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Espiral (Guadalajara)

Print version ISSN 1665-0565

Espiral (Guadalaj.) vol.20 n.58 Guadalajara Sep./Dec. 2013

 

Estado

 

El fin de la comunidad política y los límites de la acción social

 

The end of political community and the limits of social action

 

José Eduardo Zárate Hernández*

 

* Profesor-investigador del Centro de Estudios Antropológicos de El Colegio de Michoacán. zarate@colmich.edu.mx.

 

Fecha de recepción: 30 de octubre de 2013
Fecha de aceptación: 15 de noviembre de 2013

 

Resumen

El objetivo de este ensayo es repensar los cauces y los límites de la acción social (agencia) a partir de cuatro paradojas que se presentan actualmente y que están relacionadas con las distintas problemáticas en que se hallan inmersos los actores locales, tales como la representación de las minorías culturales en el sistema democrático, el desarrollo de proyectos sustentables, la movilidad internacional de las personas y los alcances mismos de la acción política. Además, en el ensayo se verá que dichas paradojas son producto del anclaje de la globalización en lugares específicos, con historias y circunstancias particulares que incitan a los actores a generar soluciones para mejorar sus condiciones de vida.

Palabras clave: comunidad política, multiculturalismo, minorías culturales, neoliberalismo, democracia.

 

Abstract

This essay is a reflection on the nature and limits of social action based in the analysis of four paradoxes within contemporary society having to do with the representation of cultural minorities in the democratic system; the development of sustainable projects; the international mobility of people; and the scope of political action itself. These paradoxes are, largely, a product of the anchoring of globalization in specific places having their own particular history, geographic and economic circumstances, in the face of which local actors are impelled to formulate responses in order to improve their life circumstances.

Keywords: Political comunity, multiculturalism, cultural minorities, neoliberalism, democracy.

 

Los límites de la comunidad política

No son pocos los autores que han dicho que la quiebra de los paradigmas o una profunda crisis de la civilización caracterizan a la época actual. Al parecer, las certidumbres y los valores que sostenían nuestras creencias en la vida moderna han desaparecido para dar lugar a un estado de malestar, inseguridad e inestabilidad generalizados. El Estado-nación, como la expresión racional más acabada de cualquier organización social, es una de esas certezas que se quebró por completo. En nuestro país la promesa de una comunidad política que podría haber tenido fundamento en el derecho y su aplicación, legitimada por una efectiva transición democrática, ha quedado en el olvido. En ese sentido, no resulta sorprendente que grupos del crimen organizado se presenten en algunas regiones y localidades como agentes capaces de "mantener el orden" o de "poner orden" entre quienes trasgreden la ley, dañen las familias y la sociedad misma.1 Se trata de organizaciones con poder de fuego y con amplias y profundas redes y lealtades políticas y sociales que les han permitido, en efecto, mantener el control y el "orden" en pequeñas ciudades y localidades relativamente aisladas. En términos sociológicos, se trata de comunidades políticas efectivas que se disputan con el Estado el destino y el patrimonio de los ciudadanos. Contra estas organizaciones, el gobierno se muestra "digno", "rígido" y "legalista" en el discurso, aunque en la práctica aquellas ciudades (o plazas, como ellos las llaman) que ahora lucen tranquilas están bajo el control, no de los gobiernos locales y sus agencias policíacas, sino de estos grupos (o de ambos), bajo un pacto implícito de no agresión. En la actualidad, el "Estado de derecho", además de ser un ideal muy lejano, también ha dejado de ser fuente de legitimidad para los gobiernos en turno.

La situación que están viviendo las sociedades nacionales en sus distintos niveles se manifiesta en la incertidumbre que sus ciudadanos sienten ante el futuro inmediato (como se percibe después de las últimas crisis financieras de los Estados Unidos y Europa). Lo anterior nos hace plantearnos nuevas interrogantes para repensar conceptos básicos, como Estado o ciudadanía. La globalización neoliberal ha producido una notable disfunción en nuestras sociedades y sus estructuras, su operatividad, su movimiento y su desarrollo como comunidades políticas. Los Estados nacionales se encuentran en un definitivo periodo de cuestionamiento sobre su centralidad, sus funciones y su eficacia institucional.2 Parece que en la actualidad, como ciudadanos (o miembros de una nación), no aspiramos a mejorar nuestras condiciones de vida, ni a tener cierto nivel de estabilidad, sino, por el contrario, lo que ahora deseamos es que las cosas no empeoren o que al menos regresen a como estaban hace algunos años. Esta sensación de nostalgia, opuesta a las utopías que motivaban los movimientos sociales y políticos de la segunda mitad del siglo XX, nos lleva necesariamente a reflexionar también sobre el sentido de la acción social en la construcción de nuevas comunidades de sentido y convivencia políticas.

En la historia de nuestro país los movimientos y reclamos sociales, sean populares o de otro signo, han tenido un papel importante en el impulso de reformas y reacomodos políticos, han sido parte del proceso de formación del Estado nacional.3 Al parecer, las marcadas tendencias hacia una mayor polarización social, el crecimiento notable de la pobreza y la marginalidad y la irrupción generalizada de la violencia han mostrado que el proyecto de un Estado nacional soberano (democrático y plural) se ha ido definitivamente por la borda; y, ante la magnitud de los problemas contemporáneos, la acción ciudadana muestra una gran desarticulación y lo que se observa son algunos esbozos de posibles respuestas en espacios muy reducidos.

En este trabajo nos proponemos repensar los cauces y límites de la acción social (agencia) a partir de cuatro paradojas que se presentan actualmente y que tienen que ver con la problemática en que se encuentran inmersos los actores locales, tales como la representación de las minorías culturales en el sistema democrático, el desarrollo de proyectos sustentables, la movilidad internacional de personas y los alcances mismos de la acción política. Dichas paradojas son, en gran medida, producto del anclaje de la globalización en lugares específicos, con historias y circunstancias (geográficas y económicas) particulares, que impelen a los actores a generar respuestas para mejorar su situación y condiciones de vida inmediatas. Si bien esto que algunos autores (Assies, Calderón y Salman, 2002) han denominado la "ciudadanía local" tiene claras limitaciones, si se piensa en la magnitud de las transformaciones que ha traído consigo la globalización, vemos que esta incide en aspectos muy concretos de la vida cotidiana, necesarios para la reproducción social, además de que, al parecer, actualmente resulta la única respuesta viable de la sociedad.

Ahora bien, en México hemos llegado a esta situación luego de un periodo histórico que inició con la crítica al nacionalismo, como proyecto hegemónico, y continuó luego del fin del régimen de partido único; avance indudable que es producto, en parte, de la presión de la sociedad civil, pero que ha corrido a la par del desmantelamiento del Estado de bienestar y del socavamiento de las precarias instituciones sociales y políticas que se habían construido durante el último siglo, ante lo cual se han ofrecido solo respuestas fragmentadas y esporádicas.

