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On-line version ISSN 2594-0619Print version ISSN 1665-1200

Tóp. Sem  n.22 Puebla Dec. 2009

 

¿Salvar el nombre de Dios?: más allá del corpus teológico*

 

Save the Name of God?: Beyond the Corpus of Theology

 

Zenia Yébenes Escardó**

 

** Profesora e investigadora en la Facultad de Humanidades de la Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Cuajimalpa. Avenida Constituyentes 1054, Col. Lomas Altas, Delegación Miguel Hidalgo, C.P. 11950 México, D.F. Correo electrónico: zyebenes@correo.cua.uam.mx

 

Resumen

La teología apofática o negativa, que preconiza que sólo se puede hablar de Dios a través de negaciones, ha ejercido una fascinación particular sobre el pensamiento contemporáneo. En este artículo se vincula esta fascinación con la negación que supone la muerte de Dios y con el proceso paradójico de secularización sufrido por Occidente. A través de la lectura de la teología negativa, efectuada por Jacques Derrida, observaremos cómo se reformulan nociones como texto o nombre de Dios y cuestionaremos los límites del corpus teológico.

 

Abstract

Apophatic or negative theology, which suggests that one can only talk to God through negations, has exerted a particular fascination over contemporary thought. In this article, we link this fascination with negation that assumes the death of God and also with the paradoxical process of secularization experienced throughout the West. Through the reading of negative theology performed by Jacques Derrida, we will observe how notions like text or name of God are reformulated and then we will question the limits of theological corpus.

 

Résumé

La théologie apophatique ou négative, qui préconise que l'on peut seulement parler de Dieu par des négations, a exercé une fascination particulière dans la pensée contemporaine. Dans cet article, on lie cette fascination avec la négation que suppose la mort de Dieu et avec le processus paradoxal de sécularisation subi par l'Occident. À travers la lecture de la théologie négative, effectuée par Jacques Derrida, nous observerons comment se reformulent les notions de texte ou nom de Dieu et nous remettrons en question les limites du corpus théologique.

 

El signo y la divinidad tienen el mismo lugar
y el mismo momento de nacimiento. La época
del signo es esencialmente teológica.

No confío en ningún texto que no esté contaminado
en alguna manera por la teología
negativa, e incluso en aquellos textos que
aparentemente no tienen, quieren, o creen
que tienen alguna relación con la teología en
general. La teología negativa está en todas
partes pero nunca por sí misma.

Jacques Derrida

 

Introducción

Pensar a través de la muerte de Dios implica confrontar una serie dinámica de crisis. Tras la muerte, o las muertes de Dios en la modernidad, ¿cómo conocemos la pérdida o ausencia de lo divino?, ¿cómo se vincula esta ausencia —como quiera que la comprendamos— con las heridas incurables de un sujeto que se quiso alguna vez autónomo y transparente a sí mismo? Lo interesante de todas estas preguntas contemporáneas es que tienen que ver con la puesta en cuestión del lenguaje y la representación. Esta preocupación por el lenguaje y la representación ha permitido apuntar a los procedimientos por los que el pensamiento contemporáneo —formulando y transmutando los principios que ya se hallan en la tradición de la teología negativa y premoderna del pensamiento occidental— se hace cargo de una puesta en cuestión que contribuye a una apertura radical de lo real de la que, posiblemente, puedan atisbarse algunas consecuencias.

Ya en 1967, en un ensayo teológico y filosófico en torno a las conexiones entre el pensamiento de Heidegger y de Pseudo Dionisio Areopagita, Christos Yannaras argumentaba que, desde una cierta lectura, el análisis heideggeriano acerca del nihilismo europeo y de la muerte de Dios, no hacía sino mostrar una crisis interna de la metafísica occidental que podría constituir, en sí misma, una forma de teología negativa.1 Desde esta lectura, seguida entre otros por Jean–Luc Marion, la destrucción de las concepciones metafísicas de Dios, de todos los "ídolos de la razón", alcanzaría su culminación con Nietzsche y abriría la posibilidad de pensar la inefabilidad y trascendencia de Dios, retomando el camino que el Areopagita trazó en siglo VI de nuestra era.2 Desde aquí, la muerte de Dios provocaría la desaparición de todos los muros de racionalidad y abriría la posibilidad de un nuevo quehacer filosófico implícito en la serenidad, el desasimiento de la Gelassenheit, y en esa esencia de la poesía que custodiaría el poeta. Y sin embargo, desde el mismo trabajo de Yannaras, estaría por dilucidarse todavía si la disciplina negadora del nihilismo habría de ser entendida entonces como un movimiento de ruptura con el pasado cultural, si por el contrario respondería a una actitud heredada que se manifestaría cíclicamente, o si cabría admitir que la propia tradición reúne en un mismo gesto ruptura e innovación.

Más recientemente, en los estudios históricos y psico–analíticos que se aproximan a las operaciones de la negatividad en el pensamiento y la espiritualidad mística, la perspectiva ha sido mediatizada, de manera crucial, por autores como Michel Foucault y Jacques Lacan. James Bernauer ha analizado la interpretación de Foucault en torno a la "muerte del hombre", hablando de una suerte de forma contemporánea de teología negativa, y otros autores han examinado incluso el psicoanálisis de Lacan desde la perspectiva de la tradición mística.3 Cercano tanto a Foucault como a Lacan, el extraordinario trabajo realizado por Michel de Certeau destaca de manera magistral. Certeau examina cómo la desintegración del mundo medieval y el nacimiento de la modernidad crean formas históricas de espiritualidad en las que una oscuridad profunda, una "ausencia de Dios", es experimentada por los místicos de los siglos XVI y X VII a través de movimientos incesantes de duelo y deseo.4 Pero, ¿por qué esta fascinación por la teología negativa en el pensamiento contemporáneo?

La teología negativa se refiere a una tradición teológica que reflexiona sobre Dios e insiste en que lo divino, al ser radicalmente trascendente, no debe ser aproximado a través de un lenguaje positivo sino a través del uso continuo de la negación, la paradoja y la contradicción, que enfatizan la inadecuación de todo lenguaje para capturar la trascendencia divina. Si el platonismo introduce algunos elementos clave en la teología negativa —como el concepto de conocimiento a través de la abstracción y la purificación— es en el neoplatonismo que la vía negativa se articula de manera más explícita. La noción del Uno —un origen absolutamente trascendente que trasciende todo ser y no es un ser pero del cual dependen los seres para sobrevivir— lleva a Plotino a introducir la idea de que las fórmulas negativas constituyen una forma superior de conocimiento y que la negación puede ser utilizada para afirmar su trascendencia. Proclo radicalizará aún más esta tendencia al señalar que las negaciones mismas deberán ser negadas porque en tanto producto de la lógica y del lenguaje no revelan nada del Uno. Si ni la afirmación ni la negación pueden darnos acceso a la realidad —será su conclusión— su única misión habrá de ser conducirnos al silencio. La clave no radicará entonces, señalará Damascio, en profesar conocimiento o ignorancia acerca del Uno sino en adquirir un estado de "hiperignorancia epistemológica" donde se pueda reconocer el límite de lo que se puede saber y de lo que no.5

La teología negativa emergerá, como tradición distintiva, en el encuentro entre este concepto neoplatónico de trascendencia del Uno y el concepto cristiano de la revelación de Cristo. El neoplatonismo cristiano oscila entre un Dios que se ha revelado al hombre a través de las Escrituras y de su encarnación; y un Dios neoplatónico, más allá del ser y del cual emana, jerárquicamente, la creación entera. En el neoplatonismo cristiano Dios es revelado como visible, legible, iterable —a través de la Escritura y la liturgia— y al mismo tiempo como el Uno trascendente, inefable e irreductible. Si Dios es simultáneamente revelado y trascendente, hay por lo menos dos maneras de referirse a Él: la catafática o positiva, que subraya lo que podemos decir de Dios a través de las Escrituras, de la liturgia y del estudio de la creación; y la apofática o negativa que subraya su absoluta trascendencia. Por un lado, Dios es inefable y, por otro lado, tiene muchos nombres; Dios es la afirmación de todas las cosas y simultáneamente, su negación. La trinidad es una y trina. La fórmula lógica P es P y P es no P, es aplicada.

