los buenos ciudadanos se hallarán constreñidos a la expresión formal de roles y posiciones recíprocas; en otros términos, allí donde el control social es fuerte el control corporal también lo es. Como resultado de esto, las formas de expresión se descorporeizan, se ocultan los procesos orgánicos involuntarios, inoportunos, fuera de lugar. Y esta exigencia es más fuerte, mientras más elevada sea la posición de cualquier agente en particular. En el mismo sentido, el bien y el mal, que no eran preocupaciones en el contexto social anterior —puesto que las categorías clasificatorias eran moralmente neutrales— aparecen aquí vinculados directamente a los comportamientos y no a las intenciones: las malas obras son transgresiones rituales o transgresiones a la etiqueta.

El rechazo social a este contexto toma la forma opuesta: el énfasis en el cuerpo, en la experiencia emocional. Pero ese rechazo supone el contexto relacional de los grupos marginados con su participación precaria y sus opciones limitadas: la menor estructuración, el menor grado de formalismo, van a la par que la mayor tolerancia al abandono corporal. La presión social ocasional, las categorías clasificatorias poco sistemáticas se cruzan en el cuerpo, en las emociones, cómo símbolos difusos de los colectivos de marginados. En ese nivel, el rechazo al ritualismo y la ceremonia suponen un abrazo a las intenciones, lo que por supuesto supone un cambio en la forma de clasificar las malas obras.

Otro desplazamiento; esta vez hacia las "comunidades", término no utilizado por Douglas pero que parece pertinente para parafrasear lo que ella llama "grupo reducido". Allí donde nos encontremos con unidades sociales en pequeña escala con roles confusos y límites externos claramente definidos, nos encontraremos también con un esquema clasificatorio claramente definido en un punto: la preservación de los límites externos. A la comunidad, confusa en su interior y claramente delimitada de su ambiente, le corresponde una cosmología dualista que responde al problema del control cuando la autoridad social es limitada. De ahí que el sistema clasificatorio se halle siempre presto a articularse como acusación para lograr mantener el control interior del grupo. Para esto todo sucede como si la comunidad ostentara el monopolio de lo humano o de la bondad, siempre asediado por peligros externos que tienen sus cómplices en el interior.

 

4. El símbolo en general

Pensamiento, conocimiento, acción social y experiencia son algunas de las zonas en las que el símbolo ha sido colocado por la antropología, para el análisis, la descripción o el estudio comparativo.

Se nota claramente aquí que, en el estudio de la irracionalidad que la antropología ha tomado a su cargo, la noción de símbolo lejos de ser unitaria ha sido más bien el lugar donde se encontraban orientaciones divergentes. De este modo, sobre el símbolo se pueden afirmar cosas que no parecen tener mucha relación entre sí.

En parte, puede notarse que no hay un objeto símbolo que esté consensuado. La función simbólica en Lévi–Strauss se construye a partir del mito y el ritual de pueblos cazadores recolectores; el símbolo de Geertz se construye a partir de lo que él llama sistemas culturales, la religión, la ideología, el arte o el sentido común, en sociedades estatales que por efecto del impacto occidental se transforman en estados–naciones; Mary Douglas, en la tradición comparativa británica, amplía el rango de sus observaciones, pero aquí la construcción de lo que son los sistemas simbólicos abarca las reglas de contaminación, los rituales y los sistemas clasificatorios, es decir, conforma también un universo extremadamente específico.

Por supuesto, el hecho de que los investigadores tomen objetos particulares no es un problema, más bien se convierte en tal cuando ese objeto particular es colocado como aquel que reúne todo lo que sea el simbolismo (Reynoso, 1986; Bate, 2006): el simbolismo propio de la especie humana, pero con un dominio de aplicación limitado en el mito o en el rito; los símbolos colectivos que pueden aparecer en cualquier sociedad humana, en tanto todas ellas enfrentan problemas similares: sea el de la motivación de la acción social a través de símbolos que se incardinen con la experiencia, o el de la organización social a través de las formas de conocimiento.