Los grupos que controlan el aparato de Estado han apelado a la unidad nacional, a "la voluntad del pueblo" o a "la salud de la nación" para legitimar las políticas más diversas, sobre todo aquellas que han limitado (o eliminado) los derechos civiles y políticos. Ahora lo hacen para justificar la presencia de policías y militares en amplias zonas del país. Con diferentes matices, estas apelaciones han sido un recurso utilizado por todos los regímenes autoritarios del siglo XX. De ahí el claro desgaste de los discursos que apelan a la unidad, al bienestar o a la "seguridad" de la población, en general. El tema no es nuevo, al menos en nuestro país desde hace cuatro décadas (principios de los años setenta del siglo XX) se inició la crítica constante al discurso nacionalista oficial como ideología legitimadora del autoritarismo y del sistema de partido de Estado. Lo paradójico es que a pesar de las reformas políticas, del avance de la democracia electoral, del pluralismo, de la alternancia en los cargos públicos y de las políticas de transparencia, nos enfrentemos ahora a un efectivo y, al parecer, definitivo proceso de desmantelamiento de cualquier indicio de orden sustentado en la convivencia pacífica dentro de las instituciones de nuestra modernidad.

Desde esto último se explica que no resulte extraño que en diversos lugares y momentos aparezcan tendencias hacia el enclaustramiento social o que se revitalicen las redes de ayuda y solidaridad y que se reclamen autonomías locales y regionales, como un intento de reconstruir el orden social local o, al menos, mantener cierta coherencia interna. Este ha sido el caso de muchas comunidades rurales que han creado sus propios cuerpos de gobierno y vigilancia, para protegerse de bandoleros y policías corruptos. También es el caso de las nuevas áreas residenciales que se abren en las ciudades, las cuales cuentan con su propia vigilancia y permanecen cerradas a cualquier visitante externo. Aunque en estos cambios también han aparecido los reclamos de autonomías regionales o estatales cuando así ha convenido a ciertos grupos políticos, en el caso extremo que se acepte tácitamente el orden que imponen las organizaciones delincuenciales.

 

El carácter irrealizable de la comunidad política global o la nostalgia del futuro

Hace casi tres décadas que México se integró al mundo global y adoptó el neoliberalismo como credo económico. Hace dos que se redefinió como una nación multicultural e inició un proceso de reformas con el objetivo de impulsar un proyecto de nación globalizada moderna. Se suponía que el fin del proteccionismo, la privatización de las empresas públicas y la apertura de las fronteras traerían la anhelada modernización del Estado. Se decía que ese aparato "obeso" y "enfermo", producto del nacionalismo revolucionario, debería adelgazar y volverse más eficiente y, por consiguiente, más democrático y moderno. El impulso a la transición democrática en el mundo occidental fue la contraparte a la adopción de las políticas neoliberales y los dictados de las grandes instituciones financieras internacionales (Fondo Monetario Internacional, Banco Mundial).

De esta manera se pretendía acabar finalmente con los lastres del autoritarismo (encarnado en el presidencialismo, en los caudillos y caciques regionales), el corporativismo político (representado en el partido hegemónico de Estado) y el intermediarismo (manifiesto en los corruptibles "líderes" sociales). Aunque no faltaron voces críticas que señalaron que sería la puntilla al proyecto solidario y nacionalista que emergió de la Revolución mexicana, y que las medidas eran un peligro para la unidad nacional. Con todo, al parecer, había un acuerdo general en cuanto a que en el contexto internacional de los años ochenta ese proyecto de nación, proteccionista y con un Estado omnipresente en todos los ámbitos de la vida social y económica, no se podía sostener.

En su momento, quizá la respuesta más contundente contra lo anterior la esbozó el movimiento encabezado por Cuauhtémoc Cárdenas, el cual contó con el apoyo de grandes capas de la población provenientes de distintas clases sociales. Su respuesta se definía básicamente como un proyecto popular de corte nacionalista y definitivamente crítico de las políticas neoliberales y de lo que ellos llamaban el "entreguismo" de los bienes de la nación o de la riqueza nacional. Este gran movimiento, luego de institucionalizarse en un partido político y de que algunas de sus demandas recibieron la respuesta del Estado (mediante políticas públicas y programas destinados específicamente a solucionar los reclamos inmediatos de la población, como lo fue el Programa Nacional de Solidaridad en aquella época), perdió impulso y se fragmentó en una gran cantidad de pequeñas acciones y reclamos de carácter local, los cuales, por sí mismos, no llegaron a desestabilizar el modelo de desarrollo económico neoliberal. En cierta medida la derrota de este gran movimiento social significó un parteaguas en la vida política de nuestro país que aún no ha sido superado.

Lo que, al parecer, no previeron los grupos en el poder fueron los efectos reales que el proceso de globalización tendría, considerando que no existían los contrapesos sociales e institucionales para hacerle frente efectivamente. Tampoco previeron las consecuencias de este, tomando en cuenta lo que sucedería cuando los mecanismos "tradicionales" (que hasta entonces habían mostrado su efectividad) —como las redes de solidaridad sociales, la persistencia de comunidades urbanas y rurales que hacían viable y redefinían los procesos de diversificación y diferenciación social— fueran cuestionados, limitados y tomados por un verdadero "lastre", por creer que impedían la modernización de las instituciones. Entre estos efectos al parecer no previstos, están las crisis económicas recurrentes, la mayor polarización de la sociedad y el crecimiento desbordado de las actividades informales, como la piratería, la pornografía y el tráfico de armas y narcóticos; esto último ahora está íntimamente ligado a las empresas y a las instituciones modernas: la participación del dinero ilícito en los negocios legales, en las campañas políticas y en la política formal.

En términos geográficos uno de estos efectos ha sido la "privatización" del territorio nacional, la cual se manifiesta en el control de localidades y regiones por los grupos de la delincuencia organizada o por diferentes actores económicos, por ejemplo, las grandes corporaciones mineras o turísticas; estas últimas ahora también poseen, por la vía legal, importantes porciones de espacio físico de la nación. El camino que ha seguido México ha sido muy particular, tanto que, después del autoritarismo político y del régimen de partido único, pasó a una situación de extrema fragmentación, en la cual a cada segmento social o región le importa únicamente lo que sucede en su entorno inmediato o que le afecta directamente, por lo que se siente aliviado cuando las catástrofes (como la violencia criminal) ocurren en otros sitios o les suceden a otros grupos sociales. En otro sentido, esta fragmentación también se expresa en el gran control que los gobernadores de los estados ostentan en sus regiones a través del manejo del presupuesto y de los grupos corporativos. En estas zonas dichos actores, si bien no sustituyen completamente al Estado, contribuyen a reducir su presencia y lo convierten en un actor más, produciendo lo que algunos autores, como Truillot (2001) y Scott (1998) denominan "efectos de Estado", concepto con el cual se refieren a la producción de aislamiento, identificación, legibilidad y especialización, básicamente.4