En Los nombres de Dios, Pseudo Dionisio Areopagita, el padre de la teología negativa, señalará que los nombres son imágenes, es decir copias de una realidad inmaterial, el Bien Supremo, del cual proceden. Los nombres son y significan. Así los nombres divinos constituyen la base de un discurso positivo, catafático, acerca de Dios. Estos nombres gozan de un poder particularmente efectivo en tanto que unifican al hombre con los principios más elevados. Las criaturas, mediante la via analogiae, expresan a Dios, en y a través, de los distintos niveles de la realidad. Las obras dionisianas6 (consistentes en los tratados: La jerarquía celestial, La jerarquía eclesial, Los nombres de Dios y Teología mística; así como en un total de diez cartas) fueron recibidas en la Edad Media creyendo realmente que su autor tenía una autoridad casi apostólica al haber recibido de Pablo la fe.7 No será hasta la modernidad que su identidad sea puesta en duda. Hoy sabemos que probablemente fue un monje de origen sirio, que vivió en torno al siglo VI d.C. y que fue influido notablemente por el neoplatonismo de Proclo. El Areopagita, como Proclo, considerará un modelo en el que la dádiva ontológica del ser mismo se simboliza en una procesión creadora, y en una recolección cósmica de toda la realidad hacia la fuente divina, en un regreso de carácter salvífico. Como señaló el mismo Proclo: "Todo efecto permanece en su causa, procede de ella y vuelve a ella".8 De este modo, especialmente en sus tratados La jerarquía celeste y La jerarquía eclesiástica, Pseudo Dionisio nos conduce a una concepción jerárquica de la realidad, dialéctica y profundamente neoplatónica, donde ésta es vista fundamentalmente como ese movimiento divino de procesión y retorno; concepción de la realidad, hay que subrayarlo, que cobrará una importancia extrema a lo largo de la Edad Media. No es éste, sin embargo, el único aporte del Areopagita. En sus tratados, Los nombres de Dios y Teología mística, Dionisio establecerá lo que se va a convertir en el esquema clásico de los tres modos de discurso teológico, a los que hay que observar como enlazándose continuamente: el modo afirmativo o catafático, el negativo o apofático, y finalmente el modo místico (la hiper negación) y que responden a una estructura en la que el cosmos y el movimiento del alma parecen ser esencialmente extáticos, movidos por el deseo, por el dinamismo erótico de lo divino.9

El lenguaje catafático corresponde a un momento de salida de sí y procesión de lo divino en el cosmos, y señala, el éxtasis divino. El lenguaje apofático articula y promueve el movimiento de regreso del alma creada más allá de sí —hacia la trascendencia divina— y señala el éxtasis de la criatura. Finalmente, el lenguaje místico apunta a la consumación inefable de una unión en la que la criatura se abandona a sí misma en el Dios que está más allá del Ser; señalando así el momento en el que el éxtasis divino —que llama a ser a todas las criaturas— y el éxtasis humano —que responde a dicha llamada— son uno. Será desde este planteamiento desde el cual el rol de la negación conceptual y lingüística, se mostrará decisivo para hablar y pensar acerca de una trascendencia que se mostrará, por definición, inconcebible e inefable. Y es que, la negación dionisiana no será un simple reverso de la afirmación. La negación de la negación (la hiper negación) tratará de apuntar a un Dios que es la Causa de todas las cosas, pero no una cosa entre las cosas; a la fuente de todo ser, que no obstante, está más allá del ser y del no ser, y que por lo tanto, supondrá una puesta en juego incesante del discurso. Como ha señalado Hans Urs von Balthasar:

Toda la tensión entre la teología catafática y apofática recorre la teología simbólica, como enfatiza continuamente Dionisio. Porque en el símbolo sensible en su necesidad e imposibilidad, no sólo se expone la dialéctica de la doctrina de Dios, puesto que Dios es y debe ser todo en todo y nada en ninguna cosa, sino también la doctrina del hombre [...] es su grandeza y su tragedia estar inmerso en la estética del mundo de las imágenes y, al mismo tiempo, tener irresistiblemente que disolver toda imagen a la luz de lo inimaginable y tener que abrazar ambas sin poder llegar a una síntesis final.10

Tal y como Dios se mueve de manera incomprensible entre la presencia y la sustracción, el ser humano se halla suspendido entre su inmersión en lo imaginario y su movimiento hacia lo inimaginable. Hay, entonces, tanto una proliferación interminable de imágenes y nombres, como la imposibilidad final de nombrar y representar. Nos encontramos suspendidos entre lo posible y lo imposible y es tal vez esta "suspensión" lo que parece atraer a un cierto número de pensadores contemporáneos. ¿Cómo hablar de Dios? Es más ¿La crisis de la modernidad conduce a la falla de este cómo hablar de? Un contacto contemporáneo con la teología negativa sólo parece producir lo que, atinadamente, Michel de Certeau llama una teología del fantasma: "Lo Uno ya no está. 'Se lo llevaron', dicen muchos cantos místicos que inauguran con el relato de su pérdida la historia de sus retornos a otro lugar y de otra manera, con modos que son más bien el efecto y no la refutación de su ausencia. Al no ser ya más el viviente, este "muerto" no deja sin embargo ningún reposo a la ciudad que se construye sin él. Asedia nuestros lugares".11

 

2. Teología negativa y secularización

¿Cómo puede entonces una vieja tradición, como la de la teología negativa, ser relevante en la contemporaneidad? ¿Pueden la secularización y la modernización apreciar e incorporar una tradición que las corroe en sus cimientos? Como señalan Ilse N. Bulhof y Laurens Ten Kate, la historia de la teología negativa en Occidente puede ser esquematizada en cuatro estadios:

el neoplatónico que reacciona polémicamente contra la filosofía griega del Ser de Platón y Aristóteles [...]; el de los pensadores de los siglos XI, XII y XIII (Anselmo de Canterbury, Buenaventura o Tomás de Aquino) que reaccionan críticamente —o al menos con reservas— frente al redescubrimiento de la filosofía aristotélica en este periodo, y tratan de develar los límites de una confianza ilimitada en la habilidad lógica de la razón; el de la mística radical del siglo XM y su crítica a la escolástica formal; y en la modernidad y posmodernidad el que comprende un espectro impreciso de críticas al pensamiento de la Ilustración, más latente y más abierto.12

