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Espiral (Guadalajara)

versión impresa ISSN 1665-0565

Espiral (Guadalaj.) vol.17 no.49 Guadalajara sep./dic. 2010

 

Lecturas críticas

 

¿Ser o no ser? El realismo político y el multipolarismo del siglo XXI

 

Godofredo Vidal de la Rosa*

 

* Profesor-Investigador titular en el departamento de Sociología de la Universidad Autónoma Metropolitana, plantel Azcapotzalco, en la Ciudad de México. Correo electrónico: gvdr@correo.azc.uam.mx.

 

Fecha de recepción: 18 de mayo de 2009
Fecha de aceptación: 08 de septiembre de 2009.

 

...y cuando despertó aún estaba ahí.
El dinosaurio, Augusto Monterroso.

 

Introducción

Hace unos diez años el profesor Kenneth Waltz (2000) hizo una declaración en el mismo espíritu del epígrafe que encabeza este ensayo, apuntando que a cada derrumbe de las ideologías y utopías de la política internacional, el realismo político resurge con más fuerza. Esta Ave Fénix debe su vitalidad a que contiene algunas claves para la sobrevivencia, junto con algunas de las peores consejas de la destrucción. El realismo político es como la cabeza de Jano, que mira hacia la sensatez y la prudencia, pero inspira el abuso y la imposición. La causa de ello es que es una visión o perspectiva del poder y su uso. En los tiempos modernos, el realismo ha adquirido un aura ambigua. Por un lado, se le reprocha basarse en el cálculo del poder en las relaciones, al mismo tiempo que se aconseja seguir los instintos realistas como la marca del estadista. El realismo es la explicación del equilibrio y la prudencia basada en el cálculo del uso del poder. Aconseja prudencia al poderoso, por las consecuencias a largo plazo que su conducta puede engendrar, y al débil, actuar con cautela para no provocar la acción punitiva. Visto así es una ideología del statu quo. Una segunda crítica es la acusación de que el realismo político justifica el cinismo y la inmoralidad. La famosa frase de Max Weber, al final de su discurso sobre la vocación política, de quien quiera preservar su Alma debe alejarse de la política, simplemente asocia a ésta con la crudeza del cálculo de fuerzas y la política de intereses sobre la moralidad y el Bien Común. Hay mucho de sentido en estas críticas. Los adalides de la Realpolitik con frecuencia han sido furibundos enemigos de las libertades personales y han erigido al Estado como una deidad. Carl Schmitt y sus seguidores contemporáneos son un ejemplo. Pero el realismo político no se refiere a una posición política ética o (anti-ética) normativa, sino a una poderosa intuición de la realidad, respaldada en hechos y datos que, es cierto, se agrupan alrededor del Estado. Pero no es porque deba endiosarse, sino porque existe y existirá probablemente por un buen número de décadas por delante. Aun sin existir este, debemos ser realistas en un sentido básico de no confundir nuestros deseos con nuestras capacidades, nuestras ilusiones con nuestra realidad. La lección sin embargo no es que el Estado es omnímodo, sino que la sensatez política es innata al realismo político.

Este ensayo es una reflexión sobre esos asuntos y va precedido de un comentario sobre la predisposición en algunos públicos académicos y políticos a adoptar una posición de negación de la realidad, o anti-realista. En especial me interesa el abandono del realismo en los Estados Unidos en las últimas dos décadas, durante las cuales la efervescencia de términos metonímicos como globalización, modernidad reflexiva y post-modernidad, y otras igualmente llamativas como el "fin de la historia", el ocaso del Estado, el triunfo del mercado y el neoliberalismo y el choque de las civilizaciones ha obnubilado un hecho cierto acerca de la recomposición estructural de la distribución de poder político, económico y militar en el mundo.1

Hace ya algún tiempo que la noción de que la democracia liberal es obsoleta ha florecido en la clase política estadounidense. Desde dos vertientes, la democracia liberal ha sido diagnosticada como moribunda y fuente de debilidad. Los fundamentalistas cristianos y los neoconservadores. Los primeros son una gran masa de ciudadanos guiados por pastores ultra fundamentalistas que fustigan al Estado liberal, al liberalismo y su permisibilidad secular. Los segundos son un pequeño grupo de intelectuales con una enorme influencia en los círculos de poder empresarial, militar y político. Aunque estos últimos presumen de ser mucho más sofisticados que aquéllos, ambos coinciden en que el secularismo y el liberalismo en su versión moderna, de tolerancia y promoción de las libertades civiles es más que obsoleto, estorboso para el ejercicio del poder de los Estados Unidos en el mundo, y para la ordenación de los asuntos internos de la república estadounidense.

