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Espiral (Guadalajara)

Print version ISSN 1665-0565

Espiral (Guadalaj.) vol.17 n.49 Guadalajara Sep./Dec. 2010

 

Estado

 

La insurgencia reprimida. Regímenes de Seguridad Nacional contra la revolución

 

Insurgence repressed. National security regimes against revolution

 

Pedro Rivas Nieto*

 

* Profesor de la Universidad Pontificia de Salamanca. privasni@upsa.es.

 

Fecha de recepción: 06 de noviembre de 2008
Fecha de aceptación: 1° de abril de 2009.

 

Resumen

En este artículo se estudia tanto el concepto que los regímenes de Seguridad Nacional tenían de la llamada guerra revolucionaria como la respuesta que le dieron. Allá en donde implantaron su dominio —especialmente en el Cono Sur de América— pensaban que las guerras revolucionarias eran nuevas técnicas de lucha más que un tipo definido de guerra, que todas respondían al mismo modelo revolucionario y que eran la estrategia del comunismo internacional para adueñarse del mundo. Por eso atacaron con especial dureza a los movimientos de izquierda, pensando que eran la avanzadilla moscovita para acabar con las democracias latinoamericanas.

Palabras clave: Seguridad Nacional, guerra, fuerzas armadas, revolución, contrarrevolución.

 

Abstract

In this article it is studied the idea of revolutionary war in the National Security Regimes as well as the armed answer they implemented against it. These regimes believed this kind of war was defined by skills of fight -more than a definite way of war-, by an only revolutionary model all over the world, and because it was the strategy of the international communism to conquer the world. The National Security Regimes attacked left-wing parties because they were supposed to put and end to Latin American democracies.

Keywords: National Security, War, Armed Forces, Revolution, Counter-revolution.

 

1. Introducción

En Latinoamérica la represión de la insurgencia ha sido una constante durante el siglo pasado. Esto no diferencia al continente de otros, pues en el resto del mundo los alzamientos también se sofocaron, empleando métodos incruentos o bárbaros según fuera el caso. Lo novedoso radica en que en Iberoamérica, especialmente en el Cono Sur, se respondió a la revolución y a la guerra revolucionaria —a los intentos de hacerlas o a lo que simplemente sonara a ellas— con una doctrina consolidada y bien definida que, sobre todo, se empeñaba en defender la seguridad nacional como elemento indispensable de la convivencia y como motor del desarrollo y de la democracia. Y lo hizo con unos niveles de crueldad que sólo encontraron parangón en los regímenes comunistas, precisamente los rivales a los que despreciaba por su naturaleza perversa y cuya implantación en América querían evitar. La concepción que de lo revolucionario tenían los regímenes de Seguridad Nacional y los métodos que emplearon para enfrentarse a ello serán lo que se estudie en este artículo.

No está de más recordar que la guerra revolucionaria tenía características bien definidas, pese a que en el imaginario colectivo de cierta izquierda fuera tan sólo la respuesta del pueblo oprimido contra sus opresores, y en el de cierta derecha fuera la destrucción calculada de todo orden social. No era ni una ni otra. Sus perfiles los habían establecido sus creadores, que venían de continentes distintos, si bien todos habían estado marcados por la obra y el pensamiento de Lenin. La teoría esencial de ese tipo de guerra decía, grosso modo, que había que evitar los enfrentamientos directos con el enemigo porque éste —el Estado, que era capitalista y colonial— estaba mejor armado y mejor preparado para la batalla directa que los revolucionarios. El efecto de esta tesis era que la lucha era prolongada porque, salvo que la superioridad fuera muy notable, no se buscaba derrotar militarmente al enemigo sino acumular pequeños éxitos. Así que se descartaba el enfrentamiento entre países. La guerra revolucionaria era ofensiva y política al ciento por ciento porque la revolución, en sí misma, era siempre ofensiva, y acarreaba también la liberación nacional porque cualquier Estado integrado en el sistema capitalista mundial estaba en situación semi-colonial. Así que la guerra revolucionaria mezclaba medios psicológicos, políticos y operaciones militares convencionales con procedimientos que se asemejaban al terrorismo. Y dada la naturaleza de su causa, era imposible negociar con el enemigo cuya desaparición era necesaria para la victoria y la propia supervivencia; por tanto, era una guerra de aniquilamiento.