Hay en este último estadio (¿a diferencia de los anteriores?) no una negación en la que la crítica de la reducción ontológica de la trascendencia se acompañe de una afirmación de un Ser–por encima–del–ser (un Super–Ser); sino la intuición de que la negación no puede traducirse en la confirmación de una Supraesencia. Nos referimos así a un pensamiento del afuera (Maurice Blanchot, Michel Foucault) o a una pasión por la imposibilidad (Derrida, Nancy, Certeau, Levinas) que se traduce en una apertura a los signos de una exterioridad, de una alteridad, que Occidente no podría ni absorber ni integrar, pero tampoco excluir ni destruir. Pensadores contemporáneos como los citados, pero también como Adorno, Bakhtin, Bataille, Eco, o Taubes, han sentido cierta fascinación por la teología negativa, aunque no han dudado en problematizar su herencia. ¿Acaso todo discurso sobre Dios, incluso un discurso negativo, no implica ya un problema? Lo "negativo" parece haberse independizado del discurso de manera que incluso en la tentativa de vaciar el concepto Dios algunos pensadores contemporáneos detectan una traición. Una traición que podemos leer a la luz del dictum nietzscheano de la muerte de Dios.13 La muerte de Dios anunciada por Nietzsche tuvo un efecto inusitado en el pensamiento. Hay que señalar que se trata de una experiencia profundamente ambivalente. "Dios ha muerto" se refiere, en primer lugar, a la emancipación de la humanidad de la tutela divina a través de la razón. "Dios ha muerto" se refiere, en segundo lugar, el final de la liberación de los hombres que, a través de la razón, ocupan el lugar de Dios. El nihilismo es entonces el temor y el reto de una razón que amenaza con disolverse a sí misma.14

Con respecto a la primera acepción, Jean–Luc Nancy advierte lo siguiente:

La muerte de Dios es la última imagen; la filosofía la sitúa como el final de la religión. Es la imagen a la que Occidente [..] tiende repetidamente. Implica la muerte de la muerte, la negación de la negación, el final del ser separado de Dios, la divinización de la humanidad, la absolutización de su conocimiento y de su historia (o la confirmación de su sinsentido total).15

En lo referente a la segunda acepción cabría añadir, además, que la muerte de Dios es también una liberación de los nuevos dioses, los dioses de la razón, dejando a la humanidad en un espacio vacío. La secularización provoca la muerte irreversible de Dios, pero también impide cualquier identificación con un centro que carezca de ambigüedad.16 La muerte de Dios, comprendida en esta ambivalencia, implica que la humanidad está desprovista de meta: en un espacio esencialmente desconocido. El acontecimiento de la muerte de Dios (que no se produce de una vez por todas sino que es un elemento del "eterno retorno" que ocurre repetidamente) abre el espacio a una experiencia de trascendencia que existe en relación a un Dios muerto, sin que esta muerte sea su simple negación. La muerte de Dios retornará siempre, nunca completada de una vez por todas, y la modernidad consistirá —como señalaba Nietzsche— en un sacrificio incesantemente repetido una y otra vez: sacrificio de Dios y de la divinización de la humanidad. En palabras de Michel Foucault:

¿Qué quiere decir la muerte de Dios sino una extraña solidaridad entre su existencia que estalla y el gesto que la mata? Pero, ¿qué quiere decir matar a Dios si no existe, matar a Dios que no existe? Quizás a la vez matar a Dios porque no existe y para que no exista.17

Nietzsche indica que una cultura existe en el gesto de matar a Dios, un gesto que, no obstante, no culmina de una vez por todas porque una cultura que mata a Dios se mata a sí misma. Para él ninguna cultura puede ser viable, incluso pensable, sin un "afuera" constitutivo18 y, sin embargo, el cuestionamiento persiste: ¿cómo pensar en un espacio para la trascendencia en una cultura que no puede negar su propio proceso de secularización? Jacques Derrida es uno de los pensadores contemporáneos que ha explorado esta cuestión con mayor ahínco. Desde un ateísmo confeso, y un análisis persistente, su interés por la cuestión ha provocado que la deconstrucción haya sido acusada de ser o una teología negativa disfrazada, o un nihilismo radical.19 En las siguientes páginas me gustaría mostrar que, con su reformulación de la noción de texto o de nombre de Dios, la vinculación de la teología negativa con la propuesta derridiana contemporánea va más allá. No se trata, como veremos, ni de la apología ni de la crítica sino de la tentativa de repetir, de manera diferente, la teología negativa o, en palabras de Jacques Derrida, de "salvar el nombre" y atreverse a cuestionar la (im)posibilidad de limitar el texto apofático a un corpus teológico. Veámoslo detenidamente.

 

3. La escritura y el texto

Jacques Derrida señala insistentemente —pace Heidegger— que la tradición filosófica occidental no es sino un anhelo metafísico de presencia, y sugiere que este anhelo toma varias formas como presencia del pensamiento a sí mismo, del ser del sujeto, de la sustancia, la esencia, la existencia, o de la temporalidad. La filosofía occidental revela su dependencia de los valores de la presencia de diferentes formas, pero una de las más consistentes radica en oponer y jerarquizar distintas categorías privilegiando como "superiores" las que se asocian al valor de presencia, y como "inferiores" las que niegan, mediatizan o complican dicha presencia. Así, el habla es privilegiada frente a la escritura; lo ideal frente a lo material; lo trascendental frente a lo empírico; lo inteligible frente a lo sensible; lo masculino frente a lo femenino y ad infinitum. La deconstrucción no es desde aquí algo que Derrida hace —desde afuera— a la metafísica de la presencia sino más bien lo que Derrida revela acerca de la construcción interna de la metafísica de Occidente. Él mismo distingue entre dos tipos de pensadores. Por un lado, los que con Platón, Kant y Husserl anhelan instaurar la superioridad del trascendental y no pueden evitar permanecer anclados en lo empírico, material y contingente que pretenden trascender; y los que, como Saussure, Lévi–Strauss o Foucault no logran, pese a sus denonadados esfuerzos, escapar del trascendental.

El propósito de Derrida es cuestionar la oposición binaria clásica trascendental/ empírico que caracteriza al pensamiento de Occidente. Así, en primer lugar, argumenta que estas oposiciones —que se presentan como objetivas, y "naturales" por las filosofías que las erigen— son el resultado de una serie de decisiones contingentes que son todo excepto neutrales; y en segundo lugar, que dichas oposiciones dependen de un cierto punto de indecibilidad un ni esto ni aquello que es lo que paradójicamente, la deconstrucción intenta pensar. Desde aquí, la deconstrucción no ha de ser comprendida como el proyecto filosófico arbitrario de un autor sino como una práctica de lectura y de escritura que descubre el principio de ruina que está inscrito en todo texto y muestra la imposibilidad, el error radical, que supone toda voluntad ideal de sistema.

