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Espiral (Guadalajara)

Print version ISSN 1665-0565

Espiral (Guadalaj.) vol.18 n.50 Guadalajara Jan./Apr. 2011

 

Estado

 

Símbolos, lenguaje y espectáculo en la democracia: el escepticismo político de Murray Edelman1

 

Symbols, language and spectacle in democracy: Murray Edelman's political skepticism

 

Alejandro López Gallegos*, Aquiles Chihu Amparan*

 

* Investigadores del Departamento de Sociología en la UAEM Ixtapalapa alejolo@yahoo.com.mx, chaa@xanum.uam.mx

 

Fecha de recepción: 13 de noviembre de 2008
Fecha de aceptación: 06 de marzo de 2009

 

Resumen

El objetivo de este artículo es analizar la teoría de la política simbólica de Murray Edelman, a través del recorrido de tres de sus principales categorías: el simbolismo, el lenguaje político y el espectáculo político. El análisis simbólico de la política propuesto por Edelman combina una concepción manipuladora de los símbolos, en los que éstos son herramientas en manos de las élites políticas para mantener pasivas a las audiencias de la política, con una concepción constitutiva del lenguaje político. Aunque en buena medida inadecuada para captar las complejidades de la comunicación política contemporánea, el análisis simbólico de Edelman posee una vena escéptica sobre la política democrática que continúa siendo relevante actualmente.

Palabras clave: símbolos, lenguaje político, comunicación política, Murray Edelman, espectáculo político.

 

Abstract

The aim of this article is to analyze the theory of Murray Edelman's symbolic policy, by means of three of his main categories: the symbolism, the political language and the political spectacle. The symbolic analysis of the policy proposed by Edelman combines a manipulating conception of the symbols, in which they are tools in the hands of the political elites to keep the audiences of the policy passive, with a constituent conception of the political language. Although to a considerable extent inadequate to perceive the complexities of the contemporary political communication, the Edelman's symbolic analysis has a skeptical vein on the democratic policy that is still relevant nowadays.

Key words: symbols, political language, political communication, Murray Edelman, political spectacle.

 

Introducción

Pocos investigadores pondrían en duda, hoy en día, la importancia que tiene la cultura para la comprensión de los procesos políticos. Y, al mismo tiempo, pocos estarían en desacuerdo en considerar que esta área es una de las más controversiales en el análisis social, donde una y otra vez surgen propuestas y contrapropuestas respecto a las dimensiones de la relación entre cultura y política, las formas precisas para operacionalizar y medir dicha relación, sus consecuencias efectivas, o incluso el peso relativo de una dirección u otra de la misma (véase, por ejemplo, Burnier, 1994; Berezin, 1997; Weeden, 2002; López Lara, 2005; Olavarría, 2007; Castro Domingo y Tejera Gaona, 2009; Ghaziani, 2009).

Una manera de hacer avanzar esta agenda de investigación es ir más allá de los debates definicionales sobre qué es la cultura, y preguntarse más bien: ¿cómo trabaja la cultura en los procesos políticos? (Ghaziani, 2009: 587). Dentro de este contexto podría ser de interés revisitar a un autor que desde la década de 1960 trató de presentar una mirada alternativa a las relaciones entre cultura y política dentro del orden político democrático. Nos referimos a Murray Edelman. Edelman resaltó, dentro de la ciencia política norteamericana, la importancia de los fundamentos simbólicos de la política. El trabajo de este autor es reconocido como una de las fuentes originarias para el establecimiento del campo disciplinario de la comunicación política (Bennet e Iyengar, 2008) y, en definitiva, se le reconoce el haber contribuido a establecer un campo de estudios, el del simbolismo político, caracterizado por los cruces disciplinarios y metodológicos (véase Ewick y Sarat, 2004; Fenster, 2005). El objetivo de este artículo será recuperar críticamente tres aspectos desarrollados en la obra de este autor, que tienen relevancia para explorar las formas en que opera la cultura dentro de los procesos políticos: el simbolismo, el lenguaje político y el espectáculo político.

Desarrollaremos nuestro argumento del siguiente modo. En un primer apartado, describiremos la propuesta de Edelman del simbolismo como dimensión ontológica de la vida humana, que lo lleva a proponer una concepción del desarrollo del proceso político en la democracia de masas, lo que llamaremos el modelo de la "política simbólica". Este modelo era una crítica, fundamentalmente, al modo en que la perspectiva pluralista concebía el proceso político democrático, y al papel que se le asignaba al público masivo y a la opinión pública en dicho proceso. Edelman resaltó un tema que ahora está siendo reconsiderado por la sociología y la ciencia política: el del comportamiento del público masivo en términos de su vinculación emocional con los objetos y discurso políticos. La dinámica de pasividad (quiescence) y exaltación (arousal) —la dinámica fundamental de los públicos masivos en la democracia— era resultado del funcionamiento del simbolismo en la conducta humana. El modelo de la política simbólica expresaba un fuerte escepticismo hacia la democracia; una concepción que sobreestimaba tanto la racionalidad de las élites como la irracionalidad del público masivo en el proceso político.

En un segundo apartado recuperaremos la concepción del lenguaje político desarrollada por Edelman. Edelman consideró al lenguaje como una forma muy importante del simbolismo político. Edelman pudo detectar en el lenguaje una propiedad constitutiva de la realidad que resultaba ser un importante recurso político de dominación, pero también apuntaba a una formulación temprana de procesos de contrapoder o de resistencia política en el público masivo, un tema que prácticamente estaba ausente en el modelo de la "política simbólica".

En un tercer apartado, delinearemos la formulación de Edelman sobre el "espectáculo político". Describiremos este modelo como una síntesis entre el modelo temprano de la política simbólica, su complementación con la teoría del lenguaje político, y una conceptualización de la centralidad de los medios electrónicos de comunicación en el proceso político. En este modelo, Edelman no sólo arriba a una concepción específica de poder político, sino que también designa un modo específico de resistencia política. Finalmente, señalaremos los alcances y límites del simbolismo político edelmaniano y su "escepticismo político" frente a la democracia.

 

La política simbólica en la democracia de masas

Edelman formuló la teoría de la política simbólica como una crítica a la forma en que el "pluralismo"2 observaba a la política. En su formulación original, la política simbólica era un intento de resolver un problema que, en opinión de Edelman, era inadecuadamente abordado por la teoría pluralista, a saber, el de la pasividad política (political quiescence). La cuestión de la pasividad política tocaba un punto sensible dentro de la teoría pluralista. Dado que en su modelo, las élites son los actores centrales del proceso político, la pasividad política de los ciudadanos podría indicar que el modelo, más que ser democrático era, de hecho, oligárquico (véase Bachrach, 1973 [1967]). Los pluralistas sostuvieron que la pasividad política no contradecía el carácter democrático del modelo. La pasividad política no era sinónimo de carencia de poder; individuos y grupos pasivos no carecían de recursos para movilizar influencia política sobre las élites; la pasividad simplemente indicaba que, en general, estaban satisfechos con las decisiones de las élites y, por tanto, no existía ningún interés en participar políticamente. El punto central del tratamiento pluralista de la pasividad era subrayar la idea de que, aunque en el orden político pluralista las élites son centrales, el sistema era esencialmente democrático, porque los canales para la manifestación de los intereses de todos los grupos e individuos siguen abiertos. La pasividad política no es la característica intrínseca de ningún grupo social; todos los grupos sociales, no importa la cantidad de recursos que tengan a su disposición, en algún momento serán políticamente pasivos (o políticamente activos). En suma, la pasividad política no es un indicador de que existe dominación política.3

Para Edelman, la pasividad política tiene una fuente diferente a la que señalan los pluralistas. Edelman inicia problematizando lo que para los pluralistas es una evidencia clara: que la política es un procedimiento para satisfacer los intereses de los diversos grupos sociales; pero, ¿qué significa exactamente "satisfacer un interés"? Para Edelman, esta expresión admite dos respuestas: un interés se satisface obteniendo recursos tangibles, o bien, obteniendo "seguridad simbólica" (symbolic reassurance):

Pocos politólogos dudarían que, sobre la base de la evidencia de sentido común, las políticas públicas tienen valor para los grupos interesados en tanto símbolos y en tanto instrumentos para la distribución de valores más tangibles. El proceso político, sin embargo, casi no ha sido estudiado como proveedor de símbolos, no obstante de que existe una buena cantidad de evidencia [..] en el sentido de que los símbolos son un componente más central del proceso de lo que habitualmente se reconoce en los modelos explícitos e implícitos de los politólogos (Edelman, 1960: 695).