Quienes en un primer momento elaboraron la doctrina esencial para enfrentarse a ella fueron oficiales europeos y estadounidenses. Los primeros —franceses— lo hicieron a partir de su experiencia en Indochina y Argelia, y los segundos ahondaron en las conclusiones de quienes los precedieron y trasladaron sus puntos de vista a los oficiales iberoamericanos que se formaron tanto en los Estados Unidos como en la Escuela de las Américas del Canal de Panamá. Para todos ellos la guerra revolucionaria era la estrategia a escala mundial del comunismo internacional, cuyo fin era la conquista del mundo libre y la destrucción del capitalismo y de la democracia. Así que la doctrina de estos contrarrevolucionarios tenía también unos perfiles claros para contrarrestar la del enemigo. La doctrina contrarrevolucionaria insistía en que si la lucha revolucionaria tenía etapas sucesivas —subversión, insurrección, guerrilla y tropa regular—, cabía adaptarse a la lógica revolucionaria para contrarrestarla. Había que distribuir tareas entre la policía, el ejército y los jueces y prever las consecuencias de lo que se hiciera en la lucha contra la revolución. El gobierno debía organizar su estrategia según los fines políticos pretendidos y combinar los medios tácticos según los fines porque los revolucionarios sabían cuáles eran sus objetivos desde el comienzo de la insurrección. Si para contrarrestar la labor revolucionaria en el extranjero se daba ayuda exterior a un gobierno atacado por los revolucionarios, había que hacerlo cuando aún fuera posible aislar y eliminar al movimiento subversivo. En lo militar había que localizar al enemigo, aislarlo y suprimirlo. Había que conocer el terreno e infiltrarse en el movimiento, separar a las guerrillas de sus fuentes de abastecimiento e información, y acabar con sus miembros con fuerzas móviles que pudieran ejecutar sus acciones sin restricciones. En fin, las tácticas contrarrevolucionarias debían ser como las revolucionarias, con métodos de hostigamiento y ataque constantes, favoreciendo la deserción y la toma de prisioneros para obtener información de ellos. Esto era esencialmente lo que había que hacer para combatir la guerra revolucionaria.

 

2. La Doctrina de Seguridad Nacional y la guerra revolucionaria en Iberoamérica

La experiencia de los oficiales franceses en la guerra de Argelia y de Indochina marcó a quienes estudiaron la guerra revolucionaria para combatirla. Los seguidores en Iberoamérica de la doctrina de la contrarrevolución creían a pies juntillas que, en el campo de batalla de las sociedades democráticas, se libraba una guerra revolucionaria y pensaban que debían batir a sus contendientes sin remisión. Los arquitectos de la Doctrina de la Seguridad Nacional pensaban que el enemigo estaba al acecho en todos lados. Por eso es interesante plantearse la siguiente cuestión: ¿qué ideas tenían los partidarios de la Doctrina de la Seguridad Nacional en Iberoamérica con respecto a la guerra revolucionaria? ¿En qué pensaban que consistía? De esta manera podrá entenderse la naturaleza de su respuesta.

2.1 Tres principios básicos

2.1.1. La guerra revolucionaria como nueva estrategia del comunismo internacional

En primer lugar, opinaban que la guerra revolucionaria era la nueva estrategia del comunismo internacional. Es decir, en todo lugar en donde hubiera guerra revolucionaria se hacía necesario descubrir la presencia del comunismo. Se creía que los soviéticos pensaban que la victoria del socialismo pasaba por la conquista soterrada del Tercer Mundo y que, una vez lograda, se conquistaría el mundo. Mao insistía en que las guerras revolucionarias, cualesquiera que fueran, eran parte de la guerra por la libertad de todos los seres humanos en un nuevo orden mundial (Mao, 1963: 125) y lo mismo decían los revolucionarios como Ho Chi Minh, Nguyen Von Giap o Ernesto Guevara, así que la idea de descubrir la larga mano del comunismo detrás de aquéllas no era ilógica. Cosa distinta es que la interpretación que hacían los devotos de la Doctrina de Seguridad Nacional y la respuesta que daban fuera acertada.

En tiempos de Breznev al frente de la Secretaría General del PCUS, desde 1964 hasta 1982, la expansión soviética en África fue mayor que nunca y más intensa que la de Occidente, a quien se le suponían más ventajas para extender su dominio al ser el antiguo colonizador. Es cierto que la URSS relajó el control sobre la Europa del Este y para recuperarlo tuvo que acuñar el concepto de soberanía limitada;1 es verdad que en Oriente Próximo la victoria israelí en la Guerra de los Seis Días afectó negativamente a la URSS; pero la extensión del influjo soviético en África fue notable. En las antiguas colonias portuguesas de Angola y Mozambique prestó ayuda a las facciones comunistas, directamente o por mediación de Cuba; envió armas y apoyo a Somalia en sus reivindicaciones sobre Affar-Issas; prestó asistencia técnica a Etiopía y lo mismo hizo con el Zaire y las Guineas. La expansión soviética afectó al proceso de distensión y fue causa de recelo en EU.

2.1.2. Modelo único de revolución

Claro está que de este primer principio podía deducirse el segundo, pues si el comunismo estaba tras todas las revoluciones del Tercer Mundo, cabía encontrar un parentesco evidente entre todas ellas. No era necio intentar hallarlo porque había un modelo marxista de revolución en el que ésta era tanto un suceso como una tendencia de la Historia. La revolución no era ni un hecho individualizado e irrepetible ni la esencia del movimiento histórico, entendido éste como manifestación del comportamiento humano y de sus formas de organizarse. La revolución —decía el modelo marxista— no se copiaba a sí misma porque siempre era una ruptura y un salto cualitativo; implicaba al hombre y tendía a extenderse sin límites. Transformaba todo. No era una explosión irracional ni un motín y su condición permanente era la lucha de clases (Martín, 1977: 9-22). Debe recordarse que, pese a la coexistencia pacífica, no se renunciaba a aquélla. La coexistencia era una forma de lucha de clases entre el socialismo y el capitalismo. De la coexistencia surgían posibilidades de desplegar la lucha de clases en los países capitalistas. Al fin y al cabo, la revolución era "una inflexión en el caminar de la humanidad" (Martín, 1977: 76). Si todo esto se daba por válido, para comprender las revoluciones marxistas servía el mismo modelo tanto en el lado revolucionario como en su opuesto. Por tanto quienes aplicaban la Doctrina de Seguridad Nacional no necesitaban hacer distinciones entre guerrilla, guerra de liberación nacional, terrorismo o cualquier otra forma de subversión para combatirla. Todas ellas no eran más que fases diferentes de un mismo proceso: la guerra revolucionaria. Esta idea es descabellada porque falsea la realidad, pese a que en el pensamiento revolucionario también se hiciera lo mismo: todas eran fases de la revolución, que llevaría a la victoria final sobre el enemigo de clase. Con semejante mezcla y confusión conceptual, frecuentemente interesada, no es de extrañar el radicalismo de las posturas.

