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Espiral (Guadalajara)

versión impresa ISSN 1665-0565

Espiral (Guadalaj.) vol.30 no.87 Guadalajara may./ago. 2023  Epub 14-Ago-2023

https://doi.org/10.32870/eees.v30i87.7331 

Estado

Entre la “vieja” forma escolar y la “nueva” virtualidad. Lecciones de la pandemia para pensar la educación en México?

Doctor por la University of Texas en Austin. Investigador en CIESAS (Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social), México. SNI nivel 3. Correo electrónico: gsaravi@ciesas.edu.mx


1. Introducción

La escuela, por muchas y diferentes razones, es una de las instituciones de mayor importancia en las sociedades modernas; además, a lo largo de su historia ha persistido con un formato bastante similar al que hoy conocemos, de un maestro frente a un grupo de alumnos. La centralidad y persistencia de esta “forma escolar” es de tal magnitud, que solemos pasar por alto que en torno a ella se organiza no sólo el proceso de enseñanza-aprendizaje y socialización, sino buena parte de nuestra vida cotidiana durante un lapso cada vez más extenso de años (Saraví, 2020b; Di Nápoli, 2020; Abrantes, 2021). Casi la totalidad de los niños y un número ya mayoritario de adolescentes en América Latina asisten todos los días de la semana a la escuela y comparten entre cuatro y siete horas con compañeros y otros adultos ajenos a sus familias. Las implicaciones de esta centralidad para nuestra vida social en sus más diversos ámbitos son tan omnipresentes que al mismo tiempo, y tal vez por ello mismo, son subestimadas o directamente inadvertidas.

La pandemia y, en particular, las medidas de aislamiento social que se implementaron para reducir su propagación alteraron radicalmente esta “normalidad” de la “vieja” escuela. El cierre de los establecimientos escolares fue una de las primeras y más extendidas medidas en el mundo; de acuerdo con UNICEF (2020), 188 países optaron por esta medida, afectando a cerca de mil millones de estudiantes cuyas clases presenciales fueron suspendidas por periodos más o menos extensos, y reemplazadas por diversas formas de educación a distancia, principalmente sustentadas en la virtualidad por medio de diversas plataformas digitales, redes sociales, softwares educativos, etc. En México esta medida se implementó para todos los niveles (de preescolar a media superior) a partir del 23 de marzo de 2020, resultando afectados casi 33 millones de niñas, niños y adolescentes. Desde entonces, México ha tenido uno de los cierres de escuelas más prolongados en el mundo, retomando con irregularidad (y resistencias) cierta presencialidad recién a partir del ciclo escolar 2021-2022.

Esta súbita ruptura de la “normalidad” escolar representó una suerte de laboratorio social que, entre muchos otros aspectos, puso a prueba los dos enunciados planteados en sendos párrafos previos. Por un lado, más allá de las críticas, deficiencias y desafíos que enfrenta la escuela contemporánea, la suspensión de la presencialidad puso en evidencia esa centralidad de la escuela en nuestra vida social; una especie de descubrimiento de aquello que había sido tomado como “parte de la naturaleza de las cosas” (Bourdieu) e incluso desvalorizado bajo las críticas a la “anticuada” forma escolar. Por otro, más allá de las potencialidades y lo revolucionario de las tecnologías de la información y la comunicación (TIC), pudimos experimentar lo que significaría la sustitución de la forma escolar presencial por entornos de aprendizaje virtual; una especie de ensayo de lo que podría ser ese futuro “prometedor” que se vaticina y promueve desde algunos sectores de la academia (en ciencias de la educación y tecnología), think tank educativos, y muy especialmente desde las (“gigantes”) corporaciones tecnológicas.

Con este artículo se pretende aprovechar esa oportunidad suscitada por la pandemia para analizar las implicaciones de la suspensión de la escuela presencial y su sustitución por medios virtuales, y hacer una evaluación crítica que nos permita sacar ciertas lecciones para el futuro. Si bien la propagación del covid-19 ha entrado en una etapa de pronunciada desaceleración gracias a la creación y aplicación de vacunas, la experiencia vivida abre a partir de ahora múltiples posibilidades analíticas. Luego de un sinfín de ensayos “apresurados” sobre la pandemia, algunos más apocalípticos y otros más esperanzadores, la experiencia de la pandemia y el confinamiento no deberían olvidarse con el regreso a la “normalidad”. En materia educativa, por ejemplo, son muchas las lecciones que podríamos aprender y los análisis que podrían aportarse para debates clave en este campo del presente y el futuro (Reimers y Schleicher, 2020). Uno de ellos, al cual este análisis pretende contribuir, es precisamente sobre las virtudes y defectos, los pros y los contras de la (vieja) forma escolar y de las (modernas) TIC en la educación.

Con este propósito en mente, analizo la experiencia de la educación a distancia durante la pandemia en estudiantes de sectores populares de educación media superior en México. El foco del análisis está puesto en los efectos que tuvo la suspensión de clases presenciales y su reemplazo por modalidades virtuales sobre las desigualdades en el aprendizaje y el bienestar socioemocional de los adolescentes. Además del uso de diversas fuentes estadísticas ya disponibles, la información empírica en que se sustentan los argumentos presentados proviene principalmente de una investigación participativa en la que los propios adolescentes involucrados investigaron, reflexionaron y expresaron sus experiencias y percepciones sobre las clases virtuales y a distancia; el trabajo de campo de esta investigación se llevó a cabo entre octubre de 2020 y junio de 2021, es decir en pleno desarrollo de la pandemia y de la suspensión de clases presenciales (véase apartado metodológico).

La estructura del artículo consta de cinco secciones más y conclusiones. Luego de esta introducción del problema, presento brevemente el debate conceptual en el que se ubican las potenciales contribuciones de nuestro análisis, el cual es al mismo tiempo un debate con connotaciones sobre la política educativa en términos de “la educación del futuro”. A continuación, describo la metodología que hemos seguido en la investigación que dio pie a este artículo, así como las estrategias que guiaron el análisis de la información empírica obtenida. En las tres secciones siguientes se desarrollan sucesivamente las tres dimensiones clave de nuestro análisis. Empiezo por explorar las limitaciones y desigualdades (visibles e invisibles) que desencadenó el uso de las TIC; luego continúo con un análisis de las consecuencias socioafectivas y vinculares con la escuela que tuvo la no-presencialidad; y por último exploro las tensiones y desigualdades que supuso el llevar la escuela al hogar. El artículo cierra con unas conclusiones en las que sistematizo los principales hallazgos del análisis previo y con base en ellos planteo un argumento que pretende revalorizar la dimensión social y colectiva (o común) de la experiencia escolar frente al aislamiento y fragmentación que nos augura la virtualidad.