Edelman sostiene que en las condiciones de la democracia de masas norteamericana, la mayoría de los individuos muestra dos tipos de necesidades psicológicas apremiantes: 1) la necesidad de ajuste social, es decir, la necesidad de pertenecer a un grupo social, la necesidad de crear conformidad con un grupo de semejantes, y 2) la exteriorización de problemas no resueltos, lo cual se refiere a la necesidad de proyectar problemas privados hacia un objeto o actor externo al cual culpabilizar. Estas necesidades psicológicas aparecen en el contexto de la democracia de masas por dos razones. Por un lado, grandes grupos de individuos carecen de "organización con el propósito de perseguir un interés común", y por el otro, ante la falta de dicha organización, estos individuos aislados experimentan profundas ansiedades psicológicas cuando "experimentan condiciones económicas que, en alguna medida, amenazan la seguridad" de sus vidas (Edelman, 1960: 695). La provisión de símbolos satisface estas necesidades psicológicas del público masivo.

Sobre esta base, Edelman reformula el problema de la pasividad política. La pasividad política es el resultado de que, sistemáticamente, el proceso político produce satisfacción tangible para determinados grupos sociales, y satisfacción simbólica para otros. La "política simbólica" sería, entonces, las diferentes formas en que los actores y las agencias políticas manejan símbolos para producir "seguridad simbólica" entre grandes masas de individuos aislado e inducir, así, su pasividad política.

La política simbólica puede observarse en acción en dos niveles. En un primer nivel, la política simbólica aparece como una base ontológica de la vida política misma. La base ontológica de la "función simbólica" es la incertidumbre inherente a la condición humana. Los ciudadanos siempre estarán inciertos sobre si un sistema político en realidad responde a sus intereses. La participación electoral cumple una "función simbólica" al asegurar a los ciudadanos de que en efecto ocurre así. Las elecciones:

[..] dan a las personas una oportunidad para expresar malestares y entusiasmos, para disfrutar de un sentido de pertenencia. Es una participación en un acto ritual [..]. Como en todo ritual [..] las elecciones orientan la atención hacia los lazos sociales comunes y hacia la importancia y la aparente razonabilidad de aceptar las políticas públicas adoptadas. Sin un dispositivo de esta naturaleza, ningún sistema político puede sobrevivir y retener el apoyo o la obediencia de sus miembros (Edelman, 1964: 3).

En un segundo nivel, la política simbólica se manifiesta en la función rutinaria del aparato administrativo gubernamental; en la implementación de políticas públicas. Edelman se interesó, particularmente, por aquellas políticas públicas que tenían, presuntamente, como función redistribuir recursos entre la ciudadanía: reducción de desigualdades sociales mediante el otorgamiento de subsidios; regulación de precios al consumidor; política fiscal basada en niveles de ingreso, etc. Veamos, por ejemplo, el caso de las políticas de regulación. Según Edelman, en la década de 1960, las políticas de regulación eran el principal instrumento de intervención gubernamental en los procesos económicos en Estados Unidos. Mediante las políticas de regulación, el gobierno federal trataba de supervisar el comportamiento de las empresas privadas para que no realizaran prácticas potencialmente dañinas para los consumidores. Desde esta perspectiva, las políticas de regulación trataban de crear una cierta "redistribución" de recursos entre dos grupos: incrementar el poder de los consumidores sin recursos, frente a las grandes corporaciones privadas plenas de recursos. Esta política regulatoria, sin embargo, en realidad no funciona así:

[..] muchos de los programas públicos, sobre los cuales se piensa y se cree que benefician a los públicos masivos, en realidad benefician a grupos relativamente pequeños. Podemos mostrar que buena parte de la regulación sobre los negocios, así como otras políticas legales, confieren beneficios tangibles a los negocios regulados, al tiempo que ofrecen una garantía simbólica a sus beneficiarios ostensibles, los consumidores (Edelman, 1964: 4).

Las políticas públicas funcionan, pues, como símbolos que calman las ansiedades de grandes grupos de individuos desorganizados, al percibir que el gobierno se está haciendo cargo de resolver sus agravios.

La perspectiva de Edelman es una variante de los argumentos de los teóricos de la sociedad de masas,4 con su énfasis en la susceptibilidad de las masas a la manipulación política por parte de los líderes políticos. Sin embargo, hay dos puntos que se deben destacar de la política simbólica edelmaniana y que la distinguen de la posición de los teóricos de la sociedad de masas:

1. Para los teóricos de la sociedad de masas, la orientación simbólica es la antítesis de la acción política democrática. La orientación simbólica de la conducta política socava la legitimidad de las instituciones democráticas.5 En cambio, dice Edelman, la orientación simbólica puede ser fundamental para la continuidad de las instituciones políticas, incluso las democráticas, como lo vimos respecto a las elecciones.

2. Para los teóricos de la sociedad de masas, la manipulación simbólica sería propia de la política extremista y antiinstitucional (y por tanto irracional).6 Edelman, como hemos visto, sostiene que la manipulación simbólica es propia del funcionamiento rutinario de la política institucional y democrática.

La política simbólica de Edelman expresa, pues, un escepticismo de orden político, apunta hacia el optimismo pluralista sobre la posibilidad de un orden político sin dominación. Para Edelman, la pasividad política es el logro de la implementación de una política simbólica que genera sistemáticamente "ganadores" y "perdedores" en la distribución de recursos mediante las políticas públicas, al tiempo que oculta las fuentes de dicho resultado.

 

El lenguaje político y la realidad política

De las diferentes dimensiones del simbolismo político, parece ser que el lenguaje fue la que más consistentemente llamó la atención de Edelman.7 En su análisis, Edelman tomó como punto de partida la idea de la capacidad constitutiva del lenguaje respecto a la realidad social.

El lenguaje no es sólo un tipo más de actividad; es [...] la clave del universo del hablante y de la audiencia. Muchos estudiosos de la antropología cultural, la lógica y la psicología social han demostrado que esta función del lenguaje no es una influencia efímera, sino el factor central en las relaciones y la acción social (Edelman, 1964: 131).

Edelman resaltó, en primer lugar, las funciones políticas de los vocabularios. Según Edelman, las palabras, por sí mismas, generaban efectos políticos. Aquí, de hecho, Edelman hacía equivaler las palabras con los símbolos, en el sentido que vimos anteriormente. Dicho con más exactitud, las palabras efectuaban su función política específica, una vez que eran desconectadas de su función descriptiva y quedaban colgadas de la pura abstracción. Una vez efectuada esta operación, el lenguaje se convertía en un depósito de símbolos que activaban respuestas de pasividad o de excitación en los públicos masivos: "Una vez que se ha establecido que una palabra o una frase connotan una amenaza o una garantización [reassurance] para un grupo, puede convertirse en un estímulo para desencadenar energías" (Edelman, 1964: 116). Esta concepción del lenguaje como reservorio de símbolos condensados en palabras o frases le permitió a Edelman establecer una hipótesis sobre el uso del lenguaje político: dado lo anterior, la efectividad de un lenguaje en la política depende de su capacidad para lograr ese "desencadenamiento de energías" al que hemos aludido apenas. En otras palabras, el lenguaje político es efectivo sólo en la medida en que puede crear conexiones con el depósito cultural de imágenes que poseen los miembros del público masivo.