Además, tenemos el problema de que las diferentes perspectivas han incluido (y continúan haciéndolo) trazos de antropologías filosóficas, en el sentido de una concepción unitaria acerca de la naturaleza del ser humano, es decir, de una definición de la humanidad, punto que se ha traducido en su rechazo recíproco: sea el de ese kantismo sin sujeto trascendental con el que Ricoeur caracterizaba la obra de Lévi–Strauss, sea la antropología hobbesiana que Durkheim asumía proponiendo un hombre necesitado de reglas, en Mary Douglas; sea finalmente el cruce del pragmatismo y hermenéutica en el que se encuentra Geertz y su énfasis en que el hombre experimenta el mundo de modo particular.

Finalmente, frente a esos objetos particulares, y dentro de una perspectiva general acerca del género humano, las diferentes perspectivas están obligadas no sólo a presumir que el objeto particular es el símbolo en general, sino también que ese objeto es producido por un proceso de simbolización, propuesto pero no probado, expresable en términos de una dimensión que se estudia en profundidad.

El énfasis dado a cualquier dimensión produce un problema en la inferencia. Lejos de que el aislamiento de cada dimensión lleve a una mayor comprensión de su funcionamiento, las faltantes reclaman su presencia. De este modo, Lévi–Strauss es vulnerable a la crítica experiencial: al proponer que las emociones son derivadas respecto de la cognición, la misma operación cognitiva aparece artificiosa, despojada de todo aquello que haría de su signo–imagen algo relevante para ser pensado por personas reales: en ese marco el símbolo se opone a la emoción y a la acción. Sin embargo, su trabajo sobre las clasificaciones del mundo sensible que dan lugar a productos simbólicos ellos mismos sensibles aparece como una referencia obligada en los estudios del simbolismo.

Geertz, por otra parte, al proponer la relación entre símbolo y experiencia es vulnerable a la crítica de proponer un mundo cultural coherente en demasía, sin la discontinuidad propia de los sistemas clasificatorios ni de las relaciones sociales. No obstante, a despecho de esa crítica Geertz llama la atención sobre un punto importante —reconocido incluso por Lévi–Strauss— acerca de que en nuestra relación con los símbolos se crea una experiencia unitaria en virtud de la cual podemos actuar con cierto grado de coherencia y con cierto grado de consistencia relacional.

Douglas es ciertamente más comprensiva, al proponer clasificaciones que son eficaces porque las relaciones sociales las invisten de carga emocional. En tanto los esquemas clasificatorios se encuentran cargados emocionalmente (a través, por ejemplo, de la pureza y de la impureza ritual), debemos colocar al cuerpo en su relación con el sistema clasificatorio para que el sentido sea parte integrante de la organización social. Si el orden social se hace presente como conocimiento eficaz es porque se encuentra también en el cuerpo. Para Douglas hay una cierta perplejidad —entroncada con las investigaciones de Marcel Mauss sobre las técnicas corporales— acerca de si es posible considerar el cuerpo fuera del sistema simbólico en el que se sitúa y al que necesariamente expresa como una relación entre microcosmos y macrocosmos (1998; 2004). En ese sentido, el aspecto emocional de los símbolos queda incrustado en el cuerpo en tanto en él se expresa una cosmología congruente con el orden social. Y sin embargo, esta noción del cuerpo es también problemática: el cuerpo isomórfico del orden clasificatorio es tan sólo un cuerpo clasificado (con sus fronteras, sus orificios, su preocupación por lo que ingiere, por lo que lo ataca, por los peligros y los riesgos), dotado de aquellas propiedades que le permiten "funcionar" dentro del orden social. Así, la experiencia de la sociedad, del mundo y del propio cuerpo, parecen todas ellas unidimensionales, reducidas sólo a la experiencia de las normas que aseguran el funcionamiento social. En ese sentido Douglas, no obstante su importante aporte respecto de la relación estrecha entre símbolo y cuerpo, es vulnerable a una doble crítica: la reducción de lo relacional a lo normativo y una teoría del conocimiento que supone, en gran medida, que el símbolo sea reducido a un vehículo de normas.