2. Entre la revalorización de la forma escolar y la imposición de las TIC

Numerosos textos producidos durante la pandemia (véanse Plá et al., 2020; Medina Gual, 2020), por académicos y docentes que reflexionan y narran sus experiencias durante este periodo, hacen notar que la radical disrupción que significó la suspensión de las clases presenciales en sus vidas, la de los alumnos, y la de sus familias, emana de lo profundamente incorporada a nuestro sentido común y vida cotidiana que estaba la escuela y, en particular, la forma escolar tal como nos era conocida hasta entonces. Esta misma naturalización es la que nos exige preguntarnos, antes de proceder con el análisis, por lo que la constituye como tal, es decir por algunos de los rasgos esenciales que definen a esta configuración sociohistórica particular. Al respecto, Vincent, Lahire y Thin (2001) plantearon que el elemento definitorio de la forma escolar tal como hoy la conocemos (y según ha sido conformada desde los siglos XVI y XVII) es un modo específico de socialización, es decir, un espacio en el que además de transmitirse saberes y conocimientos, se establecen formas específicas de relaciones sociales. Una de estas relaciones es precisamente la del maestro frente a un grupo de alumnos: “lo que aparece en cierta época, dicen los autores, es una forma inédita de relación social entre un ’maestro’ (en un sentido nuevo del término) y un ’alumno’, relación que llamamos pedagógica” (Vincent, Lahire y Thin, 2001:13).1

Lo que interesa destacar aquí del análisis que hacen estos autores son dos atributos específicos de este particular modo de socialización. El primero de ellos, es lo que Vincent y colegas denominarían los rasgos específicos de esta forma, y que consisten básicamente en un espacio y un tiempo propios. Es decir, la forma escolar corresponde a un conjunto de relaciones sociales que ocurren en un espacio particular y un tiempo específico: en un espacio escolar y un tiempo escolar. Esta ubicación propia de este modo de socialización está directamente relacionada con el segundo atributo que resulta de interés para nuestro análisis. La relación pedagógica que define la forma escolar es una relación inédita, dicen los autores; inédita en el sentido de que adquiere estatus propio, es decir que se diferencia y autonomiza de otras relaciones sociales. Y es precisamente esta misma autonomización la que implica dotar a esta relación de un contexto espacio-temporal propio:

Como toda relación social se realiza en un espacio y un tiempo, la autonomía de la relación pedagógica instaura un lugar específico, distinto de los lugares donde se realizan otras actividades sociales: la escuela. […] De la misma manera, aparece un tiempo específico, el tiempo escolar, simultáneamente como periodo de vida, como tiempo en el año, y como empleo del tiempo cotidiano (Vincent, Lahire y Thin, 2001:13).

Esta misma idea respecto a una relación social que se independiza de otras y se desarrolla en un espacio y tiempo propios está también presente en el análisis de Masschelein y Simons (2014). Pero estos autores profundizan y resaltan una implicación particularmente relevante de este proceso de autonomización. La autonomía no significa solamente la diferenciación de una relación que ahora adquiere un estatus propio, sino al mismo tiempo y fundamentalmente desanclar (o aislar) esa relación de otras relaciones y condicionamientos sociales. En este sentido, la constitución de un espacio y un tiempo específicos para la relación pedagógica tiene cierto efecto de liberación; en el espacio escolar y durante el tiempo escolar, los estudiantes (y también los maestros) son liberados de las ataduras de los condicionamientos sociales. Con todas las deficiencias que podemos identificar y reconocer en la escuela, es allí donde reside precisamente su contribución a la igualdad social. Es por ello que estos autores se refieren a la escuela como un “tiempo libre” o un “espacio de suspensión” del peso de un determinado orden o estructura social sobre los individuos; es decir, la forma escolar brinda “la posibilidad de separarse literalmente del tiempo y del espacio del hogar, de la sociedad o del mercado laboral, y de las leyes que los gobiernan” (Masschelein y Simons, 2014: 34). Desde una perspectiva crítica, lo que se plantea es la posibilidad de matizar el determinismo reproductivista de Bourdieu y Passeron (1995) atribuido a la escuela, y enfatizar aquellos atributos que posibilitan cierta igualdad. Sin negar el papel del sistema escolar como mecanismo de reproducción y legitimación de las desigualdades, esta forma escolar limita esa reproducción y atenúa las desigualdades de origen; su cancelación y/o directa anulación por la pandemia habilitó, precisamente, una exacerbación de las desigualdades.

La suspensión de la presencialidad desestructuró nuestra cotidianidad espacio-temporal precisamente porque estos dos atributos clave de la forma escolar se vieron profundamente alterados. Por un lado, el espacio escolar por excelencia, es decir la escuela, directamente cerró sus puertas, y el tiempo escolar del día a día, pero también del año escolar e incluso del futuro, perdió como mínimo sistematicidad, continuidad y privacidad. Por otro lado, esas relaciones sociales propias de la forma escolar cedieron parte de la autonomización ganada, y el peso de los condicionamientos sociales dejó sentirse con mayor intensidad que antes sobre la relación pedagógica.

Paradójicamente, sin embargo, estas mismas alteraciones de la forma escolar provocadas por la pandemia y el confinamiento son las que dan pie a su cuestionamiento desde otras perspectivas. Un espacio escolar propio, e incluso un tiempo escolar aislado y estructurado para la relación pedagógica, son consideradas formas prácticamente obsoletas, o al menos desactualizadas, en una era marcada por la flexibilidad, eficiencia y virtualidad que ofrecen las TIC. Estos cuestionamientos a la “vieja” forma escolar, no son nuevos. De hecho, al inicio del reconocido libro Defensa de la Escuela,Masschelein y Simons (2014) hacen referencia precisamente a esos planteamientos que sostienen la obsolescencia de la forma escolar argumentando que “la escuela, donde el aprendizaje se circunscribe a un espacio y un tiempo, ya no es necesaria en la era digital de los entornos de aprendizaje virtuales […] se acerca una revolución impulsada principalmente por las tecnologías de la información y la comunicación” (2014: 24).

Los mismos autores, más adelante dan cuenta de algunos de los atributos y descalificaciones que desde estas perspectivas se asocian a la escuela: “la sala de clase [es] considerada como una tecnología de la comunicación que produce pasividad, aburrimiento y constantes fracasos, se torna obsoleta”; “la escuela en su conjunto está determinada por tecnologías primitivas procedentes del pasado” (Masschelein y Simons, 2014: 24 y 25). La pretensión, frente a lo arcaico, estático, viejo y aburrido, sería su sustitución por lo moderno, dinámico, eficiente y divertido representado por la virtualidad de las plataformas, las redes sociales, lo digital y los dispositivos inteligentes.

Si bien estas críticas eran ya conocidas, es cierto que la pandemia y el confinamiento, y la inevitable necesidad de recurrir a las TIC hizo que esos cuestionamientos cobraran vigencia, y sobre todo que se exaltaran las virtudes de la virtualidad. Tal como lo señala Danilo Martuccelli (2021) en un análisis reciente, el manejo de la pandemia fue dominado a nivel mundial por un saber tecno-experto que subestimó la importancia de la sociabilidad presencial y promovió, en su lugar, el uso de las TIC no sólo para salvar las dificultades que imponía el confinamiento, sino también como una muestra de sus potencialidades y rol clave en la organización e interacción social de una nueva sociedad por venir. Tal como lo muestra el autor, este entusiasmo y promoción de la virtualidad se expresó en diferentes ámbitos de la vida como el laboral y productivo, el entretenimiento, el consumo, y muchos otros, incluyendo destacadamente el educativo.

Más allá de los intereses económicos de las grandes corporaciones tecnológicas por propagar, y en ocasiones imponer, el uso y dependencia de las TIC, en la esfera de la educación éste es un tema que ya venía analizándose y cuyas potencialidades resultan hoy innegables. Además, durante el confinamiento por la pandemia las TIC resultaron clave para hacer posible cierta continuidad escolar, especialmente de su dimensión académica-curricular. Pero también esta experiencia hizo resurgir aquellas críticas a la forma escolar que ya unos años atrás hacían evidentes Masschlein y Simons (2014) en su “defensa de la escuela”; la pandemia les sirvió de coartada (Martuccelli, 2021). Exaltando las virtudes de la virtualidad para enfrentar la pandemia, pero también para modernizar la educación, indirectamente se cuestiona la “vieja” forma escolar. En esta línea, Fernando Reimers y Andreas Schleicher (2020) en un análisis reciente preparado para la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) y titulado precisamente Schooling disrupted, schooling rethought, señalan:

El conocimiento y la experiencia ganada con distintas modalidades de aprendizaje remoto son capitales que podrían ser desplegados y profundizados en el futuro, creando modalidades mixtas de enseñanza y aprendizaje, también en beneficio de una mayor personalización de la educación, y extender así el tiempo y las oportunidades de aprendizaje para todos los estudiantes. Será importante que las lecciones aprendidas de esta experiencia de la vida real sean recopiladas sistemáticamente y evaluadas, y que los sistemas educativos y las escuelas investiguen modos a través de los cuales entornos innovadores de enseñanza y aprendizaje puedan ser más plenamente integrados a la educación (Reimers y Schleicher, 2020:3).2