 

El retorno del dinosaurio

Muchas de las críticas al realismo y su versión académica son relevantes. Si el Estado es la unidad de medida de las relaciones internacionales y de la política en general, el conflicto es inevitable, y la guerra es una condición natural interrumpida por periodos de paz. El realismo justificaría el dictum romano si vis pacem para bellum. Un realismo imperialista se puede encontrar en Hans Morgenthau y antes que él en autores como el inglés Lindell Hall y hasta en el alemán Carl Schmitt; y en los Estados Unidos, en una larga lista de autores que Anatol Rapoport bautizó como neoclausewitzianos (Rapoport, 1968). Con frecuencia el realismo es identificado como inmoral, o un enfoque donde los valores morales son irrelevantes o peor, estorbos para el ejercicio plano del poder nacional y la comprensión de sus objetivos. Esta posición es cierta y es común encontrarla desde el estratega militar chino Sun Tzu, en el siglo IV y el historiador ateniense Tucidides en el siglo V antes de nuestra era, hasta Maquiavelo en el siglo XVI de nuestra era, o llegar a Hans Morgentau o Henry Kissinger en los Estados Unidos y Carl Schmitt en Alemania en nuestro siglo, pasando por teóricos como Max Weber. Sin embargo, el neorrealismo debe conceder que los valores cuentan, aunque con frecuencia en forma intermitente. La Corte de la Haya para crímenes de guerra y reglas mínimas que prohíben el uso de armas antipersonales y de guerra química son parte de estos valores que lentamente se han arraigado en nuestra era. Pero esto no es suficiente para conceder a los críticos del realismo que la interdependencia y las instituciones mundiales tienen la eficacia que se les atribuye. Hasta ahora, la Organización de las Naciones Unidas no ha evitado ninguna guerra importante y su capacidad de coacción a los Estados agresores es ridícula. El Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional o la Organización para el Comercio Mundial son descritas por la escuela neorrealista como instrumentales a la hegemonía estadounidense. Así que el realismo moderno no es incompatible con los valores morales, pero no se hace ilusiones sobre la naturaleza humana. La anarquía inherente a los asuntos internacionales y el orden resultante de la balanza de poder constituyen los elementos estructurales de la teoría neorrealista. Pero no existe un Leviatán que dé coherencia y sentido a la crudeza de la vida, sino sólo una precaria y cambiante balanza de poder (Waltz, 1979).

Probablemente no haya un consenso en el contendido temático de la palabra "poder" en los asuntos políticos. A lo largo de la historia, las fuentes del poder, sin embargo, han sido más estables de lo que pudiera pensar un observador de los vertiginosos cambios tecnológicos de la era moderna. En la Guerra Fría las armas nucleares impusieron tal elevación a los costos de ir a la guerra que provocaron una larga estabilidad bipolar. Mutual Assured Destruction (MAD) fue el dato básico de la balanza de poder del mundo bipolar. Cuando la URSS no pudo sostener el paso a la carrera armamentista, se inició una etapa nueva pero no inédita, desapareció el esquema bipolar, pero no el hecho fundamental —estructural— de la anarquía en las relaciones internacionales y el factotum de la balanza de poder como el regulado por las relaciones internacionales. El profesor Kenneth N. Waltz (1999) recuerda a sus lectores que no fue el mercado ni la globalización las que socavaron a la URSS, sino la propia inviabilidad e ineficacia inherente de un Estado totalitario para maximizar sus recursos de poder político, económicos, ideológicos, administrativos y por cierto militares. La lección es doble. La primera es contrarrestar la ilusión de que la interdependencia económica y el liberalismo fueron las causas del derrumbe soviético. La segunda lección es que la vía coactiva de extracción de recursos sociales por los regimenes totalitarios es una vía intensiva condenada a autodestruirse.

