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Tópicos del Seminario

versão On-line ISSN 2594-0619versão impressa ISSN 1665-1200

Tóp. Sem  no.22 Puebla Dez. 2009

 

Noticias del Fondo Greimas de Semiótica

 

María Luisa Solís Zepeda, Blanca Alberta Rodríguez, Roberto Flores Ortiz, Desiderio Blanco y Víctor Alejandro Ruiz Ramírez

 

Durante el 2009, el Fondo Greimas de Semiótica se ha enriquecido con diversas obras de Ciencias del lenguaje y de Semiótica. En esta ocasión presentamos las reseñas de cuatro libros que se han incorporado a este acervo biblio–hemerográfico. Hacia el final ofrecemos información relativa a los acontecimientos académicos suscitados en el ámbito de la semiótica y disciplinas afines, tanto en México como en el extranjero.

La primera reseña de esta entrega —a cargo de Blanca Alberta Rodríguez— se refiere a la obra de Viviana Cárdenas, La zona visuográfica en la escritura de niños. ¿Cómo piensan y usan los niños la puntuación? La autora de este libro es profesora e investigadora de la Universidad de Salta, Argentina, quien realizó una estancia de docencia en nuestro Programa, en el que impartió el curso "Teorías lingüísticas del siglo XX" durante mayo de 2008.

Roberto Flores, profesor e investigador de la Escuela Nacional de Antropología e Historia (ENAH), da cuenta de uno de los estudios más importantes de la semiótica contemporánea y su relación con la fenomenología, nos referimos a Phusis et logos, de Jean Claude Coquet.

Desiderio Blanco, por su parte, realizó la reseña del libro colectivo Les âges de la vie, editado bajo la dirección de Ivan Darrault–Harris y Jacques Fontanille.

Por último, presentamos una breve descripción del libro de Raúl Dorra titulado Sobre palabras. Este libro ha sido publicado por la editorial Alción de Córdoba, Argentina a fines de 2008.

Nuestras Noticias cierran con la información más relevante de acontecimientos académicos que tuvieron lugar durante el año 2009 en el ámbito de la Semiótica. De esta sección ha sido responsable Víctor Alejandro Ruiz, becario del Programa de Semiótica y Estudios de la Significación.

María Luisa Solís Zepeda

 

Reseñas

Viviana Cárdenas, La zona visuográfica en la escritura de niños. ¿Cómo piensan y usan los niños la puntuación? Salta, Argentina: Editorial de la Universidad Nacional de Salta [EDUNSA], 2008, 426 pp.

Mi primer conocimiento del trabajo de Viviana Cárdenas fue su artículo "Lingüística y escritura: la zona visuográfica", publicado en el número 6 de Tópicos del Seminario dedicado a la dimensión plástica de la escritura. Se trataba de una parte —la base teórica— de su tesis doctoral con la que obtuvo de la Universidad de Valladolid en 2002 el máximo reconocimiento, cum laude. Por fortuna, esta innovadora investigación que lleva por título La zona visuográfica en la escritura de niños, ha sido publicada como libro en junio de 2008 por la Universidad Nacional de Salta, centro de adscripción de la autora, y viene a enriquecer el creciente acervo del Fondo Greimas.

Aquella mi primera lectura del artículo de Viviana Cárdenas fue hecha como estudiante desde las investigaciones literarias y resultó iluminadora. El neologismo zona visuográfica —acuñado por la autora para agrupar los diversos recursos gráficos (espacio, color, mayúsculas, variaciones tipográficas y signos de puntuación) que dan figura a la página dotándola de visibilidad y legibilidad—, también arrojaba luz sobre un registro de significación poco estudiado en los textos poéticos que enfatizan la dimensión visual. Me pareció posible, entonces, adoptar el concepto de zona visuográfica, que pone el acento en el aspecto visual y plástico de la escritura, como una categoría de análisis más extensa y abarcadora, por ejemplo, la de verso, para dar cuenta de los efectos de sentido derivados de la configuración de la página. Dicho concepto, homologable al de puntuación de la lingüista francesa Nina Catach, puede verse como una aportación, sin duda no calculada por la autora, cuyo ámbito es el lingüístico, al campo de los estudios literarios; la pertinencia de este concepto para la literatura merece, no obstante, ser ponderada y discutida.

Esta vez vuelvo a leer La zona visuográfica en la escritura de niños. ¿Cómo piensan y usan los niños la puntuación?, ahora desde la mirada de una profesora en cuya tarea cotidiana observa los mismos problemas estudiados por Viviana Cárdenas, pero, a diferencia de ella, carece de las herramientas para comprenderlos en profundidad. Quizás por esto no he dejado de sentirme de alguna manera interpelada, digamos, inscrita también en este libro. Y, por esa misma razón, esta obra es un alumbramiento para quienes nos dedicamos, en este país, al ejercicio docente, pródigo en alegrías y frustraciones, campo muchas veces ensombrecido por la ignorancia.

Tal como lo anuncia el subtítulo ¿Cómo piensan y usan los niños la puntuación?, Viviana Cárdenas se propone indagar, desde una perspectiva lingüística, cuáles son los usos y concepciones de los niños sobre las marcas que conforman la zona visuográfica. Empresa difícil por diversas razones de orden conceptual, histórico, metodológico, incluso material. No obstante, la autora ha sabido abrirse paso con suma inteligencia y nos ofrece una investigación de un rigor notable, cuidadosamente argumentada hasta en las más mínimas decisiones y escrita con entera claridad y orden.

El libro se abre con la nota "Quintiliano, Saussure y el maestro de primaria" de Raúl Dorra y con una introducción de la autora en la que describe con puntualidad la confección del libro. Éste se compone de seis capítulos —los tres primeros dedicados a construir la base conceptual, teórica y metodológica para el análisis desplegado en los dos capítulos siguientes y el último contiene las conclusiones. La obra concluye con una extensa bibliografía y tres anexos.

En el capítulo uno, "Hacia una definición teórica de la zona visuográfica", la autora reseña y discute el lugar que ha tenido la escritura en la disciplina lingüística. Excluida desde el origen al adjudicarle un carácter de mera representación de lo oral, la escritura será verdadero objeto de estudio a partir de las reflexiones de Joseph Vachek, para quien existe una relación no de dependencia sino de complementariedad entre los sistemas que él denomina lengua escrita y lengua hablada, respectivamente. El reconocimiento de una cierta autonomía posibilitó una visión de la escritura como sistema o, como preferiría Catach, plurisistema, en el que Viviana Cárdenas distingue tres zonas que en grado ascendente van alejándose de lo oral: fonográfica, visuográfica y semasiográfica. Ya hemos dicho cuáles son los recursos que constituyen la zona visuográfica, pero aún no que su uso implica un análisis de la escritura misma por parte de los usuarios. Si ya de suyo la escritura supone un análisis de la cadena verbal, las marcas visuográficas, al analizar la cadena alfabética, resultan una metaescritura, cuyo propósito es doble: por un lado, restituir la continuidad de un habla ya transformada inevitablemente por la escritura y, por otro, hacer visible la organización de lo dicho.

Después de dar cuenta de la nominación, constitución histórica, composición y naturaleza de la zona visuográfica en el primer capítulo, en el segundo, la autora hace una revisión crítica y exhaustiva de los antecedentes de investigación, para situar la suya. Encuentra así un vacío; no hay una tradición y menos aun en Latinoamérica; la mayoría de los estudios se han realizado en otros países, en otras lenguas, desde diversos enfoques teóricos, y casi siempre restringidos a los signos de puntuación dejando fuera los otros recursos visuográficos. O bien ellos, como sucede con la psicogenética, están volcados sobre el proceso de adquisición de la escritura, entendida ésta como apropiación del sistema alfabético; o sobre el problema de la ortografía que tiene un impacto social más notorio que la puntuación (cuya importancia para la escritura es, sin embargo, mayor). Distintos factores explicarían esta dispersión; aunque Viviana Cárdenas ha logrado ubicarse en este panorama heterogéneo, y dialogar y discutir con las distintas teorías —básicamente las que se inscriben en los estudios lingüísticos y psicolíngüísticos— tópicos centrales para su investigación: la delimitación del objeto de estudio, los factores que inciden en el uso de la marca gráfica (edad, escolarización, contacto con lengua escrita, género discursivo), la naturaleza y dirección del proceso de desarrollo de la marca gráfica y el valor de las convenciones.

En el tercer capítulo, se da cuenta de la orquestación metodológica. Viviana trabajó con 56 niños de tercero y quinto grado de primaria de tres escuelas: una urbana, la del Cerro de la capital de Salta, dos rurales de Cafayate, Santa Bárbara y San Agustín. A los niños se les pidió que redactaran una carta (género descriptivo) para un intercambio epistolar iniciado por los niños de la escuela urbana, y que reelaboraran por escrito un cuento tradicional (género narrativo), El caso del zorro y el quirquincho. Los socios, previamente escuchado. Asimismo, seis niños de cada escuela fueron entrevistados en las sesiones de revisión de sus escritos. La muestra la constituyen 112 textos y 48 entrevistas. Puesto que el propósito ha sido, en primer término, establecer las regularidades en el uso de las marcas visuográficas y las concepciones de los niños sobre ellas, y en segundo término, indagar la naturaleza del proceso de adquisición de las marcas, las variables empleadas fueron las funciones de segmentación y calificación que cumplen éstas. El ámbito de análisis ha sido el texto y la unidad de descripción, el enunciado, entendido como el elemento lingüístico sintácticamente independiente y autónomo desde el punto de vista del significado, que constituye una unidad mínima de comunicación. Todas estas decisiones metodológicas están plenamente justificadas por la autora.

El cuarto capítulo, "Las marcas gráficas en los escritos infantiles", contiene una caracterización de los textos producidos por los niños, así como su análisis pormenorizado cuantitativa y cualitativamente, en dos dimensiones: a) la exterior, que corresponde a la organización de la página para orientar al lector, b) la interior, el núcleo textual donde se observan en detalle la función, clase y lugar (en el límite de los enunciados o en el interior de ellos) donde las marcas pueden, o no, aparecer; asimismo, se consideran sus posibles vínculos con los recursos verbales.