La primera y más famosa articulación de esta tercera posición derridiana se encuentra en el contexto de la escritura. La distinción platónica clásica entre el habla como la expresión pura de la intención presente; y la escritura como la materialización inferior de dicha intención (una materialización que la expone a la distorsión y a la mala interpretación) domina la filosofía y las ciencias humanas desde el Fedro hasta el día de hoy. Para Derrida todo intento de privilegiar el habla frente a la escritura representa una decisión contingente que viola la indecibilidad que hay en la misma oposición. Así, si la fenomenología de Husserl argumenta que necesitamos poner entre paréntesis la contingencia histórica y la facticidad (Verkörperung) de la palabra escrita en aras de preservar la identidad de un objeto ideal, Derrida muestra que esta separación no es posible y que el objeto más ideal —por ejemplo, el geométrico— depende de esa misma materialidad de la escritura que Husserl anhela rechazar.20 Igualmente, cuando la lingüística de Saussure relega la escritura a un mero significante de un significado fónico no puede evitar que, dado que todos los significantes existen en una relación diferencial y arbitraria con otros significantes, Derrida subraye que, siguiendo esta misma lógica, es más apropiado referirse al lenguaje mismo bajo el nombre de escritura.21

Derrida argumenta que sólo puedo expresarme porque el lenguaje es un sistema de diferencias sin términos positivos y en el cual cada término remite incesantemente no a un trascendental, sino a otro significante. No sólo eso, sino que además yo no puedo elegir el lenguaje que uso para expresarme o los conceptos que éste me ofrece porque el lenguaje es algo que heredo, que no puedo evitar abrazar y repetir con mayor o menor fidelidad. Derrida sostiene que soy capaz de hablar y de escribir sólo en tanto mis expresiones pueden ser repetidas, independizadas de mí y de la intención que me anima, en una serie potencialmente infinita de contextos. Si el lenguaje puede operar con independencia de mi intención —añade— no es debido a una contingencia ni a un accidente sino a su condición misma de posibilidad. El significado que pretendo se encuentra inevitablemente atravesado por una serie de contextos pasados, presentes y futuros, potencialmente infinitos y por lo tanto sujeto a una indecibilidad necesaria. Derrida señala que el campo entero de la realidad tal y como la experimentamos, tiene esta característica del lenguaje y del texto. El famoso dictum derridiano "no hay fuera de texto" (Il n'y a pas de hors–texte) no es ninguna tentativa formalista de reducir el mundo a una obra literaria ni tampoco de redefinirlo como una suerte de gigantesca biblioteca universal borgiana, sino de señalar que nuestra percepción de la realidad tiene la estructura del lenguaje. La identidad de cada sujeto u objeto depende —no de una cualidad intrínseca de la cosa misma— sino —como en el caso del lenguaje— de su diferencia de una serie potencialmente infinita de otros sujetos y objetos. Esta diferencia es tanto la fuerza que produce toda identidad como la que asegura que ninguna identidad pueda bastarse plenamente a sí misma.

Hay que señalar que différance (con a en vez de e) es un término crucial para acercarse a Derrida. En francés différence (diferencia) y différance —término relacionado con el anterior pero que incorpora el verbo différer=diferir— se pronuncian igual. Efectivamente, la distinción entre uno y otro sólo se observa en la escritura, en la grafía. El nuevo vocablo acuñado por Derrida se distingue, pues, del habitual différence porque en su contenido semántico incorpora el doble sentido de: a) distinción o diferencia, y b) de dilación, tardanza y demora. Cualquier intento por definir entonces différance es un intento condenado de antemano al fracaso. No es ni una palabra ni un concepto, sino que pretende expresar la condición de posibilidad (y de imposibilidad) de todos los conceptos y de todas las palabras. Al hacerlo, no puede evitar volverse contra sí misma porque différance no puede evitar ser un término y un concepto. No puede evitar no estar a salvo de sus propios efectos. Y sin embargo, si esta paradoja se produce por la aplicación de un concepto (différance) a sí mismo (différance), el resultado no es un cierre de la lengua sino una contaminación metonímica que se traduce en apertura.22 Luego, si ningún elemento del sistema de la lengua posee identidad sino por su diferencia con respecto a los demás, cada elemento lleva la huella de todos aquellos que no son él. Estas huellas no se refieren a algo que está presente en algún lugar, sino a una ausencia que hace posible el funcionamiento de la lengua. Todo signo lleva en sí la ausencia de otro signo ("A" es "A" porque no es "B", "X" o "Z"), y a su vez ese otro signo (sea "B", "X" o "Z") está formado, también él, por huellas. La différance no puede ser determinada como diferencia ontológica, tampoco puede ser nombrada en absoluto pues no es, no existe, no tiene esencia propia ni existencia, no depende de ninguna categoría del ente. Es una diseminación discontinua en espacio y tiempo donde la propia différance genera ese espacio y ese tiempo. No puede, en ningún caso, convertirse en un centro que detenga el juego incesante de los significantes. Derrida nos advierte que los rodeos, locuciones y sintaxis a los que tiene que recurrir para hablar de la différance:

se parecerán, a veces hasta confundirse con ellos, a los de la teología negativa. Ya se ha hecho necesario señalar que la différance no es, no existe, no es un ente–presente (on), cualquier que éste sea; y se nos llevara a señalar también todo lo que no es, es decir, todo; y en consecuencia que no tiene ni existencia ni esencia. No depende de ninguna categoría del ente, sea éste presente o ausente. Y sin embargo, lo que se señala así de la différance no es teológico, ni siquiera del orden más negativo de la teología negativa, que siempre se ha ocupado de librar, como es sabido, una superesencialidad más allá de las categorías finitas de la esencia y de la existencia, es decir, de la presencia, y siempre de recordar que si a Dios le es negado el predicado de existencia, es para reconocerle un modo de ser superior, inconcebible, inefable. No se trata aquí de un movimiento así, y ello se confirmará progresivamente. La différance es no sólo irreductible a toda reapropiación ontológica o teológica —onto–teología—, sino que, incluso abriendo el espacio en el que la onto–teología —la filosofía— produce su sistema y su historia, la comprende, la inscribe, y la excede sin retorno.23

Derrida se afana en separar la deconstrucción de la teología negativa porque considera que si ésta última señala que Dios está más allá del ser no lo hace sino para afirmar de manera hiperbólica su naturaleza preeminente. La razón por la que no podemos identificar la différance no es porque trascienda hiper–ontológicamente el lenguaje, como el Dios de la teología negativa, sino porque no es más preeminente que el sistema de diferencias y retrasos que constituye el lenguaje mismo:

Este innombrable no es un ser inefable al que ningún nombre podría aproximarse: Dios por ejemplo. Este innombrable es el juego que hace que haya efectos nominales, estructuras relativamente unitarias o atómicas que se llaman nombres, cadenas de sustituciones de nombres, y en las que, por ejemplo, el efecto nominal "différance" es él mismo acarreado, llevado, reinscrito, como una falsa entrada o una falsa salida todavía es parte del juego, función del sistema.24

La différance no sólo no es un modo de teología negativa sino que además, en tanto que la teología negativa pertenece a la metafísica de la presencia, es contingente frente a la différance. Efectivamente, si la deconstrucción y la teología negativa comparten una predilección por la sintaxis negativa, niegan la habilidad del lenguaje para describir el objeto en el que están interesadas, e insisten en que su objeto está, en cierto sentido, más allá de las categorías ontológicas del Ser y la esencia; la diferencia entre ambas es, que para Derrida, la teología negativa no es finalmente negativa porque niega el ser de Dios para afirmarlo con mayor énfasis. La deconstrucción, no obstante, indica que la différance no es ni un ser esencial ni supraesencial, porque no es. No es que trascienda todos los nombres, como el deus absconditus de la teología negativa, sino que no es nada más que el sistema de diferencias en el que todo lenguaje —incluido el teológico— se constituye. En el análisis de Derrida la identidad teológica de la teología negativa se vuelve posible por la différance. Y no obstante, ¿qué teología negativa tiene en mente Derrida cuando hace estas observaciones?25 Es más, ¿podemos decir que el hecho de que la deconstrucción no sea una teología negativa impide el contagio entre ambas?, ¿cómo comprender la inquietante semejanza de sus procedimientos?

