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Espiral (Guadalajara)

Print version ISSN 1665-0565

Espiral (Guadalaj.) vol.20 n.56 Guadalajara Jan./Apr. 2013

 

Estado

 

Más allá del discurso económico liberal. Por una política industrial para el siglo XXI en México

 

Beyond the liberal economic discourse For an industrial policy for the 21st Century in Mexico

 

Juan José Palacios L.*

 

* Departamento de Estudios Políticos, Universidad de Guadalajara, Guadalajara, Jalisco, México. jjpl@cencar.udg.mx

 

Fecha de recepción: 21 de agosto de 2012
Fecha de aceptación: 04 de diciembre de 2012

 

Resumen

El presente trabajo somete a escrutinio el discurso que se configuró en México y en el mundo en las últimas décadas en torno al llamado "sector" de las micro, pequeñas, medianas y grandes empresas (mipymes), en tanto una de las expresiones más tangibles del nuevo liberalismo que se instaló como la ideología dominante doctrina desde principios de los años ochenta. Aquí se sostiene que es inaplazable trascender dicho discurso y formular de nuevo una verdadera política industrial que permita atender de una manera planeada y selectiva, la problemática y las necesidades de las industrias en función de las prioridades sociales y económicas de las comunidades y regiones del país. Argumenta que esa política debe nutrirse de la amplia experiencia que acumuló el Estado mexicano en el siglo pasado, y que alanzó su punto culminante en las políticas que instrumentaron en esa materia los gobiernos de Luis Echeverría y José López Portillo en los años setenta. En esencia, se trata de que el Estado mexicano asuma de nuevo un papel activo en la dirección de la economía nacional y reasuma el papel que le corresponde en la planeación y el fomento de las actividades económicas, algo que el mercado por sí solo no puede hacer.

Palabras clave: discurso económico liberal, política industrial, estrategia económica, políticas de fomento, mipymes.

 

Abstract

The present paper scrutinizes the discourse that prevailed in Mexico and in the world in the last few decades in respect of the so-called micro, small, medium-sized and large companies "sector", insofar as it is one of the most tangible expresions of the new liberalism that has been enthroned as the dominating ideology and doctrine since the early 1980's. The view is held here that said discourse must be trascended and a new veritable industrial policy must be formulated, one that allows for the needs and problems of the industries to be addressed selectively and in a planned manner for the sake of the social and economic priorities of the different communities and regions in the country. It is argued that this policy must be nurtured from the great experience accummulated by the Mexican State during the 20th Century whose peak was reached in the policies implemented in this sense by the Luis Echeverría and the José López Portillo administrations in the 1970's. Essentially, the idea would be for the Mexican State to assume again an active role in managing the national economy, for it to resume its corresponding role planning and promoting economic activities, something the market cannot do on its own.

Key words: liberal economic discourse, industrial policy, economic strategy, promotion policies, micro, small, and medium-sized companies.

 

Introducción

Durante el siglo pasado, México acumuló una extensa y rica experiencia en materia de política industrial, que tuvo su máxima expresión en las políticas que instrumentaron los gobiernos de Luis Echeverría y José López Portillo en los años setenta. Esa experiencia fue truncada en los ochenta con el régimen de Miguel de la Madrid cuando se empezaron a estructurar políticas de corte horizontal orientadas a fomentar y apoyar explícitamente la iniciativa empresarial.

Ese giro fue parte de la estrategia de desarrollo con la que De la Madrid decidió acometer los problemas y desafíos que enfrentaba el país en esos años, y que se inspiró en una nueva ideología que emergía entonces en el mundo como una versión renovada del liberalismo económico que había reinado en las últimas décadas del siglo XIX y de nuevo en los años veinte del XX, cuya esencia resumió elocuentemente Norberto Bobbio en la frase "menos Estado" (Bobbio, 1987). En efecto, esa ideología propugna el retraimiento de la acción del Estado a fin de facilitar el libre juego de las fuerzas del mercado en la asignación de recursos en las economías nacionales.

A partir de entonces, la intervención del gobierno mexicano en ese campo se empezó a enfocar a apuntalar las iniciativas individuales de empresas y emprendedores proporcionándoles apoyos financieros y asistencia técnica y simplificándoles la realización de trámites ante instancias gubernamentales. Al efecto, la planta productiva del país se categorizó con arreglo a un solo criterio, el tamaño de las empresas, que fue erigido como la guía primaria para el diseño y la instrumentación de esas acciones.

Las empresas se clasificaron en cuatro segmentos básicos: micro, pequeñas, medianas y grandes. Las que quedaron dentro de los tres primeros se agruparon a su vez en una categoría única que se convino en declarar como el "sector" prioritario para la acción gubernamental. Se convino, asimismo, en dar por sentado que todas las empresas que lo componen tienen una problemática y necesidades similares y que, por ende, requieren el mismo tipo de intervención pública; se asumió, también, que en virtud de su tamaño todas tienen la misma capacidad para generar empleo, propulsar la economía y reducir la pobreza.

De esa manera, se configuró todo un discurso sobre el "sector" de las micro, pequeñas y medianas empresas (mipymes), que se convirtió en un paramento convenientemente neutral y, en realidad, en una de las expresiones más tangibles de la ideología liberal. En la práctica, y al igual que en otros países en todas las latitudes, este discurso vino a constituir la principal fuente doctrinal de las políticas del Estado mexicano en materia económica, en particular de las dirigidas al fomento de las actividades productivas.

El presente trabajo somete a escrutinio dicho discurso, en especial, el conjunto de premisas y supuestos en los que descansa, con el objeto de evaluar la pertinencia de estos últimos en la actualidad. Para ello, sostiene que las politicas que se conciben y se aplican con arreglo a este discurso han mostrado escasa efectividad en razón de que dichos supuestos han perdido vigencia en la actualidad. Contiende, asimismo, que la noción de un "sector" que agrupa a todas las micro, pequeñas y medianas empresas de un país es conceptualmente cuestionable y programáticamente ineficiente dada la vasta heterogeneidad que el conjunto de ellas acusa en su interior y el abrumador peso que éste tiene en la planta productiva de prácticamente todos los países.

