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Boletín médico del Hospital Infantil de México

versión impresa ISSN 1665-1146

Bol. Med. Hosp. Infant. Mex. vol.70 no.4 México jul./ago. 2013

 

TEMA PEDIÁTRICO

 

Medicina y sociedad

 

Medicine and society

 

Juan Ramón de la Fuente

 

Ex-Secretario de Salud y Ex-Rector de la Universidad Nacional Autónoma de México.
Profesor Titular, Departamento de Psiquiatría y Seminario de Estudios sobre la Globalidad, Facultad de Medicina, Universidad Nacional Autónoma de México
México D.F., México.

 

Autor de correspondencia: Juan Ramón de la Fuente
Correo electrónico: jrfuente1@gmail.com

 

ha de recepción: 30-04-13
Fecha de aceptación: 30-04-13

 

En esta ocasión el Boletín Médico del Hospital Infantil de México presenta, en la sección de Tema Pediátrico, el discurso que, con motivo del septuagésimo aniversario del Hospital Infantil de México, pronunció el Dr. Juan Ramón de la Fuente en abril de 2013.

El 31 de mayo de 1943, el Presidente Manuel Ávila Camacho confirió vida legal al Hospital Infantil de la Ciudad de México al atribuirle, por ley, las características de un organismo público descentralizado, dotado de personalidad jurídica y patrimonio propio.

Los antecedentes de esta benemérita Institución pueden remontarse a 1930, cuando el Dr. Isidro Espinosa de los Reyes fundó la Sociedad de Puericultura que poco tiempo después se convertiría en la Sociedad Mexicana de Pediatría. Desde esta Sociedad surgieron diversos proyectos orientados a atender a la niñez (incluida la construcción de un hospital), para lo cual se formó una comisión integrada por los doctores Manuel Cárdenas de la Vega, Mario Torroella, Rigoberto Aguilar y Federico Gómez.

El Presidente Abelardo Rodríguez, en 1933, conoció el proyecto y dio instrucciones para que se iniciara la construcción de un hospital para niños. Desgraciadamente, esta se detuvo unos cuantos meses después por falta de presupuesto. Al crearse, en 1938, el Departamento de Asistencia Infantil, del cual estaba al frente el Dr. Salvador Zubirán, y teniendo como uno de sus principales colaboradores al Dr. Federico Gómez, resurgió la idea. Fue el Presidente Lázaro Cárdenas quien dio instrucciones de reiniciar el anhelado proyecto, esta vez en manos de un distinguido arquitecto, José Villagrán García. No obstante, la obra nuevamente se suspendió.

Cuando estuvo al frente de la Secretaría de Salubridad el Dr. Gustavo Baz, se reanudó la construcción del edificio, que fue inaugurado finalmente el 30 de abril de 1943, justamente hace 70 años.

Gran faena, sin duda, la de ese grupo singular de maestros de la medicina mexicana. No solamente fueron los creadores de la infraestructura hospitalaria, sino también los grandes promotores de los valores académicos en el trabajo asistencial quienes, al incidir tan radicalmente en el desarrollo de la medicina en México, también lo hicieron en el devenir social de nuestro país.

Por ello, el tema que he escogido para esta conferencia es, precisamente, el de Medicina y Sociedad. Es una forma de honrar a los que hicieron posible esta obra y a quienes han sabido darle continuidad durante 70 años.

Tan importante es crear algo, como mantenerlo, cultivarlo, enriquecerlo, corregir su rumbo, perfeccionarlo, protegerlo, proyectarlo, consagrarlo a las más altas tareas de una nación como la nuestra, que sigue atrapada en sus contradicciones, sus desigualdades, con una enorme deuda social.

Muchos fueron, sin duda, los constructores de la medicina mexicana del siglo XX. Aquel fue un verdadero ejército de médicos comprometidos con un proyecto de país, que parecía haber encontrado, en la revolución institucionalizada, la ruta del desarrollo. Instituciones señeras como el Hospital Infantil, y luego los Institutos de Cardiología y Nutrición, junto con el Seguro Social y toda la red hospitalaria nacional, en su conjunto, representaban justamente eso: el gran paso hacia el desarrollo, el arribo de la justicia social mediante la creación de instituciones con una irrevocable vocación de servicio.