En su tipología de las formas del lenguaje político, Edelman vinculó los "escenarios políticos" con las formas del lenguaje. Según esta tipología (Edelman, 1964: 134-149), que el lenguaje funcionara simbólicamente en el sentido señalado en el párrafo anterior dependía de un escenario particular, específicamente aquel escenario en el que el "originador" del habla se relacionaba con una "audiencia pública". Mientras más pública la audiencia (hasta adquirir la forma de público masivo), más control tiene el originador sobre el vocabulario utilizado, y más la audiencia tiende a tratar dicho vocabulario de manera simbólica. En este extremo el lenguaje político es exhortatorio, y su función es precisamente desencadenar las energías de pasivización o de excitación que forman la dinámica normal de la política democrática. Existen otros escenarios políticos en los que la situación de habla se va modificando a medida que se restringe la audiencia. De hecho, Edelman propone un modelo interesante de análisis de la interacción política en contextos democráticos. A medida que la situación de habla restringe la amplitud del interlocutor, transitamos hacia formas de lenguaje menos abstractas y más funcionales para los interlocutores. Edelman establece una serie de gradaciones de este tipo entre el lenguaje legal, el lenguaje administrativo y el lenguaje de la negociación. Pero en todas estas situaciones de habla, aparte de los interlocutores la presencia del público masivo tiene efectos en la función política de estos lenguajes. Así, por ejemplo, según Edelman, el lenguaje de la negociación es un lenguaje puramente instrumental para los implicados en la negociación. No obstante, como de hecho, la negociación transcurre dentro de un ámbito democrático, el público masivo está presente en la negociación como juez último. Dentro de esta perspectiva, el éxito de la negociación, el lenguaje puramente instrumental de la misma debe también diseminar pistas simbólicas dirigidas al público masivo.

Edelman enfatizó que las palabras y las frases de un vocabulario desplegaban su poder político de manera más poderosa si funcionaban como metáforas. El pensamiento humano en general es metafórico y las metáforas infestan en lenguaje común. Ello es así porque lo que es desconocido, lo nuevo y lo ajeno son aprehendidos por los seres humanos recurriendo a lo que nos es familiar. En otras palabras, mediante las metáforas asimilamos lo que no comprendemos, haciéndolo equivalente con situaciones u objetos que sí conocemos y nos resultan familiares. Mediante esta equivalencia, los rasgos o los elementos de las situaciones o los objetos que no conocemos adquieren sentido, al hacerlos equivalentes a los rasgos o elementos de las situaciones u objetos que sí conocemos (Edelman, 1971: 67).

Las metáforas son poderosas políticamente porque cumplen funciones cognitivas, valorativas y afectivas. Cognitivamente, las metáforas describen una situación en la cual existen ciertos personajes con determinadas características y de esa descripción se desprende una estrategia para lograr establecer un futuro deseado, el cual se considera apropiado (Edelman, 1971: 70). Valorativa y emocionalmente, las metáforas permiten hacer juicios sobre las situaciones y los objetos desconocidos o ajenos, y también mediante las metáforas podemos orientar nuestra acción hacia aquellas situaciones u objetos (mostrando simpatía o antipatía, apoyo o rechazo, etc.). Como dice Edelman, las metáforas políticas, "resaltan los beneficios que se derivan de un curso de acción y diluyen sus resultados desafortunados, ayudando a los hablantes y a los oyentes a ignorar las implicaciones perturbadoras que dicho curso de acción puede tener sobre ellos mismos" (Edelman, 1971: 70).

Así pues, desde esta perspectiva el poder político del lenguaje también puede ser remitido a su "poder para crear realidades", lo cual es más claro si contemplamos la centralidad del lenguaje metafórico. Este poder político se hace más evidente en el caso de los "lenguajes profesionales". Edelman sugirió que los lenguajes profesionales funcionaban, fundamentalmente, a través de metáforas y su principal efecto político era la "despolitización". Edelman sostenía que, especialmente las "profesiones asistenciales" (helping professions)8 eran particularmente poderosas para crear el efecto de despolitización, precisamente por el poder metafórico de dichos lenguajes:

Etiquetar una actividad común como si fuera una actividad médica es establecer roles superiores y subordinados, hacer claro quién da las órdenes y quién las recibe y justificar, por adelantado, las inhibiciones impuestas sobre la clase subordinada. Esto se logra sin despertar resentimientos o resistencias, ni por parte de los subordinados, ni por parte de los extraños que simpatizan con ellos, porque sobreimpone una relación política sobre una medida, mientras que la sigue representando como una relación médica (Edelman, 1974: 297).

Edelman observó una afinidad electiva entre el lenguaje médico y el lenguaje político; incluso, más precisamente, entre el lenguaje psiquiátrico y el lenguaje administrativo. En primer lugar, parece que el lenguaje médico tiene efectos performativos: nominar a un objeto o situación mediante un término médico evoca inmediatamente, en quien lo escucha, que quien utiliza dicho término tiene también la capacidad de diagnosticar, la capacidad de probar que el término utilizado es el correcto para dicho objeto o situación. De la misma manera, en el lenguaje administrativo, la designación de una situación como problema social, tiene el mismo efecto performativo de asignar al administrador la capacidad de probar que los términos utilizados son correctos, y que posee la capacidad de resolver dicho problema:

[..] el lenguaje empleado implica que el profesional posee los medios para tener la certeza de quién es peligroso, enfermo o inadecuado; que él sabe cómo volverlos inofensivos, rehabilitarlos, o ambas cosas; y que sus procedimientos de diagnóstico y de tratamiento son tan especializados para el público lego como para que pueda comprenderlos o juzgarlos (Edelman, 1974: 298).

Por otro lado, el lenguaje médico es ambiguo, en el sentido de que "mezcla cognición y emoción". En otras palabras, el lenguaje médico parece beneficiarse de la lógica simbólica descrita por Edward Sapir (1999 [1934]), según la cual todos los conceptos referenciales, en última instancia, remiten a un simbolismo de condensación, cuya propiedad es poder liberar una energía emocional. De esta manera, cada término del lenguaje médico, detrás de su apariencia puramente descriptiva, en realidad también cumple con funciones afectivas, movilizando en quien lo escucha no sólo la atención cognitiva, sino también el impulso identificatorio de adhesión o de aversión, de pasividad o de exaltación: "El término 'enfermedad mental' y los nombres utilizados para designar los comportamientos desviados específicos alientan al observador y al actor a condensar y confundir varias facetas de su percepción: ayudar a la persona enferma que sufre, reprimir a los no conformistas peligrosos; simpatía para la primera, temor hacia los segundos, etcétera" (Edelman, 1974: 298).

No obstante, la propia conceptualización de Edelman lo condujo a proponer un tema que estaba completamente ausente en su modelo original de la política simbólica: el de la posibilidad de resistir, por parte del público masivo ignorante, a las seducciones del lenguaje político y del lenguaje profesional. El punto de partida era el poder constitutivo del lenguaje sobre la realidad. Edelman argumentaba que los lenguajes construían "mundos singulares". Sin embargo, sospechaba que existía un tipo del lenguaje más básico que otros y que, por tanto existían "mundos" más básicos que otros "mundos singulares". Se trataba del lenguaje cotidiano. El lenguaje cotidiano construía un mundo en el cual las "realidades" construidas por otros lenguajes (los especializados) aparecían como "aberración del buen sentido común": "Describir estas prácticas [las que los psiquiatras aplican sobre sus pacientes] en este lenguaje cotidiano evoca horror hacia los 'tratamientos' en una persona que toma la descripción de manera ingenua, sin el condicionamiento de la perspectiva profesional a la cual todos hemos sido expuestos en algún grado" (Edelman, 1974: 301).

A partir de esta premisa Edelman esbozó los contornos de lo que podría ser una "política de los lenguajes", es decir, esbozó la posibilidad de que el proceso político incluyera fenómenos diferentes a la dialéctica élites-públicos masivos, articulada en torno a las reacciones cambiantes de pasividad y exaltación. Esa política de los lenguajes consistiría en la posibilidad de contrastar los diferentes mundos singulares construidos por los diferentes tipos de lenguajes, lo cual permitiría revelar, precisamente, la naturaleza construida de esas realidades a partir del lenguaje, poniendo en cuestión una de las premisas del poder político de los lenguajes profesionales: la "naturalidad" de los mundos construidos por dichos lenguajes (Edelman, 1974: 303).