Sin embargo, no me parece que el balance sea enteramente negativo. A pesar de estas dificultades y objeciones creo que se puede señalar una serie de lugares de cruce en los que el conocimiento generado parece añadirse más que excluirse recíprocamente. Al menos como precipitado de las críticas que han suscitado y de los caminos que ha seguido la antropología simbólica a partir de esas críticas.

Voy a proponer que la antropología simbólica en lo que tiene de variado y contradictorio se conforma como una exploración acerca del carácter concreto de nuestros instrumentos de comunicación y representación. No indico con ello que el símbolo sea algo concreto, lo que es obvio, sino que el sentido del símbolo debe sus propiedades a ese carácter concreto. De ahí que la indicación de Lévi–Strauss acerca de la diferencia entre comprensión y permutación que opone el signo–imagen al concepto nos parezca pertinente una y otra vez cada ocasión que hablamos de símbolo, aunque sea incompleta o parezca situarse a tal grado de generalidad que sea imprecisa. Por oposición al concepto científico (o mejor dicho, a una imagen idealizada del concepto científico que parece provenir más de la filosofía analítica de la ciencia que de la propia práctica científica), el símbolo es una aprehensión del mundo concreto, vivido, experimentado, a través de instrumentos ellos mismos concretos. Es por eso que su sentido nunca puede ser liberado por completo de los contextos a los que pertenece, puesto que la operación de aprehensión es ella misma contextual.

Ese carácter concreto aparece como una suerte de síntesis entre lo cognitivo y lo experiencial (estado, ánimo, motivación, acción, cuerpo) y lo relacional. La asociación en el simbolismo de lo cognitivo y lo emocional ha sido el punto sobre el que más se ha ganado acuerdo. Las cualidades emocionales forman parte de los símbolos, no como si se tratara de datos originarios de los cuales apenas si se podría dar cuenta. Más bien, las emociones comparten con los datos sensoriales la doble codificación sobre la que Lévi–Strauss construía su signo–imagen: son organizadas por el sistema nervioso y por el lenguaje. Pero además probablemente tampoco se trate de oponer emoción y cognición. Perspectivas como las de D'Andrade permiten más bien articularlas: las emociones serían bucles reverberantes que permiten que la información se mantenga activa. Ligada, por ejemplo, al mantenimiento de la atención, permiten la organización, la reorganización y la jerarquización de las situaciones. Tal vez la cognición pura de los teóricos de la modularidad de la mente sea una suerte de metaemoción: un nivel organizativo superior por medio del cual se estructura y opera, con medios especializados, incrementando nuestra eficacia y resolución en el entorno, algo ya iniciado en el nivel de lo emocional (Ramírez Goicoechea, 2001: 185).

Para avanzar un poco respecto de qué significa esta unidad de lo cognitivo y lo emocional en vista de mi proposición respecto de la naturaleza del simbolismo, se hace necesario un tratamiento de dos corrientes, luego de lo cual propondremos una especie de precipitado mínimo en el que se reúnen los planos de análisis de los autores vistos, las objeciones que hemos presentado y algunas direcciones del tratamiento contemporáneo del simbolismo.

A partir de su labor etnográfica entre los ndembu de Zambia, Turner ha propuesto una noción compleja de símbolo para el análisis del ritual. El símbolo ritual debe analizarse atendiendo a tres tipos de datos. En primer término, los proporcionadas por los propios actores sociales en forma de exégesis acerca del sentido de símbolos y rituales. El segundo conjunto remite a las propiedades empíricas de las materias significantes, propiedades que hacen que cada símbolo pertenezca a un sistema puesto que se encuentra en relación con otros fenómenos u objetos con propiedades semejantes. Finalmente se encuentran los datos que surgen de la observación de los contextos de acción: cómo se comportan personas y grupos en relación con los símbolos en el contexto ritual (Turner, 1999).