Parte de la clase gobernante estadounidense cometió el error de creer su propia propaganda y abandonó el realismo a favor de una versión —para usar los muy apropiados términos que introdujo el matemático y politólogo ruso-Estadounidense Anatol Rapoport (1968)— cataclísmica del fin de la historia, asociada al neoconservadurismo filosófico y al fundamentalismo cristiano. Los errores de cálculo de la clase gobernante estadounidense en relación a la invasión a Irak, y en general su política hacia el gran Medio Oriente, son bien conocidos y muchos, de hecho, anticipados (Mann, 2003).

 

El realismo clásico

Está lleno de pensadores extremadamente sutiles (Moseley, 2006). Pero en el terreno de la ciencia política fue instituido como una categoría respetable sobre todo por los trabajos de Kenneth Waltz. El neorrealismo ya no se refería a la enunciación de medidas o decisiones prácticas de la política del poder, sino a un enfoque o paradigma sistemático de comprensión de las relaciones internacionales. Waltz es un pensador sutil que acepta con humildad las críticas a sus teorías y ha tenido la satisfacción de ver desplomarse las teorías anti o post-realistas. Estas teorías surgieron en el último cuarto del siglo pasado y un autor las agrupó llamando las escuelas o enfoques neoliberales (Sanders, 1996). Dichas teorías sirvieron de estímulo a la creación de un mito: el de que la historia había llegado a su fin y la globalización instauraría mecanismos de solución de conflictos por la vía del comercio y la final disolución del Estado. Un socialismo inverso. Aunque la ficción fue abandonada por sus impulsores iniciales, como Francis Fukuyama, que rectificó su tesis inicial dando nuevos impulsos a la existencia y razón de ser de los Estados modernos (Fukuyama, 2004), en algunos medios del antes llamado "tercer mundo" persiste en la forma de obnubilación con la así llamada globalización. El neoliberalismo proponía que una especie de laissez faire-laissez passer mercantil disolvería los nudos conflictivos entre los Estados. Bajo el atractivo nombre de globalización, los Estados se convertirían en irrelevantes (véanse los ensayos de Susan Strange y Del Rosso en Daedalus, 1995). Pocos al sur del Río Bravo leyeron a Waltz advirtiendo que globalización era un eufemismo para Americanism, y que éste era un estadio pasajero de la historia de las relaciones internacionales (Waltz, 1998).

 

La ilusión de la Pax Americana y la realidad del nuevo multipolarismo

Durante dos décadas —en las que se anunció el advenimiento del fin de la historia—, los Estados Unidos ocuparon una posición única en la historia humana. El fin de la Guerra Fría acababa de golpe con el bipolarismo militar, el reto de los competidores económicos y tecnológicos aún era distante y las finanzas mundiales giraban alrededor del dólar. La posición estadounidense podría compararse con la del imperio romano. Con una diferencia: durante los siglos II antes de nuestra era hasta el IV de nuestra era, para Roma no existían competidores. China estaba demasiado lejos y encerrada en sí misma. Las potencias medias de la época no eran amenazas al corazón romano. Los bárbaros eran eso, bárbaros e incapaces de ofrecer un reto a la hegemonía suprema. Pero el caso estadounidense es singular por ser efímero. El unipolarismo ocultó en su seno el ascenso de competidores militares (Rusia), económicos y tecnológicos (la Unión Europea y los países del llamado BRIO: Brasil, Rusia, India y China), y los nuevos bárbaros se cuentan por miles de millones, algunos nativos —obreros desempleados— y los miles de millones de hombres y mujeres que le dan significado a la expresión "explosión demográfica" mundial.