En este artículo sí se hará la distinción de la guerra revolucionaria con respecto a la guerra de liberación nacional, a la guerrilla y al terrorismo, y de las tres últimas entre sí, porque es esencial para explicar lo que ocupa a este trabajo y para poner de manifiesto algunas contradicciones. La guerra de liberación nacional difería de la revolucionaria en que a veces alcanzaba su objetivo político yendo de fracaso en fracaso militar. Bastaba con que los combatientes no perdieran, para ganar. Tácticamente no había diferencia entre la primera fase de una y de otra. La diferencia entre las dos estribaba en la situación política. La revolucionaria enfrentaba a dos grupos de la misma población que optaban al poder dentro del mismo país y la de liberación nacional enfrentaba a un grupo oriundo del país con la autoridad colonial, apoyada casi siempre por parte de la población nativa. Las guerras de liberación nacional solían acabar en el refuerzo del poder colonial o en una negociación con el colonizador, que llevaba a la independencia, y las guerras revolucionarias eran de aniquilamiento. Era fácil confundir ambos tipos de guerra por las similitudes tácticas y porque había casos en que ambas se mezclaban (Aron, 1993: 172173).2 Además, las guerras revolucionarias y las guerras de liberación colonial se daban a la vez en el tiempo y a veces en el mismo lugar. Con frecuencia en las guerras de liberación nacional, si la minoría la formaban comunistas o las dirigían, la liberación nacional llevaba aparejado el carácter revolucionario y la adhesión al bloque soviético; si la minoría tenía una parte comunista, Occidente dudaba entre favorecer la liberación nacional o frenar al comunismo; si la minoría era anticomunista, Occidente era partidaria de la liberación nacional, salvo el colonizador (Aron, 1985: 216).

La guerrilla carecía de contenido ideológico si respondía a la clásica resistencia patriótica —como ocurrió en España y en Rusia contra Napoleón—. Era una suerte de alzamiento popular en armas contra el invasor, desprovisto de carácter revolucionario. Se convertía en un sistema de defensa casi espontáneo, organizado para sobrevivir ante la incapacidad de las tropas regulares de garantizar la seguridad de la población. Por eso desaparecía cuando se expulsaba al invasor. El poder político del país en el que surgía no tenía interés en hacerla desaparecer si le ayudaba a combatir al enemigo. Sin embargo, la guerrilla revolucionaria se distinguía por su ideología y por su organización; sin ésta no había surgimiento del grupo armado. El poder político la perseguía y la combatía porque se alzaba en armas contra él; sólo desaparecía si era vencida o si tenía éxito en su causa revolucionaria. Era difícil acabar con ella si superaba la fase inicial y si obtenía el apoyo de parte importante de la población, es decir, del 15% o del 20%, porque podía disponer, por ejemplo, de refugios más seguros y de más movilidad sobre el terreno. La dificultad aumentaba si a esto se unía la presencia de asesores provenientes del exterior, que contribuían a mejorar su eficacia militar y política (Griffith, en Mao, 1963: 49-50). A las guerrillas revolucionarias solían ayudarlas desde el extranjero de forma interesada, aunque no era habitual que quienes las auxiliaban participaran directamente en combate. Además, tal y como advertía Walter Laqueur, la guerrilla solía ser un grupo numéricamente elevado de individuos armados —podía llegar incluso a diez mil personas—, que operaba como una unidad, atacaba a fuerzas enemigas, tomaba y defendía territorios —aunque fuera de manera efímera— y ejercía cierta forma de soberanía o control sobre una zona geográfica determinada y sobre su población (Laqueur, 1976: xi).

La estrategia de la guerrilla consistía en socavar la cohesión que las autoridades hubieran podido lograr. Querían impedir la consolidación de instituciones estables que emanasen del poder al que combatían. Sus blancos preferidos eran los mejores funcionarios y los peores; atacaban a los primeros para impedir que hubiera un servicio nacional eficaz y se dañase la legitimidad del gobierno, y a los segundos para ganarse la simpatía popular. Son de interés las palabras que Kissinger dedicaba a la labor de los insurgentes en la guerra de Vietnam porque son aplicables a cualquier guerrillero del tiempo revolucionario: "En la pugna entre la creación de una nación y el caos, entre la democracia y la represión, los guerrilleros disfrutaban de una ventaja enorme" (Kissinger, 1996: 684).