¿Por qué este proyecto de la nación moderna global ha resultado irrealizable? ¿Qué ha sucedido en las últimas dos décadas que lo hace cada vez más lejano? No se trata solo de las inercias y la falta de reformas, como insisten quienes suponen que todavía es factible continuar con el mismo proyecto de nación "moderna". Hay un claro deterioro de la vida pública que se manifiesta tanto en la violencia y en la pobreza extrema, como en la cooptación, por parte de las estructuras partidarias, de la actividad política, así como en el continuo debilitamiento o intento de manipulación a manos de los llamados "poderes fácticos" de los órganos electorales y de otras instancias autónomas. Por consiguiente, hay un claro freno a la participación abierta de la sociedad civil en las estructuras de gobierno. Es claro que en un régimen no autoritario, donde se liberan las fuerzas del mercado de manera tan abrupta como han venido liberándose en nuestro país, el contrapeso necesario (casi obligatorio) debería ser una sociedad civil fuerte (Walzer, 2009) y una estructura institucional que diera certeza de los procedimientos seguidos por los actores políticos que controlan el aparato de Estado, lo cual no ocurre en nuestro país.

Al respecto, resulta, al menos, sintomático que ante el fracaso del Estado mexicano en casi todos los rubros que se revisen, incluso aquellos autores que hace pocos años clamaban por el retiro del Estado (y su necesario debilitamiento) como condición necesaria para que emergiera la sociedad civil, el libre mercado, la competencia, en general, la diversidad o la pluralidad que implica la democracia, y que son los mismos que aplaudieron con estruendo las reformas neoliberales (con sus implicaciones), ahora sean los que claman por un Estado fuerte (más Estado) y un aparato institucional "sólido". Son autores que recuperan las definiciones clásicas del Estado como el "árbitro necesario", el único que puede garantizar la competencia y la igualdad en la participación de todos los contendientes y dar certidumbre a la sociedad.5 Parece ser que el contundente fracaso de las diferentes reformas (como la electoral, la política y, obviamente, la económica), la constatación de la crisis de legitimidad, la concentración excesiva de la riqueza, el afianzamiento de los monopolios y el aumento de la pobreza extrema, han llevado a dudar de sus propias creencias incluso a los neoliberales convencidos.6

Cuando el gobierno mexicano actual declara que la crisis de seguridad creció demasiado, porque las anteriores administraciones lo permitieron, está aceptando que fueron las mismas instituciones las que arroparon el crimen organizado. Por ende, podría entenderse que el aparato institucional ha operado gracias a esta complicidad; no se trata de grupos que se encuentran al margen, sino que están insertos en diferentes ámbitos sociales, en áreas nodales, así como entre grupos marginados, en los negocios lícitos e ilícitos y también en ciertas estructuras institucionales. Sin embargo, se sigue pensando que la violencia que aqueja al país desde hace algunos años no es un fenómeno estructural y no tiene correspondencia con las políticas públicas aplicadas en las últimas décadas, pues es un fenómeno que se relaciona exclusivamente con la seguridad y podría surgir bajo cualquier régimen de gobierno. Incluso dicen los políticos en el gobierno que si no había surgido era porque las anteriores administraciones habían pactado con los criminales.

Al respecto podríamos considerar el caso de Rusia, donde la ilegalidad prácticamente se instauró a la par de la democracia, luego de la caída de la Unión Soviética y ante una débil sociedad civil. Ahí donde había un régimen fuerte, en extremo autoritario, su debilitamiento significó la emergencia de toda una gama de actividades y grupos ilegales (que probablemente ya existían, al menos, de manera embrionaria, en el seno del partido dominante) con los que se tuvo que negociar para mantener el Estado democrático. Este acuerdo dio por resultado lo que se conoce como "democracia a la rusa" (o propia de un Estado mafioso). Guardando todas las proporciones necesarias, algo similar ha sucedido en nuestro país con el debilitamiento del partido hegemónico y la ruptura de los arreglos informales que existían tanto en el nivel local como en el regional, con la diferencia de que entre nosotros el discurso oficial afirma que vamos en el sentido contrario: hacia el desmantelamiento de las redes mafiosas; no obstante, en el nivel local y el regional constantemente aparecen evidencias de las sólidas conexiones entre las instituciones de gobierno y las bandas de delincuentes.

De ahí que algunos autores hayan señalado que por sus consecuencias desestructurantes esta etapa del capitalismo es casi tan salvaje como las primitivas; acumulación por despojo, lo llama Harvey (2003). Este panorama nos deja ver un sistema dislocado que, en función del logro económico (ideología que permea a todos los sectores sociales), provoca un debilitamiento de las instituciones políticas y sociales que deberían servir como contrapeso a los efectos diferenciadores del mercado. Este proceso puede observarse claramente en cuatro relaciones disfuncionales o "disyunturas" (para utilizar el término de Appadurai, 1996) entre nociones y efectos de la modernidad neoliberal7 y, como se verá a continuación, no son exclusivas de nuestro país, aunque aquí adoptan formas particulares.

 

Las disfunciones o tensiones estructurales

Primera disfunción

La primera relación disfuncional es la que se da entre la democracia moderna y las minorías culturales o el llamado multiculturalismo. Aunque antes se suponía que con la llegada de un sistema abierto y plural se disolverían o reducirían las tensiones derivadas de la demanda de reconocimiento por parte de las minorías culturales, la idea de Estado sustentado en una nación mayoritaria (ya no única, ni homogénea) con instituciones democráticas uniformes, al parecer, es todavía incompatible con una sociedad multicultural. Esto se observa claramente en algunas naciones asiáticas, africanas y europeas.

En el mundo contemporáneo lo que apareció desde los años ochenta con gran fuerza ha sido el etnonacionalismo, justamente, frente a las naciones cívicas; por ello se explica la propuesta de Anthony D. Smith (1986), donde explica que el vínculo y el origen étnicos fundados en la comunidad y la afectividad son una realidad social más fuerte que la nación cívica, la cual no es más que una sociedad abstracta y, en el mejor de los casos, no hace sino prolongar los mitos, recuerdos, valores y símbolos de las etnias precedentes, a las cuales nunca ha superado. Tales serían los casos, por ejemplo, de los Balcanes, con la partición de la antigua Yugoslavia; de Sri Lanka, con la derrota de la guerrilla Tamil y el fortalecimiento del Estado cingalés de naturaleza budista; de repúblicas de la antigua Unión Soviética, como Chechenia; y ahora de varias naciones africanas, como Palestina, que actualmente reclama su derecho a tener un Estado propio, de acuerdo con el modelo de Estado-nación étnicamente homogéneo.8

Pero, ¿acaso algunas naciones europeas avanzadas o industrializadas no están viviendo una situación de más intolerancia? Recordemos que en Noruega, a raíz del ataque realizado por un enfermo mental ultraderechista contra lo que llamó "la invasión islámica" y la política multiculturalista del gobierno "marxista", el primer ministro noruego declaró que el país necesitaba "más democracia, más apertura, pero sin ingenuidad", lo cual, en otras palabras, significa: mayor control de las minorías.

