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Espiral (Guadalajara)

versión impresa ISSN 1665-0565

Espiral (Guadalaj.) vol.18 no.50 Guadalajara ene./abr. 2011

 

Lecturas Críticas

 

No sujetos de estado. Luchas por la no legibilidad

 

Francisco Javier Gómez Carpinteiro*

 

* Profesor investigador del Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades-BUAP.

 

Fecha de recepción: 17 de octubre de 2010
Fecha de aceptación: 17 de noviembre de 2010

 

Introducción

El libro de James C. Scott The Art of not Being Governed (2009) —El arte de no ser gobernado— contiene una vigorosa argumentación académica en torno a quienes, en diferentes circunstancias y distintos momentos, se han opuesto a órdenes jerárquicos de poder basados en el estado. Por esa razón es una obra cuya fuerza sociológica e histórica está a la altura de un compromiso político a favor de la libertad humana. Si la búsqueda por la libertad ha sido fundamental en el pensamiento occidental moderno —piénsese en Hegel o en la emancipación en Marx—, Scott configura una perspectiva analítica que explica los términos en los que la gente en mundos atravesados por experiencias coloniales es capaz de huir y "prevenir" al estado, mientras opone estrategias de sobrevivencia —organizaciones vernáculas y principios morales basados en relaciones de trabajo que no dan pie a patrones de desigualdad y jerarquización—. A esa perspectiva Scott la llama una "historia anarquista" de grupos relativamente exitosos para estar fuera del espacio de mando y control estatales.

El libro toma como eje la historia política de lo que Scott llama "Zomia", una vasta área geográfica ubicada en partes montañosas del sureste de Asia, China, India y Bangladesh (casi del tamaño de Europa, 2.5 millones de kilómetros cuadrados). Ofrece un recorrido a distintos conflictos entre los valles y las zonas altas de esa región. En las partes bajas existían estados y reinos basados en la agricultura sedentaria y el trabajo forzado. Mientras que en las montañas había sociedades que tomaron estos terrenos abruptos como santuarios y su surgimiento estuvo condicionado por los efectos directos de la violencia de la formación de tales estados. Ese recorrido cubre varias centurias. En él se destacan los procesos de "civilización" desatados a lo largo del tiempo que llevaron a la generación de categorías políticas —que designaron "tribus" o etnias— para definir fronteras entre las zonas de acción de los sujetos de estado y aquéllas de los "bárbaros" o "incivilizados". La relevancia política de la obra estriba en colocar el problema de la libertad y/o la autonomía en el centro de proyectos de mando y emancipación en el mundo contemporáneo.

En nuestro tiempo marcado por la teleología liberal y el fin de la historia, la racionalidad política del neoliberalismo se ha erigido como un componente sustancial en la modificación de las soberanías nacionales y la creación de nuevas formas de gubernamentalidad, según el concepto de Foucault (1999), con el acento en crear nuevos gobiernos de las conductas basados en la autorregulación de los individuos (Dean, 2007: 8). Esto supone un nuevo reensamble de soberanías y biopolíticas, lo cual tiene implicaciones en crear categorizaciones o subrayar las existentes para ajustarse a renovadas ideas de progreso y desarrollo para definir sentidos ambiguos o flexibles de comunidades políticas (véase Agamben, 1998). Con base en esto, la idea de debilitados estados nacionales abre la puerta al fortalecimiento de la sociedad civil, que contiene, por ejemplo, asociaciones voluntarias unidas por intereses individuales u ONG y encierra la creatividad de las acciones sociales en canales institucionales plenamente legales y legitimados. Esta es la visión que prevalece de poderes sociales globales desplegados por múltiples redes e instancias supra-estatales y con el sustrato de discursos cosmopolitas sobre pluralidad y multiculturalidad. Por lo tanto, un nuevo sujeto está determinado por la inclusión o exclusión como signos de incorporación o no a una perspectiva de mando que juzga a "buenos" y "malos" ciudadanos, conforme a la ética de la libertad individual del capitalismo hegemónico del norte del Atlántico y la existencia universal de poderes estatales u otras entidades operando como si fueran estado, pero cualquiera de ellas inmiscuyéndose en nuestras vidas.