 

Símbolos, lenguaje y medios de comunicación: el espectáculo político

Así pues, para Edelman, la política era la construcción, realizada fundamentalmente a través del lenguaje, por el cual un sector muy reducido de la sociedad (los políticos profesionales y los que viven profesionalmente de los medios de comunicación) trataba, al mismo tiempo, de difundir la ansiedad generalizada entre el público masivo y garantizarle que el gobierno estaría ahí para aliviar esa inseguridad. En suma se trataba de una élite para la cual la política es su medio de subsistencia, que mantenía al crear continuamente el espectáculo político y legitimar sus intereses. Para Edelman el problema no era que el diseño de la democracia liberal y la intervención de los medios de comunicación en la política democrática contemporánea opacaran la importancia de la política para la vida cotidiana de las personas. Antes bien al contrario, quizá nunca como ahora los ciudadanos están convencidos de que la política importa, al menos en el sentido de que debe estar presente, aunque sea como incomodidad, en sus propias vidas. El problema para Edelman no es que haya ausencia de política, sino que hay demasiada política en nuestras sociedades. La cuestión es que esa política que existe con tanta evidencia es el espectáculo construido por los pocos verdaderamente interesados. Es por esta razón que incluso Edelman ve en la apatía política, no un mal de la democracia contemporánea, sino la evidencia de un acto de resistencia político:

[..] la mayor parte de la población del mundo [..] no tiene ningún incentivo para definir la alegría, el fracaso o la esperanza en términos de asuntos públicos. La política y las noticias políticas son remotas, pocas veces interesantes y, por lo general, irrelevantes. Esta indiferencia de "las masas" ante los entusiasmos y temores de las personas que medran con la atención pública prestada a las cuestiones políticas es motivo de desesperación de este último grupo. La indiferencia pública es deplorada por los políticos y los ciudadanos bienpensantes [..]. Esa indiferencia, que la ciencia política académica advierte pero trata como un obstáculo para la ilustración o la democracia, es, desde otra perspectiva, un refugio contra el tipo de compromiso que, si pudiera, absorbería en el activismo las energías de todo el mundo [..]. La indiferencia ante los entusiasmos y las alarmas de los activistas, probablemente siempre ha sido una fuerza política suprema, aunque sólo parcialmente eficaz y difícil de reconocer porque es una no-acción (Edelman, 1991: 13-14).

¿Cómo opera, entonces, el espectáculo político? Debe haber un objeto para la política, si no lo hubiera, la política como actividad especializada no tendría sentido; el objeto de la política son los "problemas sociales". Por otra parte, debe haber actores políticos; existen dos categorías centrales en este caso: los líderes políticos y los enemigos políticos. Finalmente debe haber un escenario. Para Edelman, el escenario principal de la política no son los parlamentos o las salas de juntas políticas; son los medios de comunicación, y más concretamente, las noticias políticas.

Edelman empieza su análisis con la noción de los problemas sociales (Edelman, 1991: 19-46). Para él los problemas sociales son construcciones que adquieren un carácter simbólico, en el sentido de que permiten condensar significados. Por ejemplo, la mención de un problema tiene el poder simbólico de negar otros; es decir, la formación de una agenda de problemas tiene el poder de apartar la atención de las situaciones que no se definieron como tales. Que un problema social sea un símbolo quiere decir también que adquiere significados diversos según sea el grupo social que lo perciba. Ello determina la explicación de la forma de actuar de parte de las agencias gubernamentales respecto a los problemas.

Para Edelman la definición de situaciones como problemas tiene como principal efecto el de producir lugares y personas con autoridad y poder. Esto tiene varias consecuencias. Por un lado existe un interés, por parte de las personas que tienen credenciales, en que se defina una situación perjudicial como problema, a fin de que puedan acceder a una posición de poder e influencia. Por el otro lado, esas personas se esfuerzan en mantener la definición de un problema que les permita conservar esas posiciones de autoridad.

Edelman también analiza a los líderes políticos como símbolos políticos (Edelman, 1991: 47-77). Para Edelman las ideas de los ciudadanos sobre los líderes políticos presentan serias contradicciones. En primer lugar, se considera que un líder adquiere esa capacidad por ser, fundamentalmente, un innovador. Sin embargo, resulta que para conservar la posición de líder, se requiere que se adhiera a una ideología ampliamente compartida. El líder no puede ir más allá de lo que sus bases de apoyo están dispuestas a ir. En segundo lugar, se considera que los líderes son importantes porque realizan acciones audaces en favor del bienestar público. Sin embargo, muchos de los líderes más reconocidos son los que más desastres sociales han producido. En tercer lugar, se considera que el líder posee talentos especiales, que tiene la capacidad de percibir las necesidades públicas y de proponer soluciones para satisfacer esas demandas. Sin embargo, para Edelman, un examen del proceso de toma de decisiones en las estructuras gubernamentales muestra que los líderes o los altos funcionarios tienen una participación mínima en las decisiones concretas que afectan al público. Edelman considera que el líder proporciona gratificaciones y compensaciones psicológicas para los actores en un mundo en el que predomina la confusión y la ambigüedad en la determinación de lo que es real. La idea del liderazgo hace comprensible un mundo social complejo, y mitiga la culpa y la angustia personales al transferir la responsabilidad a otro.

La construcción de las oposiciones tiene un papel importante en el mantenimiento de la estabilidad social: institucionaliza a la oposición política y recorta la posibilidad de propuestas radicales de cambio político. Al crearse un espectáculo de conflicto, se reúne apoyo público para los líderes y para los intereses que ellos representan. Una de las funciones más importantes que cumplen los enemigos políticos es el de facilitar la constitución de alianzas políticas. Las alianzas políticas son el resultado de la unión de actores en torno a causas o intereses comunes. En las sociedades modernas, donde el pluralismo se extiende progresivamente, las alianzas políticas no son posibles sino construyendo esas causas e intereses en común. La aparición de enemigos políticos permite esa construcción, pues al señalar una situación problemática prominente, se oscurecen las diferencias entre diversos intereses (véase Edelman, 1991: 78-104).

Edelman sitúa los problemas, a los líderes y a los enemigos como elementos centrales de una comprensión simbólica de la política. Esos elementos funcionan a la manera de símbolos como referentes que pueden suscitar significados diferentes según los perciban diferentes actores y diferentes grupos sociales, o bien como referentes que pueden condensar una serie de significados de manera que puedan establecer un orden en la experiencia de los actores y los grupos sociales. La apreciación que hace Edelman de los símbolos políticos es esencialmente crítica: los problemas, los líderes y los enemigos en política oscurecen el pensamiento e impiden la apreciación de los procesos estructurales que generan la desigualdad social.

¿Cómo han llegado a ser tan importantes en la política esos símbolos? Principalmente a través de los medios masivos de comunicación y por las noticias políticas que llevan a los espectadores aquellos símbolos que forman el espectáculo político y generan el interés en ese espectáculo (Edelman, 1991: 105-119). Las noticias políticas pueden realizar este cometido porque normalmente tienen dos características centrales. Son ambiguas y al mismo tiempo tienen la capacidad de captar la atención de ciertos grupos sociales y de despertar la indiferencia de otros. La ambigüedad se refiere al hecho de que las noticias no son meras descripciones objetivas de hechos, sino que son interpretaciones sobre esos hechos que, a su vez, deben ser interpretadas por los que las leen, escuchan o ven. Esto permite que las noticias tengan significados múltiples de acuerdo con el grupo social que las recibe. Desde otro punto de vista, ello quiere decir que las noticias no son un elemento de información para formar juicios políticos cada vez más racionales, sino que son instancias mediante las cuales los actores reafirman creencias previas. Esto último sucede porque las noticias no tienen un significado unívoco, sino uno construido de acuerdo con el contexto social del receptor de la noticia.

Las noticias provocan que los actores se enfoquen en determinados problemas sociales cuya resolución es considerada crucial para el bienestar público. Provocan también la atención en los líderes políticos como fuentes de decisión y de iniciativa para la resolución de esos problemas y en los enemigos políticos como fuente de esos problemas que es preciso eliminar. Todo ello forma en conjunto lo que Edelman denomina el espectáculo político. El espectáculo político es la forma de la política contemporánea. Mediante este espectáculo, son borrados u oscurecidos los procesos que conducen a la formación de las desigualdades sociales y económicas.

La politización es uno de los efectos principales del espectáculo político. Para Edelman la politización indica un interés en el espectáculo político, pero que no es indicador de la formación de un juicio más racional acerca de la actividad política. La politización hace referencia al sometimiento del público al lenguaje político.