 

4. Cómo no hablar excepto el nombre

En Comment ne pas parler: Dénegations, escrito veinte años después, Derrida volverá a la teología negativa para señalar una visión menos monolítica y más plural de la que inicialmente había entrevisto: "Quizás se da ahí, escondida, inquieta, diversa, heterogénea en sí misma, una multiplicidad de posibles para los que la expresión única 'teología negativa', demasiado tosca y vaga, resultaría todavía inadecuada" —señalará.26 En esta lectura el proyecto histórico de la teología negativa se pluraliza y ciertas figuras, como la de Pseudo Dionisio Areopagita, dejan de privilegiarse de manera casi exclusiva. Lo que parece interesarle a Derrida de dicha pluralidad es que la tentativa teológica de la vía negativa: su procedimiento paradójico de no hablar de Dios, se halla contaminado desde siempre por lo que él llama la promesa pre–originaria del lenguaje. Una promesa que nos compromete —casi mecánicamente a hablar de lo inefable incluso cuando nada puede ser dicho:

En el momento en que la cuestión "¿cómo no hablar?" (how to avoid speaking?) se plantea y se articula en todas sus modalidades, ya se trate de las formas lógico–retóricas del decir o del simple hecho de hablar, ya es, si cabe decirlo, demasiado tarde. Ya no es cuestión de no decir. Incluso si se habla para no decir nada, incluso si un discurso apofático se priva de sentido o de objeto, tiene lugar. Aquello que lo ha lanzado o lo ha hecho posible ha tenido lugar. La eventual ausencia del referente alude todavía, si no a la cosa de la que se habla (así Dios que no es nada porque tiene lugar, sin lugar, más allá del ser), sí al menos al otro (otro que el ser) que llama o a quien se destina esta palabra, incluso si ésta le habla por hablar o para no decir nada. Como este llamamiento del otro ha precedido ya siempre a la palabra, a la cual, en consecuencia, aquel no ha estado jamás presente una primera vez, ese llamamiento se anuncia por anticipado como una llamada. Tal referencia al otro habrá siempre tenido lugar. Antes de toda proposición e incluso antes de todo discurso en general, promesa, oración, alabanza, celebración. El discurso más negativo, más allá incluso de los nihilismos y de las dialécticas negativas, conserva su huella. Huella de un acontecimiento más viejo que él o de un "tener lugar" por venir, lo uno y lo otro: no hay ahí ni alternativa ni contradicción.27

Derrida encuentra así tres modelos diferentes de negatividad: el griego (el Timeo de Platón); el cristiano (Los nombres de Dios y La teología mística de Pseudo Dionisio Areopagita); y el ni griego ni cristiano (la crítica heideggeriana a la ontoteología).

Efectivamente, Platón postula un espacio radicalmente anónimo e indeterminado, la Khôra, en el que el demiurgo corta las imágenes de las formas inteligibles; Pseudo Dionisio alaba a Dios como hyperousios, más allá o sin ser; y Heidegger anhela escribir una teología en la que la palabra ser no aparezca.28 Y no obstante, advierte Derrida, la teología negativa, de Platón hasta hoy, no puede evitar hablar de lo que dice que no se puede hablar, y no puede evitarlo, porque está comprometida con esa promesa del lenguaje que es previa a cualquier acto de habla consciente, previa a la presencia de un agente intencional que sabe lo que promete o promete lo que sabe. Esta promesa se pronuncia antes de que abramos la boca porque estamos originalmente comprometidos con un lenguaje que no creamos, que no controlamos, y que repetimos, querámoslo o no. Así, la filosofía platónica no puede evitar apropiarse del anonimato radical de la Khôra a través de figuras ontológicas o analógicas como el receptáculo o el vientre materno; la teología dionisiana no puede evitar hablar de Dios como Padre y como Trinidad mientras al mismo tiempo, lo alaba como más allá de todo Ser; y la ontología heideggeriana no puede evitar insistir en que la revelación de Dios sólo puede aparecer contra el acaecer del Ser.

Derrida subraya que lo que la teología negativa llama Dios no es sino la apertura e incompletud esencial del lenguaje que se produce desde siempre y que, en rigor, es inagotable. Si la teología negativa es una respuesta a la trascendencia absoluta de Dios, es en primer lugar, una respuesta a la infinitud de un lenguaje cuyo significado trascendental nunca acaba de llegar del todo. La teología negativa no puede ser atribuida a figuras singulares ni limitada a un corpus —ya sea platónico, ya sea cristiano— porque puede ser repetida fuera de su contexto nominalmente originario. Si bien, algo que parece caracterizar a la teología negativa es el hecho de desbordar los lugares en que se pretende enmarcarla, esto no se debe a fuerzas históricas o políticas, sino a que su modo hiperbólico se inscribe en el lenguaje. Así, en una glosa donde explica su traducción del hyperousios de la teología dionisiana como "sin ser", Derrida señala la ambigüedad del "sin" que no implica únicamente privación o negación sino multiplicidad de potenciales:

El sin del que hablábamos hace un momento no señala ni privación ni falta ni ausencia. En cuanto al hyper de lo superesencial (hyperousios), tiene el valor doble y ambiguo, de lo que está encima en una jerarquía, y así, a la vez, está más allá (beyond) y es más (more). Dios (es) más allá del ser, pero en eso más (ser) que el ser: no more being and being more than being: being more. El sintagma francés "plus d'étre" formula este equívoco de manera bastante económica.29

Para significar, cada término debe, por definición, estar abierto a la repetición en contextos en los que puede significar algo completamente distinto (tout autre) de sí mismo. Cada palabra o cosa es sin sí misma, es decir, no es sino en el juego entre su viejo corpus y uno enteramente nuevo. No se trata de elegir el significado "propio" sobre el "impropio", sino de reinscribir lo que no puede ser asimilado por ningún sistema. La teología negativa, que busca privilegiar la unidad indestructible de la palabra y preservar la identidad de un Dios sin ser o más allá del ser se bifurca en el juego de las diferencias significadas en el término "sin". El Dios sin ser oscila entre la continuación de su vieja identidad (más ser) y la reinscripción o apertura de esa identidad en un tout autre absoluto (no más ser). Si es por definición imposible predecir que forma tomará este tout autre, al menos se puede decir que no es necesariamente divina. En una nota a pie y haciendo referencia al título del libro de Jean–Luc Marion Dieu sans L'Être (1982), Derrida advierte cómo su significado se haya suspendido entre dos posibilidades: "Dios sin el ser" y el más heterogéneo y quizá herético, "Dios sin el ser Dios".30 El punto es, una vez más, no favorecer uno sobre el otro, sino aprender a reconocer que uno contiene siempre la posibilidad necesaria del otro. Pero, ¿por qué es importante este aprendizaje?