Scott subraya el carácter subjetivo e históricamente construido de seres no estatales, cuya resistencia, más que simple oposición, se inscribe en la base sólida que proporciona formas de trabajo tradicionales, evasión cotidiana de las jerarquías, así como los contenidos morales de profecías y milenarismos de una mejor vida. En este punto, Scott se distingue de la narración posmoderna, que limita las capacidades emancipatorias del sujeto. Su optimismo no raya en el "no-todavía", en el sentido de la utopía de Ernst Bloch (Serra, 2007: 15) que puede ser alcanzada por el futuro humano, sino hacia algo-ya-vivido: sociedades sin estado. Este es un punto sumamente político del estudio sobre la gente de Zomia y otras gentes que han luchado por no ser legibles y clasificables a los ojos del estado y sus prácticas de control. Es así como se revela la perspectiva de aquellos que han opuesto su dignidad y deseos de autonomía ante cualquier intento de regularizar u uniformar sus modos de vida a proyectos hegemónicos. En esta dirección es ineludible relacionar la historia de Zomia con el discurso zapatista, surgido en las selvas y cañadas de Chiapas, del "mandar obedeciendo", como un enunciado que rompe la forma histórica de dominación estatal a través de principios organizativos y éticas que impiden las jerarquías y contienen la premisa de lucha por acabar con todo tipo de antagonismos, sustentados en la relación entre capital y trabajo.

 

Génesis de una mirada no estatal

Scott posee antecedentes teóricos e intelectuales para la realización de un trabajo de esta naturaleza. No es una novedad reparar en su empeño por construir una teoría fenomenológica de la explotación. Así lo enuncia en un libro de gran impacto en la literatura de la teoría de la conciencia social acerca de las resistencias emprendidas por campesinos de una aldea también del sureste asiático, cuyas vidas fueron dislocadas por olas de modernización y centralización estatal. En aquel momento esgrimió un argumento y una posición crítica contra el marxismo ortodoxo de reducir la rebelión a un asunto de estómagos vacíos. Economía moral, recuperando el concepto de E. P. Thompson, dio cuenta de un esquema de comportamiento compuesto por normas y valores activados para reconocer derechos y obligaciones en contextos de dominio y subordinación. Scott (1976) asocia economía moral a la ética de la subsistencia, principio esgrimido por los campesinos para evaluar sus relaciones con las élites y los representantes del estado en sus contextos locales. Si las condiciones para garantizar la sobrevivencia se rompían o debilitaban, debido a políticas de modernización o centralización, por ejemplo, los campesinos activaban la economía moral para restablecer una suerte de frágil equilibrio entre ellos y las clases dominantes (Scott, 1976: 33).

El orden de dominación visto así desde una comunidad campesina parecía débil y cuestionado cotidianamente. De hecho, este principio inspiró a Scott (1985) a explorar mediante el concepto de "formas diarias de resistencia", la manera en que, en términos de experiencias de trabajo y vida, se desplegaban constantemente acciones para encarar, espontánea, individual o colectivamente, distintos e históricos modos de dominio. Las formas diarias de resistencia empotraban con imaginarios sociales sobre un mundo diferente por venir, dotado de una apariencia dislocada en el que se ponían de cabeza todas las relaciones y jerarquías establecidas. Todo esto tuvo cabida en lo que Scott (1990) llamó la "infrapolítica" de los débiles. Más que una cuestión de escalas, esa noción refería a los marcos dentro de los cuales se hablaba del poder dominante y en algún sentido, muchas veces con un carácter simbólico, se enfrentaba a éste desde el despliegue de guiones o discursos ocultos opuestos a guiones oficiales presentes en los espacios públicos reconocidos y compartidos en las relaciones políticas de subordinación. Mucho se ha cuestionado el carácter diádico en que Scott presenta el asunto del poder, reducido a los polos de la resistencia y la dominación o a los dominados y dominantes. De igual manera se ha criticado que sus análisis celebran la reproducción del dominio, en virtud de concentrarse en acciones triviales e insignificantes de impugnación, o en todo caso constitutivas de éste. De cualquier forma, su intención fue desde un principio cuestionar por qué ciertos campesinos se rebelan y otros no, por qué en la génesis de grandes revueltas sociales siempre aparecían para activarlas agravios contra mundos de vida y órdenes morales pequeños, lo cual significó sin duda una manera de replantearse el lugar de la revolución y el papel de las vanguardias revolucionarias en organizar transformaciones sociales.