El escepticismo de Edelman es extremo en La construcción del espectáculo político. La política no es una actividad con un contenido sustancial, es un proceso de mistificación que a cada momento muestra sus fracasos, pero debido al complicado sistema de formación del espectáculo político, los fracasos nunca han logrado hacer que las personas comunes y corrientes nieguen realidad a la política. La razón del poder de la mistificación se encuentra en ese carácter constitutivo del lenguaje que ya hemos mencionado; el lenguaje político crea una realidad, y ese poder es lo que mantiene atadas a las personas.

De manera consecuente con su diagnóstico, para Edelman el problema a resolver no es cómo hacer para involucrar más a la gente en la política, sino el contrario, hacer que la gente se desentienda del espectáculo político. Por ello, la solución al problema planteado es que la gente deje de politizarse, es decir, deje de quedar atrapada en el espectáculo de ansiedad y seguridad que le ofrecen los políticos, las instituciones de gobierno y los medios de comunicación.

Construir al mundo desde otro lenguaje que no sea el político podría aparecer como algo ajeno a la "política", pero sería algo profundamente "político". Es lo que Edelman trata de mostrar al averiguar el papel político del arte (Edelman, 1996). La clave es esta: así como el lenguaje político crea una realidad (el espectáculo político), otra forma de lenguaje debería hacer aparecer otra realidad, despertándonos del sometimiento al espectáculo político.

 

Discusión: alcances y límites del simbolismo político

Una vez expuestas las ideas centrales elaboradas por Edelman respecto a tres mecanismos de operación de la cultura en la política, habría que hacer un balance de las posibilidades y límites de dichas ideas. Llama la atención, en primer lugar, que Edelman trató de llevar la reflexión sobre la influencia del simbolismo político fundamentalmente al ámbito macropolítico, al ámbito de la relación entre líderes e instituciones políticas, por un lado, y el público masivo, por el otro.

La hipótesis central del modelo de la política simbólica (que la estabilidad de las democracias es producto de la manipulación simbólica llevada acabo por las élites, que permite ofrecer satisfacciones simbólicas a un público masivo ignorante y desorganizado) tiene que ser puesta en relación con las fuentes de las que Edelman extrajo su concepción del simbolismo como proceso humano. Cuando Edelman se propuso establecer "algunas características generales de los símbolos y de las condiciones que explican su aparición y su significado" (Edelman, 1964:) es significativo que sus dos primeras referencias remitieran a Edward Sapir y a Harold. D. Lasswell. Y es que en efecto, estos dos autores sentaron las bases de lo que podríamos llamar el "simbolismo político", incluso más específicamente, el simbolismo político politológico.9

Consideremos, en primer lugar, la concepción de Sapir. Su punto de partida era la cuestión clásica de la representación. Pero Sapir trasladó este problema de la representación más allá del ámbito mental o perceptual y lo conectó con el comportamiento. Desde este punto de vista, en una concepción "ampliada" del simbolismo, el proceso de representación ya no era simplemente entre marcas objetivas e ideas abstractas, sino entre formas de comportamiento: el simbolismo se manifestaba en conductas que por sí mismas no tenían sentido aparente, sino sólo en la medida en que eran sustitutos de otras conductas. Sapir se apoyaba en la experiencia psicoanalítica para enfatizar este punto: "Los psicoanalistas han llegado a aplicar el término simbólico a casi cualquier pauta de conducta cargada emocionalmente que tiene la función de satisfacer inconscientemente una tendencia reprimida" (Sapir, 1999 [1934]: 320). De esta manera, Sapir definió las dos características nucleares del simbolismo: a) que el símbolo era una actividad sustitutiva con respecto a otro tipo de actividad más "estrechamente intermediadora" [closely intermediating type of behavior]; en otras palabras, hay simbolismo cuando una actividad sólo tiene sentido en cuanto es remitida como representante de otra actividad más estrechamente conectada con sus consecuencias empíricas; b) funcionalmente, el simbolismo estaba conectado con una liberación de energía, "expresa una condensación de energía, cuya importancia real se encuentra fuera de toda proporción respecto a la aparente trivialidad del significado sugerido por su propia forma" (Sapir, 1999 [1934]: 320).

Sapir se refirió, a continuación, a su muy conocida distinción entre "simbolismo referencial" y "simbolismo de condensación". El simbolismo referencial, cumplía una función puramente cognitiva: un signo era utilizado para representar otro signo, objeto, idea o comportamiento. En cambio, en el simbolismo de condensación la función era la liberación de energía, de una tensión; cuando Sapir definió el simbolismo de condensación siguió la explicación psicoanalítica sobre lo simbólico: "es una forma sumamente condensada de comportamiento substitutivo respecto a una expresión directa, permitiendo una fácil liberación de una tensión emocional en forma consciente o inconsciente" (Sapir, 1999 [1934]: 321). El simbolismo de condensación tenía, sin embargo, un carácter fundamental respecto al simbolismo referencial. Aunque ambas formas de simbolización se entremezclaban en cualquier instancia concreta de simbolismo, Sapir no dejaba de enfatizar ese carácter fundante del simbolismo de condensación. En primer lugar, tenía precedencia cronológica respecto al simbolismo referencial; y, en segundo lugar, era probable que las instancias concretas de simbolismo referencial pudieran ser remitidas, en última instancia, a las funciones del simbolismo de condensación:

Incluso formas comparativamente simples de comportamiento son mucho menos directamente funcionales de lo que parecen ser, sino que incluyen, dentro de sus motivaciones, impulsos inconscientes, incluso desconocidos, para los cuales el comportamiento busca un símbolo. Muchas, quizá la mayoría, de las razones son poco más que racionalizaciones ex post facto de comportamientos controlados por una necesidad inconsciente (Sapir, 1999 [1934]: 322).

Por lo que respecta a Harold D. Lasswell, en un importante artículo de la década de 1930 (Lasswell, 1932) expuso una primera versión de esta articulación entre las funciones psicológicas de los símbolos y los procesos políticos. ¿Qué lectura específica desarrollaba Lasswell del psicoanálisis freudiano y qué consecuencias tiene sobre la elaboración de su versión del simbolismo político? En este artículo, Lasswell se concentró en la "estructura tripartita de la personalidad" descrita por Freud: yo, ello, superyo. Lasswell leía en esta estructura tres formas de "respuesta" hacia los objetos de la realidad externa por parte de la personalidad: al yo correspondería la respuesta de la "razón", al superyo le correspondería la respuesta de la "conciencia" moral, y al ello le correspondería la respuesta del "impulso", que Lasswell interpretaba como "necesidades biológicas".

Lasswell consideró, así, dos niveles de interacción política: la interacción entre el líder y las personas, y la interacción entre las instituciones políticas y las personas. En relación con el primer nivel, la descripción que hacía Lasswell, sugería las razones por las cuales era más probable que las masas respondieran a apelaciones de carácter inconsciente, sea en términos de conciencia moral o de satisfacción de impulsos biológicos (Lasswell, 1932: 530).

Lo mismo se podía decir respecto a la interacción entre personas e instituciones. Aquí, según Lasswell, se podían clasificar las instituciones de acuerdo a cómo apelaban a la personalidad de los individuos. Así, las instituciones económicas, políticas, científicas y tecnológicas apelaban a (y se relacionaban con) los individuos a través de la razón. Por otro lado, instituciones como la religión o el derecho estaban específicamente relacionadas con la conciencia moral de los individuos. Finalmente, instituciones como el arte y la sociabilidad cotidiana se basaban en apelaciones a los impulsos primitivos de los individuos (Lasswell los llamaba incluso "impulsos naturales"[p. 533]).

Este modelo le permitió a Lasswell asociar, finalmente, el uso político del simbolismo con la parte más "irracional" e incluso "natural" o "biológica" de los individuos y, además, vincular el predominio del simbolismo político con los sistemas políticos tradicionales y/o autoritarios. Así, por ejemplo, el proceso de las elecciones era una situación política predominantemente racional, mientras que los fenómenos políticos de masas eran predominantemente irracionales y primitivos.