Derrida aborda la respuesta a esta pregunta en un escrito, tal vez el más significativo respecto a la teología negativa, en la que ésta ya no es considerada ni una ontoteología por deconstruir —como en sus textos sobre la différance— ni una inevitable y casi trágica articulación de lo inefable, como en Comment ne pas parler? sino más bien como una experiencia afirmativa análoga a la de la deconstrucción. En Sauf le nom señala:

Este pensamiento parece extrañamente familiar a la experiencia de lo que es llamado deconstrucción. Lejos de ser una técnica metódica, un procedimiento posible o necesario, desplegando la ley de un programa y aplicando leyes, es decir, desplegando posibilidades, la deconstrucción ha sido descrita a menudo como la experiencia misma de la (imposible) posibilidad de lo imposible, de lo más imposible.31

La teología negativa recuerda a la deconstrucción por su deseo de una experiencia absolutamente heterogénea al orden del ser, ya que busca algo más allá del lenguaje, de las tradiciones y de las instituciones socio–políticas que la albergan. En primer lugar, pertenece a la herencia greco–cristiana pero excede continuamente este contexto. En segundo lugar, es un lenguaje, pero cuestiona el lenguaje proposicional, teorético y constatativo. En tercer lugar, si bien es un discurso acerca de la trascendencia de Dios, la teología negativa habla de un Dios del que nada puede decirse salvo su nombre (sauf son nom) pero lo que la teología negativa llama Dios es, al mismo tiempo, la infinitud y el anonimato radical del lenguaje: "Dios es el nombre de este colapso sin fondo, de esta interminable desertificación del lenguaje".32 La pluralidad de la teología negativa da pie a, por lo menos, dos voces compitiendo bajo su nombre:

Por un lado, una crítica radical, una hiper–crítica tras la cual nada parece seguro, ni la filosofía ni la teología, ni la ciencia ni el buen sentido, ni la última doxa; por otro, a la inversa, y en tanto somos desplazados más allá de toda discusión, la autoridad de la voz sentenciosa que produce o reproduce mecánicamente sus veredictos con el tono de la seguridad más dogmática.33

Para Derrida, la teología negativa se encuentra suspendida entre el deseo cristiano de la Kenosis, del desierto de Dios, y el deseo mucho más radical de la indeterminación y radicalidad del desierto, de la Khôra:

¿Es este lugar creado por Dios? ¿Es parte de la obra? O ¿Es acaso Dios mismo? ¿Incluso tal vez lo que precede, para hacerlos posibles, a Dios y a su obra? En otras palabras permanece por conocer si este lugar no sensible (invisible, inaudible) es abierto por Dios, por el nombre de Dios (que podría ser otra cosa, quizá); o si es más "antiguo" que el tiempo de la creación, que el tiempo mismo, que la historia, la narrativa, la palabra, etc. Permanece por conocer (más allá del conocimiento) si el lugar es abierto por una llamada (respuesta, el acontecimiento que llama por la respuesta, revelación, historia, etc.) o si permanece inmutablemente extraña, como Khôra, a todo lo que toma su lugar y la remplaza y juega dentro de este lugar, incluido lo que es llamado Dios.34

Hay que señalar, en consecuencia, que para Derrida la teología negativa no señala entonces ni un evento singular, ni un corpus, ni una tradición sino que más bien apunta a develar una problemática. No se trata, por lo tanto, de resolver los problemas históricos e institucionales que implica definir la teología negativa (su pluralidad, su aparente indistinción de ciertas formas de ateísmo o nihilismo o su marginalización) sino, más bien, de apuntar a la crisis de identidad que avizoramos en ella y que nos hace cuestionar la habilidad de nuestras categorías para permanecer idénticas a sí mismas. Ahora bien, ¿a qué se refiere Derrida con sauf le nom? ¿Por qué constituye este nombre una excepción? ¿Y por qué, si acaso, debemos salvarlo?

"Era necesario perder el nombre para salvar lo que llevaba el nombre".35 La teología negativa, al nombrar el desierto de la divinidad, se transforma ella misma en un desierto. Se vacía de cada predicado o atributo de Dios porque Dios nunca es lo que decimos que es. Pidiendo a Dios que la libere de Dios —tal y como anhelaba Maestro Eckhart— la teología apofática se vacía de Dios y mantiene a Dios a salvo, en un abismo sin fondo. El nombre de Dios es la huella de "una auto–destrucción onto–lógico–semántica".36 Hemos hablado antes de por lo menos dos voces en la teología negativa: una, hipercrítica —la de la desertificación— otra, autoritaria —la de la plenitud—. Cuando la teología negativa dice que Dios está más allá de todos los nombres, en realidad dice que Él está más allá de todo ídolo e imagen, y señala una manera de "responder al verdadero nombre de Dios, al nombre al que Dios responde y corresponde".37 La teología negativa incorpora la negación "en nombre de una forma de verdad",38 bajo los auspicios protectores de la autoridad. Y no obstante, Derrida también escucha en la teología negativa el exceso que la libera de ser un discurso estrictamente neoplatónico que únicamente se rendiría frente a la alteridad del Dios cristiano, y que le permite ser un discurso que se abre a una alteridad esencialmente indeterminable: "A menos que la interprete muy libremente, esta vía negativa no sólo constituye un movimiento o un momento de privación, un ascetismo o una kenosis provisional. La privación debe permanecer operando (abandonando la obra) para que el otro (amado) permanezca otro. El otro es Dios o no importa qué, más precisamente, no importa qué singularidad porque todo otro es totalmente otro (tout autre est tout autre)".39

Derrida atisba en la teología negativa una alteridad que no se identifica exclusivamente con el Dios cristiano sino que mantiene una indiferencia serena hacia su objeto permitiendo simplemente que el otro sea otro. Este acto hiperbólico de Gelasseheit desplaza la vía negativa de un discurso asignado con dogmática certidumbre a la comunidad cristiana, a un discurso dirigido a "no importa qué" que desestabiliza la distinción entre ser y saber, creador y criatura o animal y humano.40 ¿Qué es entonces lo que se propone Derrida cuando habla de salvar el nombre? Ciertamente no busca resolver o determinar la identidad de la teología negativa sino más bien salvarla de la determinación. Es imposible elegir entre una u otra voz —la hipercrítica y la dogmática— porque ambas no son oposiciones o alternativas simples sino la cara y cruz de un sistema en su estado constitutivo de deconstrucción. La imposibilidad de elegir que Derrida observa en la teología negativa es importante porque revela para él la lógica que subyace a cualquier forma de acción y pensamiento responsable. La teología negativa le atrae porque simultáneamente atiende a sus condiciones pragmáticas y contextuales, mientras que tiende hacia la incondicionalidad de una demanda infinita que la obliga continuamente a entrecomillarse y cuestionarse a sí misma. En Sauf le nom aclarará:

—¿Iría tan lejos como para señalar que hay una "política" y una "ley" de la teología negativa? ¿Una lección jurídico–política que pudiera ser extraída de la posibilidad de esta teología?