El terrorismo era cosa distinta. Es un concepto complejo cuyo significado ha cambiado durante los dos últimos siglos (Rivas, 2007: 115-126)3 para acomodarse al vocabulario político de cada época y eso hace que sea muy difícil definirlo (Rapoport, 1992: 1061). Merece la pena detenerse un poco en él. En los años sesenta y setenta el concepto de terrorismo servía para designar tanto a la violencia ejercida contra el colonizador como a la ejercida por grupos separatistas. Visto esto, no es absurdo que se llamase terrorismo a los actos de quienes luchaban en la guerra revolucionaria y en la de liberación nacional, tal y como hacían los contrarrevolucionarios y los defensores de la Doctrina de Seguridad Nacional. Pero al mismo tiempo este uso indica falta de precisión terminológica, que acarrea una interpretación equivocada del fenómeno y, por tanto, de las respuestas que se le dé. Los terroristas hablaban más de asestar golpes al sistema que de tomar el poder del Estado, que es lo que hacían los revolucionarios clásicos. Esto significa que los actores de la guerra revolucionaria no eran terroristas aunque sus tácticas lo fueran. Es decir, los oficiales franceses y los defensores de la Doctrina de Seguridad Nacional estaban errados. Sin embargo, si se aceptara la idea revolucionaria de que todas esas formas de violencia eran fases distintas de la revolución, los oficiales franceses y los partidarios de la Doctrina de Seguridad Nacional tendrían razón.

No fortalece este argumento el hecho de que el fenómeno del terrorismo sea algo ligado a la modernidad e indisolublemente ligado a lo político (Rapoport, 2006: 160).4 Pero sí ayuda saber que el terrorismo, desde finales de los años sesenta, adquirió notoriedad en las sociedades industriales avanzadas. La actuación de estos grupos se concentraba en países democráticos, en donde los niveles de tolerancia y de respeto a la ley eran mucho mayores que en las naciones con regímenes autoritarios. Por eso la acción terrorista no era habitual en los lugares en los que se desarrollaba la guerra de liberación nacional ni en donde había guerra revolucionaria, que a veces eran los mismos. Cosa distinta es —se ha dicho ya— que las tácticas fueran similares.

Es más, el terrorismo puro parece no tener límites jamás y su violencia es contraofensiva. Estas características parecen, a priori, ligar el terrorismo a la revolución y ayudan a la confusión. Sin embargo, el empleo de la fuerza que hace el terrorismo es también diferente del que llevan a cabo las guerrillas, aunque la distinción a priori no parezca tan clara. Es verdad que en algunos procesos insurreccionales del siglo XX el terrorismo fue la fase inicial de un plan de violencia preparada para precipitar estadios posteriores de violencia en los que, si el terrorismo funcionaba, apareciera la guerrilla y luego la guerra (Thornton, 1964: 92-93). Es en estos casos en donde era más fácil que se produjera la confusión en la que incurrían los defensores de la Doctrina de Seguridad Nacional y los contrarrevolucionarios. Las guerrillas solían emplear las mismas tácticas que los terroristas —secuestro, asesinato, robo— con los mismos propósitos —coerción, modificación del comportamiento ciudadano por medio del miedo...— y no solían llevar insignia que los identificase, ni uniforme. Pero existían diferencias fundamentales entre ambos conceptos. Tal y como se decía líneas atrás, la guerrilla era un grupo mayor de individuos armados que podía llegar a diez mil personas, que se comportaba como una unidad del ejército, que atacaba a fuerzas enemigas, que tomaba territorios y los defendía, y que ejercía cierto control sobre una zona y sobre su población (Laqueur, 1976: xi). Sin embargo, los terroristas no actuaban —ni actúan— enfrentándose al enemigo de la misma forma que las unidades armadas, no solían tomar territorios ni defenderlos, evitaban entrar en combate con las fuerzas regulares sabedores de que tenían todas las de perder y rara vez ejercían control o soberanía sobre los territorios y sus poblaciones. El terrorismo no pretendía la destrucción total de las fuerzas enemigas ya que quería afectarlas, sobre todo, política y mentalmente (Johnson, 1982: 153). Los combatientes de la guerra revolucionaria, que era de aniquilamiento, aspiraban a lo contrario. Además la guerrilla era fundamentalmente un fenómeno rural, mientras que el terrorismo era sobre todo urbano, pues en la ciudad se facilitaban la movilidad, el anonimato, los blancos que se elegían y el público al que se le dirigía el mensaje (Grabosky, 1979: 51-75). Para el terrorismo la eliminación de la víctima era un objetivo secundario.5

Hay que recordar además que el de terrorismo es un término que debe restringirse para situaciones de paz. La diferencia básica entre actos terroristas y crímenes de guerra cometidos por combatientes irregulares estriba en que los primeros se cometen en tiempo de paz y los segundos en tiempo de guerra. El mismo acto puede interpretarse de dos maneras diferentes. También hay que recordar que es cometido por grupos clandestinos, y no por fuerzas del orden o militares, lo cual no significa que las fuerzas armadas o las fuerzas de seguridad del Estado no cometan tropelías, sino que la denominación correspondiente a esa clase de barbarie no es "terrorismo". Por eso no es lo mismo el terrorismo que los crímenes cometidos por los gobiernos contra la población civil.