Éste es un capítulo sumamente aleccionador. Imposible agotar en una reseña la riqueza del análisis. Sin embargo, no puedo dejar de llamar la atención sobre un aspecto frecuente y tal vez poco entendido en mi entorno escolar: tanto en sistema presencial pero sobre todo en el de distancia, los chicos rodean sus tareas con dibujos o fotos de ellos mismos, animaciones, colores, etc., lo cual provoca casi siempre la queja de los profesores, pues sólo ven en estos agregados un distractor, una inutilidad que nada tiene que ver con el aprendizaje y que sólo saturan sus pantallas. Si bien el empleo de los recursos visuográficos implican un determinado grado de conciencia metalingüística y por lo tanto de inteligibilidad, algunos de ellos —los menos impuestos por las convenciones como el color, el subrayado, las variantes tipográficas— en todos los casos se acumulan e intensifican justo en los lugares en que se efectúan desembragues enunciativos, cuando el enunciador quiere hacerse visible al otro, imprimiendo así una fuerte emotividad a lo escrito, porque lo que hacen es precisamente inscribir al sujeto. Por ello los pequeños, así como mis estudiantes, muestran gran destreza, libertad y creatividad en esos lugares que, vale la pena señalar, se ubican curiosamente en la periferia de la página, como si estuviesen siendo excluidos de la escritura o como si lucharan por hacerse un lugar visible (y audible) en ella.

Esto parece ir de la mano con otra cuestión aun más importante, la constitución del sujeto en el lenguaje. Hay evidencia que cuestiona el supuesto de que a mayor cantidad de marcas gráficas interiores, mayor calidad del texto. Esto no siempre es así, pues existen casos en que la presencia de tales marcas no es garantía de la coherencia de un texto; en realidad, la coherencia depende del grado de compromiso del sujeto con su propia palabra y con la palabra ajena. Muchas veces un mismo usuario puede resolver de distinta forma las exigencias de uno u otro género, de modo que resulta un acierto que Viviana Cárdenas, como apunta, recupere tanto la posibilidad de hablar de sujetos no necesariamente constituidos desde siempre en el lenguaje, como la de estudiar la incidencia de las distancias culturales y sociales en este funcionamiento del sujeto en el discurso.

Inestimable de igual manera es el quinto capítulo porque nos acerca a las reflexiones que los pequeños, en sesiones de corrección, hacen sobre sus escritos, en un esfuerzo metalingüístico y acompañados por la aguda sensibilidad de la investigadora. El haber dado voz a los niños me ha parecido sumamente significativo; en la docencia esto se vuelve fundamental, toda vez que con frecuencia la dinámica de corrección consiste en que el profesor tiende a "tachar" el error con la indeleble tinta roja, a veces de manera sorda, sin preguntarse al menos por qué ese error está ahí, qué supuestos tiene el estudiante que justifican su presencia. En los textos estudiados, nos damos cuenta de que casi siempre los niños que los escriben tienen una razón para escribir como escriben y de que muestran un alto grado de conciencia comunicativa, pragmática. No obstante, según sea el género, pueden llegar a organizar, segmentar o calificar sus textos de un modo inesperado, desde el punto de vista de las convenciones. Sucede que los criterios de los niños son de naturaleza textual y no sintáctica; las unidades que emplean atienden a un aspecto visual como la página (en el caso de la carta) o a un aspecto temporal, rítmico (en el caso del cuento), o a requerimientos de tipo expresivo. De tal manera que la relación entre género discursivo y marca gráfica, y la relación entre cadena verbal y marca gráfica, se vuelven determinantes para comprender las producciones infantiles.

Finalmente, en el último capítulo, la autora hace un balance de la investigación y presenta conclusiones generales a partir de las regularidades encontradas en el análisis de los capítulos anteriores, y las contrasta con los estudios descritos en el segundo capítulo. Una de las hipótesis que se comprueba, por ejemplo, es que la presencia de la marca gráfica está en relación con la forma en que los niños perciben las unidades en que pueden segmentar el texto. Dicha percepción, a su vez, está relacionada con el grado de continuidad o discontinuidad del discurso. De manera que, puede decirse, a mayor continuidad, menor percepción de unidades y por lo tanto menor presencia de marcas gráficas. Sin embargo, en última instancia, el factor decisivo, que incide con mayor fuerza, según el análisis realizado, es la modalidad y el grado de contacto que los pequeños tienen con la lengua escrita. La autora afirma que es determinante la clase de relación que el sujeto establece con el discurso y la lengua cuando textualiza, así como la forma en que percibe la organización discursiva y el vínculo entre los recursos verbales y gráficos. Los resultados obtenidos por Viviana Cárdenas son valiosos en sí mismos no sólo por cuanto avanzan en un campo de investigación apenas explorado, sino también porque pueden orientar el diseño de los cursos de lengua. Y porque además nos recuerda, me recuerda, que no es "detrás" sino dentro de la escritura, donde hay alguien que interroga, se interroga, piensa, planea, duda, revisa, buscando hacerse visible y audible ante un otro que espera.

Blanca Alberta Rodríguez

 

Jean–Claude Coquet. Phusis et Logos. Une phénoménologie du langage. París: Presses Universitaire de Vincennes, 2007, 296 pp.

La importancia de Jean Claude Coquet para la Semiótica de la Escuela de París es suficiente para que una reseña de su obra que tenga como misión incitar a la lectura debiera ser una tarea vana: la obra de Coquet se basta sola y no necesita de recomendaciones. En cambio, dar a conocer sus articulaciones principales, explicitarlas para facilitar una lectura, ardua sin duda, no sólo es recomendable sino incluso necesario. En ese sentido, el reseñista se arma de una pluma con la que habrá de subrayar, glosar, comentar al autor.

Alumno de Benveniste y de Greimas, Coquet ha sido profesor en la Universidad de Uppsala, en la de Poitiers, la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales y la Universidad París 8–Vincennes. Además del libro aquí reseñado, es autor de Sémiotique Littéraire, La Quête du sens y los dos tomos de Le discours et son sujet, que sustentó como tesis de estado. Su obra es notablemente consistente y estable en sus intereses, pues a lo largo de su vida académica no ha dejado de abogar por una reflexión sobre los vínculos entre el lenguaje y su sujeto, por una semiótica subjetal, como él la llama.

En Phusis et Logos, el autor pugna por el establecimiento de una disciplina largo tiempo anunciada pero que aún hace falta, me refiero a una fenomenología del lenguaje: la descripción de los hechos lingüísticos y el estudio de los procesos de su aparecer en la conciencia. Se ocupa de esa tarea fundacional como un desarrollo de las corrientes de la lingüística saussuriana de corte europeo y de la semiótica greimasiana, al tiempo que toma su distancia con respecto a ellas. Mediante un gesto similar de desapego y cercanía, se sitúa aparentemente al margen de la confrontación disciplinaria con otras corrientes de análisis lingüístico y de estudios filosóficos del lenguaje, pero sostiene con ellas un denso debate a lo largo de todo el libro.

Encontramos en su obra dos orientaciones fenomenológicas de la significación, ya presentes en Husserl: la producción y la observación, mi lengua o la lengua–objeto. De esas dos orientaciones, elige un retorno al sujeto hablante. Habla en nombre de esta oposición, cuyo origen encontramos en Benveniste, cuando éste postula que la referencia en el lenguaje remite a la realidad del discurso (1966: 262) y no designa, como la lingüística de lengua inglesa sostiene, una entidad o un estado de cosas en el mundo.

 

Principio de realidad vs. Principio de inmanencia

Al situarse en el principio de realidad, lo hace en nombre del retorno a las cosas mismas que preconizaba Husserl, pero que nuestro autor gusta remitir a Séneca:1 "Res ipsas intueri melius est" (es mejor mirar las cosas mismas), es decir, es mejor preservar el vínculo del ser de razón con el ser natural, el vínculo entre el lenguaje y el universo de las sensaciones. Bajo su perspectiva, la realidad no es simplemente aquello a lo que se hace referencia cuando se hace una afirmación: la realidad se torna presente en el lenguaje desde el momento en que el lenguaje se erige en una situación determinada, cuando el lenguaje adquiere existencia en acto como discurso y da existencia al sujeto enunciante, en palabras de Benveniste (1966: 260: las traducciones son mías, R. F.): "Ego es quien dice Ego". Diferente es esta mirada de quien considera un conjunto de oraciones (sea potencial o realizado) o un corpus textual desligado de la instancia de enunciación, en ambos casos el analista se limita al estudio de la lengua y se acoge bajo el principio de inmanencia; contempla las lenguas como un conjunto de enunciados que nadie profiere y cuyo contenido es de naturaleza exclusivamente inteligible, en detrimento de toda manifestación sensible.

La lengua se inscribe en el principio de inmanencia, el lenguaje en el principio de realidad y la primera se apoya en el segundo, relación unilateral de dependencia que hace surgir a una del otro y que permite a la reflexión operar el tránsito desde la lengua al lenguaje. En estas distinciones se encuentra el fundamento de esta otra oposición:

 

Enunciación vs. Enunciado

El logos, la intelección, cuyo asiento se encuentra en la inmanencia, se apoya en la physis, en el vínculo perceptual y sensible con el mundo, principio de realidad. De modo que, si el concepto remite a lo real, no lo hace en nombre del referencialismo, sino en virtud de que el enunciado, que es producto del ejercicio de la lengua, remite a la instancia que le da origen, la enunciación, como el logos remite a la physis. Esa es la virtud del retorno al sujeto hablante que autoriza al autor a hablar de la realidad desde la semiótica: la interrogación acerca del modo en que, con la lengua, se habla del mundo se ve complementada con una acerca del modo en que, con el lenguaje, nos expresamos; complementariedad que se torna patente si se formula en términos del ser: ¿cómo es que se habla del ser?, ¿cómo es que el ser se expresa y, al hacerlo, adquiere su identidad?

La enunciación tiene que ser enunciada, esa es la condición fenomenológica de su examen, pero a diferencia de Greimas no se trata de limitar el examen a la enunciación–enunciada, a ese simulacro de enunciación que se encuentra en los textos y que es considerado, por este último, como el único objeto de conocimiento al alcance de la mirada analítica. La enunciación precisa presentarse, tiene que enunciarse. No se trata de una simple localización de marcas que permiten reconstruir la imagen que la enunciación construye acerca de sí misma, sino de considerar al discurso entero como la presencia de la enunciación: epifanía de la presencia como titula H. Parret uno de sus últimos libros. Si todo el discurso es enunciación enunciada entonces es posible comprender que su examen no puede limitarse al campo de la predicación acerca de la enunciación, situada en la inteligibilidad y que sólo permite experiencias de pensamiento, sino que tiene que abarcar todo el territorio de la experiencia, incluyendo la sensible y que por ello remite a la physis.