De alguna manera, aunque más sutilmente, esta declaración se asemeja a las claras muestras de intolerancia y restricción hacia las expresiones de multiculturalismo que los primeros ministros de Inglaterra, Francia y Alemania, entre otros, han manifestado en los últimos tiempos. Un ejemplo de intolerancia lo vemos en el surgimiento de organizaciones, no de ultraconservadores sino de demócratas, en las zonas populares de Inglaterra, cuyos integrantes reivindican "su Inglaterra" y los valores considerados propios (como la legalidad, el secularismo, el individualismo), frente a "la invasión islámica".9 Lo paradójico de estas reivindicaciones nacionalistas de carácter exclusivo es que deberían haber sido dejadas atrás, gracias a los efectos del mundo globalizado y sus valores de democracia multicultural.

En nuestro país y en América Latina se han conseguido una serie de acuerdos internacionales, como el convenio 169 de la OIT y la declaración de la ONU sobre los pueblos indígenas, cuya intención ha sido generar las condiciones adecuadas para la integración de los grupos étnicos en la dinámica de la democracia. Así, por la vía del derecho internacional, la subordinación histórica de las comunidades étnicas debería quedar superada, a fin de que estas pudieran tener un lugar en el Estado nacional. Beneficios como la elección de autoridades, según sus propios "usos y costumbres", la tenencia de órganos propios de defensa y vigilancia, tanto de sus territorios, como de sus recursos naturales, quedarían garantizados e irían al parejo de otras políticas relacionadas con su desarrollo social. Sin embargo, ni las sociedades regionales ni el Estado mexicano han contribuido a su desarrollo y, en ocasiones, ni siquiera a su defensa y promoción. En la práctica estos grupos son frecuentemente agredidos por ciertos sectores de la población, como los empresarios, los propietarios particulares y las élites políticas.

La contradicción anterior quedó demostrada con la reforma incompleta del reconocimiento a las autonomías que fue avalada por la Suprema Corte y los consiguientes conflictos que surgieron en las comunidades autónomas que pretendían utilizar el sistema de usos y costumbres para elegir a sus representantes o autoridades. Un ejemplo concreto es el caso de las radios comunitarias, las cuales fueron demandadas por la Cámara Nacional de la Industria de la Radio y la Televisión argumentando el daño que estas hacían al patrimonio de las radiodifusoras privadas; como resultado, fueron cerradas violentamente hace dos años. La Procuraduría General de la República confiscó sus equipos, algunos de sus directores fueron acusados penalmente y sus instalaciones clausuradas; a pesar de que la Suprema Corte de Justicia de la Nación había avalado el derecho de las comunidades de tener y manejar sus propios medios de comunicación, pero, al no existir el reglamento de operación correspondiente, no podían hacer uso del espacio de las telecomunicaciones.

Otro ejemplo lo observamos en la situación de aquellas comunidades que viven acosadas por las empresas mineras que se instalan en sus terrenos comunales o en zonas sagradas con el aval del Estado mexicano o el de los voraces propietarios y delincuentes que las mantienen hostigadas permanentemente. Específicamente es el caso de la comunidad nahua de Ostula, en la costa michoacana y, más recientemente, de Cherán, en la meseta purépecha (ambas situaciones son conocidas por la prensa nacional). Otro caso lo vemos en algunos lugares de Guerrero, donde se han organizado policías comunitarias que son "toleradas" por las autoridades, sin que ello garantice que estas no puedan ser depuestas en cualquier momento o desarmadas por la policía federal o el ejército, que, en su lucha contra las bandas de criminales, puede acusarlas de complicidad.

Cada vez resulta más evidente la incapacidad de las democracias modernas para lidiar con los valores del multiculturalismo. Al parecer la democracia puede funcionar siempre y cuando las minorías se mantengan subordinadas y no aspiren a la igualdad de la que gozan los ciudadanos individuales y demás miembros de la nación mayoritaria protegida por el Estado. A pesar del avance formal en el reconocimiento de derechos, en la práctica los gobiernos se inclinan a la implementación de políticas nacionalistas y xenofóbicas. En nuestro país tienden recortar el gasto de los programas sociales destinados a los grupos vulnerables, entre ellos, las comunidades indígenas; de esta manera limitan los derechos sociales de estos grupos. La respuesta de algunas comunidades a la postura del Estado ha sido enclaustrarse, fortaleciendo su organización interna y rechazando la intervención de cualquier partido político; su respuesta ha sido la adaptación del sistema de "usos y costumbres" para nombrar a sus representantes; dicho sistema, por otra parte, puede tener diversos significados, que van desde los acuerdos tomados en la asamblea comunal, hasta la representación de una jerarquía encabezada por un pequeño grupo de notables o ancianos. Como parte de sus respuestas está el desarrollo de diversas estrategias para reproducirse y mantener sus formas de organización propias.

 

Segunda disfunción

Muy vinculada a la previa está la relación disfuncional que se da entre la mayor competencia y apertura de fronteras a mercados y a productos y el freno a la movilidad internacional de personas. Si entendiéramos lo que sucede hoy día con el ánimo optimista de los años noventa, podríamos afirmar que en la actualidad estamos viviendo el fin del encanto multicultural. Sin embargo, las sociedades no dejaron de ser multiculturales (Estados Unidos y la mayoría de las naciones occidentales lo son), pero sí aumentó la desconfianza, se redujo el optimismo por la convivencia pacífica y se endurecieron las leyes de migración (en gran medida debido a las crisis económicas recurrentes y al ascenso de gobiernos conservadores). Lo que hay ahora es un claro cuestionamiento al discurso de la tolerancia como sustento de la convivencia armónica en las sociedades urbanas modernas.