Esta extensa distinción era imprescindible para entender el segundo principio de la Doctrina de la Seguridad Nacional referido a la guerra revolucionaria. Si fuera verdad que todas las revoluciones tenían el mismo modelo, no extrañaría entonces —por ejemplo— que los estrategas de la Seguridad Nacional creyeran haber descubierto que los soviéticos habían elegido Vietnam para poner en práctica su nueva estrategia, y tampoco resultaría raro creer que, como respuesta, los Estados Unidos hubieran experimentado allí su nueva estrategia contrarrevolucionaria.

2.1.3. La guerra revolucionaria como técnica

El tercer principio que formularon los teóricos de la Doctrina de la Seguridad Nacional era que la guerra revolucionaria no era más que una cuestión de técnica. Era, simplemente, una nueva técnica de hacer la guerra. Lo que entonces cabía hacer era entenderla para elaborar técnicas opuestas adecuadas y lograr que la guerra revolucionaria se volviera contra sus autores. Esta idea no era un invento de los doctrinarios de la Seguridad Nacional, sino que venía ya de atrás. Para algunos de los generales que lucharon en Argelia, la guerra revolucionaria consistía en la capacidad de controlar a la población. Para lograrlo, los revolucionarios, que no tenían tropas organizadas, recurrían a los procedimientos de la subversión. Los revolucionarios —aseguraban estos teórico-prácticos— controlaban a las gentes mediante el terror y extendían la idea entre ellas de que podían castigar a cualquiera que colaborara con el otro bando. Su carácter revolucionario y la necesidad táctica les llevaba a instaurar una nueva "legalidad" mediante la cual se controlaba a la población y se castigaba a quienes no se sometieran a ella. Creían, entonces, los contrarrevolucionarios, que podían obtenerse los mismos efectos usando una "contratécnica". Con un terror de signo contrario podía aislarse a la organización clandestina y, de esta forma, destruirla. Al aterrorizar a la población se impediría que colaborara con los subversivos.

Es más, para estos estrategas las guerras y los fenómenos violentos del Tercer Mundo podían comprenderse sin ninguna referencia a la historia de los pueblos. Sin embargo, en sus obras sobre la guerra revolucionaria, Mao Tse Tung, Ho Chi Minh, Nguyen Von Giap y —en menor medida— Ernesto Guevara insistían en que las peculiaridades de la nación y del momento histórico construían el tipo de guerra, de defensa y de táctica. Al estar impregnadas de maoísmo, fuertemente nacionalista y preocupado por la identidad nacional, lo histórico cobraba importancia. Por eso no parece que fuera razonable que los contrarrevolucionarios prescindieran de las singularidades nacionales, salvo que ellos mismos se impregnaran de marxismo ortodoxo para eliminar lo histórico de la comprensión del fenómeno. Quizá pensaron lo siguiente: si la revolución rompía con todo orden pasado, también rompía con la historia e incluso con el caduco concepto de hombre que emanaba de tiempos prerrevolucionarios, así que la doctrina contrarrevolucionaria debía de hacer lo mismo.

Como breve resumen cabe decir que la Doctrina de la Seguridad Nacional descifraba la naturaleza de la guerra revolucionaria en virtud de estos tres principios. Es decir, aquélla era la nueva estrategia del comunismo internacional para derrotar a las sociedades libres e instaurar su régimen autoritario despótico basándose en una forma única de revolución para todo el mundo, en la que la guerra revolucionaria no era tanto un nuevo paradigma como un conjunto de técnicas nuevas. Sólo faltaba construir otros principios de sentido inverso para frenar la revolución armada. Era un razonamiento simple y directo.

3.2 Perversos resultados: la guerra contrarrevolucionaria en América Latina

Los principios esenciales que daban forma a la estrategia contrarrevolucionaria —citados en la introducción de este trabajo— se habían aplicado en Vietnam —la guerra de liberación nacional que se había convertido en guerra revolucionaria por excelencia— y habían fracasado. En aquel país asiático había técnicas duras para organizar a la población y mantenerla alejada de cualquier contacto con los subversivos —tales como emigración forzosa a las grandes ciudades o a aldeas-refugio, por ejemplo—, y procedimientos más livianos —aunque subvirtieran la lógica democrática— como labores de propaganda desaforada o control de toda crítica. En Iberoamérica se aplicaron procedimientos menos duros que los empleados en el país asiático porque, al fin y al cabo, no se vivía en medio de una guerra abierta.

En los Estados Unidos nació, por iniciativa de Kennedy,6 algo conocido como acción cívico-militar. Creyó descubrir una técnica fundamental para conquistar la simpatía de los pueblos seducidos por la revolución y pensó que la acción cívico-militar les mostraría que el gobierno era más eficaz que la revolución para remediar sus necesidades. No obstante, esta idea era un poco ingenua porque la experiencia histórica demuestra que los pueblos ocupados no simpatizan nunca con el ocupante. Los únicos que pueden llegar a hacerlo son las élites nativas y, si éstas gozan de predicamento y prestigio en el resto de la población, se puede lograr que la población civil vea con mejores ojos a los ejércitos ocupantes. Pero el efecto es poco duradero, intermitente y poco fiable (Calvo, 2007: 6-12). Pese a estos rasgos ingenuos —o quizá debido a ellos— el gobierno de Kennedy confiaba en las corrientes reformistas latinoamericanas "cuya fidelidad a la posición norteamericana en la guerra fría no había vacilado ni ante la sistemática ingratitud del [gobierno] de Eisenhower" (Halperin, 1990: 541). Su gobierno prefería soluciones políticas democráticas en vez de las autoritarias, tanto por convicciones como por sentido práctico. Creía que los partidos políticos podían satisfacer y calmar mejor a la sociedad que el autoritarismo militar de la Doctrina de la Seguridad Nacional.

