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On-line version ISSN 2594-0619Print version ISSN 1665-1200

Tóp. Sem  n.22 Puebla Dec. 2009

 

¿Qué es, entonces, lo sagrado?*

 

What Then is the Sacred?

 

Raúl Dorra**

 

**Profesor e investigador de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, México. Programa de Semiótica y Estudios de la Significación, 3 Oriente 212 (altos), Centro, C.P. 72000, Puebla, Pue., México. Tel/Fax: + 52 (222) 229.55.02. Correo electrónico: luisaul@prodigy.net.mx

 

Resumen

El artículo trata de examinar lo sagrado dejando atrás las connotaciones de uso para buscar en este vocablo un sentido específico. Dado que el interés sistemático por el estudio de lo sagrado nace en el ámbito de la Antropología, uno de los textos de base para el artículo es Las formas elementales de la vida religiosa, libro en el que Émile Durkheim establece que la estructura elemental de toda religión es la oposición sagrado–profano, que se puede observar tanto en el sistema totémico de los primitivos australianos como en las formas más desarrolladas de institución religiosa. Si este estudio se despliega en el tiempo, el otro en el que se basa este artículo (Lo santo, de Rudolph Otto) se concentra en la descripción de un estremecimiento primordial en el que se asienta lo sagrado, una experiencia de lo tremendum de la que nace el "sentimiento de criatura" que define al hombre religioso como tal. Este sentimiento es designado por R. Otto como lo numinoso y abarca desde el deleite místico hasta el espanto que infunde la palabra de Yaveh. Lo sagrado, en este sentido, tiene una íntima relación con lo tabú porque uno y otro reúnen lo bendito y lo execrable, la atracción y la repulsión, cosa que no podía escapar a Sigmund Freud, quien en Tótem y tabú, así como en su estudio de Lo siniestro analiza esta ambivalencia desde su perspectiva psicoanalítica. Así, lo sagrado, al mismo tiempo que incluye su propia contradicción, nos obliga a repetir incesantemente la pregunta por su modo de ser.

 

Abstract

The article endeavors to examine the sacred leaving behind the connotations of use to look for a specific meaning in this word. Given that since the systematic interest for the study of the sacred originates from the field of Anthropology, one of the base texts for the article is Elemental Forms of Religious Life, a book in which Émile Durkheim establishes that the elemental structure of all religion is the sacred–profane opposition that can be observed as much in the totemic system of primitive Australians as in the most developed forms of religious institution. If this study unfolds within time, the other text in which this article is based (Rudolph Otto's The Idea of the Holy) concentrates on the description of the primordial trembling in which the sacred is established. It is an experience of the tremendum from which the "creature feeling" is born that defines the religious man as such. This feeling is designated the numinous by R. Otto and it ranges from mystic delight to the fear that the word of Yaveh instills. The sacred in this sense has an intimate relationship with the taboo because each joins the blessed and the execrable, attraction and repulsion, which did not escape the attention of Sigmund Freud who in Totem and Taboo, as well as in his study of The Sinister where he analyzes this ambivalence from the psychoanalytic perspective. Thus the sacred includes its own contradiction at the same time and obliges us to incessantly repeat the question of its manner of being.

 

Résumé

L'article cherche à examiner le sacré en laissant de côté les connotations d'usage afin de chercher dans ce terme un sens spécifique. Étant donné que l'intérêt systématique pour l'étude du sacré a ses origines dans le domaine de l'Anthropologie, l'un des textes de base pour l'article est Les formes élémentaires de la vie religieuse, livre dans lequel Émile Durkheim établit que la structure élémentaire de toute religion est l'opposition sacréprofane que l'on peut observer aussi bien dans le système totémique des australiens primitifs que dans les formes les plus développées d'institutions religieuses. Si cet article se déroule dans le temps, l'autre article sur lequel se base cette analyse (La sainteté de Rudolph Otto) se concentre sur la description d'un sursaut primordial durant lequel le sacré prend place, une expérience du tremendum à partir de laquelle naît le «sentiment de créature» qui définit l'homme religieux en tant que tel. Ce sentiment est désigné par R. Otto comme le numineux et englobe depuis le plaisir mystique jusqu'à la frayeur que provoque la parole de Yahvé. Le sacré, en ce sens, a une intime relation avec ce qui est tabou parce que l'un et l'autre réunissent ce qui est béni et ce qui est exécrable, l'attraction et la répulsion, ce qui ne pouvait échapper à Sigmund Freud, qui, en Totem et tabou, de même que dans son étude intitulée Le sinistre, analyse cette ambivalence depuis sa perspective psycho–analytique. Ainsi, le sacré, tout en incluant sa propre contradiction, il nous oblige à répéter constamment la question du fait de sa façon d'être.

 

1. El efecto transformador de la pregunta

Cuando utilizamos, o escuchamos la palabra sagrado en una conversación ocasional, o incluso detenida, habitualmente continuamos el diálogo sin sentir que hemos tropezado con un vocablo cuyo contenido semántico nos sea problemático. Sobre ese vocablo nos entendemos, o al menos sentimos que nos entendemos, prácticamente del mismo modo en que lo hacemos frente a las palabras usadas en esta frase que estoy acabando de componer: vocablo, prácticamente, componer, etcétera. Aplicado a utensilios, o muebles, a espacios, a imágenes, a vestiduras, a gestos, a ceremonias, a cánticos, a textos, damos de inmediato por supuesto que esos objetos son, además de tales, manifestaciones intensivas de una forma superior de la espiritualidad y que, por lo tanto, imponen un respeto que nos prohíbe entrar en contacto con ellos como si se tratara sólo de objetos comunes, y nos indican, por añadidura, que cualquier desatenta irrupción en su soberanía implica un desacato, una violación en la que no se puede incurrir impunemente. A estos objetos los asociamos más o menos inmediatamente con creencias o prácticas religiosas, tanto si se trata de la religión que profesamos —o al menos la que nos es más próxima— como de otras a las cuales, aun sin conocerlas, les reconocemos el estatuto de tales. Pero también el vocablo sagrado, acaso por extensión, por analogía, o por una suerte de exceso verbal, lo aplicamos a objetos o prácticas que ubicamos fuera del ámbito de las religiones constituidas: así, se puede hablar de la sacralidad de la patria y de los símbolos que la representan, se puede afirmar que la familia es una institución sagrada, o una amistad, un amor, una causa por la que se está dispuesto a dar la vida, un juramento que prohíbe revelar algún secreto y al cual los juramentados se han acogido voluntariamente, etcétera. En todos los casos, a esos objetos que declaramos —o tenemos por— sagrados, los consideramos defendidos por prohibiciones cuyo origen generalmente no nos preocupamos por conocer puesto que tendemos a sentir que las prohibiciones que los resguardan están como de suyo inscritas en el objeto, forman parte del orden social y consolidan los valores éticos de la colectividad: por lo tanto, tenemos a estos objetos como inviolables, esto es, de ellos pensamos que en su violación hay una ruptura moral de tal magnitud que obstruye el curso de los intercambios sociales y que con ella el violador ha sembrado una mancha que lo contamina en primer lugar a él mismo.

Así, cuando en una conversación invocamos la sacralidad de algo sin detenernos a cuestionar el sentido de lo que estamos diciendo, la conversación puede proseguir sin que los interlocutores adviertan en esto nada extraño. Pero si a alguno de ellos se le ocurriera preguntar, o preguntarse, qué es lo que le da a tal objeto el carácter de sagrado nos encontraríamos en la situación de San Agustín, encerrado en la paradoja a la que lo ha llevado su curiosidad por conocer qué es eso de lo que hablamos y hablamos mientras dejamos pasar, como si se tratara de una costumbre; el tiempo: si no me lo preguntan, yo sé de qué hablo; pero en cuanto me lo preguntan ya no lo sé. ¿Es sagrada la intimidad de un hogar, de una persona, constituye una profanación, una forma del sacrilegio la tortura de un cuerpo, la corrupción de un niño, la quema de una bandera o algún otro hecho semejante perpetrado fuera del ámbito de lo religioso? Quiero decir: ¿la palabra sagrado circulando en el seno de la sociedad civil debe entenderse como una metáfora elaborada a partir del léxico religioso, o se trata de un término cargado de un sentido propio? Así, la pregunta por la sacralidad otorgada o reconocida a tal o cual objeto, a tal o cual práctica, inevitablemente convertiría a lo sagrado en un tema problemático, y el tema de lo sagrado nos hundiría, entonces, en una prolongada vacilación.

Obviamente, si hasta hace un momento, al referirnos a ciertos objetos como sagrados, no encontrábamos motivos de zozobra y ahora, al preguntarnos qué es lo que les da a tales objetos su carácter de sagrado, han comenzado a asaltarnos las dudas, podríamos pensar que algo semejante nos ocurriría si problema–tizáramos el sentido de cualquier otra palabra, puesto que la pregunta tiene la propiedad de hacer de aquello que era patrimonio del sentido común una aventura epistemológica. Pero en este caso particular, no tardaríamos en advertir que la pregunta, además, abre ante nosotros un horizonte de sentido en cuya inasible constitución se pone en juego nuestra propia naturaleza de seres dotados de una identidad móvil, siempre configurándose en el espacio de reunión de lo individual con lo social.