Desde principios de los años noventa y hasta los inicios del presente siglo, en distintos ámbitos académicos (revistas, congresos) y políticos se hablaba de la movilidad de personas a través de las fronteras como una realidad que había llegado para quedarse y a la cual los Estados nacionales deberían "adaptarse". Se cuestionaba entonces la noción clásica de frontera (política, social y cultural) como división o límite fijo, así como la dicotomía centro-periferia; se afirmaba que en el mundo global se habían borrado estas distinciones, el centro estaba en la periferia y las periferias en el centro. Nueva York, Chicago, París, Tokio eran lugares totalmente multiculturales. De la misma manera, se decía que todo el mundo se había vuelto frontera y que estas no dividían, al contrario, unificaban y permitían el diálogo y la creación de nuevas identidades híbridas (García Canclini, 1990; Rosaldo, 1991). Las manifestaciones artísticas de vanguardia eran aquellas que mostraban de manera cruda las mezclas y las influencias culturales más diversas. Todo gracias al movimiento de personas, mercancías e información (o los "flujos", como los llamaban Appadurai, 1996; Hannerz, 1996; y Castells, 1996). México, decía el canciller de aquel entonces (2001), esperaba lograr un acuerdo global sobre migración con Estados Unidos, quería "la enchilada completa" (en palabras de Jorge G. Castañeda, secretario de Relaciones Exteriores), quería que esta incluyera contratos de trabajo, legalización de indocumentados residentes y flexibilidad para el cruce de la frontera. Sobra decir que este acuerdo nunca se logró y que Estados Unidos terminó imponiendo unilateralmente la política migratoria.

Pero estos planteamientos cambiaron al inicio del nuevo milenio. Entonces no solo en Estados Unidos sino en el resto de los países industrializados, se empezaron a generar políticas más restrictivas para el tránsito de personas; surgieron nuevas leyes y nuevos mecanismos de regulación para la migración internacional, por no hablar de la militarización de las fronteras y del reforzamiento físico de los muros y límites políticos. A pesar de que las naciones industrializadas requieren grandes cantidades de mano de obra, se ha criminalizado la presencia de los trabajadores indocumentados. Esto ha conducido al deterioro de las condiciones laborales de los trabajadores migrantes. Hoy día los sueldos son más bajos, hay menos empleo, no se tiene seguridad, ni acceso a otros servicios y, según lo que narran los migrantes, las familias indocumentadas viven en algunos lugares casi inmovilizadas, con tal de no ser identificadas y deportadas. Se dice que son los nuevos esclavos del siglo XXI. Además, en ciertas regiones del país (como Michoacán y, en general, el occidente) numerosos jóvenes económicamente activos que "iban y venían" a los Estados Unidos han tenido que quedarse en sus lugares de origen y algunos de ellos se han vinculado a actividades informales e incluso ilegales.

Desde las localidades se podría hablar de una clara ruptura en este largo proceso histórico que ha sido la migración internacional para el occidente de México; por una parte están los llamados (en su localidad) "norteños", quienes cuentan con la residencia legal en los Estados Unidos (gracias a que legalizaron su situación en los años ochenta) y que disponen de gran movilidad entre los dos países y regresan a su comunidad en diferentes épocas del año; por otra, los nuevos migrantes, algunos por contrato, otros buscando ingresar a los Estados Unidos sin documentos ni contrato. Son estos últimos, a diferencia de los "norteños", los que pueden llegar a experimentar condiciones de vida realmente deplorables, inclusive poner en riesgo su vida al atravesar la frontera.

La libre movilización de personas fue un "sueño" que nos vendieron los promotores de la globalización, lo mismo que lo fue el "debilitamiento" de los aparatos represivos de los Estados, los cuales —al contrario— han sido reforzados con leyes. Fue un sueño porque, en términos formales, aun en la época global, cualquier nación soberana tiene el derecho de actuar libremente en su territorio e incluso promulgar leyes que vayan contra los derechos universales, tal como lo han hecho diferentes estados de EEUU. Con todo, esto no es sino una muestra más de las limitantes que se imponen a los derechos de las personas, así como de las nuevas funciones reguladoras de los procesos globales que han adquirido los Estados nacionales (como bien lo señala Sassen, 2006).

Así es que el problema de los trabajadores migrantes (y la reproducción de su identidad) se vincula directamente a los temas de las minorías nacionales, la nueva división del trabajo (o reconfiguración laboral) y la ausencia de su reconocimiento efectivo por los Estados receptores que limitan sus derechos laborales. En dicho contexto, las redes familiares y los lazos de amistad y paisanazgo han adquirido una mayor importancia de la que tenían con anterioridad. Son, por así decirlo, la única garantía que tienen los migrantes para obtener resguardo y empleo. La participación de estos en los asuntos locales, se mantiene como un prerrequisito para seguir siendo considerado miembro de la comunidad y tener derechos.

En algunas ciudades de los Estados Unidos se han fundado "casas" o "clubes" de migrantes o recintos culturales donde se reúnen, realizan sus fiestas y planifican su intervención, sea mediante apoyo monetario o presencia física en sus comunidades de origen. Además, las acciones de estos en el extranjero pueden ir más allá del ámbito de su comunidad, pues algunos grupos de migrantes han llegado a formar organizaciones políticas o movimientos que reclaman el reconocimiento de derechos universales, como una ley de amnistía para todos los indocumentados, mejoras en el trato recibido y condiciones laborales adecuadas. Dadas las condiciones de subordinación y dependencia con el Estado estadounidense (que con motivo de la guerra contra el narcotráfico se han remarcado en la última década) el gobierno mexicano se ha mostrado totalmente incapaz de defender a sus ciudadanos, por lo que ahora la responsabilidad recae por completo en los activistas y en los grupos pro derechos de los trabajadores agrícolas o a favor de la amnistía para mejorar un poco las condiciones de vida de estos trabajadores.

 

Tercera disfunción

Otra "disyuntura", paradoja, relación disfuncional es la que se da entre crecimiento económico y generación de nuevas oportunidades. Luego de más de treinta años de adopción de las políticas neoliberales queda claro que la generación de mayor riqueza no disminuye necesariamente la pobreza, ni crea necesariamente mayores oportunidades para que los grupos desfavorecidos puedan satisfacer sus necesidades reproductivas.

Sobre este tema ya se ha escrito bastante; Stiglitz (2002 y 2003) ha sido uno de los autores más enfáticos al respecto; también lo ha sido Bauman (1999). En nuestro país, las reformas para liberalizar el mercado, eliminar los programas sociales y supuestamente generar mayor riqueza se plantearon primero como una disyuntiva (que a la postre resultó falsa): ¿se quiere un aparato productivo con empresas y actores económicos ineficientes, dependientes de los recursos públicos, que finalmente "empobrecen" a toda la nación?, ¿o se quiere un sistema abierto, con mayor competencia, en el que destaquen los empresarios e individuos más capaces y eficientes, aquellos que con un apoyo o pequeño financiamiento pueden generar mayor riqueza?