Pero las instituciones tienen en su haber, en su historia, en su tradición, en sus anhelos y en su trabajo cotidiano, nombres y apellidos. Siempre, al referirse a este punto, se corre el riesgo de ser injusto. Se omiten, sin querer o deliberadamente, nombres que están presentes en las aulas, en los quirófanos, en los laboratorios, en los pasillos, en los consultorios, en la biblioteca y también en las oficinas administrativas, en las del patronato y entre los muchos benefactores que le han dado vida y sustentabilidad a esa utopía, que en su momento imaginó Don Federico Gómez, pero que después fue capaz de convertir en realidad, en buena medida por rodearse de colaboradores leales y eficaces, y por haber sabido crear una escuela, dirán unos; una familia, dirán otros; una verdadera institución, en todo el sentido del término.

Es así como el hospital desarrolló su propia microhistoria: la creación de los diversos departamentos y servicios; los primeros médicos de tiempo completo; la edición -muy importante- del Boletín Médico del Hospital Infantil de México, que data de 1944; el desarrollo del cuerpo de enfermería, sin el cual el hospital no existiría; los cursos de la licenciatura y posgrado; las residencias, las subespecialidades; la Sociedad Médica y sus jornadas; los congresos y ceremonias; las ampliaciones y remodelaciones que ha sufrido y, por supuesto, los percances frente a los desastres naturales, como el temblor de 1957 y la ''invasión'' (pacífica, por supuesto) que ocasionó del edificio contiguo, la Maternidad Mundet. Su crecimiento siempre fue difícil, siempre extraordinariamente meritorio, siempre con esa tenacidad que caracterizó a esos grandes capitanes de la medicina mexicana del siglo pasado: Gustavo Baz, Ignacio Chávez, Federico Gómez y Salvador Zubirán, en riguroso orden alfabético.

El cambio social es la característica más acusada de nuestro tiempo. En el transcurso de una cuantas décadas, nuestro país ha experimentado hondas transformaciones que son consecuencia de su incorporación a la cultura industrial y de su revolución social. En las familias los cambios son notables: cambios en el papel de la mujer en el hogar, cambios en el ejercicio de la autoridad, en la educación de los hijos, la agudización de los conflictos generacionales y el relajamiento de las ligas de afecto que dan cohesión al grupo y son fuente de seguridad para sus miembros.

Esas palabras, que tienen una gran vigencia, no son mías. Las dijo en una ocasión como esta, pero en 1975, mi padre, quien fue invitado a dictar una Conferencia Magistral -que llevaba el nombre de Federico Gómez- por la Asociación de Médicos del Hospital. Él mismo fue médico del Hospital Infantil y fundó el servicio de Higiene Mental a invitación de Don Federico, 25 años antes, es decir, en 1950. Apenas había concluido su entrenamiento como psiquiatra en la Universidad de Columbia, en Nueva York.

No sé si el señor Director tenía conocimiento de todo ello cuando hace algunos meses, amablemente, me visitó en Ciudad Universitaria para invitarme a impartir esta conferencia. En todo caso, mi gratitud por tal distinción adquiere una dimensión afectiva adicional, pues fue a través de mi padre que yo pude conocer a Don Federico, ya retirado, y a un buen número de médicos de esa ''primera camada'' que, con tanto esmero y generosidad, contribuyó a formar y a proyectar, con una singular y muy atinada visión, lo que serían la pediatría y sus diversas ramas en los años subsecuentes. Mi padre, por cierto, mantuvo siempre un grato recuerdo de aquellos años y conservó, hasta el final de su vida, una buena amistad con sus amigos pediatras.

Hasta aquí algunos elementos propios de la efeméride que hoy nos convoca, la que nos hace recordar que la nuestra es una profesión que está inserta, quizá como ninguna otra, en la dinámica social del país, y que ha ejercido sobre ella una influencia determinante. Tomemos simplemente el indicador más contundente: la esperanza de vida al nacer. En 1943 apenas superaba los 54 años y hoy está por arriba de los 75 años. No es exagerado afirmar, pues, que la justicia social empieza por proteger la salud física y mental de las personas.