Más allá de toda crítica, prevalece en sus obras previas un planeamiento que recrea la existencia de una racionalidad política de los débiles o los subordinados, la cual en todo caso tiene que entenderse en términos de su posición y relación con estructuras complejas de dominación. Esta perspectiva continúa desarrollándola Scott (1998) en su penúltimo libro, Seeing like a State (Viendo como un estado), un trabajo que pone acento en distinguir históricamente el peso que la racionalidad del estado tiene en construir sus espacios a partir de la legibilidad de paisajes y poblaciones, tendientes a la homogenización y al control centralizado, y que, sin duda, es un preámbulo a El arte de no ser gobernado.

Un aspecto nodal a la vez que polémico en el planteamiento de Scott es considerar que la resistencia desnuda la fragilidad de cualquier orden de dominación. Esta afirmación ha significado un cuestionamiento a la noción típicamente gramsciana de hegemonía. Como lo sostuvo un crítico de esa aseveración, Scott equiparó el concepto de hegemonía de Antonio Gramsci con el de "falsa conciencia" y no como un conjunto de prácticas y expectativas con valores y significados compartidos (Roseberry, 2002: 220), que revelaba la falsa pasividad de las masas en la construcción del poder y ayudaba a comprender cómo las relaciones de dominación eran vividas, experimentadas y combatidas cotidianamente, como más o menos así lo sostuvo Raymond Williams (1997 [1977]). Sin embargo, a diferencia de otras obras, donde la crítica a la hegemonía es la premisa en la deconstrucción de órdenes de poder ("los dominados saben quiénes los dominan"), en la nueva obra de Scott otro flujo analítico, menos acorde con la continuidad y homogeneidad creadas por la formación del estado, es visible. Se trata de un flujo social, siguiendo el término de Tischler (2010), para seguir la heteronomía —la reproducción por medio de la forma instrumental del estado de la dinámica dominación/subordinación—; pero también la discontinuidad, es decir, la creatividad humana para evadir al estado y crear sujetos no estatales, lo cual tiene evidencia, para el caso de las tierras altas del sureste asiático, en una agricultura y una cosmología para escapar a los procesos de apropiación fomentados por el estado, el uso de la oralidad como mecanismo para frenar genealogías de dominio sustentadas en la manipulación de textos escritos, la construcción de etnias en configuraciones complejas de relaciones de poder y en las siempre presentes promesas de renovación a través de profecías y milenarismos.

El modelamiento de esta perspectiva "no-estatal" es congruente con el proyecto analítico y político madurado a lo largo de más de 30 años por Scott, pero también se nutre de otras fuentes. Tal vez la más influyente es la que ha proporcionado el carácter subversivo del registro etnográfico de gente sin estado, si se piensa que ante las abstracciones y los conceptos vacíos (por ejemplo, "Estado", con mayúscula o "sistema político" como sustituto del primero) de las filosofías políticas en el ocaso de los periodos coloniales y la apertura de las descolonización, antropólogos mostraban que no sólo podríamos preguntarnos si eran factibles otras formas de vivir, sino que había realmente otras formas de vivir, pues existían gentes que no pensaban estatalmente. Una de esas particulares influencias es el antropólogo Pierre Clastres (2007 [1987]).

Clastres proporciona la interpretación de Scott de "estado siendo evadido y estado [siendo] prevenido", fundamentalmente por las observaciones del primero de gente nativa de América del Sur en la posconquista. Como indica Scott (2009: 29), Clastres argumenta que indígenas de Sudamérica —con excepción de las sociedades de los altiplanos centrales de México, Centroamérica y los Andes— no formaron sociedades antiguas que habían fracasado en la invención de agricultura sedentaria y asentamientos poblacionales fijos en respuesta a los efectos de la conquista, particularmente en el deceso inducido por el colapso demográfico y las fuerzas coloniales del trabajo forzado. Sus movimientos y técnicas de subsistencia fueron diseñados para combatir la incorporación al estado.