La falsedad de esta disyuntiva radica en que incluso las grandes empresas obtienen ventajas y ganancias de su relación con el poder político y en que los pequeños productores requieren más que una inyección de recursos ["empujoncito"] para consolidarse. Frente a los vaivenes del mercado mundial en que ahora están insertos, unos y otros resultan muy vulnerables. En adición, el retiro del Estado de las empresas y negocios ha sido una falacia, ya que una y otra vez este ha intervenido para "salvarlos", no solo en América Latina, también en los Estados Unidos y en Europa.10 Un ejemplo claro de esta situación en nuestro país son los grandes monopolios que han crecido al amparo del Estado neoliberal. Su poder ha llegado a tal grado que cualquier propuesta alternativa que pretenda debilitarlos es inmediatamente atacada y sus defensores, hundidos en el descrédito. Se considera que tocar o "molestar" a estos monopolios podría ocasionar consecuencias funestas para el país, como la huida del capital o la generación de mayor desempleo. En la vida diaria han logrado su éxito, en gran medida, gracias a la densa red de intereses compartidos entre los grandes empresarios y los funcionarios del gobierno en turno. De ahí que en actualmente las clases populares, como amplios sectores de la población, incluso de los países industrializados o del primer mundo, no alcancen a ver los beneficios de la modernidad global. Al contrario, cada vez es más evidente que el proceso de acumulación se ha agudizado y como respuesta están las protestas en Wall Street y en otras partes del mundo industrializado y rico, donde los desocupados, los que han perdido sus hipotecas y los llamados "indignados", se hacen notar.

No obstante, frente a este complejo proceso del que hemos estado hablando aún no se generan propuestas globales viables; no unas que vayan más allá de la intervención de los Estados ricos (como Estados Unidos, Alemania, Francia, entre otros) para solucionar coyunturas específicas, ni que representen una salida definitiva a las recurrentes crisis, pues, en vez de ser soluciones, las propuestas de los grandes bancos (más austeridad, desempleo masivo y "sacrificios" para la mayoría de la población) traen consigo mayor exclusión social, caída del mercado interno y del aparato productivo.

En la base de la creciente desigualdad y de la carencia de políticas redistributivas eficientes (por parte de lo que debería de ser la comunidad política) está la aceptación y reproducción del mito de que en esta sociedad cada quien tiene lo que se merece (como si el Estado funcionara a modo de ente superior que está por encima de cualquier interés particular y el mercado se autoregulara de manera impecable). Este mito legitima la "polarización" existente, por un lado, entre quienes se apropian de las instituciones nacionales para sus propios objetivos (que serían las camarillas de empresarios y políticos "nacionales", los cuales conformarían una "comunidad de intereses") y entre quienes, por el otro, al ser excluidos se aferran a las comunidades locales, generando afiliaciones y lealtades particulares en las cuales buscan, al menos, conservar los recursos con que ya cuentan u obtener medios de vida (de cualquier tipo) que les permitan reproducirse en el contexto actual.

En esta relación de apertura económica y retiro del Estado de bienestar también están inmersos los proyectos productivos de las comunidades locales, desde las organizaciones que explotan algún producto particular, como el bosque, hasta las que elaboran artesanías o viven del ecoturismo. Hay que recordar que en un primer momento se dijo que la globalización y la apertura de fronteras traerían consigo una serie de oportunidades para los grupos de productores organizados, los cuales encontrarían nuevas vías para canalizar sus productos, como la aparición de un mercado solidario para los productos orgánicos (Hernández, 1998). Hoy día es fácil percatarse de que la gestión social es una política que ya se ha asentado en las comunidades; no solo hay organizaciones de artesanos y productores, sino proyectos de ecoturismo, de mujeres, de niños, etc. En este proceso las políticas neoliberales han intentado provocar un cambio en la definición de los sujetos y en la relación de estos con sus mismos conocimientos y actividades. Para el neoliberalismo el cuerpo y las habilidades de las personas, así como los productos que elaboran, dejan de ser concebidos como parte de la persona misma —algo que les es propio y que les permite reproducirse— para concebirse como negocio. Las personas deben entender ahora tanto la representación de sí mismas, como sus conocimientos y saberes, a título de potenciales fuentes de generación de recursos; es decir, como "áreas de oportunidad" para obtener ganancias y capitalizarse.

Aunque estas políticas iniciaron desde los años ochenta del siglo XX y en las últimas décadas su impulso ha sido mucho más definitivo, es todavía difícil observar resultados positivos. La cantidad de proyectos iniciados y fracasados en cualquier comunidad en las tres últimas décadas es muy superior a la de los proyectos llamados, en la terminología neoliberal, "exitosos"; en otras palabras, aquellos que han logrado capitalizarse y producir ganancias. Incluso es posible reconocer en algunas comunidades cierta especialización en la elaboración y gestión de proyectos. De tal suerte que sus miembros están atentos a las convocatorias de proyectos; con o sin asesoría elaboran planes de negocio y, como se dice, "bajan" los recursos a la comunidad o al grupo que gestiona el plan. Luego de un tiempo concluyen el proyecto e inician otro, sin que los resultados de mejora material hayan sido visibles.

Hay situaciones más complejas, como el de las empresas comunales, en las que se supone que los beneficios serán para toda la comunidad por haberse utilizado recursos colectivos. El caso ejemplar es el de la comunidad de San Juan Nuevo Michoacán (ya analizado por Bofil, 2005; y por Garibay, 2008), el cual muestra claramente que la empresa comunal, lejos de beneficiar a toda la comunidad, arroja ganancias de manera diferencial únicamente para las personas que están directamente involucradas en ella: los mismos propietarios del bosque (aunque comunal, se reconocen parcelas individuales), los trabajadores, los prestadores de servicios y, por supuesto, los directivos y gerentes. Algo muy importante es que esta empresa (que posiblemente también sea deficitaria, como muchos otros proyectos comunales) ha obtenido una buena cantidad de recursos gracias a sus negociaciones, sean con importantes personajes de la política nacional, sean con organizaciones internacionales, a las cuales (por usar este término) han "vendido" el proyecto y la idea de que es una empresa comunal modelo. También hay otros ejemplos similares, de organizaciones cafetaleras o de productos orgánicos.

Asumir al pie de la letra las ordenanzas neoliberales implica —para cualquier actor— aceptar que en la base de su actividad (negocio) está el "riesgo" del financiamiento y el compromiso de desarrollar una organización eficiente ante cualquier circunstancia. Sin embargo, bajo las condiciones actuales en que las instituciones financieras tienen el control de los flujos de capital a nivel mundial, la situación de los productores se vuelve sumamente inestable y es por eso que (como lo han mostrado diferentes estudios) se privilegian las relaciones políticas sobre las puramente mercantiles, el fortalecimiento de las lealtades y los lazos primordiales y clientelares sobre las relaciones contractuales; solo de esta manera se pueden obtener los recursos necesarios para la reproducción social de los grupos y las personas.