Se dice, con toda razón, que en los últimos años la medicina ha experimentado cambios más extensos y profundos que en cualquier otra época de su historia. En el cuidado de la salud, el péndulo ha oscilado de lo individual a lo social; del énfasis en la curación al énfasis en la prevención; del ciudadano y la comunidad como sujetos pasivos, a su participación activa, cada vez más informada y demandante. La infancia y la vejez, como etapas iniciales y terminales de la vida, han adquirido también mayor relevancia, mayores derechos, nuevos compromisos y la exigencia de mejores servicios.

En cierta forma, podríamos decir que el ejercicio de la profesión ha cambiado drásticamente. Los avances de la tecnología y de la ciencia misma, por supuesto, han incrementado sustancialmente el poder de los médicos al grado de que, hoy, nuestras decisiones tienen, sobre la vida y el bienestar de las personas, consecuencias mucho mayores que en el pasado. Como nunca antes.

Sin embargo, preocupa que la relación del médico con el enfermo, en los muy diversos escenarios en los que ahora ocurre el acto clínico, haya experimentado simultáneamente un grave desgaste en muchos de los valores que son la esencia misma de nuestra profesión. Ese encuentro, que es ante todo el de una confianza frente a una conciencia, parece no encontrar ya su lugar natural, y la alianza histórica ente el médico y el paciente, que ha sido el ingrediente más antiguo y uno de los más poderosos de la práctica médica, ha sufrido un serio deterioro.

Es oportuno entonces examinar el asunto, toda vez que es desde la perspectiva de los valores humanos y sociales de la medicina, del rigor con el que estos se cultiven, de la importancia que se les dé en el ejercicio clínico, donde pueden analizarse mejor y proyectarse con más autoridad las diversas opciones que se tienen frente a los graves retos que hoy nos confrontan y que limitan la capacidad de los médicos de influir en el desarrollo social en México.

En el contexto actual, y a 70 años de distancia de la fundación de esta y otras instituciones que transformaron la forma de ejercer la medicina (y en consecuencia las condiciones de salud del país), es ineludible rescatar la importancia de la dimensión académica en nuestro trabajo profesional. Ese es el componente fundamental de la contribución de estas instituciones. Me refiero señaladamente a los Institutos Nacionales de Salud. Porque la medicina académica se sustenta en la enseñanza y en la investigación, en el análisis documentado de los procesos que determinan la salud y la enfermedad, elementos que permiten ofrecer la mejor medicina asistencial posible. Por eso son de excelencia, y por lo mismo hay que cultivarlos y protegerlos con esmero.

Por otro lado, una formación académica rigurosa es la única que puede ofrecer expectativas reales de desarrollo integral a los estudiantes, tanto de licenciatura como de posgrado. Pero no sólo en medicina, también en enfermería, psicología, nutrición, trabajo social y toda la amplia gama de disciplinas afines que hoy forma parte indisoluble del trabajo en las instituciones de salud. Además, nuestra profesión está simultáneamente inmersa en la vorágine de nuevas tecnologías con múltiples efectos, benéficos e indeseables, y de la participación cada vez más activa de diversos grupos sociales que influyen directa e indirectamente en la atención médica: los organismos multinacionales, las organizaciones no gubernamentales, las fundaciones, la banca de desarrollo, las compañías farmacéuticas, las empresas biotecnológicas, los organismos gremiales, en fin. Todos ellos constituyen un complejo proceso, la multiplicidad de valores en los que hoy se desarrolla el trabajo del médico. En esta trama en la que estamos atrapados, se nos olvida con frecuencia que la medicina es, ante todo, una ciencia humana, es decir, una ciencia centrada en la persona, y que para la atención de los enfermos no basta la ciencia más sólida ni la técnica más depurada. Los aspectos subjetivos e interpersonales siguen siendo fundamentales y deben ser tomados en cuenta precisamente para ser examinados con rigor y con sensibilidad.