Vale la pena detenerse en la importancia de la noción de representación y mostrar su fundamento en la fenomenología. En la lengua cotidiana, la palabra representación se emplea en diversos sentidos: como imitación o copia de algo, simulación o atribución de una apariencia a algo, equivalencia de una con otra, etcétera. De esa multiplicidad de acepciones es posible destacar la que remite a un acto de recreación, a un proceso por el que algo adviene a la existencia no sólo una sino múltiples veces, como una pieza musical o una obra teatral se ejecuta múltiples veces para existir, dado que su existencia como partitura o libreto no es suficiente: esa ópera ha sido representada "n" veces. Coquet tiene el cuidado de advertir que no se trata de una simple puesta en escena, porque se estaría frente a un simulacro, y no frente al proceso de recrear una experiencia. Con la fenomenología se intenta un acercamiento a la enunciación como evento, en su propio aparecer, y no una descripción a partir de una apariencia. Se trata de lograr una recreación de la experiencia vivida a partir del lenguaje. Dice Benveniste (1966: 25): "La lengua reproduce la realidad. Es preciso entender esto literalmente: mediante el lenguaje, la realidad es producida de nuevo. Quien habla hace que el evento y la experiencia del evento renazcan en su discurso" [subrayado del autor].

Al comentar el libro de Coquet, P. Fabbri señala que el análisis de la noción de representación es el parteaguas de su fenomenología del lenguaje con respecto la filosofía del lenguaje. Es preciso transformar la existencia del mundo en experiencia del evento y en recreación de la experiencia mediante las formas que el lenguaje crea. A manera de ejemplo, esta perspectiva es susceptible de ser trasladada al discurso histórico, el cual aparecerá, en consecuencia, como una forma semiótica mediante la que se procura invocar de nuevo la experiencia del evento pasado. Al respecto es posible remitirse al historiador mexicano, Edmundo O'Gorman (1949), quien enseña que tal recreación sólo es posible para el individuo pues, por un lado, es un acto personal, no compartido, y por el otro, aquello que es recreado es singular, posee los rasgos de la particularidad y no de la generalidad: es mi versión de la historia tal como la acabo de comprender, mediante mi acto de lectura, la que me permite recrear la experiencia del evento. Como escribe O'Gorman (pág. VII), refiriéndose a las cartas de Colón:

[..] lea el lector esta apasionada historia en los párrafos todavía mojados del agua salada del mar de China y del golfo de la India [..] y déjese de estatuas y de conmemoraciones, de discursos oficiales y de historias de tedio. Al abrir las páginas que siguen, olvide cuanto cree que sabe, y, leyendo estas cuatro navegaciones portentosas; quizá lo cambie por lo que no sabe que ahora ignora.

En estas líneas es posible apreciar el modo en que, a partir del contenido inteligible del relato, la "apasionada historia", se opera un tránsito hacia la experiencia corporal de los "párrafos todavía mojados del agua salada". En términos de Coquet, esta experiencia del lector retoma la toma de contacto experiencial del navegante (prise), es una re–presentación, una re–prise, cuya consecuencia cognitiva es doble: por una parte, el olvido del saber exclusivamente inteligible y la incorporación como experiencia propia, revivida, de un saber hasta ahora ignorado.

La investigación de Coquet se apoya en una constatación fundamental de carácter existencial: estamos siempre en busca de identidad. Dentro de esa búsqueda el lenguaje tiene un privilegio, pues realiza dos tareas: otorgar identidad, informar acerca de ella. Informa acerca de la identidad personal, así como la del prójimo y la del mundo. Asigna identidad, pero de acuerdo a la fórmula de Benveniste en torno a Ego, esa identidad es peculiar, pues se trata de la identidad que se asume al usar el lenguaje. Al decir lo anterior se corre un riesgo, pues presenta al lenguaje como un instrumento. En lugar de esto sería posible intentar una formulación menos comprometedora: la identidad se asume al practicar la actividad lingüística. Es decir, no se trata de una identidad esencial, sino una de carácter circunstancial, dado que la práctica del lenguaje se realiza en situaciones específicas: siempre que se habla se habla aquí y ahora. La circunstancia a la que aquí se alude es la de una experiencia múltiple: experimentamos el lenguaje y, al hacerlo, también nos experimentamos a nosotros mismos, al prójimo y al mundo; no sólo hablamos de ellos sino que los conocemos, los sentimos, los padecemos, intelectual, sensible, corporalmente. De modo que la identidad así obtenida en virtud del lenguaje es compleja y cambiante.

Además de ser una experiencia per se, el lenguaje en acto "transcribe" una experiencia del mundo, es una experiencia que se inscribe en la diferencia que da título al libro.

 

Physis y Logos

La experiencia corporal es, en primera instancia, en la instancia de base, un contacto corporal, cuerpo a cuerpo, en donde la vida hace de mí un texto: el cuerpo graba la experiencia del mundo, para después dar cuenta inteligible de ella mediante un proceso de traducción. La traducción es la reproducción de la que habla Coquet: una recreación que se efectúa bajo una modalidad distinta. Es así que la instancia corporal sirve de base para la instancia cognitiva.

Frente al inmanentismo característico de los años sesenta y setenta, en que se privilegió el logos y se malinterpretó la physis, Coquet se propone dar ahora lugar a la relación con el mundo. Invita a recordar que en esos años, el plano fenoménico era el plano del texto (fuera del texto no hay salvación), concebido como el enunciado, con notoria exclusión de la enunciación y la percepción en nombre del antipsicologismo. Pero ya desde Semiótica de las pasiones y, de manera más acentuada, desde De la imperfección, se inició un camino que en el momento era visto como un viaje a las profundidades del sentido, a sus bases sensibles y perceptuales. Desde entonces, la reducción al enunciado en detrimento de la enunciación ha sido considerada provisional, como una puesta momentánea entre paréntesis. No importa, frente a esta exclusión Coquet privilegia un retorno a la physis, entendido como un retorno a la "experiencia del mundo", del que el logos no puede separarse, dado que se concibe como la "enunciación del mundo", como su voz: hecho comprensible si se reconoce el lugar privilegiado del lenguaje en el vaivén entre el mundo y su logos.

Argumenta la dependencia entre physis y logos y no busca su separación, así como tampoco aboga por la unión, puesto que hace propuestas de descripción de ese vínculo. Encuentra en el lenguaje y el cuerpo las razones de la dependencia y, por eso, asume una postura enfáticamente fenomenológica para postular una unidad fundamental entre cuerpo y lenguaje. De este modo se ve llevado a plantear un continuo entre el lenguaje, el mundo y el ser. Corresponde a su teoría de las instancias instrumentar esa continuidad.

Me parece que Coquet introduce el término instancia mediante una doble referencia: por un lado, a Benveniste y, por el otro, a Freud. La expresión instancia enunciante (Coquet) es postulada a partir de la instancia de discurso (Benveniste, I: 251): "actos discretos y únicos mediante los cuales el hablante actualiza la lengua como habla". Pero el término instancia también remite a los componentes de la personalidad, característicos del psicoanálisis: el ello, el yo y el super yo. El término tiene raíces en la psicología de Emmanuel Mounier, en donde designa cada una de las partes del aparato psíquico capaces de actuar. Sin entrar en más detalle, únicamente con el afán de precisar el contorno semántico del término hay que señalar que proviene del verbo instar que significa pedir o solicitar algo, especialmente a una autoridad; de donde deriva el sentido jurídico del término, que nombra al organismo competente para recibir esas peticiones y actuar para resolverlas. Se trata de una petición que supone el reconocimiento de la autoridad a la que se dirige, de ahí que sea deferente. Añadamos el hecho de que esa solicitud posee valor de intensidad, pues se acompaña de una exigencia viva y de carácter urgente, pues es condición sine qua non para obtener lo deseado. De modo que una instancia es un componente de la psique que se presenta como el asiento u origen de una capacidad de acción que es puesta en obra a partir de las vivas exigencias y solicitudes urgentes que se le presentan, condición imprescindible de esa experiencia del lenguaje que llamamos discurso. En el sentido de exigencia es pariente, toda distancia guardada, de la conminación (sommation) de la semiótica tensiva mediante la cual los actantes del discurso, sujeto y objeto, se determinan recíprocamente. Pero la conminación se realiza entre protoactantes, mientras que la instancia es un componente de Ego, una etapa por la que pasa en el camino a la asunción de una identidad. Para Coquet, "cada instancia modela su universo de discurso: por ello se les dice enunciantes". Las instancias del discurso forman la osamenta del lenguaje, son instancias enunciantes porque enuncian nuestra identidad, la del prójimo y la del mundo. Enuncian lo que somos en circunstancias precisas, de acuerdo a nuestra experiencia; permiten discernir la identidad permanente o provisional del locutor y del auditor, la cual puede ser:

– Corporal (perceptiva): el no sujeto;

– Judicativa: el sujeto;

– Pasional o pulsional: el tercero inmanente;

– Ideológica, simbólica (las creencias en general): el tercero trascendente.

Esas instancias no son personas sino componentes convocados por el discurso con vistas a la producción y recepción del mismo discurso de acuerdo al régimen específico elegido. Así el no–sujeto remite a un tema que ha dado dolores de cabeza a los lingüistas, cuando no se han contentado con ignorarlo: ese no–sujeto remite en su terminología al papel semántico de experimentante cuya definición tradicional es, por decirlo suavemente, un "poco" tautológica, lo que no hace sino poner en evidencia la debilidad de la teoría de la referencia en que se sustenta. Como evidencia, tomo al azar algunas definiciones que se encuentran en diccionarios y manuales de la disciplina.

a) Participante animado y humano que padece un cambio de tipo psicológico.

b) Entidad que experimenta un estado psicológico expresado por el predicado.

c) Entidad sensoria que experimenta un estado psicológico.