También el argumento de Ernest Gellner (1997) en torno a que la "autonomía política fue una selección, no algo dado" se encuentra muy presente a lo largo de la obra de Scott (2009: 29), sobre todo porque en la distinción entre una zona de mando estatal y una marginal la existencia de áreas autónomas está marcada por un carácter geográfico, económico y político (esas características pudieran ser similares para el Magreb y Zomia). Pensando a Zomia como un santuario, Scott se vale del concepto de región de refugio del antropólogo Gonzalo Aguirre Beltrán (1973). Aguirre Beltrán, un ideólogo de las políticas desarrollistas de nuevo cuño del estado posrevolucionario mexicano iniciadas en el periodo presidencial de Miguel Alemán Velasco durante los años cincuenta, identificó a las regiones de refugio como asiento de sociedades propias de la pre-conquista que permanecieron relativamente distantes de centros de control español. Se trataba de lugares con poco o ningún valor económico para los conquistadores, ubicados en lugares tortuosos —junglas, desiertos y montañas— de difícil acceso y alejados de la rutas de transporte y comercio. Sin embargo, la zona de refugio no fue asiento de poblaciones aborígenes. La adaptación a sus entornos y la movilidad hacia ellas pudieron ser aspectos que explicaran que ante los efectos compulsivos de la conquista, debido al deceso demográfico masivo y a las epidemias, se llevó a cabo la reformulación de las sociedades indígenas frente a la formación del estado colonial.

Hay una influencia más soterrada pero que está presente en todo su relato. Se trata de una comprensión diferente de la historia y el poder —interesada en los componentes finos y espirituales de la lucha material—, y tiene asiento en el cuestionamiento a la racionalidad de occidente y a la narrativa triunfante de los dominadores, cuya recreación se da históricamente en el estado, pero cuya redención de los derrotados es un componente del futuro, como sostenía Benjamin (2007). Esa perspectiva cuestiona la identificación creada por el orden estatal y simultáneamente indica una identidad negativa cuya fuerza desborda el pensamiento dominante y potencialmente muestra la posibilidad de mundos por vivir más igualitarios y justos.

 

Los efectos del estado, los efectos de los márgenes

Scott busca dotar de fuerza a sus argumentos a través de un análisis histórico para presentarnos un mosaico de gente relativamente exitosa en eludir y prevenir formas estatales de control. Esto parece tener dos implicaciones. En la primera de ellas hay una respuesta a una ontología que reduce al ser a su entendimiento como objeto de control y de estudio. En la segunda, el componente político se manifiesta al mostrar numerosos casos en los cuales los procesos de eludir al estado, más que manifestaciones históricas, indican la tentación vigente de librar el mayor orden de poder jerárquicamente organizado.

En la primera cuestión, las evidencias que Scott presenta dan muestras suficientes de una lógica que busca encerrar la naturaleza de los sujetos en su identidad de seres "civilizados". El relato extraordinariamente descrito sobre la construcción de una historia hegemónica, concebida y literalmente redactada en las cortes de los estados, crea una mistificación histórica que oscurece lo que en verdad aparece de modo discontinuo, fragmentado y negado para naturalizar la progresión y necesidad del estado-nación, como sostendría Walter Benjamin (Tischler, 2010). Sobre esta base, las poblaciones "incivilizadas" son presentadas en términos literales como seres "crudos" cuyo cocimiento civilizatorio tendría que darse bajo los imperativos de identificar, monitorear y enumerar a los sujetos de estado (Scott, 2009: 73).

La sombra proyectada por el estado aseguraba esa nueva condición ontológica de crear un ser civilizado. Para el caso de las tierras altas de sureste de Asia, el sustrato de esa historia de dominio estuvo fincado en la civilización y la cristianización que buscaron con brutalidad el cambio de identidad de sujeto no estatal a un sujeto de estado, puesto que el marco de expresión de esto fue marcado por la guerra, la conscripción, el saqueo de aldeas y el pago de impuestos. En virtud de que los eufemismos que alentaron esa identificación se sustituyen en nuestra época por los de desarrollo, progreso o modernización, Scott nos advierte que estamos ante un proyecto de dominación bien vivo. Si en el largo y azaroso pasado de dinastías reales y cortes imperiales de los estados de los valles de esa región de Asia se creó conocimiento para la administración de seres y almas, en qué medida la generación de saberes de seres cuya condición marginal y rebelde pudiera caber en los estándares de un "otro" (político) delineado por visiones positivistas. Si nos atenemos a las preocupaciones de Scott sobre la relación entre tales proyectos civilizatorios y lo no gobernable, el problema de la legibilidad de las poblaciones requiere una crítica sistemática y profunda a esa necesidad demandada por la objetividad científica de colocarse al lado de los hechos, definir a los seres como cosas y des-historizarlos, tanto en los casos que describe para Asia como para otros a los que también alude. Por consiguiente, no es casual el énfasis de Scott en discutir a lo largo de toda la obra no sólo la representación de las identidades oficiales "cocinadas" (no ya "crudas" o "bárbaras") por el estado, sino también la necesidad que tuvieron etnógrafos e historiadores de conocer identidades sociales que pudieran mostrar un coherente objeto de descripción y análisis.