Destacar la importancia de los componentes humanos, esto es, los de orden psicológico y social en la medicina, de ninguna manera implica o pretende restar importancia a los aspectos científicos o tecnológicos. De hecho, el desgaste de esta dimensión en el trabajo del médico no se debe al avance de la ciencia ni a las nuevas tecnologías -que han sido el sustento del progreso de nuestra profesión- sino al espíritu con el que se les aplica, y porque frecuentemente absorben por completo la atención de los médicos, quienes así descuidan los aspectos personales de sus enfermos y de sus familiares, para los cuales ya no tiene tiempo.

La gran herencia de nuestros maestros no solamente son las instituciones que nos dejaron, sino el espíritu y la mística con la que las crearon, que es la que mantuvo y mantiene viva esa utopía. Si hay algo que deba quedar claro el día de hoy es que no hemos llegado a la meta, ni siquiera después de haber cumplido 70 años.

Un problema que parece agudizarse en el contexto de esta compleja dinámica social que nos abruma tiene que ver con el empobrecimiento intelectual de algunos médicos. Percibo con preocupación y frecuencia creciente un estrechamiento de su sentido ético y de su capacidad de reflexión. Bombardeados de información -relevante y superficial-, presionados por los tiempos de consulta y el número de enfermos que hay que atender, limitados por la cobertura de los seguros médicos, atrapados entre las estructuras burocráticas y mercantiles, disminuidas sus retribuciones en las instituciones públicas y tentados por el principio del lucro mayor que caracteriza a la llamada industria de la salud, los médicos de hoy tienden a olvidar con frecuencia que la verdadera fortaleza de nuestra profesión radica en la posibilidad de acentuar los valores que dimanan de la naturaleza misma de la persona: su igualdad fundamental, su individualidad, su dignidad, sus márgenes de libertad, sin lo cual nuestra profesión corre el riesgo de desnaturalizarse. En todo caso, el punto fino para resaltar es que la imagen que se tiene de los seres humanos es lo que define la clase de medicina que se practica.

Decíamos que la medicina ha experimentado, en los últimos años, cambios más extensos y profundos que en cualquier otra época de su historia. Es cierto, pero pienso, además, y no creo ser ingenuo ni aún menos arrogante, que los mejores días para nuestra profesión están por llegar. Tenemos ya las herramientas para incidir, ni más ni menos, que en nuestra propia evolución biológica. Lo que no queda claro es si realmente estamos preparados para asumir tal responsabilidad.

Porque, si bien es mucho lo que ha cambiado en la medicina, hay algo que no ha cambiado ni cambiará: la obligación que tenemos los médicos para con nuestros pacientes. Obligación que no se deriva de la ideología, ni de la moda, ni de la sociología de la profesión, ni disminuye si la retribución por nuestros servicios es indirecta o limitada. Se deriva fundamentalmente de la vulnerabilidad y la indefensión que embargan a cualquier persona ante la enfermedad.

Si en verdad se tiene un compromiso, no nada más con la salud como derecho social enunciativo sino sobre todo con quienes la han perdido y tratan afanosamente de recuperarla, entonces nada debe anteponerse a las necesidades primarias de los enfermos. Ahí está la diferencia entre recuperar la salud o dejar que esta se deteriore, lo cual ocurre con mayor frecuencia entre los enfermos pobres, que son la mayoría.

Permítaseme concluir abordando, así sea someramente, otro de los aspectos sociales más controvertidos, trascendentes y sensibles de la medicina de nuestro tiempo. Me refiero a algunos temas selectos de ética médica.

Decíamos que el poder de la medicina se ha expandido en forma tal que las decisiones que toman los médicos tienen hoy un efecto como nunca antes lo habían tenido en la vida de las personas. Como es natural, el trabajo del médico se ajusta a la evolución de la sociedad, y la sociedad misma demanda, cada vez más, una ética sustentada en el principio que expresa el derecho inalienable de los individuos a la libertad. El centro de la discusión está en el principio de la autonomía, el cual, a su vez, está indisolublemente ligado al de la autodeterminación. En el análisis final deber ser el paciente, debidamente informado y en pleno uso de sus facultades, quien decida lo que es mejor para sí mismo.