En la diplomacia de los Estados Unidos, como ha observado un diplomático de alto rango de ese país, se entrelazan dos tradiciones. La liberal, que se califica como utópica, y el realismo de la superpotencia (Kissinger, 1999). Existe, de hecho, otra vertiente. Una que emergió recientemente y que pregona una resolución mesiánica y cataclísmica a la historia tal como la conocemos: la visión neoconservadora. Esta visión irrumpió dramáticamente al final de la Guerra Fría. Es una extraña quimera formada por distintas visiones irrealistas. La primera es la visión no secular del fin de la historia. La segunda es la del ocaso del Estado. Ambas son incompatibles: la primera afirma la supremacía del Estado estadounidense en una forma más bien imperial, pero no cosmopolita sino fuertemente nacionalista, antisecular y fundamentalista justificada por un "designio divino". Juntos, neoconservadores y neoliberales forman una extraña e inestable quimera. La precariedad del equilibrio de estas dos visiones fue posible sólo en el interregno postbellum de la Guerra Fría. En los Estados Unidos y también entre los crédulos del resto del mundo, se creyó haber llegado al fin de la historia (como en la frase hecha famosa por Francis Fukuyama, 1992). Pero la realidad, argumentó Kenneth Waltz, es que esta situación era transitoria; llevando el argumento más lejos, Waltz recordó a los estudiosos que las situaciones de orden unipolar son las más precarias de entre todas las posibles (Waltz, 2000a: 1). Los hechos son que si es verdad que la Unión Soviética desapareció y Rusia se convirtió durante dos décadas en un Estado casi fallido, los Estados Unidos terminaron lejos de tener las capacidades para convertirse en hegemón, y menos aun, en un hegemón benigno. En suma, los EU también han declinado relativamente. El aspecto más decisivo es el de su participación en la economía mundial real, es decir, su aporte a la producción de bienes y servicios más el consumo. Su participación en el Producto Mundial Bruto muestra una constante declinación relativa frente al avance de la Unión Europea, ante quien es inferior, y también respecto a los países que conforman el llamado BRIO (Brasil, Rusia, India y sobre todo, China), que aunque conforma una heterogénea variedad de economías, comparte claros objetivos de alcanzar el estatus de potencias mundiales.

En 2005 los EU representaban un impresionante 30% de la producción mundial, medido en dólares, pero sólo 21% si se usa la medición de paridad de poder de compra. El BRIC representa 23% de la producción mundial de riqueza, si usamos esta medición. Es decir, superan a los EU como países. Están muy lejos de igualar los ingresos per cápita de Estados Unidos o Europa, pero su poder económico es indudable. Muchos analistas serios estiman que pronto, tan sólo en cuatro décadas, China superará a los Estados Unidos como primera potencia económica del mundo. Y la economía hindú le pisará los talones: "El potencial económico de Brasil, Rusia, India, México y China es tal que serán [las] cinco economías más dominantes para el año 2050". La tesis fue expresada por Jim O'Neil, economista global de la correduría Goldman Sachs en 2005. Esos cinco países concentrarán 40% de la población mundial y un producto bruto combinado (medido en capacidad de compra) de $14,951 miles de millones de dólares

Aun concediendo que estas previsiones pecan de optimistas, no deben ser ignoradas. Estas estimaciones sólo son parte del cuadro total. La población total, el promedio de edad de ésta, los factores agrupados en la categoría de capital social y humano (por ejemplo normas de convivencia, habilidades técnicas y niveles de educación, junto a las consabidas mediciones de inversión local en investigación y desarrollo científico y técnico, infraestructura, eficiencia institucional, estabilidad política, etc.), son dimensiones que no se muestran. También hay que notar que México está fuera de la clasificación BRIC deliberadamente, según el reporte citado, porque sus líderes políticos creen que el potencial de este país está por arriba de los integrantes del BRIC, aunque una explicación más realista sugiere que la causa de esta auto-exclusión es porque desde hace dos décadas los gobiernos mexicanos consideran a la economía mexicana como enclave de la economía de los Estados Unidos (85% de las exportaciones totales de México van a los Estados Unidos; 51% de las importaciones totales de México provienen de los Estados Unidos). Contrastando, Estados Unidos y Japón presentaron en 2006 una relación exportaciones/PIB muy inferior a la observada en México: 7.9% y 14.9% del PIB, respectivamente, contra 29.8% del PIB en México apuntando el hecho de gran vulnerabilidad al comportamiento de las decisiones económicas en los Estados Unidos (Calva, 2008).