Tautología porque entre el padecer y el experimentar, por un lado, y el cambio o estado psicológico sólo hay interdefinición, como lo es intentar definir sentimiento como el estado de sentir. Para escapar de ella, Coquet no limita su definición al principio de inmanencia, que hace del no–sujeto una mera categoría semántica definida en el marco de las oraciones con verbo de cambio o de estado psicológico, como las definiciones citadas sugieren, sino que pugna por vincularlo con la instancia responsable de la producción del enunciado, la instancia enunciante, de acuerdo al principio de realidad. Es esta la parte más polémica de su obra, pues la identificación de las instancias, su validación no puede hacerse sin conceder gran latitud a las inferencias. Al respecto, es preciso reconocer que cualquier teoría de la enunciación debe ser construida mediante ese tipo de inferencia que llamamos presuposición, sus datos siempre son inferidos, de ahí el rechazo de Greimas a presuponer una existencia fuera del enunciado. Toda su dificultad, lo que no es un obstáculo menor, reside en la validez y alcance de esas inferencias. La teoría de las instancias no descansa, pues, en el análisis textual sino en los fundamentos fenomenológicos y psicoanalíticos que el autor hace suyos.

En concordancia con el lugar fundacional que asigna a la fenomenología del lenguaje y que otorga un papel primario a la percepción, en contraste con el intelecto, que es segundo, identifica esa instancia enunciante con el cuerpo, el cuerpo sensible y sintiente, el cuerpo propio, cuerpo que en este caso se torna en cuerpo hablante o escribiente. De manera que hablar de las percepciones propias o ajenas involucra no sólo a un intelecto que reporta la experiencia como quien afirma que la tierra es redonda, sino que hace partícipe a la percepción y la sensación para indicar que se trata de una experiencia personal, vivida en carne propia.

Esto le permite reconocer una variedad de instancias enunciantes cuya identidad conjuga diferencialmente, individualización o no y singularidad o no —conforme a lo establecido por Benveniste en "De la subjetividad en el lenguaje", que se manifiestan con el empleo diferencial de los pronombres yo, se, sí, él, ello, etcétera. De esta manera, reconoce dos instancias articuladas alrededor del discurso, una de origen y la otra receptora y concibe la primera como el producto de la intervención (o no) de una instancia corporal, otra judicativa y un tercero inmanente o trascendente en función de si el régimen es, respectivamente, de autonomía o de heteronomía.

La asunción de una identidad por parte de la instancia de origen es el envite de los cuatro componentes, que responden a distintos regímenes. Acerca de este punto, existe un cierto riesgo de confusión, pues la instancia de origen es definida por otras instancias, como la instancia corporal y la judicativa: el autor habla entonces, aunque no es una designación rígida, de una instancia de origen formada a partir de sus instancias componentes. El término instancia parece ser maleable y no definirse más que por la declinación de su paradigma. De este modo, queda claro que la identidad de ego no sólo es resultado de una aserción incoativa, algo se dice acerca del mundo y del yo, sino también de una asunción terminativa, mediante la toma de contacto experiencial y su vuelta a representación intelectiva, en un tránsito continuo del cuerpo a la mente. En el diagrama, el cuerpo (a) proporciona información (toma) a la instancia judicativa (b) (retoma), quien la reelabora. Al hacerlo puede hacerlo de manera autónoma o bajo la dependencia, heteronomía, de un actante tercero, ya sea interno o externo a la instancia de origen. Un discurso se proyecta a partir de la instancia de origen, discurso en el que aparecen personajes: el "autor" es resultado de tal proyección, es una instancia de origen que se enuncia y hace enunciarse a ciertos individuos; a su vez, el narrador es proyectado por el "autor" y proyecta a los personajes, los objetiva, los crea como objetos (son puestos delante, objectum). Un recorrido similar, aunque no idéntico es seguido por la instancia de recepción, quien asume una identidad al momento de tomar contacto experiencial con la voz o con el texto.

La presentación de este modelo analítico permite a su autor establecer una tipología de sujetos, entre los que se cuenta un sujeto autónomo, un no–sujeto funcional que actúa como un mecanismo bajo el influjo del tercero trascendente, el no–sujeto limitado a la instancia corporal, etcétera. Si bien quedan claras las características definitorias de algunos de estos sujetos, otros, como el cuasi sujeto cuyo asidero en la instancia judicativa es frágil, piden un mayor esclarecimiento.

También es digno de mención las frecuentes referencias tanto a la Filosofía del lenguaje como a la Lingüística actual, tanto francesa como de corte cognitivista. Cuando se toman en cuenta las corrientes lingüísticas en boga, queda claro que al semiotista debiera interesarle confrontar el cognitivismo, aunque sólo fuera por el hecho de que esta corriente asume su tarea analítica bajo el principio de la dicotomía del signo que distingue entre un plano de la expresión y un plano del contenido: Fonología y Semántica, he ahí las dos disciplinas básicas. Pero al proseguir su examen, quizá encuentre una vertiente más arriesgada y azarosa en las relaciones entre cognición y fenomenología —entre el estudio de los hechos lingüísticos como producto de operaciones mentales y como un aparecer y una apariencia. Esta vía ha sido emprendida por semiotistas y lingüistas de diversa índole en los últimos años: pensemos en J. Petitot, P. A. Brandt, P. Cadiot, J. M. Visetti, entre otros. Pero más allá de considerar ambas disciplinas con el ánimo de su conciliación, hay otros autores que buscan explotar las diferencias que derivan de su estrecha cercanía, pienso en F. Rastier. Sobre este punto, la mirada de Coquet es crítica y las menciones, aunque frecuentes, son escasas; algunas referencias como las que hace a Givón o a Talmy son enigmáticas y pedirían una mayor argumentación y esclarecimiento.

Lingüista de formación inicial y semiotista de primera data, su discurso es claramente filosófico, pero interesará a todo aquel que se interese en el lenguaje, en el objeto, más que en las instituciones disciplinarias. Al respecto, hubiera caído bien un índice de temas y no nada más uno de autores. La profusión, variedad y relevancia de autores citados indica el papel de ilustración que juega la cita. Al respecto, el semiotista, pero sobre todo el lingüista, habituados al manejo de corpus, sentirá una cierta desazón y quizá añoren ejemplos de análisis de acuerdo a las costumbres de la disciplina. Este sentimiento no carece totalmente de razón, pero rompe con la naturaleza filosófica del ensayo. Problema de usos y costumbres sin duda, pero más bien, de género discursivo.

La obra se divide en dos grandes apartados cuya extensión respectiva guarda un cierto equilibrio: uno, "sintético" —según palabras del autor—, presenta sus tesis articuladas unitariamente; el otro, "analítico" sirve de "ilustración", aunque más bien, los catorce artículos que componen la segunda parte amplían los temas de la primera o son estudios sobre los que se apoyó ésta o que muestran una etapa decisiva del desarrollo de sus ideas. Sin menospreciar la importancia de los distintos artículos que conforman la segunda parte, una mención especial debe hacerse al primer artículo, "La sintagmación de Aristóteles a Benveniste", en donde argumenta la función asertiva en el lenguaje, además de la predicación, en unas páginas muy informativas sobre Aristóteles y Port–Royal. Igualmente, el lector podrá sacar mucho provecho del artículo intitulado "El juego de las instancias y de los pronombres personales", el cual presenta un análisis comparativo de la instancia enunciante en distintos discursos a partir de sus marcas formales; en él se hace referencia a la instancia veridictoria, un tema fundamental que el libro no desarrolla pero que se encuentra presente en su célebre artículo "L'homme et la coquille", el cual forma parte de La quête du sens. Por último, el lector novel interesado en integrar el pensamiento de Coquet en el seno de las corrientes semióticas, podrá conocer su punto de vista al respecto en "Dos paradigmas de la semiótica europea: la narratividad y la discursividad" y en "La semiótica y los fundamentos de la significación".

Indudablemente, el pensamiento de Coquet plantea interrogantes decisivas para el quehacer semiótico. Sus aportes a una teoría de la enunciación, por polémicos que sean, no pueden ser ignorados. Es, pues, de lamentar el escaso eco que ha tenido su obra en México y, en general, en Latinoamérica. Sin duda es un autor difícil, exigente, que no se presta a aplicaciones apresuradas, pero eso no debe constituir un obstáculo para su lectura. Cabe esperar que sea remediada, al menos parcialmente, la carencia y que sus libros sean traducidos al español. En todo caso, que sirva la presente reseña como medio para poner en la mesa de discusión las tesis del autor.

Roberto Flores

 

Ivan Darrault–Harris/Jacques Fontanille (eds.), Les âges de la vie. Sémiotique de la culture et du temps, París: PUF, 2008, 382 pp.

Hablar de "edades de la vida" es, sin duda, hablar del tiempo y, por supuesto, también de la cultura. Las etapas del decurso vital están marcadas por el tiempo que corre desde el nacimiento hasta la muerte. Y esas marcas se inscriben en el cuerpo, y en él dejan sus huellas. A partir de ahí, la cultura interviene para reconocerlas, ordenarlas y darles sentido. Aparece entonces una semiótica de las "edades de la vida".

Los editores agrupan las colaboraciones del volumen en cuatro partes, bajo los títulos siguientes: I. Las edades de la vida en la teoría semiótica; II. Edades y formas de vida; III. Explotaciones estratégicas de las representaciones de la edad; IV. Competencias y culturas de la juventud y de la vejez.

Los editores comienzan por señalar que ese recorrido, al que aludíamos, goza de una continuidad sin fallas, y que, lo mismo que ocurre con el espectro de la luz solar, el espectro temporal de las edades de la vida está sometido a una segmentación que opera en el lenguaje y la cultura: hasta el siglo XVIII no se reconocía la infancia como etapa de la vida; formaba parte de la niñez. Y la etapa del lactante no es identificada hasta la segunda mitad del siglo XX. Recientemente, han aparecido segmentaciones en el campo de la adolescencia, con sub–etapas como pre–adolescencia, adolescencia y post–adolescencia. Lo mismo está sucediendo con la vejez: adultos mayores, tercera y hasta cuarta edad. En resumen, se puede observar que las "edades de la vida" van modificando la segmentación tradicional por un doble movimiento: por el lado de la adolescencia, una tendencia a la anticipación: cada vez comienza más temprano; por el lado de la adultez, y sobre todo de la vejez, una tendencia a la postergación: los adultos se casan cada vez más tarde, y los ancianos retrasan cada vez más su vejez. Es un hecho constatado que el promedio de vida se alarga cada vez más. Todo esto arrastra consecuencias para las "formas de vida" de cada edad, así como para su identificación. Hace algunos años era inconcebible que un anciano (hombre o mujer) condujera un automóvil en una gran ciudad, y hoy lo vemos a diario.