Sobre esas bases, se argumenta que las políticas de corte horizontal que prescribe dicho discurso son una de las expresiones más tangibles del nuevo liberalismo económico que se instaló en México en los años ochenta y que hoy resulta inaplazable trascender a fin de formular e instrumentar nuevamente una verdadera política industrial que considere todas las dimensiones relevantes de las actividades económicas y no sólo el tamaño de las empresas. Se trata de una política de Estado que transcienda coyunturas sexenales y le permita al país enfrentar debidamente la problemática y las realidades que tiene ante sí en el siglo XXI pero abrevando en las experiencias que acumuló en el XX en ese sentido, a fin de poder atender de manera consciente y efectiva las prioridades sectoriales y regionales de la economía y la sociedad mexicanas en esta nueva coyuntura.

 

El discurso en torno a las mipymes

Se trata de un conjunto de premisas y convenciones que tomaron forma en los años noventa en consonancia con la consigna de reducir el tamaño y el alcance de la intervención del Estado en la economía con la finalidad de crear las condiciones para que los mecanismos del mercado puedan operar con libertad como éste requiere (Rivera Ríos, 2005). Estas ideas fueron adoptadas de manera acrítica, e incluso mecánica, en círculos gubernamentales, empresariales y académicos para el diseño y la instrumentación de políticas de fomento económico en países alrededor del mundo.

Una de esas premisas es que el tamaño por sí solo es suficiente para clasificar la planta productiva de un país y definir el tipo de políticas que se requieren para su desarrollo. Dos supuestos complementarios son: 1) que todas las micro, pequeñas y medianas empresas de un país pueden ponerse en una misma canasta y constituir un conjunto relevante y significativo, y 2) que todas esas empresas tienen las mismas necesidades y, por tanto, deben ser objeto de la misma gama de acciones de intervención por parte del sector público.

En esa forma, el "sector" de las mipymes fue caracterizado, legitimado y luego declarado como prioritario, esto en razón de la serie de cualidades y capacidades que se le fueron atribuyendo a las empresas que lo integran. La principal es que las mipymes juegan un papel vital en la creación de empleos y la reducción de la pobreza en todos los países.

La OCDE (Organización para la cooperación y el desarrollo económicos; OECD, por sus siglas en ingles) afirma que las mipymes dan cuenta de entre 60 y 70 por ciento del empleo y generan una alta proporción de los nuevos empleos en la Unión Europea. Asimismo, dado que las nuevas tecnologías reducen la importancia de las economías de escala, este organismo sostiene que "la contribución potencial de las pequeñas empresas se amplía" en el contexto actual (OECD, 2005) y que estas empresas son "un instrumento clave para los esfuerzos de reducción de la pobreza" (OECD Secretariat, 2004: 5). En la misma tesitura, la Comisión Europea considera que las "Micro, pequeñas y medianas empresas son el motor de la economía europea. Son una fuente esencial de empleos, crean espíritu empresarial e innovación y son por lo tanto cruciales para impulsar la competitividad y el empleo" (EC, 2003: 3).

Puntos de vista similares circulan en el Banco Mundial en donde las mipymes son consideradas como un dínamo del crecimiento, una herramienta crítica para la reducción de la pobreza, una fuente sustantiva de innovación tecnológica y creación de nuevos productos, y a veces la única fuente de empleo en regiones atrasadas y áreas rurales (Fan, 2003). En la misma forma, la Organización de las Naciones Unidas para el Desarrollo Industrial (UNIDO, por sus siglas en inglés) sostiene que "Un sector pyme fuerte y vibrante proporciona una base sólida para aumentar los estándares de vida y reducir la pobreza" (OECD/UNIDO, 2004: 8).

El supuesto más decisivo, empero, es el que se deriva de la convicción de que pequeño es sinónimo de pobre, incipiente, ineficiente, débil y, por tanto, necesitado, en tanto que grande significa rico, maduro, eficiente, sólido, productivo y, por ende, autosuficiente.

Ésas son, pues, las premisas y convenciones que constituyen el núcleo del discurso sobre las mipymes. Éste se traduce en la consigna de apoyar y asistir sin distingo a las empresas que sean consideradas dentro de este "sector", ya que se da por hecho que el mercado se encargará de que las mismas se dediquen a las actividades y se ubiquen en las regiones que garantizarán una eficiente y equitativa asignación de los recursos nacionales

Todas esas convenciones fueron adoptadas no sólo por organismos internacionales como los referidos, sino igualmente por gobiernos nacionales, organismos empresariales, académicos e instituciones académicas en países alrededor del mundo. La cuestión, sin embargo, es que esos supuestos y esas creencias en realidad no tienen la vigencia que se les ha atribuido, como se discute en seguida.

 

El discurso al descubierto

A fuerza de circular y ser aplicado consistentemente por lustros, el discurso sobre las mipymes se enraizó tan profundamente en la ideología económica de políticos, funcionarios y académicos, que pronto se convirtió en la guía indiscutida para el diseño de políticas de fomento industrial que de esta forma se redujeron a acciones de apoyo a la iniciativa empresarial. De esta manera, ese discurso pronto empezó a pasar inadvertido, lo que resultó en que prácticamente no ha sido objeto de reflexión o análisis y mucho menos de críticas o cuestionamientos. Sin embargo, dado que la vigencia de sus postulados depende de la efectividad de las políticas a las que les da sustento, debe ser sometido a ese tipo de ejercicios, en particular los supuestos y premisas en los que descansa, a fin de determinar en qué medida tienen correspondencia con la realidad. A continuación, unos apuntes en este sentido.

 

Las mipymes ¿Un sector?

Lo que es menester señalar para inicar, es que el conjunto formado por las llamadas mipymes constituye, por mucho, el segmento más grande de la planta productiva de prácticamente todos los países. Por consiguiente, es natural que en función de ese tamaño cumpla un papel vital en las economías nacionales, sobre todo si se considera en términos absolutos. No obstante, el hecho es que sus dimensiones varían dependiendo de la forma en que se defina.

Los criterios para identificar las empresas que componen este segmento difieren de un país a otro; van desde el número de empleados y un rango de ingresos, a la rotación anual de éstos (Lindner y Bagherzadeh, 2004). En América Latina, los más comunes son el número de empleados y el volumen de ventas (Ferraro y Stumpo, 2010). En Estados Unidos, el más usado es el que estableció la Administración de Pequeñas y Medianas Empresas (USSBA), que incluye todas aquellas con menos de 500 empleados; éste es el criterio que se utiliza en los censos económicos para organizar los datos de las empresas de ese país (USITC, 2010: 1-2, 1-3).