El ámbito de incertidumbre de los presagios de la correduría Goldman Sachs es bastante grande, si se considera que anticipar cuatro décadas adelante en el turbulento mundo de hoy es una actividad audaz. Por ejemplo, en un informe del gobierno de los Estados Unidos sobre el ambiente político y militar de la próxima década, se incluye a México entre los Estados débiles o en etapa de fracaso de su viabilidad estatal (JOE, 2008: 35). Lo que es cierto es que se está hablando de un mundo multipolar, con realineamientos geopolíticos y estratégicos potencialmente bruscos y riesgosos, caracterizados por una fuerte competencia por recursos y una panoplia de problemas comunes para los que no hay visos de solución. De este caldero saldrá la nueva balanza de poder del siglo XXI.

Los Estados Unidos han estado comprometidos con un esfuerzo de contención que les resulta demasiado costoso, visiblemente en el último par de décadas. Sus gastos militares son superiores a los de sus principales competidores económicos juntos. Así se repite la historia de las grandes potencias en declive que se desangran en gastos militares condenados a fracasar (Waltz, 2000a: 1; Kennedy, 1988). Estados Unidos es un deudor neto en una escala nunca vista desde el imperio español del siglo XVI.

Así que la globalización es un eufemismo que encubre la realidad. Waltz (1999) resalta que medida en términos de comercio internacional, actualmente estamos en los niveles de 1910, en la anteguerra mundial. Sin duda los países son interdependientes, pero no hay visos de integración económica o mucho menos de que los Estados sigan definiendo las reglas del juego económico mundial. Waltz es contundente en su apreciación de esta situación cuando escribe que "[la] interdependencia sugiere una condición de aproximada igualdad de dependencia entre las partes una de otra. Omitiendo la palabra 'dependencia' se ocultan las desigualdades que marcan las relaciones de los Estados y los hace aparecer en los mismos zapatos". Kenneth Waltz continua recordándonos que hace más de tres décadas escribió que la "interdependencia es una ideología usada por los Estados Unidos para camuflar la enorme influencia que disfrutan en la arena internacional, haciendo parecer que las naciones fuertes y débiles, ricas y pobres están comprometidas en la misma estrecha red de interdependencia" (Waltz, 2000b: 16).

 

El ocaso del realismo de fin de siglo

De Afganistán a Afganistán. En 1979, al invadir Afganistán, los gobernantes de la URSS forjaron uno de los clavos faltantes de su ataúd. En 2003 los EU invadieron Afganistán e Irak, su antiguo aliado contra Irán, sobre un montaje de información y errores de inteligencia pasmosos. Como nota el historiador Michael Mann (2004), es un imperio incoherente enfrascado en una aventura bélica incomprensible desde la perspectiva del realismo estratégico, o dicho más claramente, es una guerra que deterioró el poderío de los Estados Unidos.

Sucede que los líderes de los diversos Estados continuamente actúan negando la realidad. Actúan sobre expectativas falsas y sobre datos falsificados deliberadamente por ellos mismos. Esto es una anomalía frecuente en la presunción de que los gobiernos saben lo que quieren. Generalmente no es así, a medida en que los horizontes temporales se alejan y las intenciones de los competidores se pierden en la neblina de la incertidumbre. Entender las causas del abandono del realismo y del sentido de la realidad en la conducción de los Estados merece más atención por los politólogos y especialistas en relaciones internacionales. El problema es que también sucede con frecuencia que éstos también sean propensos a formular teorías irrealistas.

Tal es el caso de la negación del neorrealismo en la academia estadounidense y el auge de los enfoques neoliberales en muchos países del ex bloque soviético y de América Latina. Según éstos, el ocaso del Estado es predecible en la medida en que la interdependencia económica eleva los costos de la confrontación. De tal manera, el libre mercado abre las puertas a la paz perpetua. La cuestión es que el libre mercado es a la vez un producto de la estructura de las relaciones internacionales, cuyo actor principal son los Estados y su dinámica es la balanza de poder.