¿Qué es, entonces, lo sagrado? Al hacernos esta pregunta, que trata de parafrasear la que se hizo San Agustín con respecto al tiempo, caemos en cuenta de que en realidad no estamos ante la misma situación del autor de las Confesiones, pues mientras él se disponía a reflexionar (como, por otra parte, los filósofos lo habían hecho desde las más remotas épocas) sobre esa entidad tan familiar y tan extraña, un ahora que continuamente se transforma y sigue siendo ahora, nosotros hablábamos de objetos de carácter sagrado y no de lo sagrado como tal. Pero nuestra pregunta, en el momento en que la hemos hecho, ha modificado fundamentalmente aquello por lo que nos preguntamos: ya lo sagrado no tiene una función adjetiva debido a que ahora lo hemos convertido en un sustantivo mediante un procedimiento de abstracción. Lo sagrado es ahora un término que requiere de una elaboración teórica y, por lo tanto, exige abandonar la comodidad de la doxa para convertirse en un concepto preciso. A este respecto, es importante advertir que la pregunta por lo sagrado, esto es, la necesidad de obtener una definición lo suficientemente rigurosa como para poder incorporarla al orden de lo científico, es más o menos reciente y ha sido planteada, sobre todo, desde la antropología, una ciencia fundada, como se sabe, hacia el siglo XIX. Henri Hubert, William Robertson Smith, Marcel Mauss, James Frazer, entre otros investigadores interesados en el estudio de las religiones, le concedieron un estatuto privilegiado. Pero —y sobre esto insiste Dominique Casajus en el artículo que escribió para la Enciclopaedia Universalis1 quien ha insistido con más decisión en la necesidad de elaborar el concepto de lo sagrado ha sido Émile Durkheim, especialmente en su obra Les formes élémentaires de la vie religieuse.2 Porque es a estas formas elementales adonde, según Durkheim, el investigador debe dirigirse para encontrar una respuesta cierta a una pregunta que, antes que nada, requiere hacerse siguiendo un método que haya dado pruebas de su eficacia.

 

2. Lo sagrado en la estructura de la religión

Dado que Comte había establecido, con el grado de generalidad que suele tener este tipo de periodizaciones, que el primer estado en las sociedades humanas (es decir: la primera forma de relación del hombre con el mundo y con sus semejantes) es el que denominó "estado teológico" y que de hecho aludía a la constitución de sociedades y formas de vida de carácter religioso, se tenía como indudable que las primeras sociedades eran en todos los casos sociedades religiosas. En el libro de Durkheim que tuvo tanta gravitación, su autor, fiel a los postulados del evolucionismo, propone estudiar "la religión más primitiva y más simple que se conoce actualmente", convencido de que en ella encontrará, de manera más prístina, el germen o si se quiere la esencia de toda religión. Consciente de que, como ocurre con las lenguas, aun esa religión más simple entre las conocidas no estará hecha sino de vestigios de religiones anteriores, más simples acaso pero igualmente completas a las cuales, sin embargo, por el momento no es posible acceder, Durkheim declara estar convencido de que es el totemismo de las sociedades australianas lo que constituye el ejemplo más adecuado para sus propósitos y que, por lo tanto, es esa forma elemental de la organización religiosa la que será su objeto de estudio. Y esto le parece así porque son dichas sociedades las más rudimentarias en cuanto a sus recursos técnicos y, en general, sus recursos materiales (por ejemplo, no habitan en casas y ni siquiera recurren a la construcción de chozas) así como también debido a que resuelven la vida social de la manera más primitiva, es decir, recurriendo a la "organización basada en clanes".3 Pero antes de emprender el análisis, Durkheim se dedicará a definir lo que entiende por religión, reducida ésta a sus componentes elementales y fundamentales. No se trata de la creencia en un dios4 o en un conjunto de dioses (y por lo tanto de la relación del hombre con lo divino), pues hay religiones complejas como el budismo, o simples como el propio totemismo que, o son ateas o postulan la existencia de dioses pero no sienten que los dioses, que tienen su propio espacio de acción y que protagonizan sus propias historias, decidan el destino de los hombres; no se trata tampoco de animismo (del culto al alma y por esa vía al poder de los difuntos);5 no se trata de naturalismo (el hombre primitivo, según Durkheim, no está dominado por el sentimiento de que vive sometido a las imprevisibles e indomeñables fuerzas de la naturaleza y, consecuentemente, que es de esas fuerzas de lo que su existencia depende: la religión, para Durkheim, es una forma primaria de la organización social y es en los principios básicos de esa organización donde hay que buscar el principio básico, y universal, de toda formación religiosa. En lo que tienen de más primario, las sociedades se organizan a sí mismas y organizan sus creencias —hasta convertirlas en sistema— a partir de la idea de que la realidad a la que se enfrentan resulta de la división o confrontación de dos dominios: "uno que comprende todo lo que es sagrado y otro todo lo que es profano". Así, la fórmula básica —¿diríamos, la estructura?— sobre la que descansa la sociedad y sobre la que se organiza la religión es la reunión opositiva entre lo sagrado y lo profano. El primer capítulo de Les formes élémentaires de la vie religieuse termina con esta exhaustiva definición:

Una religión es un sistema solidario de creencias y de prácticas relativas a cosas sagradas, es decir, separadas, prohibidas, creencias y prácticas que reúnen en una misma comunidad moral llamada Iglesia, a todos los que adhieren a ella [...]6

y unas líneas más adelante, para que no queden dudas, insiste en esta afirmación:

mostrando que la idea de religión es inseparable de la idea de Iglesia, hay que suponer que la religión debe ser algo eminentemente colectivo.

 

3. Sagrado vs. profano

Aunque pronto sometida a cuestionamientos y refutaciones, la fórmula básica promovida por Durkheim y su escuela no ha dejado de gravitar. Roger Caillois, en El hombre y lo sagrado, señala firmemente que toda religión es una confrontación entre lo sagrado y lo profano o, mejor dicho, una expulsión de lo profano y una retención de lo sagrado, de lo cual "espera el creyente todo el socorro y todo el éxito".7 Recogiendo una frase de Henri Hubert, que otros también recogieron, la hace suya y la repite como quien despeja toda duda: "la religión es la administración de lo sagrado".8 En su forma primaria, explica Caillois, lo sagrado contiene una energía incomprensible y sin duda peligrosa, pero también "eminentemente eficaz".9 Todo consiste en encontrar las formas de dominarla para poder utilizarla en sentido favorable poniéndose a salvo de los riesgos que implica comprometerse con ella. Incluso las religiones más desarrolladas como la hebrea o la cristiana están sometidas al riesgo de lo sagrado: para aproximarse al tabernáculo sin ser víctima de la energía espiritual que de él emana es necesario, además de poseer la dignidad adecuada a tal propósito, efectuar un ejercicio de sabiduría y un manejo preciso de minuciosas precauciones: "el impío que acerca su mano al tabernáculo —afirma Caillois— la ve desecarse y convertirse en polvo".10

Esta relación opositiva no ha dejado de mostrar, entre antropólogos, teólogos e historiadores de las religiones, un alto grado de eficacia explicativa. Por mi parte, me gustaría observar que llama la atención el hecho de que quienes afirman con tanto énfasis esta oposición y no vacilan en declarar que constituye un —o el— principio básico de toda religión, se hayan preocupado por definir y estudiar lo más cuidadosamente posible el ámbito de lo sagrado (sea lo sagrado como tal, sea la forma de organización social derivada del sentimiento de sagrado), pero que no hayan dado ninguna atención a lo profano como si la palabra misma de suyo contuviera su propia definición o más bien como si bastara con ocuparse del término marcado —esto es, sagrado— para resolver los problemas que plantea la religión convertida en objeto de estudio. También es notable el hecho de que precisamente esas sociedades primitivas (al menos según como las describe Durkheim y en general los antropólogos, sociólogos o historiadores que se dedican a estudiarlas) están de tal modo sometidas a regulaciones religiosas, que tales sociedades parecen quedar íntegramente subordinadas al orden sagrado: cazar, cosechar, hacer fuego, comer, habitar, relacionarse con los miembros de su clan o de los otros clanes, incluso entrar en contacto con los animales, es algo que se hace con arreglo a prescripciones exhaustivas y precisas. "Todo es común a todos —afirma el propio Durkheim—. Los movimientos son estereotipados y todo el mundo los ejecuta del mismo modo en las mismas circunstancias y este conformismo de la conducta no hace sino traducir el del pensamiento".11 Es cierto que Durkheim, así como los otros investigadores dedicados a estas materias, nunca ha dejado de mencionar la existencia de episodios de desacato (incestos, formas prohibidas de preparar o consumir alimentos, etc.) y el consecuente castigo que éstos propician. Pero esto no parece una irrupción de lo profano en el orden de lo sagrado, sino más bien una confirmación de este orden, pues el castigo implica su inmediata y previsible reconstitución. Por lo tanto, uno podría preguntarse: ¿qué es, entonces, lo profano, por ejemplo en las sociedades regidas por religiones totémicas?

Quizá en estos casos tendríamos que decir que dentro del ámbito de lo sagrado existen situaciones, actores, o ceremonias cargadas de mayor o menor intensidad, que habría grados de sacralidad lo cual imprimiría su peculiar ritmo de vida a estas comunidades enteramente sometidas a un orden religioso en el que todo está programado y sacralizado. No ha de ser lo mismo (no ha de tener la misma intensidad, el mismo grado de energía sacra) el santuario donde se almacenan los objetos que han de usarse en las ceremonias o ritos de iniciación,12 que el lugar donde se guardan los instrumentos que sirven para la caza; no es lo mismo un objeto que tenga dibujada la figura del tótem que un objeto que no la tenga; no es lo mismo el sacerdote o el guerrero armado para el combate que un joven que no haya pasado todavía por el rito de iniciación, o una mujer. Durkheim se refiere a los segundos términos de cada par como objetos profanos, pero una lectura contextualizada termina por mostrarnos que no se trata estrictamente de algo profano sino de algo aún–no, o menos, sagrado. En cuanto a, digamos, casos como el de las mujeres anuladas por la menstruación, esto es, afectadas por una impureza que les impide todo contacto con lo propiamente sagrado, ellos nos enfrentan a situaciones verdaderamente conflictivas en lo que hace a su clasificación, ya que no podríamos decir que la menstruación las ha convertido en seres profanos sino que las ha apartado provisionalmente del ámbito de lo sagrado aunque, como veremos más adelante, lo impuro no deja de ser un componente del orden sagrado. En realidad, la mujer menstruante es tabú y por lo tanto su estado le ha conferido un espacio previsto en el sistema de valores ligados a la religión.