—No, no ser extraída, no deducida como de un programa, de premisas y axiomas. Pero no podría haber más "políticas", "ley" o "morales" sin esta posibilidad. La posibilidad misma que nos obliga desde ahora a poner estas palabras entre comillas.41

 

5. Salvar el nombre, salvar la aporía

Si la fuerza del dictum de Nietzsche "Dios ha muerto" es menos una observación que una evocación, si estas palabras no responden a un fait accompli, a un conocimiento definitivo ni a una proposición estable sino a una experiencia que guía e interrumpe la modernidad, ¿entonces qué experiencia es ésta? A menudo es la experiencia en la que la palabra Dios puede percibirse extraña y sin sentido. Esta experiencia contiene el momento en que difícilmente se sabe qué se dice cuando se pronuncia esta palabra, cuando se habla de o a Dios. Ya sea que Dios sea asociado con una persona concreta, con una característica o idea (perfección, trascendencia) no parece tener sentido, permanece vacía y parece tornarse superflua. Desde esta extrañeza, desde este vaciamiento del nombre de Dios, la teología negativa llama la atención de un pensador como Derrida que contempla en ella no un fenómeno pre–existente histórica, teológica o filosóficamente, sino un modo hiperbólico de apuntar a una exterioridad que desestabiliza todo sistema. La teología negativa atrae a Derrida porque tiende hacia lo imposible, no a lo previsto y dado, sino a la alteridad. Para él: "un posible que sería solamente posible (no imposible), un posible segura y ciertamente posible, de antemano accesible, sería un mal posible, un posible sin porvenir, un posible ya dejado de lado, cabe decir, afianzado en la vida. Sería un programa o una casualidad, un desarrollo, un desplegarse sin acontecimiento".42

Para Derrida no se puede señalar dónde empieza y termina la teología negativa, porque no queda circunscrita a un corpus. No puede ser identificada con ninguna tradición teológica ni tampoco divorciada de ninguna filosofía secular debido a que excede la distinción entre lo secular y lo teológico. Platón, Pseudo Dionisio y Angelus Silesius, no pueden ser plenamente apofáticos porque la teología negativa necesariamente excede su filiación greco–cristiana, y —por la misma razón— Wittgenstein, Heidegger y el mismo Derrida, no pueden evitar cierta contaminación de la teología negativa precisamente porque la teología negativa va más allá de su nominación cristiana:

—Entonces, no diría que El peregrino querubínico pertenece a la teología negativa.

—No en un modo puro, seguro e integral, aunque El peregrino querubínico debe mucho a la teología negativa. Pero no más, diría yo, que cualquier texto. A la inversa, no confío en ningún texto que no esté contaminado en alguna manera por la teología negativa, e incluso en aquellos textos que aparentemente no tienen, quieren, o creen que tienen alguna relación con la teología en general. La teología negativa está en todas partes pero nunca por sí misma.43

Para Derrida, la teología negativa es central para todo pensamiento —ya sea que aceptemos o rechacemos la vía apofática histórica— porque concretiza la aporía entre lo finito y lo infinito, lo condicional y lo incondicional, que caracteriza el campo de toda acción y pensamiento responsable. Efectivamente, la teología negativa no cesa de apuntar a una experiencia imposible, más allá de las categorías del ser, y para Derrida "la responsabilidad si la hay no habrá empezado jamás sin la experiencia de la aporía. Cuando la vía de paso está dada, cuando por adelantado un saber posibilita el camino, la decisión está ya tomada lo que es tanto como decir que no hay ninguna que tomar: irresponsabilidad, buena conciencia, aplicación de un programa".44 La teología negativa es indecidible, no se deja apresar en la lógica binaria y sin embargo la habita, resiste a ella, la desorganiza, pero sin constituir j amás un tercer término. Esa indecidibilidad la orilla a no poderse asumir ni como meta ni como mera aplicación de un programa y la embarca en la tarea de tener que decidirse (hacerse responsable) en cada caso.

Responsabilidad, ética, teología negativa. ¿Hay entonces límites para el texto apofático? La diseminación que el lenguaje es, lo impide: "Los conceptos fundamentales que con frecuencia nos permiten aislar o pretender aislar lo político, para limitarnos a esta circunscripción, siguen siendo religiosos o en todo caso teológico–políticos".45 Los términos lingüísticos que usamos dependen, para tener sentido, de su diferencia de otros términos. Esta dependencia insiste que el significado de cada término contiene necesariamente la posibilidad de otros significados en su interior. La posibilidad necesaria de otros significados provoca que el significado de los términos que usamos (términos como religioso, sagrado, secular, profano) sea inherentemente inestable y sujeto a cambios posibles cuando los términos se repiten en contextos y situaciones distintas. Esta inestabilidad inherente implica que la aparición en escena de otros significados no pueda ser considerada ni accidental ni impropia porque la posibilidad de este "accidente" es la condición de aparición de lo supuestamente "propio" o "real", ¿Cómo podríamos entonces limitar el texto? En unas bellas y esclarecedoras palabras acerca del trabajo de Jacques Derrida, John D Caputo habla de un apofatismo general y aclara:

A la teología negativa uno podría añadir una antropología negativa, una ética negativa, una política negativa, en las que de la humanidad, o la ética, o la política, o de la democracia por venir no podamos decir nada, excepto que quieren dislocar los regímenes de presencia, los conceptos históricamente restringidos de humanidad, ética y democracia con los que hoy trabajamos. Humanidad, ética, política —o lo que sea, n 'importe— podrían pertenecer a un apofatismo general. Semejante apofatismo se transformaría en un nominalismo generalizado en el que la mejor manera de salvar el nombre sería tratar cada nombre como un nomen negativum. El propósito de este nominalismo no es clausurar el conocimiento en simple ignorancia sino en abrirse a la afirmación de la docta ignorantia enseñada por los maestros de la baja Edad Media, sans voir et sans savoir, pero en una forma general. El efecto de esta ignorantia es mantener la posibilidad de lo imposible abierta, mantener el futuro abierto, tener un futuro, lo que significa algo por venir.46

Podríamos preguntarnos si posicionar esta indecibilidad radical en el corazón que cada distinción entre lo secular y lo religioso no es sino destruir o neutralizar tanto lo secular como lo religioso. Podríamos preguntarnos también si no se trata más bien de salvarlos recobrando recursos impensados desde su interior, cuestionando su pureza conceptual y apostando por una ética que conjugue la decisión del instante y la responsabilidad infinita. La pregunta, en cualquier caso y con esto me gustaría concluir, permanecería irremisiblemente abierta.

 

Referencias

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Agradecimientos

Agradecemos a Dominique Bertolotti las traducciones al francés de los resúmenes, y a Scott Hadley, las versiones en inglés.

 

Notas

* Título en francés: Sauver le nom de Dieu ? : au–delà du corpus théologique

1 Originalmente escrito en griego, el texto fue traducido y publicado posteriormente en francés. Cfr. Christos Yannaras, De l 'absence et de l 'inconnaisance de Dieu d'apres les écrits aréopagitiques et Martin Heidegger, Editions du Cerf, París, 1971.