La semiótica no puede dejar de interesarse por estos fenómenos, puesto que inciden, de una manera o de otra, en las "formas de vida" y en la cultura. Se habla hoy de una "cultura de los jóvenes", pero se puede hablar igualmente de una "cultura de la tercera edad", o "de la cuarta", o "de la quinta".

La edad es, ante todo, un fenómeno que concierne al cuerpo, a sus representaciones y a las formas significantes que produce o soporta. Todas las modificaciones que el cuerpo sufre al pasar de una edad a otra constituyen, en conjunto, una "forma de vida" coherente, y la semiótica se esfuerza por tomarlas en cuenta también en conjunto, empezando por la dimensión polisensorial y terminando por las diferentes formas de expresión semiótica y por su sincretismo. De ese modo, podrá sacar a la luz la encarnación específica de las formas semióticas que caracterizan cada una de las "edades de la vida", dentro de cada sociedad.

La primera sección, con el título Las edades de la vida en la teoría semiótica es iluminada desde el final de dicha parte por la colaboración fundante de Jacques Fontanille: "Edades de la vida: los regímenes temporales del cuerpo". El autor comienza por postular que las "edades de la vida" no pueden ser definidas si no se hace a partir del cuerpo en devenir, una vez que han sido socializadas y culturizadas, y después de una especificación de su relación con el tiempo. Para eso, se plantea, primero, definir las propiedades y las figuras de los regímenes temporales pertinentes, y luego trata de establecer las figuras del cuerpo y su relación con el tiempo. El tiempo y el cuerpo se dejan aprehender, desde un punto de vista semiótico, en cuanto a conjuntos de figuras: figuras temporales y figuras corporales. Unas y otras constituyen configuraciones: regímenes temporales por un lado, y tipos corporales, por otro. Los regímenes temporales se caracterizan por las figuras típicas que comportan y por las propiedades que dichas figuras determinan. Las figuras temporales funcionan como "figuras–signos", y son los "constituyentes" de los regímenes temporales; por ejemplo, el "instante", la "ocasión", o "una generación" (aevus). Las propiedades no temporales distinguen a unos regímenes temporales de otros, como, por ejemplo, la "sucesión" o la "perspectiva". Estas propiedades no son específicamente temporales, sino más bien modales, actanciales, enunciativas, y, en general, aspectuales y rítmicas. Es decir que operan como exponentes. A su vez, las figuras temporales (iconos reconocibles) se caracterizan en dos niveles distintos: por rasgos figurativos, que son "constituyentes" de las figuras: el cronotipo ascendente y el cronotipo decadente son dos de esos rasgos figurativos, que concurren a producir la figura del presente, según G. Guillaume; y por propiedades no temporales, que son más bien "exponentes", como la "dirección" y la "perspectiva", las cuales permiten distinguir el "instante" del "presente". Los regímenes temporales son configuraciones, es decir, conjuntos sintácticos de figuras y de propiedades; las figuras son iconos temporales, o sea, "partes" de tiempo reconocibles y aislables, que pueden ser denominadas, como sucede con las "edades de la vida". Porque la "vida" introduce un régimen temporal específico, que consiste en un curso orientado y regido por un "deber–ser" (necesidad), entre un límite inicial (el nacimiento) y un límite final (la muerte). Jean–Claude Coquet, en "La quête du sens", define ese tipo temporal como "el tiempo del tercio actante" (o Destinador) y lo opone al "tiempo del primo actante", y especialmente al "tiempo subjetivo" (tiempo propio del sujeto), que sería, por tanto, el tiempo de la experiencia, así como el tiempo del "tercio actante" sería el tiempo de la existencia.

Fontanille avanza la hipótesis de que los dos grandes regímenes que J.–C. Coquet plantea corresponden más o menos a los dos grandes paradigmas filosóficos en materia de ontología temporal: el tiempo de la existencia y el tiempo de la experiencia, y esta distinción "ontológica" podría incluso ser considerada como el fundamento epistemológico de una semiótica del tiempo, capaz de proporcionar la categoría elemental, a partir de la cual se formaría la primera distinción semiótica a la que se referirían directamente, todas las reflexiones sobre el tiempo. En efecto, la mayor parte de las representaciones del tiempo constituyen el sub–producto de un desembrague ontológico: en el "ser" no encontramos ni tiempo ni cambio, mientras que en la "existencia" (en el "estar"), vivimos en el cambio e inventamos formas temporales para hacerle frente. El tiempo de la existencia se especializa como el "tiempo del mundo", como el "tiempo cronológico", el "tiempo cosmológico" o el "tiempo mítico". La experiencia, en cambio, rechaza el desembrague ontológico y opta por el embrague, el cual permite la captura del "tiempo de la existencia" por el "tiempo de la experiencia". El tiempo de la experiencia se caracteriza como "tiempo vivido", "tiempo subjetivo", "tiempo de la percepción" o "tiempo del cuerpo sensible".

El "tiempo de la vida" puede someterse a cada uno de esos dos regímenes: al de la "existencia" en cuanto sucesión entre límites y flujo orientado; al de la "experiencia" en cuanto que es vivido, puntual o durable, contraído o alargado. Las operaciones que permiten pasar de un régimen a otro son: el desembrague, que busca la integración del tiempo de la experiencia en el tiempo de la existencia, y el embrague, que logra capturar el tiempo de la existencia por el tiempo de la experiencia. Ese doble movimiento entre los dos regímenes temporales de base engendra diferentes formas intermedias, que se pueden identificar globalmente como tercer tiempo social. Ese es el tiempo del calendario, el tiempo litúrgico, el tiempo de las prácticas sociales, y el tiempo de las "edades de la vida". Cada uno de esos tiempos constituye casos particulares, "coloreados" por un investimiento temático específico, del "tercer tiempo social". Si nos colocamos en el punto de vista de la existencia, tendremos que ver con el cuerpo como "organismo del mundo"; si nos ubicamos en el punto de vista de la experiencia, tendremos que ver con el cuerpo como "cuerpo propio". El cuerpo sometido al tiempo del "tercio actante" es un cuerpo material orgánico, cuya propiedad principal consiste en estar dotado de un principio de auto–organización dinámico (una "energía que le proporciona la animación necesaria para ser un actante"). La estructura material y energética de ese cuerpo "mundano" es la que porta el régimen temporal de "la carrera hacia la muerte". En cambio, el que se compromete con el tiempo "subjetivo" es el "centro sensible" de la experiencia: experiencia de sus propios límites. Esta experiencia de los límites propios culmina con la estabilización de la forma percibida del cuerpo propio, que es la forma de la "envoltura". Pero, además, en cuanto "carne", puede tener la experiencia de su propia deformación, de sus mociones íntimas y del desplazamiento. Si el "cuerpo propio" fuera definitivamente independiente del "cuerpo mundano", la cuestión de "las edades de la vida" cambiaría de sentido, ya que la experiencia del cuerpo propio jamás sería afectada por la edad; pero la tensión y la dialéctica que se entabla entre el tiempo de la experiencia y el tiempo de la existencia concierne igualmente a la relación que se establece entre los dos tipos corporales.

De la misma manera, se distinguen y se confrontan el "cuerpo de la existencia" (cuerpo mundano) y el "cuerpo de la experiencia" (cuerpo propio); y de igual modo, un "tercer cuerpo" (el cuerpo socializado, el cuerpo como configuración cultural), es el que surgirá de esa tensión y de su resolución. Los tipos semióticos del cuerpo que serán solicitados por el régimen temporal de las "edades de la vida" no son ni figuras del cuerpo de la existencia, ni figuras del cuerpo de la experiencia, sino más bien figuras de ese cuerpo social y cultural, tercer cuerpo portador de la semiotización de la existencia somática y de la experiencia corporal.

Desde un punto de vista semiótico, los cuerpos serán considerados bajo el ángulo de su capacidad para figurar como actantes en semióticas–objetos (textos, imágenes o situaciones de interacción). Para que una "cosa" material cualquiera pueda devenir un actante, es preciso que se le pueda reconocer por lo menos un principio dinámico, una capacidad para suscitar o para padecer transformaciones, y para eso, es necesario que presente una tensión global entre una estructura material energética y una exterior; la forma exterior, estable o inestable, da testimonio de las interacciones entre la mayor o menor resistencia de la estructura material a las presiones que se ejercen sobre ella con vistas a las transformaciones. En otros términos, se reconoce un actante (un "icono actancial") por el tipo de equilibrio que ofrece entre la forma de su "continente" y la estructura de su "contenido". Recuperando el modelo establecido por el autor en Soma y Sema, las figuras corporales de base son: el cuerpo–envoltura, el cuerpo–carne, el cuerpo–cavidad y el cuerpo–punto.

El cuerpo–envoltura es solicitado: (i) en cuanto soporte de las huellas observables y objetivas (formas, tonicidad aparente, arrugas, manchas, etc.) y (ii) en cuanto experiencia de sus límites propios y de su deformación en el tiempo;

El cuerpo–carne es requerido: (i) en cuanto estructura orgánica sometida al tiempo de la existencia, y (ii) en cuanto soporte de la experiencia temporal íntima (bienestar o malestar asociados a las mociones íntimas);

El cuerpo–cavidad es un cuerpo "habitado", poblado por actores y por figuras sensibles, cuya frecuencia de aparición determina, entre otras cosas, las "rutinas" corporales (vs las innovaciones y los descubrimientos);

El cuerpo–punto es un cuerpo actualizado: (i) por las modificaciones del estilo de movimiento (velocidad, amplitud, etc.), y (ii) por la experiencia del desplazamiento (sentimiento de coordinación, de continuidad o de discontinuidad).