Los símbolos, al menos el conjunto de ellos que Turner llama símbolos dominantes, dado su carácter estable en los rituales, polarizan el sentido. De un lado sus significata se condensan en un polo ideológico o normativo que remite a los puntos relativamente fijos, tanto en la organización cultural como en la estructura social, que al ser conocidos y reconocidos por todos los actores sociales son retomados por las exégesis. Por otra parte, condensan significata en lo que Turner llama un polo sensorial o emotivo: aquí los significata son por lo general fenómenos naturales o fisiológicos, revestidos de carácter emocional. Turner usa el vocablo grosero para indicar el carácter tosco y bajo de la emoción condensada: emociones, si se quiere, elementales, poco moduladas, generadas por sentidos, en gran parte fisiológicos. De este modo, un símbolo puede representar la unidad y la continuidad de un grupo humano, las relaciones sociales que se consideran cruciales y junto a ello, las heces, los genitales masculinos y femeninos, etc. Así pues, los símbolos colocan el plano normativo en contacto con fuertes estímulos emocionales generando la acción social, la creencia, la unidad: "medios groseros para manejar la realidad social y natural" (Turner, 1999: 41).

Turner toma nota de la discrepancia entre el sentido construido a partir de las exégesis de los actores sociales y lo observado por el antropólogo en los rituales. Las observaciones de campo muestran que, si bien en las primeras se afirman los valores públicos cohesivos, los símbolos rituales también son motivo para expresar la oposición y el conflicto entre grupos, categorías y posiciones. En el ritual se miman estos últimos que, por otra parte, son reconocidos por todos en la vida cotidiana. Sin embargo, en este contexto particular el conflicto y la oposición no pueden ser explicitados.

Para Turner es precisamente la expresión ritual del conflicto y de la oposición alrededor de los símbolos la que provee de energía a las normas y valores sociales: "las energías brutas del conflicto se domestican al servicio del orden social" (Turner, 1999: 43). Esa tensión entre orden y conflicto es importante, puesto que lleva a considerar que el ritual es parte del proceso social, o mejor, los conjuntos rituales, cada uno llevado a cabo en ciertas circunstancias, para fines sociales definidos, unificados por la presencia de los símbolos dominantes, conforman un sistema y un proceso que es parte del proceso social, es decir de las fuerzas dinámicas de la sociedad. No obstante, la dinámica sociocultural no es, para Turner, el resultado de fuerzas ciegas; por ejemplo, las tensiones estructurales, los conflictos generados por ellas y tan sólo sufridos por los actores. Más bien, en cuanto ésta es expresada por el ritual, supone una participación activa, una actuación, a través de la cual los propios actores sociales se transforman (Turner, 1999: 1987).

En su propuesta de una dinámica en la que el ritual sea protagonista, cobra eficacia no sólo la plurivocidad del símbolo sino también una dimensión que Turner va a sugerir a través de Jung: el símbolo hace presente lo que es desconocido, pero que de todos modos se postula como existente (Turner, 1999). Precisamente, en su lengua vernácula los ndembu se refieren en términos semejantes a algunos símbolos y rituales: éstos revelan, hacen visible lo que está oculto (Turner, 1999 [1975]). Todavía más, para algunos símbolos (entre los ndembu el Kavula), el lenguaje siempre parece encontrarse en defecto. Remarquemos que no se trata tan sólo de la ambigüedad, de la multiplicidad o de la organización polar de sentidos entre lo normativo y lo emotivo, se trata más bien de aquello que no puede ser pronunciado pero que, como en la frase de Jung, se postula como existente (Turner, 1975; Díaz Cruz, 1975).

El ritual va a ser el proceso que realice tal "presentificación". Por esa razón Turner recurre a la noción de perfomance (Díaz Cruz, 1975): la actuación que crea y hace presentes realidades lo suficientemente vívidas como para conmover, seducir, engañar, aterrorizar; si se quiere, la objetivación de un mundo a través de emociones que la misma perfomance crea. Notemos de paso que con esto se abandona la idea de representación: la realidad es construida por los actos más que representada por los sistemas clasificatorios.