Según estos mismos autores, y otros que han trabajado sobre el tema, reformular el proceso educativo a partir del uso de las TIC puede facilitar y promover la adquisición de habilidades y competencias que se consideran esenciales para la sociedad y economía del siglo XXI. Entre ellas suelen destacarse la autonomía, el aprendizaje independiente y a lo largo de la vida, la flexibilidad, la investigación, la creatividad y el autocontrol, entre otras. Es en este sentido que Reimers y Schleicher proponen para la educación del futuro una especie de sistema híbrido o combinado en el que las escuelas se conviertan en “organizaciones de aprendizaje” (learning organizations), para lo cual “es esencial que gobiernos y sindicatos abracen el valor de la innovación, la flexibilidad y la necesidad de experimentar y crear una cultura empresarial de la educación” (2020:8). Sin desconocer la necesaria familiarización con las TIC que exige la sociedad actual ni muchas de sus virtudes, estos planteamientos también pueden asociarse con una transición digital global de la economía que requiere un nuevo tipo de trabajadores y consumidores (Di Piero, 2014; Abrantes, 2021), e incluso con nuevas formas de gubernamentalidad y control social (Han, 2014).

Es en el contexto de este debate que nos proponemos analizar la experiencia concreta de la educación a distancia durante la pandemia. En cierta medida, como lo señalaron Reimers y Schleicher (2020), se trata de un laboratorio en el que simultáneamente se alteró la forma escolar y se acentuó la dependencia de las TIC, lo cual no sólo nos permitiría contribuir a este debate, sino obtener algunas lecciones para el futuro.

2. Metodología

La información empírica sobre la cual se sustenta el análisis que se presenta en este artículo proviene principalmente de una investigación cualitativa cuyo trabajo de campo fue realizado entre los meses de octubre de 2020 y agosto de 2021, es decir, en pleno periodo de confinamiento y suspensión de clases debido a la pandemia de covid-19. La excepcionalidad histórica de esta situación nos llevó a extremar la recomendación que unos años atrás hacía Creswell (2007), en su muy conocido manual de investigación cualitativa, estimulando activamente a los investigadores involucrados en el diseño de proyectos cualitativos a que incluyan, desarrollen y apliquen nuevos métodos de recolección de datos cualitativos. En este contexto de pandemia y distanciamiento social, dicha sugerencia cobró particular actualidad y nos estimuló a agudizar una “imaginación sociológica” metodológica. Fue así como en colaboración con un docente de educación media superior de una escuela del municipio de Ciudad Nezahualcóyotl,3 invitamos a los estudiantes de cuatro grupos (de aproximadamente 50 alumnos cada uno) a colaborar en una investigación de carácter “participativo” sobre la experiencia de la pandemia en la adolescencia; es decir, “adolescentes investigando adolescentes”.

Luego de varias sesiones introductorias, finalmente decidieron participar voluntariamente un total de 61 adolescentes, quienes se organizaron en 13 equipos. Todos ellos tenían en aquel momento entre 17 y 19 años de edad, 25 varones (41%) y 36 mujeres (59%), y cursaban el último año de bachillerato.4 Para realizar su investigación, cada equipo aplicó diferentes técnicas de investigación a sus mismos compañeros, u otros amigos y conocidos adolescentes que tuvieran de 15 a 19 años. Estas técnicas incluyeron, entre otras, pequeñas encuestas, entrevistas grabadas, cartas individuales, diarios personales o notas de campo sobre sus experiencias de la pandemia, y fotografías. Finalmente, cada equipo elaboró un producto en diferentes lenguajes expresando los resultados de su investigación; entre estos productos hubo videos, teatro, podcast, literatura, muestras fotográficas, y música, la mayoría de los cuales fueron posteriormente editados en formatos audiovisuales por el equipo de investigación.5 En todo momento, para el diseño y aplicación de estas técnicas, fueron asesorados y capacitados por el docente y el autor de este texto por medios virtuales. Esta estrategia metodológica hizo posible desarrollar una investigación cualitativa “sobre la pandemia durante la pandemia”, lo cual es absolutamente excepcional en el contexto de los estudios que están emergiendo y que son, por las limitaciones mismas del contexto, mayoritariamente de tipo cuantitativo a través de encuestas (muchas de ellas telefónicas o virtuales).

Este artículo se basa en el análisis de todo ese material empírico, principalmente las entrevistas, cartas, diarios o notas de campo y algunos de los productos audiovisuales generados. Con excepción de estos últimos, todos ellos (si no eran escritos) fueron transcritos y posteriormente codificados. Esta diversidad de métodos dio por resultado un conjunto muy amplio y rico de materiales cualitativos que fueron analizados desde una perspectiva sociológica, tratando “los textos como una ventana a la experiencia humana” (en contraposición a una tradición lingüística que los considera como objetos de análisis en sí mismos) (Ryan y Bernard, 2000:769).

En este sentido, cabe señalar una especificidad de este material de campo, y en especial de los textos producidos por los propios adolescentes (cartas, diarios, notas de campo, etcétera). Si bien toda investigación cualitativa implica el análisis de textos, éstos pueden ser parcialmente producidos por el investigador o directamente obtenidos de otras fuentes; Charmaz (2006) los denomina elicit texts (textos provocados) y extant text (textos preexistentes), respectivamente. Diarios, cartas, memorias y otros materiales similares suelen asociarse con este último tipo de textos; y ello es efectivamente así cuando el investigador recurre a materiales de este tipo disponibles en bibliotecas u otros archivos, es decir cuando su elaboración ha sido previa al diseño de la investigación y por ende sin ninguna intervención o conocimiento del investigador. En nuestro caso, sin embargo, no ha sido así; se trata de textos provocados (elicit texts) por consignas que propusimos a los adolescentes para elaborar sus diarios, cartas, etc., en relación con sus experiencias de la pandemia en diferentes ámbitos de sus vidas. Como lo señala el mismo Charmaz (2006), este tipo de materiales comparte algunas de las mismas ventajas y desventajas que presentan las encuestas y entrevistas convencionales, lo cual no supone ningún impedimento para el análisis basado en la teoría fundamentada o grounded theory que propone el autor. Precisamente éste es el método de análisis que he seguido en esta investigación, concentrándome en el análisis del contenido (y no en la estructura) de todos estos materiales.

La codificación se realizó siguiendo los lineamientos clásicos de la grounded theory (Glazer y Strauss, 1967; Charmaz, 2006), partiendo de algunas categorías básicas iniciales y creando nuevas categorías a partir de la propia información empírica en el proceso de codificación. Las citas que se presentan en este artículo tienen ese carácter recíproco: ilustran conceptos y hallazgos que fueron emergiendo en diálogo con ese mismo material empírico.

El análisis cualitativo fue complementado con distintas encuestas a nivel nacional que se aplicaron también durante la pandemia, y cuyos resultados han empezado a ser publicados muy recientemente. En particular hacemos un uso extensivo de la Encuesta para la Medición del Impacto Covid-19 en la Educación (Ecovid-Ed) realizada por el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI) en diciembre de 2020 y publicada en 2021.