Mientras el término sagrado señala que algo se mantiene separado, circunscrito y defendido por una prohibición, el término profano (en latín profanum) señala aquello que se encuentra ante o fuera (pro) del templo (fanum), o sea que señala aquello que permanece sin clasificación, en una suerte de intemperie. Los cristianos acostumbraban decir que los profanos son los hombres seculares, los que —distraída o perdidamente— viven en el siglo, un espacio abierto e irredento. Por su parte, San Agustín en La ciudad de Dios se refirió en estos términos a los que vivían fuera de la Iglesia, esto es, en el mundo, haciendo de él su seductora morada mientras los fieles eran los que vivían dentro de la Iglesia porque habían comprendido que ella era un anticipo, o más bien ya el comienzo, de aquella otra dichosa y eterna ciudad en cuyo recinto habitan los bienaventurados. En la lengua de uso se suele entender lo profano de dos modos: 1) como aquello que se mantiene fuera de lo sagrado pero permanece ajeno a lo que de lo sagrado se deriva, entregado a sus propios afanes, y 2) como aquello animado por una actividad contraria a lo sagrado, por un deseo de profanar y, en el extremo, de manchar toda pureza. También suele entenderse, por extensión, que un profano es un ignorante en relación con un determinado arte o un determinado saber, alguien que no ha sido iniciado en el conocimiento de una disciplina.

Pero lo profano entendido como algo ajeno a lo sagrado tiene un carácter considerablemente diferente de aquello que está dotado de un dinamismo profanatorio, es decir, de aquello que se alza, o que pretende alzarse, contra lo sagrado. En efecto, para tener la capacidad de profanar es necesario poseer una fuerza y una voluntad, por lo menos en algún sentido, equivalente a la fuerza de lo sagrado. En la tradición judeocristiana, Lucifer es la fuente de toda profanación por la razón de que antes de militar contra Yaveh fue un ser angélico de extraordinario poder. Las obras de Lucifer y de sus huestes13 no son, por lo tanto, obras profanas, sino profanatorias en estricto sentido. Así, pues, lo sagrado siempre está acechado por fuerzas contrarias a lo que de la sacralidad emana. Por tal razón, en una sociedad totémica, como la de los primitivos australianos, alguien que ha cometido incesto no ha actuado desde un espacio profano sino que ha sido cegado y arrojado a la profanación como Edipo quien, antes de quitarse los ojos anticipándose al castigo que le depararían los dioses, ya había sido cegado por éstos y arrojado a su propia perdición. La profanación de lo sagrado supone una voluntad destructiva que afecta a lo destruido —profanado— tanto como a su destructor: un deseo de exterminio.

 

4. Lo numinoso

La expresión de un poder cargado de una energía y aun de una voluntad de exterminio no proviene solamente de la confrontación de lo sagrado con un poder profanatorio sino que también proviene de lo sagrado mismo. En un libro singular dedicado al estudio del "sentimiento propiamente religioso", Rudolf Otto comienza invitando al lector "a que actualice en su memoria y examine un momento de fuerte conmoción, lo más exclusivamente religiosa que le sea posible".14 Y de inmediato, con el fin de que no queden dudas de aquello de lo que tratará y de aquél a quien, de manera selectiva, quiere dirigirse, agrega: "Quien no logre representárselo o no experimente momentos de esa especie, debe renunciar a la lectura de este libro". Aunque razonablemente podemos encontrar que esta áspera discriminación no está exenta de soberbia y que en realidad más bien procura ser una provocación para que el lector "profano" se sienta conminado a no abandonar la lectura (pues de lo contrario habría escrito sólo para los que saben el asunto del que hablará y por ese motivo no necesitan leerlo, es decir habría escrito ese libro un poco inútilmente), la frase trata de afirmar la convicción de que el núcleo de lo sagrado —en este caso lo santo— es una experiencia emocional de la que no se puede hablar racionalmente, al menos no si esa experiencia no está presente como un presupuesto. Frente a otros estudios, particularmente los de los sociólogos o antropólogos que, más que detenerse en la pregunta por lo sagrado (o en todo caso lo religioso) como tal, se dedican a describir las formas de organización social, las relaciones de parentesco, el sistema de acciones y prohibiciones a que ello da lugar, el trabajo de Otto se centra, de manera prácticamente exhaustiva, en la captación de algo que parece inasible o intransmisible: la relación del hombre con lo sagrado o con algo todavía más preciso —lo santo— que, reducido a lo esencial se convierte en lo que el autor decide llamar lo numinoso,15 experiencia a la que, en un intento de sintetizar su contenido con un término acaso más accesible, describiríamos como un estremecimiento originario que abre el espíritu a una dimensión desconocida, peligrosa, pero también fundante del "sentimiento de criatura" sin el cual no habría religión puesto que ese sentimiento hace que el sujeto se reconozca tal como es en su "absoluta dependencia". Lo numinoso sería algo que sobreviene y sobrepasa pero que también resulta una experiencia creadora, la que, no por carecer de palabras carece de capacidad preformativa: la experiencia es una revelación y a la vez también una producción del misterio del numen.

Otto comienza su libro reconociendo que el fenómeno religioso acepta, como se ha venido haciendo, ser descrito con predicaciones racionales. Pero niega que ese tipo de predicaciones sean suficientes para tal descripción que es un hecho básicamente emocional, una experiencia del sometimiento al poder de lo tremendum. (De ahí el subtítulo que Otto eligió para su libro: "Lo racional y lo irracional en la idea de Dios"). Lo santo incluye lo bueno, la perfecta voluntad moral a la que se ha referido Kant; pero no se reduce a esto, pues además de lo moral, hay en lo santo un excedente de significación que constituye, por decirlo así, su núcleo: como si ese excedente de sentido fuera, hablando en términos tomados de la semántica estructural, su sema nuclear, mientras la voluntad moral permanece como un sema contextual. Si bien lo santo puede ser caracterizado como obrando dentro del dominio de lo ético, lo ético no es sino el reflejo de una experiencia vívida, un sacudimiento profundamente sentimental que, por ser algo "primigenio y característico", en una última instancia puede prescindir de lo ético. Esto, según Otto, se encuentra en la raíz de todo lo que puede entenderse por religioso en cualquier tiempo y lugar en que fijemos nuestra atención, y tanto si hablamos de religiones relativamente simples como relativamente complejas en sus doctrinas y en sus prácticas. En cuanto a lo numinoso, sería una suerte de experiencia situada en una profundidad aún más oscura y misteriosa (el mysterium tremendum) donde el hombre se reconoce a sí mismo en un acto de anonadamiento ante la potencia creadora. Otto ejemplifica esta experiencia con una frase que Abraham, deshaciéndose tanto como reconociéndose, dirige a su Señor: "He aquí que me atrevo a hablarte; yo, yo que soy polvo y ceniza" (Gén 18, 27). Lo numinoso sería, pues, un momento de iluminación negativa, una inscripción que se realiza como una borradura en la que la criatura humana advierte que es en la medida en que no es porque se encuentra reducida a un puro sentimiento de dependencia o negación.16

Así, lo que aquí venimos llamando lo sagrado y que Otto llama lo santo pero especificado como numinoso,17 es una experiencia que raramente resulta placentera o puede deparar el sentimiento de haber sido acogido en la seguridad. Es cierto que los lugares sagrados (templos, espacios reservados a actos litúrgicos, imágenes a las que el creyente se aferra) son lugares de resguardo o salvación (un hombre perseguido, incluso un animal que huye del peligro, se encuentra ahí protegido). Es también evidente que las palabras de Juan: "Porque de tal manera amó Dios al mundo que ha dado a su Hijo unigénito para que todo aquél que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna" (Jn 2, 16) explican a los hombres la redención como una voluntad amorosa del Padre. Estas palabras indican que seguir confiadamente al Hijo sería, entonces, acogerse a las sagradas acciones del Padre, obradas para dejarnos a salvo de todo extravío. De esto podría deducirse que en la entrega a lo sagrado, a la voluntad del Padre, el hombre siempre encontraría la salvación. Sin embargo, leyendo el libro escrito por Otto, tendríamos que concluir que eso es lo que nos gustaría creer acaso sólo porque somos demasiado débiles, pues lo sagrado, entendido como lo numinoso, raramente nos conforta o pone a salvo del peligro. Por el contrario, nos entrega al temblor que produce en el espíritu la presencia de lo desmesurado que nos empequeñece, la de lo tremendamente espantoso que nos deja sin aliento. "El espíritu está pronto pero la carne es débil" (Mt 26, 41), habría dicho un vacilante Jesús hablando con el Padre en la soledad del huerto de Getsemaní. Pero no: la criatura humana es débil en su carne y también en su espíritu, débil hasta la insignificancia frente al avasallante poder de lo sagrado.