El régimen corporal específico de las "edades de la vida" introduce diferencias cualitativas y etapas en el flujo continuo de la "carrera hacia la muerte", y, por otro lado, unifica y estabiliza las diversas experiencias que determinan, para un sujeto dotado de juicio, las experiencias individuales. En la medida en que las "edades de la vida" componen un régimen temporal de conciliación entre el régimen de la existencia y el de la experiencia, dicha "conciliación" puede ser considerada como una relación expresiva (como una función semiótica). Los diferentes regímenes semióticos de esa "relación expresiva" se encuentran en el cruce de las figuras temporales con los tipos corporales. De tal modo que:

• A la deformación de la envoltura corresponden las inscripciones;

A las mociones de la carne, corresponden las trazas;

A la agitación del cuerpo–cavidad, corresponden las diégesis ("escenas interiores");

• A los desplazamientos del cuerpo–punto, corresponden las deixis.

Gracias a "las edades de la vida", las dos dimensiones de la relación con el tiempo, experiencia y existencia, entran en una relación semiótica, en la que los formantes sensibles de la experiencia se convierten en "expresiones" para las posiciones existenciales, que funcionan entonces como "contenidos". En esa perspectiva, concluye Fontanille, los cuatro tipos de huellas: las inscripciones, las deixis–itinerarios, las diégesis–escenas interiores y las trazas sensorio–motrices constituyen las figuras típicas de la iconización de las distintas fases de la experiencia–existencia.

En "La sémiotique et la vie", Sémir Badir se plantea la posibilidad de la semiotización de la vida. Después de revisar la polémica que ha enfrentado a los antivitalistas con los vitalistas en el ámbito de la lingüística, aborda la cuestión central de su trabajo: ¿en qué circunstancias la vida es susceptible de servir de instrumento modelizador para una teoría semiótica? La cuestión, según el autor, sólo tiene sentido si tenemos en cuenta que la semiótica de obediencia hjelmslevo–greimasiana ha sido hasta muy poco antivitalista por indiferencia o por denegación de toda pertinencia vitalista, y si, por otra parte, dicha cuestión se coloca en el horizonte de un monismo o de un dinamismo entre conocimiento y ser, entre concepto y vida, entre semiosis y real. Al proponer la vida como instrumento modelizador de la teoría semiótica, S. Badir se cuida muy bien de no confundir la vida con su concepto.

En consecuencia, tiene que proceder a neutralizar los argumentos antivitalistas que impedirán contestar a su pregunta central. En primer lugar, no es correcto decir que hablar de "vida del lenguaje" es usar una metáfora. De ninguna manera. La expresión "vida del lenguaje" no señala un núcleo semántico común entre la concepción de la vida y la concepción del lenguaje. Lo que hace es elevar el sentido a un nivel de abstracción donde los conceptos usualmente empleados para dar cuenta del nivel de observación empírica exigen ser reexaminados. A la semiótica le corresponde el mérito de haber mostrado cómo se llega a tales abstracciones y cuál es su utilidad. Por consiguiente, está dispuesta a recibir la vida entre sus medios de acción.

Frente al argumento antivitalista según el cual, "la vida no es tomada en sentido literal", Sémir Badir pregunta simplemente: ¿y qué es la vida en sentido literal? No es únicamente la vida la que se acerca al lenguaje, es el lenguaje el que se acerca a la vida. Gracias a los trabajos de J. Petitot (1985) sobre la morfogénesis del sentido, los intereses de la biología y de la lingüística han terminado por convergir. Y la semiótica es el lugar de ese encuentro.

"Hablar de 'vida del lenguaje' es desdeñar el detalle complejo de los hechos". Aunque esa formulación pudiera encerrar buena parte de verdad, no se puede aceptar la consecuencia. La abstracción, cuya causa es la vida, expresa un esfuerzo de síntesis, y hoy en día a las visiones sintéticas se les reconoce un valor científico inherente. La modelización semiótica ofrece también una perspectiva sintética a los problemas y a los corpus que analiza.

El autor repasa a continuación aquellos caracteres "vitales" que los vitalistas han atribuido al lenguaje. Entre esos caracteres, destacan:

1) La autonomía con relación a la voluntad humana. La semiótica tiene entre sus propósitos la modelización de sistemas elaborados en distintos grados de autonomía en relación con el sujeto intencional o con el agente. Dicha autonomía es relativa, pues no hay forma semiótica más que para una sustancia semiótica; pero en ningún caso remite a una causalidad psicológica que se mantendría fuera de la semiótica. La semiótica produce un método de objetivación del hacer humano en el que cada uno de sus niveles tiene su consistencia y su vida propia.

2) Crecimiento y cambio: La vida manifiesta cierto sistema organizado y cierto proceso, innovador. En ese sentido, reúne una sincronía y una diacronía. Se puede hacer la hipótesis de que ese gesto sintético es adecuado para intentar una descripción diacrónica de las ideas, de los conceptos, de las nociones o de los significados. La "vida de una palabra" ocupa un espacio particular en un "logosistema", que, como el lecho de un río, no cesa de desplazarse y de franquear fronteras. Podemos tratar de describir las puntas intensivas y las capas extensivas de un espacio semejante y enlazar así un espacio con un tiempo. Así hace la vida y así hace la historia.

3) Estado de equilibrio. La vida expresa una norma naturalizada. La semiótica ha sentido siempre lo normativo como algo embarazoso. Epistemológicamente, ha tratado siempre de separar lo descriptivo de lo normativo. Si la vida expresa el estado denotativo de una semiosis, la semiótica, por su parte, no se limita al análisis de las posibilidades; puede muy bien adaptarse a una razón práctica.

4) Carácter lógico. La vida es semiótica. Dicho de otro modo, es lógica tanto como estética y ética; es una razón apoyada en lo real y en la calidad. En tal sentido, la negación de la vida no es la muerte sino lo monstruoso, por ilógico, inmoral y antiestético. Es preciso considerar la vida a la manera del signo, como una entidad bifaz, cuya propiedad reside en la interacción de sus dos caras. Lo que llamamos vida es, según S. Badir, lo viviente y lo vivido al mismo tiempo.

Lo viviente es aquello que es predicado, sustantivado y sustanciado, organizado y recorrido. Lo vivido, por el contrario, predica y organiza; es una instancia de subjetivación, el principio de organización en acción en lo viviente.

Saussure puso siempre reparos a la vida porque no permitía captar el hecho semiológico. Pero ese era el Saussure del Curso de lingüística general; sin embargo, en los Manuscritos, el Saussure nocturno rescata el valor semiótico de la vida. "¿Hay algo así como el análisis anatómico de la palabra? No. El anatomista separa en un cuerpo organizado partes que, después de la abstracción de la vida, siguen siendo, no obstante, el hecho de la vida"2.

El autor subraya el valor de esa expresión. Con ella se alcanza la esencia del lenguaje, el carácter vital y semiológico del lenguaje. Hay en él algo que describir, y es el hecho mismo del lenguaje: su sentido, y también sus formas. Entre el ser del lenguaje y su conocimiento, entre la vida lingüística y su conceptualización lingüística, hay un trabajo de abstracción reversible. Y en eso consiste lo semiológico: en que todo lo que es distinto en un plano —expresión o contenido— repercute en el otro plano. Porque hay que reconocer que el lenguaje, en cuanto cosa viviente, es exactamente lo que se diga que es en cuanto cosa vivida; y que las querellas entre lingüistas son solamente metafísicas.

Finalmente, S. Badir pasa a hacer unas breves reflexiones sobre la semiótica y las formas de vida. Si la semiótica ha sido inicialmente antivitalista, sería falso decir que no se ha preocupado de la vida. Si la semiótica es antivitalista, lo es porque es discontinuista. Habría que decir, a la luz de las últimos desarrollos de la semiótica (J. Fontanille, Cl. Zilberberg, E. Landovski), que ha sido discontinuista, pues a partir de De la imperfección, está recuperando los dominios de lo continuo, y por tanto, se orienta hacia las perspectivas vitalistas. En el recorrido generativo del plano de la expresión, J. Fontanille coloca en el sexto nivel las formas de vida. Con esta expresión, se reordena la problemática filosófica de la relación entre lo inteligible (la forma) y lo sensible (la vida). En el mismo año de la publicación de Prolegómenos a una teoría del lenguaje (L. Hj elmslev, 1943), Henri Focillon publica una obrita, ya clásica para el pensamiento estético, Vida de las formas. De las formas de vida a la vida de las formas, ¿hay antagonismo, asimilación o dinamismo?, se pregunta S. Badir. Para Focillon parece claro que no existe antagonismo, pues se desliza insensiblemente de la vida como forma a la vida de las formas. El autor confía en que en la semiótica ocurra lo mismo, a tal punto que la expresión forma de vida resulte pronto redundante.

En "El mundo de la adolescencia o la pérdida de la autoridad", Pierre Boudon aborda, desde una perspectiva filosófica, los problemas que plantea el ejercicio de la autoridad frente a la etapa de la adolescencia. Para explicar dicha crisis, elabora un interesante modelo que le permite explicar las relaciones y determinaciones que se establecen entre el contrato y la Ley. Basándose en un texto de Hannah Arendt, concibe la adolescencia como estado provisional entre la edad adulta y la niñez. Lo cual quiere decir que la adolescencia no es una "edad" autónoma, sino que depende de sus contornos, y da lugar a un sub–conjunto heterogéneo. Esto no quiere decir que en ese periodo se desconozca la noción de ley: sencillamente funciona de otra manera: sobrepasa los límites "jurídicos" para inscribirse en el ámbito de las relaciones entre naturaleza y cultura, ámbito propio de lo que llamamos "civilización". El uso de las expresiones "naturaleza" y "cultura" no es empírico, sino epistemológico. A lo sumo, podemos hablar de un dominio de las formas naturales (el cosmos) y de un dominio de las formas culturales (taxonomías, organización social, sistemas de normas...). Desde esta posición, reformula su propio modelo para dar cabida en él a la naturaleza y a la cultura, sin dejar de lado, claro está, ni el contrato ni la Ley.

Dominique Ducard reflexiona sobre la violencia de las imágenes en "El ídolo de los jóvenes: discurso sobre la violencia de las imágenes". Tres informes oficiales sobre el tema suscitan el interés del autor. Y a partir de ellos, revisa los argumentos sobre la cuestión de la imagen, desde su modelo teológico, pero con una visión semiótica y con una concepción de las edades del signo visual.