3. Limitaciones y desigualdades de las TIC

El cierre de escuelas decretado oficialmente a partir del 23 de marzo de 2020 afectó en México a 5.2 millones de adolescentes que cursaban en ese momento la educación media superior o “prepa”, como se conoce coloquialmente en el país al último tramo (tres años) de formación preuniversitaria. Luego de un breve periodo de incertidumbre respecto a cómo se daría la continuidad escolar, las autoridades educativas diseñaron e implementaron para todos los niveles de educación básica y media superior el programa nacional “Aprende en casa”. Este programa, que tuvo tres sucesivas versiones para los respectivos tres semestres durante los cuales estuvieron oficialmente suspendidas las clases presenciales, consistía básicamente en una estrategia de educación a distancia apoyada principalmente en el uso de tecnologías de la información para mantener la comunicación de los estudiantes con los docentes y el proceso de aprendizaje curricular -como complemento se transmitieron por televisión y radio cápsulas con contenidos educativos como una forma de apoyo a la labor docente.

Como es evidente, esto significó una fuerte dependencia del proceso educativo de la disponibilidad de un conjunto de requerimientos y disposiciones que exige la virtualidad y, al mismo tiempo, puso al desnudo una serie de profundas desigualdades y limitaciones. En primer lugar, un aspecto elemental fue la disponibilidad de dispositivos por parte de los estudiantes (y también de los profesores) que permitiera tomar las clases, y la necesaria conexión a Internet. Según los datos más recientes provenientes de la Encuesta Nacional sobre Disponibilidad y Uso de TIC en Hogares (INEGI, 2020), sólo el 44.2% del total de hogares cuenta con una computadora y el 60.6% dispone de conexión a Internet. Si nos detenemos específicamente en el segmento de estudiantes de media superior, el panorama de desigualdades y carencias tecnológicas no es muy diferente. Según estimaciones de pisa, cerca del 60% de los estudiantes de 15 años cuenta con una computadora para realizar sus tareas escolares; esto significa que más del 40% de los estudiantes de esta edad carecen de este recurso fundamental. Este promedio, sin embargo, oculta brechas profundas: sólo el 23% de los estudiantes que viven en hogares del cuartil más desfavorecido en términos socioeconómicos cuenta con una computadora, mientras que en el cuartil en mejores condiciones este porcentaje llega al 86% (OECD, 2020). Tomemos otro ejemplo: en el subsistema de educación media superior de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), que presenta cierto nivel de heterogeneidad social en su comunidad, de los poco más de 110,000 adolescentes que cursan el bachillerato, el 42% carece de conexión a Internet, y uno de cada tres directamente no cuenta con computadora (35%).6

Estos datos se vieron reflejados en la forma en que efectivamente los y las estudiantes siguieron sus clases a distancia. Durante el último semestre del ciclo escolar 2019-2020, en el cual se estableció la suspensión de la presencialidad, sólo el 39.2% de los estudiantes de media superior utilizaron como dispositivo principal para seguir sus clases a distancia una computadora (ya sea de escritorio o portátil); casi el 60%, en cambio, tuvo que tomar sus clases y actividades escolares a través de un celular (Ecovid-Ed).

La información surgida de estas encuestas no se agota en la frialdad de un simple número. En el siguiente relato de Ana Laura, empezamos a percibir las tensiones y malestares (sociales y emocionales) que se ocultan tras los indicadores de carencias y desigualdades:

No fue un descanso, tanto profesores como alumnos no estábamos acostumbrados a esta vida virtual, entonces hubo un descontrol total, muchos trabajos, cero comunicaciones con mis compañeros […] teníamos la esperanza de regresar a la escuela pronto pero no fue así. Ya casi va un año y resulta que empezamos a acostumbrarnos a esta vida virtual, los profesores ya no nos invaden de tareas, son más considerados, pero ahora está el problema de que no todos tenemos las mismas posibilidades, no todos tenemos computadora o celular, lo que resulta difícil porque mi certificado de preparatoria depende de eso (Equipo 6,Ana Laura, carta, 2021).

No sólo se trata de contar con un dispositivo o de las profundas diferencias que puede significar trabajar frente a la pantalla de una computadora o de un celular. Además, hay otras menos visibles, pero no menos significativas, como trabajar en un escritorio en el propio cuarto o en un espacio común con toda la familia, contar con alguien que pueda ayudar o estar solo frente a la tarea, tener que compartir la computadora con otros hermanos o tener una a disposición, contar con un servicio de Internet de alta calidad u otro de escasa capacidad y con fallas frecuentes. Según la misma encuesta citada previamente (Ecovid-Ed), el 33.5% de los estudiantes de media superior si bien contaba con un dispositivo para desarrollar sus actividades escolares, no era de uso exclusivo, sino que debía ser compartido con otros miembros del hogar. En múltiples relatos los adolescentes con quienes trabajamos relataron también la frustración y enojo que les producían las fallas de Internet y/o la baja calidad de la conexión que obstruía una interacción fluida y dinámica con compañeros y docentes, o directamente les impedía seguir las clases.

El estrés que conlleva no aprender de la manera adecuada es muy grande, ya que tenemos que adaptarnos a estar sentados todos los días frente a un computador y aprender por nuestra propia cuenta, ya que algunos maestros no alcanzan a explicar de la mejor manera o es muy difícil para ellos usar estas tecnologías y peor se pone para los estudiantes, ya que como mencionamos no todos estamos en las mismas condiciones. A algunos se les hace muy difuso estudiar así, les estresa mucho el mundo de tareas que dejan o simplemente no tienen la oportunidad de adquirir un computador o Internet (Equipo 4, grupo de adolescentes mujeres, 2020).

Estas dos últimas citas ponen en evidencia otras desigualdades menos evidentes asociadas a la virtualidad. El perfil de un alumno a distancia, tal como lo señalan Navarrete, Manzanilla y Ocaña (2020), requiere de ciertas capacidades, como por ejemplo la proactividad, la capacidad de planificación, disciplina y organización, e incluso (añadimos) de ciertas habilidades para un uso educativo de plataformas e Internet más allá de ser usuario habitual de redes sociales. “Sin embargo, señalan las mismas autoras, hay que reconocer que estas capacidades no son cultivadas en las escuelas tradicionales” (2020:159); y más adelante concluyen: “la realidad de gran parte de los alumnos es que no se les ha preparado para enfrentar en su día a día la enseñanza a distancia” (2020: 160). Ana Laura, en la primera cita señala precisamente que “no estábamos acostumbrados a esta vida virtual” y que “hubo un descontrol total”, y en el mismo sentido el grupo de adolescentes del equipo 4 hacen notar las dificultades para “aprender por nuestra cuenta” y “usar estas tecnologías”. Esta capacidad de autorregulación y muchas otras necesarias para que un estudiante pueda estudiar desde su casa a través de las TIC no son innatas, suponen un proceso de socialización previo; de lo contrario, no funciona (Di Piero, 2014).

Pero la adquisición de estas habilidades y capacidades está sujeta también a las desigualdades que ya caracterizaban al sistema educativo previamente. A nivel nacional, por ejemplo, sólo el 25% de los planteles públicos de nivel medio superior cuentan con computadoras suficientes para el trabajo de sus estudiantes (un 24% directamente no tiene computadoras); este promedio contrasta con lo que ocurre en el sector privado, donde el 60% de las escuelas cuentan con computadoras para todos sus estudiantes (INEE, 2018). Algo similar sucede con la disponibilidad de Internet: sólo el 32% de los planteles cuenta con esta red para todos los miembros de la comunidad escolar (el 30% directamente no tiene conexión a Internet); en el sector privado, en cambio, este porcentaje llega al 69% de los planteles (y sólo un 4% no tienen ninguna conexión) (INEE, 2018). Estas diferencias en el nivel de entrenamiento y familiaridad con las nuevas tecnologías que ya tenían algunos estudiantes, previo a la pandemia, reproducen y acrecientan las desigualdades en el aprovechamiento que podrán hacer ahora de una estrategia educativa basada en las clases virtuales; se trata de un claro ejemplo de acumulación de desventajas.