El cristianismo, como es sabido, ha exaltado la figura del Hijo al cual se le asocian experiencias como la del perdón, el llamado, el consuelo o la compasión, valores relacionados con la santidad y también con lo numinoso. No obstante, cuando se trata de explicar en detalle lo numinoso, Otto, quien decididamente se declara cristiano,18 prefiere, sin embargo, evocar sentimientos alejados de esto que podríamos llamar "lo demasiado humano", para referirse más bien al Padre, pero ya no al Padre amante del Nuevo Testamento19 sino a Yaveh, el terrible, el colérico, el de irresistible majestad, aquel Dios de los ejércitos envuelto en nubes inflamadas, cuya presencia (anunciada por truenos y relámpagos) el pueblo no hubiera podido soportar, y ni siquiera su voz, tan estruendosa que los hombres corrían espantados a ocultarse para después, sigilosamente, dirigirse a Moisés con esta imploración: "Habla tú con nosotros y nosotros oiremos; pero no hable Dios con nosotros para que no muramos" (Éx 20, 19). Otto explica esta predilección por recurrir a ejemplos tomados del Antiguo Testamento no porque él tenga una más íntima familiaridad (como yo estoy tentado de creer) con el espíritu del Antiguo Testamento y, sobre todo, con la imagen de Yaveh (antes que con la de Elohim, de actitudes patriarcales y a quien muchos estudiosos de la Biblia asocian más directamente con el "Padre celestial" del que habla Jesús) sino porque, según explica a comienzos del capítulo 11, "Aunque en toda religión en general palpitan los sentimientos de lo irracional y numinoso, en ninguna de tan sobresaliente manera como en la semítica".

Por cierto, también en el Nuevo Testamento —un conjunto de libros escritos o compilados con el fin de llevar a los hombres la "buena nueva" de la renovación de la antigua alianza, ahora dominada por la presencia salvífica del "Hijo bienamado"— encontramos libros como el del Apocalipsis, tan imbuido del espíritu yavehísta, y aun en los propios evangelios nos sobrecogen las estremecedoras "Señales antes del fin" —descritas por Mateo, Marcos y Lucas— en las que Jesús anuncia cómo "se levantarán nación contra nación y reino contra reino, y habrá pestes y hambres, y terremotos..." (Mt 24, 7) o sus temibles amenazas: "No penséis que he venido a traer paz en la tierra; no he venido a traer paz sino espada. Porque he venido para poner en disensión al hombre contra su padre, a la hija contra su madre y a la nuera contra su suegra" (Mt 10, 34–35),20 tan distante de las dulces y consoladoras enseñanzas del Sermón del Monte que obligan a pensar que en los Evangelios conviven tradiciones diferentes e ideologías contrapuestas, así como en el Antiguo Testamento, sobre todo en la Torah, conviven, por lo menos tradiciones elohístas con otras yavehístas, en todas las cuales, hemos de pensar, podemos encontrar lo numinoso pero con características diferentes. Otto explica la relación del hombre con lo numinoso, el pavor que esto le causa, porque lo numinoso es lo inaccesible mismo, lo absolutamente heterogéneo (heterogéneo con respecto a la constitución del hombre como sujeto). Lo numinoso es la potencia de Dios mostrándose en su intolerable poder para marcar a fuego la impotencia del hombre; es también, o por eso mismo, el desconocimiento o la borradura de la propia identidad que sobreviene en los extremos de la violencia moral o de la oscura entrega mística.21 Por esto, agrego de mi parte, nos cuesta explicarnos aceptablemente la pasividad —o más bien la callada y diligente obediencia— de Abraham cuando Yaveh le ordena sacrificar a su primogénito, o la venganza ejercida por el terrible Dios de Moisés cuando, después de esa dilatada penuria que significó conducir a su pueblo, siempre pronto a la desobediencia y la conjura, por el inclemente desierto durante cuarenta años, al final de los constantes agobios sufridos en ese duro peregrinaje, le impide pasar a tierra santa recordándole que, cuarenta años antes, había vacilado ante el pedido de su Señor argumentando que era "tardo de lengua y falto de palabra" y que por lo tanto se sentía disminuido para ponerse a la cabeza de su pueblo y encaminarlo en la larga travesía. Yaveh, que antes no había admitido esas razones, ahora le impide, pues, pasar a Moisés, y éste muere, viejo ya de doscientos años, teniendo ante sus ojos esa tierra prometida a la que tanto le costó llegar: "Ésta es la tierra que juré a Abraham [...]; te he permitido verla con tus ojos, mas no pasarás allá" (Dt 34, 4). Moisés, según deduciría Otto, habrá sentido la presencia de lo numinoso, el singular estremecimiento abatiéndose en su deteriorado cuerpo, al momento de conocer que su Dios, en lugar de recompensarlo, había optado por ejercer una aplastante crueldad. Inevitablemente, estas evocaciones traen a mi memoria la Carta a un religioso en la que Simone Weil (profunda conocedora de las religiones antiguas, admirable en su incesante deseo de verdad, en su piedad y buena fe) explica cómo las crueldades ligadas al culto de Yaveh la decidieron a abjurar del judaísmo ("La crueldad —repite— es un crimen aun más horrible que la lujuria") y cómo tampoco podía decidirse a recibir el bautismo cristiano puesto que, por una parte, la Iglesia estaba instalada en Roma como religión oficial del Imperio con lo cual trataba, increíblemente, de asociar a Cristo con la Bestia del Apocalipsis, y, por otra, se mostraba más imbuida del espíritu de Yaveh que del de Jesús. "La verdad esencial con relación a Dios, afirma, es que Él es bueno. Creer que Dios puede ordenar al hombre actos atroces de crueldad e injusticia es el error más grande que puede cometerse a su respecto".22 Esos "actos atroces de crueldad" son, en su visión, lo que caracteriza el comportamiento de Yaveh. He aquí una confrontación que, me parece, no se puede soslayar y que habría que pensar serenamente: para Simone Weil —y acaso para el Jesús de los Evangelios, según ella está persuadida— lo sagrado no puede asociarse a quien hace sufrir sino al hombre sufriente y sometido por la crueldad del Poder.

 

5. Numinoso, siniestro, monstruoso

Pero volviendo a las reflexiones de Otto (cuyo libro, precisamente por ser tan perturbador, de ningún modo puede ser desestimado), deberíamos reconocer que si lo numinoso —que aquí estamos dándole un valor semejante a lo sagrado— tiene una energía tan peligrosa y puede presentarse con características de tal modo difíciles de entender y controlar, parece lógico que cada comunidad organizada alrededor de lo sagrado necesite la guía de un sacerdote dotado, a su vez, del poder de enfrentarse a esta fuerza que puede reducir un hombre a cenizas. El sacerdote, dueño de un poder y de una sabiduría que pueden ser inherentes a su persona, o bien, otorgados por la comunidad o un colegio de representantes,23 es capaz de hacer que la energía de lo sagrado actúe a favor del individuo y de la comunidad a cuyo frente está, y por eso mismo ser el artífice de la unidad y del orden de la vida social e individual. Una sociedad regida por lo sagrado necesariamente requiere de una jerarquía bien estructurada en la que cada individuo o cada clase tengan asignada una función para que el orden social permanezca inalterable. De ahí que, en mi opinión, los dominios se dividen, o el conflicto se establece entre lo religioso y lo laico.24 ¿Pueden convivir lo laico y lo religioso? ¿En qué medida? Estas preguntas exceden el objetivo de este artículo y debido a esto nos limitaremos a dejarlas enunciadas.

Otto admite que lo numinoso también puede ser evocado por medios indirectos como lo hace, por ejemplo, el arte, en el que se puede establecer una analogía y hasta una suerte de contacto entre lo numinoso y lo sublime, por ejemplo en la arquitectura, la pintura y la música. Existen también sucesos naturales portentosos (animales, transmutaciones, hechos catastróficos) que estimulan el sentimiento de un pavor demoníaco y crean estados de horror. Estas aproximaciones indirectas a lo numinoso pueden ser recorridas en sentido inverso, como un alejamiento. Esto es, lo numinoso sería un centro secreto, inasible y tremendo que por su propia energía centrífuga estaría dando lugar a una especie de dispersión de estadios pasionales en cierto modo afines y en cierto modo desviantes del sentimiento original. Si lo numinoso es lo extraño, lo espantable y anonadante o lo horrendo, también podemos suponer una asociación con lo siniestro. En un conocido estudio de Freud que en el original alemán se titula Das Unheimlich y que en español se ha traducido a veces como Lo ominoso, pero más frecuentemente como Lo siniestro, la investigación psicoanalítica nos pone frente a experiencias y sentimientos que nos resultan afines —no sabríamos decir si por aproximación directa o indirecta— a lo que Otto nombra como Lo santo (Das Heilige). Esta palabra (Das Unheimlich) y el sentimiento, o el estado de suspenso emocional que evoca, no sería, en absoluto, algo extraño en el léxico de Otto. Con una metodología en algún aspecto semejante a la empleada por Otto (el recurso a la etimología y el seguimiento de los derivados léxicos), Freud nos presenta en esta investigación un problema —o más bien un descubrimiento nunca terminado de corroborar pero nunca desechado— que está con frecuencia presente en sus investigaciones: las palabras tienen la tendencia a desarrollar contenidos semánticos que contradicen el sentido original, o conviven con él, como si en ellas se produjera un continuo deslizamiento que conduce de un extremo a otro en el eje de la semanticidad. Así, en principio tenemos la palabra Heimlich que evoca lo que pertenece al hogar, lo conocido, cotidiano, doméstico o íntimo. La palabra Unheimlich, que se inicia con una negación (un) evocaría, entonces, por el contrario, lo extraño, lo desconocido, lo exterior, de lo cual se deriva una suerte de equivalencia entre lo extraño y lo siniestro. Sin embargo, dado que no todo lo extraño resulta ser siniestro, Freud, siguiendo su intuición respecto de los usos del lenguaje, se dedica a indagar con detenimiento el sentido del vocablo Heimlich y encuentra que en su uso (sobre todo el que han hecho de él los escritores), este vocablo que en principio se asocia a la casa, a lo confortable, sigue una vía que lo lleva a significar lo protegido pero también lo escondido, lo íntimo y secreto, así como lo velado e incluso lo misterioso, lo furtivo y clandestino. Un par de frases citadas por Freud son particularmente interesantes para este trabajo. La primera es de Jeremias Gotthelf:25 "He aquí algo que es muy heimlich, cuando el hombre siente en el fondo de su corazón cuán poca cosa es, cuán grande es el Señor".26 La segunda es de Chamizo:27 "Es preciso que sepas también lo que yo tengo de más heimlich y sagrado." Se entiende así el interés que tiene un diálogo —que pertenece a un relato de Gutzkow—28 en el que dos personajes discuten acerca del sentido, aparentemente insólito, que uno de ellos le ha dado a la palabra Heimlich; la confusión queda aclarada cuando el que escuchó esta palabra, habiendo entendido el sentido en que fue usada, le dice a su interlocutor: "Nosotros, aquí, le llamamos Unheimlich; vosotros le decís Heimlich". Hecha esta revisión de los usos y las derivaciones del sentido de este término, Freud concluye que: "De esta larga cita se desprende para nosotros el hecho interesante de que la voz Heimlich posee, entre los numerosos matices de su acepción, uno en el cual coincide con su antónimo, Unheimlich.29 Esta intuición freudiana de que en el inconsciente opera una gravedad por la cual una palabra tiende a reunir un significado con su contrario, (sumado al hecho de que en este caso se trata de una palabra que queda relacionada con lo sagrado) coincide extraordinariamente con la tendencia de Otto a asignarle a lo numinoso un sentido y un efecto cambiante que va de esa "íntima cualidad" vivida como "beatitud" y asistida por "los bienes de la gracia",30 del silencio y la quieta oscuridad y aun el vacío, la nada (el nihil) de la experiencia mística, hasta la visión de Yaveh bajando entre grandes llamas y haciendo oír su iracunda voz ante criaturas despavoridas.