Aunque parece existir poca crítica a ese modelo positivista, porque tal vez piense que ir más allá de la consideración de identidades fijas construidas desde arriba por las élites estatales, anticipa la idea de que identidades fluidas y contingentes ofrecería un cuadro más acabado de la creatividad de las acciones colectivas, en las cuales las identidades impuestas son apropiadas y siguen su propio curso. Empero se trata de una debilidad menor, insignificante, sin pensamos que el verdadero talante de su crítica es delinear el desarrollo de otro tipo de narrativa que dé un significado más profundo a la idea de "gente sin historia", una noción ya con dejo de ironía anticipada por Wolf (1987).

El asunto de la alternativa de mundo posible basado en la equidad y modos de organización no jerárquicos es contrastante a la narrativa de desarrollo y modernidad de las manifestaciones históricas del estado. Como sostiene Scott (2009: 125), los "bárbaros" son un ejemplo, una opción y una tentación para desdecir ese relato dominante. Y lo son fundamentalmente por estar cimentados en bases de igualitarismo. Se trata de gente equitativa, sin poderes centralizados y autoritarios, es dura de controlar e inabarcable dentro de los confines del estado. Por lo tanto, su real alternativa descansa en la existencia de una estructura social que impide la incorporación a estructuras estatales, así como inhibe la emergencia de cualquier institución o práctica interna que se parezca al estado. Scott hace innumerables referencias a grupos cuyas tradiciones son una muestra histórica de desafío a poderes externos e internos. Por ejemplo, cuando hace mención a un modelo de organización kachin del Alto Birmania, Gumlao, presentado como una anarquía del egalitarismo, una república liliputense que fue dura de "pacificar" y la cual no permitió ser gobernada (Scott, 2009: 215), presenta también la manifestación de una historicidad diferente constituida por grupos que se cuentan a sí mismos quiénes son y cómo llegaron a ser lo que son, como un acto de selección y posicionamiento frente a sus vecinos poderosos, contraviniendo con ello la idea de que "gente sin historia" ilustra la carencia de rasgos de civilización propios de cualquier estado.

 

La legibilidad y la no legibilidad

Un aspecto clave desde el punto de vista teórico en El arte de no ser gobernado es la exploración de la dinámica entre estado y sujetos. Scott sostiene que el desafío para llevar a cabo una historia no centrada en el estado —un proyecto analítico impulsado desde distintos lados en los últimos años— es especificar las condiciones para la agregación y desagregación de sus unidades elementales. Dicho en otros términos, al concebirse el estado como una zona de gobierno y apropiación de recursos, lo cual implica "entrar en el mapa", llegar a ser cocinado o un sujeto civilizado supone la construcción de una categoría política para designar aquello dentro o fuera del margen estatal. No obstante, Scott sugiere una comprensión menos simple y dicotómica de gente fuera y dentro del estado.