En parte como consecuencia de estas limitaciones, pero no sólo por ello, la comunicación con los docentes emerge como uno de los principales reclamos de los estudiantes. Según las experiencias de muchos de los adolescentes que participaron en el proyecto, la comunicación con los docentes se vio radicalmente limitada, lo cual repercutió en sus procesos de aprendizaje por la imposibilidad de recibir orientación para el desarrollo de sus actividades escolares o incluso para la resolución de dudas o la explicación de determinados conocimientos.

Las clases en línea son una cagada […] aparte de que los maestros no están preparados para darlas […] quedan muchas dudas, muchas preguntas […] por lo regular las clases en línea se basan en explicar un poco el tema y dejar mucha tarea (Equipo 11, Mario, entrevista, 2021).

Según datos provistos por Baptista y colegas (2020), a partir de una encuesta realizada a docentes, en el nivel medio superior los profesores reportan haber mantenido comunicación sólo con el 72% de sus estudiantes. Más allá de las diferentes plataformas existentes para la realización de videoconferencias, hay diversos indicios, en México y muchos otros países, que sugieren que el medio de comunicación más habitual entre docentes y alumnos (incluso para el envío de tareas) fue el WhatsApp, el cual más allá de su practicidad es también el menos interactivo y dinámico. Según la misma encuesta de Baptista et al. (2020), efectivamente el WhatsApp es la herramienta de comunicación más utilizada por los docentes en todos los niveles; en media superior, por ejemplo, el 90% de los profesores dijo utilizar el WhatsApp y el 81% el correo electrónico, muy lejos de sólo un 5% que dijo utilizar videollamadas y páginas web de la escuela.

Estas limitaciones de la comunicación entre docentes y estudiantes tuvieron otras dos repercusiones importantes. La primera es que, ante estas carencias y dificultades, las clases a distancia terminaron apoyándose fundamentalmente en la realización de diferentes tareas escolares en el hogar. Esto, tal como ya lo enunciaron algunos adolescentes en citas previas, se tradujo en una sobrecarga de tareas que los estudiantes debían resolver por sus propios medios y entregar para su control por los docentes. Es lo que Sebastián Plá define como una patología pedagógica de la educación mexicana a la que denomina activitis y que se basa en el supuesto de que a mayor cantidad de actividades sin sentido, más capaces son los estudiantes de construir su propio conocimiento (Plá, 2020). La suspensión de la presencialidad exacerbó la activitis, lo que dio lugar a un proceso educativo sumamente limitado, poco enriquecedor, y generador de malestares emocionales tales como frustración, incertidumbre, estrés, y la sensación de no estar aprendiendo nada:

Siento que las tareas se acumulan más, o siento que nos dejan más que antes. Yo entiendo que no es por culpa de los maestros […] pero sí luego nos saturan de tareas y luego ya […] yo luego entrego nada más por entregar porque hay veces que no me da ni tiempo de procesar lo que estoy poniendo en mi cuaderno (Equipo 4, Evelyn, entrevista, 2021).

En otros casos, las repercusiones fueron más graves aún, generando que muchos estudiantes perdieran interés en sus estudios o directamente vieran debilitarse su vínculo con la escuela. En uno de los relatos recopilados para esta investigación, Lola, de 17 años, contaba que por estas dificultades casi queda fuera de la escuela en el último semestre de prepa:

Al principio todo era felicidad ya que salimos de la escuela y ninguno de mis maestros me había dejado tarea, así que yo me las tomé como unas vacaciones sin preocupaciones. Y así pasó el primer mes hasta que a mediados del segundo mes me empecé a preguntar qué pasaría con las clases y si [alguna vez] volveríamos, así que me acerqué a mi orientadora vocacional de la cual yo tenía el número pero desgraciadamente no me contestó, así que yo seguí con dudas pero ya no insistí más. Un día un amigo de mi salón me manda mensaje de que ya estaba reprobada en dos materias y yo con cara de “¿cómo?, a ver, espérate”. Comenzaron las clases y yo ni en cuenta […] (Equipo 3, Lola, carta, 2021).

Las desigualdades y limitaciones generadas por la dependencia de las TIC de las clases a distancia tuvieron múltiples repercusiones tanto en el aprendizaje como en el estado socioemocional de los adolescentes. Los porcentajes de estudiantes sin dispositivos, o sin Internet de calidad, o sin comunicación con sus docentes, además de presentar una pintura macro, encierran múltiples experiencias micro que se vivieron con angustia, frustración y preocupación por el futuro. Esto nos invita a examinar con mayor profundidad lo que sucedió con la dimensión socioemocional del proceso educativo.

4. La ausencia socioafectiva de la presencialidad y el vínculo escolar

El vínculo socioafectivo de los estudiantes con la escuela es un aspecto clave en el bienestar psicosocial de los adolescentes. Más allá de la función de enseñanza, las escuelas fungen como espacios de interacción que contribuyen al desarrollo emocional y social de las y los estudiantes. Esto es especialmente así para los adolescentes que transitan por una etapa en la cual la relación con pares y otros adultos ajenos a la familia de origen es fundamental en el proceso de subjetivación y construcción identitaria; la sociedad contemporánea ha depositado gran parte de estas responsabilidades precisamente en la experiencia escolar (Dubet y Martuccelli, 1998).

Por otro lado, este vínculo con la escuela tiene un peso determinante sobre la experiencia, el aprovechamiento y la continuidad escolar. Existen muchos factores que contribuyen a la construcción de este sentido de pertenencia escolar, que van desde características físicas de las escuelas o el clima escolar, hasta aspectos curriculares y de gestión educativa (Fredricks, Blumenfeld y Paris, 2004; Slaten et al., 2016; Tarabini, Jacovkis y Montes, 2018). Pero la relación con los docentes y la interacción con los compañeros emergen en múltiples estudios empíricos como los dos factores más determinantes para sostener y fortalecer esta vinculación (Saraví, Bayón y Azaola, 2020; Kiefer, Alley y Ellerbrock, 2015).

Es decir, las relaciones que se construyen con docentes y compañeros son fundamentales tanto para el bienestar socioemocional de los adolescentes como para su aprovechamiento y continuidad escolar. Sin embargo, a pesar de esta centralidad, las medidas que se implementaron en el ámbito educativo para enfrentar la pandemia se dirigieron principalmente a intentar garantizar la continuidad de los aprendizajes, y prestaron mucho menos atención, si es que alguna, al desarrollo y bienestar socioemocional de los estudiantes (Darmody, Smith y Russell, 2021; Reimers y Schleicher, 2020). La suspensión de la “forma escolar” presencial significó un golpe durísimo para el vínculo escolar, con repercusiones en ambas dimensiones (bienestar emocional y académica).

Comencemos por la primera de ellas. La escuela representa en la adolescencia un espacio fundamental de encuentro entre pares y de construcción de relaciones de amistad, de noviazgo, de compañerismo o de simple interacción con un “otro” equivalente. Aun para los sectores populares, cada vez más la escuela forma parte de la institucionalización de la adolescencia en la sociedad contemporánea. Tal como señalara Eduardo Weiss (2012), la escuela se ha tornado un espacio de vida juvenil, de encuentro con pares, amigos y novios. “Este espacio juvenil, añadía el mismo autor, no es sólo un espacio lúdico y de diversión; a través de sus prácticas y las conversaciones sobre ellas, los jóvenes también aprenden de sus experiencias en un amplio registro y forman sus identidades” (2012:135).

Al yo estar cursando ya el sexto semestre, con mis compañeros conviví por así decirlo dos años, y en esos dos años tenía a mis amigas y sí se extraña la convivencia con ellas, pues éramos muy unidas; entonces verlas en una cafetería y de repente nada más verlas por una pantalla pues sí se siente feo de no poder darles un abrazo o estar ahí con ellas, aunque sea charlando; así que sí, me siento triste por esa situación (Equipo 4, Evelyn, entrevista, 2021).