Pero en la medida en que esta perfomance no está desgajada de la experiencia sociocultural, su presencia supone una crítica a la realidad social, como incompleta, artificial o superflua (Turner, 1986). Por lo mismo, supone que los actores (por lo menos aquellos expuestos a toda la eficacia emocional con que se actúa esa presencia; como ejemplo, los aspirantes en el caso del Chihamba) se transforman a sí mismos a través de la perfomance, rompen con lo que eran (Turner, 1975), y se dan a sí mismos un nuevo ser. De este modo, el ritual es un proceso reflexivo: esa presencia que no puede ser verbalizada supone, a su vez, un lenguaje de la sociedad para hablar de ella misma y transformarse a sí misma a través de sus actores (Díaz Cruz, 1975).

Así pues, Turner propone que lo propio del simbolismo es avanzar sobre el punto en el que nuestros sistemas conceptuales se detienen. En ese sentido, el simbolismo es dinámica sociocultural. Pero no es sólo en el ritual donde podemos ver esta relación con nuestros marcos conceptuales, sino también en el lenguaje, en su uso retórico, cotidiano. Esta va a ser la perspectiva que van a tomar James Fernández y Paul Friederich, entre otros quienes han intentado colocar la tropología en el centro del análisis acerca del carácter concreto del sentido de la acción y del mundo.

Hay una serie de aspectos en la reflexión acerca de los tropos (y en particular sobre la metáfora) que han llamado la atención de la antropología para el estudio del sentido de los símbolos. Muy esquemáticamente destaquemos los siguientes: el carácter abierto de la interpretación de los enunciados conformados por tropos, no se trata de que el tropo admita múltiples interpretaciones sino que admite nuevas interpretaciones; la posibilidad de que cualquier oyente de un tropo no sólo lo entienda en términos de un análisis que dé por resultado un enunciado literal, sino que genere otros tropos —lo que Max Black, refiriéndose a la metáfora, llamaba "resonancia" (cit. en Fernandois, 2000). El carácter irreductible del tropo a una verdad proposicional, en particular, la importancia en ellos de los aspectos emocionales del sentido (cfr. Moeschler y Reboul, 1999). Finalmente, lo que es consecuencia de lo anterior: el intérprete, por su participación activa y productiva, es un agente de sentido.6

Sobre estas particularidades se podría decir que el sentido de los tropos nunca está en decir algo claramente, sino más bien en mostrar de manera eficaz "cómo son las cosas". De esta forma es una perspectiva para el conocimiento, de un objeto, de un acontecimiento, de un tema. Así entonces, lo que hace el tropo es crear un contexto eficaz, un contexto del que se puede decir que es correcto. Y aquí la corrección es un fenómeno situacional: es la correspondencia, el calce ajustado con los diversos componentes de la situación social, incluyendo las imágenes, los estados de ánimo, las formas de reacción, los fines situacionales, etc.

Hay pues, cierto rendimiento en la tropología para describir qué es lo que sucede con las situaciones humanas, bajo el supuesto de que, por lo menos una parte de sus propiedades son efecto de la definición de las situaciones (y la construcción de una realidad situacional) vehiculada por los tropos. Con esto, la noción de tropo desplaza a la de símbolo. En efecto, Fernández indica que la noción de símbolo ha perdido, en su uso antropológico, sus propiedades indexicales y, con ello ha dejado de ser una herramienta adecuada para describir una cultura.

El lugar del tropo se encuentra en la condición incoada del ser humano, en la perplejidad inseparable a la vida social. En otros términos, el ser humano siempre se encuentra en déficit respecto del sentido. De allí entonces que en las situaciones sociales deba recurrir a entidades conocidas para poder actuar. El tropo, para Fernández, "es la predicación de un signo–imagen sobre un tema incoado" (cit. en Bate, 2006: 89), sea dentro del dominio donde el sujeto normalmente se sitúa (en el caso de la metonimia y la sinécdoque) o fuera de ese dominio de situación normal o pertenencia (en el caso de la metáfora) (Fernández, 2006).

Ahora bien, en la medida en que la definición de las situaciones tiene efectos en el comportamiento, los tropos persuaden respecto de lo que se considera situacionalmente real. Es por tal motivo que podemos ver a través de los tropos tanto las figuraciones estables como las volátiles. Precisamente Fernández va a extraer consecuencias de la etimología del término tropo: "giro", en cuanto a las redefiniciones y redescripciones de situaciones, acciones y actores, constantes en la acción humana; su vinculación con las perplejidades de la interacción social y con las maneras en que las personas giran, cambian la perspectiva para hacer frente a esas perplejidades.