En virtud de que describe el universo de las tierras altas del sur de Asia como una relación entre poderes centralizados y márgenes frecuentemente definidos en términos étnicos, entiende al estado y a las "tribus" como entidades mutuamente construidas. El hacer comprensible y también medible a la gente susceptible de ser dominada implicó para los administradores del estado que sus investigaciones catastrales se toparan con una barroca complejidad que doblegó su manía de imponer un orden clasificatorio. Scott (2009: 238-242) se pregunta, ¿cómo proceder cuando la mayoría de las designaciones "tribales" fueron términos derogatorios aplicados por extraños y no usados generalmente por la gente que fue así designada, dada su carga peyorativa ("esclavos", "comedores de perros") o genéricos en un sentido geográfico ("gente de las montañas", "gente de corriente arriba")? Igualmente, aunque también se utilizaba el lenguaje como un criterio censal, cuestiona que los grupos lingüísticos no fueron establecidos por herencia, ni fueron estables a lo largo del tiempo. Una población podría ser denominada como "kachin", ya que podría vestir y casarse como kachin, pero su idioma podría estar más cerca del birmanio. De tal forma que criterios usados antropológicamente pudieron tener poco contenido si se comparaba con lo que pasaba realmente. El carácter no estático de las formas de identificación de la gente de las montañas refiere a la existencia de una "zona de fractura" del orden estatal. No había en sentido estricto consideraciones que refirieran a la existencia de "tribus" cuyos criterios objetivos de carácter lingüístico, biológico, geográfico, genético o cultural distinguieran a un grupo de otro, más bien las identidades étnicas fueron creadas políticamente en relación con la posición de un grupo contra otro en competencia por poder y recursos. Por consiguiente, la aspiración básica fue la elección entre la incorporación al estado o el rechazo a ella. En torno a esto, Scott indica que las identidades étnicas y tribales durante los siglos XIX y XX estuvieron asociadas a deseos nacionalistas y a la aspiración, a veces frecuentemente frustrada, de crear seres estatales. De hecho, el deseo de formar su propio estado-nación ha animado a mucha etnias de Zomia, un aspecto paradójico que recuerda el "narcisismo de las pequeñas diferencias" cruelmente manifestado en recientes años en los Balcanes. Así, en un sentido que ya establecía Marx, como lo recuerda Scott, las etnias emergen como una construcción histórica en circunstancias que no eligen. Por eso es factible percibir —no sólo en Zomia sino en otros paisajes sociales— que la gente se ha movido dentro de las categorías del estado y aquellas que no las hacen ser clientes de éste, pero reformulando siempre los parámetros de sus subjetividades, comunidades e historias.

La creación del sujeto ideal del estado estuvo relacionada al control del trabajo, para lo cual la guerra, el esclavismo y la coerción jugaron un papel determinante. De hecho, para Scott (2009: 12-13) la eliminación y estandarización de comunidades relativamente autónomas y auto-gobernadas pudieran ser descritas bien con la noción de colonialismo interno, cuyas consecuencias fundamentalmente tuvieron que ver con la desaparición de todo lo que pareciera vernáculo: lenguas, técnicas de agricultura, prácticas religiosas, arquitecturas, etcétera. A ese sujeto estatal podría reclamársele su mano de obra, sus cosechas y su vida, en caso de campañas bélicas. La soberanía sobre la población tuvo como asiento la uniformidad que los viejos estados agrarios lograron con el generalizado cultivo de arroz irrigado. Además, dio pie a la obsesión del estado por monitorear y enumerar campos y personas para compelerlas a cumplir con las obligaciones fiscales y proveer alimento para las cortes y los militares. Tal legibilidad no sólo permitió cubrir la condición indispensable de recursos, sino también la uniformidad y centralización permitida por el monocultivo, en tanto que generó igualmente patrones de homogeneidad social y cultural expresados en la naturaleza de la estructura familiar, el valor del trabajo infantil, los ciclos de fertilidad, la dieta, los estilos de construcción, los rituales agrícolas y el mercado.

 

La finitud y espiritualidad de la lucha material

Cortar la libertad de las personas comenzó por coartar sus actividades de subsistencia. Scott recuerda que manuales para formar un estado aconsejaban al rey prohibir siembras diversificadas en montañas y en tierras húmedas con el fin de involucrar a más gente en el cultivo exclusivo de arroz. Ante este paisaje cultural, Scott indica la presencia de espacios de resistencia, concebidos no tanto como lugares físicos sino como una posición social contraria al poder a través de actos de desafío por medio de cambios en las técnicas de agricultura, la huida, dispersión y lejanía de asentamientos. Cada gente tiene su propia historia particular como lugar de resistencia al estado, y mucha de ésta se refleja en historias orales, prácticas culturales y cosmologías. Es notable el ejemplo de poblaciones de los altos que se negaban a escribir su historia y a fundamentar la dinámica de sus instituciones en la sanción de textos escritos. Para ellos la narración oral tenía un valor democrático insuperable, en la medida que aseguraba un relato basado en el presente que impidiera la posibilidad de la creación de una genealogía que autorizara la emergencia de jerarquías, tal como ocurría con los vecinos estados. Había, pues, un rechazo a la escritura, o a la capacidad de leer y escribir, como una táctica para permanecer fuera de la codificación del estado, tal como las estrategias utilizadas mediante la agricultura en áreas dispersas. En suma, el carácter no civilizado de estos grupos, al no tener escritura y por tanto no tener historia, en verdad representó un rechazo a cualquier sentido de unidad creado hegemónicamente por las élites estatales. Por ello, cuando contaban sus historias entre iguales, es decir ante sus propias audiencias, en esos relatos constantemente se ajustaban al presente sus deseos por sobrevivir.