En la Unión Europea se manejan dos criterios: uno legal (basado en la recomendación 2003/361/EC) y otro estadístico. El primero considera el número de empleados y los ingresos netos anuales, o bien el balance anual; el segundo sólo toma el número de empleados. En 2003 se incluyó la "micro empresa" como categoría separada (Cuadro 1).


Esta clasificación coincide con la adoptada en buen número de países de América Latina, incluido México.

El punto es que independientemente de cómo se defina, el llamado sector de las mipymes es enormemente grande y, por tanto, tiene un peso específico abrumador en las economías de países de todas las latitudes. En Asia Pacífico representa más de 98 por ciento del total en los países más representativos de esa región, llegando incluso a 100 por ciento en el caso de Indonesia, uno de los de mayor tamaño en términos demográficos y económicos (Cuadro 2).

En Norteamérica las cifras son similares. En Canadá, 99.1 por ciento del total de empresas registradas tiene menos de 200 empleados y sólo 0.9 por ciento más de esa cantidad (http://sbinfocanada.about.com/gi). En Estados Unidos, de acuerdo con datos del gobierno de ese país que aparecen en el portal de Greg Sterling (http://gesterling.wordpress.com/2008/12/03/how-many-us-smbs-really), la proporción de mipymes asciende a 99.7 por ciento si se usa la definición de la USSBA antes referida (Cuadro 3).

Vale la pena destacar que en este caso se incluye la categoría de empresas con cero empleados, que se refiere a aquellas que no reportaron personal al levantarse el censo pero registraron una nómina en algún otro momento de ese año. Asimismo, dado que se trata de la economía más grande del mundo, es muy significativo que 86 por ciento de las empresas cuentan con menos de 100 empleados.

La proporción que representan las mipymes es igualmente elevada en la Unión Europea en donde alcanzan 99.8 por ciento en promedio (Cuadro 4).


Como es común en todas partes, 92 por ciento corresponde a micro empresas y, en el otro extremo, sólo 0.2 por ciento a grandes empresas (EC, 2011: 8), por lo que "La típica firma Europea es una microfirma" (ELM, 2011: 5). En suma, dada la alta proporción que representan las mipymes en la planta productiva de los países, es por demás cuestionable que dicho segmento sea considerado como un simple "sector", sobre todo si se considera que las grandes empresas conforman una proporción verdaderamente ínfima de esa planta. Más aún si se piensa que se trata de un vasto y altamente heterogéneo conglomerado de establecimientos productivos que acusan una amplia diversidad de tamaños, dotación de recursos, capacidad tecnológica, formas y grados de organización y de productividad, además de que operan en una gran variedad de industrias y sectores y, por tanto, generan una extensa diversidad de productos que comercian en distintos mercados nacionales y extranjeros. Al ponerlos a todos en una misma canasta sólo en función de su tamaño, las políticas convencionales ignoran todas estas otras características, y con ello, su efectividad se ve limitada de origen.

En efecto, como se ilustra en la Figura 1, cada empresa comporta un conjunto de dimensiones que definen su carácter, su conducta, su grado de desarrollo y, por ende, sus necesidades de apoyo por parte del sector público. El tamaño por sí solo no puede determinar esas necesidades ni tampoco la naturaleza ni la cuantía de los apoyos que requiere cada una.


Así pues, dado que las mipymes corresponden en realidad a la planta productiva misma de los países, es conceptualmente impropio dividirla en sólo dos partes: una que representa hasta más de 99 por ciento y otra que da cuenta de sólo menos de la mitad de un punto porcentual de ella. De la misma forma que es programáticamente impropio diseñar e instrumentar políticas de fomento y construir todo un aparato institucional para operarlas y dirigirlas sólo al primero de esos segmentos.

 

Mipymes y creación de empleos

Algo similar ocurre con relación al supuesto tácito de que la capacidad de las mipymes para crear empleos y reducir la pobreza es determinada por su tamaño y, por ende, que esa capacidad aparece a partir de un tamaño dado hacia abajo y empieza a desaparecer a partir de él hacia arriba. Esto implica que la necesidad de apoyo público aumenta a medida que el tamaño de la empresa disminuye, y viceversa, independientemente de otras características.

Al asumir lo anterior se da por sentado que el tamaño determina no sólo la capacidad y el potencial de generación de empleos de las empresas sino también sus requerimientos de apoyo público. Todo ello se deriva de que simplemente se ignoran las otras dimensiones definitorias de las empresas antes referidas. En todo caso, dicho potencial se debe más bien al número absoluto de las mipymes y la proporción que representan en la planta productiva del país, no a su tamaño.

Si bien todas comparten ciertos rasgos comunes, las mipymes comportan cuando menos los cinco atributos mostrados en la Figura 1, de los que se derivan otros como la infraestructura y la capacidad tecnológicas y el grado de productividad. A todos ellos deben añadirse otros más, como el entorno económico inmediato en el que decide operar cada empresa y que define su localización, así como su grado de informalidad. Todas estas características están condicionadas a su vez por la cultura y la visión empresarial de sus directivos y, en consecuencia, por la iniciativa y la capacidad de gestión de éstos. La mezcla de todos estos atributos es lo que determina la capacidad para crecer y para generar empleos y abatir la pobreza de las mipymes, no su tamaño.

La condición de ser pequeñas les otorga ventajas sustantivas, tales como flexibilidad, facilidad de manejo y capacidad para el cambio. Sin embargo, la capacidad para crear empleos no guarda necesariamente una relación inversa con el tamaño. Birch et al. (1995) encontraron que las que más empleo generan son las llamadas gacelas, i. e., empresas dinámicas que son pequeñas al nacer pero tienden a crecer con rapidez, y no deben confundirse con las pequeñas empresas, que no crecen para nada. Es decir, si bien las gacelas tienen alta capacidad de crear empleos, "En promedio... son más jóvenes y más pequeñas que otras empresas, pero es su corta edad más que su reducido tamaño la que se asocia con su rápido crecimiento" (Henrekson y Johansson, 2008: 1).