Persuasión y cambio de dirección (de contexto, de perspectiva) es el punto de vista que desde una antropología de los tropos se da a la dinámica social: por ejemplo, en el análisis etnográfico de los acontecimientos de la historia. Fernández propone la noción de juego de tropos para retener la posibilidad constante de una interacción transformativa entre los mismos tropos (Fernández, 1986; 2006a).

A partir de lo que acabamos de exponer podemos intentar una serie de posibles precisiones a lo que proponíamos al comienzo. Indicábamos que el sentido del símbolo era concreto, en una dirección que partía de Lévi–Strauss y tendía a incluir las dimensiones de la experiencia y de la relación social, planteadas por Geertz y Douglas. Con Turner y Fernández debemos añadir un aspecto que atraviesa lo anterior: el simbolismo, por su naturaleza, es difícilmente explicitable. Y esto, de un lado, en los términos de Geertz y Douglas, es decir, por su omnipresencia, por su carácter de atmósfera soportada por codificaciones y experiencias; por su carácter naturalizado en el cuerpo y en los sistemas clasificatorios. De otro lado, la dificultad en la explicitación significa también que en ninguna de estas dos dimensiones se resuelven completamente las demandas de sentido de los actores sociales. Así pues, nunca está descartado que éstos puedan cambiar de perspectiva, y aprehender objetos, acontecimientos, relaciones sociales, etc., de otro modo pero con la inercia relativa de los elementos de los que partieron. A esto hay que añadir que el cambio social, en lo que exige de participación a las personas supone que los símbolos han hecho presentes situaciones para las cuales el entendimiento se encuentra en defecto: sea el cambio cíclico de los procesos rituales o sea el cambio histórico, su aprehensión por los agentes no se realiza en términos de conceptos claramente delimitados sino en términos de símbolos que colocan entidades desconocidas en la escena social, pero que no obstante pueden hacerse presentes en la experiencia. De allí que el simbolismo puede ocupar el ancho espacio que va desde la legitimidad de lo que existe hasta su impugnación en búsqueda de novedad.

Con lo anterior podemos precisar que el carácter contextual de la aprehensión simbólica significa no tanto que ésta se halle determinada por el contexto en el que hace su aparición, como una referencia a sus potencialidades para crear contextos a través de los cuales los participantes acepten lo existente como parte del orden de las cosas o lo impugnen como una apariencia frente a una realidad más auténtica, una tergiversación perversa de lo que debería ser, o una potencialidad que aun no se ha mostrado completamente. Pero la dirección que tome la impugnación, a manera del bricoleur de Lévi–Strauss guarda memoria de los ordenamientos anteriores y de allí extrae posibilidades de cambio.

Otro aspecto que podíamos deducir de la concepción de simbolismo que proponíamos, se relaciona con la tensión entre clasificación y unidad. El movimiento analítico que Lévi–Strauss identificaba con el mito, y el movimiento sintético, que colocaba en el ritual. El primero, bajo la coacción del pensar; el segundo, bajo la coacción del vivir, no parecen remitir a dos operaciones diferentes sino a la propia lógica de lo concreto que los caracteriza. Sistema de entidades concretas, los símbolos constriñen el sentido, o si se quiere lo estabilizan y marcan por afinidad las relaciones con nuevos desarrollos; de esta manera las diferencias no comprometen necesariamente una unidad dada por la afinidad de los componentes.

Ora la totalidad puede fragmentarse, ora recomponerse aprovechando al máximo posible las propiedades diacríticas que separan entidades clasificadas y otra vez del plano concreto en el que ellas se reúnen. La aprehensión de la cohesión social, de la exclusión, de la diferencia o de la identidad puede hacerse a partir del mismo conjunto de símbolos, sólo modificando las perspectivas.