La formación del estado dio pie a la creación de marcos de referencia para ideologías y dogmas sobre salvación y progreso. Es extraordinario cómo sobre la base de esas proyecciones ideológicas gente insubordinada aparece en los registros del estado bajo el rótulo de una estadística o la noticia de sus acciones bárbaras, debido a sus insurrecciones o revueltas. Ese carácter contestatario y oposicional se fundamentó en heretodoxias religiosas y profetismos. Se trataba de ideas milenaristas circulando tanto en tierras bajas como altas que se fueron ensamblado a visiones del mundo de distintos grupos en los márgenes. Muchas de ellas eran impulsadas por líderes mesiánicos que de algún modo eran los intelectuales orgánicos de esos sujetos, pero fueron un motor permanente para crear nuevos grupos sociales, nuevas actividades de subsistencia, rituales, al mismo tiempo que conservaron siempre una reserva de esperanza de dignidad, paz y plenitud.

Scott otorga una temporalidad para comprender cabalmente el relato de esa gente que con relativo éxito se libró del estado por siglos. Como él menciona, tal periodicidad no opera para después de la II Guerra Mundial, cuando los cambios políticos tuvieron ecos en esta zona. No obstante, la riqueza de su trabajo reside en presentar un fragmento de una historia con connotaciones globales de poblaciones tratando de eludir al estado o siendo expulsada a sus márgenes. Se trata de poblaciones que no se sienten parte de una historia definitiva; ellas viven fuera del tiempo oficial. Su historia ciertamente es menor, ante los apoteóticos relatos de prosperidad y progreso esgrimidos por la racionalidad occidental; pero esa historia y su tamaño es justo lo que requieren para luchar por su autonomía.

 

Zonas de fractura y la tentación de un mundo mejor

Sin duda el trabajo de Scott es políticamente consecuente. Al definir su enfoque como anarquista representa una declaración temeraria en el ambiente académico norteamericano, muy cargado al conservadurismo, donde apenas una docena de intelectuales declaran serlo (Graeber, 2004). No hay nada sorprendente en esa declaración, en virtud de su conocida filiación intelectual que ha celebrado el carácter de anarquistas inmanente de los campesinos y otros grupos subordinados. Si cabe esa auto-definición política por la implicación que genera la obra, parecería tener sentido no como un acto propio de auto-clasificación o encasillamiento en un pensamiento ideológico, sino como una demarcación tanto contra formas de izquierda, que conciben al estado como principio organizativo y unificador para el socialismo, como contra visiones liberales democráticas que celebran el empoderamiento del individuo en el marco de los valores del mercado neoliberal. Una toma de postura así es destacable en términos de formas de construir el conocimiento y su relación con el poder. La gente de Zomia se negó a ser parte de una historia definitiva, una historia contada bajo las sucesivas ideas hegemónicas de viejos estados agrarios, soberanías coloniales basadas en gobiernos indirectos y estados nacionales con sus propios proyectos de uniformidad cultural.

Una paradoja encierra la obra de Scott. Por una parte, su recordatorio de existencia de gente no estatal representa un pase de lista para aquellos sujetos —indígenas no sedentarios de Sudamérica, gitanos, mongoles, bereberes y distintos pobladores de las partes altas del sureste asiático— con una larga génesis de rechazo al estado y a sus tropos de progreso, civilización y orden. Por otra parte, aunque su crítica sugiera un cuestionamiento a visiones positivistas de comprender al otro como objeto de estudio, frecuentemente emparejadas con la propia racionalidad de técnicas de control estatal, la idea de la existencia de esa gente sin estado, habitante de zonas inhóspitas, moradora de mundos anárquicos e intocados por la soberanía estatal —como parecieron ser los terroristas que atacaron las torres gemelas de Nueva York, en el "9/11" estadounidense— delinea un objeto de investigación que probablemente modificará los estudios de áreas culturales, tan importantes para la academia norteamericana. Una lectura como la nuestra, fuera de los círculos académicos de escritura y directa recepción del libro de Scott, tendría que tener otro énfasis, uno sin duda que subraya la existencia de una de "zona de fractura" que en México, y muchos lugares de Latinoamérica ha roto visiblemente con formas de mando estatal y ha cimbrado las bases epistemológicas del entendimiento de la otredad. Para el caso mexicano, tal zona de fractura está constituida por el movimiento zapatista, cuya lucha contra el estado y el capitalismo —como relaciones sociales para generar desigualdad— y sus formas de autogobierno son en el mundo contemporáneo un notable ejemplo, una opción y una tentación para creer en un mundo mejor.