Resulta ilustrativo comparar las características de este simbolismo político politológico con lo que podríamos llamar el simbolismo político antropológico/sociológico (Cohen, 1969; 1979; Gusfield y Michalowicz, 1984). Como hemos visto, en el simbolismo político politológico las funciones de los símbolos son consideradas fundamentalmente como psicológicas o referidas a la conformación de la personalidad de los individuos. En cambio en el simbolismo político de inspiración antropológica o sociológica, el simbolismo cumple funciones referidas a la conformación y transformación de colectivos humanos. Esta diferencia puede ser remitida, en última instancia, como lo señala Raymond Firth (1973: 130-156), a la influencia que tuvieron, a principios del siglo XX, Durkheim y Freud en el desarrollo del estudio del papel social de los símbolos. Mientras Durkheim estaba interesado en el simbolismo de los grupos y en la forma en que la solidaridad de los mismos era conformada mediante formas simbólicas, Freud estaba más interesado en las consecuencias clínicas de los símbolos sobre los individuos, en cómo los símbolos eran formaciones sustitutivas que le permitían a los individuos diferir problemas de disonancia en sus relaciones sociales más inmediatas. Mientras que la perspectiva durkheimiana tendía a asignar una función productiva y constitutiva al simbolismo en la vida social, la perspectiva freudiana tendía a observar el simbolismo como una reacción y un obstáculo al desarrollo de una vida social más armónica.10

En otras palabras, la forma politológica del simbolismo político tendía a ignorar algo fundamental proveniente del simbolismo político desarrollado por la antropología y la sociología: los símbolos constituyen aspectos ontológicos de la realidad social porque a partir de ellos se constituye el proceso de integración de las sociedades. A través de los símbolos se objetivan las relaciones sociales entre los hombres, las obligaciones y los derechos que se desprenden de esas relaciones, se producen recordatorios visibles de lo que los individuos deben al conjunto de la comunidad en la que pertenecen (véase Cohen, 1969).

Edelman retomó la distinción sapiriana entre simbolismo referencial y simbolismo de condensación, para producir una reinterpretación de la división del trabajo político, entre los políticamente activos y los políticamente pasivos. En la construcción política del significado habría dos niveles: el simbólico y el racional. En el nivel racional, el significado era el resultado de una sólida relación entre signo y referente, confirmada constantemente por la experiencia concreta con el mundo. El nivel simbólico, en cambio, sería el resultado de una relación laxa y lejana entre un signo y un conjunto de referentes empíricos difusamente delimitados. Según esta perspectiva, un significado racional permite la manipulación instrumental del mundo y sus objetos. En cambio, un significado simbólico no podría permitir dicha manipulación. ¿Por qué subsistiría, entonces, un significado simbólico? La respuesta de Edelman fue relacionar el significado simbólico con las funciones psicológicas de reaseguramiento simbólico. En parte esto no fue sino el resultado de la intuición inicial, elaborada por Harold Lasswell, de que los símbolos eran los sustitutos del discurso racional para las personas perturbadas psíquicamente. Edelman reincorporó esta cuestión en su perspectiva. El resultado, como dice Dittmer (1977), es un enfoque manipulativo que sobreestima las capacidades racionales de las élites y las tendencias irracionales de las masas. Si bien Edelman compartió muchas de estas afinidades, también se distinguió de ellas en varios sentidos.

Edelman construyó una concepción del papel del público masivo en la democracia que resaltó sus aspectos emocionales. Al resaltar estos aspectos, Edelman se contrastaba tanto con las teorías pluralistas como con las teorías de la sociedad de masas, respecto a la imagen que construían del público masivo y su relación con la democracia. Estas dos teorías podían ser interpretadas como las dos caras de una misma moneda. Por un lado, como ya hemos mencionado, para las teorías de la sociedad de masas, la propensión hacia la conducta "simbólica" ("irracional", "emocional") de las masas era, en primer lugar, un mecanismo funcional y rutinario de la forma de actuar de los sistemas políticos totalitarios y, en segundo lugar, en un contexto democrático, era asociado con la "política extremista", propiamente antidemocrática.

Por otro lado, en el caso de la teoría pluralista, la concepción del público masivo en el proceso democrático se relacionó con las primeras investigaciones empíricas sobre la dinámica de la opinión pública en Estados Unidos, dentro las cuales tuvo un papel destacado el trabajo de Phillip Converse (1964) sobre los "sistemas de creencias" en los públicos masivos. Converse extrajo tres conclusiones de su trabajo respecto a la forma en que el público masivo se relacionaba con la política. En primer lugar, que el público masivo mostraba una relación "poco ideológica" con la política, es decir, los públicos masivos no mostraban coherencia en sus posiciones respecto a los diferentes asuntos políticos; en otras palabras, el público masivo mostraba una atención fluctuante y escasa hacia la política. Converse concluyó que los públicos masivos se relacionaban con la política, fundamentalmente, a través de los "procesos sociales de difusión de los sistemas de creencias", llevados a cabo por actores de élite específicos. Converse veía estos procesos fundamentalmente como procesos de difusión de información. La información podría llegar en diversos grados a los públicos masivos, dependiendo de la acción de esos actores de élite. Según George E. Marcus (1988), esta concepción de los públicos masivos era coherente con una concepción pluralista de la democracia, pues el público masivo será uno más de los contrapesos que obstaculizarían las tendencias tiránicas en el gobierno de los hombres. Dado que en una sociedad pluralista los intereses son diversos y existen diferentes niveles de atención a la política, la democracia se define por un principio de "publicidad", es decir, por el principio de que:

[..] el medio fundamental para transformar las demandas faccionales, orientadas al interés propio, [es] la batalla pública [..]. Los temas divisivos no se resuelven, rápida y calladamente, por el medio expedito de contar a proponentes y oponentes. Sólo si se garantiza que los puntos de vista públicos sean puestos a prueba en la encrucijada de la política, para que sean sometidos a un escrutinio crítico público [..] la democracia podrá tener alguna posibilidad de obtener, exitosamente, el bien público (Marcus, 1988: 31).

Esta función era posible, fundamentalmente, por la funciones cognitivas de la "publicidad", es decir, de los procesos sociales de difusión de los sistemas de creencia, según la terminología de Converse: al quedar obligadas las élites políticas a "persuadir" a públicos normalmente desatentos, se ven obligadas a difundir información, lo cual, dice Marcus, tiene funciones de "ilustración política", tanto sobre las élites como sobre los públicos masivos. Del lado de las élites, el proceso de comunicación pública conduce a una reflexión sobre sus propios propósitos; del lado del público masivo, el proceso de difusión de la información lo vuelve susceptible de comprender los asuntos políticos y "movilizarse" en función de ellos:

Es probable que se produzcan dos consecuencias a partir de la persecución pública de la persuasión y la formación de acuerdos. Una es experimentada por los partidistas y otra es experimentada por los espectadores. En primer lugar, los partidistas que buscan obtener el apoyo de los espectadores, ampliarán sus reivindicaciones parciales en interés de la persuasión. De este modo, las reivindicaciones partidistas serán reformuladas y reconsideradas por los partidistas a la luz de su efectividad para lograr acuerdos, persuadir y movilizar. En segundo lugar, a medida que se obtiene la atención de los espectadores, es más probable que sean influidos. La movilización requiere que los espectadores estén informados sobre los temas y que los temas estén vinculados (Marcus, 1988: 37).

En resumen, tanto la teoría de la sociedad de masas como la teoría pluralista producen la siguiente imagen: el público masivo "democrático" se comporta cognitivamente respecto a los asuntos políticos, es decir, pone o no atención a los asuntos políticos en función de la información disponible y de la evaluación de sus propios intereses; si se comporta simbólicamente, ya no es un público masivo "democrático". Obsérvese la cuestión: en la teoría de la sociedad de masas, el comportamiento simbólico era sinónimo de manipulación totalitaria o de política extremista; en la teoría pluralista, el público masivo no podía sino comportarse cognitivamente.