En el mismo sentido, Little et al. (1989) habían mostrado antes que las pequeñas empresas no son necesariamente más intensivas en mano de obra ni más capaces de crear empleos que las grandes. A su vez, el llamado OECD Working Party on SMEs señaló que si bien las tasas de creación de empleos de las pequeñas empresas son más altas que las de las grandes, los "flujos de adición bruta de empleos coexisten con los flujos de desaparición de empleos, especialmente en empresas pequeñas [de manera que] En términos absolutos, las grandes empresas son también importantes creadores de empleos" (OECD, 2002: p. 1). Por último, si bien las tasas de creación de empleos son más altas en el caso de empresas pequeñas, también lo son las de destrucción, ya que, como se apuntó antes, éstas registran altons índices de mortalidad, lo que implica que muchas no sobreviven ni llegan a crecer.

El punto es que la evidencia acerca de su capacidad para crear empleos y reducir la pobreza no es clara, por lo que es difícil "justificar las políticas de promoción y subsidio de mipymes sobre la base de las inherentes ventajas económicas de [su] pequeñez" (Hallberg, 2000: 5). Como muestra el caso de Australia, las empresas pequeñas sí generan puestos de trabajo pero sólo en el momento de ser creadas, y la mayoría de los empleos es creada por una minoría de compañías que por lo regular son grandes (Barrett, 2003).

 

Políticas de mipymes, Tamaño óptimo y crecimiento económico

De lo anterior se puede inferir que la capacidad de las políticas de fomento a las mipymes para impulsar el crecimiento económico es también limitada. Apoyándose en Ronald Coase (1937), Beck et al. (2005) encontraron que el tamaño refleja la diferencia entre los costos de transacción en la propia firma y en el mercado, de tal suerte que a medida que estos últimos se reducen respecto de los primeros, el tamaño óptimo de la empresa tiende a reducirse ya que es más barato comprar insumos en el mercado que producirlos dentro de la empresa; este margen, por supuesto, varía de una industria a otra y de un país a otro. Por tanto, puede deducirse que las políticas de subsidio a las mipymes pueden distorsionar su tamaño y así afectar su eficiencia. En realidad, Beck et al. no encontraron una relación significativa entre el subsidio a las mipymes y la gravedad y la extensión de la pobreza, ni tampoco evidencia empírica de que esas políticas aceleren el crecimiento y reduzcan la pobreza.

Eso se debe a que dichas políticas parten de la creencia, comentada anteriormente, de que "pequeño" es sinónimo de pobre, incipiente, débil y, por ende, necesitado, y que "grande" significa rico, maduro, sólido y, por lo tanto, auto-suficiente. Sin embargo, como se señaló, esas relaciones no son mecánicas ya que todo depende de las características de cada empresa, la actividad a que se dedica y los mercados en los que opera.

El hecho es que cada empresa tiene características diferentes y necesidades de apoyo público distintas, por lo que es poco menos que irracional aplicar un criterio plano y un tipo único de instrumentos de política a un conglomerado tan diverso, masivo y heterogéneo como el que componen las llamadas mipymes. Al igual que en el caso de su potencial para crear empleos, sus necesidades de apoyo público son definidas por todos sus rasgos particulares en conjunto, sobre todo la naturaleza de su actividad principal, su edad, la iniciativa empresarial y la capacidad ejecutiva de sus directivos.

El punto de fondo es que en apego al sentido común y a la razón misma, no se puede tratar por igual a una tienda de abarrotes y a una empresa de software, o a un taller mecánico y a una firma de diseño gráfico, o a un restaurante y a una imprenta, o a una tienda de fertilizantes y a una empresa de comercio electrónico, sólo porque en todos esos casos, ambos establecimientos resulten tener el mismo número de empleados o el mismo volumen de ingresos. Cada uno enfrenta una problemática de operación y tiene necesidades de apoyo gubernamental cualitativamente distintas.

La experiencia muestra que la mayoría de las empresas es creada pequeña y con el tiempo cada una llega a su tamaño óptimo dependiendo de sus características y la capacidad de desarrollo que éstas determinen. Como lo señalaron Birch et al. (1995), no todas las empresas están destinadas a ser grandes, como no todas tienen que quedarse pequeñas; cada una alcanza un tamaño óptimo dado de acuerdo con sus rasgos y sus condiciones particulares.

En síntesis, a medida que las ideas y preconcepciones en que se funda el discurso de las mipymes fueron asumidas de forma mecánica y consistente, las empresas así clasificadas se convirtieron en una especie de fetiche económico al que se le atribuye una poderosa capacidad para generar empleos y propulsar las economías nacionales, todo en virtud de su tamaño, lo cual, como se mostró, no es necesariamente el caso.

 

El caso de México

El de México es un caso típico de aplicación ortodoxa del discurso de las mipymes que ilustra la falta de correspondencia con la realidad que éste muestra. Al igual que en otros países, las mipymes tienen una presencia abrumadora en la planta productiva nacional. En los censos económicos 2004 se reportó que en 2003 aportaban 72 por ciento del empleo y 52 por ciento del producto interno bruto (PIB) (Presidencia de la República, 2008: 155). La Encuesta Nacional de Ocupación y Empleo de 2010 y los censos económicos 2009 registran que para esos años ya generaban 77 por ciento de los empleos en México (Naranjo, 2011).

En consonancia con lo anterior, ese "sector" representa 99.8 por ciento de las empresas y 98 por ciento de las unidades productivas de los sectores privado y paraestatal combinados (Cuadro 5). Aunque los rangos por tamaño difieren un poco, estas cifras son prácticamente las mismas que las registradas para Europa.


A su vez, y como ocurre en todas partes, el segmento más extenso y significativo es el compuesto por las micro y pequeñas empresas, ¡las cuales dan cuenta de 97 por ciento de los establecimientos y de 99 por ciento de las empresas! Más aún, las microempresas representan una proporción mayor en la categoría de las empresas que en la de los establecimientos, lo que indica que las primeras tienden a ser relativamente más pequeñas que estos últimos. El caso es que, parafraseando lo que ocurre en el caso de Europa, la típica firma mexicana es igualmente una microfirma.