Dos explicaciones sobre la negación estratégica de la realidad están presentes en el enfoque neorrealista. El primero, en palabras de Kenneth Waltz, es que "los líderes americanos [estadounidenses] tienden a creer [que] la preeminencia estadounidense perdurará indefinidamente" (Waltz, 2000b: 37), y al corolario insensato de que el poderío estadounidense debe ser orientado hacia la contención de la emergencia de competidores potenciales. Esta ideología ha sido el eje de la política exterior de los Estados Unidos desde el inicio de la Guerra Fría hace medio siglo. La obsesión con el poder unilateral contrasta con las tendencias estructurales hacia el multipolarismo, tornando a los Estados Unidos en una fuerza potencialmente desestabilizadora. Pero el problema que surge inmediatamente es que si los Estados Unidos ya no tienen, desde hace algún tiempo, la capacidad de crear y mantener un orden mundial, entonces la anarquía en las relaciones internacionales tiende a crecer. Eso es exactamente lo que ha ocurrido en los últimos años y es la predicción de la tradición realista de análisis de la política. Sin una alternativa concertada a la realidad en un mundo multipolar, los problemas sociales se convertirán en problemas políticos y militares. El neorrealismo predice la anarquía y es escéptico ante la eficacia de instituciones mundiales. La única alternativa es la formación de una nueva balanza de poder a partir del realineamiento de coaliciones y alianzas políticas (y económicas y militares) que se equilibren entre sí. A diferencia del neoliberalismo, que supone el orden que emerge espontáneo de la interdependencia del mercado, el neorrealismo predice desorden, guerra y caos. Pero la predicción es alterable en tanto se internaliza en los estrategias, cálculos y estimaciones de los actores. Es decir, en tanto los actores deciden actuar realistamente.

La crítica más seria al neorrealismo es precisamente su falta de capacidad para ofrecer alternativas win-win. La falacia del neoliberalismo es creer que la ley de la oferta y la demanda crean esta solución (Sanders, 1998; Lane, 2002). El enfoque neoliberal plantea, entonces, un problema real. Si la balanza de poder está en flujo constante, la necesidad de mantener un orden en las relaciones internacionales depende de los alicientes a la cooperación interestatal. Estos alicientes no son, sin embargo, la estabilidad ganada per se debido a las instituciones transnacionales como la ONU, el FMI o el Banco Mundial. Están en la capacidad de comprensión común de los problemas mundiales. Es decir, una vuelta a la tuerca sobre el concepto "interdependencia". El neorrealismo comprende el uso ideológico de este término, pero minimiza el tipo de problemas que están fuera del alcance de políticas estatales unilaterales. Es decir, no da una respuesta adecuada al problema de la cooperación, bien conocido en la teoría de decisiones interdependientes; pero no debido a una fisura en su argumentación, sino porque afirma que la anarquía, la propensión a la guerra preventiva, está inmersa, es una probabilidad real inherente a la estructura de las relaciones entre Estados. En otras palabras, reitera el dictum de Clausewitz de que la guerra es la continuación de la política, y la política, la guerra en estado latente, y todo junto está en precario equilibrio en la balanza de poder de las relaciones internacionales.

 

