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Boletín médico del Hospital Infantil de México

versión impresa ISSN 1665-1146

Bol. Med. Hosp. Infant. Mex. vol.68 no.6 México nov./dic. 2011

 

José Laguna García. In memóriam*

 

José Narro Robles**

 

** Académico titular, Academia Nacional de Medicina. México D.F., México

 

El doctor José Laguna García fue, en nuestro país, uno de los grandes médicos del siglo XX. Con una obra que incluye extraordinarias aportaciones científicas, educacionales y para la organización de los servicios de salud, destacó por su inteligencia y capacidad para entusiasmar a jóvenes y convocar a profesionales. Él es un ejemplo de lo que se puede pedir a un auténtico maestro. Por eso, su desaparición ha dejado un hueco imposible de llenar.

Nació en el México que pretendía surgir a partir del movimiento revolucionario, en 1921 y en la capital de la República. Ingresó a la entonces Escuela Nacional de Medicina cuando sólo tenía 16 años de edad y en 1943 obtuvo el título de Médico Cirujano. En su Escuela conoció a quien sería su compañera de toda la vida, colega y destacada integrante de nuestra Academia Nacional de Medicina, la doctora Julieta Calderón. Procrearon una familia de siete hijos, una tía y muchos amigos.

Al egresar de su formación médica inicial, recibió una preparación copleta que incluyó estancias en el Hospital General de México, en el Instituto de Salubridad y Enfermedades Tropicales y en el Instituto Nacional de Cardiología. Esa formación incluyó igualmente sus estudios en Boston, EUA y en Aberdeen, Escocia. La experiencia que obtuvo en esos sitios y la que sumó, producto del servicio social realizado en San Blas, Nayarit, modelaron su personalidad y definieron su vocación: la ciencia, la educación y el servicio.

Al término de su preparación dedicó veinte años de su vida profesional al desarrollo de la Bioquímica. En ese lapso son numerosas sus aportaciones a la ciencia, pero destaca su capacidad para entusiasmar a jóvenes médicos a quienes logra interesar en la materia.

Durante los casi 15 años en que estuvo al frente del Departamento de Bioquímica, aprendió a valorar la trascendencia de la educación médica. En esos años colaboró directamente con quienes ocuparon la dirección de la facultad: Raoul Fournier, Donato Alarcón y Carlos Campillo, a quien sucedió en el cargo en 1971. Durante seis años llevó adelante la reforma más importante de la educación médica mexicana y coordinó el trabajo de varios de los educadores médicos más destacados de esos tiempos. Su influencia universitaria y la que generó en los propios servicios de salud, fueron notables.

Entre 1977 y 1980, en una primera etapa, y entre 1982 y 1989 en la segunda, dedicó sus esfuerzos a la administración sanitaria en la Secretaría de Salud. Ahí también realizó aportaciones fundamentales a las instituciones y los programas de salud. Una vez más, en el cumplimiento de su tarea, formó a destacados profesionales en el campo de la epidemiología y la administración de servicios con una nueva visión, pero sin hacer a un lado a otras generaciones de expertos de estas disciplinas.

Su compromiso con la vida académica fue absoluto y nunca lo abandonó. Lo que adquirió de sus maestros lo inculcó a sus discípulos, pero sobre todo, lo incorporó a su vida cotidiana. Por ello fue un maestro que nunca perdía la oportunidad de enseñar, además de hacerlo en las condiciones más diversas, en el aula o el auditorio, en la oficina o la sala de juntas, en un viaje o en una reunión amistosa.

En su respeto por las jerarquías tenía preeminencia el saber. Eso le daba la libertad e independencia que su inteligencia reclamaba. También por ello, nunca se venció frente a la autoridad burocrática o el poder político o económico. A lo largo de su vida alentó carreras y modeló conciencias. Su compromiso con la investigación, la cultura y el saber se pueden resaltar si se recuerda que sus maestros, condiscípulos y alumnos formaron parte de nuestra Academia o todavía la integran. A ella ingresó en 1953 y la presidió en 1970. Desde esta tribuna dictó cátedra, hizo escuela y compartió su sabiduría.

Jamás buscó los reconocimientos que se le otorgaron. En cambio, prefería el cariño de quienes lo acompañaban. Su mayor satisfacción consistía en hacer lo que le correspondía, además de hacerlo bien y a tiempo. Fue esencialmente un hombre bueno, comprometido con el servicio a los demás. Es por esto que nos hace falta a todos, a su familia y a sus alumnos, a sus colegas y a la misma sociedad que recibió muchos de los beneficios, resultado de su quehacer y compromiso.

Quienes tuvimos la fortuna de conocerlo, de tratarlo, de aprender de él, podemos decir con seguridad que fue un ser extraordinario, dotado de gran inteligencia, de principios bien forjados, de gran visión, de un sentido del humor especial, así como de gran capacidad para idear, poner en práctica y concretar proyectos indispensables.

Para el doctor Laguna nada de lo que emprendió fue intrascendente. Todo lo abordaba con entusiasmo y con la convicción de que era importante. Por eso es que en todos los campos en que incursionó, dejó huella con sus aportaciones. En la ciencia hizo escuela, en la educación médica lideró el grupo que la revolucionó, y en los servicios de salud transformó su quehacer y generó cambios profundos. Le resultaba imposible pasar desapercibido y nunca perdía el tiempo. Sin embargo, no estaba en su personalidad buscar protagonismos y siempre sumaba su capacidad al esfuerzo colectivo.

El doctor José Laguna García forma parte de los destacados profesionales que edificaron la medicina mexicana en la segunda mitad del siglo pasado.

Como hombre polifacético puede ser analizado desde múltiples ópticas. Sin embargo, yo me quedo con una, con la más sobresaliente, con la que incluye y suma a las demás, con la que siempre lo recordaremos, con su magisterio. José Laguna, ¡maestro! José Laguna, ¡maestro de muy buenos maestros! José Laguna, un mexicano de excepción.

 

Nota

* Leído en la sesión ordinaria de la Academia Nacional de Medicina, 19 de octubre de 2011.

 

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