La preocupación oficial se centra en los límites de edad para establecer la responsabilidad social frente a la visión de imágenes de violencia. Los jóvenes sucumben ante la naturaleza primaria, esencial, de la imagen, puesto que la imagen no lograría su objeto si no suprimiera la distancia que separa al espectador del espectáculo. Una imagen captada como una imagen sería una imagen fallida. En ese efecto de abolición de la distancia, introduce el autor los debates entre iconoclastas e iconodúlicos (veneradores de los iconos). Para estos últimos, la condición de posibilidad de la imagen artificial que es el icono, se encuentra en la imagen natural que es el cuerpo carnal divinizado de Cristo. Dicho de otro modo, el misterio de la Encarnación del Verbo justifica el uso litúrgico de las imágenes; y por tanto, el uso catequístico. Los iconoclastas, por el contrario, han denunciado la idolatría sustancialista que pervierte la veneración del prototipo en adoración de la réplica, por la ilusión de la presencia inmediata de lo divino, de donde deriva todo género de supersticiones. El icono es fundamentalmente analógico y mediato; el lazo simbólico que soporta consiste en una relación de semejanza formal con aquello que representa. La mirada que se fija en el icono se sostiene por el eco del misterio de la Encarnación. Generalizando, se puede decir que el modo de visibilidad propio del icono, sobre el cual debería regularse nuestra mira de cara a las imágenes, pone al sujeto en relación con lo íntimo, que es transfigurado en el artefacto por la "fuerza metamórfica" de la imagen.

Entre una imagen esquematizada de la juventud y una modalidad de la imagen visual se establece una convergencia. Se trataría, en tal caso, de elaborar un plan que ayudase a la "maduración de la mirada". En la época de la videoesfera (Debray), en la que domina lo visible, los jóvenes están sometidos al poder de la imagen (afectos y sentimientos) y centrados en el cuerpo (sensorium). El signo visual, en su función más profunda y más primitiva, corresponde a los primeros tiempos del ser humano, puesto que las vías primitivas del conocimiento del mundo son las de la percepción, y especialmente de la percepción visual. Lo importante aquí es, finalmente, la manera en que una esquematización de la clase de los jóvenes, que subyace a los discursos psicológicos y sociales, concuerda con una reflexión especulativa sobre la imagen, que se reencuentran en un esquema lógico y genérico del pensamiento–signo (Occam) cuando participan conjuntamente en la elaboración de una doxa axiológica de lo visual.

La segunda parte se centra en el tema de Las edades y las formas de vida, y las tres colaboraciones que la integran analizan textos concretos. El primero, firmado por Marion Colas–Blaise, analiza la obra de Julien Gracq, bajo el título de "Las edades de la vida en Julien Gracq: el juego, la infancia y el mito: retos y estrategias" . La autora, después de recorrer la obra de Gracq, se centra principalmente en la novela Rivage des Syrtes (1951). Antes de entrar en el análisis particular de las formas discursivas complejas de la novela, se pregunta por las condiciones modales de la reactualización del discurso de la infancia. Para Gracq, la centralidad de la infancia se sitúa en el juego, el cual es definido como "una acción libre, sentida como ficticia y situada fuera de la vida corriente, capaz no obstante de absorber totalmente al jugador; una acción desligada de todo interés material y de toda utilidad". Tres rasgos caracterizan, según Gracq, la experiencia lúdica: 1) la privatización del espacio–tiempo lúdico; 2) la función imaginante; 3) el comercio de la intensidad y de la extensidad. En Le Rivage des Syrtes, la "mira" incidente y la valencia incoativa sirven de soporte a una sensibilización y a una renovación de los valores. La transformación principal consiste en la liquidación de la carencia tímica, del "tedio superior", que marca una desafección y una devaluación generalizadas y que genera el gesto fundador del personaje Aldo, figura emblemática que encarna "millones de deseos dispersos e inconfesados". Aldo trata de amoldar su discurso al discurso infantil, llevando al extremo la ilusión de la experiencia viviente. El juego cumple la función de avanzar la posibilidad de una mutación aspectual y de una confrontación con un modelo heterónomo.

Después del crucero, la juventud es la llamada a mantener el progreso, es decir, desde el punto de vista tensivo, "una lógica implicativa ascendente, ritmada por momentos concesivos que aseguran el relanzamiento del movimiento". Sin embargo, la oposición entre la desmesura del adolescente y la mesura del adulto desliga la "realidad" de las contingencias históricas y sociales en provecho de modelos de inteligibilidad que se supone son "universales". La convocación insistente de la configuración analógica del cuerpo socio–político como "viejo", acentúa el "descentramiento" y abre el discurso a lo intertextual e incita al desciframiento simbólico. Como consecuencia, da lugar a una "naturalización" de la concepción de las edades de la vida. El dominio que el tiempo de la existencia ejerce sobre el tiempo del actante social, va creciendo con la edad.

El trabajo de Luisa Ruiz Moreno, titulado "La vejez, la pérdida modal vs la memoria y la espera", analiza un relato de María Teresa Andruetto, La vibración del universo. La autora parte de la hipótesis de que "la vejez como forma llega a ocupar el lugar de la vejez como edad en calidad de presupuesto, lo cual permite la constitución, gracias al proceso discursivo, de una verdadera forma entre ambas; dicho de otro modo, una estructura que las subsume y las hace pasar a la calidad de términos dependientes de la vejez–forma–de–vida". Con modelos bien elaborados, nos permite comprender que la vejez–forma, una vez que ha hecho entrar a la vejez–edad en un estado de dependencia, la ha colocado en una forma tal que tanto la vejez–forma como la vejez–edad son sólo variantes de la vejez–forma–de–vida, invariante más allá de la cual lo único que se puede hacer, según la autora, es asomarse al sentido amorfo de la vejez, es decir, a la vejez abandonada a su suerte.

En tal sentido (F: vejez–forma–de–vida), sería la forma de vida de Victoria, la antigua concertista y profesora de música que manifestará (F) en un estilo de vida (E), del que da cuenta el narrador del relato "La vibración del universo". La discursividad del relato despliega en (E) lo que condensa (F) en la complejidad que se establece entre la vejez–forma (F1) y la vejez–edad (F2). Y es esa oposición solidaria la que permite a (F) liberarse del sentido amorfo de la vejez.

A la par, la vejez como forma y la vejez como edad se configuran según dos regímenes: el régimen de la memoria y el régimen de la espera, para la vejez como forma; el régimen de la apatía y el régimen de la terminación, para la vejez como edad. En el régimen de la memoria, S1 (Victoria) se ubica en la intersección de dos ejes que avanzan hacia profundidades diferentes de la memoria: la intensidad y la extensidad. Por el eje vertical, una memoria muy interna o tónica, que corresponde a la práctica de Verónica cuando contempla las fotografías de su vida pasada y recuerda los nombres de sus alumnos y sus habilidades personales. Sobre el eje horizontal, la memoria se extiende sobre los acontecimientos cotidianos, sobre las expresiones, sobre los usos y prácticas que hacen presentes las diferentes dimensiones constitutivas del sujeto. En consecuencia, la memoria que se extiende privilegia su atención sobre los deberes y costumbres domésticas y tiene por efecto el don de sí, el laxismo y el consentimiento, que se manifiesta como docilidad o como debilidad.

El régimen de la apatía, que se refiere a los otros, a los "viejos" que la rodean, se organiza igualmente por la intersección de los ejes de la intensidad y de la extensidad. Pero esta vez, S2 (los "viejos") se colocan en el vértice de las coordenadas. La intensidad es ahora la intensidad de la distancia que se establece entre el sujeto y los objetos, y la extensidad constituye el eje en el que los valores se hacen presentes en forma de pérdidas: pérdida del oído, pérdida de la palabra, pérdida de la motricidad... Victoria tiene su propia pérdida: ha perdido la flexibilidad de las manos, lo que le impide seguir con su carrera de concertista.

Finalmente, Luisa Ruiz Moreno trata de organizar la vejez–forma (F1) y la vejez–edad (F2) en un conjunto coherente, haciendo ver cómo se integran las dos formas en una totalidad más englobante, que sería la "vejez como estilo de vida", y que el discurso dispone como lo muestra el cuadro:

Si la forma del universo, concluye la autora, se manifiesta en una vibración: la música, Victoria manifiesta su forma en la tensión del estilo sostenido por una lógica concesiva, que podría enunciarse de la manera siguiente: aunque la vejez como edad se imponga, la vejez como forma hace resistencia, lo cual bien podría ser entendido como una atenuación frágil y perecible del horror: la ilusión de la vida, pero una atenuación de todos modos, que, en cuanto tal, mantiene la vida en su valor.

La contribución de Jean–Michel Wirotius, "La vejez y la discapacidad en los textos reglamentarios y en el discurso médico: aplicación de normas sociales y cambio de forma de vida", examina un corpus de textos oficiales, de los que ofrece abundantes datos estadísticos. En ellos descubre la reiteración de los sintagmas "personas de edad avanzada" / "persona discapacitada". En los enunciados escritos de ese corpus, se trata habitualmente de establecer un esquema narrativo de tipo manipulación–solución, que propone a un sujeto (persona discapacitada o persona de edad avanzada) hacer valer sus derechos, a partir de un análisis de criterios sociales y médicos, para obtener las atribuciones que la sociedad le ofrece. La noción de "persona", que es habitualmente repetida delante de "edad avanzada" y de "discapacitada", no tiene en ambos casos la misma significación. La secuencia "persona de edad avanzada" se refiere ante todo al contexto social, y en ese caso, es reemplazada a veces por el término "población", mientras que la secuencia "persona discapacitada" se refiere siempre a una situación más individual. Las categorías esenciales son representadas por la "cantidad" versus la "calidad" y por "lo social vs lo individual", que corresponden a datos graduales, de lo más cuantificable a lo menos cuantificable, para uno de los sintagmas, y del ámbito social al ámbito individual, para el otro. La edad y la discapacidad son términos que se complementan mutuamente, cada uno de ellos aporta al campo semántico dimensiones que el otro no posee, pero que son necesarias para el sentido global de la secuencia y para el sentido de cada uno de los términos. El sintagma "persona de edad avanzada", por sí solo, no tiene el mismo sentido que el sintagma "persona discapacitada", ni a la inversa. Con la aplicación del modelo del espacio tensivo, Wirotius puede mostrar cómo las "personas de edad avanzada" se ubican en el encuentro de las valencias "cuantificado" y "social", mientras que las "personas discapacitadas" aparecen en el cruce de lo "no cuantificado" y lo "individual". De donde extrae la siguiente conclusión: la edad y la discapacidad tienen una proximidad semántica, caracterizada por:

– la desvalorización;

– las carencias posibles: a) de libertad, de dignidad, de humanidad, de igualdad... con una señal que remite a mecanismos de indignación; b) de actividad, de capacidad, de accesibilidad, de solidez, que remiten a mecanismos de compensación; c) de seguridad, de autoridad, de solidaridad, que apuntan a mecanismos de protección.