El realismo político considerado en general

El realismo se asocia a una tradición milenaria de entender las relaciones entre los Estados. Vale decir que el realismo o neorrealismo no es una teoría que explique la violencia social en general, sino sólo en cuanto concierne a las relaciones internacionales. El Estado es el actor decisivo. Como es sabido, desde el siglo XIX se llamó Realpolitik a esta posición. La Realpolitik surgió a la par que la geopolítica y ambas de la falacia de que el Estado, a priori, se puede considerar como un individuo. Este error es muy común y ha sido demolido por la ciencia política contemporánea. El Estado no es un actor consciente. No existe razón de Estado como no existe Estado racional (como quería Hegel) y como no existe algo así como una "modernidad reflexiva". Son simples errores retóricos. Lo que sí existe son clases políticas que deben gobernar complejos institucionales y maniobrar en un agitado mundo donde existen otras clases gobernantes que promocionan intereses de los Estados que comandan. Como estas relaciones pueden ser cooperativas y/o conflictivas y siempre una mezcla de ambos motivos, el realismo es fácilmente definible como la capacidad de esa clase, o mejor, de sus miembros, de entender dónde están sentados, qué es lo que esperan de los otros, de qué recursos disponen y con qué habilidad o eficiencia pueden utilizarlos. Estos recursos forman un stock de poder político. Pero más que conocer sus fuerzas vis a vis las de otros Estados, comprender las consecuencias de las decisiones propias y ajenas es el mayor problema que enfrentan los estadistas o aspirantes a serlo. Es decir, consideramos realista a un político (o política), o a una clase política que comprende sus límites y sus posibilidades. La palabra "razón de Estado" es un recurso (metonimia) útil aunque impreciso, que no se refiere a que el Estado razone o sea producto de la voluntad racional, sino simplemente que existe un conjunto de instituciones e intereses bien definidos y más o menos constantes en el tiempo que guía el uso de los recursos estatales.

 

Recursos estatales y poder político: poder despótico y poder infraestructural

El realismo político versa sobre el poder de los Estados, pues si su centro de interés es la balanza de poder o el desequilibrio en la balanza de poder, las fuentes de poder de los Estados son la contraparte inseparable. Aquí también el neorrealismo es puramente enunciativo. Enumera los recursos y es capaz de visualizar la manera óptima de conjuntarlos vis a vis ciertos objetivos o percepciones sobre el entorno externo. Pero no ha desarrollado una teoría del Estado en los términos de la ciencia política o la sociología moderna. En eso existe un retraso metodológico y conceptual. Basta decir que el realismo y su versión estadounidense llamada neorrealista, requieren un bringing the State back in. Per contra, como ha notado el profesor Randall Collins, los politólogos y sociólogos políticos olvidan con exasperante frecuencia las dimensiones geopolíticas del Estado (Collins, 2004). El realismo originalmente se asoció a una especie de estatismo ontológico. Pero el Estado es sólo un ingrediente de la sociedad moderna. El Estado toma recursos sociales y los dirige a sus fines —los de las clases políticas que lo gobiernan—. Así que no hay necesidad de asociar el realismo a un tipo de régimen especial sino a la manera en que obtiene esos recursos. Los politólogos John A. Hall y G. John Ikenberry (1991), siguiendo los argumentos del historiador inglés Michael Mann (1988), han sugerido una diferencia elemental pero básica. Las dos formas en que el Estado accede a los recursos sociales son la despótica y la infraestructural, sugiriendo que esta última es mucho mejor para maximizar a largo plazo los recursos estatales. Básicamente se trata de la medida en que el Estado, por medio de sus políticas públicas, fortalece la capacidad de sus habitantes para engendrar riqueza, elevar su calidad de vida y, en general, fortalecer el capital social. El finado historiador Charles Tilly (2007) siguió una ruta muy similar al describir los procesos en que el Estado se relaciona con los grupos sociales. Las formas de poder infraestructural modernas se asocian a procesos de democratización. El realismo es compatible con estos procesos.

Pero si la democracia es compatible con el realismo en la política estatal, esto no significa aceptar el argumento de que entre las democracias no ocurren guerras. Como observa Waltz (2000a y 2000b; Mann, 2004), las democracias poderosas frecuentemente aplastan democracias en Estados débiles, y el que no estallen guerras entre Estados democráticos no significa que sea porque son democracias sino porque existe una balanza de poder que inhibe la agresión unilateral. Así que el imperativo de la seguridad es esencial al argumento realista. El fracaso para entender los problemas de la seguridad convierte a los Estados en Estados fallidos (Waltz, 2000b: 37).