Sin embargo, se impone un recaudo. Hay que tener en cuenta el hecho de que la aprehensión simbólica de la totalidad y la diferencia corresponde a la situación que el símbolo contribuye a crear. De ahí que las totalidades y las discontinuidades que hace presente sean tan estables como las situaciones en las que se crean. No estoy diciendo con esto que las diferencias sociales sean evanescentes o que la desigualdad sea ilusoria, sino tan sólo que la aprehensión de cualquier relación social, el sentido que las puede investir, es situacional. Y lo mismo vale para la experiencia de totalidad que el símbolo ocasionalmente construye. De ella no se sigue necesariamente, que corresponda a una cultura.

De este modo, todo sucede como si, en tanto artefacto concreto por estar hecho de experiencias, el símbolo replicase todas las ambigüedades y contradicciones de la experiencia humana y de allí extrajese su fuerza.

 

Agradecimientos

Agradecemos a Dominique Bertolotti las traducciones al francés de los resúmenes, y a Scott Hadley, las versiones en inglés.

 

Referencias

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Notas

* Título en francés: L'anthropologie et le sens.

1 En el mismo sentido, por ejemplo Scarduelli (1988) definirá el ritual en términos precisamente de su distancia con lo racional instrumental, e incluso Bourdieu (2007) Bourdieu (2007), caracterizará la economía de los bienes simbólicos como aquella para la cual la verdad económica es impronunciable.

2 En ese sentido indica Geertz: "la universalidad que una tradición religiosa logra surge de su capacidad para vincular un amplio conjunto de concepciones de la vida individual e incluso indiosincrásica, apoyándolas y elaborándolas al mismo tiempo" (1994c: 31).

3 Investir, en el sentido de la traducción castellana del término de Freud Besetzung, es decir, atribuir una energía, un poder de acción o capacidad de trabajo.

4 Cito al respecto a Mary Douglas: "Los interrogantes vitales en cualquier visión del mundo teísta son los mismos que para el azande: ¿Por qué se malogró la cosecha de este agricultor, y no la de su vecino? ¿Por qué a este hombre se le mueren los hijos o las vacas? ¿Por qué a mí? ¿Por qué hoy? ¿Qué se puede hacer? Estas demandas insistentes de una explicación se centran en la preocupación que todo individuo siente por sí mismo y por su comunidad. Ahora sabemos lo que Durkheim sabía y lo que ignoraban Frazer, Tylor y Marett. Estas preguntas no se enuncian primordialmente para satisfacer la curiosidad humana acerca de las estaciones y del resto del medio natural. Son enunciadas para satisfacer una preocupación social dominante, el problema de cómo organizarse juntos en sociedad. Sólo pueden recibir respuesta, es cierto, en términos del lugar que ocupa el hombre en la naturaleza. Pero la metafísica es un producto secundario, por así decirlo, de la urgente preocupación práctica [...]. En una cultura primitiva los problemas técnicos se han solucionado más o menos desde hace muchas generaciones. El problema candente estriba en cómo organizar a otras personas y a uno mismo con respecto a ellas; en cómo controlar a la juventud turbulenta, en cómo apaciguar al prójimo molesto, en cómo adquirir los propios derechos, en cómo impedir la usurpación de la autoridad, o en cómo justificarla" (Douglas, 1991: 110).

5 Dice al respecto Douglas: "[...] por estructura social no me estoy refiriendo habitualmente a una estructura total que abarca el conjunto de la sociedad de modo continuo y exhaustivo. Me refiero a situaciones sociales en las cuales los actores sociales son conscientes de un grado mayor o menor de implicación. En estas situaciones se comportan como si se movieran dentro de posiciones configuradas en relación con otras, como si estuvieran escogiendo entre posibles configuraciones de relaciones. Su sentido de la forma es exigente con su conducta, y gobierna la valoración que hacen de sus deseos, permite algunos y rechaza otros" (1991: 119).

6 De paso señalemos que no podemos resolver lo anterior indicando sencillamente que el tropo es vehículo de un enunciado literal, y esto tanto por el carácter abierto carácter abierto de la interpretación como por la red metafórica que el tropo genera en el oyente (con esta última consideración también se rechaza la perspectiva intencional de Searle, 2000).

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