Kennedy decía en 1960 ante los embajadores iberoamericanos acreditados en los Estados Unidos que quienes hacían imposible la revolución pacífica harían inevitable la revolución violenta. Persuadido de que la búsqueda de soluciones militares para los problemas de América Latina era un capítulo desdichado en la política exterior de Eü propuso la Alianza para el Progreso, cuyo fin era el cambio pacífico. El propio Castro, que afirmó sin ambages que era una idea pensada para contener la revolución, dijo que le agradaba la idea (Castro, 1975: 200-201). Pero al mismo tiempo los Estados Unidos formaban a los ejércitos latinoamericanos para reformar y conservar, todo a la vez. Buena parte del dinero destinado a Iberoamérica se destinaba a los ejércitos, a los que se les instaba dentro de los programas de acción cívica a desarrollar funciones de desarrollo económico y social para conocer en verdad qué pasaba con las gentes de las áreas rurales y que éstas se apoyaran en el ejército en momentos de crisis. De esa manera las fuerzas armadas podrían suplir la insuficiente implantación del Estado y la de los partidos políticos en las zonas inhóspitas de sus propios países. Esto era también un freno de los intentos revolucionarios que, copiando el modelo cubano, amenazaban con revolucionar el continente. Cuando murió Kennedy la política de apoyar gobiernos reformistas en América Latina se abandonó.7

No resulta extraño este último comportamiento porque, al fin y al cabo, todos los procedimientos contrarrevolucionarios ensayados en Argelia, copiados por EU y luego reconstruidos y aplicados en Iberoamérica, sirvieron para formar cierta escolástica militar rígida, un manual de la guerra revolucionaria que desde 1961 y casi hasta la actualidad fue la base de la enseñanza dada a los ejércitos iberoamericanos. La Escuela de las Américas, el centro fundamental de entrenamiento en técnicas de contrainsurgencia en el que se formaron buena parte de los oficiales de alta graduación de América Central y del Sur, se cerró a finales de 1999. Es más, desde 1965 la enseñanza de esta escolástica en las escuelas militares sobrepasó la enseñanza consagrada a las otras formas de guerra (Stepan, 1973: 1957). Incluso buen número de oficiales aprendía a interpretar lo que pasaba en sus países mediante la visión del mundo aportada por el sistema de la guerra revolucionaria. De forma recurrente, la estrategia adoptada por los sistemas de Seguridad Nacional interpretaba la realidad de cada país como si se las tuviera que ver con verdaderas guerras revolucionarias. Por eso la lucha preventiva contra ella era el principal objetivo de buena parte de las intervenciones militares, que tan bien hizo —mejor que ningún otro— el ejército brasileño. Esta interpretación mostraba el desfase entre la realidad iberoamericana y los conceptos con los que se formaba a los militares encargados de aplicar la Doctrina de la Seguridad Nacional porque, en opinión de Comblin, "en América Latina no ha habido y no hay en ninguna parte cosa alguna que se asemeje ni siquiera de lejos a una guerra revolucionaria en el sentido de Mao" (Comblin, 1979: 4). Posiblemente tenía razón. La "realidad iberoamericana" que se les enseñaba estaba en la Escuela de las Américas del Canal de Panamá, en donde lograron el corpus teórico y metodológico que usaron en las intervenciones militares. Fort Gullick fue hasta 19848 el principal centro de entrenamiento (Malamud, 1992: 171).

El general Pinochet era un claro exponente de esta forma de pensar. Tras el golpe de Estado que derribó al gobierno de Salvador Allende en Chile en 1973 decía que:

[...] el marxismo es una agresión permanente hoy al servicio del imperialismo soviético [...] Esta moderna forma de agresión permanente da lugar a una guerra no convencional en la que la invasión territorial es reemplazada por el intento de controlar los Estados desde adentro. Para ello el comunismo utiliza dos tácticas simultáneas. Por una parte infiltra los núcleos vitales de las sociedades libres tales como los centros universitarios e intelectuales, los medios de comunicación social, los sindicatos laborales, los organismos internacionales, y como incluso lo hemos visto, los propios sectores eclesiásticos. Por otro lado, promueve el desorden en todas sus formas (Pinochet, 1973).

El jefe del Estado Mayor brasileño decía en 1974 en una reunión de jefes de Estado Mayor de todo el continente americano que:

[...] el enemigo es indefinido, usa mimetismos, se adapta a cualquier ambiente y usa todos los medios, lícitos e ilícitos, para lograr sus objetivos. Él se disfraza de sacerdote o de profesor, de alumno o de campesino, de vigilante defensor de la democracia o de intelectual avanzado, de piadoso o de extremado protestante; va al campo y a las escuelas, a las fábricas y a las iglesias, a la cátedra y a la magistratura; usará si es necesario el uniforme o el traje de civil; en fin, hará cualquier papel que considere conveniente para engañar, mentir y atrapar la buena fe de los pueblos occidentales (en Amaral, 1975: 140-142).

Con esta visión la necesidad de defensa "con los medios que hiciera falta" era permanente.