Regresamos a clases, pero no como antes. Se empezó a implementar el sistema de estudio virtual el cual fue horrible en el inicio, tanto para estudiantes como para profesores […] el exceso de trabajo que nos pedían […] fue un desastre total y es feo ya que se extrañaba la compañía de las amistades, el relajo que se hacía, las bromas que nos hacíamos, el cotorreo, entre otras cosas, poco a poco nos fuimos separando, gente empezó a caer en depresión, en ansiedad, por lo mismo del encierro […] (Equipo 6, Luis, carta, 2021).

Ambas citas dan cuenta de la centralidad de la escuela como espacio de sociabilidad adolescente, y de las implicaciones emocionales que supuso su cancelación. Es interesante, además, hacer notar que, pese a la exaltación de las posibilidades de vinculación social que se les atribuyen a las TIC y las redes sociales, éstas parecen incapaces de sustituir la sociabilidad presencial. La virtualidad no permite ni el “cotorreo” ni el “relajo”, la pantalla no sustituye el encuentro, y como decía otra adolescente en una carta, un abrazo virtual a través de un sticker “no es lo mismo que sentir cómo una persona te rodea con sus brazos” (Equipo 6, Ana Laura, carta, 2021). La interacción cara-a-cara y la corporalidad de la co-presencia y del contacto físico resultan esenciales a esta sociabilidad de pares en el espacio escolar. Al respecto, Vargas (2020:213) señala:

No se puede negar que poner el cuerpo en el encuentro con otros cuerpos en la actividad educativa es parte fundamental del hacer escuela. Es necesario reconocer su importancia no sólo por todo lo que refleja el lenguaje corporal en la construcción del diálogo con otras personas, sino también porque en el cuerpo es donde se siente el cansancio, el aburrimiento, el encierro, la atención, el placer, o el alivio al salir al recreo (sentimientos y emociones necesarias para la formación escolar).

Además de lo estrictamente escolar, las identidades y el reconocimiento de uno mismo, la apreciación social y subjetiva del propio cuerpo y sus cambios, la construcción de vínculos afectivos, las estéticas, los gustos y preferencias independientes del núcleo familiar, y muchos otros aspectos inherentes al desarrollo psicosocial de la adolescencia son dependientes de esta sociabilidad entre pares. Tan es así que muchos adolescentes expresaron una sensación de suspensión temporal, como si el aislamiento social hubiese supuesto al mismo tiempo un borramiento de la adolescencia como experiencia vital: “la vida se siente estancada”, decía Javier en la presentación de su proyecto de investigación, para luego concluir: “y aunque es muy probable que acabemos la preparatoria, no es tan satisfactorio ya que no es la misma experiencia, y la convivencia es otro punto que tampoco es lo mismo claramente” (Equipo 9, Javier, proyecto, 2020).

Pero, como decíamos antes, esta dimensión social de la escuela no sólo repercute en la experiencia juvenil, sino también en la fortaleza del vínculo y apego de los estudiantes con la institución escolar. La capacidad de interpelación de la escuela sobre los adolescentes, ya de por sí debilitada y con serias dificultades para generar empatía con las nuevas identidades y estilos juveniles, se reduce a su mínima expresión con la virtualidad. Tal como se señala en un informe reciente de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OECD, 2020), el cierre continuo de las escuelas (en especial por periodos largos) puede desencadenar que muchos jóvenes experimenten un distanciamiento (disengagement) del proceso de aprendizaje e incluso un declive de sus aspiraciones educativas, aun después de que las escuelas hayan reabierto.

Por un lado, como veíamos en el apartado anterior, los recursos tecnológicos con los que cuentan los estudiantes hacen que la comunicación e interacción con docentes y compañeros pueda ser más o menos fluida, constante y personalizada. Los cuadernillos y cápsulas televisivas prácticamente no tienen ningún efecto sobre esta dimensión vincular; y tampoco contribuye mucho el solamente recibir y entregar tareas, la “activitis”. Así, entre las dificultades de conexión y las estrategias estáticas, asincrónicas, y poco sensibles y contenedoras, la escuela aparece como un espacio cada vez más distante, aburrido y escasamente motivador. Si a esto le añadimos la supresión de esta dimensión socioafectiva que venimos analizando, y que siguiendo a Weiss, es esencial a la “experiencia juvenil”, podemos anticipar que el atractivo de la escuela se verá seriamente debilitado.

En el siguiente relato, que forma parte de una carta elaborada por una adolescente, podemos percibir esta confluencia de factores que van debilitando ese vínculo con la escuela. Cito algunos párrafos seleccionados en extenso en virtud de su riqueza etnográfica:

Hola, soy Virginia, tengo 19 años y pertenezco al municipio de Nezahualcóyotl. Bueno, la pandemia de covid-19 me ha traído grandes cambios en este año; me encontraba cursando el tercer año de preparatoria y estaba mejorando mi promedio para poder realizar mi examen de admisión a la UNAM, cuando me parece que a principios de marzo inició esta pandemia. Las clases comenzaron a ser en línea, todo un descontrol, a decir verdad, ya no veía a mis amigos, me aburría en casa y me frustraba por momentos al no entender algunos temas vistos en clase. Me sentía triste por momentos porque extrañaba las clases presenciales, hubo momentos en los que ya ni ganas me daban de entrar a clases, pues los profes a veces ni se conectaban o sólo nos dejaban exponer y ya y pues sentía que no aprendía así. Conforme fue pasando el tiempo como que me iba acostumbrando, pero aun así de repente me sentía mal, pues consideraba que ese último año de preparatoria sería el mejor y con esta situación no lo fue. […] En ese tiempo de cuarentena hubo pérdidas en la familia, falleció mi abuelita paterna y uno de mis tíos; el ver a mi papá triste por ello, también me sentía mal, pues no sabíamos qué más hacer para ayudarlo a que fuera como que aceptando las cosas. Mis padres han sido tianguistas desde que tengo uso de razón y también se vieron afectados por ésta, pues los tianguis los quitaron, teníamos gastos, presiones porque el dinero ya no alcanzaba, etc., sumado lo que antes dije, ver a mis papás presionados, a mi hermana porque andaba con problemas de salud y tenía su tesina encima, no estaba chido; sin querer el ver a mi familia así me afectaba, pues yo no podía hacer nada más que ocuparme en mis estudios […] Fue avanzando el tiempo y terminé la prepa, no como quería pero lo hice, mi familia está mejor y día con día voy aprendiendo a ya no sentirme mal. Actualmente no quisiera comenzar la universidad porque esta nueva modalidad no me gusta y me frustra el no poder ya estar estudiando, además de que a veces dudo de lo que quisiera estudiar (Equipo 13,Virginia, carta, 2021).

Este tipo de experiencias vivenciales asociadas a la pandemia tienen su expresión en algunos indicadores que comienzan a emerger sobre deserción escolar. Según datos provenientes de la Ecovid-Ed, del total de adolescentes inscritos en media superior en el ciclo escolar 2019-2020 el 3.4% no concluyó el año escolar. De este universo de estudiantes que abandonó la “prepa”, el 59% lo atribuyó a causas directamente relacionadas con la covid-19 (entre las principales, el haber perdido contacto con los maestros). Pero no sólo se trata de aquellos que abandonaron antes de concluir el año académico en el que se encontraban cuando surgió la pandemia; también debemos contemplar aquellos que, como Virginia, no se re-inscribieron para el siguiente año. La misma encuesta reporta que del total de adolescentes de 16 a 18 años que viven en el país, un 63% se inscribieron al siguiente año lectivo, es decir al ciclo 2020-2021; pero un 6.8% ya no se inscribió por causas directamente relacionadas con la covid-19 y otro 10% por falta de dinero/recursos o porque tenía que trabajar, lo cual muy probablemente también esté vinculado a la pandemia (el 20% restante no se reinscribió por otras múltiples razones).