En línea con lo anterior, las mipymes mexicanas son en su mayoría empresas familiares. Una encuesta realizada en 2002 por la Comisión Intersecretarial de Política Industrial de la Secretaría de Economía (CIPI) reveló que 72.5 por ciento de los dueños de mipymes planeaba heredar la dirección de la empresa a familiares directos, mientras que sólo 12.3 por ciento pensaba pasársela a gerentes de confianza (CIPI, 2003: 6). Más recientemente, Infocor, una firma de consultoria especializada en seguridad empresarial, estimó que las empresas familiares representan entre 70 por ciento y 90 por ciento del total de las organizaciones del país (www.blindajeempresarial.com.mx). El hecho es, pues, que la forma predominante de las mipymes en México es la empresa familiar.

No es de extrañar, entonces, que gran parte de ellas opere en el sector informal de la economía. El Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI) reportó que a finales del primer trimestre de 2012, 28.8 por ciento de la población ocupada trabajaba en mipymes (González y Sarabia, 2012), y 58 por ciento de los empleos que generaban éstas era informal (Naranjo, 2011).

Lo que queda de manifiesto es que, como en la mayoría de los países, hay un fuerte nexo entre el grado de informalidad, el tamaño del segmento de las mipymes y el grado de desarrollo: el primero es inversamente proporcional al tercero, y lo contrario en relación con el segundo (Gráfica 1).


 

Iniciativas y programas de apoyo a las mipymes

Como ocurrió en países de todas las latitudes, hace dos décadas, la clase gobernante mexicana adoptó una orientación ideológica que dictó nuevas directrices para el diseño de políticas de fomento económico. En la práctica, esas directrices se tradujeron en una consigna que se resume en la frase "la mejor política es que no haya una política", que quedó establecida desde entonces como una instrucción no escrita pero acatada puntualmente por los funcionarios en turno para la formulación de políticas de intervención en materia económica.

Eso se manifestó con nitidez en el hecho de que las políticas de fomento a las actividades productivas del país se dirigieron a promover y apoyar la creación y el desarrollo de empresas. Al efecto, desde mediados del siglo pasado las empresas de menor tamaño fueron declaradas como prioritarias en razón de la importancia estratégica que se les atribuyó. Esto se materializó con la creación del Fondo de Garantía y Fomento de la Industria Mediana y Pequeña (Fogain) en diciembre de 1953 y el lanzamiento en 1985 del Programa para el Desarrollo Integral de la Industria Mediana y Pequeña en el que se estableció oficialmente la categoría de microempresas (Méndez Lugo, 1988).

A partir de esas iniciativas se ha instrumentado un sinnúmero de programas y se ha creado una multitud de organismos e instituciones para el fomento y la promoción de las micro, pequeñas y medianas empresas. Las iniciativas emprendidas en tiempos recientes culminaron con la creación de la Subsecretaría para la Pequeña y Mediana Empresa a principios de la década pasada en la Secretaría de Economía; la promulgación en diciembre de 2002 de la Ley para el Desarrollo de la Competitividad de la Micro, Pequeña y Mediana Empresa cuya ejecución quedó a cargo de dicha subsecretaría; la creación en 2004 del Fondo pymes también operado por esta última, y el establecimiento en 2008 del Sistema de Fomento Empresarial. A éstos se suman el Consejo Nacional para la Competitividad de la Micro, Pequeña y Mediana Empresa y consejos similares en cada una de las entidades federativas, ambos previstos en dicha ley; este consejo fue reemplazado por la Comisión Mexicana para la Micro, Pequeña y Mediana Empresa (Compyme), creada en mayo de 2007.

La Compyme es presidida por el secretario de Economía y está integrada además por los titulares de otras ocho secretarías (Hacienda y Crédito Público; Desarrollo Social; Medio Ambiente y Recursos Naturales; Agricultura, Ganadería, Desarrollo Rural, Pesca y Alimentación; Educación Pública; Trabajo y Previsión Social; Reforma Agraria, y Turismo), así como por los directores del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (Conacyt) y Nacional Financiera (Nafin) (Acuerdo presidencial publicado en el Diario Oficial de la Federación el 2 de mayo de 2007). De esa manera, las acciones de promoción y fomento de las mipymes en México pasaron de ser la tarea de un conjunto de programas aislados, a la materia de un elaborado esquema gubernamental, convirtiéndose así en una política de Estado.

Los programas e instrumentos en operación para instrumentar esa política son numerosos y por demás diversos, y que son operados por diferentes organismos y dependencias, como lo resumen Brown y Domínguez (2010). Entre los más importantes se cuentan los siguientes:

• Fondo pyme
• Programa Nacional de Garantías
• Programa de Extensionismo Financiero
• Programa de capital semilla
• Programa de Crédito a las pymes
• Programa de Aceleradoras de Empresas de Base Tecnológica
• Programa de Formación de Emprendedores
• Programa de Creación y Fortalecimiento de Incubadoras de Empresas
• Programa de Innovación y Desarrollo Tecnológico
• Programa de Centros de Desarrollo Empresarial
• Programa Capacitación y Consultoría
• Programa de Formación de Instructores y Consultores
• Programas de Articulación Productiva
• Programa de Proyectos Productivos Estratégicos
• Programa Nacional de Desarrollo de Proveedores
• Programa de Cadenas productivas
• Programa Integral de Apoyo a Pequeñas y Medianas Empresas
• Programa de Proyectos de Exportación
• Programa Pyme Exporta
• Programa Exporta Fácil
• Programa de Cadenas Productivas Exportadoras

Otros de relevancia incluyen los que se mencionan a continuación (Presidencia de la República, 2008; 2009, 2010):

• Programa de Oferta Exportable pyme
• Programa Nacional de Empresas Tractoras
• Programa de Empresas Integradoras
• Programa para el Desarrollo de la Industria del Software
• Programa de Capacitación y Modernización del Comercio Detallista
• Programa Nacional de Nuevos Emprendedores
• Programa Nacional de Microempresas
• Programa Nacional de Empresas Gacela
• Programa de Centros de Atención Empresarial México Emprende

La cuestión es que a pesar de esta vasta oferta de apoyos y facilidades y la cuantía de los recursos que se ofrecen, la proporción de mipymes que los aprovecha ha sido notablemente baja. Las que recibieron recursos de los fondos que opera la Secretaría de Economía, agrupados en el llamado Programa Nacional de Promoción y Acceso al Financiamiento para Pymes (PNPAFP) en los últimos años, fueron muy pocas en relación con el total respectivo (en 2008 ese total era de 3.6 millones de empresas) (Cuadro 6).