El tremendo misterio —afirma Otto— puede ser sentido de varias maneras. Puede penetrar con suave flujo del ánimo, en la forma del sentimiento sosegado de la devoción absorta. [...] Puede estallar de súbito en el espíritu, entre embates y convulsiones. Puede llevar a la embriaguez, al arrobo, al éxtasis. Se presenta en formas feroces y demoníacas. Puede hundir al alma en horrores y espantos casi brujescos.31

Todo esto porque lo numinoso surge de un núcleo irracional que admite las gradaciones y las transformaciones en una continuidad emocional, anímica, que la razón —siempre necesitada de separar y clasificar, de comparar y articular— no acertaría a explicarse.

Por su parte, lo siniestro, que produce o se alimenta de la "incertidumbre intelectual", tendría su lugar en estas profundas transformaciones del ánimo. Sentirse ante lo siniestro es experimentar una angustia generalizada e imprecisa, pero un tipo de angustia caracterizada por algo particular. Lo que motiva el sentimiento de lo siniestro sería la aparición de lo desconocido o rechazado en lo conocido y habitual, el retorno de experiencias infantiles traumáticas pero ya superadas o por lo tanto —supuestamente— olvidadas. Freud reconoce en Hoffmann32 a un narrador experto en la producción de sensaciones asociadas a lo siniestro, por ejemplo, en aquel cuento ("El arenero") en que la muñeca Olimpia parece dejar de ser un autómata para convertirse en un ser animado. Pero no se trata sólo de ese detalle sino de todo un contexto donde lo temible está desplazado y en transformación. Esta posibilidad de que, en su interior, algo sea otra cosa, se asocia al sentimiento de que dentro del propio sujeto existe otro yo, que el sujeto está desdoblado, es él y también es otro, un oscuro sosías que sustrae la identidad e instala una amenaza ante la que el sujeto está inerme porque no sabe de qué amenaza se trata y cuándo abandonará el estado virtual para irrumpir en lo real. Después de un minucioso análisis, Freud llega a la siguiente definición: "Lo siniestro en las vivencias se da cuando complejos infantiles reprimidos son reanimados por una impresión exterior, o cuando convicciones primitivas superadas parecen hallar una nueva confirmación".33 Lo que parecía neutralizado y ya olvidado vuelve, está volviendo para ocupar su lugar en una inasible intimidad. A partir de la definición aportada por Freud podríamos preguntarnos si en lo siniestro no es lícito ver un ejemplo, o al menos una evocación, de lo numinoso o, también (intentado ahora una interpretación psicoanalítica), si la imagen de ese espantoso Padre frente al cual la criatura es algo insignificante ("polvo y ceniza") no proviene una reanimación de temores infantiles reprimidos.

Pero nuestra intención no es reducir lo numinoso a un tema de interés psicoanalítico.34 Lo que hemos querido, al hablar de lo siniestro según el psicoanálisis, es formular una observación que nos autorice a preguntarnos si en el caso de lo siniestro no estamos frente a una experiencia que de algún modo puede ser asociada a la experiencia de lo sagrado, pero no a una experiencia propiamente religiosa. ¿Lo sagrado —o lo numinoso— se relacionan necesariamente y en todos los casos con la religión o pueden aparecer disociados de ella? Tal vez resulte posible avanzar en esta pregunta —o en esta incertidumbre— si pensamos que cuando en una intimidad desconocida está produciéndose una metamorfosis (lo inanimado que parece animarse peligrosamente, una piedra en la que de pronto vemos, o tememos estar viendo, los ojos de un animal voraz), y cuando esta metamorfosis termina en la formación de un ser híbrido e inestable, o de naturaleza heterogénea, nos sentimos frente a lo monstruoso.

Quizá en lo monstruoso esté pensando Otto cuando expresa que

Conforme a las leyes que explicaremos más adelante, este sentimiento de lo absolutamente heterogéneo se adherirá a ciertos objetos que a veces también concurrirán a provocarlo, objetos ya de suyo enigmáticos, desde el punto de vista natural: cosas sorprendentes, impresionantes, fenómenos, procesos y cosas chocantes de la naturaleza, del mundo, animal, de los hombres.35

Aunque Otto no se refiere explícitamente a lo monstruoso, no sería descaminado suponer que en estos "objetos ya de suyo enigmáticos", que en estas "cosas sorprendentes" está implícito lo monstruoso. En De la generación de los animales, Aristóteles explica que los monstruos, si bien suponen una alteración del género, no dejan de ser un engendro natural. Más aun: piensa que resulta inevitable que la naturaleza produzca monstruos, pues cuando en la unión de lo masculino con lo femenino predomina el elemento femenino (la materia informe) se crean las condiciones propicias para el nacimiento de criaturas anómalas. En La ciudad de Dios, San Agustín argumenta con energía que nada puede producir la naturaleza sin la voluntad de Dios y que un monstruo cumple su función en la economía de la naturaleza, pues la criatura monstruosa es obra de un Dios que siempre "sabe lo que hace". Por lo tanto, resulta necesario ver el todo de la naturaleza —que es bella y armoniosa— y a partir de allí ver la función de sus partes. Las tesis de Agustín no tardaron en producir otras, según las cuales el monstruo es un signo que Dios envía a los hombres, un signo que es necesario saber descifrar. Por otra parte, en sus Etimologías, Isidoro de Sevilla, al hacer su exposición "Sobre los seres prodigiosos" no vaciló en subrayar que "el portento no se realiza contra la naturaleza sino contra la naturaleza conocida" y enseguida añade que estos seres se clasifican "En portentos, ostendos, monstruos y prodigios, porque anuncian (portendere), manifiestan (ostendere), muestran (monstrare), predicen (praedicare) algo futuro.36 Durante la Edad Media, sobre todo a partir de la aparición de ciertas sectas heréticas y más aun con la Reforma, varios teólogos y predicadores consiguieron fama de intérpretes del mensaje de los monstruos. En 1573, Ambroise Paré, un naturalista que persistía en prolongar la mentalidad medieval, publica Des Monstres et Prodiges, libro en cuyo primer capítulo hace una heterogénea enumeración de las causas a las que puede atribuirse la generación de seres monstruosos. De esa variedad, más o menos sorprendente, resaltan las dos primeras: "La primera —afirma Paré— es la gloria de Dios. La segunda es su ira".37 Es claro que la duodécima causa sería el "artificio" de los perversos bigardos y la decimotercera, la intervención de "demonios y diablos". Pero si la aparición del monstruo es una manifestación de la ira de Dios, podemos deducir que no estamos lejos de lo que Otto llamaría un factor numinoso. Por nuestra parte, la pregunta que nos hacemos es la siguiente: ¿se puede ubicar al monstruo —ubicarlo siempre— en la esfera de lo religioso? Sabemos que en otras culturas la deformación física (o por lo menos ciertas deformaciones físicas que a veces son provocadas) hace de un ser humano una criatura sagrada, que incluso trastornos mentales que son causa de delirios o que convierten a una persona de la comunidad en un ser anómalo, alguien sin domicilio que hace y dice cosas extrañas, es defendido por la comunidad y adoptado como una suerte de talismán sobre el que queda prohibido ejercer algún tipo de violencia. Aquí nos situamos en un extremo desde el cual no podríamos decir si una mentalidad religiosa preexistente lleva a ver en estos seres extraños un atisbo de lo sobrenatural, y por eso a convertirlos en lo que propiamente sería un tabú, o si por el contrario para que el orden social, aun fuera de lo religioso, persevere en lo conforme, necesita tener frente a sí una muestra de lo deforme que le sirva de medida o referencia. De este modo, por una necesidad de compensación lo conforme se modelaría en relación a lo deforme, y por esto lo deforme, imprescindible para lograr y particularmente para mantener el orden social, alcanzaría un estatuto privilegiado.