La encuesta ya no nos permite ver cuáles fueron específicamente las causas en aquellos adolescentes que dijeron no haberse re-inscrito por la covid; sin embargo, contamos con el dato para todos los estudiantes menores de 29 años (es decir, en todos los niveles educativos). Las tres razones más importantes son: “considera que las clases a distancia son poco funcionales para el aprendizaje”, 26.6%; “alguno de sus padres o tutores se quedó sin empleo o cerró el lugar de trabajo”, 25.3%; y carece de computadora, otro dispositivo, o conexión a Internet, 21.9% (Ecovid-Ed).

5. La contra-escuela: le negación de la suspensión tempo-espacial de la escuela

La carta de Virginia citada en el apartado anterior no sólo nos habla de las limitaciones tecnológicas y el aislamiento social que supuso la virtualidad como desencadenantes de ese desgaste del vínculo escolar. En su relato también emergen otros aspectos que le generan estrés, tristeza y preocupación que, a su vez, la alejan de la escuela; estos otros aspectos están relacionados con las condiciones del hogar y la vida familiar, las dificultades económicas y laborales de sus padres, la enfermedad o pérdida de parientes cercanos, la necesidad de colaborar en la casa, entre otras. Estas referencias ponen en evidencia otra característica asociada a la educación en pandemia que suele pasarse por alto: que la suspensión de las clases presenciales supuso no sólo el cierre de las instalaciones escolares sino al mismo tiempo llevar la escuela al hogar. En términos de Masschellein y Simons (2014), podríamos decir que la relación pedagógica perdió parte de la autonomía ganada. No sólo se desdibujaron el espacio y el tiempo escolares, sino que se acentuaron los condicionamientos sobre la relación pedagógica de un amplio conjunto de situaciones y desigualdades que suelen permanecer ocultas tras los muros del propio hogar.

Las condiciones económicas y de salud en el hogar provocadas por la pandemia generaron en los adolescentes sentimientos de incertidumbre, preocupación y tristeza, que a su vez repercutieron sobre la capacidad de concentración y dedicación a las actividades escolares. Una encuesta reciente elaborada por la Universidad Iberoamericana y la UNICEF (2021), Encovid-19 Infancia, reporta que en el 35% de los hogares con niños, niñas y/o adolescentes uno de sus miembros perdió el empleo o la fuente de ingresos -en los hogares sin menores a cargo, este porcentaje fue significativamente menor (20%)-. Además, la misma encuesta reporta que en el marco de un generalizado descenso de los ingresos durante el confinamiento, el 53% de los hogares ubicados en los niveles socioeconómicos más altos (C, C+ y A/B) vieron disminuir sus ingresos, pero este porcentaje llegó al 70% de los hogares de los niveles socioeconómicos más bajos (E y D) (Encovid-19). Tal como lo manifestaron algunos de los adolescentes que participaron en la investigación, estas dificultades económicas del hogar representaron una fuente de preocupación y tensión que, en algunos casos, los condujo incluso a involucrarse directamente en la búsqueda de posibles soluciones, relegando los estudios a un segundo plano:

¿En tu entorno familiar se vieron afectados económicamente? Al principio no, pero después sí, y eso me hizo sentir mucha preocupación y tristeza por cómo saldríamos adelante mi familia y yo (Equipo 10, Jessica, encuesta, 2021).

¿En tu entorno familiar se vieron afectados económicamente? Un poco. Fue una presión ya que quería cooperar económicamente […] tuve que tomar cualquier trabajo para poder ayudar (Equipo 10, Aritz, encuesta, 2021).

Recordemos que de los 10.7 millones de adolescentes de 16 a 18 años que viven en México, un 10% de ellos no se re-inscribió al ciclo lectivo 2020-21 por falta de recursos o porque tuvo que trabajar, mientras que otro 6.8% lo atribuyó a covid-19, siendo el motivo específico en uno de cada cuatro de ellos la pérdida de empleo o ingresos de alguno de los padres o tutores.

La enfermedad o pérdida de familiares cercanos tiene un efecto similar, pero con repercusiones especialmente significativas en términos emocionales y de salud mental. Un artículo reciente publicado en The Lancet (Hillis, Unwin y Chen, 2021) señala que los países latinoamericanos se encuentran entre los que presentan mayores tasas de orfandad de menores de 18 años producidas por la pandemia; México se encuentra incluso entre los más afectados de la región y de los 21 países estudiados. La tasa de menores que perdieron a uno o ambos de sus cuidadores principales (padre, madre o tutor) es de 3.5 niños por cada mil en el país, y de 5.1 cada mil si incluimos la pérdida de un cuidador secundario (abuelos u otro familiar co-residente). Para abril de 2022 se estimaba que en México 215,800 niñas, niños y adolescentes perdieron a uno o ambos padres.

Trasladar la escuela al espacio del hogar generó además otras dificultades para el aprovechamiento y continuidad escolar de los adolescentes, especialmente para aquéllos de sectores socioeconómicos más desfavorecidos (Doyle, 2021; Darmody, Smith y Russell, 2021). En este sentido, resulta más que pertinente recordar la conceptualización que hacen Masschelein y Simons (2014) de la escuela como una suspensión temporal y espacial con ciertos efectos igualitarios, al intentar un desprendimiento de los estudiantes de sus condiciones sociales y económicas de origen. Por eso la definen a partir de su raíz etimológica como un “tiempo libre”, libre de las ataduras de esos condicionamientos: “nosotros sostendremos -dicen los autores-, que la escuela debe suspender o cortar ciertos vínculos tanto con la familia y el entorno social de los alumnos como con la sociedad” (2014:16).

Esto es precisamente lo opuesto de lo que sucedió (y puede suceder) con la virtualidad y las clases a distancia. El cierre de las escuelas incrustó profundamente el proceso educativo en las (desiguales) condiciones socioeconómicas del hogar. Como lo señala Di Napoli (2020:3): “ahora parece ser la familia la responsable de construir la arquitectura escolar”, lo cual profundiza las desigualdades aún más (Kuric, Calderón y Sanmartín, 2021). Además de las brechas en la disponibilidad y calidad de los recursos tecnológicos de los hogares que analizamos en un apartado previo, también es importante tomar en cuenta otras condiciones de la vivienda y el entorno de los estudiantes.

La precariedad de las condiciones habitacionales de los sectores populares, por ejemplo, se traduce con frecuencia en la ausencia de espacios y mobiliario adecuados (un cuarto propio, pero también una silla y un escritorio, luz adecuada, algo de ventilación) e incluso el mismo hacinamiento asociado a estas condiciones puede traducirse en una atmósfera poco propicia para poder concentrarse y estudiar. Cuando hablamos de las habilidades y capacidades necesarias para la educación a distancia o virtual, no deberíamos olvidar que éstas no son innatas, sino que estas condiciones del entorno también favorecen u obstaculizan su desarrollo; “aquellos estudiantes de sectores económicamente más acomodados son [precisamente] quienes mayores posibilidades tienen de autogerenciarse el tiempo escolar (Di Napoli, 2021:5). En contraste, los rasgos de la vivienda popular acentúan los encuentros e interacciones, constriñen la autonomía, aumentan las interferencias recíprocas, y multiplican las posibilidades de conflicto.

Estamos pasando por una variedad de emociones encontradas. Feliz por dormir, estresados de las tareas y clases en línea, los deberes de la casa, los gritos o peleas de nuestros familiares, que hacen que nos frustremos (Equipo 11, grupo de adolescentes, proyecto, 2020).