2 Jean–Luc Marion, El ídolo y la distancia, Sígueme, Salamanca, 1999.

3 Cfr. James Bernauer, "The Prisons of Man: An Introduction to Foucault's Negative Theology", Internacional Philosophical Quaterly, vol. 27, núm. 4, December 1987, pp. 365–380; también Edith Wyschogrod, Lacan and Theological Discourse, State University of New York, Albany, 1989.

4 Michel de Certeau, La fábula mística. Siglos XVI y XVII, UIA, México, 1993.

5 Cfr. Deirdre Carabine, The Unknown God: Negative Theology in the Platonic Tradition: Plato to Eriugena, Eerdmans, Ámsterdam, 1995; también Sara Rappe, Reading Neaplatonism: Non–Discursive Thinking in the Text of Plotinus, Proclus and Damascius, Cambridge University Press, Cambridge, 2000.

6 Cfr. Obras completas del Pseudo Dionisio Areopagita, BAC, Madrid, 1995. Habría que revisar el nombre con el que tradicionalmente conocemos a este personaje. Sería más correcto que al derivarse de Areópago, lo conociéramos como Areopaguita; sin embargo, tradicionalmente se habla del Areopagita y así lo haré a lo largo del texto.

7 El primero en volver a referirse a Dionisio Areopagita y en atribuirle una obra mística de enorme profundidad será Máximo el Confesor (582–662) que será el gran difusor en Oriente del pensamiento dionisiano. Cfr. G. Fraile, Historia de la Filosofía (I). BAC, Madrid, 1965; también E. Gilson, La filosofía en la Edad Media, Gredos, Madrid, 1965.

8 Citado en Paul Rorem, "La espiritualidad elevadora del Pseudo–Dionisio", en Bernard McGinn, John Meyendorff y Jean Leclercq (eds.), Espiritualidad cristiana: desde los orígenes al siglo XII, Lumen, Buenos Aires, 2000.

9 Para profundizar en el papel del Eros dentro de la teoría del Areopagita, cfr., Bernard Mc Ginn, Foundations of Mysticism, Crossroad, Nueva York, 1991, pp. 166 y ss.

10 Hans Urs Von Balthasar, Glory of the Lord, Crossroad, Nueva York, 1984, p. 179.

11 Michel de Certeau, op. cit., p. 12.

12 Ilse N. Bulhof y Laurens Ten Kate (eds) , Flight of the Gods: Philosophical Perspectives on Negative Theology, Fordham University Press, Nueva York, 2000, pp. 11–12.

13 La formulación de una "muerte de Dios" ocurre explícitamente en el famoso himno luterano de Johannes Rist de 1641. No obstante, Hegel es quien desarrolla esta formulación sistemáticamente. Será la muerte de Dios desarrollada por Hegel (aunque pasada por el filtro de Nietzsche) la que retomará el teólogo Thomas J.J Altizer el representante moderno de la teología de la muerte de Dios.

14 Cfr. Friedrich Nietzsche, Más allá del bien y del mal, Alianza, Madrid, 1988, especialmente el fragmento 55.

15 Jean–Luc Nancy, Des lieux divins, TER, Mauvezin, 1987, p. 23.

16 Recordemos que una de las principales críticas de Nietzsche es hacia el concepto. Para Nietzsche no hay conceptos sino metáforas vivas, concretas, diferentes, que cuando se conceptualizan universalizándose se convierten en conceptos muertos. Cfr. Friedrich Nietzsche, El gay saber, Espasa, Madrid, 1986, p. 207.

17 Michel Foucault, "Prefacio a la transgresión" Entre filosofía y literatura, Paidós, Barcelona, 1999, pp. 165–166.

18 Cfr. Dirk de Schutter, "Zarathustra's Yes and Woe: Nietzsche, Celan and Eckhart on the Death of God", en Ilse N. Bulhof y Laurens Ten Kate, op. cit.

19 Cfr. Las críticas de John Milbank, The Word Made Strange: Theology, Language, Culture, Blackwell, Oxford, 1997; también la acusación de neoconservadurismo realizada por Jürgen Habermas, "Modernity–An Incomplete Project", en Hans Foster (ed.), Postmodern Culture, Pluto Press, Londres, 1981.

20 Cfr. Jacques Derrida, La voz y el fenómeno. Introducción al problema del signo en la fenomenología de Husserl, Pre–textos, Valencia, 1985.

21 Cfr. Jacques Derrida, De la gramatología, Siglo XXI, México, 2005, p. 67.

22 Cfr. Jacques Derrida, "Différance", Marges de la philosophie, op. cit., p. 22.

23 Ibid., p. 6.

24 Ibid., p. 28.

25 Esta lectura de Derrida de la teología negativa como ontoteología ha sido criticada por apoyarse demasiado en la interpretación unívoca de la ousia de Duns Scoto. No obstante, hay que señalar que Derrida no ofrece una lectura definitiva de la teología negativa la cual piensa, es imposible. Cfr. John Milbank, Theology and Social Theory: Beyond Secular Reason, Blackwell, Oxford, 1990, pp. 278–326. [Hay traducción al castellano por John Millbank, Teología y Teoría Social: Más allá de la razón secular, Herder, Barcelona, 2004]. Cfr. también, Kevin Hart, "Jacques Derrida: The God Effect", in Phillip Blond (ed.), Post–Secular Philosophy: Between Philosophy and Theology, Routledge, Londres/Nueva York, 1998, pp. 259–80.

26 Jacques Derrida, "Comment ne pas parler: Dénegations", en Psyché: Inventions de Vautre, Galilée, París, 1987, p. 558. [Hay traducción al castellano, Jacques Derrida, Cómo no hablar y otros ensayos, Anthropos, Suplemento 13, Barcelona, marzo 1989].

27 Ibid., p. 560.

28 Ibid., pp. 563–568; 569–589; 590 y ss.

29 Ibid., p. 566.

30 Ibid., p. 540, nota 1.

31 Jacques Derrida, Sauf le nom, Galilée, París, 2003, p. 50.

32 Ibid., p. 55.

33Ibid., p. 110.

34 Ibid., pp. 85–86.

35 Ibid., p. 61.

36 Ibid., p. 55.

37 Ibid., p. 82.

38 Loc. cit.

39 Ibid., p. 92.

40 Para Derrida —a diferencia de, por ejemplo, Levinas— el otro es "una forma radicalmente otra de alteridad: una u otras personas pero también lugares, animales, lenguas". Cfr. Jacques Derrida, Dar la muerte, Paidós, Barcelona, 2006, p. 83.

41 Jacques Derrida, Sauf le nom, op. cit., p. 81.

42 Jacques Derrida, Políticas de la amistad, Trotta, Madrid, 1998, p. 46.

43 Jacques Derrida, Sauf le nom, op cit., p. 81.

44 Jacques Derrida, El otro cabo. La democracia, para otro día, Serbal, Barcelona, 1992, p. 43.

45 Jacques Derrida, "Fe y saber: Las dos fuentes de la religión en los límites de la mera razón", en Jacques Derrida y Gianni Vattimo (eds.), La religión, PPC, Madrid, 1996, pp. 41–42

46 John D Caputo, The Prayers and Tears of Jacques Derrida: Religion Without Religion, Indiana University Press, Bloomignton & Indianápolis, 1997, p. 56.

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