 

La política realista y la ciencia política realista

El realismo político es, antes que nada, una actitud para actuar y entender. Pero la descripción de esta actitud se hace más complicada a medida que nos alejamos de la acción basada en el realismo y la reflexión sobre la realidad de la política. La Realpolitik es una invención germánica, y simplemente se puede entender como la predisposición a pensar la ambición germana a convertirse en gran potencia a fines del siglo XIX y principios del XX, pero sus antecedentes son remotos. La actividad política no realista está condenada a fracasar aunque no necesariamente sea irrelevante o inconsecuente. Movimientos utópicos fracasarán pero tendrán consecuencias reales. El realismo se refiere a la consistencia entre los medios y los fines.2 Así que es errado imputar al realismo político una actitud diabólica, que sólo atiende a los fines, indiferente a los medios, o una actitud cínica, que sólo atiende los medios sin ver las consecuencias finales de los actos. El realismo político se basa en una simple consideración de que la realidad existe, y en segundo lugar, que nuestros actos y los de otros tienen consecuencias en la realidad. El realismo político puede entonces definirse como una posición acerca de la valoración de nuestros medios y fines y los de los demás, sean adversarios o no. El realismo es simplemente la aceptación de que nuestros medios son inevitablemente limitados a cualquiera que sea nuestra ambición y que, por ende, ésta debe adecuarse a los medios. A estos medios los llamamos poder político. Son los recursos de que disponemos para influenciar a adversarios y amigos. Estos medios son recursos disponibles en el entorno de la organización social. Son económicos, ideológicos, administrativos, comunicativos y militares y/o coactivos. Generalmente estos recursos se encuentran juntos sólo en el Estado, éste puede y debe disponer de una combinación y tratar de potenciar o mejorar su capacidad de utilizarlos, aumentando su magnitud y la capacidad de maniobrarlos. Su disponibilidad es en sí misma un recurso cuya realidad debe ser bien entendida por propios y extraños, pues de otra manera decimos que somos ingenuos o no actuamos en la realidad.

El realismo en el análisis de las relaciones internacionales es también el enfoque prevaleciente en la ciencia política estadounidense (Walt, 2002; Keohane, 1986; Sanders, 1998). Su fuerza, paradójicamente, deriva del fracaso de los enfoques antagónicos, como el neoliberalismo y las grotescas versiones apocalípticas de los neoconservadores que han dominado la escena política en los Estados Unidos en las últimas dos décadas.3 El profesor Stepen S. Walt ha dado una lúcida expresión al estado de la teoría realista a principios de nuestro siglo XXI:

La teoría realista dista, desde luego, de ser perfecta, y su inventario de recientes innovaciones no puede oscurecer sus limitaciones. Muchas teorías realistas no son tan precisas como deberían ser, la teoría realista no aborda un número importante de tópicos (como el compromiso global creciente por los derechos humanos) y no puede dar cuentas de muchos aspectos de los cambios en las relaciones internacionales. El concepto central de poder no está bien conceptualizado, hipótesis básicas siguen sin ser sustentadas, y variaciones dentro de la familia realista han proliferado más rápido que los problemas que han resuelto. Considerando estos problemas, es claro concluir que la tradición realista es el peor enfoque para el estudio de las relaciones internacionales, excepto todas los demás (Walt, 2002: 230).

El realismo como enfoque analítico, sin embargo, es una teoría de la balanza de poder y sus patrones estructurales de cambio y estabilidad, que nos recuerda la importancia de la política y el poder nacional en las relaciones internacionales, para prevenir agresiones y para construir coaliciones, espacialmente cuando el antiguo orden ya no lo es y el nuevo no surge.

 

Bibliografía

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Notas

1 Queda fuera de foco el antirrealismo epistemológico y las corrientes posmodernistas francesas; también queda fuera de nuestra atención la contribución de estas epidemias intelectuales en la ciencia social mexicana.

2 Por eso el realismo político ha atraído a los practicantes de la teoría de juegos, como Grieco.

3 En la ciencia social, la ciencia política y las relaciones internacionales ha proliferado también versiones efímeras pero no por ello menos extravagantes que se agrupan en la sombrilla del "posmodernismo". Por ejemplo, una ciencia de las relaciones internacionales "feminista", una ciencia política posmoderna, etc. No me ocuparé de estas rarezas por mucho que hayan provocado estados de pasmo entre muchos profesores a lo largo y ancho de las universidades especialmente francesas, y de rebote, en México e incluso en los Estados Unidos.

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