Una fuerza identificante ha definido los espacios de estado. La creación de sujetos ideales de gobierno refiere a los efectos que se ha tenido en crear conocimientos y conceptualizaciones para la categorización de ellos. La historia mexicana tiene su propia narrativa de progreso basada a un concepto que, aunque cambiante, implica la constitución de una unidad homogénea. En el contexto del despliegue de poderes globales, esa unidad supuestamente es blanco de un cuestionamiento para celebrar la diversidad. El carácter político de esa identidad supone el desarrollo de una sociedad plural y multicultural, dentro de la cual el zapatismo pudiera, como se ha pretendido lograr, ser reducido a un movimiento indígena. La narrativa universal del estado trata de construir imágenes y conceptos coherentes de conocimiento y control. De tal forma que un movimiento indígena de un mundo posmoderno, asegura la suficiente coherencia para ser sujetos de control y mando. Como lo recuerda Scott, el poder requiere unidades legibles, cuyos rasgos —culturales— las doten de esencias incambiables a lo largo del tiempo. El zapatismo se ha expresado como una lucha con fuertes contenidos históricos y morales. El sustrato para el levantamiento es un largo memorial, para usar el término de García de León (2002), de agravios, despojos y amenazas organizadas por el estado. La resistencia abierta de la gente zapatista comenzó con ese relato también global de gente-que-huye-del-estado para encontrar refugio en sus propias montañas y llevar a cabo una guerrilla, como en el mismo caso gente pobre de Guerrero lo hizo en su momento. La confrontación militar en las olas de violencia estatal a lo largo de siglos, sin embargo, no representa para los zapatistas la opción para conceptualizar el cambio. Como se ha dicho repetidamente luego de las escaramuzas de esos días de enero de 1994, los zapatistas no han vuelto a disparar una sola bala. En contraste, ellos han desplegado otras formas de lucha basadas en sus ideas y prácticas de autonomía, constituyendo un verdadero desafío al pensamiento dominante que ha opuesto la estigmatización para caracterizar a estas gentes como fuera del estado y no estandarizadas según la nominación de categorías étnicas que los pudiera reducir a seres ideales de los poderes globales.

La gente de las colinas del sureste asiático construyó en los márgenes una estructura social flexible mediante su movilidad física, su agricultura en zonas escarpadas, su heterodoxia religiosa, su rechazo a la cultura escrita y la preeminencia de la oral. Esas personas, dentro de un pensamiento identificador y ontológico, compuesto por la retórica del progreso (Adorno, 2005 [1970]: 142-146), fueron objeto de estigmatizaciones cargadas de conocimiento positivista que denominó a esos seres de las parte altas como primitivos. Los zapatistas han opuesto al establecimiento de una organización estatal la necesidad de construir un nuevo mundo con el anhelo contenido en el "preguntando caminamos" (Esteva, 2006: 14; Holloway, 2010: 62), una ética de gente igualitaria que comparte la propiedad de la tierra y que ha buscado eludir en sus vidas los principios jerárquicos. Ante el pensamiento identificante que los redujo a indígenas como una categoría políticamente controlable, los zapatistas emergieron como un sujeto de cambio consciente de sus propias historias y sus propias formas de contarlas. Ante visiones positivistas que cuestionan la oportunidad perdida por los zapatistas para unirse al curso liberal de la participación política, ellos piensan en otros mundos que no tengan cabezas ni centros que dominen y donde no existan desigualdades ni clases. Ante las estigmatizaciones de las que han sido objeto, su primitivismo se esconde en una máscara que les impide mirar las "bondades" de la civilización —basada en el despojo universal y la completa sumisión del trabajo vivo—. Lejos del ordenamiento positivista que no atina a saber por qué esta gente contradictoria acumula incomprensibles metáforas de su pasado y ellas mismas reflejan intereses de sus relaciones presentes, los zapatistas se manifiestan en nuestros días como los más legibles seres no estatales y anticapitalistas que políticamente los convierte en sujetos a la vez amenazantes para el pensamiento que identifica, controla y anula, y atractivo para una identidad que niega esas identificaciones.

 

Bibliografía

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