El modelo de la política simbólica de Edelman sugiere una imagen alternativa del público masivo "democrático". Primero, porque según Edelman, la relación fundamental del público masivo con los asuntos políticos no es cognitiva/informativa, sino simbólica/emocional, y esto incluso (y quizá más fundamentalmente) en los sistemas políticos democráticos. Y segundo, porque es comportamiento simbólico/emocional, no es una "patología" del público; es efecto del carácter constitutivo del simbolismo en la vida humana. Desde este punto de vista, Edelman desarrolló un punto de vista escéptico hacia la democracia: a diferencia de lo que pensaban muchos teóricos de su tiempo, la democracia no prometía una "ilustración política" de las masas. Pero esto no era el resultado de un defecto contingente del proceso democrático mismo: la producción de "reaseguramiento simbólico" está en el propio mecanismo del proceso democrático. La democracia no era sino otra forma más de ejercicio de la dominación, donde el público masivo mismo era una construcción simbólica de las propias élites, pues como vimos, la construcción de la atención del público en la política era la definición misma del espectáculo político. Este escepticismo político le permitía a Edelman formular una teoría crítica de la política, basada en el concepto de dominación, el cual había sido expulsado del vocabulario politológico por el paradigma pluralista de la política.

Podemos hacer observaciones similares respecto al análisis que hace Edelman del lenguaje político. Como señalamos, la concepción edelmaniana del lenguaje era tributaria directa de la formulada por Edward Sapir. No obstante, hay una diferencia destacable. Sapir consideraba al lenguaje humano como la expresión más acabada del simbolismo referencial. Sapir consideraba que el lenguaje humano había aparecido a través de un proceso evolutivo que había autonomizado ciertas formas simbólicas de sus funciones de liberación de energía emocional, propias del simbolismo de condensación. Por esta razón, Sapir produjo una separación tajante entre lenguaje y emociones. Para Sapir el esfuerzo principal era el de poder definir al lenguaje como un "hecho de cultura", antes que como un "hecho de naturaleza". Dentro de este esfuerzo llama la atención cómo Sapir insiste en la falta de "localización" del lenguaje como función cerebral:

[..] el lenguaje en cuanto tal, no se encuentra localizado de manera definida, ni puede estarlo, pues consiste en una relación simbólica peculiar —fisiológicamente arbitraria— entre todos los posibles elementos de la conciencia, por una parte, y por otra ciertos elementos particulares localizados en los centros cerebrales y nerviosos [...]. Por consiguiente, no tenemos más remedio que aceptar el lenguaje como un sistema funcional plenamente formado dentro de la constitución psíquica o "espiritual" del hombre (Sapir, 2004 [1921]: 17).

Una consecuencia importante de esta "espiritualización" del lenguaje fue la tendencia a anular el papel de las emociones en la simbolización y comunicación humanas. Así, por ejemplo, Sapir enfatiza los aspectos cognitivos del lenguaje como capacidad de simbolización, mientras que los sentimientos y las emociones estarían ubicados más bien todavía en los remanentes animales del cerebro humano:11

[..] es preciso admitir que la ideación reina soberanamente en el lenguaje, y que la volición y la emoción están en él como elementos secundarios [...] El mundo de la imagen y del concepto [...] es el tema forzoso de la comunicación [...] puesto que sólo dentro de ese mundo, o principalmente dentro de él, es posible la acción efectiva. El deseo, el propósito, la emoción son el color personal del mundo objetivo [...] esto no quiere decir que la volición y la emoción no se expresen [...] pero su expresión no es de índole auténticamente lingüística. Los matices de énfasis, de tono y de fraseo, la variable rapidez y continuidad de lo que se dice, los movimientos corporales que acompañan al discurso, todas estas cosas expresan algo de la vida interna de impulsos y sentimientos, pero como estos medios de expresión, en último análisis, no son sino formas modificadas de la expresión instintiva que el hombre comparte con los animales inferiores, no se les puede considerar como elementos de la concepción cultural esencial del lenguaje (Sapir, 2004 [1921]: 48-49).

En contraste, como hemos visto, Edelman asignaba un papel fundamental a las emociones despertadas por las formas lingüísticas. No obstante, Edelman conservaba una cierta ambigüedad a este respecto. Por un lado, la distinción entre simbolismo referencial y simbolismo de condensación le permitía afirmar la división del trabajo entre los políticos profesionales y el resto de las personas, división que le permitía sostener la tesis de que los políticos profesionales podían utilizar la manipulación simbólica sin caer en las seducciones del simbolismo. Por otro lado, en diversas instancias, Edelman no deja de manifestar el carácter constitutivo de lo simbólico y del lenguaje en la realidad política, implicando que nadie podría escapar de dicho poder constitutivo.

Desde este punto de vista vale la pena destacar las continuidades de la reflexión de Edelman con un movimiento, dentro de la ciencia política, dirigido a replantearse la cuestión de las relaciones entre las emociones y los juicios y la cognición política (Marcus, 1991; 2000). Estas investigaciones se basan en los aportes más recientes de la neurociencia. El punto fundamental es que la formación de un juicio político (es decir, de una formulación cognitiva sobre el mundo) no es simplemente "coloreada" por las emociones, como sostenía Sapir; antes bien, las emociones forman parte integral de la formación de juicios cognitivos sobre el mundo; dicho en otras palabras, la formación de imágenes mentales por parte de los seres humanos depende de la activación de una red neuronal específica y dicha activación está asociada fundamentalmente con las emociones que el mundo exterior despierta en el organismo humano. George E. Marcus llama a esto el "modelo funcional" de la relación entre emoción y cognición política: "En lugar de presuponer que las emociones están separadas de la racionalidad o de la eficiencia del pensamiento y de la acción, los modelos funcionales de la emoción consideran si, y cómo, los procesos emocionales proporcionan beneficios adaptativos" (Marcus, 2000: 236).

Resulta interesante notar que estas investigaciones, por otro lado, tienden a confirmar una de las hipótesis fundamentales de Edelman con respecto a los efectos políticos del lenguaje. En efecto, según la literatura, las emociones más importantes que influyen en el comportamiento político son el entusiasmo y el miedo. Ambas emociones generan, cada una, un tipo de comportamiento que se corresponden con lo que Edelman llama "pasividad" (acquiescence) y "excitación" (arousal). El entusiasmo activa un sistema neuronal específico que le permite al actor no buscar información adicional de su ambiente, generando así un comportamiento activo de búsqueda de objetivos, de búsqueda de experiencia. Este sistema se llama sistema de predisposiciones, porque supone que el actor se comporta como si el mundo en el que se mueve en el presente es exactamente idéntico al que ha sido en el pasado y que ha incorporado como imágenes mentales que forman predisposiciones. Por su parte, el miedo activa un sistema neuronal llamado de vigilancia, que orienta al actor a un comportamiento de búsqueda de información adicional y, por tanto, de evitación del peligro; en este sistema el mundo exterior no está controlado por el actor, lo que lo remite a un comportamiento pasivo de contemplación y espera (Castells, 2009: 203-204).

Sin embargo, en otro nivel de análisis, esta concepción psicologista/emocional del papel de los símbolos resulta claramente insuficiente para dar cuenta de dinámicas políticas de nivel micro o incluso meso. En efecto, como lo han destacado otros autores que recuperan ciertas nociones del simbolismo político de corte antropológico o sociológico (véase Weeden, 2003), una forma muy productiva de ver las relaciones entre cultura y política es considerar las prácticas políticas como "prácticas de construcción de significado", y se puede considerar que la política es, también, una lucha por construir "la inteligibilidad" de los mundos habitados por los hombres. Desde este punto de vista, el simbolismo no es tanto un mecanismo de dominación, sino un terreno de luchas donde se construye la integración social, y es también un reservorio de recursos para una movilización política autónoma de ciertos grupos frente a otros (véase Dittmer, 1977; Cohen, 1969).

Esto es lo que hace que la perspectiva de Edelman ignore el tema de la agencia política. Por ejemplo, al analizar el "lenguaje político", de hecho, Edelman lo asocia únicamente con el que utilizan o los políticos, o las instituciones gubernamentales o los medios de comunicación. Edelman ignora todas la formas en que los ciudadanos y los movimientos sociales también ejercitan su lenguaje político para influir en esas otras instancias. En lugar de una política contenciosa, Edelman nos remite a una política de la separación (aunque no de la indiferencia o la apatía), una política del alejamiento. Por ello no es raro que cuando Edelman se ve confrontado con la necesidad de ofrecer una respuesta al panorama que él mismo ha registrado, de manipulación y opresión gubernamental y mediática, termine recurriendo a una propuesta donde el retiro a lo privado es la principal opción para combatir las ilusiones de la política. Aunque pertinente al mostrar los mecanismos mediante los cuales las ilusiones políticas son producidas y reproducidas, creando una dominación que apenas percibimos como tal, Edelman muestra los callejones sin salida que la propia democracia norteamericana tiene para examinarse críticamente: hastiado de esta publicidad electoral engañosa, lo mejor es retirarse al refugio privado de la familia, de los amigos, de la contemplación individual del arte; desde ahí, la esperanza consiste en examinar críticamente la realidad pública y oponerse al lenguaje de los políticos. Pero, a final de cuentas, ¿qué sería de una crítica que no tiene la posibilidad de expresarse públicamente, es decir, compartirse mediante un lenguaje político y convertirse en el núcleo de una colectividad que pueda oponerse contenciosamente a las pretensiones del espectáculo político?