Estas ideas dejan ver que en Iberoamérica el carácter psicológico de la guerra contrarrevolucionaria y el papel de los servicios secretos se manifestaron con crudeza. La actividad política principal era la labor de inteligencia, pues era en ese nivel en donde la guerra se ganaba o se perdía. Este era el eje del sistema y el resto era más o menos accesorio. Los servicios secretos reconstruían las tramas subversivas partiendo de los menores indicios y, como no había diferencia entre terrorismo, guerra, oposición política o crítica —pues todo era manifestación de un solo fenómeno—, los servicios de inteligencia creaban una red de relaciones entre la supuesta guerra y la falta de conformidad de la población. La consecuencia era que se deformaba sistemáticamente la realidad. Supuestamente el enemigo actuaba principalmente en el plano psicológico, pues la acción psicológica era el arma principal del comunismo internacional. Por tanto, si la guerra se jugaba en el plano de las ideas, era lógico que la acción del ejército se dirigiera a los "campos de batalla" elegidos por el enemigo, a saber: los sindicatos, la universidad, los medios de comunicación, la Iglesia... Debían controlarse estos sectores y la represión debía dirigirse especialmente contra ellos ya que en la lucha contra toda idea crítica se destruía —pensaban— al comunismo internacional. Los únicos que podían hacerlo bien eran los servicios secretos. A estas tareas se dedicaba la flor y nata de las fuerzas armadas, que gozaba de muchos privilegios. Como en el mundo de la Doctrina de la Seguridad Nacional todo se entendía como defensa militar frente a una posible amenaza armada, eran las fuerzas armadas las encargadas de organizarla y contrarrestarla. Y de la defensa civil interior también se encargaban ellas, porque la guerra revolucionaria aparecía ipso facto si no se actuaba con prevención. La seguridad era puramente militar y preventiva, y empleaba métodos que soslayaban la ley con pleno convencimiento de que debía hacerse así. La norma era un impedimento o un requisito formal del Estado que debía aguantarse, sin más.

Lo cierto es que cabría decir que semejante interpretación sólo podía conducir a una nueva política general y a la fundación de un nuevo tipo de Estado —en Chile, tras el golpe, se decía "una nueva institucionalidad"—. Los conflictos sociales, las oposiciones políticas, las discusiones de ideas o el inconformismo ideológico o cultural ya no eran tales, sino manifestaciones de una guerra revolucionaria omnipresente. Esta guerra era el rostro iberoamericano de la Guerra Fría y formaba parte de la guerra permanente entre el Occidente y el comunismo internacional, una guerra total, generalizada y absoluta; una guerra que absorbía la política y mantenía a los países en estado permanente de tensión.

 

4. Conclusión

Si se dieran por buenos los principios que aseguraban que la guerra revolucionaria era la nueva estrategia del comunismo internacional y que éste siempre estaba detrás de cada revolución; que con un modelo único podían entenderse todos los fenómenos revolucionarios; y que la guerra revolucionaria era una cuestión de técnica y para enfrentarse a ella sólo había que encontrar la técnica contraria, no cabría más que aceptar que los métodos abusivos de los sistemas de Seguridad Nacional eran los únicos válidos y legítimos. Claro está que esta idea es falaz y peligrosa, pues a lo único a lo que conduce su aceptación es a la extensión del arbitrio y a su legitimación. La lógica democrática —y el sentido común— perciben que es una visión deformada de la realidad. Entre otras cosas porque confunde conceptos de apariencia similar pero de distinta naturaleza como la guerra revolucionaria, la guerra de liberación nacional, la guerrilla clásica, la revolucionaria y el terrorismo. A los ojos del profano todos tienen los mismos ascendientes, pero la verdad es que son formas de violencia diversas con causas y fines diferentes.

Desde la administración estadounidense, que a veces sirvió de referencia para los regímenes de Seguridad Nacional, se intentó instaurar en tiempos de Kennedy cierta cooperación intergubernamental para evitar las revoluciones mediante la aplicación de cambios destinados a mejorar las condiciones sociales en los países iberoamericanos, pero al morir aquél la política de apoyar gobiernos reformistas desapareció. Y en Iberoamérica se implantó el remedio de acabar con la revolución con métodos aún más duros que ella misma. Por todo esto los resultados fueron perversos, especialmente en el Cono Sur, en donde la manera de combatir el desorden fue la aplicación contrarrevolucionaria de los métodos impulsados por los regímenes de Seguridad Nacional. Aquellos procedimientos construyeron un manual de guerra contrarrevolucionaria que, desde los años sesenta, sirvió para formar a los militares de la región y para construir la escolástica de la Doctrina de Seguridad Nacional, que entendía el mundo como si todo fuera una guerra revolucionaria al modo de Mao, aunque fuera exagerado o falso. De ahí que la guerra preventiva fuera el modo más eficaz e incruento de conjurar su peligro.