 

Cuarta disfunción

De manera más cercana al caso mexicano está la disfunción entre el sistema de partidos y la representación popular, pues lo que tenemos es un ciclo electoral y una transición democrática fragmentada e inconclusa —de la cual también ya han hablado diversos autores—, en gran medida porque la rendición de cuentas sigue siendo el gran problema de los representantes políticos. La democracia formal supone el cumplimiento de un compromiso que puede iniciarse con el ejercicio del voto libre y directo, la existencia de instancias organizativas electorales y autónomas, la elección de representantes y la actuación efectiva de estos mediante los órganos de gobierno y la rendición de cuentas a sus representados. Sin embargo, en nuestro país solo se ha avanzado en los procedimientos electorales y no en los otros componentes.

Los políticos, en particular "los representantes populares", se asignan a sí mismos el salario, mantienen su propia agenda sobre los asuntos a legislar y toman decisiones según su particular cálculo político. De manera que la "voluntad del pueblo" dista mucho de expresarse en libertad cuando prácticamente todos los políticos echan mano de la cooptación mediática y clientelar y no de las ofertas políticas (programas y propuestas políticas claros) que los ciudadanos puedan evaluar y sobre las cuales puedan decidir libremente. Los políticos se han convertido en otra fracción del sistema; una que opera bajo su propia lógica y con la finalidad de salvaguardar sus particulares intereses.

En las pasadas elecciones locales en Michoacán (noviembre de 2011), prácticamente todos los partidos se sirvieron de las mismas estrategias proselitistas para garantizar el voto a su favor: el corporativismo, el clientelismo político, el uso de los recursos públicos y, en cuanto les fue posible, la coacción y la advertencia sobre su capacidad de recurrir a la violencia. A lo largo de las campañas electorales, unos y otros se acusaron de las mismas prácticas. El día de las elecciones, aunque se observaron irregularidades por varios rumbos, no hubo denuncias importantes, sobre todo no se mencionó el uso de la coacción física para inducir el voto.

Resulta significativo que inmediatamente después de la elección —y aun cuando no se conocían los resultados oficiales—, los candidatos aparecieron declarándose ganadores, afirmando que la votación había sido limpia y llamando a sus contrincantes a la concordia y a la aceptación de los resultados. Primero fue la candidata del Partido Acción Nacional, luego el de la coalición, encabezada por el Partido de la Revolución Democrática y, finalmente, el candidato del Partido Revolucionario Institucional —el cual, a la postre, resultó triunfador—. Luego de que se dieron los resultados oficiales, los dos candidatos perdedores interpusieron demandas y recursos de apelación en los que se denunciaban las prácticas y maniobras que todos habían usado como si hubieran sido exclusivas del candidato triunfador. Sobre todo, se aducía que la delincuencia había intervenido de manera masiva para inducir el voto y demandaban que se anularan las elecciones para gobernador por tal motivo.

En su momento, ni el Instituto Electoral del Estado, ni los tribunales estatales conocieron dichas denuncias. Dadas las circunstancias en que se realizaron las elecciones, se entiende que cualquiera que hubiera sido el perdedor habría hecho lo mismo, porque durante todo el proceso se cometieron innumerables irregularidades, pero los candidatos esperaron hasta que se hicieron públicos los resultados oficiales para destacar las irregularidades del proceso. De manera clara, este ejemplo nos muestra cómo los partidos y sus candidatos anteponen sus intereses a los de los ciudadanos y cómo estos últimos muy probablemente hayan sido coaccionados para emitir su voto. También nos muestra que esta es una práctica de la que solo se puede hablar hasta que se pronuncian los resultados oficiales. Hay que señalar que los candidatos derrotados, incluso el gobernador saliente, volvieron muy tranquilamente a los puestos públicos que ocupaban antes del proceso electoral y lo hicieron sin preocupación alguna.

El monopolio de la política por parte de los partidos parece ser una situación que se ha normalizado y que nos muestra el grado de estancamiento al que ha llegado la llamada "transición democrática". Desde hace años, las posiciones de los órganos autónomos están cooptadas por miembros de los partidos y estos han sido incapaces de generar formas de participación que trasciendan el clientelismo político.

Debemos señalar que el panismo en el poder en los últimos años ha acabado con la utopía de la transición democrática. De la misma manera que lo ha hecho el trastabillante (o incierto) comportamiento de los partidos políticos, los cuales asumen que existen —o están ahí— para disputarse el poder, lo cual es un motivo que no necesariamente implica que estos sean democráticos, ni que se comporten de manera ética,11 si bien es posible reconocer que algunas veces se han visto obligados a realizar ciertas reformas democráticas y a esbozar un discurso ético. Sin embargo, definidos como grupos de poder (reconocidos), los partidos operan como camarillas políticas o segmentos que se unifican y separan según el contrincante que enfrentan en una contienda particular. La actividad política parece cada vez más separada de los reclamos ciudadanos, de tal manera que solo en las coyunturas electorales encuentran la posibilidad de "negociar" —sean posibles tratos comerciales o bienes materiales— con los partidos, aunque posteriormente la promesa de negocio sea olvidada y haya que esperar hasta la siguiente elección para entablar otro trato.

Tenemos, pues, tanto una sociedad civil postrada y fragmentada en múltiples acciones de carácter local, como un Estado que parece haber dejado atrás ciertas prácticas y otros aspectos típicos del autoritarismo y que se ha reducido o simplificado, por lo cual otros actores han ocupado algunos espacios que antes llenaba él (o que debería haber llenado) y realizan algunas de las funciones que antes este desempeñaba.

 

Conclusiones

Aunque en México la idea de Estado moderno nunca logró consolidarse y anidarse en la conciencia ciudadana, a lo largo de este trabajo hemos querido mostrar que en la actualidad incluso el ideal o búsqueda de una comunidad política conformada tanto por normas jurídicas, como por prácticas democráticas es imposible de lograr. Lo que sí se ha logrado y hoy día persiste —y en algunos casos, incluso, se ha reforzado— son formas de organización y estrategias de sobrevivencia construidas desde el nivel local. El grave riesgo de esas formas de participación, como bien sabemos, es que rayan en la informalidad y mantienen una línea divisoria muy tenue con la ilegalidad. Sin embargo, dadas las circunstancias actuales es esperable que el orden social se construya como ha sido desde que nació el Estado Mexicano: desde este nivel microsocial y que sean las colectividades y agrupaciones (urbanas, rurales, laborales, escolares, etc.) autoasumidas como comunidades políticas las que impongan cierto orden entre sus miembros y limiten la expansión del caos.

Hace algunos años Luis Villoro (2007: 200-201), desde una perspectiva optimista, sostenía en Los retos de la sociedad por venir:

[...] hay un solo camino para afrontar la barbarie: escuchar al otro, intentar comprenderlo, por distinto que fuere, por errado que nos parezca. Y después de escucharlo, construir un orden de justicia trascendental que lo incluya, un orden basado, no en la imposición de nuestro arbitrio, sino en la equidad de derechos de todas las culturas diferentes; un orden capaz de juzgar el crimen del que se siente humillado tanto como el del poderoso que lo somete a un trato humillante. El llamado "multiculturalismo" no es más que eso: un llamado a la razón para asegurar el reconocimiento recíproco que permita nuestra sobrevivencia y destierre la barbarie.