El asunto se vuelve más complejo si advertimos que otro signo del tiempo que vivimos es, justamente, la creciente diversificación de los valores sociales. En una sociedad plural y democrática, es tan probable que los valores y los principios de los pacientes y de los médicos coincidan como que discrepen. Entre los propios médicos hay criterios distintos acerca de asuntos tan sensibles como la eutanasia, el aborto, la prolongación de la vida, la sedación terminal, etcétera. Sin embargo, no se trata solamente de ver cuáles son las preferencias personales del médico aunque, desde luego, este puede y debe dar su punto de vista. Incluso, habrá pacientes que prefieran dejar estas decisiones en manos de sus médicos para no tener que asumirlas ellos mismos. Hay que entender que si estos asuntos no fueran polémicos y, en no pocos casos, también motivo de serios conflictos, la importancia de la ética sería bastante trivial. Ahora bien, y aquí viene un punto nodal, si los polos del conflicto potencial se simplifican entre lo que es ''bueno'' y lo que es ''malo'', corremos el riesgo de crear un conflicto moral insoluble. Precisamente por eso, el tema debe abordarse desde una perspectiva estrictamente laica, dejando a un lado los juicios de valor; respetables en todo caso, pero que no pueden imponerse a otros.

En ningún ámbito de la esfera social, como en el de la medicina, hay una oportunidad más tangible para reivindicar el laicismo como la mejor forma de encontrar alternativas y soluciones ante problemas de interés general y cotidiano. Desde la fertilización in vitro , el uso de células madre, la interrupción del embarazo en ciertas condiciones, los cuidados paliativos a las personas que están próximas a morir, hasta los nuevos alcances de la genómica y otros. Ocurre además que muchos de estos ''territorios'' han dejado de ser propiedad exclusiva de los médicos. Legisladores, teólogos, economistas, filósofos, medios de comunicación y diversas voces de la sociedad civil se expresan sobre ellos de manera cotidiana, intensa y no siempre en forma compatible. En el fondo, los conflictos surgen porque se contraponen valores opuestos. Ahí es donde entra el laicismo. Que nadie pretenda imponer a otros sus creencias; que cada quien asuma las que más le convenzan. Si unas y otras posiciones se respetan, la posibilidad del conflicto disminuye. No hay que confundir derechos con preferencias, ni delitos con pecados, ni feligreses con ciudadanos. Estas categorías tampoco son incompatibles.

El análisis y la discusión de asuntos complejos, con información veraz y serenidad, va dando frutos. Los cambios y los consensos toman tiempo y, sin embargo, son posibles. Un buen ejemplo en nuestro país que apunta en la dirección correcta son las denominadas ''Leyes de Voluntad Anticipada'', vigentes ya en varias entidades federativas.

Toca a los médicos contribuir a definir, con la mayor precisión posible, las acciones más apropiadas en casos polémicos. No podemos eludir nuestra responsabilidad. El humanismo es el único instrumento del que disponemos para proteger los valores inmutables de la medicina. La primera pregunta que debemos hacernos ante tales dilemas ineludibles es la siguiente: ¿qué es lo que más beneficia al paciente?

Pienso que el médico debe conservar, ante todo, su compromiso de actuar de acuerdo con la voluntad del enfermo, mientras no afecte los derechos de otros. Cuando el médico defiende los derechos de sus enfermos, está defendiendo sus propios derechos. Una interpretación moderna del viejo código hipocrático sería justamente esa: comprometerse a defender siempre los derechos de los pacientes. Si un médico priva a una persona de sus derechos, no está actuando en su función de médico. Si un médico da la espalda a los enfermos está renunciando al compromiso humanista de su profesión. Para quienes llevamos ya un camino recorrido en el entorno social de la medicina, en su vida académica e institucional, muchos de estos temas no son nuevos. Lo novedoso es el contexto actual, el avance inexorable de la ciencia y la conciencia, cada vez más generalizada y profunda, de que solamente se progresa igualando derechos. Y, el derecho a la salud, con todas sus implicaciones, sigue encabezando la lista de las prioridades sociales.

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