En efecto, la Comisión Intersecretarial de Política Industrial reportó que 86 por ciento de las mipymes entrevistadas en 2002 no estaban enterado de los programas de apoyo que operaban el gobierno federal y los estatales, ni tampoco de los beneficios que los mismos ofrecían. Únicamente 12 por ciento tenía algo de conocimiento de esos programas pero no había hecho uso de sus beneficios; sólo dos por ciento estaba enterada y se había beneficiado de ellos (CIPI, 2003: 11).

Parte de lo anterior se explica por el hecho de que una alta proporción de mipymes opera en la economía informal, lo cual que les impide ser sujetos de los beneficios de dichos programas. El problema es que su resistencia a incorporarse a la economía formal se debe principalmente a que tendrían que pagar elevadas tasas de impuestos, así como a la cuantía de los pagos por seguridad social y vivienda que tendrían que hacer por sus trabajadores.

En general, lo que las inhibe para tornarse formales es el difícil ambiente de negocios que se debe enfrentar en este país. En la clasificación de 183 países que hace el Banco Mundial en la más reciente versión de su reporte Doing Business, México aparece en los últimos lugares en cuanto a la obtención de suministro de energía eléctrica y el registro de propiedades, y en alrededor de la mitad de la clasificación en relación con el pago de impuestos, la capacidad para hacer efectivos los contratos y la apertura de negocios (Cuadro 7).


Lo que revela lo anterior es que a pesar de todas las acciones realizadas y los recursos invertidos por los sucesivos gobiernos por dos décadas en este rubro, México aún tiene un ambiente poco propicio para la creación de nuevas empresas, así como para una sana operación de las ya existentes, en una palabra para la iniciativa empresarial.

Más aún, el hecho es que después de todo ese tiempo de estar aplicando políticas horizontales orientadas a su apoyo y promoción, las mipymes mexicanas tienen un limitado conocimiento de sus programas e instrumentos y, por tanto, han aprovechado muy poco sus beneficios. Esto implica que la efectividad de esas políticas ha sido muy escasa a pesar de la cuantía de los recursos invertidos en su diseño y su ejecución. La alta mortalidad de este tipo de empresas es otro indicador de esos magros resultados.

Si bien algunos de dichos programas han sido evaluados en forma individual (Brown y Domínguez, 2010), lo que ha hecho falta es una evaluación de las políticas para mipymes en su conjunto a fin de poder juzgar su efectividad y determinar la pertinencia de su enfoque y la medida en que los criterios y supuestos en los que se fundan guardan correspondencia con la realidad actual del país y del mundo.

En busca de avanzar en ese sentido, los análisis que contiene el presente ensayo muestran que dichas políticas en realidad no han producido los resultados que se han esperado de ellas. Esto obedece a que no pueden tener la efectividad que se les atribuye en razón de que los supuestos en los que descansan no tienen la vigencia que se ha creído que tienen. Lo que se hace evidente, por tanto, es la necesidad de formular de nuevo una verdadera política industrial como la que reemplazaron las políticas horizontales de apoyo a las mipymes, que contemple el establecimiento de prioridades sectoriales en función de las necesidades, el potencial y la problemática particulares de cada sector de la economía y de cada región del país.

 

Por una nueva política industrial en México

Un conocido trabajo sobre esta temática empieza con la siguiente aseveración: "Si existe un instrumento de gestión económica que evoque directa e inmediatamente al régimen de economía mixta es, sin duda, la política industrial" (Rivera Ríos, 2005: 179). En efecto, en el siglo pasado, México acumuló gran experiencia en materia de política industrial cuya máxima expresión fueron las instrumentadas por los gobiernos de Luis Echeverría (1970-1976) y, sobre todo, de José López Portillo (1976-1982), cuando se buscaba consolidar el carácter mixto de la economía mexicana. Echeverría instituyó una política de descentralización y desarrollo industrial que puso fin a la estrategia de sustitución de importaciones que se había seguido por más de tres décadas y cuya expresión formal fue la Ley de Fomento de Industrias Nuevas y Necesarias promulgada en 1954.

Dicha política se ancló en un esquema de incentivos que vino a reemplazar gradualmente a esta ley, hasta su abrogación en 1975 (Palacios, 1989). Sus instrumentos clave fueron los llamados decretos de descentralización y desarrollo regional promulgados en noviembre de 1971 y julio de 1972, con los que se instituyó el primer esquema regionalmente diferenciado de incentivos fiscales y financieros en México; para ello, el país se dividió en tres zonas. El esquema incluyó además la promoción de parques industriales, así como la creación del Fondo Nacional para Estudios de Pre-inversión (Fonep), el Fondo Nacional de Fomento Industrial (Fomin) y el Fondo de Equipamiento Industrial (Fonei), estos dos últimos en 1972 y 1974, respectivamente. El Fogain, creado en 1953 como se apuntó, adoptó la regionalización del decreto de julio de 1972 y estableció tasas diferenciales de interés de acuerdo con la ubicación geográfica de las empresas solicitantes (Palacios, 1989).

Esa política se amplió y se formalizó en el sexenio de López Portillo con la promulgación de dos decretos, en febrero y marzo de 1979, que contemplaban un Programa de Estímulos para la Descentralización Territorial de las Actividades Industriales. Este programa fue el núcleo de la política industrial del gobierno lópezportillista, cuya expresión formal vino a ser el Plan Nacional de Desarrollo Industrial (PNDI), puesto en operación en febrero de 1979, que fue el primero y último en su género.

El PNDI se vertebró en torno a un esquema de incentivos, en la forma de créditos fiscales otorgados de acuerdo con una nueva zonificación del país (tres zonas y cuatro subzonas) establecida en los citados decretos. En ese marco se fijaron prioridades desde el punto de vista sectorial: primero las pequeñas empresas, luego las industrias de bienes de capital y las agroindustria y, por último, las industrias de bienes de consumo y bienes intermedios. A ese esquema se añadieron, una política de precios diferenciales de combustibles industriales y el Programa de Apoyo Integral a la Pequeña y Mediana Industria (PAI), operado por Nacional Financiera, que otorgaba asistencia técnica y créditos blandos de acuerdo con las prioridades sectoriales y geográficas que marcaba el PNDI.