 

6. Diferencias y semejanzas en dos concepciones de lo sagrado

Volviendo a nuestro tema central, para simplificar nuestra exposición hemos optado por apoyarnos en las teorías de Durkheim, por un lado, y por otro en las de Otto, entendiendo que representan acabadamente dos perspectivas en principio opuestas para encarar la reflexión sobre lo sagrado y lo religioso: la primera, ampliamente difundida a partir de la consolidación del positivismo en las ciencias sociales, escoge la vía de lo inteligible mientras la segunda, menos orgánica por su propia naturaleza, pero no por eso menos difundida, privilegia lo sensible como vía de conocimiento. Esta forma de oposición se hace más visible especialmente porque Otto —así como, por ejemplo, María Zambrano y la filosofía, o si se quiere la estética, de la razón vital en la que ella ha anclado su pensamiento— considera imprescindible la incorporación de lo irracional —entendiendo lo irracional como lo afectivo— en la base de este tipo de investigaciones, mientras Durkheim de entrada postula la idea —o más bien la refuerza pues ya de hecho estaba fuertemente postulada— de que es necesario construir una ciencia de la religión para entenderla adecuada y exhaustivamente.

Pero la oposición no deja de ser relativa. Aunque han de tener como presupuesto lo irracional, Otto admite la necesidad de que estas materias sean tratadas mediante predicados racionales. Durkheim, por su parte, no sólo no deja de considerar la necesidad de tener en cuenta que los aspectos afectivos que, de una manera o de otra, intervienen en el tratamiento de estas delicadas materias, sino que reconoce explícitamente que los principios de cualquier religión, por más que ante el científico se presenten como irracionales, deben ser reconocidos como verdaderos precisamente para ser mejor comprendidos por un estudio científico.38 Pero lo que a mi juicio constituye la coincidencia más importante es que en ambas perspectivas se considera que la religión se organiza desde un núcleo primordial, la oposición sagrado–profano en un caso, y lo numinoso en otra. Si es verdad que, como he propuesto, hay una contradicción en la postulación que hace suya Durkheim ya que, al describir las formas de vida de los primitivos australianos habla de una sociedad en la que no hay lugar para lo profano, de cualquier modo podríamos decir que ese núcleo es lo sagrado y que equivale a lo numinoso de Otto, en tanto lo numinoso es ese núcleo irreductible que "vive en todas las religiones como su fondo y médula" y en tanto lo sagrado, al igual que lo numinoso, podría describirse con el vocablo latino sacer. Este núcleo irreductible, que da —o daría— origen a las religiones, es a la vez permanente, mientras las religiones, por su parte, evolucionan, es decir, son instituciones históricas. Debido a esto podríamos hablar de religiones simples y de religiones complejas, de religiones más o menos desarrolladas e incluso desarrolladas racionalmente. Entre las religiones totémicas de los primitivos australianos y, digamos, el cristianismo, habría una gran diferencia en tanto las primeras son extremadamente rudimentarias y el cristianismo presenta un desarrollo doctrinal y teológico de extrema complejidad. Sin embargo, lo numinoso sería, de acuerdo con Otto, en ambos casos su fondo y su médula, fondo y médula que permanecen inalterables. Por su parte, en Durkheim podemos leer, en el comienzo mismo de su libro, esta afirmación que quizá después de su lectura completa pueda resultarnos sorpresiva: "No hay religión que no sea una cosmología al mismo tiempo que una especulación sobre lo divino".39 Digo sorpresiva porque más adelante sostendrá que hay religiones desarrolladas como el budismo o elementales como el totemismo que, o no reconocen la existencia de dioses, o si lo hacen proceden como si la existencia de los dioses no concerniera al destino de los hombres. Por otra parte, al describir el sistema de las creencias o en todo caso de los conocimientos de las sociedades a las que dedica su libro, Durkheim nunca nos habla de una cosmología —al menos en el sentido en que la entendemos habitualmente— de los primitivos australianos, y ni siquiera de una cosmogonía. Sin embargo, aunque negada de manera explícita en este caso, implícitamente la idea de lo divino, esencial a las religiones, y aun de una relación entre el hombre y lo divino, es algo que Durkheim no deja de exponer al describir la organización social, y sobre todo las prácticas, de los sujetos que estudia. En la Conclusión con que cierra su dilatado estudio, lo dice expresamente: "Hemos anunciado al comienzo de esta obra que la religión cuyo estudio emprenderíamos contenía los elementos más característicos de la vida religiosa. Ahora se puede verificar la exactitud de esta proposición." Y acto seguido, en la enumeración de todos los elementos encontrados, Durkheim no deja de señalar "la noción" de "divinidad nacional y aun internacional".40

A pesar de que la extensa obra que estamos comentando está dedicada a estudiar las formas elementales de la vida religiosa, o más bien, de toda religión, esto se debe a que Durkheim ve el fundamento de toda religión en lo sagrado y ve en este fundamento el elemento organizador de toda sociedad. En última instancia, Durkheim está interesado por las formas elementales de la vida social y por eso, creo, cuando habla de religión estamos autorizados a entender que habla de sociedad. Entendiendo así, podemos leer sin asombro que en una investigación tan apegada a su método, y desde la distancia que da, o cree dar, la ciencia positiva, sostenga que precisamente esa distancia le ha permitido observar en las religiones el origen del conocimiento científico. Según lo referido, el conocimiento científico vendría a ocupar su lugar para emprender una reelaboración de sus propuestas, despojándolas de cualquier adherencia que impida reconocer que en el fondo las religiones tienen los mismos objetivos que la ciencia —la naturaleza, el hombre, la sociedad— sólo que los reviste de un lenguaje que no resulta inmediatamente inteligible. Pero su verdad está ahí y ahí permanece. Viendo así las cosas, Durkheim dirá que la religión tiene "algo de eterno que está destinado a sobrevivir a todos los símbolos particulares en los que el pensamiento religioso se ha envuelto sucesivamente".41 "¿Qué diferencia esencial hay —se preguntará Durkheim unas líneas más abajo— entre una asamblea de cristianos celebrando los principales hechos de la vida de Cristo, o de judíos celebrando sea la salida de Egipto sea la promulgación del Decálogo, y una reunión de ciudadanos conmemorando la institución de un nuevo programa moral o algún gran acontecimiento de la vida nacional?" He aquí, pues, que el objetivo de la religión sería consolidar la vida social y, por lo tanto, el Decálogo que dio a conocer Moisés a su pueblo es equivalente a los códigos morales y en general a las legislaciones que se dan los ciudadanos para asegurar la pervivencia de sus instituciones y, por lo tanto, la de la sociedad a que pertenecen.

Podemos deducir, entonces, que ese "algo de eterno" es en realidad lo sagrado que funda el dominio religioso, o más bien, la institución religiosa, y que esa intuición de lo sagrado fundante persiste en la sociedad contemporánea y persistirá mientras persista la vida colectiva, aun si algunos ya no reconocen en ella formas de vida propiamente religiosas. "Si hoy tenemos algunas dificultades para imaginarnos en qué podrán consistir las fiestas y las ceremonias del porvenir —prosigue diciendo Durkheim en un tono que podríamos describir como profético— es porque atravesamos una fase de transición y de mediocridad moral". Así, al final de su largo periplo, Durkheim expone una conciliación entre la ciencia, la religión y la moral en el seno de la sociedad, pues las tres poseen el carácter de representaciones colectivas (la ciencia, si bien cultivada por individuos que trabajan con métodos rigurosos, son objeto de representación para el resto de los hombres) que se complementan, equilibrándose, las unas con las otras. En esta conciliación, diríase idealizante, Durkheim no deja de pensar que en cada individuo se mantiene activa una fuerza que lo convierte en un ser social, pero ignora las tendencias anárquicas, disolventes, en última instancia asociales igualmente activas en individuos y grupos. En estas descripciones de los fenómenos estudiados, la religión, tanto como la ciencia, apaciguadas, parecen ofrecer una imagen más bien reblandecida de su función y su carácter. La religión no es ya aquel sistema de prácticas y creencias que incluye lo demoníaco, se ha alejado del mysterium tremendum, y de ese "sentimiento de criatura", finalmente trágico, en el que Otto ve una expresión de lo numinoso, y la ciencia, por su parte, ya no se da para sí la función de despejar aquellas "imágenes de delirio" mediante las cuales la religión recubre la visión de lo real con una niebla espesa. En esta visión con que se cierra el libro, religión y ciencia deben aprender la una de la otra, y reconocer que existen para contribuir a la consolidación de lo social, puesto que ambas no son sino expresiones con las cuales la sociedad busca darse una imagen verdadera de sí misma. La religión pasa de ser una institución histórica a un factor permanente, puesto que la sociedad necesita profundamente de ella. Tal vez esta afirmación pueda explicarse diciendo que, dado que cualquier organización de la vida social, para asegurar su pervivencia, debe constituirse como un sistema de prohibiciones y prescripciones. Durkheim entiende, parece entender, este sistema como la inevitable asociación de lo sagrado con lo profano.

En cuanto a Otto —y aquí, y para lo que nos interesa, podríamos asociar su nombre a los de María Zambrano, Miguel de Unamuno, Sören Kierkegaard— dado que ve en la religión un fenómeno básicamente subjetivo, una experiencia que hiere a la criatura humana en su pura intimidad, no hace lugar a este tipo de especulaciones. La religión está en ese "sentimiento de criatura" que también se puede expresar en la poesía y en ciertas tradiciones filosóficas que tienen sus fuentes en lo sagrado–numinoso. El "sentimiento de criatura" (una de las más certeras fórmulas con que puede describirse la experiencia religiosa), reúne al hombre con lo divino —religa a la criatura con su creador, o da al sujeto la posibilidad, la indispensable posibilidad, de sentirse recogido por una presencia suprema, viviente, que no tiene por qué ser antropomorfa—; pero este sentimiento pone al sujeto fuera de la historia.