La tercera parte, con el título de Exploraciones estratégicas de las representaciones de la edad, reúne cinco colaboraciones en las que se analizan las diversas formas en que el periodismo y la publicidad explotan las representaciones de la edad.

Finalmente, la cuarta parte estudia las Competencias y culturas de la juventud y de la vejez, estableciendo interesantes relaciones entre ellas. El volumen, de 382 páginas, se cierra con la contribución de Ivan Darrault–Harris, coeditor de la obra que comentamos, quien, bajo el título "Un modelo generativo de los comportamientos y de los discursos adolescentes", se propone aplicar un modelo etnosemiótico al análisis de los comportamientos y de los discursos adolescentes. Después de defender el punto de vista etnosemiótico, trata de mostrar la existencia de una intersección conceptual, y, más precisamente, de una posible y heurística articulación con el psicoanálisis. Según el autor, la etnosemiótica encuentra plenamente el psicoanálisis en la reafirmación de una ausencia de lazo de causalidad lineal entre los procesos orgánicos, los procesos psíquicos y los comportamientos. Según eso, la hipótesis central del trabajo es doble:

1) en el plano de la forma del modelo, se trata de una estratificación de niveles, que va desde el nivel de base, constituido por el cuerpo y por el psiquismo (la "realidad psíquica" freudiana) hasta el nivel de superficie donde se perciben las producciones semióticas verbales y no verbales. Las relaciones entre niveles no son relaciones de causalidad, sino de conversión semiótica;

2) en el plano del contenido modelizable, los niveles básicos estarán constituidos, en consecuencia, tanto por el cuerpo como por el psiquismo, constituyentes de la instancia de enunciación. El autor adelanta que el modelo debería permitir la formalización del engendramiento específico de la significación en la adolescencia, respetando la diversidad de estilos individuales y socioculturales posibles.

Y eso es lo que consigue finalmente el autor con la representación esquemática del engendramiento de la significación en el adolescente, gracias a dos tipos de representación:

a) Un conjunto de "esferas semióticas" engastadas unas en otras, a partir de un núcleo somato–psíquico, que articula el cuerpo en mutación y el universo fantasmático. Alejándose progresivamente de ese núcleo, se encuentran, sucesivamente, las esferas: epidérmica (inscripciones corporales: tatuajes, piercings, etc.), cosmética (peinado, uñas, maquillajes, etc.), vestimentaria, protética (celular, lector de CD, Ipod, etc.), verbal oral, verbal escrita. Todo adolescente se caracteriza, según el autor, por el investimiento relativo de esas esferas semióticas, que participan activamente en la "puesta en escena" de sus emociones y de sus acciones.

b) Un modelo generativo que rinde cuenta del engendramiento de las significaciones no–verbales y verbales, pone de relieve la triparticipación de las "elecciones semióticas": por el lado del acto (del paso al acto), con la tentativa de realización de los fantasmas; por el lado de la realización simbólica, con la creación de los lenguajes adolescentes, con el gusto por el discurso epistolar y autobiográfico; y entre los dos, mezclando el hacer con el decir, la práctica, tan frecuente, de la injuria, incluso en son de broma.

Desiderio Blanco

 

De las adquisiciones del Fondo

Ha ingresado al acervo del Fondo Greimas de Semiótica, el libro Sobre palabras, de Raúl Dorra, director de nuestro programa. El libro fue publicado en 2008 por la editorial Alción de Córdoba, Argentina. Considero oportuno transcribir un fragmento de la Presentación que abre el volumen, en la que el propio autor expone cómo fue concebida y estructurada su obra:

Los textos que integran este libro insisten sobre viejos tópicos que se reúnen entre sí no para formar un sistema sino para esbozar algo como una pequeña, y expansiva, constelación: la oralidad, la escritura y ciertas formas literarias que se alimentan de ambas; o la memoria, que es otra escritura pero una escritura móvil y en constante reconfiguración pues está permeada por el olvido, tan esencial a ella, tan situada en su interior como lo invisible se sitúa en el interior de lo visible; o la voz, que es forma de la materia fónica pero también imagen que construye el texto. El libro se ocupa de estos temas así como de las figuras que, necesaria o espontáneamente, ellos evocan: figuras literarias, figuras retóricas y también figuras humanas; por ejemplo, la figura de aquel que suelta su canto o la del que elabora la página; la figura del que escucha y aplaude, la del que lee y medita o imagina y que, con los materiales así recogidos, obra de modo tal que la palabra continúa, recomienza.

Estos temas vienen de lejos pero insisten en ser materia de nuevas reflexiones o quizá sólo de nuevas combinaciones. Así, siguiendo esa deriva, las páginas que entrego intentan referirse a la lujosa jactancia del payador cuya íntima fidelidad al gaucho Fierro consiste en desoír su consejo –pues él, el payador, es de los que "tiemplan el estrumento / por sólo el gusto de hablar"–: reunir, digo, esa habla–espectáculo con la escucha visual de aquellas voces ensimismadas, huérfanas, incesantes que llegan a nosotros con la escritura de Juan Rulfo –en la escritura–Rulfo–. El libro quiere hacer, además, el recuento de las variadas, semiconscientes formas en que, llevados por la necesidad de comunicar, los anónimos hablantes recuperan, transforman y difunden figuras de una "retórica de uso" en el cotidiano intercambio de mensajes; quiere eso, así como también quiere observar las a veces disciplinadas y otras veces simplemente gozosas formas de escuchar las estrofas populares que engalanan el decir de mujeres u hombres iletrados cuyos lujos son la materia de folklorólogos empeñados en elaborar sus cancioneros con una fidelidad siempre puesta en cuestión. Porque pasar de la oralidad a la escritura es algo más problemático de lo que un distraído podría suponer.

Observar estos trasvasamientos supone volver la atención sobre la más difundida de las artes visuales, la escritura, cuyo quehacer consiste en reelaborar los sonidos del habla y articular las figuras del mundo para responder al deseo de fijar aquello que parece alejarse en el momento mismo en que aparece, como si estuviera hecho sólo de tiempo y por lo tanto no fuera otra cosa que transcurso, o, como se diría ahora, discurso.

Atención que se explaya en horizontes verbales a los cuales interroga pero que también se detiene en ciertas propuestas ya más localizadas: la del poeta cuyos versos, entregados a los enigmas del tiempo, buscan construir una mirada débil y una memoria frágil donde los objetos se borren, pero esa memoria frágil no hace sino recuperarlos porque ella termina por ser "olvido que inventa" las mismas imágenes de la fugacidad; o la tumultuosa respiración y la afiebrada variedad de respuestas que desata en un sujeto perplejo la voz (única cada vez, y cada vez de nuevo milagrosa) de algún intérprete de canciones populares; o la reveladora observación de Alfonso Reyes sobre el tartamudeo de un personaje épico en cuya dificultad verbal alcanzan a atisbarse profundas transformaciones en la estética del héroe; o la siempre huidiza, conflictiva noción de oralidad que nunca puede hacerse sino desde la escritura y por lo tanto no puede hacerse sino como negatividad; o, en fin, la sentenciosa dicción del gaucho Fierro ahora recogida en la íntima lectura de Jorge Luis Borges, el estorboso, el inevitable, aquel Borges a quien más de una vez hubiéramos querido negarle la razón.

Materias del presente libro. Motivos de los que, como apuntamos al comienzo, no sabría decirse si regresan o progresan. Estas recaídas sobre ciertos temas pueden ser pensadas de diversas maneras y con distintos humores: humildemente, como reiteración más o menos monótona; pretenciosamente, como profundización más o menos continua. A mí me gustaría creer que siguen la deriva del poema o de la música. Hace ya tiempo que se ha pensado la estructura del poema como un avance en la línea del sentido y un retorno en la línea del sonido. Para que el poema siga, ciertos temas –es decir, ciertos fraseos, ciertos acentos y ciertas curvas tonales– deben regresar porque un verso es eco o contrapunto de otro verso. Así procede también la memoria, y si los estudios literarios son, por lo menos en algún sentido, memoria literaria, nada tiene de raro que, en no infrecuentes casos, avancen volviendo sobre sus huellas.

Gran parte de estos textos son versiones revisadas de artículos que aparecieron en revistas que, como suele ocurrir, más tardan en aparecer que en desaparecer de la vista de sus potenciales lectores. He tratado de mantener los títulos originales pero no siempre me ha sido posible porque las modificaciones que en un par de ellos introduje han hecho que el título original perdiera pertinencia. Es difícil releer sin corregir, sin dejarse tentar por la idea de que lo que uno alcanza a decir hoy es preferible a lo que ha dicho ayer, aunque probablemente no pase de ser la ilusión que mueve la mano de cualquier corrector. Los textos que he seleccionado para componer este libro han sido agrupados, como se verá, en dos secciones: "escansiones", "voces". Lo he hecho así porque los que se reúnen en la primera son motivo de segmentación temática y los que se reúnen en la segunda conciernen a ciertos autores o ciertos libros cuyas voces están en la lista, larga, de aquéllos a los que debo momentos de privilegio. El lector juzgará si esta división se justifica de ese modo o si sólo ha respondido al hábito racionalizante de interrumpir lo continuo, de buscar simetrías donde sólo hay flujo. Porque, en otro sentido, todo aquí es escansión y todo es voz: observación atenta y escucha agradecida.

 

Notas

1 En el libro reseñado, así como también en la presentación de Littératures, 132 o en múltiples conferencias.

2 F. de Saussure, Écrits de linguistique générale, París, Gallimard, 2002, pp. 257–258.        [ Links ]

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