Todo ese andamiaje institucional y las políticas a las que sirvió de instrumento fueron desmantelados durante el gobierno de Miguel de la Madrid (1982-1988), que pronto adoptó una ideología económica y política distinta a la que sirvió de guía a sus dos antecesores, ueq cuestiona la intervención del Estado y privilegia la libre operación del mercado. En ese contexto se hilvanó un discurso que vino a resumirse en la consigna de que "la mejor política industrial es la que no existe".

De esa manera, el enfoque de prioridades sectoriales y regionales, que es la esencia de toda política industrial, fue abandonado y sustituido por otro no discriminatorio propio de las llamadas políticas horizontales de promoción económica. Es decir, el Estado mexicano renunció a todo tipo de medidas selectivas que implicaran la declaración de algunas industrias como prioritarias, verbigracia, la protección arancelaria y los incentivos fiscales. Todo esto por el hecho de que "Detrás de la idea de erradicar la [política industrial] subyacía la visión de que en una época de cambio tecnológico acelerado quedaba sin base el principio de la intervención pública en la actividad económica y que la clave del progreso material era no interferir en la acción de las fuerzas de mercado" (Rivera Ríos, 2005: 180).

El régimen de Carlos Salinas (1988-1994) abrazó la misma ideología y tomó más medidas para ponerla en práctica, empezando por reducir su política en esa materia a un capítulo del Programa Nacional de Ciencia y Modernización Tecnológica que puso en operación al inicio de ese periodo (Brown y Domínguez, 2010). El gobierno de Ernesto Zedillo (1994-2000) trató de enmendar el rumbo y de subsanar las carencias que se habían acumulado en los dos últimos sexenios en ese sentido. Para ello, estableció el llamado Programa de Política Industrial y Comercio Exterior en mayo de 1996 y creó en forma concurrente la Comisión Intersecretarial de Política Industrial como el órgano que vigilaría su ejecución. La cuestión, empero, es que dicho programa siguió la misma tónica de evitar medidas e instrumentos de aplicación selectiva, como incentivos y subsidios, manteniendo así el carácter horizontal de las acciones del Estado mexicano para el fomento de las actividades productivas.

Esa tendencia continuó con el gobierno de Vicente Fox (2000-2006), en el que la política industrial se convirtió de plano en una política de promoción empresarial que postuló a las mipymes, sobre todo las microempresas formales, como detonantes del mercado interno y el equilibrio regional (Brown y Domínguez, 2010). La tendencia se consolidó durante la administración de Felipe Calderón (2006-2012).

Uno de los rasgos más característicos de esas políticas es su enfoque horizontal y la adopción de un criterio único para orientar su ejecución —el tamaño de las empresas—, el cual supone hacer abstracción de todas las demás características y dimensiones que definen a toda unidad productiva. Sin embargo, el problema es que esas otras características no dejan de existir, ya que cada empresa constituye un todo orgánico que no puede ser dividido en partes, y eso limita desde un inicio la efectividad de esas políticas.

Si bien ese criterio en parte orientó las políticas industriales de Echeverría y López Portillo, la diferencia es que éstas consideraron además otras pautas, tales como el sector productivo y la región en que operaban las empresas. En cualquier caso, es significativo que si bien no discrimina por sector o región, el Programa para el Desarrollo de la Industria del Software (Prosoft), que ha operado en el contexto de las políticas horizontales instrumentadas desde la década pasada, se sustenta en un criterio selectivo en tanto considera prioritaria y, por tanto objeto de trato preferencial por parte del sector púbico, a una industria en particular.

Ante todo lo anterior, resulta inaplazable trascender las políticas horizontales de apoyo a las mipymes que se han aplicado en México desde los años ochenta y replantear la política de fomento a las actividades productivas en su conjunto a partir de que, como se mostró, los supuestos y premisas en los que descansan, además de que no guardan congruencia con la realidad, se inspiran en un discurso liberal que ya no tiene ni la vigencia ni la credibilidad que tuvo en las dos décadas precedentes.

Esa vigencia se ha perdido ante la creciente desigualdad y el aumento de la pobreza que se registran en la mayoría de los países que han aplicado políticas basadas en ese discurso, así como ante la explosión de la primera gran crisis económica del presente siglo que empezó en Estados Unidos en 2008, luego se extendió a todo el mundo y aún continúa hoy en Europa. Esta crisis está poniendo al descubierto las debilidades mismas del capitalismo, que a su vez ha entrado en crisis (Gapper, 2012; Plender, 2012), haciendo cada vez más necesario y más frecuente el retorno de las ideas de John Maynard Keynes. Otro factor que ha influido es la creciente presencia del conocimiento y la información como insumos cuya producción no es regulada por el mecanismo del mercado (Houghton y Sheehan, 2000; Rivera Ríos, 2005).

De tal forma, lo que se necesita es una nueva política industrial que reivindique la eficacia de las medidas selectivas y adopte una lógica similar a la del Prosoft pero abarcando a todas las industrias del país, que sea estructurada en consonancia con las prioridades sectoriales y regionales que se establezcan en el plan nacional de desarrollo respectivo, como se hizo en el sexenio de López Portillo, pero bien anclada en las realidades del siglo XXI. No se requiere cambiar el andamiaje institucional y el arsenal de programas e instrumentos que se han creado para la promoción de mipymes, sino sólo refundar sus cimientos, cambiar su enfoque y renovar los criterios de intervención que los han guiado.

Lo que sí se requiere es descartar uno de los factores que han inducido a un persistente apego a las políticas horizontales: los compromisos contraídos por el gobierno mexicano ante organismos multilaterales, como el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, que exigen adoptar programas de ajuste cuya efectividad no fue la esperada y que han probado ser contraproducentes. La estabilidad macroeconómica que ha mantenido México por más de tres lustros ha tornado innecesario aplicar programas de esa naturaleza o pedir rescates de emergencia, como el que gestionó el gobierno de Ernesto Zedillo para corregir el "error de diciembre" de 1994 y superar la crisis que éste detonó.

En síntesis, hay razones de peso suficientes para superar las ideas y creencias en que se han fundado las políticas públicas en materia económica en México y trascenderlas revalorando la acción del Estado para lograr lo que el mercado se ha mostrado una vez más incapaz de hacer. Ya a mediados de los novent,a Castañeda (1996) insistía en la necesidad de "colocar de nuevo al Estado... en un sitio central del proceso de desarrollo". Más recientemente, Hernández Trillo (2012) hizo ver que después de las crisis de principios de los ochenta y de mediados de los noventa, "caímos en el síndrome postraumàtico de no volver a conducir la economía y conformarnos con la estabilidad macroeconómica... El país necesita superar [ya] ese trauma para volver a crecer" (Hernández Trillo, 2012: 52).