 

7. El retorno a la pregunta

Por último, para cerrar nuestras reflexiones, sin duda no carecería de interés confrontar las propuestas de Durkheim con la visión de Freud en su obra Tótem y tabú, tan próxima a la obra de Durkheim por el objeto de estudio al que se consagra, y tan diferente por los fines con que aborda el mismo tema y por las conclusiones a que se puede llegar a partir de su lectura. A Freud, desde luego, le interesa estudiar el funcionamiento del aparato psíquico y ve en el comportamiento de los australianos primitivos características que le permiten explicarse el proceso de las neurosis obsesivas, lo cual lo lleva a detenerse en el análisis del tabú. En el segundo capítulo, dedicado a "El tabú y la ambivalencia de los sentimientos", Freud, siguiendo a Wilhelm Wundt —con el cual, sin embargo, no siempre está de acuerdo— observa que el tabú es una prohibición que recae a la vez sobre objetos sagrados o impuros (los hombres primitivos, según Wundt, no habrían elaborado la distinción entre una cualidad y la otra) y por esto se trata básicamente de la prohibición del contacto con tales objetos, pues el tabú tiene la característica de ser "contagioso": quien viola la prohibición se convierte, asimismo, en tabú. El tabú, entonces, es a la vez venerable y execrable, produce una irresistible atracción y un irresistible rechazo, en suma un profundo temor vivido como un "temor sagrado". Freud entiende que la prohibición convierte en objeto de temor lo que era objeto de deseo y por esa razón aquello que más violenta y más profundamente se desea, es lo que más violentamente se prohíbe y se castiga. Así, el horror al incesto, por ejemplo, tendría como fuente precisamente el deseo incestuoso.42 El objeto tabú es peligroso porque produce la tentación de violar lo prohibido, sobre todo si la violación se produce a través del tacto: el tabú es, básicamente lo que no–se–puede–tocar. De aquí la ambivalencia de lo sagrado, ambivalencia que no sólo se da en las culturas totémicas sino en toda cultura. De tal modo, la obligación de abstenerse sería la otra cara del deseo de violar, la pulsión conservadora encubriría la pulsión destructora.

Según Freud, "Las restricciones tabú son algo muy distinto de las prohibiciones puramente morales o religiosas",43 pues no son impuestas por una necesidad explícita de mantener el orden social, y tampoco por un mandato de los dioses sino que son percibidas como algo inherente a la naturaleza. Según esta concepción, y contrariamente a lo que hemos leído en Les formes élémentaires de la vie religieuse, la sociedad totémica de los primitivos australianos no estaría fundada en una religión sino en una concepción animista del mundo, concepción anterior a las organizaciones religiosas. "Si hemos de dar fe a los investigadores —dice Freud siguiendo una línea de trabajos diferente— la Humanidad habría conocido sucesivamente, a través de los tiempos, tres de estos sistemas de pensamiento, tres grandes concepciones del universo: la concepción animista (mitológica), la religiosa y la científica". 44 Y agrega de inmediato: "De todos estos sistemas es quizá el animismo el más lógico y completo". Esta última observación —no explícitamente justificada— acaso obedece al hecho de que este "sistema" o "concepción del universo" permite a un psicoanalista explicarse mejor las tendencias profundas del psiquismo, al punto de que sirve de fuente para el estudio de los procesos y los trastornos mentales del hombre contemporáneo. Por mi parte, lo que nos interesa observar para este trabajo es que, según esta manera de ver las cosas, la religión no tendría ese "algo de eterno" que le atribuía Durkheim, y que lo sagrado precedería a lo religioso. Apoyado en los autores que estudió, y en sus propias investigaciones (es conocido el interés que tuvo por las sociedades arcaicas, así como la colección de piezas arqueológicas que reunió por un afán a la vez estético y científico), Freud explica que en la fase del animismo —en la cual están presentes los elementos que darán paso a las diversas religiones pero que aún no es una religión— el hombre se atribuye a sí mismo una omnipotencia que le permite operar sobre su entorno mediante la magia y la hechicería. La primera es una técnica elemental que ciertos personajes ponen en acción mediante los métodos extensamente descritos por Frazer: la analogía y el contacto, operaciones que podríamos describir como metafóricas y metonímicas respectivamente y que Frazer denominó magia imitativa en un caso y magia contagiosa en el otro. La hechicería, por su parte, se aplica a la relación con los espíritus y revela una fase superior dentro del animismo por el grado de complejidad atribuido a las relaciones del hombre con su medio y porque los hechiceros utilizan técnicas psicológicas más complejas para atraer a los espíritus benéficos, y ahuyentar o neutralizar a los que pueden ser dañinos.

En la fase religiosa, la omnipotencia se traslada a los dioses, aunque de cualquier modo los hombres —digamos el chamán— pueden aplicar técnicas que permitan granjearse la voluntad de quienes son ahora los dueños del poder, para que éstos obren a su favor. En esta fase, pues, pervive el animismo, tendencia que se mantendrá como un fondo en todas las culturas. En la fase científica, en fin, la omnipotencia reside en las ideas o, más exactamente, en la inteligencia racional. Así, en medio de las grandes transformaciones que supone el paso de una fase a otra, y aun la evolución de cada una de ellas, se mantendrá, según Freud, el sentimiento de una omnipotencia que una etapa heredará de la que le precede. Lo anterior equivale a decir que en las culturas desarrolladas permanecen actuando, en forma más o menos reprimida, las concepciones de las fases arcaicas. Así, según uno podría deducir sin mayor dificultad, aquellas tendencias primarias —sean constructivas o destructivas, solidarias o agresivas— se conservan y aun se expanden en el seno de las religiones y después, en la sociedades modernas, las que han depositado su fe en los postulados de la ciencia, seguirán actuando en dominios cada vez más dilatados y potentes. Las religiones han desarrollado la piedad o el amor, pero también han sido causa de ingentes y crueles guerras, persecuciones y torturas. La ciencia (y su engendro: la tecnología) ha producido, y produce aceleradamente, los logros casi milagrosos que todos admiramos pero también guerra, ciega destrucción y desequilibrios a escala planetaria. En todo esto, debemos suponer, está actuando el poder de lo sagrado, aunque no tengamos la distancia suficiente para verlo adecuadamente; para ver, quiero decir, dónde reside este núcleo en el que convergen y se potencian vertiginosas contradicciones, y a quién, o a qué, se debe atribuir la función de sacer.

En general, el uso que actualmente le damos al vocablo sagrado muestra su aspecto más visiblemente edificante. Si se recurre a los diccionarios, lo sagrado sigue siendo patrimonio de la religión, de la religión entendida como administradora de un bien supremo; pero estos mismos diccionarios nos informan que el vocablo sagrado, si bien remite a "Lo que según rito está dedicado a Dios y al culto Divino", "Vale también cosa maldita y execrable": acepción extrema, esta última, que preferimos desplazar de nuestra conciencia sin considerar que consta en el propio Diccionario de Autoridades.45 Y más allá de lo religioso, lo sagrado, así lo preferimos, es aquello por lo que se estaría dispuesto a dar la vida.

Pero quienes dan la vida por una causa son con frecuencia tildados de fundamentalistas, adjetivo siempre descalificador por más que Abraham o Moisés hayan practicado sin vacilación un fundamentalismo yavehísta: y eso, una vez más, nos impide una visión adecuada de la disposición del sujeto y de la naturaleza de su causa. Más desacomodante aun, aunque Freud no dejaría de encontrarlo razonable, es pensar que acaso lo sagrado —entendido en su aspecto positivo y negativo— pueda ser visto mejor en las pulsiones eróticas. Una de las formas en que se manifiesta el erotismo es, en efecto, una violenta atracción por la pureza guiada por un violento deseo de mancharla. Como el blasfemo está obsesionado por la imagen de un dios al que quisiera aniquilar con sus palabras, el erotómano va tras la inocencia a la que quisiera destruir con sus actos.

En la pederastia, expandida incluso por la publicidad que se hace de ella y frente a la cual los miembros de la sociedad responden con un horror manifiesto pero, y quizá más de lo que estamos dispuestos a creer, con una movilización de sentimientos oscuros, ¿podríamos ver el sacrificio de la inocencia y en ese sacrificio una forma de oficiar esta reunión de lo angélico y lo demoníaco que, según nos enseñan, son los elementos que constituyen lo sagrado? He aquí que hemos llegado a un punto en el que se hace necesario pensar todo otra vez. Porque si estas preguntas fueran tan erróneas como quisiéramos que fuesen, estaríamos ante la necesidad de volver a preguntarnos: ¿qué es, entonces, lo sagrado?

 

Agradecimientos

Agradecemos a Dominique Bertolotti las traducciones al francés de los resúmenes, y a Scott Hadley, las versiones en inglés.

 

Notas

* Título en francés: Qu'est–ce, alors, le sacré ?

1 Ver entrada "Sacré", t. 20, p. 459.

2 PUF, París, 1960.

3 Aunque, al menos para un ignaro en estas cuestiones, las relaciones humanas organizadas según clanes conforman un tejido cuya complejidad resulta sorprendente. Quizá la pobreza y simplicidad de los recursos técnicos y materiales haga pensar más o menos automáticamente en una pobreza en la organización social. Aunque acaso podríamos estar frente a una muestra de lo contrario: una carencia de recursos que hace que una sociedad viva prácticamente a la intemperie genera, por compensación, un sistema de relaciones entre individuos y grupos de una incesante complejidad. En Tótem y tabú, Freud sugiere que la desnudez de estos hombres, tan escasos de bienes materiales, es un factor determinante de su horror al incesto así como de la inclemente severidad de su prohibición. Si esto fuera así, lo que decimos tendría grandes consecuencias a la hora de juzgar el criterio con que Durkheim condujo su investigación.