Se pensaba que en la guerra contemporánea no se luchaba contra un grupo armado clásico, sino contra una diabólica organización clandestina cuyo papel principal era imponer su voluntad a la población. El triunfo sólo llegaría tras destruirla por completo mediante un terror de signo contrario. Por eso los servicios secretos eran esenciales para combatir la subversión, la disidencia o, incluso, la simple oposición. Se hacía necesario tener una larga cadena de informantes. Por eso se crearon centros secretos de preparación para los servicios de inteligencia donde cualquier habitante de la nación que estuviera dispuesto a colaborar pudiera recibir la enseñanza necesaria. En los regímenes de Seguridad Nacional, obsesionados con la subversión de izquierda, cualquiera era sospechoso de pertenecer a la insurgencia. Unas palabras de mayo de 1977 del general Ibérico Saint Jean, gobernador de la Provincia de Buenos Aires, dan idea de esto: "primero hay que eliminar a los subversivos, luego a los simpatizantes de los subversivos, luego a quienes encuentran alguna justificación para su acción, hay que seguir por los neutrales. Nadie debe quedar indiferente" (en Rial, 2005: 84).

En realidad lo que ocurría en Iberoamérica no tenía mucho que ver con lo que aprendían los oficiales encargados de aplicar la Doctrina de Seguridad Nacional, pero daba igual. Según el razonamiento de aquélla, toda América estaba asediada por los subversivos y si no se les frenaba a tiempo con todos los procedimientos posibles, acabarían tomando el poder en el continente y llevándolo al caos. Sin embargo, los movimientos clandestinos jamás pusieron de veras en peligro a los Estados de Iberoamérica. Sí es cierto que en países como Uruguay o la Argentina se hicieron necesarias operaciones militares para enfrentarse a esos fenómenos, pero tras la intervención militar no hubo más problemas. A finales de los años setenta no quedaba ni un guerrillero urbano actuando en la Argentina. En este país, tras algunos meses de gobierno militar en 1976, el ERP abandonó la lucha. Se diezmó a los Tupamaros en Uruguay y la organización decidió disolverse. En Chile se paralizó al MIR antes de que pudiera organizar ninguna operación de envergadura. En Bolivia se eliminó a la guerrilla en 1967. En el Perú se les aplastó antes del advenimiento del régimen militar. Si se recuerda que países como Colombia, Venezuela o México también padecieron movimientos guerrilleros y se acabó con ellos sin transformar el Estado en un Estado de Seguridad Nacional, cabe afirmar que había una falta total de proporción entre las tareas que debían hacerse y el poder acumulado para hacerlas.

 

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Notas

1 El "principio de soberanía limitada" venía a decir que todos los países del I Bloque del Este, pertenecientes al Pacto de Varsovia, eran soberanos pero su soberanía quedaba limitada por sus compromisos con el conjunto. Lo que en realidad significaba este principio es que el Kremlin podía intervenir en cualquiera de sus satélites en Europa aplicando un criterio discrecional, tal y como hizo, por ejemplo, en Praga en 1968.

2 La guerra de Mao contra Chang-Kai-Chek es, al mismo tiempo, revolucionaria I y de liberación nacional. La guerra de Vietnam empezó siendo de liberación y acabó siendo revolucionaria. Algo parecido ocurrió con la guerra de Argelia, que fue una guerra de liberación en la que se emplearon métodos revolucionarios.

3 La palabra "terrorismo" se popularizó por vez primera durante la Revolución francesa pero entonces tenía una connotación positiva. Era una emanación de la virtud para purgar a los disidentes y sus desmanes "purificadores" lo convirtieron en sinónimo de exceso. Más tarde, durante el siglo XIX, adquirió connotaciones revolucionarias y las mantuvo hasta la Gran Guerra. Durante los años treinta del siglo XX empezó a denominarse terrorismo al terror y a la represión propiciada, auspiciada y cometida por los Estados contra sus propios ciudadanos y tras la II Guerra Mundial recuperó las connotaciones revolucionarias. Después comenzó a llamarse "terrorismo" a lo que hacían los grupos que empleaban la violencia contra el colonizador o contra lo que quedaba de colonialismo, y en los años sesenta y setenta mantuvo las connotaciones revolucionarias aunque se amplió el término y se incluyó en él a los grupos separatistas —como ETA—. En los años ochenta transformó otra vez su significado y en él se incluyó a la conspiración internacional —que parecía orquestada desde el Kremlin— contra el mundo libre. En esos años la palabra "terrorismo" denominó también al terrorismo que algunos Estados patrocinaban —como Irán o Libia— y en los noventa, con la transformación del orden internacional y la aparición de nuevas amenazas, se habló incluso de narcoterrorismo o de un fenómeno amplísimo en el que "terrorismo" parecía todo tipo de violencia que no encajara dentro de la clásica definición de guerra y que no se supiera definir con claridad. El término se fue adaptando a los tiempos porque nunca ha sido ajeno a los cambios culturales e históricos ni, mucho menos, a los cambios del sistema internacional.

4 Incluso el terrorismo de tintes religiosos.

5 No obstante, hay veces en las que la eliminación es el objetivo principal. En I esos casos no es fácil separar el término "terrorismo" del de "guerra", con las enrevesadas implicaciones que esto tiene tanto para entender el terrorismo como para combatirlo.

6 Tras el entusiasmo que suscitó en él la leyenda del cuerpo de ingenieros militares, que se encargaban de todo tipo de servicios sociales en los lugares alejados.

7 Sin embargo, Hobsbawn dijo de él en un interesante artículo —"Why America lost the Vietnam War"— en mayo de 1972 en Listener que era el más megalomaníaco y peligroso de los presidentes de EU (en Schlesinger, 1988: 320).

8 Después se trasladó a Fort Benning, en Georgia.

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