Desde esa perspectiva, aquí se hace hincapié en la necesidad de una nueva política industrial con un enfoque selectivo que considere el potencial, la problemática y las necesidades de los distintos sectores y regiones del país, y que establezca las prioridades correspondientes para la aplicación de sus instrumentos. En ese sentido, conviene recordar que los gobiernos de Echeverría y López Portillo concibieron e instrumentaron sus respectivas políticas industriales en buena medida para abatir las hondas desigualdades territoriales en las manifestaciones del desarrollo que existían y atacar los problemas generados por la elevada concentración de las actividades económicas en unas cuantas regiones y, más concretamente, en las tres áreas metropolitanas más grandes del país: el valle de México, Guadalajara y Monterrey. Ello, dado que ocurre que el desmantelamiento de esas políticas en los años ochenta se sustentó también en la pretensión de que esos problemas dejaron de existir o cuando menos habían perdido súbitamente su gravedad, así como en la creencia de que, si aún existían, las fuerzas del mercado se encargarían de corregirlos. No obstante lo absurdo de esa pretensión y lo ingenuo de esta creencia, fue con base en ambas que también fue desechada por el gobierno de De la Madrid la política regional que se había instrumentado en los dos sexenios anteriores como referente territorial de sus políticas industriales (Palacios, 1992).

La verdad, empero, es que dichos problemas no sólo no dejaron de existir nunca sino que se siguieron agravando, ya que por decreto, no pueden desaparecer. Tan es así que el mismo De la Madrid postuló "la descentralización de la vida nacional" como la divisa política central de su gobierno. El crecimiento de las grandes conurbaciones, por supuesto, no se ha detenido y en ellas se han seguido concentrando las actividades económicas y las más altas manifestaciones del desarrollo en México. Cerca de la mitad (46 por ciento) de las unidades económicas se asienta en sólo seis entidades federativas, de las cuales, tres (el Estado de México, el Distrito Federal y Jalisco) concentran 30 por ciento (INEGI, 2010: 17).

El argumento acerca de la necesidad de una nueva política industrial que se plantea aquí hace eco de otros similares, como los de Peres (2006) para América Latina en su conjunto, así como los de Castañeda (1996), De María y Campos (2000), Mejía Reyes (2002), Rivera Ríos (2005), Egremy (2008) y Calderón y Sánchez (2012) para México. Se nutre, asimismo, de lo que sostienen estudios que llaman la atención sobre el renacimiento global de la política industrial en los países más avanzados, principalmente Estados Unidos, pero también en otros como Japón, Gran Bretaña, Francia, Alemania, China y Corea del Sur (The Economist, 2010); está en línea, asimismo, con lo declarado recientemente por el titular de la Unidad de Comercio Internacional e Industria de la sede en México de la Comisión Económica para América Latina (CEPAL), en el sentido de que "México requiere una política industrial que permita analizar por sector productivo la cadena de valor para sustituir importaciones de insumos por producción local" (Rosagel, 2011). En particular, recoge también las demandas que por más de una década han planteado los sucesivos representantes de la Cámara Nacional de la Industria de Transformación y la Confederación de Cámaras Industriales en cuanto a la urgencia de una política industrial en el país (e. g. Huérfano, 2011; El Monetario, 20 de febrero de 2012).

En suma, existen razones políticas y sociales, así como el sustento económico suficientes para que por fin se superen los dogmas del nuevo liberalismo económico y se emprendan el diseño y la instrumentación de una nueva política industrial que permitan atender de manera planeada y efectiva la problemática y las necesidades de las empresas mexicanas considerando todas sus características y dimensiones, no sólo su tamaño, pero en la misma medida la problemática y las necesidades de las comunidades locales y regionales del país. Deberá ser una política ágil que se sustente en un esquema de estímulos e incentivos fiscales y financieros diferenciados sectorial y geográficamente y, en su caso, otras medidas de inducción como precios diferenciales de bienes públicos, energéticos y servicios proveídos por el sector público, e incluso impuestos de saturación urbana como los que se instituyeron desde hace tiempo en ciudades como Londres y Nueva York.

Sólo una política como esa permitirá situar los esfuerzos de fomento en las realidades históricas y en el entorno económico actual en el que ya existen evidencias de que los supuestos y creencias que subyacen en el discurso de las mipymes no tienen la vigencia que tenían hace dos décadas. No se trata de que el gobierno mexicano invierta masivamente en ciertas industrias, como está ocurriendo en otros países, en especial en Estados Unidos (The Economist, 2010), sino sólo de que utilice inductores tradicionales para lograr sus objetivos.

Para ello, el gobierno mexicano tendrá que abrevar no sólo en las ideas de Keynes sino también en las de Joseph Alois Schumpeter, esto en razón de que tendrá que crearse gran cantidad de empresas de las cuales una alta proporción pudiera fracasar como parte de un proceso de destrucción creativa que ha de instalarse en la economía mexicana a fin de que su crecimiento pueda convertirse en un proceso autosostenido y ascendente. En ese sentido, hay un creciente consenso (Ross, 2011; Hernández Trillas, 2011; Esquivel, 2011) en torno a la convicción de que para sacar a esta economía del estancamiento en el que ha estado por tres décadas, son ineludibles cuatro acciones: reactivar y fortalecer el mercado interno, reanudar el gasto público en infraestructura que fue drásticamente reducido desde los años ochenta, ofrecer crédito accesible para que las empresas puedan invertir, así como elevar sustancial y sostenidamente el nivel del salario real.

Con una estrategia económica con esos contornos se concibieron e instrumentaron las políticas industriales de Echeverría y López Portillo; de tal forma, una así sería un marco propicio para formular e instrumentar la que aquí se esboza para México en el contexto del mundo globalizado del temprano siglo XXI. De lo que se trata, en última instancia, es que el Estado mexicano asuma de nuevo un papel activo en la dirección de la economía nacional y, en particular, en la promoción y el fomento de las actividades productivas; es decir, interesa que reasuma el papel que le corresponde, el que el mercado por sí solo no puede desempeñar.

 

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