4 Lo que querría decir que la especulación teológica no está en el principio.

5 Durkheim piensa en la teoría de Edward Tylor según la cual en el origen de las religiones está la creencia en los espíritus o, más precisamente, en que cada hombre tiene un "alma", unida al cuerpo pero a la vez diferente de él, de naturaleza y movimientos propios que se manifiestan, por ejemplo, en los sueños o en los estados de trance, así como en ciertas enfermedades, y que, muerto el cuerpo, permanece en un espacio inasible y, por decirlo así, flotante. El alma va de aquí para allá o bien puede transmigrar a otros cuerpos y ese misterio da lugar a una serie de creencias de las que surgen las primeras expresiones religiosas. Por un principio de analogía, también los animales y las plantas, y finalmente todo lo que existe está "animado" y en consecuencia la naturaleza toda se vuelve objeto de culto. (Esta teoría está desarrollada en el segundo tomo de su obra Cultura primitiva).

6 É. Durkheim, op. cit., p. 65. [La traducción de fragmentos de este libro citados en el presente artículo, nos pertenece].

7 Trad. de Juan José Domenchina, FCE, México, 1942, p. 14.

8 Aquí se entiende una vez más el término religión como un sistema organizador de la vida social. Para los que entienden la religión como religiosidad, esto es como una forma de la emoción y una tonalidad del espíritu, son las Iglesias las administradoras de la religión.

9 Op. cit., p. 15.

10 Ibid., p. 16.

11 É. Durkheim, op. cit., pp. 7–8.

12 En la organización social de los primitivos australianos, el objeto sagrado por excelencia se denomina churinga (se trata de objetos que con frecuencia tienen grabada o pintada o incluso sugerida la imagen del tótem) y este nombre se extiende a prácticas rituales y ceremoniales decisivas para el orden social. Pero esto no supone que lo demás sea del dominio de lo profano.

13 Desde luego, me refiero al fenómeno de la brujería, los rituales demoníacos, orgiásticos, y en general a lo que podemos entender como las formas negras, invertidas, de la religiosidad.

14 Lo santo. Lo racional y lo irracional en la idea de Dios, trad. de Fernando Varela, Alianza Editorial, Madrid, 1985, p. 14.        [ Links ]

15 En la p. 16, R. Otto explica que ha formado esta palabra siguiendo la misma lógica por la cual de omen se forma ominoso y de lumen, luminoso. Numen (de donde Otto deriva numinoso) alude en su origen al movimiento de cabeza por el cual se manifiesta la voluntad de prohibir o de permitir, y termina aplicándose a la voluntad divina que de ese modo expresa su poder. Mientras signum designa la manifestación sensible por la cual esta voluntad se da a conocer (hechos prodigiosos, fenómenos naturales), numen alude al ejercicio del poder supremo de un dios. Ver entrada "Numen" en Enciclopaedia Universalis, t. 3 del Índex, París, 1990. Teniendo en cuenta el uso que Otto hace de este término a lo largo de su libro, para nosotros lo numinoso será equivalente a lo sagrado, ya que la voluntad y el poder divino (lo numinoso) son aquí lo sacramental obrando en la criatura humana.

16 De hecho, en la p. 80 (cap. 9) Otto se refiere al valor negativo de lo numinoso, así como se refiere al valor numinoso del pecado, pero no del pecado cometido por el hombre "natural" sino por personajes como Isaías o Pedro en quienes la conciencia del pecado produce de inmediato un sentimiento de caída en la desestimación y aun la experiencia de un anonadamiento.

17 En Otto lo numinoso insiste en confundirse con lo sagrado y aun con lo tabú. "Aquello de lo que hablamos y queremos dar idea —dice Otto en la p. 15— vive en todas las religiones como su fondo y médula" y a continuación asimila el kadosch, nombre que se le da en la Biblia, a los términos hagios y sanctus, "y con más exactitud a sacer." La equivalencia —o el muy cercano parentesco— entre tabú y sagrado es prácticamente algo generalizado no sólo en el lenguaje científico sino en nuestra lengua de uso. Por nuestra parte, diremos aun que en Tótem y tabú, intentando explicar con el mayor cuidado cómo ha de entenderse la noción de tabú, Freud dice que se trata de una palabra polinesia difícil de transferir a las lenguas modernas pero que fue una "noción familiar a los romanos, cuya sacer equivalía al tabú de los polinesios". Cf. Obras Completas, trad. de Luis López–Ballesteros y de Torres, t. 2, p. 1758. Debemos agregar que la palabra latina sacer tiene un doble significado: es lo sacro, lo consagrado y también lo malo y aun lo abominable. Más adelante se verá por qué nos interesa mencionar la noción de tabú según Freud.

18 En la p. 18 de Lo santo... op. cit., se lee: "A fuer de cristianos, encontramos primero ciertos sentimientos que, menos intensos, se nos presentan en otras esferas..."

19 Si bien el cap. 12 está dedicado a "Lo numinoso en el Nuevo Testamento".

20 Aquí Jesús se estaría atribuyendo la función del dia–bolos, es decir del Divisor, y eso no sólo daría razón a las tesis de Otto sino a todos los que ven que lo sagrado tiene en su propia naturaleza un componente demoníaco. En mi libro Profeta sin honra, BUAP/Siglo XXI, México 1994,         [ Links ] he dedicado un capítulo "La casa dividida" a exponer el aspecto diabólico de la figura de Jesús.

21 La experiencia mística, explica Otto, al llevar a su consecuencia extrema lo "absolutamente heterogéneo" del objeto numinoso, termina asimilándolo a la nada. Con esto se trata de significar que lo absolutamente heterogéneo es aquello que se opone a cuanto existe y a cuanto puede ser pensado.

22 Carta a un religioso, trad. de María Eugenia Valentié, Sudamericana, Buenos Aires, 1954, pp. 10–12.        [ Links ]

23 Para R. Caillois, lo sagrado es siempre un valor otorgado que dura lo que acuerdan aquéllos que lo otorgan mientras para la mayoría hay personas o lugares natural o sobrenaturalmente dotados de mana es decir, de un poder sagrado, y hay también objetos o personas consagrados, los cuales retienen ese poder por un tiempo limitado.

24 Aquí me refiero a "lo laico" tal como se entiende en la actualidad. Según el uso actual, como se sabe, lo laico es lo que se mantiene al margen de cualquier credo religioso.

25 Pseudónimo de Albert Bitzius (1797–1854).

26 Se entiende que el traductor ha preferido dejar el vocablo heimlich en alemán para que el lector hispánico pueda seguir con más fidelidad los deslizamientos de su sentido.

27 Adalbert von Chamizo, un conocido animador de la corriente romántica, desarrolló una actividad variada. Fue un oficial prusiano y botánico de reconocida autoridad, además de escritor de obras líricas y narrativas. De origen franco–alemán, nació en Champagne en 1781 y murió en Berlín en 1838.

28 Karl Ferdinand Gutzkow (1811–1878).

29 S. Freud, Obras Completas, trad. de Luis López–Ballesteros y de Torres, t. III, p. 2487.        [ Links ]

30 R. Otto, op. cit., p. 39.

31 Ibid., p. 23.

32 Ernst Theodor Amadus Hoffmann, conocido entre otras obras, por sus narraciones fantásticas, frecuentó el círculo de amigos de Von Chamizo. Nació en Könisberg en 1776 y murió en Berlín en 1822.

33 S. Freud, op. cit., t. III, p. 2503.

34 Aunque tampoco debemos olvidar que, en las páginas introductorias a El hombre y lo divino, María Zambrano, para quien la relación inicial del hombre con lo divino tiene lugar en el delirio, dictaminó que "El dominio de la psiquiatría coincide con el dominio de lo sagrado", FCE, México, 2002, p. 28.

35 R. Otto, op. cit., p. 41.

36 Etimologías, trad. de José Oroz Reta y Manuel A. Marcos Casquero, t. 2, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 1982.        [ Links ]

37 Citado por Claude Kappler en Monstres, démons et merveilles à la fin du Moyen Age, Payot, París, 1980, p. 262.

38 Esta posición adoptada por Durkheim se vuelve más evidente cuando refuta la concepción simplificadora de los naturalistas del siglo XVIII que veían en la religión un conjunto de alucinaciones, algo como una "inmensa metáfora" sin sustento objetivo, concepción que es recogida por el propio Max Müller para quien el pensamiento religioso entra apenas en contacto con la realidad para enseguida cubrirla por un velo tejido por los mitos los cuales son una "enfermedad del pensamiento" y, dado que pensamiento y lenguaje son indivisibles, los mitos serían una enfermedad del lenguaje y carecerían por lo tanto de todo valor gnoseológico. É. Durkheim, op. cit., p. 114.

39 Ibid., p. 39.

40 Ibid., p. 593.

41 É. Durkheim, op.cit., p. 609.

42 Desde luego, podríamos preguntarnos cuál es la razón profunda para que la atracción sexual ejercida por un pariente consanguíneo sea tanto más fuerte que la ejercida por un individuo sin esta característica. Pero tal pregunta no es pertinente para nuestro trabajo.

43 S. Freud, Tótem y tabú, op. cit., p. 1758.

44 Ibid., p. 1796.

45 En efecto, la reunión, en el significado de una misma palabra, de dos sentidos extremos y, en este caso, cargados de tanta gravedad, produce un vacío vertiginoso. Las acepciones que he transcrito son, respectivamente, la primera y la quinta recogidas por el Diccionario de Autoridades de la Real Academia Española. Pero no deja de ser interesante consignar que, en la cuarta acepción, este mismo diccionario recuerda que con esta palabra "Llamaron los antiguos todas aquellas cosas grandes, que con dificultad y casi imposibilidad en los medios humanos, eran capaces de alcanzar: y así llamaban sagradas algunas enfermedades que juzgaban incurables". De este modo, los autores del primer Diccionario de la Real Academia Española, casi seguramente sin saberlo (el diccionario se imprimió, en seis tomos, entre 1726 y 1739; el tomo V, donde se recoge la entrada "Sagrado", es de 1737), estaban haciendo una descripción muy precisa de lo que después también pudo llamarse tabú.

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