 

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Notas

1. En el 2007 se puso en marcha el proyecto de consolidar un espacio destinado al acopio, análisis y divulgación de estudios en comunicación política en el Departamento de Sociología de la División de Ciencias Sociales y Humanidades de la Universidad Autónoma Metropolitana de Iztapalapa. El proyecto define una serie de acciones orientadas hacia tres objetivos principales: apoyo a la investigación, soporte a la docencia y desarrollo de vínculos con otros centros sobre temas asociados a la comunicación política. Este artículo es uno de los resultados del Laboratorio de Análisis de Comunicación Política que tiene su portal en el sitio de Internet: http://docencia.izt.uam.mx/chaa Agradecemos al Dr. Pedro Solís, Director de la División de Ciencias Sociales y Humanidades de la Universidad Autónoma Metropolitana Unidad Iztapalapa, su apoyo a la creación del laboratorio y el financiamiento a través del programa PRODES-PIFI. También agradecemos los comentarios de los dictaminadores anónimos de Espiral que nos han permitido mejorar la versión final de este artículo.

2. El término "pluralismo", como se sabe, hace referencia a una particular concepción sobre la democracia moderna, articulada fundamentalmente en el ámbito de la ciencia política norteamericana. Aunque sus orígenes pueden ubicarse en el clásico de Joseph Shumpeter (1971 [1942]), su articulación más coherente y conocida se encuentra en la obra del politólogo norteamericano Robert Dahl (1987 [1956]; 1991 [1987]). El enfoque pluralista posee tres proposiciones fundamentales. Primero, la sociedad está compuesta por muchos y diversos grupos sociales que buscan defender sus intereses particulares. En segundo lugar, las instituciones políticas democráticas son mecanismos para canalizar y armonizar esa diversidad de intereses particulares; las elecciones son el mecanismo fundamental en ese sentido. Finalmente, la orientación conductual hacia la política es el "realismo racional", es decir, cada grupo (o individuo) busca alcanzar el máximo de beneficio material dentro de las reglas del juego existentes.

3. La idea del ejercicio del poder como dominación sugiere que "la cantidad I de poder que cualquier actor puede ejercer es toda o nada, ciento por ciento o cero" (Dahl, 1991 [1987]: 31). Esta visión, asociada particularmente con una visión marxista de la política, es errónea, según los pluralistas, por dos razones. En primer lugar, porque es arbitrario suponer que el poder es algo que sólo admite dos posibilidades (poseerlo o no). En segundo lugar, esa concepción del ejercicio del poder obstaculiza la comprensión de las complejidades del mundo político; es irreal suponer, dice Dahl, que el mundo político se reduce a tres opciones: "dominar, ser dominado o retirarse a un aislamiento absoluto" (Dahl, 1991 [1987]: 32). La realidad política admite muchas otras formas de relación política: cooperación, reciprocidad, control mutuo. Desde un punto de vista normativo, para los pluralistas un orden democrático pluralista es la antítesis de cualquier forma de dominación; incluso con sus defectos dicho orden permite que "los miembros de un grupo más débil [combinen] sus recursos [elevando] los costos del control, [superando] la dominación sobre ciertas cuestiones importantes para ellos, y adquiriendo alguna medida de autonomía política" (Dahl, 1991 [1987]: 43). Edelman se interroga, sin embargo, respecto a los alcances reales de esos logros históricos del pluralismo.

4. Aunque las "teorías de la sociedad de masas" pueden remontarse a las preocupaciones de los filósofos conservadores respecto al despertar político de las masas como consecuencia de la Revolución francesa (Nisbet, 1988; Thomson, 2003), aquí nos referimos un conjunto de reflexiones producidas por filósofos y sociólogos políticos durante las décadas de I950 y I960, y que expresaban la preocupación de dichos intelectuales respecto a las consecuencias políticas de la modernización económica y social que experimentaron los principales países capitalistas después de la II Guerra Mundial. Su preocupación central se refería a las posibilidades de permanencia de una democracia pluralista en una situación de acelerada igualación de condiciones económicas dentro de la población, desarrollo de una cultura de masas y extensión de relaciones sociales burocratizadas. Según su diagnóstico, todas las tendencias anteriores creaban una estructura social novedosa: la "sociedad de masas". Ésta era una estructura social carente de asociaciones intermedias (asociaciones voluntarias, iglesias, grupos de ayuda mutua, pequeños negocios) que pudieran mediar entre los individuos y las grandes estructuras económicas y políticas. Con la progresiva desaparición de las asociaciones intermedias, la sociedad asumía la forma de una "masa indiferenciada", una colección de individuos sin referentes valorativos y psicológicamente alienados: el hombre-masa. Al hombre-masa lo guían en su conducta las necesidades afectivas de identidad y de búsqueda de seguridad; necesidades que son satisfechas mediante el apego emocional a símbolos abstractos (véase Selznick, 1951; Kornhauser, I960; Gusfield, 1962; Thomson, 2003). No obstante, debe subrayarse que las teorías de la sociedad de masas no constituían una crítica a la democracia pluralista; antes bien, las teorías de la sociedad de masas "se suman a la defensa de las virtudes del sistema político pluralista" (Gusfield, 1962: 24). Esto separa a Edelman de la corriente central de los teóricos de la sociedad de masas.

5. Por ejemplo, Philip Selznick escribe: "La atenuación cultural asociada con la masa se manifiesta en una peculiar relación del individuo con los principales símbolos culturales. Por un lado, el individuo es débilmente influido por dichos símbolos; el individuo no refleja la influencia de éstos en su conducta habitual. Al mismo tiempo, sin embargo, el individuo puede desarrollar un apego impulsivo a los símbolos —no a sus significados— especialmente a sus encarnaciones institucionales, si estos apegos prometen aliviar sentimientos de agresión". Esta paradoja es resultado de una separación, propia de la sociedad de masas, entre símbolos y significado. Cuando esto ocurre: "el contenido del símbolo puede ser manipulado impunemente; los actos realizados en nombre de ciertos valores pueden, de hecho violar su espíritu. El orden político establecido, ya no puede ser asumido como dado" (Selznick, 1951: 328-329).

6. Para el argumento de la vulnerabilidad de las masas frente a los encantos manipuladores de los liderazgos políticos extremistas, véase Kornhauser (1960). Para una crítica temprana del vínculo entre sociedad de masas y política extremista, véase Gusfield (1962).

7. Edelman le dedicó al lenguaje político dos capítulos en Edelman (I964), un capítulo en Edelman (1971), un libro entero (Edelman, 1977) y dos artículos (Edelman, 1974; I985).

8. Hay que señalar que, al utilizar este término genérico, de hecho, Edelman I estaba pensando en los usos políticos del discurso psiquiátrico, como veremos en la exposición.

9. Como veremos más adelante, utilizamos esta expresión para diferenciar este enfoque del simbolismo político que puede derivarse de premisas antropológicas (Cohen, 1969; 1979) o de premisas sociológicas (Gusfield y Michalowickz, 1984; Halas, 2002).

10. Véase, por ejemplo, el siguiente comentario de Raymond Firth: "dado que los símbolos eran un producto de la represión [formaciones gratificantes sustitutivas], y dado que el propósito de Freud era aliviar a las personas, lo más posible, del sufrimiento generado por la represión, conduciéndolas a comprender sus orígenes, él deseaba liberarlos de la tiranía de sus símbolos" (Firth, 1973: 156).

11. No obstante, debe mencionarse que desde finales del siglo XIX existían experiencias que sugerían que el lenguaje poseía una clara localización anatómica en el lado izquierdo del cerebro (Pullvermüller, 2002: 88).

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