Además de una atmósfera poco propicia para el desarrollo de actividades escolares en el propio hogar, esta última cita hace referencia a otro elemento clave que suele estar cruzado por las desigualdades de género: los deberes de la casa. Llevar la escuela a la casa supone acentuar las cargas de cuidado y domésticas que se depositan especialmente sobre las adolescentes mujeres. No sólo se trata de un problema de saber organizar el tiempo para estudiar a distancia o solo, sino que en los hogares más desfavorecidos y en contextos patriarcales muchas veces son escasas las posibilidades de las adolescentes de evadir estas responsabilidades; es precisamente en este sentido, siguiendo a Masschelein y Simons, que la escuela presencial abre una especie de paréntesis y coloca al estudiante en un tiempo y espacio “libre” de esas condiciones del hogar. En el siguiente relato esta situación emerge con absoluta claridad etnográfica:

En un principio me fue muy difícil planificar las labores escolares con las de la casa, ya que había veces que estando en clases a veces mi madre me decía “pues no, barre allá arriba o trapea allá”, y yo estaba en clases y era como que se molestaba y “es que estoy en clases, finge que no estoy aquí, que estoy en la escuela”. Entonces se me hacía muy complicado tener mis clases virtuales y hacer cosas en la casa […] (Equipo 2, Valeria, entrevista, 2021).

Finalmente, un último aspecto que no puede obviarse es el apoyo y asistencia que pueden recibir los estudiantes con sus actividades escolares, y el proceso de aprendizaje en general, en sus hogares. Tal como lo han reportado diferentes informes, la suspensión de las clases presenciales implicó que, en mayor o menor medida, los padres, familiares o tutores (generalmente mujeres) asumieran o suplieran el acompañamiento de los docentes. Si bien es cierto que en la adolescencia hay un mayor grado de autonomía, la escasa interacción con los maestros acentuó esta necesidad. Junto con las disparidades en los recursos de los hogares y en las capacidades de las escuelas, diversos estudios sugieren que las desigualdades en las posibilidades de recibir ayuda escolar en la casa es uno de los factores que más puede afectar el aprendizaje logrado por los estudiantes en periodos de confinamiento. La pandemia ha tenido y seguirá teniendo un impacto sustantivo en el rezago y pérdida de aprendizajes (Hevia y Vergara-Lope, 2021).

Pero, no sólo los estudiantes más desfavorecidos y con menores posibilidades de recibir asistencia verán disminuido el nivel de aprendizaje alcanzado en relación con la presencialidad, sino que esos estudios sugieren que los estudiantes de hogares en mejores condiciones socioeconómicas y con miembros dispuestos y capaces de apoyarlos académicamente pueden verse beneficiados e incrementar sus aprendizajes más que si hubiesen asistido a la escuela (Darmody, Smyth y Russell, 2021; Doyle, 2021). Es decir, la suspensión de las clases presenciales y el consecuente traslado de la escuela al ámbito del hogar no sólo perjudica a los estudiantes de sectores más desfavorecidos, sino que al mismo tiempo favorece a los estudiantes en mejores condiciones socioeconómicas, ampliando así las brechas de la desigualdad por ambos extremos.

6. Conclusiones

No hay dudas de que con el cierre de las escuelas y su sustitución por las clases a distancia como una de las primeras herramientas que, como parte de medidas generales de confinamiento y asilamiento social, tuvimos para enfrentar la propagación de un virus desconocido. Tampoco ignoramos que las tecnologías de la información y la comunicación (TIC) resultaron clave y facilitaron notablemente estas medidas. En este artículo, sin embargo, sin desestimar lo anterior, pretendí hacer notar dos aspectos eminentemente sociológicos ligados a las implicaciones de estas medidas sobre le educación en la adolescencia: por un lado, la profundización de las desigualdades educativas; por otro, la relevancia de la dimensión social de la escuela.

La educación no presencial no sólo trasladó el proceso educativo a la casa de los estudiantes, sino que lo insertó en las condiciones (desiguales) de esos hogares y depositó gran parte de su responsabilidad en las posibilidades (desiguales) de los propios adolescentes. Es decir, en un ejemplo paradigmático de acumulación de ventajas y desventajas (Saraví, 2020a), las desigualdades educativas se profundizaron por las desigualdades de los hogares, como por las desigualdades educativas previas de los estudiantes. Si bien la escuela en su forma presencial no está exenta de los efectos de estas desigualdades, al menos genera un espacio y tiempo de distanciamiento que intenta cierto efecto igualitario (Masschelein y Simons, 2014); como señala Vargas (2020:210): “la escuela, como edificio público, cumple también una función de disponer un espacio que busca, en la medida de lo posible, ser propicio para desarrollar estas actividades”, que no dependa de las condiciones de origen.

La virtualidad en la que se sustentaron las clases a distancia además suprimió la dimensión social de la escuela. En un muy estimulante artículo, Danilo Martuccelli señala precisamente que “si [bien] la educación no se reduce a la sociabilidad, no hay educación sin sociabilidad presencial entre pares”, y luego añade: “la co-presencia en los centros educativos es el factor decisivo de la educación” (2021:14). El análisis previo deja claro la centralidad de esta dimensión de sociabilidad tanto para el proceso mismo de aprendizaje, como para mantener el vínculo escolar y favorecer el bienestar socioemocional de los adolescentes. La interacción con pares y docentes, la corporalidad de la presencia y contacto físico con el otro, y la construcción de vínculos afectivos, son aspectos clave de nuestro desarrollo psicosocial y nuestra vida en común que la virtualidad elimina o trastoca profundamente. La escuela es un lugar que produce parte de lo que nos es común en una sociedad y al mismo tiempo es clave para la autonomía y subjetivización adolescente (Plá, 2020; Abrantes, 2021). Se trata de una lección que deberíamos tener en cuenta en un contexto en el que las virtudes de la virtualidad se exacerban y promueven como las bases más promisorias para estructurar la sociedad del futuro.

Esto no significa, aunque resulte reiterativo decirlo, desestimar las potencialidades de las TIC y de su incorporación en la educación. De hecho, tal como lo ha observado Pedro Abrantes (2021), luego de un momento de fascinación con la virtualidad sobrevino cierta desilusión ante las dificultades que se experimentaron, lo cual ha obstaculizado pensar en programas y proyectos educativos que puedan combinar lo mejor y evitar lo peor de la educación presencial y de la impartida en línea. Esta evaluación crítica, rigurosa y sin fanatismos de por medio es una deuda pendiente a la cual este artículo pretendió contribuir.

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1Esta relación pedagógica no es la única; para los fines de nuestro análisis también deberíamos tomar en cuenta otras relaciones que hacen a la forma escolar, como las que se establecen entre pares o con otros adultos en este mismo espacio, y que también contribuyen a todo un modo particular de socialización.

2Traducción propia del original en inglés.“The knowledge and experience gained with various modalities of remote learning are assets that could be deepened and deployed in the future, creating blended modalities of teaching and learning, also in service of a greater personalization of education, and to extend learning time and learning opportunities for all students. It will be important that the lessons learned from this real-life experience are systematically collected and evaluated, and that education systems and schools investigate ways through which innovative teaching and learning environments can be more fully integrated into schooling” (Reimers y Schleicher, 2020:3).

3Nezahualcóyotl es uno de los municipios más poblados de México, con poco más de 1.1 millón de habitantes. Su urbanización data de los años sesenta del siglo pasado, y fue producto de los procesos populares de urbanización informal propios de América Latina asociados a la migración interna (también proveniente de la misma Ciudad de México).Actualmente es un municipio consolidado, pero que mantiene su carácter popular.

4Los nombres reales de todos los participantes fueron sustituidos por otros ficticios a efectos de preservar su anonimato.

6Véase “Estiman deserción de 20% de estudiantes en UNAM”, de IrisVelázquez, en Reforma, 27 de septiembre de 2020.

7Agradezco la colaboración de Mario Quezada Obispo, docente de educación media superior que participó en la implementación del proyecto coordinado por el autor: “Adolescentes y Pandemia en México”, del cual este artículo es producto.

Recibido: 24 de Mayo de 2022; Aprobado: 30 de Noviembre de 2022

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