Sin embargo, lo que hemos visto en los últimos años es una tendencia muy clara hacia el fortalecimiento de un nuevo autoritarismo sustentado en la disfunción de la sociedad política. La llamada "guerra contra el crimen" le ha permitido al Estado poner en "suspenso" cualquier avance democrático trascendental y una reforma del Estado profunda y radical, aun cuando todos los actores políticos hablan cotidianamente de la necesidad de esta. Por el contrario, ha servido para legitimar ciertos rasgos autoritarios (como la violación a los derechos humanos, bastante frecuente) y el reencauzamiento de recursos hacia áreas de seguridad, ante lo cual resulta evidente la mayor polarización social y una fragmentación definitiva de los cuerpos sociales. De ahí que esta idea del diálogo de mutuo reconocimiento parezca cada vez más distante.

Quizá más nos valdría repensar la propuesta de Mouffe (2003), acerca de asumir una "ética de lo real", en lugar de seguir pensando en posibilidades utópicas de orden social. Esta ética de lo real (concepto tomado de Zizek) reconoce que la violencia es parte integrante de la democracia, es su "lado oscuro"; por consiguiente, el antagonismo y la violencia no pueden erradicarse de ninguna de las maneras conocidas, más bien debemos acostumbrarnos a lidiar con ellos y desde las prácticas cotidianas tratar de limitarlos. Menos optimista que Villoro, Mouffe (2003: 150-1) sostiene que "qué hacer con esta violencia, cómo abordar este antagonismo, son las cuestiones éticas a las que una política pluralista democrática se verá eternamente confrontada y para la que jamás podrá existir una solución final".

Negarse a reducir el necesario hiato entre la ética y la política y al mismo tiempo reconocer la irreductible tensión entre la igualdad y la libertad, entre la ética de los derechos humanos y la lógica política que implica el establecimiento de fronteras —con la violencia que esto requiere— es reconocer que el campo de lo político no puede reducirse a un cálculo moral racional y que exige siempre la toma de decisiones. Descartar la ilusión de una posible reconciliación entre la ética y la política y aceptar la interminable puesta en cuestión de lo político por lo ético es, de hecho, el único modo de reconocer la paradoja democrática.

Tal como hace años lo señalaba S. Tambiah (1996) al tratar el tema del etnonacionalismo, aquello del monopolio legítimo de la violencia no deja de ser una mala broma ante la situación actual. De la misma manera, si pensamos en términos de entidades culturales, solidarias y organizadas, tampoco encontramos una gran solidez o consistencia en sus instituciones; por el contrario, encontramos ineficiencia, corrupción y una gran discrecionalidad. A lo largo de dos siglos, el Estado nacional no ha logrado imponer un proyecto de nación hegemónico y este fracaso ha desembocado en un sistema de dominación que ahora pretende sustentarse en las fuerzas armadas, o al menos así sucede en ciertas regiones. No solo se impugna su legalidad abiertamente por las organizaciones criminales, sino también históricamente se ha impugnado su legitimidad a través de las narrativas (mitologías, cuentos, corridos) de los grupos marginados. Frente a esta situación debemos asumir como premisa que los avances, casi imperceptibles y limitados en la construcción de una sociedad civil, se realizan desde lo local, desde los encuentros personales y los pequeños proyectos, no sin conflicto ni violencia.

 

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Notas

1. Es el caso de la agrupación autodenominada "la familia michoacana" (y ahora el de "los caballeros templarios") que, en su comunicado del 9 de noviembre de 2010, propuso al gobierno dejar de realizar acciones violentas e, incluso, disolverse, si el gobierno se comprometía públicamente a garantizar la tranquilidad para los michoacanos. El gobierno, como era de esperarse, respondió que no pactaría con ningún grupo criminal.

2. Al respecto, se puede consultar el trabajo de R. Baltasar (2011: 48).

3. De esta manera lo han mostrado los trabajos de Gilbert y Nugent (1996), Mallon (1995) y Van Young (2006).

4. A estos actores habría que agregar las ONG, que también pueden llegar a controlar ciertos ámbitos específicos y ciertas regiones y producir "efectos de Estado".

5. Tal es el caso de Carlos Elizondo (2011), según expone en su reciente libro. Su planteamiento se parece mucho al que formuló hace algunos años el expresidente Ernesto Zedillo cuando regresó al país y dijo que el problema de México es que sus instituciones (modernas) eran muy débiles. Aunque Elizondo no propone ni retroceso ni avance en el modelo seguido, es decir, la solución no está adelante, sino afuera, o sea, en otro tipo de pacto y arreglo social que fortalezca las instituciones del Estado moderno.

6. Carlos Elizondo o el expresidente Ernesto Zedillo son ejemplos de neoliberales convencidos.

7. Cabe señalar la conveniencia de que los actores mismos construyan, a partir de I estas situaciones, nuevas formas de sociabilidad, propias o comunitarias, distintas a las esperadas y que se alejen de las imágenes de los movimientos sociales clásicos.

8. Este hecho, además, marca el fin de la posibilidad de integración al Estado israelí como sociedad autónoma. Por cierto, el israelí es un Estado con un régimen democrático liberal bien consolidado, pero indudablemente segregacionista, al cual los palestinos no quieren pertenecer, no por no aceptar sus valores políticos, que serían los mismos que ellos esperan construir en su propio Estado nacional, sino justamente por no compartir sus valores culturales, en particular los religiosos.

9. Cfr. el artículo de Lauren Collins (2011) para una ampliación.

10. El gran actor que aparece desde los años noventa con el capitalismo global (y que parecía manifestarse en toda su expresión en los últimos años de la primera década del actual milenio) lo conforman los directivos de las grandes empresas y las financieras. Ese pequeñísimo grupo que anualmente gana cientos de millones de dólares y que después de la crisis financiera de 2008 (en que dichas empresas tuvieron que ser rescatadas por el gobierno norteamericano) y ante los intentos de Obama para hacer que paguen más impuestos, ha mostrado claramente que el Estado nacional o el orden institucional, o el bien público, le importa un comino y espera seguir enriqueciéndose impunemente. Se trata de una súper élite económica que supera a los yuppies; es invisible y obtiene grandes sueldos anuales de varios millones de dólares.

11. El PAN representó la oposición histórica al régimen de partido único; encabezó muchas de las luchas cívicas que se dieron en nuestro país antes de que ocurriera la alternancia política. Lo notable es que ahora el PAN en el poder utiliza los mismos métodos que tanto cuestionó, como la afiliación masiva de militantes y el clientelismo a través del uso de los recursos públicos de los programas sociales.

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